IX
La llamaron para cenar.
—Ya voy.
Sintió los pasos de la doncella que se alejaba. Se tiró del lecho y se quedó erguida en medio de la estancia, frente al espejo. Este le devolvió una pálida y ojerosa imagen. «Soy yo, no cabe duda —pensó desalentada—, y nadie lo diría. Siento en mi una flojedad, como si estuviera muerta».
Se alzó de hombros. Necesitaba toda su valentía para enfrentarse con sus padres. Lo diría aquella noche. Lo diría con orgullo. No serían capaces, ni su padre ni su madre, de ahuyentar aquella íntima alegría. Era un hijo de su marido. En consecuencia, ella no había pecado, por tanto..., ¿qué importaba lo que pensara la gente? ¿Lo que pensaran incluso sus padres? ¿Lo que dijeran éstos? Aquel hijo que iba a nacer era de su marido, del hombre que amaba, del hombre que la amaba a ella, aunque se debatiera como un loco entre la duda, el orgullo, el amor y la desesperación y la venganza.
Descendió despacio. Ambos se hallaban sentados a la mesa. Observó que algo hablan hablado entre los dos, con respecto a ella. Pero ambos la miraron fijamente. La primera en hablar, como siempre, fue su madre.
—¿No te encuentras bien, Tifina?
—No.
—¿Qué tienes? —preguntó el padre. Y con desdén añadió—: No creo que la ausencia de Diego te inquiete.
—Es mi marido, papá —dijo, temblándole la voz.
—Pronto dejará de serlo. De eso me encargo yo. Siempre consideré tirado el dinero que se le daba a un abogado —anadió despectivo—; pero esta vez le daré todo lo que me pida si te libra de ese miserable.
Doña Eulalia tomó la palabra, y el acento de ésta era, como el de su marido, despectivo y desdeñoso.
—Supongo que se habrá ido al extranjero. Todos los que fracasan se van y no vuelven. Eso facilitará las cosas, Jesús.
—Por supuesto.
—No se ha ido.
—¿Qué dices? —gritó de súbito don Jesús—. ¿Lo has oído, Eulalia? ¿Qué dices? ¿Es que sabes algo de él? ¿Es que... lo has visto? ¿Cómo? —se puso en pie tembloroso, observando la afirmación en el rostro femenino—. ¿Que lo has visto?
La asió de la mano. Se la apretó con violencia. Doña Eulalia también se había puesto en pie y miraba primero a su hija y luego a su esposo, como si sus ojos fueran a salir de las órbitas.
—¿Qué dices? ¿Qué dices, insensata?
—Le he visto —dijo suavemente—; pero me haces daño en la mano, papá.
—Te... te... —soltó la mano femenina y se inclinó retador hacia ella. A la joven jamás le pareció tan pequeño, tan rechoncho y tan cruel—. Te mataría.
—Pues... mátame ya. No sólo le he visto. Voy... Voy...
—¡Tifina! —gritó la madre como un alarido.
—Has pensado bien —dijo Tifina mirándola fijamente—. Lo has pensado, sí. Eres mujer y puede que conozcas algunas de las debilidades del ser humano, aunque no quieras reconocerlas, porque tú jamás las has tenido.
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —preguntó don Jesús, impaciente, pues no era tan lince como su esposa, o pudiera ser que por su calidad de hombre desapasionado y sin más debilidades que el dinero, no pudiera comprender lo que ocurría en aquel instante—. ¿Qué significa ése cambio de miradas y palabras, Eulalia?
Esta aún seguía mirando a su hija. De pronto se apartó de ella. Vuelta de espaldas, gritó:
—Merecías que te echáramos a la calle.
—Me habéis echado desde el instante que Diego traspasó esa puerta.
—¡Quiero saber lo que pasa! —gritó don Jesús, descompuesto.
—Que te lo diga ella.
El usurero se inclinó hacia su hija exigiendo amenazador:
—Di... di de una maldita vez lo que sea.
—Voy a tener un hijo de Diego, de mi marido.
Si una bomba cae en aquel momento en medio del comedor, no hubiera surtido mayor efecto. Sólo fue un instante. Al rato don Jesús reaccionó. Asió a su hija por la mano, la obligó a ponerse en pie y la sacudió sin compasión alguna.
—Perra —dijo—. Eres una perra asquerosa. Una...
Se mordió los labios. Enrojeció su rostro. Miró a su esposa que parecía una estatua de piedra y se lanzó de nuevo sobre Tifina. Su voz sonó ronca, fatigada. La muchacha sintió piedad. Hacia él, hacia ella, hacia Diego.
—No debiste... ¡Oh, Dios de los cielos! No debiste desobedecerme. Debiste marchar con él si lo amabas. Pero hacerme eso a mí... Te mataría. Tengo deseos de matarte, hija del demonio. La miserable...
Se hundió en una butaca. Se mesó los cabellos. Doña Eulalia se acercó a él.
—Jesús...
—Déjame. Échala de aquí. Que no vuelva a verla. Que no vuelva... Échala.
Tifina se puso en pie sin esperar que su madre se lo dijera. Fue a travesar la estancia, y entonces su padre le atravesó el camino. La miró como alucinado y de súbito, alzó la mano y la dejó caer por dos veces en la mejilla de la joven.
* * *
Tres días estuvo sin salir de la habitación. Nadie la reclamó. Al cuarto día una doncella subió a advertirle que los señores la esperaban en el salón.
En efecto, allí estaban los dos. Más serenos, comedidos, silenciosos.
Ella entró. No preguntó qué deseaban. Esperó de pie, como un reo su sentencia, en mitad de la estancia.
—Hemos pensado...
La voz de su padre sonaba hueca y fría.
Ella ya sabía qué habían pensado. Estarían deliberando durante los tres días.
—Irás a ver a tu marido y le dirás que os pasaré una pensión y podréis vivir solos, lejos de nosotros.
En aquel instante admiró a Diego. Lo admiró como diría si ella cometiera la estupidez de comunicarle lo acordado por sus padres.
Serenamente, dijo:
—Diego no volverá a vivir conmigo.
—¿Qué dices?
—Ni admitirá públicamente que este hijo sea suyo. Es su venganza, papá. Bien la mereces. Lo doloroso es que lo pagara el niño, y yo lo estoy pagando ya.
Muy pálido, el avaro avanzó hacia su hija como una catapulta.
—Josefina..., no te he entendido. No quiero entenderte.
—Pues puedes hacerlo. Diego... —movió la cabeza de un lado a otro—, no quiere saber nada de nada.
Los esposos se miraron. No comprendían.
—El mundo me cree muy lejos de él. Nunca, has sufrido una vergüenza, una humillación, papá. Esta es la primera. Siento que sea la peor y te la haya proporcionado yo.
Lloraba. Ya no podía soportar por más tiempo aquella valentía que era como un parapeto. Un parapeto falso, en el que no era capaz de sostenerse ni una marioneta, cuyo balanceo denunciaba una vez más su indecisión.
—Tifina —susurró entrecortadamente dona Eulalia—, Hija mía...
—Será... nuestra vergüenza, Tifina. Y creo que todo por mi culpa. —De pronto gritó—: Lo evitaré. ¡Oh, sí! Tengo ese deber...
—¿Qué vas a hacer, Jesús?
—Aún no lo sé. Será fácil. Ofreciendo mucho dinero... todo se consigue... Sí, todo se consigue.
Giró en redondo. Tifina sintió en sus ojos un súbito ardor. Todo se consigue, pensó. Sí, todos menos Diego.
—No podré soportar la vergüenza ante el mundo —dijo don Jesús asiéndose al umbral de la puerta y pasando los dedos temblorosos por la frente—. Uno... puede soportar muchas cosas, pero esta humillación, no. No he cometido más pecado que echar en cara a un hombre mi desprecio. Y aún sigo despreciándolo. Ya no podré vivir jamás junto a él ni consentir que te humille.
—Humillarme Diego... —repitió ella quedamente—. No sabes lo que dices. Vive muy al margen de los acontecimientos que ocurren en el mundo. Diego es hoy... como un personaje de leyenda. Si tú supieras, papá... No creas que te será fácil lograr lo que deseas. Por primera vez comprenderás y lo verás por ti mismo, que el dinero no te sirve para nada, cuando el hombre a quien intentas comprar es uno como Diego.
Se volvió hacia ella enfurecido. Ya no parecía sentir compasión hacia su hija.
—¿Qué dices?
—Ve a ver a Diego, si ello te complace. Y ofrécele... Sí, ofrécele toda tu fortuna, y entonces sabrás que amasar tanto dinero no te sirvió de nada.
—¿La entiendes tú, Eulalia? — gritó—. ¿La entiendes?
—No. Pero casi prefiero no entenderla.
* * *
—Vaya —exclamó con ironía—. El reyezuelo convertido en un miserable.
Diego no se movió. Siguió fumando y balanceando el pie que cabalgaba filosóficamente sobre el otro.
—¿Quiere compartir mi diván? —preguntó—. ¿O prefiere esa silla carcomida?
—He venido...
—Ya lo veo. Avance, no se quede en la puerta. Si no desea el diván, busque una silla por ahí y tome asiento. Supongo que no me molestará mucho tiempo. ¿Desea que le defienda? No es usted capaz ni de gastar un real por ver la rodilla de una mujer.
Don Jesús se estremeció de rabia.
—No es momento para ironizar —dijo todo lo sereno que pudo—. Vengo a proponerte un negocio.
Diego siguió en su postura. Ahora hacía arabescos en el aire con la punta de su retorcido zapato desgastado y lleno de lodo.
Don Jesús miró a un lado y a otro, y después posó de nuevo los ojos en la figura desaliñada de su yerno. La presa era fácil. Estaba seguro que sólo tendría que nombrar una cantidad un poco respetable, y Diego saltaría como un energúmeno.
—¿No se sienta? Peor para usted. Yo no pienso moverme. Verá —hizo una rápida transición, como si recordara en aquel preciso instante la proposición de un negocio—. Aunque cubriera de oro su jaula de cemento, y me llevaran en silla de postas, no volvería a su cubil. ¿Aún desea decirme algo más?
—Por supuesto. Vengo a ofrecerte dinero.
—¿Se encuentra en algún apuro?
—Me parece que te encuentras tú. Basta que admitas que ese hijo es tuyo, y que te largues fuera de España.
—Me parece —dijo serenamente— que equivocó el camino. No me interesa saber nada de ese asunto. Vayase con la música a otra parte, señor mío. Y sepa de una vez que me río de su sucio dinero, de su hermosa hija, de la usura de usted y del ridículo empaque de su señora esposa.
Don Jesús tragó saliva.
—Vives —dijo sin tacto— en la mayor miseria y...
—Vivo como quiero —rió inclinado hacia él—, pero no en la mayor miseria. Y escúchame. Aunque me cubra de oro, aunque se arrastre a mis pies, aunque haga de alfombra para mis sucias botas, no querré saber nada de eso que tanto le aflige a usted.
Abrió la puerta. La mantuvo abierta.
—Aquí la tiene. Vayase.
—Oye, muchacho. Jamás has visto tanto dinero junto...
—Límpiese con él sus lágrimas, y ojalá sean éstas tan desesperadas como lo fueron las mías cuando dejé su casa, no por el hecho de dejarla —gritó exasperado— sino porque allí dejaba lo que más quería. ¿O ha creído usted que todos son tan miserables como usted? Yo. tenía corazón, lo tenía, sí —gritó desgarradoramente, impresionado al usurero que no lo creyó capaz de amar así, ni a él ni a nadie—; y se lo había dado a ella. Jamás pensé que un día... me dieran una patada, sólo por amar a una mujer. Ahora que ya lo sabe... vayase. Y no vuelva a ofrecerme dinero, porque le restregaré la boca con él y tendrá que masticarlo.
Lo empujó sin miramientos. Don Jesús, en medio de la escalera, lo miraba como si lo conociera en aquel instante por primera vez.
—Dígale a Tifina que lo siento... Lo siento, sí —gritó—, pero no rectificaré. Cargue usted con todo ese lastre, y que el demonio me lleve si por ello peco. Mas he pecado el día que salí de su casa y deseé su muerte y la del mundo entero. Ahora no deseo la muerte de nadie. Ahora... la defiendo y gano dinero —rió despiadado. Metió los dedos en los bolsillos y extrajo un puñado de billetes—. Tómelos y limpíese el morro con ellos —se los tiró a la cara—. Eso hago yo con el dinero. Con el dinero que yo gano honradamente. Imagínese lo que haré con el que usted me ofrece. Y ahora que lo sabe... no vuelva más por aquí. La próxima vez no uso el brazo. Le propino una patada y sale usted rodando.
Cerró la puerta con seco golpe y quedó, como en otra ocasión, jadeante, apoyado en la madera. Estaba al cabo de sus fuerzas.
* * *
No supo cómo llegó allí. Estaba en el salón de los Martín, esperando la llegada de los esposos. Aunque tardara en reconocerlo, al fin había comprendido que no era fácil arreglar aquella situación. Aquella horrible situación que lo cubría de vergüenza. El fue un hombre que trabajó toda su vida, pero con honor. ¿Usurero con el dinero como decía Diego? Sí, tal vez. En aquel instante ya no sabía si sentía amor por el vil metal, o asco como Diego. Porque ya no admitía duda alguna. Diego odiaba, despreciaba el dinero. Y él, la verdad, ya no sabía lo que sentía con respecto al mismo. Sólo sabía, y esto le desgarraba el corazón, que su hija iba a caer en la vergüenza. Cierto que era el hijo de su marido, ante Dios. Pero ante los hombres... ¿Qué significaría en el futuro su hija, ante el juicio de los hombres? Si el padre se negaba a admitir que aquel hijo era suyo, ¿cómo iban los demás a juzgar a la esposa pecadora, que sin serlo legaría a su hijo el pecado de su amor?
Se abrió la puerta. Don Mariano Martín apareció ante él. Frío, distante.
—Soy... —dijo don Jesús, menguado en extremo—, el padre de Josefina.
Lo sabía, por supuesto. Cortésmente preguntó:
—¿Cómo está usted?
—Bien, muchas gracias. Ya... sabe lo que ocurre.
El padre de Diego asintió con un movimiento de cabeza.
—Tome asiento.
Lo hicieron frente a frente. Don Mariano le ofreció un cigarrillo.
—Gracias, no fumo.
Se lo imaginaba.
—Vengo de ver a su hijo. Está duro... —golpeó el mármol— como esto. Yo soy padre. Usted también lo es. Póngase en mi lugar. Por eso he venido. Usted puede ayudarme.
—No. Nadie puede ayudarle. Antes de que fuera usted, ya fui yo. También fue mi esposa. No hay nada que hacer. A menos que se exponga usted a... —se alzó de hombros— a todo.
—¿Todo? ¿La vergüenza?
—Es posible.
—Ella es mi hija...
—Debió pensarlo usted cuando echó a mi hijo de su casa. Usted tenía el deber de conocer a Diego... No es mi hijo un hombre sin dignidad.
Don Jesús bajó la cabeza. Desesperadamente, con un hilo de voz dijo:
—Debí conocerle, sí... Ahora... ahora lo conozco. Si he de decir verdad, no lo conocí hasta hace un instante. Cuando marchó de casa...
—Cuando usted lo echó.
—Lo admito. Cuando yo lo eché —apretó los labios— creí que con dinero, un poco de dinero, podría alejarlo. Como no nos molestó consideré que estaba zanjado el asunto... Me equivoqué. Por primera vez en mi vida, me equivoqué.
—Es que no estaba tratando un negocio, señor Heredia —dijo implacable don Mariano—. No jugaba usted con dinero, sino con sentimientos. Y en éstos no iba sólo el corazón de un hombre, sino el de una mujer, el de su hija.
—Ya... ya...
Estaba a punto de llorar. Don Mariano sintió honda piedad. Al menos aquel feo e intrincado asunto, tenía una ventaja. Despertar la dormida sensibilidad de un padre que creyó poderlo conseguir todo con el dinero.
—Usted puede hacer algo. Es su padre —susurró ahogadamente—. Yo... me pondré de rodillas ante él si es preciso. Usted no sabe lo que una hija significa para un padre. Ya no se trata de vergüenza mía, que dejo a un lado, sino de la tristeza, de la amargura, de la vida rota de mi hija.
—Sé lo que es eso. No se olvide que él... es mi hijo.
—El vive feliz en su mundo.
Don Mariano esbozó una pálida sonrisa.
—Sigue usted equivocado. Sólo un hombre qué ama hasta la desesperación, adopta esa postura digna, porque la postura de mi hijo, aunque nosotros nos neguemos a admitirlo, es dignísima, después de lo ocurrido. No ahora, antes, cuando usted lo culpó de egoísta y lo echó de casa.
—No... no... —retorció las manos—, no me lo eche en cara de nuevo.
—Perdone. De ahí... surgió todo. Le decía que sólo un hombre que ama mucho hace lo que hizo Diego. Pero eso no crea usted que sólo sufre su hija.
—¿Y cómo podría evitar el sufrimiento de los dos?
—Es lo que no sé.
—Haría... haría lo que fuera. Que me pida ponerme de rodillas ante él pidiéndole perdón. Que me exija salir de España. Dejarle mi casa y mi fortuna, y yo, con mi mujer, empezaré de nuevo en cualquier sitio ignorado de todos.
—No exigirá mi hijo tales cosas. Parece olvidar usted que su fortuna le importa a Diego un rábano. ¿Acaso no lo ha comprendido usted exactamente?
—Sí, sí, claro.
—Tendrá usted que llegar a sus sentimientos. Y Diego los tiene. Tal vez mancillados, pisoteados por todos ustedes, humillados, pero los tiene. Los has tenido siempre y deberán seguir imperando en su vida. Si bien muy ocultos. Allí donde ustedes sin piedad, los ocultaban.
—Perdone...
—La verdad, yo nada puedo hacer. Tendrá que hacerlo usted, y no puedo aunque lo pretenda, encontrar una solución. He buscado en mi mente mil maneras de llegar a su corazón. Debió de relegarlo a un segundo término, porque en ninguna de las visitas que le hice pude hallarlo.
Don Jesús se puso en pie. Parecía haber envejecido miles de años en un solo día.
—Señor Heredia...
—No me diga nada. Sólo le pido que se ponga en mi lugar...
—Hace muchos días que lo estoy.
Alargó la mano. Don Mariano notó que temblaba. Se la apretó cordialmente.
—¿Me ha perdonado usted? —preguntó el usurero con voz ahogada.
—Sí, de todo corazón. Le comprendo y me apiado de usted, y de su esposa, de mí... Todos sufrimos la misma amargura.
—Lo que no puede olvidar tal vez, es que todas ellas han surgido por mi desconfianza.
—Espero que en el futuro le cueste menos darla.
—Por supuesto. Ha sido... —casi lloraba—. Ha sido... una dura lección.