VII

Parpadeó buscando en la oscuridad. La estancia era reducida. Habia una mesa, una silla, y dos más al otro lado de la mesa. El suelo estaba sucio, las paredes desconchadas. A un lado de la pieza había una puerta, estaba abierta y se vela un lecho...

Sobre un diván deshilacliado había una sombra. Era la sombra de Diego. Se hallaba tendido y tenía las pier nas colgando por encima del brazo del diván, y un pitillo en la boca, cuya espiral ascendía, se ondulaba y se perdía por la rendija de una ventana.

Se estremeció de pies a cabeza. Hubo de apoyar el hombro en la pared para no caer desplomada al suelo, tal era el temblor de su cuerpo. Por la única ventana de la pieza se vela el cielo plomizo. La humedad se pegaba a los cristales. Dentro de la estancia había tanto o más frío que en la calle. No veía la cabeza de Diego. Veía tan sólo sus pies embutidos en fuertes botas y la espiral que ascendía, y se perdía lentamente por aquella rendija. Sintió náuseas y al mismo tiempo una loca ansiedad.

—¡Diego! —exclamó sin poderse contener—. Diego...

El hombre dio un salto, quedó sentado en el diván cara a ella. Hubo en sus ojos como un centelleo de ansiedad, pero de pronto aquellos ojos, sonrieron de aquel modo peculiar que ella aún recordaba de cuando lo conoció, de poderío, de desdén, de ironía.

—Vaya —gruñó Diego—. Vaya...

Sólo eso. Fue levantándose poco a poco, y quedó erguido junto al diván frente a ella. La miraba, y de súbito, ella sintió vergüenza de aquella mirada que resbalaba por su cuerpo y le producía una quemazón de pena. Era una mirada pecadora, la mirada de un hombre de la calle a una mujer de la calle. No era la mirada amorosa de Diego, no.

—Vaya —repitió él, ahora con acento jocoso—. La reina acude a la guarida de su humilde vasallo. —Dio un paso al frente. Con voz ronca, diferente, añadió—: La hermosa hija del usurero... ¿Cómo has descendido tanto, bonita?

—¡Diego! —se ahogaba su voz—. Diego, soy... soy... tu mujer...

El movió la cabeza de un lado a otro denegando. De pronto quedó inmóvil y encendió un cigarrillo que mordió con saña.

—Lo fuiste hasta el instante que pisé el umbral de tu casa en dirección a la calle. Ya no me interesas. Ya no siento por ti... ni siquiera la atracción del dinero de tu padre.

Tifina se retorció las manos con desesperación. Quedó mirándolo suplicante.

—Me has querido —dijo—. Sé que me has querido. Tenías tú razón. Cuando te fuiste, cuando pasaron los días...

—Tu soledad —rió él, despiadado—. Te diste cuenta de tu inmensa soledad. Te lo advertí antes de marchar. Yo era un hombre tal vez ambicioso —añadió con desdén—. Todos los hombres lo somos. Más o menos... no hay nadie que escape a eso. Pero era noble. Te amaba de verdad. —Soltó de súbito una risotada—. No debiste venir a la guarida del lobo. Es peligroso. Ya no soy un hombre considerado. Me revuelvo en el fango y como ellos obro y exijo. —Dio otro paso al frente—. No debiste venir, no, jovencita.

Ella dio un paso atrás.

—No puedes olvidar —susurró ahogadamente— lo mucho que nos hemos querido.

—¿Y eso te preocupa? No tengo inconveniente, si es así, a admitirte a ratos en mi vida. Después de todo... —soltó otra risita— eres muy bella, y para el abogado pobre que se retuerce en el hampa, eres un bocado exquisito.

—No me ofendas —susurró—. ¡Por Dios te pido que no me ofendas!

—Has sido feliz junto a mí —dijo despiadado—. ¿Es ofenderte invitarte a recordar los ratos agradables que pasamos juntos?

—¡Oh, cállate, cállate! No quisiera odiarte.

Diego dio otro paso al frente. Esta vez quedó junto a ella que se replegaba contra la pared. Era fácil alcanzarla. Era fácil apretarla en sus brazos, besarla, poseerla y olvidarla otra vez. ¿Olvidarla? Un buen observador hubiera notado la ansiedad de su boca relajada, el brillo cegador de sus ojos, la humillación que sentía y doblegaba.

—Diego —susurró ella—. He venido... —pasó los dedos por la frente—. No sé a qué he venido...

—Has venido —repitió él—. Eso es lo único que importa. Sé que no has venido a quedarte, pero sí a curiosear.

—Oh, no. Tu padre me dio el papel —lo extrajo del bolsillo, arrugado y feo—. No he podido... Tuve que venir. Fue... Fue, sí, como si una fuerza superior me empujara. Como si el mismo demonio me condujera hasta aquí.

La miraba quietamente. Ella gritó:

—¡No... no... no me mires así!

* * *

Hubo un silencio. Diego lanzó lejos de sí el cigarrillo y ella intentó dar la vuelta y huir.

—No —dijo él asiéndola por el brazo—. No. Has venido... no sé si a consolarme o a burlarte de mi nuevamente. Lo único que sé en este instante —la atraía dominante hacia si, la oprimía a su cuerpo con fiereza— es que estás aquí.

—Suéltame —pidió temblando—. Suéltame, por el amor de Dios. Por lo que más quieras.

—No quiero a nadie, muchacha. Tú me ensenaste a ser duro, a ser despiadado, a no compadecerme de nada ni de nadie. Tú me enseñaste esto y aún mucho más. Me enseñaste a soportar estoicamente la soledad, a familiarizarme con ella, a admitir una visita femenina, a consolarla o sentir el consuelo de su compañía...

—No te das cuenta —musitó con un hilo de voz —que cada frase tuya es un insulto.

—He recibido muchos de tu padre. Allí aprendí...

—Diego... —suplicó—. Por lo que más quieras...

—Si a alguien he querido en esta vida —dijo roncamente —ha sido a ti... Estás aquí otra vez. Este instante es nuestro. Mañana, pasado... son días anónimos.

Al hablar la cerraba contra sí. Ella, impotente, quedó inmóvil. Recordaba otros instantes. El cuerpo de Diego pegado al suyo, le producía angustia extraña, y, un placer extraño y un ahogo extraño. Era recordar, reconocer sus manos y su cuerpo, y los reconocía con ansiedad.

—Después —susurró él—. Después... olvídame .

La besó en la boca. Fue, más que una caricia, una ofensa. Ella se agitó. Quiso retroceder. De pronto quedó inmóvil. Diego sació en ella su hambre de besos. Tantos meses de soledad, y de pronto... como caída del cielo la visita consoladora. El no podía olvidarla, pero... ya no era un hombre como antes. Era uno más en el hampa del vicio y la canallesca. Por eso... tenía que obrar de acuerdo con su vida actual.

—¡Diego! —susurró—. Diego...

El la soltó. La miró despiadado.

—Eres —dijo—, eres como todas las mujeres. Blanda, amorosa, absurda...

—¡Diego! —gritó ahogándose—. Soy... tu mujer...

Fue aquel grito como una llamada. El hombre la. tomó de nuevo en sus brazos y esta vez la llevó con él.

—Eres mi mujer... Tú lo has dicho. Mi mujer...

Los labios le hacían daño. Pecaban en su boca.

* * *

El hombre quedó allí. Anochecía. La estancia parecía aún más pobre en aquella angustiosa soledad. De pie en medio de ella, con los ojos fijos en la ventana por la cual se divisaba un trozo de calle, Diego miraba hipnótico aquélla. La figura de Tifina, tambaleante, menguada, se perdía calle abajo. Apretó los puños.

Retrocedió y se hundió en una silla. Quedó inmóvil. Se diría que no tenía vida, ni en sus ojos ni en sus brazos ni en su boca. No era valiente y él lo sabía. Había sido un cobarde, pero tenía una disculpa. El la quería. La quiso casi desde el momento de conocerla. Nadie se lo creería, ni ella, después de aquel atropello. ¿Atropello? ¿No eran marido y mujer? ¿No había ido ella sin que la llamaran? ¿No había ternura en su boca? Sus cuerpos, sus alientos, sus manos, hasta sus pensamientos, que sin decirse nada se comunicaban, se habían reconocido. Fue... como empezar de nuevo. Como si se hubiesen casado aquel día. El quiso atrepollarla, hacerle daño, y sólo consiguió amarla nuevamente con locura. Y al final, al marchar ella desmadejada, sola, angustiada, él la miró y se rió. Sí, rió cruelmente, como si la derrota femenina le causara regocijo, y no era cierto. ¡Oh, no!

—Diego...

Dio un salto. Allí estaba en el umbral de nuevo, Tifina.

—Tú... otra vez.

—Sólo he venido a decirte...

—¡No! —gritó exasperado—. No me digas nada.

—Te perdono.

—¡No me digas nada! —exclamó tapándose los oídos—. Y vete, vete antes de que me arrepienta.

—Diego... no olvides que yo te amo.

Con súbita fiereza, como salida de esa parte mala que todos tenemos, atravesó la pieza, la asió por un brazo y la echó fuera.

Cerró la puerta de un empellón. Quedó jadeante apoyado en la madera. Se mordió los labios. Espió con ansiedad los pasos débiles que se alejaban.

—Volverá otro día —susurró con rabia y ansiedad a la vez—. Y si no vuelve... Si no vuelve... ¡Dios del cielo! Tendré que ir a buscarla.

* * *

Tocaron en la puerta. Ya no sentía aquella loca ansiedad. Ya era el hombre de siempre, aquel que salió de casa de sus suegros y se perdió en el barrio humilde, del cual no salió ni para comprar un paquete de cigarrillos. Allí lo conocían todos, y todos acudían a él en demanda de ayuda. Sonrió sarcástico. Se había hecho popular defendiendo a los rateros, a los ladrones, a los criminales. Nunca pagaban. Pero les ponía un precio. Libros de leyes. El no tenía ninguno. Y por cada caso que defendía recibía un libro. Allí los tenía, amontonados en una alcoba, junto a su cama. Llamaron de nuevo.

¿Quién podía ser? Sus clientes no llamaban. Empujaban la puerta y exponían su caso sin rubor, sin vergüenza. Sentía asco de ellos y de si mismo.

—Pasen —gritó.

La puerta cedió. Diego miró distraído. De súbito dio un salto.

—¡Mamá! —Y furioso—: No debiste venir, no debiste hacerlo.

La dama tenía humedad en los ojos y con ellos muy brillantes, avanzó hacia su hijo.

—Diego, hijo mío...

—No me compadezcas —dijo Diego, despiadado—. Soy un hombre feliz.

—Dame... dame un beso.

Diego sonrió desdeñoso.

—¿Y para qué, mamá? ¿Acaso va a cambiarme un beso tuyo? Además... ya no soy un niño. No necesito tus besos ni los de nadie.

Pensó en los de ella... Con intensidad, con dolor. ¡Los besos de Tifina! Tímidos, apasionados, consoladores... Lanzó una sorda exclamación.

—Los hombres —gritó como para sí solo— somos esclavos de nuestras pasiones. El día que encuentre a un hombre que no lo sea, lo pondré en un pedestal y lo llevaré de mascota a todas partes.

—No te entiendo.

—Olvídalo —agitó la mano en el aire—. No tiene importancia.

—Estás... estás... desconocido.

Diego se situó junto al espejo y se miró en él con sarcasmo.

—¿Lo dices por mi barba? Puedo afeitármela cuando quiera. ¿Por las arruguitas que se forman en torno a mis ojos? —las palpó despacio—. Son signos de la edad. —Se miró a sí mismo—. ¿Por mi ropa? Ün hombre no necesita hábitos para ser hombre. O lo es, o no lo es. Y yo creo serlo.

—Escucha, Diego. He venido...

—No, no —agitó de nuevo la mano—. No es preciso que me digas a qué has venido. Lo adivino. Pues no. No os necesito. Ni a ti ni a ellos ni a nadie. Me defiendo muy bien. —Y sarcástico—: Es divertida la vida. A mí me distrae este modo de vivirla.

—Escucha, hijo mío...

—No pierdas el tiempo, mamá, ni te molestes por mi. ¿Te humilla que tu hijo viva asi?

—No digas eso.

—Es que si te humilla —añadió despiadado—, puedes decir que no soy tu hijo y todos contentos.

—Pareces olvidar que soy tu madre.

La miró quietamente. Sin piedad alguna respondió;

—Te diré cuándo lo olvidé. Aquel día que, sospechando lo que iba a ocurrir, fui a vuestro lado y os pedí ayuda. Entonces si la necesitaba. Hoy, no. Papá se negó a dármela, tú te callaste. ¿Por qué no te callas ahora y te vas al lado de tu esposo? Allí está tu lugar, no junto a mí. Yo... —hizo un gesto ambiguo— ya me las arreglaré solo.

Seguidamente fue hacia la puerta y la abrió.

—Mamá, ¿quieres salir? Aquí mancharás tus ropas.

—¡Diego, hijo mío!

—No dramatices, mamá. Detesto los melodramas.

La dama lloraba, pero esto no pareció inquietar mucho a Diego, y si lo inquietaba sabia disimularlo.

—Diego, por última vez...

—Adiós, mamá.

La empujó blandamente y cerró la puerta tras ella. Quedó, como momentos antes, jadeante, apoyado en la madera. Sus ojos tenían, allí en el fondo de las pupilas, aquella expresión peculiar que nadie había sabido definir aún.

* * *

—Nos tenias muy inquietos, Tifina.

No respondió. Se hundió en un sillón. Quedó inmóvil.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó su padre.

—No, papá. No lo sé. Tampoco me interesa demasiado.

—¿De dónde vienes?

Se alzó de hombros. ¿De dónde venia? ¿Venia de alguna parte en realidad, o todo había sido un sueño pecador?

—De por ahí...

—Por ahí tendrá un nombre —dijo doña Eulalia.

—No lo sé. Caminé sin rumbo, mucho...; no sé, mamá.

—Hay que poner fin a esta tortura —exclamó don Jesús, decidido—. No me gustan los abogados... ¡Ejem! Pero me decidi a hablar con uno de tu asunto... —Miró a su mujer, como pidiendo ayuda—. Hemos decidido, ¿no es cierto, Eulalia?, pedir la anulación de tu matrimonio. Gracias a Dios no has tenido hijos.

—No los he tenido porque Dios no quiso, pero el matrimonio se efectuó. Por tanto será imposible que me den la anulación.

Don Jesús carraspeó.

—Ya hablamos de eso el abogado y yo. ¿No es cierto, Eulalia? —Esta asintió—. Por tanto ya encontraremos la mejor forma de conseguir la anulación.

—No cuentes conmigo —dijo la hija con un hilo de voz—. No pienso decir mentiras.

Don Jesús se sofocó. Doña Eulalia miró censora a su hija.

—Tienes que tener en cuenta que él se casó contigo por el dinero.

No podía oírles. No podía, después de haber vivido con Diego aquellos minutos... Ellos qué sabían. ¡Ni siquiera sabían sentir ni reconocer...!

—Tifina...

La joven se puso en pie.

—Tengo mucho sueño. Me... me retiro.

Tenía que pensar en Diego. Tenia que rememorar un poco los minutos vividos a su lado, aunque ello fuera una humillación.

—Si no has cenado.

¿Y qué más daba? ¿Acaso tenia hambre? Sí, la tenía, pero no de alimentos para el cuerpo, sino de sentimientos para el alma. Ellos no podían saber. Nunca podrían saber lo que ella sentía, lo que ella anhelaba...

—No tengo apetito.

—¿Estás mala, Tifina?

—No, mamá. Cansada... cansada de caminar.

* * *

Empujó la puerta. Había sido una fuerza extraña, superior a su voluntad, la que la llevó allí. Aquella misma fuerza que la impulsaba, que la mantenía en vilo todo el día, que la hacía llorar desesperadamente cuando se encontraba sola. Aquella fuerza que la hacía odiar a todo aquel que no fuera Diego.

Miró en todas direcciones. El mismo desorden, la misma frialdad, la misma humedad en las paredes... Diego no estaba. Sobre la mesa había varios papeles. Los ojeó distraída. Dio unas vueltas por la estancia. Consultó el reloj, se recostó en el umbral de la alcoba y súbitamente tapó los ojos.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué había ido? ¿Un nuevo pecado de Diego que ella compartía?

«Estoy sola —pensó—, más sola que nunca. Y aquí, no encuentro consuelo para mi soledad, pero... he venido. No sé tampoco por qué he venido. ¿Por qué le amo? ¿Por qué como quiera que sea, bueno o malo, lo necesito en mi vida?

De pronto, como si aquella soledad le causara terror, echó a correr y llegó a la puerta, asió el pomo. Esta cedió, pero no precisamente por el impulso de ella.

—¿Otra vez? —preguntó Diego, parpadeante.

Ella quedó inmóvil.

—Te olvidas de que no soy el mismo hombre.

—Lo eres.

—¿Porque tú lo deseas o porque lo necesitas?

—Diego, no me mires así. Tu ojos en mi persona...

Diego apartó los ojos. Atravesó la estancia y se derrumbó en el diván.

—Toma asiento, si ello te agrada —ofreció burlón— ¿Le has dicho a tu papá que venías aquí?

—Antes... eras un hombre...

—¿Menos que ahora? Soy igual, pero menos considerado. ¿No temes tú mi desconsideración?

Apoyó el cuerpo en la pared. Permaneció inmóvil, como clavada en ella.

—Puedes temerrió Diego poniéndose en pie poco a poco—. Eres tan bella... ¿Qué te parezco yo? ¿Verdad que estoy más viejo? ¿Que soy más feo?

—Espiritualmente eres horrible.

—Ni siquiera eso —se mofó—. No soy espiritual.

Con súbito ademán le asió la mano. Al contacto de aquellos dedos femeninos, el hombre se estremeció. Tifina se agitó ante el ademán desgarrado de él, pero no tuvo valor para rescatarlos. Diego le volvió la palma hacia arriba y hundió allí su boca.

—¡Diego!

Le besó la mano largamente, y sin soltarla, alzando los ojos, gritó desesperadamente:

—¿A qué vienes? Di, ¿a qué vienes? ¿Qué buscas aquí? ¿Deseas torturarme?

—Escúchame...

La cerró en su pecho. Con la boca abierta en su pelo, susurró:

—No debes venir. Yo no soy un hombre como antes. Yo... yo te odio. Por lo mucho que te amo, te odio. Odio el amor que te tengo. Odio tu posesión. Y cuando marchas, me maldigo y me agito, como si ardiera en el infierno. —La apartó de sí. Ella lo miraba asombrada—. ¿No te das cuenta? No quiero desear te ni quererte. Quiero hacer de ti una mujer más, y no puedo, o no debo o no sé...

—¡Diego!

—Vete, vete... o no te vayas. Por el amor de Dios, no me hagas caso.

Ella se aferró a las solapas.

—¿Qué te pasa, di? ¿Qué te pasa?

La puerta se abrió en aquel momento, y apareció en el umbral una mujer morena, alta, arrogante, de expresión relajada. Al ver el cuadro se echó a reír groseramente.

—¿Cómo? —exclamó—. ¡Ya tienes otra I

Tifina se apartó espantada. Diego llevó los dedos a la frente. De súbito fue hacia aquella mujer, la asió por la muñeca y gritó:

—Pide disculpas. Pídelas...

Parecía un loco. La mujer se echó a reír. Tifina, pálida, más bien lívida, se perdió escalera abajo sin que Diego se diera cuenta.