VIII
—Tú no sabes...
—Me hago cargo. Esa era la mujer que te apartaba de mi. Demasiado frágil, Diego, demasiado distinguida. No es mujer para ti.
La miró como alucinado. Paula reía, aún con aquella mueca relajada de la mujer que no tiene nada que perder.
Diego no se apartó de la ventana. Continuaba allí erguido, pero con los hombros hundidos. Ya no tenía enhiesta la cabeza como otras veces. Se diría que de súbito alguien le había golpeado.
—¡Márchate! —gritó—. Márchate, Paula.
—Por ella... Nunca has podido quererme.
La miró quietamente.
—Me das asco. Ya ves tú; y sé que no eres mala. Si lo eres es para ti misma. Para mí has sido buena, como todos ésos... pero... hay algo. Algo en cada ser humano lo bastante razonable para...
—No sabes ni lo que dices.
Pasó los dedos por la frente.
—Sí, puede que no lo sepa. Uno desea sentir odio y cree sentirlo, y de pronto siente piedad hacia sí mismo y deseos crueles... y...
—¿Quieres que te prepare un café?
—Quiero que me dejes solo.
—Siempre has sido extraño. Lo que yo no sabia era que al dejar ese mundo en el cual viste, dejabas allí parte de tu vida y de tu ser.
No respondió. ¡Parte de su vida y de su ser! Parte no; lo había dejado todo. Y él era fuerte, y no obstante... se sentía débil como un niño bajo el poder de aquellos inocentes ojos de mujer. ¡Los ojos de Tifina!
—¡Márchate! —gritó de pronto—. Márchate y déjame solo. ¿Me has oído? ¡Márchate!
La puerta se cerró tras Paula.
Días y días aquella puerta se mantuvo cerrada. Sólo la abría él para salir a la Audiencia, para defender a un puñado de canallas que pagaban con un texto de leyes. Aquellos hombres que cometían robos, que mataban, que abusaban... Sí, sentía asco, pero sólo allí, muy en el fondo de su ser, porque exteriormente sonreía triunfal, como si cada caso defendido y ganado, fuera un eslabón más que le unía al hampa.
Así transcurrieron días y días, tal vez meses. ¿Cuántos meses? Cinco meses. Cinco largos meses. No tuvo contacto con nadie. Cuando veía a su padre en la Audiencia, se hacía el desentendido. El había caído bajo, pero al mismo tiempo su fama se hacía gigantesca. Ya no sólo acudían a su miserable despacho los jóvenes delincuentes, sino personajes que bajo su talla imponente de caballeros intachables, se ocultaba la lacra humana. Así aprendió él a conocer los secretos de los hombres. De grandes señores qué pagaban una fortuna por ocultar sus delitos. La miseria del ser humano. Aprendió más allí, que durante todos los años de carrera.
—Tiene usted que dejar esto —le aconsejó un día un altivo caballero que, como otros muchos, intentaba tapar sus miserias sexuales—. Llegará usted a ser el mejor abogado de Madrid, pero no aquí. Tiene que abrir un bufete en una calle elegante.
Lo miró sarcástico. Despiadado, dijo:
—Usted vino a mí, solicita mis servicios aquí...
El hombre enrojeció.
—Le hago una sugerencia.
—Que agradezco.
—Pero no acepta.
—No. Me gusta este rincón. El que no desee mis servicios desde aquí... que no venga.
—Me despide usted.
—Le invito a marchar si no le agrada mi despacho.
Pero no se fue. Así un día y otro...
Ganaba dinero, pero tal como lo ganaba lo daba a sus clientes necesitados. Odiaba el dinero, sentía asco, repugnancia hacia todo lo que llevara un atisbo del vil metal.
* * *
Lo supo uno de aquellos días. Se horrorizó. ¿A quién decírselo primero? Lo lógico hubiera sido a su madre. Pero su madre no era una madre corriente. Jamás le había dado su confianza. Jamás entre ellas hubo esa unión espiritual y material de una madre para una hija.
Tampoco recurrió a su confesor. Iba a recibir un hijo de su marido, pero no vivía con éste y el mundo la condenaría. Sintió la vergüenza y la pena. Ella adoraría aquel hijo, pero nadie le librarla de la tara horrible. ¿A quién podía decir que era hijo de su marido? ¿Quién podría creerla?
Desde hacia cinco meses que había ido allí... Desde aquello no volvió. Ni podía volver.
Pensó en la madre de Diego. Tal vez ella... Sí, ella la ayudaría. Iría a ver a su hijo y le pediría que saliera de allí, que se reuniera de nuevo con su esposa, aunque sólo fuera para cubrir aquel borrón.
No supo cómo llegó al piso de los Martín. Sólo supo que estaba allí, que doña Adela la miraba interrogante.
—Señora....
—Pasa, Josefina. Pareces muy decaída. Toma asiento. Estoy sola. ¿Quieres merendar conmigo?
—No, no, gracias. No... deseo molestarles.
Estaba a punto de llorar. La dama sintió compasión. ¡Cuántas cosas había acarreado la ambición! Impulsiva, porque le pareció que aquella muchacha pálida y delgaducha era la primera víctima de su padre, la oprimió los dedos.
—¿Qué tienes, Josefina? Se diría que el mundo caesobre ti.
—Y... —prorrumpió en sollozos— es así. —¿Qué pasa? ¿Cuándo has visto a Diego?
—Lo... lo vi.
—¡Dios del cielo! ¿Por qué? ¿Dónde?
—En su casa. Hace... cinco meses.
—Criatura... no debiste ir. Diego no razona. Diego se ha convertido en un ser despiadado. Mucho daño le habéis hecho —susurró reprobadora—. El siempre fue, tal vez muy personal, pero muy buen chico...
—Yo le quiero.
—Si le querías, debiste seguirle.
—Estaba... estaba como loca. El no esperó...
—Eso ya no tiene remedio —se lamentó suavemente—. Ya no podrá tenerlo nunca. Yo también lo he visto. No es el mismo hombre de antes.
No lo era. Lo sabia, y no obstante, para ella... lo había sido, pues no pudo burlarse de ella como hubiera sido su deseo. Sólo aquel día... Cuando apareció aquella mujer en la puerta... Y aun asi, le exigió que le pidiera perdón...
—Tifina —se alarmó de pronto la dama, como si la asaltara un temor—. ¿Qué te pasa?
—Voy... voy... —se le trabó la lengua—. Voy...
—No...
—Sí. Un hijo...
—¿De Diego? —preguntó como en un alarido—, ¿De Diego?
Tifina se estremeció. Con acento ahogado dijo:
—De Diego, sí. ¿De quién si no?
La dama se puso súbitamente en pie y empezó a pasear la estancia como enloquecida. Iba de un lado a otro sin detenerse, como si una fuerza superior la empujara. De pronto se detuvo.
—¡Dios de los cielos! —clamó—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Sabes a lo que te expones? Diego está duro, duro como esto —y golpeó desesperadamente el mármol de la consola—. Mucho daño le hiciste, mucho, sí. Tú no sabes... cómo es Diego. Aunque se muera de pena, se mate o se pierda... no dará su brazo a torcer.
—Me iré a vivir con él —gimió desesperadamente.
La dama esbozó una sonrisa de tristeza.
—No bastará eso. El se empeña en hacer daño a tu padre, en vengar su humillación. Diego se casó contigo por el dinero. O por lo menos fue a ti por esa causa. Pero tiene corazón. Fue siempre un hombre honrado y no le asustaba el trabajo, Lo que deseaba era luchar. Trabajar para sí, dar rienda suelta a su imaginación. Ya lo ves ahora. Es el alma de la gente del hampa, si es que el hampa puede tener alma. Es como un ídolo para ellos. Asi se entrega Diego y así se entregó a ti. Así te amaba a ti.
—Yo... yo... le amo del mismo modo.
—Demasiado tarde. No esperes que te ayude en «sta ocasión. No por ti, que a ti tal vez te ayude hasta morir, pero a tu padre... La vergüenza de tu padre, será como un triunfo para él.
Lloraba, y Tifina estalló igualmente en sollozos.
—¿Qué puedo hacer? —gritó aguadamente—, ¿Qué puedo hacer?
—Cálmate, hija mía. Yo no sé lo que puedes hacer. Tengo que pensarlo.
* * *
—Ya lo sabes todo. Ella aún no se lo ha dicho a sus padres.
—Esto es lo peor que puede ocurrir.
—Lo sé. Por eso te he enviado a llamar.
—¿Y qué quieres que haga yo, Adela? —preguntó don Mariano tristemente—. Lo veo todos los días. Yo soy un ayudante. El es el abogado que sube como la espuma. Esta mañana precisamente, se hallaba en la Audiencia, tenía una abultada cartera bajo el brazo. Vestía un raído traje de confección y no obstante, las primeras autoridades de la Audiencia le rodeaban. Yo era allí un gusano portador de unos recados de mi jefe. ¿Crees que me miró? Se diría que jamás me había visto en su vida. Ese es Diego ahora, Adela.
—Debemos admitir la situación y esperar.
—Esperar, ¿qué?
—Que reaccione. Algún día tendrá que hacerlo. Ama a su mujer. Un hombre por amor, puede ser muy ruin y a la vez muy santo.
—Por la presente, Diego está siendo ruin.
—De tanto como la quiere. Si la amara menos, se habría mofado y continuado su vida despreocupada de siempre.
—Sí, eso lo sé.
—Te he llamado, Mariano, para que vayas a verle.
—¿Yo? —se espantó el caballero—. No quiero darle una bofetada, Adela. Y se la daría. Aún es mi hijo y hace cosas que desapruebo. Que se vengue de sus suegros, pero que no martirice a su esposa.
—Ve y diselo así.
—No me escuchará.
—Tendrás que exponerte. ¿Te imaginas lo que ocurrirá cuando lo sepa Jesús Heredia?
Don Mariano esbozó una amarga sonrisa.
—A ¿se sí, a ése debieran colgarle de un árbol, y contemplar todos su siniestro balanceo. No se humilla a un hombre como él humilló a mi hijo. Iré —dijo—. Iré ahora mismo.
La puerta cedió al impulso de la mano. Miró aterrado aquel reducido espacio húmedo y maloliente. Diego se hallaba allí, sentado tras la mesa, estudiando atentamente unos documentos.
—Diego —llamó.
Este alzó la cabeza. Al principio pareció asombrarse. Después se echó a reír con desenfado.
—¿Te has metido en algún lío —preguntó burlón al tiempo de ponerse en pie— y vienes a solicitar mis servicios? Te advierto que me estoy convirtiendo en un defensor caro.
—Menos ironías, Diego.
—Toma asiento. No te puedo ofrecer un mullido sofá, pero sí una copa de buen coñac. La han atrapado mis muchachos el otro día en un bar.
—Eres un canalla.
—Te equivocas. Soy un abogado sin ese fastidioso escrúpulo que hoy en día no sirve para nada. Y no vayas a pensar —añadió con una risotada grosera—. Los altos personajes acuden a mi para tapar sus lacras, por lo que deduzco que les importa un rábano mi... inescrupulosidad.
—No he venido a discutir tu valía.
—¡Oh, perdona! Me estoy convirtiendo en un ser vanidoso. Reconozco mi propio valer y me agrada que los demás no lo ignoren. ¿De qué se trata? ¿Se casa mi hermana y vienes a invitarme a la boda? Pues lo siento, pero no iré. Las bodas me emocionan demasía do. También aquí, en contraste, me estoy convirtiendo en un sentimental.
—¿Has terminado con tus majaderías?
Por toda respuesta emitió una risita, y arrastrando una silla se sentó frente a su padre.
—Has enflaquecido —dijo irónicamente amable.
—Siento un gran deseo de abofetearte, Diego. ¿No has pensado en ello?
—Tal vez lo desee —rió Diego, inflexible—. Posiblemente así, terminaremos antes. ¿Has venido a pedirme algo? —se alzó de hombros—. No tengo dinero. Yo nunca tengo dinero. Hay demasiadas necesidades en el barrio. La gente vive como en la edad de piedra. Y son seres humanos como todos. Lo que pasa es que los demás seres civilizados, o que se consideran civilizados, lo ignoran, se complacen en ignorarlo.
—He venido aquí por un asunto de tu mujer.
—¡Oh! ¿La ha pillado un coche?
¡Su mujer! La frase sonaba a hueca, y no obstante... no obstante... Un buen observador hubiera notado su doblegada ansiedad. Don Mariano Martín no era un buen observador.
—Va a tener un hijo...
Lo dejó caer como un disparo. Esperó. Vio que el rostro de Diego se crispaba. Notó en él un violento sobresalto. Fue poniéndose en pie poco a poco. Las frases que salieron de su boca, paralizaron al caballero:
—¡La mataré! ¡La mataré por traidora!
Don Mariano, también muy pálido, desconcertado, asombrado, se puso en pié y quedó tras él.
—¿La ma-ta-rás? —deletreó—. Ella... asegura que es tuyo.
Hubo un silencio. Y de súbito la risa de Diego atronó la estancia. Una risa, primero estremecida, temblorosa, y después alegre, y al final grosera.
—¿Mío? ¿Mío? —se volvió bruscamente hacia su padre—, ¿Mío? Sí, posiblemente. Es... es... muy divertido.
Seguía riendo. Su rostro le pareció a don Mariano como una máscara, pero no supo decir por qué se lo parecía.
—Cállate, cállate ya, maldito salvaje —gritó—. Cállate ya.
—Es... es regocijante —y de prorto dejó de reír—. ¿Qué quieres de mí? ¿Vienes a darme la noticia para alegrarme, o vienes para reprochármelo?
—Vengo para decirte que tomes a tu mujer y vivas con ella.
—¿Te lo pidió el viejo usurero?
—¡Diego!
—Di, ¿te lo pidió él?
—El aún no lo sabe.
—Será divertido ver su cara cuando lo sepa. Papá —rió sarcástico—, acabas de darme una gran noticia. No por tener un hijo. Tú has tenido dos... ¿Y qué nos diste? Una carrera. ¿Y qué más...?
¡Paff! La bofetada cayó sobre el rostro rasurado de Diego como un trallazo. No reaccionó en seguida. Se quedó mirando a su padre como si éste fuera un fantasma.
Don Mariano, con los ojos húmedos y la boca apretada, pidió:
—Perdóname. Uno... no puede contenerse siempre.
—Vete —musitó—. Vete. Ya... ya me has dado la noticia.
Don Mariano giró en redondo y se deslizó despacio hacia la puerta, con los hombros caídos y el paso muy lento.
Diego quedó allí. Tenía los ojos fijos en la ventana, pero no veía... ¡Un hijo! ¡Un hijo de Tifina...!
* * *
Tenía que decirlo. Esperó durante dos días alguna noticia de casa de los Martín, y como ésta no llegaba, le demostró que Diego no quería saber nada. ¿Y si fuera ella a ver a Diego? ¿Si ella le dijera...? Después tenía que decírselo a sus padres. Era preciso salir de aquella angustia cuanto antes, o morir de una vez y para siempre en ella, y olvidarse después de que la vida le había ofrecido un amor verdadero, una sinceridad absoluta, un hombre honrado... Pensar tan sólo en la paz eterna o no pensar, y dejarse así, silenciosa, muerta...
Salió de casa aquella tarde como en otra tarde cinco meses antes, sin rumbo, con el papel de las señas apretado entre los dedos. Pero ya no le hacía falta aquel papel, ya sabía el camino. Era fácil llegar a él. Llegar a Diego, al hombre, sí; a su corazón ya no.
Los niños, como aquel otro día, jugaban en la calle.
—Denos una peseta —pidieron.
Les dio un duro. Salieron corriendo. Todo igual que aquel día. Menos ella. Ya no era igual para ella.
Empujó la puerta. Cedió ésta. El hombre que se hallaba tras la mesá se puso en pie poco a poco. La miraba. Eran sus ojos tan insondables como siempre. Se diría que, o no sabía expresarse o se empeñaba en no hacerlo»
—Diego —dijo ella—. No vengo a buscar tu amor. Ya he desistido de ello.
—¿Qué has perdido aquí?
—Vengo a decirte... —se le trabó la lengua—, A decirte...
La ahogaban los sollozos. Diego se mantuvo inmóvil. Se diría que, o no sabía hablar o no quería.
—Diego...
—Di lo que sea —pidió despiadado—. ¿Te envía tu padre? Ya sé lo que te ocurre. Dile a tu padre que es mío. Pero yo no lo diré. No lo admitiré nunca.
—¡Dios mío! Tú sabes...
—Sí, sé —atajó—. Sé que será la mayor humillación para el usurero. Dile que venga a verme si se atreve.
—¿No te das cuenta que a quien haces daño es a mí...?
—¿Y por qué? ¿Acaso no está limpia tu conciencia? Te hago bastante honor si admito que es mi hijo.
—¡Diego!
Desvió la mirada. El no podía... por mil demonios que no podía verla llorar.
—Vete —gritó exasperado—. Vete y olvídate de todo esto. Piensa que estás empezando a vivir. Que has cometido una falta... Que tienes que cargar con todas sus consecuencias... Vete de una maldita vez. No me conmueven tus lágrimas —gritó—. ¡No me conmueven!
Ella dio un paso atrás. De espaldas a ella, Diego aún gritó, como si quisiera apagar su ansiedad con aquellos gritos:
—No me apiadaré nunca de nadie, como nadie se apiadó de mí. Y si te sirve de consuelo, te diré que es para mi un cilicio vivir así. Te deseo y te amo. Si hay algo en este mundo que me agite, que me apasione, eres tú. Pero no —se volvió hacia ella—. No me llores. Me has visto aquel día. ¿Lo recuerdas? Yo lo llevo escrito en la sangre con caracteres de fuego. Fue... —apretó los labios. Llevó la mano al pelo y la hundió en él—. Fue... como si me arrancaran las entrañas. Más doloroso aún que lo que tú sientes ahora, porque al fin y al cabo, ese niño que va a nacer, es el fruto de un placer que no te pesa. Pero yo... yo salí de allí. Te dejaba con ellos. Nadie se apiadó de mí. Ni siquiera mis padres. Nadie puede, conmoverme ahora, sólo tú, pero... doblegaré mis sentimientos, los retorceré así... —estrujaba sus manos una contra otra—. Así.
—¡Dios mío, Diego...! Yo vendría a vivir contigo. Me amoldaría a tu vida...
—¿Por piedad? ¿No ves que si me hubieras querido me hubieses seguido aquel día? ¿No ves que no puedo creer en ti? ¿Aún no has comprendido que te odio tanto como te amo y te deseo? ¿Que este amor es como un pecado en mi corazón? ¿Es que aún no lo has comprendido?
De súbito, como si su amargura ya no pudiera contenerse y le humillara el que ella la presenciara, atravesó la estancia, abrió la puerta, la asió a ella por un brazo y la echó fuera.
—Lárgate —gritó—. Lárgate. Y la próxima vez que vuelvas por aquí... la próxima vez no... no doblegaré mis ansias.
Cerró la puerta, y como un beodo, sin poder contener ya la tensión a que se había visto obligado, se dirigió a la cama y se tendió en ella. No lloró. Pero el brillo de sus ojos era un claro exponente de lo que estaba ocurriendo en su corazón.