CAPITULO PRIMERO
—Siéntate, Maud —invitó Richard Rusell con desgana—. Tengo algo desagradable que decirte.
—¿Como qué, tío?
—Acabo de enterarme de algo tremendo —se pasó los dedos por ei pelo con agitación—. No sé si debo preocuparme o no, pero dada mi conciencia de médico entiendo que debo inquietarme mucho y ayudar a un colega.
Maud le miraba sin pestañear.
Sentada al lado de la mesa, tras la cual se hallaba su tío enfundado en la bata blanca, esperaba con cierta indiferencia.
En realidad, ella también era médico psiquiatra y prestaba allí sus servicios.
Había hecho una rápida carrera y después de dos años en Alemania se prestó a trabajar con su tío en su psiquiátrico particular.
No era fácil su trabajo porque allí, o todo lo tomabas con filosofía, o te convertías en un esquizofrénico, un paranoico o un drogadicto, y lo que es peor, un loco sin remedio.
Pero ella estaba curada y prefería tener su vida particular lejos de aquel psiquiátrico. Por eso, mientras su tío vivía en la misma clínica, soltero y a veces algo maniático, ella prefería dejar aquel recinto a una hora determinada del atardecer y hacer su vida en un apartamento ubicado no lejos de la clínica, pero totalmente aparte de aquélla.
No tenía más familiar que su tío, y ya cuando era una niña y éste se quedó con su tutela, debido a la muerte de sus padres por súbito accidente, empezó a quererlo con verdadera sinceridad. Es más, casi estaba segura de que si su tío no se casó fue debido a ella.
Al lado de él empezó a amar su carrera y nació así su vocatión.
Pero mientras su tío se entregaba a la misma con intensidad, ella lo tomaba un poco filosóficamente procurando no contagiarse con los enfermos allí recluidos.
La fama de la clínica era notoria en Nueva York. Cara, pero eficaz y eficiente, y el enfermo que no salía de allí curado, es porque en ninguna parte del mundo tendría cura.
Por otra parte, la clínica psiquiátrica más que a nada se dedicaba a los drogadictos. A desintoxicaciones profundas y pocos eran los que al salir de allí reincidían.
La terapia usada por el dueño y director era, más que dura, persuasiva, y el que iba allí por su propia voluntad para curarse, sin duda salía curado.
—¿Conoces al doctor Longo, Maud?
La joven hizo memoria.
Pensativa miraba a su tío.
Era una chica bonita, delgada, esbelta, morena, de pelo negro y ojos, en contraste, rabiosamente azules.
Contaría a lo sumo veinticinco años y a los veintitrés escasos era médico ya, sin saber aún en qué se especializaría, pero dado el interés de su tío y el suyo propio, rápidamente se inclinó por la psiquiatría y era, a no dudar, una buena colaboradora.
No obstante, cuando empezó a trabajar, no quiso quedarse en el piso alto ubicado sobre la misma clinica y le pidió permiso para vivir aparte, ya que además de ser socia de aquella clínica particular, afamada en Nueva York, tenía fortuna propia heredada de sus padres y entregada por su tío cuando cumplió la mayoría de edad.
No obstante, Maud Mills no tenía demasiado interés por el dinero.
Vestía bien, poseía un buen coche, su apartamento estaba decorado a capricho, pero eso no evitaba que se entregara al trabajo con verdadero afán.
—No tengo demasiada idea —dijo.
—Pues se trata de un médico especializado en cardiología. Estaba en sociedad con el doctor Roger Chiles, su cuñado, pero resulta que Roger tuvo un accidente de auto hace cosa de dos años y en un hospital de Boston, para calmarle los fuertes dolores, le calmaron con morfina.
—En principio —añadió al rato sin que Maud le interrumpiera— tanto la esposa de Roger como su hermana y cuñado le ayudaron. Le consolaron, le visitaron con frecnencia, pero al ser dado Roger de alta y empezar de nuevo a trabajar cosas no fueron tan bien. Ni con la esposa ni con su cuñado.
—¿Y con la hermana? — preguntó Maud distraída.
—Pues también fue cómoda y se limitó avivlr al margen. Bueno, al fin y al cabo, Roger, estaba casado y si bien trabajaba en sociedad con su cuñado, eso no significaba que la hermana tuviera por fuerza que inmiscuirse deniasiada en la vida de Roger.
—No sé aún adónde vas a parar.
—Te lo puede contar con más, detalle Max, si te pareee. Por él me enteré de este desagradable asunto. La esposa se divorció, Roger dejó de ir por la consulta que tenía en sociedad con su cuñado y… puedes suponerte lo demás.
—¿Debo suponér que el tal Roger, médico cardiólogo, se hizo adicto?
—A este punto quería llegar. Un adicto absoluto. Pese a ser médico y saber lo que ello iba a reportarle, por ahí anda en garitos, cayéndose de sueño todos los dias, sin dignidad y convertido en un paria infeliz.
Maud iba entendiendo.
Pero no acababa de ver claro del todo porque, por lo que observaba, el tal Roger no era amigo de su tío, y todo lo más que podía ser era un conocido.
Lo dijo así.
* * *
Richard Rusel hizo un gesto vago.
—Le conozco de verlo en lugares públicos, de acuerdo. Nos ban presentado en una ocasión y nos vimos y charlamos en dos o tres más. Cierto que no es mi amigo, pero es un colega que está pasando por un momento tremendo.
—¿Te lo contó él?
—¿No te estoy dieiendo que fue Max quien me refirió esta triste historia? Ni siquiera sé por dónde anda Roger, pero Max sí que lo ve. O le vio y conoce sus garitos.
—Es decir, que se hizo un adicto absolute.
—Pues sí. Sin remisión. ¿No te estoy diciendo que su esposa se divorció de él, que está a punto de casarse con otro hombre? Su hermana se mantiene al margen y el cuñado utiliza para sí la clínica que es de los dos o que al menos lo fue.
—Eso tiene una penalidad.
—Por supuesto, pero no creo que a Roger le interese meter a la ley en este asunto. Roger tenía dinero particular, supongo que lo habrá gastado desde que dejó el hospital donde empezó a habituarse a la morfina. Por supuesto, la morfina se usa para aliviar dolores y no todo el que la toma, o se la dan; se habitúa, pero, por lo visto, con Roger, por ser colega o por serles más cómodo, se pasaron. El caso es ése. Debemos ayudar a Roger.
—¿Y cómo?
—Pues por eso te llamo a mi despacho. Después que hayamos conversado sobre el particular tú y yo, harás muy bien en buscar a Max y pedirle más detalles.
—¿Es amigo de Max?
—Por lo menos, fueron de la misma promoción.
—Es decir, que ese Roger Chiles tendrá ahora treinta y algunos años.
—Treinta y dos, llevaba dos de casado.
—¿Con hijos?
—Afortunadamente, no. La esposa es rica y le costó poco conseguir el divorcio dada su posición y los motivos aludidos. Tengo que añadir algo aún más desagradable, Maud, La policía anda a la caza de Roger.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Pues por eso, Por ser drogadicto, por encontrar la organización que ha de suministrarle el género…
—Ya entiendo.
—Y prefiero que la caza se la demos nosotros primero.
Maud se impacientó.
Su tío era un samaritano.
Era muy rico y en su clinica los había poderosos que pagaban una fortuna por su desintoxicación, pero también los había panas de la calle que su tío recogía por pura caridad y profesionalismo y buena voluntad.
Pwro una cosa era que el enfermo fuera allí por su gusto y otra muy diferente que lo llevaran a la fuerza.
Si el tal Roger estaba enviciado en el asunto, si su hemiana y su cuñado lo habían abandonado, si la esposa se había divorciado de él, si con todo aquello y su hábito como médico habia perdido el prestigio. ¿Qué le quedaba?
Permanecer en él.
Ni más ni menos.
—Ya sé lo que estás pensando, Maud.
—Y no estás de acuerdo.
—No, en absoluto. Y no lo estoy por la razón que te voy a dar. Tú piensas que si Roger no quiere vivlr, y menos quedarse aquí, no tenemos por qué obligarle. Pero yo no pienso igual. Lo que deseo de ti es que le busques, que le persuadas, que le convenzas. Que uses de tu persuasión y me lo traigas. Si logramos que entre por las puertas de esta clínica es seguro que no saldrá de ella sin antes pensarlo un poco. ¿Que va a sufrir? Todo el mundo sufre en un caso así. ¿Que no será fácil la desintoxicación? Es seguro que así será. Pero hay que probarlo.
Maud se inclinó sobre la mesa y miró a su tío con ternura.
—¿Qué vela tienes en este entierro, tío? ¿Qué te va ni te viene en el asunto?
—Es un médico convertido en un pobre diablo. Hay que devolverle la dignidad, el prestigio. Hacer de él un hombre nuevo. No entiendo cómo Vicent Longo vio venir el asunto o la catástrofe y se quedó cruzado de brazos. Supongo que seria por purísimo interés y egoísmo. La clínica, era de ambos. Ahora la disfruta solo. No creo que un drogadicto se moleste nunca más en pedirle cuentas. Y, dado el estado desastroso de Roger, no es un enemigo precisamente para su cuñado.
—Pero eso es imperdonable.
—Ahí tienes el motivo por el cual quiero ayudarle. Es un colega. Y te aseguro que era un cardiólogo de primera línea.
—¿Cómo es que no vigilaron la terapia a seguir por el accidentado?
—En esos mementos de gravedad, seguro que pensaron que Roger se moría. El accidente, según Max, fue tremendo y nadie daba un centavo por la vida de Roger Chiles. Siendo así, lo que se hizo fue aliviarle los dolores. De ahí parte todo.
—¿Y cuándo crees tú que se dieron cuenta de lo que pasaba en Roger al volver a su vida normal?
—No creo que hayan tardado mucho, pero en vez de ayudarle, de echarle una mano, le dejaron rodar por la pendiente y por ahí anda estrellado. Después, al verse solo, continuó por el camino emprendido. La esposa se divorció de él, ¿no te lo estoy diciendo? La hermana fue cómoda, el cuñado avispado —se alzó de hombros—. De esos casos hay muchos, pero yo los desconozco y no puedo ayudar. Este sí lo conozco y pretendo echar una mano amiga sobre Roger.
—¿Y si él se niega?
Richard Rusell hizo un gesto vago.
—Por eso busco tu colaboración.
Maud se levantó.
Tenía, puesta la bata blanca y las gomas colgadas del cuelló.
Miró sus propias uñas pulidas y las chasqueó una contra otra.
—Me envías al mundo del hampa.
—Algo parecido. Pero te ruego que antes hables con Max y le pidas detalles de dónde puedes toparte con ese Roger.
—Y dices que toda la historia la conoces por él.
—Pues sí. Me la contó hace unos días y estoy rumiando el asunto desde entonces. Hazme el favor de localizar a Roger y si puedes me lo traes. Debo hablarle. Supongo que no está todo el día drogado y que habrá en él un momento de lucidez para que me entienda.
—Suponiendo que quiera entenderte.
Richard sonrió.
—Para eso estás tú.
—O sea, que todo lo cifras en mí.
—No todo. Sólo el que convenzas a Roger y me lo sientes ahí, en la butaca que tú acabas de dejar.
—Una pregunta más, tío. ¿Por qué tanto interés pese a que me expongas eso de colega?
–Es largo de contar. Tú sabes que yo soy catedrático de Facultad… Fui profesor de ese chico… El no se acuerda de mí, estoy seguro, pero yo siempre le tuve suma sinipatía por su afán y vocatión. Cuando ya era médico me lo presentaron, Noté que no me recordaba siquiera, Pero yo no lo olvidé nunca, porque fue el mejor alumno que tuve, y no soporto que un hombre así se pierda y se consuma en garitos indecentes.