EPILOGO

—¿Pero no sabéis la noticia?

—¿Qué noticia? —preguntaron a coro seis voces.

Sebastián Guisasola se sentó en medio del grupo y soltó el disparo con honda satisfacción:

—Ayer noche han llegado a la finca Federico González y su esposa.

—¿Qué? —chillaron las muchachas—. ¿Quién fue la beldad que cazó al millonario?

—Sentaos cómodamente que os lo voy a decir.

—Explota, Sebastián, si no quieres que te tire algo a la cabeza. ¿Cómo es posible que lo hayan cazado, cuando todas hicimos números por él y no lo conseguimos?

—Te advierto, Mary Paz —rió Sebastián—, que Federico ama con locura a su mujer: Acabo de hacerles una visita y los dos estaban tan radiantes que me dio... hasta envidia.

—Di de una vez quién es ella.

—Beatriz Miranda de la Cruz y Gil de Velasco.

Hubo un murmullo y luego una exclamación de ahogo.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Sí. Marisa. Tan seguro como que ahora te estoy mirando a ti y compruebo tu fracaso.

—Oye, yo...

—Tú y todas siempre pensasteis cazar los millones de Federico; pero éste..., esperaba amor y lo encontró. ¡Y de qué modo lo ama esa chiquilla!

—La mosquita muerta.

Sebastián se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—Cuidado con la digestión —rió—. Y disimula la rabieta que hace mal efecto tanto odio hacia una pareja intensamente feliz.

* * *

En aquel instante la recién casada se negaba a algo que le pedía su marido.

—Pero..., ¿por qué no quieres?

—Porque no deseo enfrentarme con ellas.

—Ahora eres mi mujer, no mi secretaria.

Beatriz se colgó de su cuello, dobló la cabeza para besarlo en la boca y dijo bajísimo:

—Cuando ellas se enteren de que estamos aquí vendrán a visitarnos, ya verás.

En efecto. Aquella misma tarde toda la pandilla acudió a la finca de los González y Beatriz las recibió con una gentil sonrisa. Federico observaba las evoluciones de su mujer y sintió algo hondo, como una caricia sin fin que empezaba en sus labios y terminaba en el alma. Cuando todos los intrusos hubieron marchado, la apretó contra sí y díjole al oído:

—Siento que tus hijos no sean Miranda.

—Serán González, amor mío —suspiró sintiendo en lo más hondo los besos de su marido—, y este hombre, este González..., es toda mi vida.

Y cerró los ojos suavemente para saborear mejor los besos de Federico. Aquellos besos que no se podían comparar a ningunos otros de este mundo.

FIN