IV

—Es un cofre corriente, pero puede contener joyas o documentos...

—Ya. ¿Qué piensas hacer, hijo?

Federico miró a su madre y encogió los hombros.

—Si conociera el paradero de la señorita Miranda de la Cruz... Pero no tengo ni la menor idea.

—Pon un anunció en el periódico —indicó Lorenzo González, con su habitual buena fe.

—No es prudente.

—¿Entonces, qué? ¿Piensas quedarte con un objeto que no te pertenece?

Federico se repantigó en el gran sillón y acercó los pies a la chimenea encendida. Acababa de llegar del pueblo y, debidamente instalado en su palacete de Madrid, se sentía satisfecho. Era grata la vida aunque hubiera que desarrollar mucho trabajo. Le gustaba el hogar, la vida muelle, una vez finalizada su jornada, y todo lo apetecido lo tenía en casa de sus padres, con los cuales compartía el hogar.

—A decir verdad —observó pensativamente—, este objeto me pertenece. He comprado la casa con todo lo que tenía dentro y aunque este cofre lleva las iniciales de los Miranda de la Cruz, no se hicieron distingos con lo adquirido.

—Sin embargo, ése es un objeto personal —dijo la dama.

Era ésta alta, delgada y aunque tenía el cabello blanco, su rostro ofrecía una asombrosa tersura para sus años. No parecía una mujer zafia y nunca se situó tras el mostrador de un comercio. Siempre fue la esposa fiel y amante de Lorenzo González, el cual en sus tiempos jóvenes fue un hombre tenaz, luchador, y si consiguió en la vida una posición elevada se debía única y exclusivamente a su espíritu luchador. Que se apellidara González poco importaba. A él, al menos, este detalle le tenía sin cuidado. Había sido honrado, fiel a su trabajo y amasó millones y ahora, a instancias de su hijo, dejó el trabajo en manos de empleados y sólo de vez en cuando daba un vistazo a la buena marcha de sus negocios.

—¿Y qué quieres que haga, mamá? Ignoro la dirección de esa señorita.

—No obstante, sabes que se ha venido a vivir a Madrid. Una Miranda de la Cruz no pasa inadvertida. Pronto leeremos su nombre en las revistas de sociedad.

—Por otra parte, hay en Madrid otros Miranda de la Cruz —indicó el caballero—. Creo que viven en la Castellana. Son personas que alternan mucho.

—¿Y qué? Yo no alterno nada —rió Federico con la mayor despreocupación— y no me será fácil encontrarlas.

—Pues debieras alternar, Federico.

—¿Y para qué, mamá?

—Ya no eres un niño y..., ¿para qué quieres ganar tanto si no tendrás nunca a quien hacer tu heredero?

Federico encogió los hombros, ademán en él característico cuando deseaba eludir una respuesta.

—Trataré de localizar a esa señorita Miranda de la Cruz. Se lo encargaré a una de mis secretarias.

—Buena idea; pero cuando llegue la hora de devolver el cofre, harás el favor de ir tú en persona. No son cosas de confiar a nadie.

—¿Yo? ¿No sabes, papá, que me repele tratar con gente de esa clase?

Intervino la dama:

—Mira, Federico, recuerdo muy bien cuando la madre de la actual señorita Miranda se casó. Parece ser que dicho matrimonio no fue del agrado de su suegro. Alberto Miranda de la Cruz era hijo de un duque, hijo segundo o tercero, creo yo. Tenía mucho dinero y la señorita Gil de Velasco sólo tenía su nombre y educación. Era hija de un noble arruinado y esta boda desagradó terriblemente al padre de Alberto Miranda. Los desheredaron y se fueron a vivir a la finca que tú has comprado ahora.

—¿Y qué me importa esa historia, mamá?

—Permíteme que siga hablando y te demostraré por qué te digo eso. A decir verdad, sólo pretendo dar respuesta a tu repugnancia hacia esa gente, como tú dices.

—Sigue, pues...

—La finca pertenecía a los padres de la señorita Gil de Velasco, gente muy apreciada en el pueblo. ¿No es cierto, Loren?

—Por supuesto, querida; aún recuerdo cuando hacían el pedido a mi tienda de comestibles y yo, con mi carrito, me dirigía hacia su casa contento como unas pascuas. Cobraba el importe del pedido y aún me daban una propina.

—¿Y eso qué?

—Entonces nosotros sólo teníamos una tienda en el pueblo, Federico. No éramos ricos ni mucho menos, y los Miranda de la Cruz, que a decir verdad eran un matrimonio cristiano, afable y simpático, contribuyeron a enriquecernos. Cuando tu padre decidió venir a probar fortuna a Madrid, yo lo convencí para que fuera al palacio y les dijera si tenían inconveniente en adquirir muchos de los artículos que teníamos almacenados. No tuvieron inconveniente y con el producto de la casita y lo que ellos compraron nos vinimos a Madrid con objeto de hacer de ti un hombre y engrandecer algo, a ser posible, nuestra posición económica. Lo hemos logrado, ya ves tú si lo hemos logrado con creces.

—¿Y eso qué tiene que ver para que me sienta molesto ante esa clase de gentes?

—Los Miranda de la Cruz siempre fueron excelentes personas.

—Lo cual no implica que dejen de ser auténticos aristócratas, y estoy harto de tratar con ellos y que me demuestren que pese a mi capital soy un pobre gusanito de este mundo.

—Eso siempre existió. No se puede doblegar una raza sólo con dinero. Nosotros somos los millonarios, ellos los nobles. ¿O es que tú quieres cambiar el mundo? ¿O es que eres un revolucionario, hijo?

—Por supuesto que no, papá. Pero me revienta que el mundo sea así. Todos venimos al mundo de la misma manera; queramos o no, moriremos igual. ¿Por qué ha de haber esa diferencia de clases? ¿No somos todos humanos? ¿No tenemos todos un mismo Dios? ¿No somos todos polvo y en polvo nos convertiremos después de pelear en esta vida? Si yo fuera un ser poderoso separaría a los humanos de la forma siguiente: los buenos y los malos, los virtuosos y los perversos. Sólo así, el mundo sería más llevadero.

—Decididamente eres un ser especial.

Federico sonrió a medias y se puso en pie.

—En resumen, ¿qué es lo que pretendes, mamá?

—Que busques a la señorita Miranda de la Cruz, vayas a su casa y le entregues el cofre.

—¿Y después?

—Ella te dará las gracias y tú sentirás la conciencia tranquila.

—De acuerdo.

Cuando a la mañana siguiente, Federico González entró en su oficina, dijo a la primera secretaria que encontró a su paso:

—Esta misma tarde he de saber dónde vive la señorita Beatriz Miranda de la Cruz. Encárguese usted de averiguar su dirección.

—Sí, señor.

—Páseme la relación de visitas que he de recibir hoy.

—La señorita Alonso se encargó de eso, señor.

—Mándela venir.

Se cerró en su despacho. Era amplio, lujoso, cómodo. La calefacción funcionaba sin cesar. Federico se quitó el abrigo y el sombrero y los colgó en el perchero. Después fue a sentarse tras la gran mesa. En seguida se abrió de nuevo la puerta y apareció una linda muchacha rubia. Traía una carpeta en la mano y en sus labios absoluta seriedad. Ya cuando entró a trabajar en la Compañía González, S. L., se lo advirtieron. «El jefe vive para su trabajo y no piensa casarse con ninguna de sus secretarias. Aquí se viene a trabajar, no a coquetear. Desde el momento que la vea hablar con un empleado de asuntos no relacionados con su trabajo, será usted despedida sin explicaciones.» Era aquél el lema que imperaba en las oficinas de González S. L., y nadie lo ignoraba. Y los empleados en dichas oficinas ascendían al número de sesenta. Era un edificio de seis plantas dedicado únicamente a oficinas.

—Señor...

Todos le respetaban. Cuando Federico se enfadaba, todo el mundo temblaba allí, desde el botones hasta el alto empleado. Aquella mañana el jefe parecía malhumorado y las cuatro secretarias a su servicio, cerradas en distintos departamentos, se preguntaban si alguna sería despedida aquella misma mañana. No era extraño que así ocurriera. (Los empleados que menos duraban en la empresa González, S. L., eran, por desgracia, las secretarias.

—Dígame, señorita Alonso.

—Los asuntos del día, señor.

—Deme, haga el favor.

—En la sala de recibo hay seis visitas.

—Que vayan pasando. Diga al jefe administrativo que se ocupe de esta carpeta.

—Sí, señor.

—Que pase el primero.

Trabajó toda la mañana, y cuando a la tarde entró de nuevo en su Oficina, sintió el dictáfono y la voz de la señorita Ruiz:

—Señor, la señorita Miranda de la Cruz y Gil de Ve-lasco vive en la Gran Vía, número...

Anotó la dirección. Después:

—Gracias.

Cerró el dictáfono y se dispuso a trabajar. A las siete de la tarde salió de la oficina. Llevaba un cigarrillo en la boca y el humo ascendía indiferente hacia los ojos. Si Federico los cerraba o no, se ignoraba, porque llevaba los ojos protegidos por sus inseparables gafas de sol.

—Buenas tardes, señor.

Federico gruñó.

Otro y otro saludo y Federico dio la misma respuesta.

Al llegar a la calle el portero le saludó asimismo y nuestro hombre, que ya se había cansado de gruñir, ni respondió, lo cual no asombró al portero porque ya estaba acostumbrado.

Federico subió al «Cadillac» último modelo y lo puso en marcha. Media hora después se detenía ante la casa en la cual vivía la señorita Miranda de la Cruz.

—Este edificio lo contraté yo —farfulló, deteniéndose y alzando los ojos—. Recuerdo que se vendió por pisos y cada uno de los cuales tenía un valor aproximado de dos millones.

Sonrió entre dientes. El dio por la finca de los Miranda de la Cruz dos millones trescientas mil pesetas. ¿Había gastado aquella señorita dicho dinero en aquella casa? Era absurdo. Sebastián había dicho que estaban arruinadas...

Encogió los hombros. ¿A él qué le importaba aquello? Lo interesante era entregar el cofre y regresar a casa. A la mañana siguiente tenía que ir al pueblo a comprobar la buena marcha de las obras y era preciso descansar unas horas.

Entró en el ascensor y encendió otro cigarrillo. Bajo el brazo llevaba un envoltorio.