VIII

Federico retiró el visillo y lo dejó caer de nuevo con brusco ademán. Retrocedió y fue a sentarse en un cómodo diván, frente a sus padres. Estos, teniendo una mesa en medio, jugaban una partida de ajedrez. La dama dejó un caballo, alzó los ojos y los dejó presos en la mirada de Federico.

—Has hecho mal.

—¿Y por qué, mamá?

—Porque a otra cualquiera, menos a ella. Tienes personal bastante en tus oficinas sin ir a elegir precisamente a la que fue dueña de esta casa. Por otra parte, aquí todo el mundo la conoce y... será humillante para ella.

—¿Quieres callarte, mamá? —gruñó Federico—. Es la secretaria más competente que tengo y no veo el porqué he de elegir a otra. Además, ella vino, ¿no? Pues pudo haberse negado.

—La habrías despedido al instante —intervino el caballero.

—Por supuesto. Mis órdenes son sagradas.

Y diciendo esto, se puso en pie y salió de la biblioteca. No llevaba gafas aquel día, vestía un pantalón gris de franela y un jersey blanco de lana, tejido por su madre. Parecía rejuvenecido, si bien pese a su elegancia personal el descuido en el vestir era el mismo. Un mechón de cabello entrecano le caía por la frente, lo apartó de un manotazo y entró en el despacho. Miró el reloj. Eran las cuatro menos cuarto. A las cuatro en punto recibiría a la secretaria.

Se sentó tras la mesa y contó los minutos. Lo que pensaba con respecto a la secretaria, nadie podría precisarlo. Federico González rara vez ponía de manifiesto sus pensamientos.

A las cuatro y cinco, una doncella anunció a la señorita Miranda. Federico, que se hallaba abstraído en la contemplación de unos planos, alzó la cabeza y fijó sus ojos en la puerta. Allí, rígida, femenina, lindísima, se hallaba Beatriz Miranda. Federico no parpadeó. Vestía la joven un simple modelo estampado, calzaba altos zapatos y llevaba una chaqueta por los hombros.

—Buenas tardes, señor.

—Pase y cierre, señorita Miranda —dijo la voz siempre ronca del arquitecto—. Tome asiento.

Beatriz se sentó frente a la mesa y puso un brazo en el borde de ésta. Su mano delgada y fina, en uno de cuyos dedos lucía un solitario de gran valor, lo último que quedaba de los Miranda de la Cruz, tamborileaba distraídamente sobre la madera.

—Supongo que habrá tenido buen viaje.

—En efecto.

—Y por Madrid todo quedaría perfectamente.

—Sí, señor.

—Espero que su venida aquí no la haya contrariado demasiado.

Beatriz lo miró. Nunca había visto los ojos de aquel hombre desprovistos de gafas y ahora que los tenía delante sintió una rara sensación de sobresalto. Los ojos de Federico González eran maravillosos. Grises, de mirar fijo, penetrante, como si al mirar desnudaran cuanto tocaban. Unos ojos vivos dentro de un rostro muerto y ellos solos bastaban para resucitar todo cuanto de inexpresivo había en su cara. Apartó los suyos con presteza y dijo:

—En absoluto, señor. Estoy para obedecer.

¿Era su propio orgullo quien le dictaba aquellas frases, o, por el contrario, era sincera? Federico se dio cuenta de que estaba chocando con un orgullo indescriptible y quiso humillarla. Sin saber por qué, quiso humillarla terriblemente y se dispuso a ello.

—Me agrada comprobar su buena disposición, señorita Miranda. Pero he pensado, considerando su posición en este pueblo, que podíamos inventar una mentira.

Ella, sin responder, interrogó con los maravillosos ojos alzados. Federico pensó que jamás había visto ojos más bellos, pero no lo dijo, naturalmente.

—Verá usted... Aquí, en Sangora, y más en esta época del verano, hay infinidad de personas que la conocen. Siendo usted oriunda de este pueblo, es lógico que se encuentre con sus amigos a cada instante. Yo he pensado que quizá no le agrade que esos amigos la vean en su empleo de secretaria.

Beatriz sintió que todo su orgullo se rebelaba, pero nada dijo. El único signo de rebeldía era el violento palpitar de su corazón y los labios apretados en dos rayas.

—¿Y bien, señor? —preguntó, sin inmutarse.

—Aquí podemos emplear la mentira. Si usted lo desea, podemos decir que es usted amiga de la casa, invitada, en fin...

El nunca había tenido deseos de humillar a nadie y se extrañó de aquella necesidad que bullía en su mente de humillar ahora a la heredera aristocrática.

Esta se puso en pie, sonrió gentilísima y dijo con voz serena, aunque bien sabe Dios lo que le costaba aparentar una serenidad que no existía:

—Señor González, he venido aquí en calidad de empleada y no me humilla serlo. Quizá me humillara más ser invitada.

—¡Señorita!

—Lo siento, señor.

—¡Siéntese! —dijo con irritación—. Siéntese, que no he terminado.

—Si es para...

—Para lo que sea. Siéntese usted.

Lo hizo y su mano volvió a agitarse sobre el borde de la mesa.

—Siempre detesté a los aristócratas —dijo con frialdad—. No me explico aún por qué la tengo a mi servicio.

—Porque le soy de utilidad —cortó en el mismo tono.

—O quizá porque me agrada verla hundida.

Beatriz se agitó. Tuvo deseos de abofetearlo, pero se mantuvo inmóvil.

—¿Algo más, señor?

—No. Puede retirarse. Mañana a las diez la espero en este despacho.

Salió, subió a su cuarto y se derrumbó sobre la cama. Ahora ya lo sabía con precisión. Si la mandó venir fue para humillarla, para verla doblegada. ¿Pero, por qué? ¿Por qué?

* * *

Estaba sentada junto a la ventana de su alcoba. Eran las siete de la tarde de un día espléndido. Sintió voces y risas en el parque. Asomó la cabeza y miró para retirarse inmediatamente después.

Allí, en la terraza, había un grupo de personas jóvenes, entre las cuales estaba Federico González. Vestía de oscuro y su cabeza erguida se alzaba con arrogancia. Los otros los conoció al instante. Sebastián, Leonardo, Mary Paz, Marcelina... Su pandilla. Bebían y hablaban a cada cual mejor. Se retiró de la ventana y se tumbó en la cama. No le extrañaría nada que una doncella viniera a buscarla. Federico González tenía ganas de humillarla y sería una terrible humillación presentar como secretaria suya a la joven que fue lo mejor de la pequeña sociedad de Sangora.

Pero no vino nadie a reclamarla. Sintió las voces hasta muy tarde y luego el ronco motor de los autos que se alejaban.

A las diez una doncella le anunció que los señores esperaban para cenar. ¿Le permitían sentarse a la mesa con ellos? Curioso, en verdad.

Se vistió correctamente y bajó despacio hacia el comedor. Entró dando las buenas noches. El caballero se puso en pie, fue hacia ella y le besó gentilmente la mano. A Beatriz le resultó simpático «el tendero». No tenía tipo de zafio y era agradable su dulce mirar.

—Es un honor para nosotros tenerla aquí, señorita —dijo, amable.

—Gracias, señor.

—Mi esposa —presentó.

La dama sonrió apenas. A Beatriz le resultó agradable en extremo aquella sonrisa.

—Digo como mi marido, señorita.

—Gracias, señora —replicó, afable.

Miró luego la espalda de Federico. Vestía la misma ropa que aquella tarde y se hallaba frente al jardín, con la pipa en la boca.

Se volvió apenas, saludó con la cabeza y luego fue a sentarse en su lugar habitual.

No habló durante la comida. La dama, en cambio, lo hizo con su voz dulce y amable, y Lorenzo González recordó aquellos tiempos, cuando los Miranda de la Cruz vivían felices en su casona. Fue grato para Beatriz oírle hablar de los suyos con respeto y admiración, y de vez en cuando miraba a Federico, deseando hallar la impresión que las alabanzas de su padre despertaban en él. Pero Federico se mantenía inmutable, comía y bebía con la mayor indiferencia como si el muy grosero —esto lo pensó Beatriz— estuviera solo en la mesa.

Pasaron luego al salón y allí ella pidió permiso para fumar. Fumó con elegancia y la dama miró a su hijo como preguntándole: «¿Qué te parece? Ni siquiera tu presencia como jefe la amilana. Me gusta la chica. Es una auténtica Miranda de la Cruz.»

Federico se excusó y salió del salón.

A la mañana siguiente, Beatriz empezó su trabajo. Fue una jornada agotadora, que no supo si podría resistir en el supuesto de que él continuara tan exigente. No obstante, y pese a que Federico exprimía las horas hasta el máximo, ella aguantó, sostenida por su gran orgullo.

Fueron quince días insoportables. Sólo cuando se veía sola con la señora González o su marido, respiraba con amplitud. Eran personas agradables, cariñosas y no parecían nuevos ricos patanes. No lo eran, sin duda, dados su desenvoltura, su afabilidad y su poco interés por las cosas de sociedad.

Vivían felices en la finca, nunca salían de ella, y Federico tampoco. Ella aún no había bajado al pueblo y cuando llegaba la pandilla de antiguos amigos, jamás estaba presente.

Pero aquella tarde, una doncella le dijo que don Federico la esperaba en el despacho. Era su hora de descanso y le extrañó la llamada. Poco a poco iba penetrando en la gran personalidad de aquel hombre. Era arrolladora y anulaba todas cuantas pudieran enfrentársele, hasta la suya, por desgracia. Pero en el fondo lo consideraba buena persona, y cuando la miraba sin gafas..., Beatriz se echaba a temblar sin saber por qué.

Bajó presurosa y llamó con los nudillos en la puerta del despacho.

—Pase.

Lo hizo y se quedó en el umbral.

—Entre y cierre.

Lo hizo.

—Tengo precisión de ir a Madrid. He de salir dentro de unos instantes.

—¿Qué debo hacer, señor?

—Acompañarme.

—¿Es una orden?

—Sin duda. Saldremos dentro de media hora.

—Estaré dispuesta, señor.

Regresó al salón. No había nadie. Se sentía desorientada. ¿Ir con él a Madrid? ¿Y por qué?

Subió a su alcoba y se preparó. Temblaban sus manos y se extrañó. ¿Qué le ocurría? ¿Después de todo, tenía algo de extraño que su jefe la llevara con él? Era su secretaria. Pero, ¿por qué? ¿Por qué la llevaba?

* * *

Iban sentados uno junto a otro en la parte de atrás. Conducía el chófer, y Federico, recostado indolentemente en los almohadones, guardaba silencio. Fumaba su retorcida pipa y como llevaba una carpeta abierta sobre las rodillas, de vez en cuando hacía una anotación.

—¿Quiere usted fumar?—preguntó, de súbito—. Aunque me gusta la pipa, tengo cigarrillos rubios.

—Gracias. No fumo ahora.

—Esta noche regresaremos, señorita Miranda. Tengo una entrevista concertada para hoy a las seis de la tarde y como se trata de unos señores ingleses y yo no domino bien dicho idioma, espero que no tenga inconveniente en acompañarme a la reunión, en la cual hará usted de intérprete.

—Sí, señor.

—Iré a recogerla a su casa a las seis menos cuarto.

Asintió sin palabras.

Sentía las gafas masculinas fijas en su rostro constantemente y se agitó nerviosa. Fue un viaje pesado, agotador para sus nervios. A las tres de la tarde, el «Cadillac» se detenía ante la casa de la Gran Vía. Fue entonces cuando Beatriz miró de frente a Federico y dijo, suavemente:

—No vivo aquí, señor.

—¿Cómo? ¿No vivía usted en esta casa?

—La he vendido.

—Ya. Déme su nueva dirección.

Se la dio y el auto rodó de nuevo.

—¿Perdió usted mucho dinero en la venta, señorita Miranda?

—Un poco.

—De habérmelo advertido a mí, lo hubiera solucionado.

—Gracias por su interés, señor.

Guardaron silencio. Cuando el auto se detuvo ante la nueva vivienda de Beatriz, ésta abrió y saltó al suelo antes de que él pudiera hacerlo por la otra portezuela.

—A las seis menos cuarto pasaré a recogerla.

—Bien, señor.

—Adiós.

Se perdía escaleras arriba. Iba fatigada, molesta sin saber por qué.

Al llegar ante la puerta de su piso, se detuvo bruscamente. ¿Qué explicación daría a tía Engracia? ¿Qué podría decirle? Con brusco ademán, giró sobre sus talones y bajó de nuevo a la calle. No entraría en su casa. De hacerlo, tendría que decirle a su tía lo que ocurría, dónde estaba, con quién y por qué había ido a Madrid. Y no deseaba complicarse la vida oyendo los reproches de su tía.

Encaminóse calle adelante y tomó un taxi. Sabía dónde encontrar a Marta a aquella hora. Era sábado y no había oficina por la tarde. Encontró a Marta en la cafetería, dando fin a la comida.

—¿Tú?

—Sí, yo. Dame la carta en la cual pueda elegir algo con que llenar el estómago porque estoy hambrienta.

—Pero, ¿qué haces aquí? ¿Te ha despedido el jefe?

—Alcánzame la carta.

—Estoy en ascuas, Beatriz. Toma la carta con mil demonios, pero explícate.

—Vine con él.

—¿Y qué?.

—Arroz a la italiana, merluza y helado.

—Deja la comida y habla.

Acudió la camarera a la muda llamada de Beatriz. Marta se cruzó de brazos sobre la mesa y miró fijamente a su amiga.

—¿Quieres hablar de una vez, criatura?

—Ahora mismo. —Miró a la camarera—. Arroz a la italiana, merluza y helado.

—Sí, señorita.

—Sírvame cuanto antes. Estoy muerta de hambre.

—En seguida, señorita.

Marta respiró cuando la camarera se hubo ido.

—¿Hablarás ahora?

—Por supuesto. Permíteme que pique tu «tintorro».

Bebió y Marta lanzó una exclamación impaciente.