AÑIL
—TENEMOS que irnos. No creo que el chaval vaya a darnos nada suculento por lo que queda de noche.
Ramos cubría el cuerpo de Santana. Una de sus manos aún permanecía abrazando el cuello de su superior y la otra descansaba en el vientre, empapándolo con semen. El inspector jefe apoyaba su mejilla en el reposa cabezas, mirando la empañada ventana del coche. No dijo nada. Seguía observando la concentración de vaho mientras notaba que su aura empequeñecía y volvía a su cuerpo. Los músculos de su ano empezaron a comprimirse alrededor del eje de su compañero, y comenzó a ser más consciente de la realidad que lo rodeaba.
El novato apoyó también su mejilla en el reposa cabezas a escasos centímetros de su cara, mirándolo con ojos somnolientos. Santana lo observó. Recorrió su rostro: sus cabellos, que se pegaban a su frente con pequeñas gotas de sudor; sus ojos, que brillaban repletos de algo que no pudo descifrar; y sus labios, que relucían como si acabara de lamérselos. En ellos apareció una imperceptible sonrisa a la vez que un dedo acariciaba levemente su estómago y el pulgar de la mano que sostenía su cuello vagaba por las líneas de su mandíbula.
—Tenemos que irnos, Álvaro.
«Álvaro… ¿Por qué me llamas así? ¿Por qué me haces sentir así? ¿Por qué siento que acabo de encontrar algo que ni siquiera sabía que estaba buscando, pero que por fin lo he encontrado? ¿Por qué…? ¿Por qué has tenido que aparecer en mi vida y ponerla patas arriba?».
El novato se levantó, y Santana abrió sus ojos al máximo al notar la blanda polla dejar su cuerpo. No supo cómo interpretar aquel vacío, pero no le gustó sentirlo. Ramos se sentó en el asiento del copiloto, se limpió los restos de semen de sus manos con unas toallitas que encontró en la guantera, y se abrochó los pantalones. El inspector jefe se dio la vuelta sobre el asiento y accionó la palanca para ponerlo recto. Nada más quedar sentado, un dolor agudo pinchó su agujero. No pudo evitar el aullido de su quejido. Ramos rió con la garganta.
—Te recomiendo un baño bien caliente.
Santana no lo miró. Recogió sus pantalones y se los puso como pudo sorteando la palanca de cambios, el volante, e intentando no volver a quejarse en voz alta con cada brote de dolor que le producían aquellos movimientos. Encendió el motor y se alejaron del callejón. Durante el camino no cruzaron palabra. Al llegar a la casa de Ramos, éste se bajó del coche, cerró la puerta y se apoyó sobre la ventanilla. Miró a Santana por varios segundos antes de hablar:
—Sin duda alguna, cambiaría a todos los machos sólo por uno.
Y se fue. El inspector jefe lo miraba mientras se alejaba. Demasiados pensamientos, demasiados sentimientos recorrían su mente, y de nuevo sólo quiso dormir. Llegó a su casa, se duchó, dejando que los chorros calientes limpiaran su cuerpo y masajearan las partes doloridas, y se acostó. Mientras sentía cómo los últimos atisbos de la droga lo abandonaban, se durmió con una palabra: Hugo.
El domingo lo pasó sentado en el sofá sobre un flotador de playa que solía usar como almohada. Cada vez que su culo dolía, no sabía si romperle la cara al mocoso o estrangularlo. Ambas opciones eran igual de buenas para él. El teléfono sonó y lo descolgó.
—¿Diga?
—Hola, cielo.
«¡Laura!… ¡No, joder! Ahora no…».
—Hola, preciosa —contestó, intentando que su tono afligido no se notara a través del auricular.
—¿Estás libre hoy?
—Bueno…, tengo algunas cosas que hacer…
—Tengo una sorpresa para ti.
«Y yo también, pero supongo que no te gustaría escuchar que ayer, la polla ganadora del Libro Guinness me taladró el culo, y hoy no puedo dar un paso sin que se me salten dos lagrimones».
—Estoy algo ocupado, Laura, y teng…
—¿Te gustaría ir a navegar en el barco de mi padre? —lo interrumpió Laura.
«¿Navegar? ¿Tumbos a babor y a estribor? Mi culo no lo soportará…».
—No sé, Laura…
—Te vendrá bien, Álvaro. Te despejará la mente, hace un día precioso.
«Despejar la mente… Sí, quizás no estaría mal del todo».
—¿A qué hora?
—Recógeme en una hora, y en media estaremos en el puerto.
—Perfecto.
—Nos vemos, cariño.
Al cabo de una hora, tocó el timbre de la puerta de la casa de Laura y ésta lo recibió. Le dio un escueto beso en los labios y se dirigieron al coche. Al llegar a la zona donde estaba amarrado el barco en el que se suponía iban a navegar, Santana se quedó helado. Aquello no era un barco, era una mansión flotante. Tenía por lo menos cuatro pisos de alto y no llegaba a ver el final de la proa. Pero lo que más llamó su atención es que el barco estaba repleto de gente.
—¿Dan una fiesta? —preguntó algo intimidado, pues había supuesto que pasarían el día los dos solos navegando tranquilamente, y así podría aprovechar para soltarle alguna tonta excusa de que no estaba preparado para seguir con lo que tenían juntos, que ella era excelente como mujer, pero que él no era el hombre que ella buscaba, y cosas por estilo que se dicen cuando no quieres seguir con una persona pero no deseas hacerle ningún daño.
—Mi padre la celebra cada año para darle las gracias a todos sus clientes. Es el director de un banco de pequeñas y medianas empresas. El barco es propiedad de todos los accionistas.
Santana deseó no haber descolgado el teléfono. ¿Qué mierda hacía allí? Parecía que Laura quisiera presentarlo en sociedad, y por la puerta grande, nada más y nada menos. Pero ya estaba atrapado, no sabía cómo escapar de aquella encerrona.
Subieron al barco y Laura los guió directamente hacia un grupo de gente que rondaba la misma edad que ellos. Entabló pequeñas conversaciones mientras no veía la hora de largarse de allí. Cuando estaba dando el último buche de la que esperaba fuera su última copa, ya que pensaba decirle a Laura que tenía cosas que hacer, lo vio. Embuchado en un traje blanco y con sus rubios cabellos cayendo sobre sus hombros, Mateo Silva bebía de su copa a través de una pajita sicodélica como la de su pub, mientras charlaba animadamente con unos y otros.
El cuerpo de Santana entró en shock. «¿Qué cojones significa esto? ¿El argentino es uno de los clientes del padre de Laura?». Pero entonces, un oportuno pinchazo en su ano le hizo recordar los acontecimientos de la noche anterior y la razón por la que su culo quemaba. «Me drogaste, cabrón…».
Santana intentó controlar la rabia que subía por su cuerpo y decidió que sería una buena oportunidad para observar las relaciones sociales del argentino fuera de su lugar de trabajo. Resguardándose tras los amigos de Laura, estudió los movimientos de Mateo. El hombre hablaba y hablaba sin parar, mostrando siempre una agradable sonrisa. Aunque no podía llegar a escuchar las conversaciones, no parecía que estas tuvieran algún punto de interés para la operación Terminator. De todas formas, tampoco es que pensara que el argentino buscara clientes para sus posibles trapicheos de droga en una fiesta de hombres podridos en billetes… O quizás sí.
Una de las veces que Mateo se quedó solo, giró su cabeza como queriendo buscar a alguien, y Santana no tuvo tiempo de apartarse de su visión. Los azules ojos del argentino se abrieron con sorpresa, y la calidez que lo caracterizaba se implantó en su cara mientras iba acercándose a Santana. El inspector jefe lo miraba un tanto furibundo, pero parecía que a Mateo no le importaba aquella expresión, pues cuando llegó a su lado su sonrisa aumentó descaradamente.
—Álvaro Santana…, nos volvemos a ver, y en tan poco tiempo. —Se acercó más al inspector jefe y, hablando apenas en un susurro, le dijo—: ¿Conseguiste “abrirte completamente” ayer?
«¡¿Pero cómo coño tienes la cara de insinuarme eso, cabrón?!». —¿Esa es tu idea de fidelizar al cliente? ¿Drogándolo? —gruñó bajo Santana mientras lo encaraba.
Mateo sonrió pícaro. —Mi intención era fidelizarte a mí, Álvaro, no al club.
—¿Sueles hacer eso con los clientes a los que quieres beneficiarte?
—No todos necesitan de una “ayudita”.
Santana pensó que ya que lo había drogado, podría hacer algunas preguntas sin necesidad de levantar sospechas. —¿Te gusta jugar con las drogas en tu pub? ¿Acaso eres tú quien las distribuye?
—¿Por qué? ¿Te gustó? ¿Querés más? —dijo sin perder la sensual sonrisa.
—Podría denunciarte por ello. —Los ojos de Santana se cerraron en dos finas líneas.
—¿Y cómo lo demostrarás? —preguntó el argentino jactándose del inspector jefe—. No creo que un simple vendedor de seguros gay, que sale una noche para disfrutar de un espectáculo de striptease gay, y es drogado por alguien con la intención de llevárselo a la cama, vaya a ser algo creíble para la policía.
Santana estuvo a punto de reír a carcajadas por lo irónico de la situación. Pero aquella conversación estaba siendo bastante esclarecedora para la operación. Si bien el argentino no había dicho claramente que distribuía Arcoíris, tampoco había negado que supiera de ella en su pub, ni incluso que hacía uso de la misma de una forma muy denunciable. Pero también estaba en lo cierto: no había manera de demostrarlo…, aún.
En ese momento, Laura se acercó a ellos seguido de un hombre de cabellos canos y con aspecto de bonachón.
—Hola cariño, quiero presentarte a mi padre. Papá, este es mi amigo Álvaro, y él es mi padre, Juan.
Santana levantó la mano para estrecharla con la del hombre de una forma autómata. Lo que menos necesitaba en ese momento era que Laura quisiera que conociera a su familia. Por lo menos lo presentó como un amigo y no como su pareja.
—Es un placer conocerlo, Álvaro —dijo el padre de Laura, devolviéndole el saludo y mirando después a Mateo—. ¿Ustedes dos se conocen?
—Por casualidades de la vida, nos conocimos ayer —dijo el argentino, sonriendo estúpidamente.
—Pues es bastante curioso, teniendo en cuenta las profesiones tan distintas que tienen —dijo Juan alegremente.
¡Boom! Los pensamientos de Santana pasaron por su mente en un solo segundo. «¡¡No, no, no, no, no, no!! ¡Joder! ¡No lo digas! ¡¡No lo digas!!».
—Un gerente de un bar y un inspector de policía. ¡Vaya mezcla explosiva!
Ahora sí, Santana necesitaba un agujero en la tierra. ¡¡Necesitaba un puto cráter!!
La mirada de Mateo era puro fuego mezclada con la mayor de las incertidumbres y quizás algo de terror. Lo único que pensaba el inspector jefe era que su pequeña tapadera se había ido completamente a la mierda, y se preguntaba por qué cojones Laura le había dicho a su padre que él era policía. ¿Cómo coño no había pensado que si Mateo estaba allí podría llegar a enterarse de su verdadera profesión? La tensión entre los dos hombres se palpó en el ambiente, y Juan intentó disolverla, pero la pregunta que escogió no fue la más adecuada para el estado de ánimo de Santana:
—¿Cuánto tiempo llevas en el Cuerpo, Álvaro?
Inspiró profundo antes de contestar. ¡Mierda! Tenía que salir lo más pronto de allí y contarle al mocoso lo ocurrido. —Diez años —dijo secamente—. Una excelente fiesta, Juan, pero debo irme. Me esperan en casa —mintió.
—Encantado de conocerte, Álvaro. Es agradable saber que mi hija tiene amigos en la policía —dijo Juan, estrechándole la mano de nuevo.
—Sí, encantado de haberte conocido…, Álvaro. Siempre es importante tener conocidos en la parte buena de la ley —escupió Mateo sin rastro de su típica calidez, y con una mirada que lo vulcanizó.
Santana cogió el brazo de Laura con la mayor templanza que pudo y caminó con ella hacia la salida del barco.
—¿Tienes que irte ya?
—Sí, preciosa, tengo cosas que hacer y un compañero debe venir a casa para ver algunos documentos… Laura, ¿cuánto tiempo hace que Mateo y tu padre se conocen?
—Bueno… Pues no estoy muy segura, pero creo que lleva las cuentas del club ese que tiene desde hace unos dos años. ¿Cómo es que lo conoces?
—A través de un conocido. Cariño, debo irme. —Le dio un suave beso en la mejilla y se dirigió a su coche a paso rápido con un único pensamiento: llamar al novato.
Mientras ponía el motor en marcha, marcó el número de su compañero en el móvil y accionó el altavoz. Intentando no rebasar el límite de velocidad, condujo por la carretera esperando a que Ramos contestara. Al tercer tono, lo hizo:
—¿El agua caliente no funcionó?
«Maldito mocoso…».
—Ramos, tenemos un problema. Nos han descubierto —dijo Santana con premura.
—¿Nos?
—Sí, nos. Mateo Silva.
—¿Y cómo demonios nos ha descubierto el argentino?
El inspector jefe podía intuir la sonrisa bobalicona del novato por su tono de voz. —Me he encontrado con él en una fiesta que ha dado el padre de Laura. —Silencio. Absoluto silencio. Sólo una respiración gruñida se escuchó a través del auricular, e hizo que algunos vellos de Santana se erizaran—. En media hora estaré en mi casa. No tardes. —Y colgó.
Necesitaba pensar rápido. Si el argentino estaba metido en el ajo, acababa de cargarse los pocos avances que habían conseguido en la operación Terminator. Aunque también tenía una buena razón para poder pedir una orden y hacer una redada en el club: un alto mando de la policía había sido drogado en contra de su voluntad mientras estaba de servicio. Hiciera lo que hiciese, debía actuar rápido, ya que Mateo había desvelado su tapadera, y probablemente alertaría a todos sus compinches.
Al llegar a su calle, el novato lo esperaba apoyado en la puerta de su casa, con los brazos cruzados sobre el pecho y con cara de muy pocos amigos. Santana se bajó del coche y se acercó a él con las llaves preparadas para abrir. Cuando estaba encajándolas en la cerradura, escuchó la oscura y baja voz de su compañero a milímetros de su cara:
—Espero que tengas una buena razón para haber echado por alto nuestra tapadera sólo por irte de fiesta con tu querida Laura.
El tono frío y de ultratumba empleado en las dos últimas palabras caló completamente en Santana, y “la sensación” se retrajo asustada. Intentando reponerse de los desconcertantes escalofríos que lo recorrían, abrió la puerta y le espetó:
—Entra.
Cuando le hubo relatado los acontecimientos vividos en el barco y sus propias impresiones al respecto, le tocó el turno a Ramos:
—No sirve de nada volver a Arnold. El argentino sabe que lo tenemos en el punto de mira y habrá avisado a sus camellos y distribuidores.
—¡Joder! ¡Vaya mierda! —exclamó Santana agarrándose del cabello—. Ya no tiene sentido hacer una redada porque no serviría de mucho. Seguramente no encontraríamos nada sustancial, y a los pocos que detendríamos saldrían en menos de cuarenta y ocho horas por falta de pruebas.
Ramos se quedó por unos segundos pensativo. El inspector jefe lo observó y no pudo evitar que “su amiga” lo recorriera de principio a fin, como tampoco pudo impedir que sus ojos parasen a mitad de camino entre las piernas y el estómago. Un cosquilleo se arremolinó en su agujero mientras una incontrolable atracción se oponía a que apartase su vista del vasto bulto. «Tengo que centrarme en la operación, tengo que centrarme en la operación…». La voz del novato lo llevó de vuelta a la realidad:
—Creo que voy a contactar con Pablo. Puede que sepa con quién se mueve el Leprechaun o los movimientos extraños que pueda haber en el club. Quizás podamos buscar otra vía.
La visión de unas transparentes cortinas a través de una ventana y el cuerpo de su compañero chocando contra el de Pablo, pinchó en “su enfurecida amiga”. Aunque los pinchazos no eran pinchazos, sino puñaladas. Su boca decidió hablar, no su cordura:
—¿Pablo? ¿Por qué Pablo? —sintió sus labios estirarse al máximo casi cuarteándolos.
—¿Laura? ¿Por qué Laura?
La gélida mirada del novato no lo acobardó. —¿Qué tipo de relación tienes con Pablo?
—¿Qué tipo de relación tienes con Laura?
«Pero, ¡por el amor de Dios! ¡¿A qué estamos jugando?! ¡¿A “yo más que tú”?!».
—No me toques los cojones, novato —dijo advirtiéndole.
—Esa fase ya la tenemos más que superada, ¿no crees? —La sonrisa por excelencia de todo su repertorio se implantó en su rostro. Sin embargo, su tono fue cortante, extremadamente cortante. Los rayos que lanzaban ambos ojos rasgaban el aire entre ellos, pero fue de nuevo el novato quien rompió el silencio, calmando su propia voz—: Pablo fue… alguien que me ayudó en un momento difícil de mi vida. Además, ayer mismo me dijiste que si algo era importante para la operación, debíamos hacerlo sin rechistar. —Santana era un hervidero de ira, furia y rabia contenida—. Voy a ver a Pablo.
Aquello último no lo dijo de forma imperativa, más bien parecía que incluso le pedía la aprobación a su superior. Éste sólo lo miró con ojos penetrantes. Después de sostener su mirada por escasos segundos, Ramos cogió su chaqueta y salió por la puerta.
En cuanto estuvo solo, un grito desesperado rasgó su garganta. Todo iba cayendo como en un castillo de naipes: los pequeños progresos en la operación, la posibilidad de desenmascarar a los sospechosos, su endeble cubierta…, su estable vida, sus inquebrantables gustos sexuales, su…, su férreo sentimiento de ver al novato tan sólo como un mero compañero de trabajo.
Dormir en aquellos momentos no era la solución. Tenía que intentar arreglar el catastrófico fallo de dejarlos a ambos con el culo al aire. Pensó y pensó durante dos horas. Se rebanó los sesos hasta casi quedarse sin ellos y tomó una decisión. Volvería a Arnold, sólo para ver si se hubieran producido cambios, aunque fueran insignificantes. Era domingo y quizás no habría mucho movimiento. Probablemente, Mateo no se presentaría, pero si el argentino decidía hacerlo, Santana estaría preparado para lo que aconteciese.
Enfundado en su inseparable traje de chaqueta, cogió su pistola y su placa, y se dirigió a Arnold con la intención de encontrar algo que mereciera la pena llevarle a Eduardo, y no sólo el tener que decirle que los avances conseguidos habían sufrido un indeseable revés. Cuando se presentó en la puerta, Julio, el gorila hormonado, lo miró con una pequeña sonrisa.
—Tenemos tarjetas de fidelización para los clientes asiduos. El señor Silva estaría encantado de proporcionársela.
La ironía en su rostro y el haber utilizado la palabra “fidelización”, hizo que Santana se estremeciera ligeramente. Podría ser sólo una casualidad, pero por el estado en el que estaban las cosas, el inspector jefe creía poco o nada en los azares de la vida en aquel mismo momento.
—Estaría perfecto poder tenerla. ¿Se encuentra Mateo hoy?
—Los domingos no suele venir. Pero le diré que usted estuvo aquí.
El argentino no había perdido el tiempo. El llamativo timbre de voz que el portero había usado al pronunciar la palabra “usted”, dejaba bastante claro que Mateo había puesto en alerta a los suyos.
Santana le respondió con un movimiento de cabeza y entró en el pub. La oscuridad de siempre se cernió sobre él, y a pesar de ser el último día de la semana, el aforo estaba casi a la mitad. Se dirigió como siempre a la barra y el camarero rubio medio desnudo lo atendió.
—¿Su amigo no viene hoy? —preguntó el chico sonriente mientras le servía una Coca-Cola.
El inspector jefe le devolvió la sonrisa al ver su bebida. El hecho de que se acordara de lo que bebía le hizo a Santana mirarlo con otros ojos, y no sólo verlo como a una hormona con patas.
—Hemos decidido darnos un tiempo —contestó riéndose de él mismo por su propia respuesta, y desechó rápidamente la imagen de Pablo en su cabeza.
—Pues es una pena. Hacían muy buena pareja. —Santana sólo hizo un desagradable sonido con su garganta y bebió de su refresco—. Por lo menos mucho mejor que con aquel tipo que lo manoseó el primer día que estuvieron aquí.
El inspector jefe arrugó su rostro interrogante. —¿Qué tipo?
—Ese que parece un jugador de rugby.
Lo que más desconcertó a Santana no fue el hecho de que se refiriera a Pablo, sino el desagrado y la ira que mostraba el rostro del chico al nombrarlo.
—¿Conoces a Pablo? —preguntó con más interés del que en realidad quería mostrar.
—No mucho, sólo de verlo por aquí, y porque siempre está pegado al niñito ese rubio.
«¿Niñito rubio? ¿El Leprechaun? ¿Pablo pegado a él? ¡Los amigos del chico fallecido vieron al rubio con un hombre alto y moreno!».
Las preguntas se sucedían en la mente de Santana una detrás de otra mientras un calor inspirado por el miedo y el terror abrasaba su cuerpo. Con un ímpetu que no pudo dominar, miró al camarero con ojos desorbitados.
—El chico rubio ese, ¿es el que estuvo con nosotros anoche?
—Sí… Sé que no debería decir esto…, pero el hijo de puta casi mata a mi hermano. Ayer mismo salió del hospital por la mierda esa que le vendió.
El cerebro de Santana era una tormenta de imágenes y acontecimientos que se iban enlazando. Cuando su mente le dejó hablar, su voz era temblorosa: —Tú… ¿Te llamas José? ¿Tu hermano es Iván?
Algo sorprendido, el chico contestó: —Sí… ¿Cómo sabes mi nombre y el de mi hermano?
Tenía que salir de allí. Tenía que avisar a Ramos. Tenía que proteger al novato. «¡¡¿Pablo podría ser el proveedor de Arcoíris?!! ¡¡¿Lo habrá avisado Mateo al igual que a Julio?!! Y si el mocoso está con él… ¡¡¡Joder!!!».
Dejando a José con la palabra en la boca, y saliendo del club lo más sosegado posible al pasar junto al portero, se dirigió a su vehículo. A la misma velocidad que una bala, encendió el motor y marcó el número de teléfono de su compañero. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Los tonos seguían escuchándose en el manos libres del coche sin respuesta alguna. Aquello llegó al punto de ponerlo histérico, y “la sensación” lo reventó. Dejó a un lado la operación, al argentino, al Leprechaun, a Pablo, y se concentró sólo en el novato. Como inspector jefe de la Brigada de Estupefacientes de la Policía Nacional, debía velar por el bienestar de todos sus compañeros. Como Álvaro Santana, el que se atreviese a ponerle una mano encima a su novato acabaría sus días en una cárcel de alta seguridad, y se aseguraría de que los demás internos le hicieran la vida imposible.
En menos de diez minutos, y con un estado de pánico adherido a su cuerpo, aparcó el coche frente a la casa de Ramos. Cuando apenas le faltaban tres metros para llegar a la puerta de entrada, un estruendo hizo vibrar todos sus músculos junto con los cristales de las ventanas. Su corazón técnicamente entró en muerte súbita, su sangre no fluía, y el shock lo paralizó. Conocía ese sonido como la palma de su mano. ¿Cuántas veces había estado en el campo de tiro de entrenamiento? ¿Cuántas veces recordó una y otra vez el silbido de la bala que le perforó el muslo izquierdo en aquella operación contra una banda de traficantes de poca monta? Inconscientemente, llevó una mano a su costado y se palpó la pistola.
Con una fuerza venida directamente de su interior, su mente se aclaró y, actuando como el curtido policía que era, intentó divisar algo a través de la ventana justo al lado de la puerta. Con las cortinas corridas, lo único que podía intuir eran dos sombras. Una sentada sobre el suelo y otra de pie justo enfrente, con una mano levantada y sosteniendo algo en ella.
Su cerebro no pensó, actuó. Con el sigilo de un gato, bordeó la casa y se dirigió a la puerta trasera. Los años en el Cuerpo no sólo servían para aprender a ser un buen ciudadano y velar por la salud y la vida de las personas. Había otra parte que te enseñaba a tratar con la escoria y la mugre que abundaba en las calles, y para ello debías instruirte en algunas acciones no demasiado lícitas. Sacó una pequeña navaja multiusos que solía llevar en su cartera e introdujo la hoja en la cerradura. Tras unos estudiados movimientos, el bombín cedió y la puerta se abrió.
Se adentró con cautela en la cocina y oyó el sonido de voces apagadas. Cuando llegó a la puerta que daba al salón se quedó pegado a la pared, con la pistola preparada en su mano derecha cruzada sobre su pecho, y escuchó atentamente:
—No vas a salir de esta, Pablo. —La voz de Ramos se oía quebrada, con profundas respiraciones entre palabra y palabra.
—¡Oh! ¡Por favor, Hugo! —dijo Pablo jactándose—. ¡Maldito cabrón! Me has engañado todos estos años. Vendedor de seguros… Serás hijo de puta.
—Lo fui… hasta que Sandra murió.
«¿Sandra? ¿Quién es Sandra?». Santana no podía ver lo que sucedía en el interior del salón, pero por lo menos el miedo atroz que sintió al escuchar el disparo se diluyó un poco al saber que su compañero aún vivía. Y aunque sonaba herido, por el tono casi sin aliento que usaba al hablar, parecía lúcido al seguir el hilo de la conversación.
—¿Te hiciste madero[1] cuando se cargó a tu hermana? —Pablo hablaba con desprecio, arrojando las palabras cargadas con repulsión.
«¿Su hermana? ¿Cuándo “se cargó”? ¿Alguien mató a la hermana del novato?».
—¿Y tú, Pablo? ¿Qué te hiciste? ¿Su camello? ¿Su nuevo amante?
Santana no lo veía, pero suponía el tipo de sonrisa que tendría el niñato pintada en la cara y el fuego que bañaría el café de sus ojos.
—¡Espera! ¡¿Fuiste tú?! ¡¿Fuiste tú el que desmanteló la banda?! ¡¿Te hiciste policía para meterlo en el trullo[2]?! —El asombro en la voz de Pablo retumbó en el salón y parte de la cocina.
«¿Qué cojones está pasando aquí? ¿De quién coño están hablando?».
—Pablo… —Ramos sonó desesperado. Parecía que estuviera aguantado unas ganas locas de llorar—. ¿Cómo has llegado a esto?… Siempre lo odiaste. Siempre me dijiste que me apartara de él. Estuviste día y noche pegado a mi cama cuando Sandra ya no estaba. —Su voz se hizo más ronca y afilada—: ¿Has estado estos cinco años bajo su mando? ¡¿Te has aliado con el cabrón que mató a mi hermana?! ¡¿Después de todo lo que hemos pasado?!
—Te fuiste, Hugo. —El tono gélido heló la habitación, incluso el inspector jefe podía sentirlo—. En cinco años sólo te he visto un par de veces, y Alfredo me acogió. Sabes que no tenía nada. ¿A dónde iba a ir un niñato de dieciocho años sin familia, sin estudios…, sin amigos?… Me dejaste solo, estuve dando tumbos de aquí para allá, trabajando en lo que podía. Un día, desesperado por mi mierda de vida, el cajero de una gasolinera dejó la caja abierta y cogí el dinero. Me pillaron, hubo un juicio rápido y sólo tuve que pagar lo que robé. Pero al cabo de unas semanas volví a hacerlo. Esta vez robé más dinero, y como era reincidente me metieron en la cárcel. —El hielo de la habitación bajó unos grados cuando Pablo volvió a hablar—: Fueron los peores seis meses de mi vida, Hugo…, sólo fui la puta del lugar… Estuve a punto de suicidarme… y Alfredo me encontró. Estaba visitando a uno de los suyos, y cuando me vio allí me propuso que me uniera a él. ¡Yo no tenía nada, Hugo! Y en cuanto le dije que sí, las violaciones pararon… Cuando salí, me uní a su banda.
—Pero yo nunca te vi con él. Estos últimos seis meses he sido la sombra de Alfredo y su gente, y nunca estuviste alrededor —dijo Ramos con voz cansada. Parecía que la posible sangre que estuviera perdiendo por el balazo estaba haciendo efecto en él.
Pablo rió con desgana. —Hace año y medio, Alfredo me mandó a Colombia para que buscáramos una manera de traer a Europa una nueva droga que se estaba fabricando. Apenas he cruzado el charco unas cuantas veces. Eran otros los que se encargaban de la distribución de la droga aquí. Pero hace un mes, parece que fuiste tú el que te encargaste de meterlo entre rejas, y volví a España para hacerme cargo personalmente de la distribución.
La mente de Santana estaba saturada de información. Un año y medio. Ese era el tiempo que llevaban investigando Arcoíris. Un mes. La droga empezó a distribuirse en Arnold hacía más o menos ese tiempo. Seis meses. Eso fue lo que tardó el novato en desarticular a “Los Viejos”. Ese tal Alfredo, al que parecía que conocía bastante bien, mató a su hermana. ¿El niñato se metió en el Cuerpo sólo para poder encarcelar al asesino de Sandra? ¿Y por qué la mató? ¿Qué tipo de relación podía tener Ramos con un capo de la droga?
—Nunca supe de Arcoíris en todo este tiempo. Conseguí pillarlo por la cocaína y el éxtasis —dijo Ramos casi sin voz.
Hubo un pequeño silencio antes que Pablo volviera a hablar. —Está fuera. Lo sabes, ¿verdad? Salió ayer.
—Lo sé… —El novato sonó derrotado.
Santana recordó el aspecto alicaído y casi desastroso que tenía Ramos el día anterior, cuando llegó tarde poniendo la excusa de que su coche no arrancaba.
—No sabe que fuiste tú quien lo encarceló, pero te puedo asegurar que Mateo se encargará de decírselo.
—¿Qué tiene que ver Mateo en todo esto?… ¡Ah! ¡Claro! Es su benefactor. Le deja el club para que Arcoíris llegue al consumidor. ¿Qué porcentaje de la tarta se lleva por eso? ¿Cuánto te llevas tú, Pablo, por haberte vendido a ese hijo de puta? —La voz de Ramos volvió a ser oscura y ronca—. ¡¿Cuánto te llevas tú, cabrón, a costa de la sangre de mi hermana?! —El grito se filtró por cada célula de piel del inspector jefe.
—¡Basta de charla, Hugo! —Santana escuchó el clic del seguro de una pistola y su cuerpo reaccionó tensándose—. ¡Joder! ¡Mierda! ¡¿Por qué tuviste que hacerte policía?! ¡¿Por qué de todos ellos, has tenido que ser tú el que cabreara a Alfredo?!
—Pablo… —el novato fue suave esta vez—, podemos esconderte. Tenemos el programa de protección de testigos. Podrías testificar contra él. Si lo haces, no tendrías que volver a la cárcel. No habría condena para ti, y podríamos empezar de nuevo… tú y yo, como antes.
—¡Venga ya, Hugo! —Pablo se carcajeó—. Acabas de echarme en cara que me he aliado con el asesino de tu hermana, ¿y piensas que voy a creerte cuando me dices que no me pasará nada? ¿Que vamos a volver a follar como locos, como lo hicimos durante dos años, y que todo quedará olvidado? Además —Santana sintió unos pasos; suponía que Pablo se estaba acercando a Ramos apuntándolo con la pistola—, Alfredo me encontrará aunque me protejas. Si testifico contra él estaré muerto en menos de dos días. He podido ver en estos tres años cómo trabaja. Y si lo encubro iré a la cárcel… Y antes muerto que volver allí.
El instinto policial inundó el cuerpo de Santana. Sabía que el momento había llegado. El tono calculador, desesperado y frío que Pablo utilizó en las últimas frases, le dijo al inspector jefe que no tardaría en apretar el gatillo. Inspiró y espiró un par de veces antes de llevar su cuerpo al salón.
—¡Suelta el arma, Pablo!
Santana empuñaba su propia arma con una sola mano mientras analizaba la situación. Pablo extendía sus dos brazos, agarrando la pistola con ambas manos y a escasos dos metros de Ramos. Éste estaba sentado de rodillas en el suelo cerca de la mesa de cristal del salón, con una mano ensangrentada cubriendo su hombro y con la camisa empapada de sangre. Ambos hombres giraron sus cabezas hacia él con los ojos como pelotas de tenis.
—¡¿Álvaro?! —exclamó Pablo sin bajar los brazos ni dejar de apuntar a Ramos. Empezó a sonreír con asco—. ¡Vaya! ¡El que faltaba! Supongo que no serás el vendedor jefe, ¿verdad?
—Suelta el arma, Pablo —repitió más calmado al cerciorarse que su novato aún podía salir de ésta—. Hugo tiene razón. Podemos protegerte. Me encargaré personalmente de que Alfredo no dé contigo.
—¡¿Tú?! ¡¿Te encargarás personalmente?! —Pablo volvió a reír—. ¿Es que no os dais cuenta? ¡¡Ya estoy muerto!! Cuando Alfredo descubra que Hugo fue quien lo metió en la cárcel pensará que yo tuve algo que ver… Hugo —dijo mirando al novato—, fuimos uña y carne durante el tiempo que estuvimos conociendo a Alfredo sin saber a qué se dedicaba. Pensará que todos estos años que no ha sabido nada de ti después de matar a Sandra, he estado compinchado contigo a escondidas con la intención de atraparlo. —En los ojos de Pablo destelló un brillo colérico, enajenado. Su rostro cambió a uno con tintes de desequilibrio y demencia—. ¡Va a torturarme! ¡Hará que mis últimos días de vida desee matarme yo mismo! —De repente, se alejó de Ramos y apuntó a Santana—. ¡No pienso morir! ¡¡No pienso volver a la cárcel y ser la puta del personal!!
Todo ocurrió en un segundo. Al verse apuntado por una pistola, Santana reaccionó instintivamente intentando apartarse, mientras por el rabillo del ojo notó que su compañero llevaba su brazo bueno a uno de los cajones de la mesa justo a su lado y sacaba un arma. El inspector jefe vio en el perturbado rostro de Pablo la intención de disparar, y cuando aún estaba asimilándolo, un atronador ruido retumbó en la habitación.
Los ojos sin vida de Pablo fue lo que Santana llegó a ver antes que el cuerpo se desplomara sobre el suelo del salón. Con el corazón bombeando a mil por hora, miró al novato. Éste seguía de rodillas, con su mano todavía apuntando su propia pistola, su otro brazo ensangrentado caía inerte a lo largo de su costado, y sus ojos brillaban acuosos pero sin rastro de lágrimas en ellos.
El inspector jefe miró de un hombre a otro y organizó su mente para dar los pasos correctos. Primero se arrodilló junto al cuerpo de Pablo y le buscó el pulso. Nada. Estaba muerto. Una mancha oscura empezaba a cubrir la camisa por la zona del pecho. Se levantó rápidamente y se puso de rodillas junto a su compañero. Le agarró la barbilla, obligándolo a que lo mirara. Aunque sus ojos estaban fijos en él, el vacío en ellos era inquietante, profundo. Como si le hablara a un amante, Santana le susurró:
—Ya está, Hugo… Está muerto. —Con su pulgar acarició el labio de Ramos de un extremo a otro, sin dejar de mirarlo. Puso su otra mano alrededor de la cintura y lo acercó más a él—. Vamos a encontrar al cabrón que asesinó a Sandra. Te lo prometo.
El novato parpadeó unas cuantas veces antes de cerrar los ojos con fuerza y morderse el labio inferior. “La sensación” calentó a Santana, pero de una forma cálida, casi amorosa. Con su novato entre sus brazos, y con todos los acontecimientos del día aún estallando en su mente, lo único que quería en esos momentos era abrazar a su compañero y hacerle saber que junto a él estaría a salvo. A salvo de Alfredo, a salvo de los sentimientos dolorosos por el recuerdo de su hermana fallecida… A salvo… junto a él…, sólo con él. Y lo abrazó. Apretó su agarre en la cintura y rodeó fuerte la nuca de Ramos, haciendo que éste encajara el rostro en la curvatura de su cuello.
Mientras sentía el calor que emanaba del cuerpo y empezaba a consumirse dulcemente en él, su compañero emitió un leve quejido. Santana se separó unos centímetros, observó el dolor en el rostro de Ramos, y bajó su mirada al hombro ensangrentado.
—Vamos —dijo levantándose y alzando al novato junto con él—. Tenemos que limpiar esa herida mientras esperamos a que llegue la ambulancia. —Maniobrando con el cuerpo de Ramos, sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y marcó un número.
—Es un poco tarde para llamar por teléfono, Santana. Espero que sea importante.
—Eduardo, manda una ambulancia a la casa de Ramos. Hemos dado con el proveedor y está muerto. Hugo está herido de bala en el hombro izquierdo y necesitamos cerrar la herida ya.
—¡¿Qué?!
—¡Eduardo! ¡Ya! Las explicaciones para después. —Y colgó.
Acomodó al novato sobre el sofá y se dirigió al cuarto de baño. Buscó algunas gasas y vendas, y empapó con agua una toalla. Ya de nuevo en el salón, se puso de rodillas entre las piernas de Ramos y empezó a desabotonarle la camisa. Sin mirarlo, le dijo con su tono neutro de policía:
—¿Por qué no me vas contando la historia mientras esperamos?
Ramos respiró hondo unas cuantas veces, e hizo un gesto de dolor cuando Santana intentaba quitarle la manga llena de sangre que cubría su hombro. Dejando que su superior deslizara la camisa por el brazo, habló con cansancio en su voz:
—Conocí a Pablo en una casa de acogida cuando yo tenía dieciocho y él dieciséis. Tanto sus padres como los míos nos dejaron en adopción cuando nacimos. Él estaba solo, pero yo por lo menos tenía a Sandra. Nos hicimos amigos y… algo más. Aunque nunca fuimos exclusivos. —Ramos inspiró fuerte cuando Santana comenzó a limpiarle la herida con la toalla mojada—. Veíamos a otros, y cuando nos apetecía, nos liábamos entre nosotros. Así estuvimos durante un año. Entonces conocí a Alfredo. No tenía ni idea de a qué se dedicaba realmente. Siempre me dijo que era representante de ropa de marca.
—¿Dónde lo conociste? —preguntó el inspector jefe mientras se acercaba a la herida para poder limpiarla mejor. Aquello hizo que Ramos tuviera que separar un poco las piernas, ya que las caderas de Santana se encajaron más entre sus muslos.
—En la fiesta de un amigo de Pablo y mío. Desde el principio, a Pablo no le gustó. Decía que había algo en él que no encajaba… Maldito cabrón… Parece que después de todo sí que le encajó. —Ramos paró durante unos segundos cuando Sanana puso una mano en su costado y lo giró levemente para poder ver su espalda—. A lo largo de un año estuve viéndome con él. Pablo y yo íbamos a las fiestas que organizaba en su chalet de la playa, y algunas veces también vino Sandra.
—¿Has tomado drogas alguna vez? —La voz de Santana era profunda.
—Algún que otro porro, pero poco más —dijo algo sonriente—. En una de esas fiestas, sin querer me colé en una habitación y fui testigo de cómo Alfredo disparaba a bocajarro a un hombre… Me quedé tan petrificado que no fui capaz de salir a tiempo de la habitación y me vio. Aparte del hombre muerto, también había maletines de dinero y bolsas de coca. Me dijo que si se me ocurría decir algo o ir a la policía mataría a mi hermana. La verdad es que después de ver lo sesos de aquel tipo desparramados por la habitación, te puedo asegurar que no tuve dudas en creer que lo haría.
Santana cogió las gasas y las vendas, y empezó a cubrir el hombro del novato. —¿Seguiste viéndolo después de aquello?
—Él me obligó. Me tenía cogido completamente por los huevos. Si iba a la policía, mataba a mi hermana; si lo abandonaba, mataba a mi hermana… Pero al cabo de dos meses ya no soportaba que me tocara. Era superior a mis fuerzas. Llegué incluso a vomitar cuando terminaba conmigo… Cogí a mi hermana y me largué de la ciudad. Pero no tardó en encontrarme y… —su voz se apagó— y… mató a Sandra justo enfrente de mí.
Santana lo miró. Unas ganas enfermizas de besarlo nublaron casi todo su raciocinio. Sólo su instinto policial lo detuvo. El novato siguió hablando:
—Aún hoy no sé cómo, pero conseguí escaparme antes que me matara a mí también, y me fui lejos…, muy lejos. —Su tono se endureció con una rabia que parecía que salía del mismo infierno—: Decidí que quería verlo sufrir, agonizar, y me propuse conseguirlo. Me metí en la academia de policía y no levanté los codos hasta que me saqué las oposiciones. Ya dentro, me presentaba a todas las promociones internas para poder llegar a ser inspector y dirigir una operación. Hace un año lo conseguí, y me volqué de lleno en arruinarle la vida al cabrón. Conocía algunos nombres y lugares donde solían hacer los intercambios, así que en sólo seis meses, mi grupo y yo logramos pillarlo. Nunca supo que yo estuve detrás de su detención. Lo prefería así. Pensaba hacérselo saber cuándo se celebrara el juicio y ya estuviera entre rejas. Pero el hijo de puta tiene abogados muy buenos que han conseguido sacarlo por estúpidos tecnicismos judiciales.
Santana había terminado de vendarle el hombro y lo miraba fijo. Cuando el día en que conoció al novato se hizo la pregunta acerca de qué forma había “perseverado” para acabar con una banda de narcotraficantes en menos de seis meses, nunca se imaginó esto: estudiar durante cinco años para hacerse con el puesto de inspector y poder dar caza al asesino de su hermana. Aquella “perseverancia” y sangre fría de su compañero le ponía los pelos de punta. Pero se centró en lo que realmente importaba en esos momentos.
—Si Pablo estaba en lo cierto, Mateo ya se habrá encargado de decirle a Alfredo que tú estás detrás de todo.
—Lo sé…
—Vendrá a por ti.
—Lo sé —repitió Ramos.
Se sostuvieron la mirada durante largos segundos. Una idea se estaba formando en la cabeza de Santana. Una por la que jamás habría optado en caso de que la persona que estuviera en peligro fuera cualquier otro compañero o un civil. Una que le llenaba de temor, pero a la vez hacía que “la sensación” brincara con sólo pensarlo. Se oyeron los sonidos de una ambulancia y Santana no necesitó más tiempo para analizar lo que tenía en mente:
—Te vienes a mi casa conmigo.