NARANJA

A la mañana siguiente, Santana se presentó en la Comisaría una hora tarde. Tras pasar la mitad de la noche anterior enredado en sábanas de seda y perfume caro de mujer, regresó a su casa sin apenas haberse deshecho de lo que se removía en su interior. “La sensación” seguía latente, expectante ante el próximo movimiento que el novato decidiera hacer en cuanto se lo cruzase. Y para colmo, “la muy inoportuna” decidió hacerle una visita justo cuando, tras esforzarse como un toro semental por llegar al orgasmo con Laura, la imagen del cuerpo desnudo del novato y el ronco gemido al correrse llegaron a su mente en el momento de su propia eyaculación. Tenía, literalmente, un humor de perros y los nervios a flor de piel por la falta de sueño, acompañados de un terrible dolor de cabeza que le producían los incesantes pensamientos de todos aquellos días.

Fue directo al despacho del comisario con la intención de inventar una burda excusa por su retraso, pero nada más abrir la puerta se encontró sentado en uno de los sillones al mocoso engreído. Lo curioso fue que “su querida amiga” no lo recorrió de punta a punta, ni sintió la ebullición en su cuerpo, como otras tantas veces que estuvo en presencia del novato. Y quizás la razón fuese porque el rostro de su compañero estaba libre de expresión alguna. No había rastro del enorme elenco de sonrisas con las que contaba el niñato, y sus ojos estaban carentes del pícaro brillo que siempre los envolvía. Le retiró la mirada y se sentó justo en el sillón de al lado.

—Supongo que Eduardo nos ha llamado a su despacho, ¿no?, por eso estás aquí —dijo Santana sin mirarlo, cruzando sus piernas y recostándose sobre el respaldo del asiento.

Ramos no contestó enseguida. Inspiró sonoramente y giró su cabeza hacia su superior. Un murmullo cortante salió de su boca:

—Aún hueles a hembra.

Tras los dos segundos que el inspector jefe necesitó para procesar la frase y el significado de la misma, le devolvió la mirada al novato. El café de sus ojos estaba más oscuro de lo normal, y la expresión en ellos era sombría, calculadora, desprendiendo un aura algo inquietante. Arrugando su rostro, sin llegar a entender muy bien qué pretendía señalar el niñato con aquel comentario, Santana lo enfrentó:

—Y tú hueles a todo lo contrario.

Al terminar la última palabra, deseó volver atrás en el tiempo y retirar lo dicho. Pero, ¿por qué había dicho algo así? Y además, ¿qué mierda le importaba a él que su compañero oliera a macho?… A Pablo… “La sensación” pinchó. ¡Dios! ¡Cómo odiaba aquello!

En el rostro de Ramos comenzó a aparecer una leve sonrisa, y el brillo de sus ojos volvió a destellar. “Su inseparable amiga” quemó por dentro al ver de nuevo la actitud de siempre del novato, y tuvo que apartar la mirada para no abrasarse. Escuchó el crujir del sillón de su compañero y, por el rabillo del ojo, notó cómo su torso se acercaba a él. Antes de hacer el amago de separarse, la voz del niñato llegó justo a su oído:

—No está bien espiar detrás de las ventanas…, jefe. —El color de la cara de Santana pasó de un carne natural a un blanco pajizo en medio segundo, y todos los músculos de su cuerpo se agarrotaron. Aún en su estado de shock, sintió que los labios del novato rozaban su oreja cuando siguió hablando en un susurro—: Y no me pensaría dos veces en cambiar a todos los machos de la faz de la tierra para degustar sólo a uno.

Santana no supo si su cuerpo explotó en cientos de miles de espasmos porque su compañero le estaba diciendo que deseaba probarlo, o por el insólito hecho de que realmente lo estaba haciendo. El suave y mojado toque que sintió bordeando su oreja no le dejó lugar a dudas de que una lengua se estaba paseando a lo largo de su cartílago. En sólo un segundo, numerosos pensamientos y sentimientos se agolparon en su cuerpo y su mente: la lengua del novato, choque de cuerpos, la lengua de su compañero, gemidos, la lengua del mocoso, “la sensación”, la lengua…, la lengua…

Al mismo tiempo que Santana se abandonó por un pequeño instante al húmedo recorrido, haciendo que un traicionero suspiro se escapara de su boca, la puerta del despacho se abrió. Tanto Ramos como el inspector jefe dieron un pequeño respingo y se colocaron con sus espaldas erguidas en sus asientos. El comisario entró casi sin mirarlos y se sentó en su silla.

—Bueno —comenzó Eduardo, juntando las palmas de sus manos con un sonoro golpe—, parece que la cosa va marchando. Estamos empezando a ver resultados y eso gusta a los de arriba. Creo que hemos acertado con emparejaros, ¿no os parece?

El inspector jefe pensó que su comisario debía ser telepático o algo por el estilo, ya que siempre se las arreglaba para soltar preguntas como aquella en los momentos más inoportunos. Por supuesto, ninguno de los implicados contestó: Santana porque aún sentía su oreja húmeda, como si la sinuosa lengua no hubiese acabado su itinerario, y Ramos porque… Bueno, Santana no sabía el porqué, pero en aquellos momentos le importaba una reverenda mierda.

—Bien… —dijo el comisario girando su cabeza de uno a otro, algo sorprendido por el mutismo de ambos—. ¿Qué tenías que comentarme, Ramos?

El novato carraspeó para aclarar su garganta. —Un contacto me ha dicho que el muchacho rubio se llama Nacho. Tiene unos veinte años y creo que vive sólo. No he podido sacarle mucho más porque mi contacto no sabe a qué me dedico, y es mejor que siga siendo así.

«¡¿Sacarle?! Más bien meterle, cabrón», pensó Santana, pues el supuesto contacto no era otro que Pablo, por supuesto. Al parecer, sí que hizo los deberes el niñato, aparte de regalarse un festín sexual por las molestias, claro.

—¡Perfecto, perfecto! —canturreó Eduardo, frotándose las manos—. En fin, a otra cosa. Esta noche es la fiesta de jubilación de Tomás. Tú no lo conociste, Ramos, pero el viejo quiere que asistas. —Sonrió amigablemente—. Dice que va a ponerte al día con los secretos más oscuros de Santana y decirte qué debes hacer para llevártelo al huerto y que lo tengas comiendo en tu mano.

Telépata, definitivamente este hombre era telépata. «¡¡Llevarme al huerto!! ¡Joder, Edu! ¡¿Es que no podrías haber utilizado otra expresión?!». Y encima, para colmo, la sonrisita de sobrado en la cara del novato lo estaba poniendo nervioso, ya que no sabía qué tipo de pensamientos rondaban por la cabeza del mocoso con respecto a la última frase de su comisario.

—El sábado quiero que vayáis de nuevo al pub Arnold para tantear al chico. En fin de semana habrá más movimiento y pasaréis mejor desapercibidos. Además, no os costará apreciar los trapicheos. Estos drogatas se confían cuando hay más gente —dijo Eduardo, ordenando algunos papeles que estaban sobre su mesa. Aquello fue la señal de que la reunión había acabado, y Santana se levantó lo más rápido que pudo para poder desaparecer de la habitación y de la presencia del novato—. ¡Nos vemos en El Chamos a las nueve! —gritó el comisario una vez que el inspector jefe hubo abandonado su despacho.

El resto del día intentó pasarlo lo más alejado posible de su compañero, encerrado en su despacho y sumergiéndose en una pila de informes y documentación de casos de pequeños contrabandos de drogas. De vez en cuando, de forma autómata, cerraba sus ojos para descansar la vista de los papeles, y su incontrolable mente aprovechaba para cegarlo con las imágenes de dos siluetas a través de una ventana. «El hijo de puta me vio. Sabía que yo estaba allí y no paró. Siguió follándose al tipo como si nada… ¿Y a qué coño ha venido lo de esta mañana?». El cuerpo de Santana se estremeció al recordar la lengua bañando su oreja y los suaves labios acariciándola.

Volvió a cerrar los ojos y una extraña esperanza de que aún podía sentirla se albergó en su interior. «¡¡¿¿Pero qué…??!!». Instintivamente, levantó las manos hacia sus orejas. «¡¿Por qué mierda estoy pensando en esto?!».

Aquel deseo lo asustó de verdad. No le había dado mucha importancia al tiempo en que el novato le había estado tirando los tejos. Consideraba que aquellos tira y afloja eran meros coqueteos. “La sensación” lo había inquietado alguna que otra vez, sobre todo cuando se dedicaba a pinchar, pero nunca había sentido deseo. Quizás extraños sentimientos e impresiones que no sabía muy bien dónde ubicar, pero jamás sintió un anhelo o un interés. Un sudor frío resbaló por su columna vertebral y, por primera vez en sus treinta y tres años, se aterró de sus sentimientos.

Cuando dieron las seis de la tarde, salió de la Comisaría y se dirigió a su casa a asearse y prepararse para la fiesta de su antiguo compañero Tomás. A las nueve en punto se encontraba frente a la puerta del restaurante El Chamos. Varios colegas de profesión lo saludaron al entrar. Tras un rato entablando conversación con alguno de ellos, decidió ir a buscar al anfitrión de la fiesta. Para su desgracia, o por lo menos eso sintió al ver el color café de los ojos de su nuevo compañero, Ramos hablaba con Tomás animadamente. Sin pensarlo dos veces, cogió una copa de vino de la barra mientras el hombre mayor le hacía señas para que se acercara.

—¡Hey, campeón! ¿Cómo lo llevas sin tu viejo? —le dijo Tomás sonriente, mientras lo abrazaba y palmeaba su espalda.

—Echándote de menos, grandullón —contestó Santana sinceramente, intentando no derramar su bebida. Había sido su compañero de cacería, como a Tomás le gustaba llamarlo, por los últimos cuatro años, y lo aprendido bajo su ala había hecho que llegara a ser el policía que era, además de ayudarlo bastante en su promoción interna como inspector jefe. Era el único en toda la Comisaría que lo llamaba por su nombre de pila, Álvaro.

—¿Es que no te trata bien tu nuevo compañero? —preguntó Tomás sin parar de sonreír, cogiendo a Ramos por el hombro y zarandeándolo un poco—. Te llevas una buena pieza. En mis treinta años de servicio nunca había visto unas credenciales como las suyas a pesar de lo joven que es. Álvaro, si quieres mantener tu culo sin agujerear e intacto, ¡Este es tu chico!

Santana se atragantó con el sorbo de vino que dio a su copa. «¡¡Por dios!! ¡¡Es que están dando cursos de telepatía en la Comisaría y no me he enterado!!».

Ante las palabras de Tomás, Ramos alzó las cejas y mostró una de sus descaradas sonrisas.

—¡Oye! Bebe tranquilo que aún queda mucha noche. Ya tendrás tiempo de cogerte el puntito —exclamó Tomás medio carcajeándose—. Le estaba contando al chaval que la mejor manera de tenerte contento es arrodillarse y tragar con todo.

«¡Un agujero! ¡¡¡Necesito un puto agujero en la tierra y hundirme en él!!!».

—No creo que me cueste hacerlo —comenzó Ramos—. Soy bastante… “versátil”, y estoy deseoso de tragarme todo lo que mi compañero esté dispuesto a enseñarme —canturreó, escondiendo tras un sorbo de su copa la sonrisa lasciva y lujuriosa por excelencia.

Lo único que fue capaz de hacer Santana después de aquella esclarecedora confesión, fue beberse el resto de su vino de un tirón. Ya había decidido que saldría de allí con la mayor borrachera de su vida.

—¡Ese es el espíritu, chico! Hay que dejarse enseñar por los mayores. ¿Cómo crees que Álvaro llegó a ser inspector jefe?

Santana rogó por que el novato no se lo imaginase “tragando” todo lo que Tomás pudiera haberle enseñado.

—Soy buen alumno, tanto para estar “arriba” y en marcha cuando me lo pida mi jefe, como para estar “abajo” y calladito cuando la ocasión lo requiera —argumentó Ramos sin apartar la intensa mirada de los ojos de Santana.

—Este muchacho llegará lejos. Más te vale cuidarlo, Álvaro. Puede que algún día sea él quien esté por encima de ti.

El inspector jefe decidió que ya había tenido suficiente de “posiciones” y se excusó diciendo que había visto a un antiguo compañero.

La velada siguió su curso entre risas, abrazos, y algún insulto dirigido a los jefes y a colegas de profesión. Santana no volvió a cruzar palabra con el novato, pero eso no impidió que, unas veces sin quererlo y otras no tanto, su mirada lo buscara entre la multitud. Cuando ya iba por su cuarta copa de vino, sentía los murmullos de la sala retumbar en su cabeza como abejas zumbantes, y sus párpados permanecían medio cerrados debido al alcohol que bebía no sólo su garganta, sino también sus venas.

En una de esas veces de “sin quererlo”, su compañero apareció en su campo de visión mientras hablaba con otra persona. No sabía si era porque lo tenía justo enfrente o porque la gran cantidad de ingesta de licor que llevaba le obligaba a mirarlo, pero hizo eso justamente: observarlo, examinarlo, diría que incluso acecharlo. Lo contempló de arriba abajo, deteniéndose en los ajustados pantalones que siempre llevaba el niñato, marcando los duros y fibrosos músculos que Santana ya sabía que poseía. Una imagen de dos fuertes piernas chocando contra unas nalgas llegó a su mente, y su entrepierna se agitó.

El alcohol le estaba jugando una mala pasada, porque la visión en su cabeza y calor en sus testículos hicieron que su mirada se posara en el enorme bulto de los pantalones de su compañero. «“Grande…, eres grande, Hugo”». Santana repitió en su cabeza las mismas palabras que Pablo dijo cuando el niñato se metió en su interior, y su propia polla creció unos centímetros. «Maldito mocoso… ¿Qué me estás haciendo?».

Al levantar su embriagada mirada hacia el rostro de Ramos, los ojos café lo observaban intensamente, tanto que “su querida amiga” estalló centrándose exclusivamente en su miembro, haciendo que éste se extendiera a su máxima longitud.

Ambos se observaron por varios segundos. Quizás debería apartar la mirada, pero el alcohol era dueño de su cuerpo y acciones, y, sinceramente, tampoco le apetecía dejar de mirarlo. “La sensación” pinchó, pero este era un nuevo tipo de pinchazo. No vino cargado de sentimientos de rabia y posesividad como los anteriores, sino de un sentimiento de deseo. «Deseo…, otra vez…».

El cuerpo de Santana se sacudió con temor. Necesitaba despejar su mente de los remolinos de licor e impresiones encontradas. Se dirigió al baño, y con un profundo suspiro apoyó su espalda sobre la puerta de uno de los cubículos. No había empezado a analizar los inquietantes nuevos temores que lo sacudían, cuando la puerta de entrada a los baños se abrió y tras ella apareció Ramos. Santana juraría que fue por el efecto del alcohol, pero todo lo que ocurrió después lo vislumbró a cámara lenta.

Taladrándolo con la mirada, el novato se acercó a él paso a paso, hasta quedar justo enfrente. Ante la cercanía de sus rostros y cuerpos, el inspector jefe intentó echar su cabeza hacia atrás, pero la dura madera de la puerta del cubículo se lo impedía. De repente, sintió las manos de su compañero en sus caderas, y aquello le hizo soltar un pequeño quejido. El toque lo quemaba, pero lo hacían aún más los profundos ojos de los cuales era incapaz de desviar su mirada.

Con un suave empujón, Ramos los metió dentro del cubículo y puso la espalda de Santana contra la pared. Los brillos en ambos pares de ojos se mezclaron; los de Santana acuosos a consecuencia de su embriaguez, y los del novato inquietos y deseosos ante lo que podría estar por venir. Tranquilamente, deleitándose en las duras formas de las nalgas, Ramos bajó sus manos a lo largo de los costados de su superior hasta agarrar los muslos por la parte trasera y los separó unos centímetros. Sin esperar algún tipo de reacción por parte de Santana, chocó sus entrepiernas haciendo que el inspector jefe ahogara un gemido.

Nariz con nariz, Ramos apretó su agarre en las piernas de su jefe e hizo un resbaladizo movimiento a lo largo de los dos miembros ya erectos. Santana sintió la dura y gruesa carne del novato recorrer la suya, y su primer instinto fue agarrarse con ambas manos a la camisa de su compañero a la altura de la cintura. Sus frentes se juntaron cuando unas tímidas embestidas por parte de Ramos empezaron, consiguiendo que el inspector jefe golpeara la pared con sus nalgas.

Las cuerdas vocales de Santana sólo le dejaban emitir gemidos; gemidos que iban de tímidos y ahogados, a profundos y guturales, pero ni rastro de palabras, ya fueran de asombro o insultos. Se limitó a sentir. “La sensación” colmaba todo su ser y el calor de sus frentes juntas empezó a invadirlo. No sabía si el alcohol lo guiaba en aquel terremoto de emociones, pero su cuerpo se rindió a ellas.

Cuando las embestidas se hicieron más certeras y rudas, un ronco jadeo proveniente de su compañero le hizo levantar su mirada del tango que llevaban sus entrepiernas para posarla en el denso café que lo observaba a escasos milímetros. Con un movimiento inesperado, Ramos comenzó a desabrochar el cinturón y los botones del pantalón de Santana. Cuando éste se quiso dar cuenta, una mano fuerte ya envolvía su llorosa polla mientras unos callosos y calientes dedos la acariciaban con determinación.

El sorprendido y fuerte gemido del inspector jefe ante el inesperado pero más que placentero contacto, hizo que el primer sonido —que no fueran jadeos, gruñidos y profundas respiraciones— sonara en el cubículo:

—Shhh…

Mientras Ramos lo hacía callar, cubrió la boca de Santana con la mano que no estaba vagando por la erecta longitud. El inspector jefe no supo cómo sentirse ante aquella invasión, pero parecía que su cuerpo sí que lo sabía. Al verse impedido de emitir sonido alguno, bombeado como nunca nadie lo había hecho —ni siquiera él mismo—, mientras permanecía acorralado contra la pared debido a las incesantes embestidas del novato machacando su muslo, empezó a sentir los inequívocos síntomas de un descomunal y próximo orgasmo.

Cuando las corrientes eléctricas invadieron su bajo vientre, miró suplicante a su compañero. Éste se mordía el labio inferior con fuerza y los cabellos ondulaban al ritmo de las enloquecidas estocadas que se estrellaban contra su pierna. Una sonrisa lobuna pintó el rostro del novato, y con un gruñido ronco cargado de anhelo, le dijo:

—Dámelo…

En cuanto su orgasmo empezó a atravesarlo, subiendo desde la punta de los dedos de sus pies hasta el último pelo de su cabeza, para volver a bajar y explotar en sus testículos, cerró los ojos con fuerza y aulló su clímax aún con la intrusa mano impidiéndoselo. Sintió los calientes chorros de semen manchar su camisa, y muy probablemente la de su compañero.

Con los párpados cerrados y su respiración agitada saliendo a duras penas por los orificios de su nariz, notó que la mano que obstruía su boca resbaló hacia abajo a lo largo de su cuello y su clavícula. Cuando algo parecido a la calma llegó a sus sentidos, abrió los ojos. El líquido café de los del novato lo esperaban.

Aún permanecían pegados; Santana empuñando la camisa de su compañero, y éste con una mano en los botones del pantalón del inspector jefe y la otra empapada en semen alrededor del flácido miembro. Calentaba uno el aliento del otro y viceversa, mientras sus respiraciones se ralentizaban. Ramos sacó una de sus oscuras sonrisas al mismo tiempo que levantaba la mano embadurnada de esperma y la acercaba a sus labios.

Fundiendo sus ojos con los de su jefe, sacó la lengua y lamió el viscoso líquido que se derramaba por uno de sus dedos. La respuesta de Santana fueron unos enormes ojos abiertos. Recogiendo el semen en su boca y saboreándolo en su interior, se acercó peligrosamente a los labios de su superior, diciendo casi en un susurro:

—Puedo tragar con esto… y con mucho más.

Un jadeo interno cruzó la garganta del inspector jefe en el momento que se escuchó la puerta de los servicios abrirse, seguido de unas sonoras carcajadas. Los dos permanecieron rectos en sus posiciones, mirándose inquietos. La respiración de Santana empezó a profundizarse, y Ramos redondeó sus labios en un silencioso gesto de hacer callar a su compañero. Durante el minuto que pasaron pegados y ocultos en el cubículo esperando a que los dueños de las risas desaparecieran, la mente de Santana empezó a aclararse un poco a pesar del alcohol que todavía recorría su cuerpo.

«¡¡¿Qué coño estoy haciendo?!! ¡Es un hombre! ¡Un tío! ¡Y para colmo es mi compañero! ¡Y estamos en medio de una operación! Si Eduardo se entera de esto me manda de patitas a la calle. Todo esto ha sido culpa del vino. Si…, el puto vino…, y de las putas insinuaciones del mocoso de mierda, que me han…, me han…».

Las risas se apagaron y, en un momento de lucidez, Santana aprovechó para separase del novato de una manera algo brusca, subirse sus pantalones de la mejor forma que pudo, y salir del cubículo y de los servicios en busca de su chaqueta para largarse lo más pronto posible de aquel lugar.

El camino en coche hacia su hogar le pareció que duró lo mismo que un relámpago, ya que su mente estaba completamente en blanco mientras sentía cómo el alcohol dejaba su cuerpo y sus neuronas. Al llegar a su casa, se tumbó en la cama sin siquiera desvestirse. Quería dormir, olvidar, alejarse del mundo que lo rodeaba en esos instantes. Y asombrosamente no le costó mucho abandonarse a los brazos de Morfeo, no sin antes tener una visión de los labios de su compañero rozando los suyos, susurrándole que era capaz de tragar con todo. Una réplica de su despampanante orgasmo explosionó en su estómago antes de caer rendido.