CAPÍTULO 12

HUIR DE LA
EMBOSCADA

Evidentemente, no experimentará temor quien cree que nada puede sucederle […]. Sienten miedo aquellos que juzgan probable que algo les pase […]. Los hombres no piensan así cuando se encuentran o creen hallarse en la plenitud de la prosperidad, y en consecuencia se muestran insolentes, desdeñosos y temerarios […]. [Pero si] conocen la angustia de la incertidumbre, tiene que haber alguna esperanza de salvación, por exigua que sea.

ARISTÓTELES (384-322 a. de C),
Retórica, 1382b29

¿QUÉ HACER? DADO QUE EL DIÓXIDO DE CARBONO que hemos lanzado a la atmósfera permanecerá allí durante décadas, por muchos que sean los esfuerzos en aras del autocontrol tecnológico, y aun cuando sea posible reducir a ritmo más acelerado la contribución de otros gases al calentamiento global, sólo las generaciones futuras se verán beneficiadas.

Tenemos que distinguir entre las medidas a corto plazo y las soluciones a largo plazo, si bien se requieren ambas. Todo indica que debemos pasar tan velozmente como sea posible a una nueva economía energética mundial que no genere tantos gases de invernadero y otros contaminantes. Ahora bien, «tan velozmente como sea posible» significa, como mínimo, décadas, y mientras tanto hemos de aliviar el daño, cuidar de que la transición perjudique lo menos posible el tejido social y económico del mundo para evitar que baje el nivel de vida. Lo único que importa es si conseguiremos gobernar la crisis o si ésta nos gobernará a nosotros.

El efecto invernadero. Al quemar carbón, petróleo y gas, podemos estar amenazando el medioambiente global. Ilustración de Patrick McDonnell

Según una encuesta Gallup de 1995, casi dos de cada tres norteamericanos se consideran defensores del medioambiente y otorgarían prioridad a la protección de éste sobre el desarrollo económico. La mayoría incluso aceptaría un aumento de los impuestos si estuviese encaminado a este fin. Aun así, puede suceder que todo esto sea imposible, que los intereses creados de la industria sean tan poderosos, y tan débil la resistencia del consumidor, que no se produzca ningún cambio significativo en la situación presente hasta que ya sea demasiado tarde, o que la transición hacia una civilización basada en combustibles no fósiles quebrante tanto la ya frágil economía mundial que provoque el caos económico. Hemos de escoger con cautela nuestro camino. Tenemos una tendencia natural a contemporizar: éste es un territorio desconocido, ¿no deberíamos, pues, proceder lentamente? Sin embargo, cuando echamos un vistazo a los mapas del cambio climático previsto comprendemos que no cabe contemporizar, que es una locura avanzar con demasiada lentitud.

Estados Unidos es el mayor emisor planetario de CO2. Le sigue en orden de importancia Rusia y otras repúblicas de la ex Unión Soviética. El tercero es el conjunto de los países en vías de desarrollo. Este hecho es muy importante. No se trata de un problema que afecte sólo a las naciones de tecnología avanzada; a través de la quema de rastrojos, del consumo de leña y otras prácticas, los países en vías de desarrollo contribuyen significativamente al calentamiento global. Por si esto fuera poco, ostentan la tasa más alta de crecimiento demográfico. Aunque nunca lleguen a alcanzar el nivel de vida del Japón, Australia y Occidente, esas naciones representarán una parte cada vez mayor del problema. En el orden de complicidad siguen Europa occidental, China y, tras ella, Japón, una de las naciones del planeta más eficientes en lo que al empleo de combustibles se refiere. Una vez más, y puesto que la causa del calentamiento global es planetaria, también ha de serlo cualquier solución que se adopte.

La escala del cambio necesario para abordar el meollo del problema es casi aterradora (sobre todo para los políticos interesados especialmente en hacer cosas que los beneficien durante sus mandatos). Si la acción requerida para mejorar las cosas pudiera concentrarse en programas de dos, cuatro o seis años, los políticos se mostrarían más dispuestos, porque entonces podrían sacar partido de ello a la hora de presentarse a la reelección. Pero los programas a 20, 40 o 60 años, cuyos beneficios se dejarán ver cuando esos políticos no sólo hayan dejado de ocupar sus cargos sino que estén muertos, resultan muy poco atractivos.

Tenemos que ser, por supuesto, cautelosos; debemos evitar precipitarnos como Creso para descubrir después de un enorme desembolso que hemos logrado algo innecesario, estúpido o peligroso. Pero más irresponsable todavía es hacer caso omiso de una catástrofe inminente y confiar de manera ingenua que el peligro se esfumará por sí solo. ¿No podemos encontrar una respuesta política a medio plazo que se adecue a la gravedad del problema sin arruinarnos en caso de que por alguna razón —una retroacción negativa deus ex machina, por ejemplo— hayamos sobreestimado esa gravedad?

Imaginemos que tenemos que levantar un puente o un rascacielos. Tales construcciones suelen hacerse de modo que sean capaces de resistir tensiones mucho mayores que las que probablemente tendrán que soportar. ¿Por qué? Pues porque las consecuencias del derrumbamiento de un puente o un rascacielos son tan graves que hay que tener una seguridad. Necesitamos garantías muy sólidas. Opino que es preciso adoptar el mismo enfoque para los problemas medioambientales locales, regionales y globales. Aquí, como ya he dicho, tropezamos con una gran resistencia, en parte porque se requiere un gran desembolso del Gobierno y la industria. Es por ello que asistiremos a crecientes tentativas de poner en tela de juicio el calentamiento global. Sin embargo, también hace falta dinero para apuntalar puentes y reforzar rascacielos; consideramos que eso forma parte del coste de construir a lo grande. A los arquitectos y constructores que escatiman gastos y no toman las debidas precauciones no se les considera capitalistas prudentes por no gastar dinero en contingencias improbables: se les considera delincuentes. Si hay leyes para garantizar que no se desplomen puentes y rascacielos, ¿no debería haber leyes y preceptos morales que afectasen a las cuestiones medioambientales, mucho más graves en potencia?

Quiero brindar ahora algunas sugerencias prácticas relacionadas con el cambio climático. Creo que representan el consenso de gran número de expertos, aunque, sin duda, no de todos. Constituyen sólo un comienzo, un intento de mitigar el problema, pero con un grado de seriedad apropiado. Dar marcha atrás y conseguir que el clima de la Tierra vuelva a ser el que era, por ejemplo, en la década de los sesenta resultará mucho más difícil. Las propuestas que ofrezco son también moderadas en otro aspecto: hay razones excelentes para llevarlas a cabo, al margen de la cuestión del calentamiento global.

Mediante una observación sistemática del Sol, la atmósfera, las nubes, las tierras y los océanos desde el espacio, aviones, barcos y observatorios terrestres, con una amplia gama de sistemas de detección, podríamos disminuir la incertidumbre actual, identificar posibles bucles retroactivos, observar pautas regionales de contaminación y sus efectos, apreciar el retroceso de los bosques y la expansión de los desiertos, vigilar los cambios en los casquetes polares, los glaciares y el nivel de los océanos, examinar la química de la capa de ozono, observar la difusión de los escombros volcánicos y sus consecuencias climáticas y escrutar las fluctuaciones de la cantidad de luz solar que llega a la Tierra. Nunca antes hemos dispuesto de instrumentos tan poderosos para estudiar y salvaguardar el medioambiente global. Aunque están a punto de entrar en liza naves espaciales de muchas naciones, el primero de tales instrumentos es el sistema robótico de observación terrestre de la NASA, incluido en la Misión al Planeta Tierra.

Cuando se añaden a la atmósfera gases invernadero, el clima de la Tierra no reacciona de forma instantánea, sino que, según parece, tarda aproximadamente un siglo en sentir dos tercios del impacto potencial. Así pues, aunque detuviéramos mañana mismo todas las emisiones de CO2 y otros gases, el efecto invernadero seguiría aumentando por lo menos hasta finales del siglo XXI. Esta es una poderosa razón para desconfiar de la actitud de esperar a ver qué pasa.

Durante la crisis petrolífera producida entre los años 1973 y 1979, elevamos los impuestos para reducir el consumo, fabricamos coches más pequeños y redujimos los límites de velocidad. Ahora que sobra petróleo hemos bajado los impuestos, estamos fabricando coches más grandes y hemos elevado los límites de velocidad. No hay ningún atisbo de planes a largo plazo.

Para evitar que siga aumentando el efecto invernadero, el mundo debe reducir en más de la mitad su dependencia de los combustibles fósiles. A corto plazo, mientras sigamos atados a ellos, cabe emplearlos de manera mucho más eficiente. Con sólo el 5% de la población del planeta, Estados Unidos gasta casi el 25% de la energía mundial. Los automóviles son responsables de casi una tercera parte de la producción de CO2 en Norteamérica. Nuestro vehículo emite al año un peso de CO2 superior al suyo propio. Está claro que arrojaremos menos dióxido de carbono a la atmósfera si podemos hacer más kilómetros por litro de gasolina.

Casi todos los expertos coinciden en señalar que es posible mejorar grandemente la eficiencia en el uso de combustibles. ¿Por qué nosotros, que presumimos de ecologistas, nos contentamos con coches que recorren menos de 10 kilómetros por litro de gasolina? Si consiguiéramos autonomías de 20 kilómetros por litro inyectaríamos la mitad de CO2 en el aire, y si fueran de 40 kilómetros por litro, sólo una cuarta parte. Ésta es una muestra del conflicto emergente entre lograr un beneficio máximo a corto plazo y mitigar el daño ambiental a largo plazo.

Nadie comprará los coches de bajo consumo, solían decir los fabricantes de Detroit; tendrán que ser más pequeños y por lo tanto menos seguros; no acelerarán con la misma rapidez (aunque, desde luego, podrían superar los límites de velocidad) y costarán más. Sí, es cierto que desde mediados de la década de los noventa los norteamericanos se decantan cada vez más por coches y camiones que se tragan la gasolina a grandes velocidades, en parte por el bajo precio del petróleo. No es extraño, pues, que la industria automovilística estadounidense se opusiera y siga oponiéndose por vías indirectas a cualquier cambio significativo. En 1990, por ejemplo, tras grandes presiones por parte de los fabricantes, el Senado rechazó (por estrecho margen) una ley que habría exigido mejoras apreciables en la eficiencia del consumo en los automóviles norteamericanos, y entre los años 1995 y 1996 se relajaron en algunos estados las disposiciones ya existentes respecto al empleo eficiente de combustibles.

Sin embargo, hacer coches más pequeños no es la única solución posible, y hay modos de lograr que incluso los de menor tamaño sean más seguros (como nuevas estructuras que absorban los choques, componentes que se desmenucen o reboten, y airbag para todos los asientos). Dejando de lado a los muchachos intoxicados por su propia testosterona, ¿qué podemos perder olvidándonos de la capacidad de superar el límite de velocidad en unos segundos, en comparación con lo mucho que tenemos que ganar? Hay ya coches con motor de gasolina y aceleración rápida con una autonomía de 20 o más kilómetros por litro. Puede que su precio sea más caro pero saldrán más baratos en cuanto a consumo de combustible. Según una estimación del Gobierno estadounidense, el gasto adicional quedaría compensado en sólo tres años. La afirmación de que nadie adquirirá esos vehículos subestima la inteligencia y la preocupación medioambiental de los norteamericanos…, así como el poder de la publicidad al servicio de un objetivo tan meritorio.

Se establecen límites de velocidad, se exigen permisos de conducir y se imponen muchas otras restricciones con objeto de salvar vidas. Se reconoce que los automóviles son tan peligrosos en potencia que es obligación del Gobierno fijar ciertos límites en lo que a su fabricación, su mantenimiento y su conducción se refiere. Esto es aún más aplicable al calentamiento global, una vez que admitamos su gravedad. Nos hemos beneficiado de nuestra civilización global; ¿no podemos cambiar ligeramente de conducta para preservarla?

El diseño de un tipo de automóvil nuevo, seguro, de consumo eficiente, limpio y que tenga en cuenta el efecto invernadero promoverá tecnologías novedosas y reportará grandes ingresos a quienes encabecen ese avance técnico.

El mayor peligro que amenaza a la industria automovilística norteamericana es que, si se resiste demasiado tiempo, la nueva tecnología requerida será proporcionada (y patentada) por la competencia extranjera. Los fabricantes tienen una motivación egoísta para desarrollar vehículos nuevos que tengan en cuenta el efecto invernadero: su propia supervivencia. No es una cuestión de ideología o un prejuicio político; en mi opinión, se deduce directamente del calentamiento global.

Las tres grandes empresas automovilísticas radicadas en Detroit —azuzadas y en parte financiadas por el Gobierno federal— tratan, perezosa pero cooperativamente de obtener un coche que recorra más de 30 kilómetros por litro de gasolina, o su equivalente para vehículos que consuman otro combustible. Si subieran los impuestos sobre la gasolina aumentarían las presiones sobre los fabricantes para que produjesen coches más eficientes.

Últimamente han empezado a cambiar algunas actitudes. General Motors ha estado desarrollando un coche eléctrico. «Uno debe incorporar a su negocio sus orientaciones medioambientales», aconsejó en 1996 Dennis Minano, vicepresidente para asuntos corporativos de la compañía. «Las empresas norteamericanas comienzan a captar la conveniencia de esta estrategia… El mercado es ahora más complejo. Los consumidores juzgarán en función de las iniciativas ambientales que se tomen y las adoptarán para hacer exitosa la empresa. Dirán: "No vamos a calificarlos de ecologistas, pero sí diremos que han logrado coches menos contaminantes o un buen programa de reciclado; diremos que, en términos medioambientales, son gente responsable"». Retóricamente al menos, es una actitud nueva. Pero sigo esperando ese sedán GM asequible que haga 30 kilómetros por litro de gasolina.

¿Qué es un coche eléctrico? Uno lo enchufa, carga la batería y lo pone en marcha. Los mejores, fabricados en fibra de carbono, recorren unos cuantos centenares de kilómetros por carga, y han superado las pruebas habituales de siniestralidad. Para ser aceptables desde el punto de vista ambiental, tendrán que reemplazar de algún modo las baterías de plomo y ácido, ya que el plomo es un veneno mortal. Además, como es natural, la carga que impulsa un coche eléctrico tiene que venir de alguna parte; si, por ejemplo, procede de una central térmica que queme carbón, no habremos hecho nada para mitigar el calentamiento global, con independencia de que el vehículo contribuya a reducir la contaminación en ciudades y carreteras.

Cabe introducir mejoras semejantes en el resto de la economía de combustibles fósiles: es posible aumentar considerablemente la eficiencia de las fábricas que queman carbón, diseñar una gran maquinaria industrial rotatoria que opere a diferentes velocidades, y generalizar el uso de lámparas fluorescentes en detrimento de las incandescentes. En muchos casos, las innovaciones significarán un ahorro de dinero a largo plazo y contribuirán a liberarnos de una peligrosa dependencia del petróleo. Hay buenas razones para incrementar la eficiencia en el uso de los combustibles, al margen de la preocupación por el calentamiento global.

La energía nuclear. No genera gases invernadero, pero presenta otros peligros bien conocidos. Ilustración de Patrick McDonnell

Sin embargo, a largo plazo no basta con aumentar la eficiencia con que extraemos la energía de los combustibles fósiles. Con el paso del tiempo seremos cada vez más y crecerán las exigencias de energía. ¿No es posible encontrar alternativas a los combustibles fósiles que no produzcan gases invernadero, que no calienten el planeta? Una de dichas alternativas es bien conocida: la fisión nuclear (que no libera la energía química atrapada en los combustibles fósiles, sino la energía nuclear encerrada en el corazón de la materia). No hay automóviles ni aviones nucleares, pero sí navíos y, desde luego, centrales nucleares. En circunstancias ideales, el coste de la electricidad generada por energía nuclear es aproximadamente el mismo que el de la generada quemando carbón o petróleo, y las centrales nucleares no generan gases invernadero. Sin embargo…

Como nos recuerdan los accidentes de Three Miles Island y Chernobil, las centrales nucleares pueden liberar una peligrosa radiactividad, e incluso fundirse. Además, producen un brebaje infernal de desechos radiactivos de larga vida —en sentido literal— que es preciso eliminar. No olvidemos que la vida media de muchos de los radioisótopos es de siglos a milenios. Si queremos enterrar ese material, tenemos que asegurarnos de que no haya filtraciones que lo transporten a las aguas subterráneas o nos dé alguna otra sorpresa; y no sólo por unos años, sino durante periodos bastante más prolongados que los hasta ahora considerados para una planificación fiable. De otro modo, estaremos diciendo a nuestros descendientes que los desechos que les legamos constituyen una carga y un peligro para ellos, porque no pudimos hallar un medio más seguro de generar energía, que es, precisamente, lo que ahora mismo estamos haciendo con los combustibles fósiles. Existe, además, otro problema: la mayor parte de las centrales nucleares usan o producen uranio y plutonio, que pueden ser empleados para la fabricación de armas atómicas, y representan, por lo tanto, una tentación continua para naciones malignas y grupos terroristas.

Si quedasen resueltas estas cuestiones de seguridad operativa, eliminación de desechos radiactivos y prevención de su desvío armamental, las centrales nucleares podrían ser la solución al problema de los combustibles fósiles, o al menos un importante remedio temporal, una tecnología de transición hasta que hallemos algo mejor. El problema es que estas condiciones no se han satisfecho adecuadamente, y las perspectivas no parecen muy halagüeñas. No inspiran confianza la violación continuada de las normas de seguridad por parte de la industria nuclear, la ocultación sistemática de las mismas y los fallos en la exigencia del cumplimiento de las normas por parte de la Comisión Reguladora Nuclear estadounidense (en parte debidos a las restricciones presupuestarias). El peso de la evidencia está en contra de la energía nuclear. Pese a estas inquietudes, algunas naciones, como Francia y Japón, han apostado fuerte por la energía nuclear. Mientras tanto, otras, como Suecia, que en un principio la habían autorizado han decidido ahora suprimirla paulatinamente.

En razón de la difundida inquietud del público acerca de la energía nuclear, quedaron cancelados todos los proyectos estadounidenses de construcción de centrales nucleares posteriores a 1973 y no se han proyectado más centrales desde 1978. Las propuestas de nuevos depósitos o lugares de enterramiento de desechos radiactivos son rutinariamente rechazadas por las comunidades afectadas. El brebaje infernal se acumula.

Existe otra clase de energía nuclear, no de fisión —producto de la escisión de núcleos atómicos—, sino de fusión —producto de su integración—. En principio, las centrales de fusión nuclear podrían funcionar con agua de mar —materia prácticamente inagotable— sin generar gases invernadero ni peligrosos desechos radiactivos, y prescindiendo por completo de uranio y plutonio. Sin embargo, este «en principio» no cuenta. Tenemos prisa. Después de esfuerzos enormes, y contando con una tecnología muy avanzada, hoy por hoy un reactor de fusión apenas conseguiría generar un poco más de energía de la que consume. La perspectiva de la energía de fusión implica sistemas colosales, caros y de alta tecnología. Ni siquiera sus defensores los consideran comercialmente viables hasta dentro de muchas décadas, y el tiempo nos apremia. Es probable que las primeras versiones generen ingentes cantidades de desechos radiactivos, y, en cualquier caso, resulta difícil imaginar que tales sistemas sean la solución para el mundo subdesarrollado.

Me he referido en el último párrafo a la fusión caliente, llamada así por una buena razón: para hacerla factible hay que elevar la temperatura de los materiales en millones de grados, como en el interior del Sol. Algunos han proclamado la posibilidad de la llamada fusión fría, anunciada por vez primera en 1989. El aparato se coloca en una mesa, se introducen ciertos isótopos de hidrógeno, algo de paladio, se hace pasar una corriente eléctrica y, dicen, se obtiene más energía de la invertida, además de neutrones y otros signos de reacciones nucleares. De ser cierto, constituiría la solución ideal para el problema del calentamiento global. Muchos equipos científicos de todo el mundo han estudiado la fusión fría, pero ésta, según el juicio abrumador de la comunidad internacional de físicos, es una ilusión, el producto de una combinación de errores de cálculo, ausencia de experimentos de control adecuados y confusión entre reacciones químicas y nucleares. Esto no quita que siga habiendo unos cuantos equipos de científicos interesados en la fusión fría (el Gobierno japonés, por ejemplo, ha apoyado tales investigaciones a pequeña escala). En todo caso, las reivindicaciones deben ser evaluadas una por una.

Tal vez esté a la vuelta de la esquina una tecnología sutil, ingeniosa e insospechada que proporcione la energía del mañana. Ya ha habido sorpresas antes. Sin embargo, sería temerario apostar por eso.

Debido a muchas causas, los países en vías de desarrollo son especialmente vulnerables al calentamiento global. Tienen menos capacidad para adaptarse a nuevos climas, adoptar nuevos cultivos, construir diques y tolerar sequías e inundaciones. Al mismo tiempo, dependen especialmente de los combustibles fósiles. ¿Acaso no es natural que China —segundo país del mundo en cuanto a reservas de carbón— se base en los combustibles fósiles durante su industrialización exponencial? Si emisarios de Japón, Europa occidental y Estados Unidos fuesen a Pekín para solicitar una limitación del consumo de carbón y petróleo, parece evidente que las autoridades chinas les recordarían que sus naciones no aplicaron ninguna limitación durante su proceso de industrialización. (En cualquier caso, en 1992 la Conferencia de Río sobre el cambio climático, ratificada por 150 países, solicitó del mundo desarrollado que pagara el coste de la limitación de las emisiones de gases invernadero en los países en vías de desarrollo). Las naciones subdesarrolladas requieren una alternativa barata y de tecnología relativamente simple a los combustibles fósiles.

La energía solar. Transformada en electricidad es una solución segura y prometedora para muchos de los dilemas energéticos mundiales. Ilustración de Patrick McDonnell

Ahora bien, si descartamos los combustibles fósiles, la fisión y la fusión nucleares, y la posibilidad de alguna tecnología nueva y exótica, ¿con qué nos quedamos? Durante la administración del presidente Carter se instaló en el tejado de la Casa Blanca un convertidor térmico solar. Por él circularía agua que, calentada por el sol en los días despejados, contribuiría en cierta medida (quizá un 20%) a satisfacer las necesidades energéticas de la Casa Blanca, incluyendo, supongo, las duchas presidenciales. A más energía proporcionada directamente por el Sol, menos suministro se necesitaría de la red eléctrica local; de esta forma se gastaría menos carbón y petróleo para generar electricidad con que alimentar la red en torno del río Potomac. Sólo proporcionaba una pequeña parte de la energía requerida, no funcionaba mucho en los días nublados, pero era un indicio esperanzador de lo que entonces (y ahora) hacía falta.

Una de las primeras actuaciones de la presidencia de Ronald Reagan consistió en arrancar del tejado de la Casa Blanca el convertidor térmico solar. En cierta forma, fue un acto ideológicamente ofensivo. Renovar el tejado de la Casa Blanca costó lo suyo, y ahora toca pagar la electricidad adicional requerida a diario. Evidentemente, los responsables llegaron a la conclusión de que el beneficio justificaba tal coste, pero ¿qué beneficio y para quién?

Al mismo tiempo se redujo drásticamente (en cerca del 90%) el apoyo federal a las alternativas de los combustibles fósiles y la energía nuclear. Durante las administraciones Reagan y Bush se mantuvieron las cuantiosas ayudas oficiales (incluyendo grandes desgravaciones fiscales) a las industrias de combustibles fósiles y nucleares. En esta lista de prestaciones se puede incluir, en mi opinión, la guerra del Golfo Pérsico de 1991. Aunque en ese periodo hubo algunos progresos técnicos en las energías alternativas —a los que contribuyó bien poco el Gobierno estadounidense—, esencialmente perdimos 12 años. Dado que los gases invernadero se acumulan a gran velocidad en la atmósfera y sus efectos persistirán, no teníamos 12 años que perder. Hoy vuelve a aumentar la ayuda oficial a las fuentes de energía alternativas, pero con mucha parsimonia. Sigo esperando a que un presidente vuelva a colocar un convertidor de energía solar en el tejado de la Casa Blanca.

A finales de los años setenta se instauró una desgravación fiscal para fomentar la instalación de calentadores térmicos solares en los hogares. Incluso en zonas donde el cielo permanece nublado durante gran parte del año, los propietarios que se aprovecharon de la reducción cuentan ahora con agua caliente en abundancia por la que no tienen que pagar un solo centavo. La inversión inicial se amortizó en unos cinco años. La administración Reagan eliminó la desgravación fiscal.

Hay toda una gama de otras tecnologías alternativas. El calor terrestre genera electricidad en Italia, Nueva Zelanda y el estado de Idaho.

Siete mil quinientas turbinas accionadas por el viento producen electricidad en el puerto de Altamont, California. En Traverse City, Michigan, los consumidores pagan unos precios algo más altos por energía eléctrica de origen eólico para evitar la contaminación ambiental de las centrales térmicas. Muchos otros residentes están en lista de espera para firmar esos contratos. Considerando los costes ambientales, la electricidad generada por el viento es ahora más barata que la producida quemando carbón. Se estima que la totalidad de la electricidad consumida en Estados Unidos podría provenir de turbinas emplazadas en la décima parte más ventosa de su superficie (principalmente en tierras de explotación ganadera y agrícola). Por añadidura, el combustible elaborado a partir de las plantas verdes («conversión de biomasa») podría sustituir al petróleo sin incrementar el efecto invernadero, porque la vegetación extraería CO2 del aire antes de ser transformada en combustible.

Desde muchos puntos de vista, sin embargo, pienso que deberíamos desarrollar y apoyar la conversión directa e indirecta de la luz solar en electricidad. La energía solar es inagotable y ampliamente accesible (excepto en comarcas muy nubosas, como la parte alta del estado de Nueva York, donde resido); su conversión requiere pocas piezas móviles y un mantenimiento mínimo, y no genera ni gases invernadero ni desechos radiactivos.

Existe una tecnología solar empleada en todas partes: las centrales hidroeléctricas. El agua se evapora por la acción del calor del Sol, cae en forma de lluvia sobre las tierras altas, desciende en forma de río, llega a una presa y allí mueve una turbina que genera electricidad. El problema es que no hay en el planeta suficientes ríos rápidos, y en muchos países los que resultan accesibles no bastan para satisfacer las necesidades energéticas.

Los automóviles impulsados con energía solar han competido ya en carreras de larga distancia. La energía solar podría emplearse para producir hidrógeno a partir del agua; quemado, el hidrógeno sencillamente regenera agua. Existen desiertos muy grandes en el mundo que podrían aprovecharse de modo ecológicamente responsable para captar luz solar. La energía eléctrico-solar o «fotovoltaica» es utilizada de manera habitual desde hace décadas en las naves espaciales que orbitan en torno a la Tierra o surcan el sistema solar interior. Los fotones inciden sobre la superficie de la célula fotoeléctrica y despiden electrones cuyo flujo acumulativo crea una corriente eléctrica. Se trata de tecnologías prácticas ya en funcionamiento.

¿Cuándo, si es que llega ese momento, la tecnología eléctrico-solar o térmico-solar estará en condiciones de competir con los combustibles fósiles en la producción de electricidad para hogares y oficinas? Las estimaciones modernas, incluyendo las del Departamento de Energía estadounidense, indican que la tecnología solar se pondrá a la altura de los combustibles fósiles en la primera década del siglo que viene. Esto es lo bastante pronto para marcar una diferencia significativa. De hecho, la situación es mucho más favorable. Cuando se comparan costes, se manejan dos clases de libro de contabilidad: uno dedicado al consumo público y otro que revela los costes reales. El del petróleo crudo ha sido en los últimos años de unos veinte dólares por barril. Pero hay que tener en cuenta que se han destinado fuerzas militares norteamericanas para proteger las fuentes extranjeras de petróleo y se ha otorgado una considerable ayuda exterior a algunas naciones suministradoras. ¿Por qué pretender que esto no forma parte del coste? En razón de nuestro apetito de crudo, seguimos soportando vertidos petrolíferos ecológicamente desastrosos (como el del Exxon Valdez). ¿Por qué empeñarnos en negar que eso no forma parte del coste del crudo? Si añadimos tales gastos adicionales, el precio estimado asciende a unos ochenta dólares por barril. Si sumamos los costes medioambientales que tanto a escala local como global supone el empleo de ese petróleo, el auténtico precio podría llegar a centenares de dólares por barril; eso sin contar cuando la protección del crudo suscita una guerra como la del Golfo Pérsico, pues entonces el coste asciende todavía más, y no sólo en dólares.

Siempre que se pretende una estimación justa de costes y beneficios, resulta evidente que para muchos fines la energía solar (junto con el viento y otros recursos renovables) es ya mucho más barata que el carbón, el petróleo o el gas natural. Estados Unidos y las demás naciones industrializadas deberían estar invirtiendo grandes sumas en el perfeccionamiento de la tecnología solar y en la instalación de grandes conjuntos de convertidores solares. Sin embargo, todo el presupuesto anual del Departamento de Energía para esta tecnología equivale al precio de uno o dos aviones de gran rendimiento destacados en el exterior para proteger fuentes de petróleo.

La inversión actual en la eficiencia de los combustibles fósiles o en fuentes alternativas de energía supondrá beneficios en los próximos años. El problema es que, como ya he mencionado, la industria, los consumidores y los políticos a menudo parecen pensar sólo en el aquí y ahora. Mientras tanto, empresas norteamericanas precursoras en el uso de la energía solar son vendidas a firmas extranjeras. En España, Italia, Alemania y Japón funcionan ya centrales eléctricas solares.

En contraste, la mayor central comercial norteamericana de energía solar, instalada en el desierto de Mojave, sólo genera unos pocos centenares de megavatios que vende a la Edison del sur de California. En todo el mundo, los planificadores de servicios rehuyen las inversiones en turbinas eólicas y generadores solares.

Hay, empero, algunos signos alentadores. Los pequeños electrodomésticos solares de fabricación norteamericana comienzan a dominar el mercado mundial. (De las tres empresas principales, dos son controladas por Alemania y Japón; la tercera por firmas petroleras estadounidenses). Hay pastores tibetanos que emplean paneles solares para proporcionar energía a bombillas y aparatos de radio; en sus expediciones a través del desierto, algunos médicos somalíes disponen de paneles solares en sus camellos para mantener frías sus preciosas vacunas; en India, la energía solar suministra electricidad a 50 000 hogares. Puesto que estos sistemas están al alcance de la clase media baja de los países en vías de desarrollo y casi no exigen mantenimiento, el mercado potencial de la electrificación solar rural es enorme.

Podríamos y deberíamos hacer más. El Gobierno federal tendría que asumir un gran compromiso en el desarrollo de esta tecnología, y deberían existir incentivos para que científicos e inventores se adentraran en este campo semidespoblado. ¿Por qué se cita tan a menudo la «independencia energética» como justificación de los peligros para el medio ambiente que suponen las centrales nucleares o las perforaciones petrolíferas en aguas costeras pero rara vez a la hora de promover el aislamiento, automóviles más eficientes o la energía eólica y solar? Cabe, además, emplear muchas de estas nuevas tecnologías en el Tercer Mundo con el objeto de mejorar su industria y sus niveles de vida sin que se cometan los errores del mundo desarrollado. Si Norteamérica pretende situarse a la cabeza en nuevas industrias básicas, he aquí una a punto de despegar.

Tal vez sea posible desarrollar rápidamente estas alternativas dentro de una auténtica economía de libre mercado. De otro modo, cabría pensar en una pequeña imposición fiscal sobre los combustibles fósiles, destinada al desarrollo de tecnologías alternativas. Gran Bretaña estableció en 1991 un «gravamen en favor de combustibles no fósiles» equivalente al 11% del precio de compra. Sólo en Estados Unidos, este impuesto equivaldría anualmente a muchos miles de millones de dólares anuales. Pero entre 1993 y 1996 el presidente Clinton ni siquiera consiguió que se aprobase una legislación que imponía un gravamen de 1,3 centavos por litro de gasolina. Tal vez las futuras administraciones logren hacerlo mejor.

Mi esperanza es que se introduzcan paulatinamente y a un ritmo respetable las tecnologías de paneles solares, turbinas eólicas, conversión de biomasa y empleo del hidrógeno como combustible, al tiempo que aumentamos considerablemente la eficiencia en el consumo de combustibles fósiles. Nadie habla de prescindir de éstos por completo. Es improbable que las necesidades energéticas de la industria pesada —para la fabricación de acero y aluminio, por ejemplo— puedan ser satisfechas por la luz solar o las centrales eólicas, pero si somos capaces de reducir en la mitad o más nuestra dependencia de los combustibles fósiles, habremos conseguido algo muy importante. Si bien no es verosímil que aparezcan pronto tecnologías muy distintas para hacer frente al calentamiento global, tal vez en algún momento del siglo XXI sea accesible una nueva tecnología barata y limpia que no genere gases invernadero, algo que pueda hacerse y mantenerse en países pequeños y pobres de todo el mundo.

Cabe preguntarse si no existe ningún medio de sacar de la atmósfera dióxido de carbono, de enmendar parte del daño que hemos infligido. La única forma de atenuar el efecto invernadero que parece al mismo tiempo segura y fiable consiste en plantar árboles. Al crecer, los árboles eliminan CO, del aire. Ahora bien, todo se vendría abajo si después los quemáramos, lo cual equivaldría precisamente a destruir el beneficio que buscábamos. Los árboles ya crecidos pueden servir, por ejemplo, para construir casas y muebles; o sencillamente pueden enterrarse. Sin embargo, la superficie del planeta que deberíamos repoblar para que los nuevos árboles representasen una contribución significativa es enorme, aproximadamente el área de Estados Unidos. Una tarea tal sólo es factible si toda la especie humana se pone a ello. Ésta, por el contrario, destruye cada segundo casi media hectárea de bosque. Cualquiera puede plantar árboles: individuos, naciones y corporaciones, pero sobre todo estas últimas. La empresa Applied Energy Services de Arlington, Virginia, ha construido en Connecticut una central térmica que quema carbón, pero también está plantando en Guatemala árboles que eliminarán de la atmósfera más dióxido de carbono del que la nueva central inyectará en toda su vida operativa. ¿Acaso las compañías madereras no deberían plantar más bosques —preferiblemente especies de crecimiento rápido y frondosas, más útiles para la atenuación del efecto invernadero— que los que talan? ¿Qué decir de las industrias del carbón, petroleras, del gas natural y automovilísticas? ¿No habría que exigir de cada empresa que vierta CO2 en la atmósfera que también se encargue de paliar sus efectos? ¿No debería hacerlo cada ciudadano? ¿Por qué no plantar árboles en Navidad, o en los cumpleaños, bodas y aniversarios? Nuestros antepasados vinieron de los árboles, con los que tenemos una afinidad natural. Es perfectamente apropiado que plantemos más.

Al desenterrar y quemar sistemáticamente los cadáveres de antiguos seres, nos hemos creado un problema. Podemos aliviar el peligro mejorando la eficiencia de su uso, invirtiendo en tecnologías alternativas (como los combustibles biológicos y la energía eólica y solar) y dando vida a algunas de las mismas clases de seres cuyos restos, antiguos o modernos, quemamos (los árboles). Estas actuaciones nos proporcionarían toda una serie de ventajas adicionales: la purificación del aire, la reducción o eliminación de los vertidos petrolíferos, el desarrollo de nuevas tecnologías, nuevos puestos de trabajo y nuevos beneficios, la independencia energética, permitir a Estados Unidos y otras naciones industrializadas dependientes del petróleo que aparten del peligro a sus hijos e hijas bajo bandera, y la reorientación de buena parte de los presupuestos militares hacia la economía civil productiva.

Pese a la continuada resistencia de las industrias ligadas a los combustibles fósiles, un sector empresarial sí ha empezado a tomarse muy en serio el calentamiento global: las compañías de seguros. Las tormentas violentas y otros fenómenos meteorológicos extremos vinculados al efecto invernadero (inundaciones, sequías, etc.) pueden «llevarnos a la bancarrota», en palabras del presidente de la Asociación de Aseguradores Norteamericanos. En mayo de 1996, citando el hecho de que el 6% de los peores desastres naturales de la historia de Estados Unidos se produjo durante la pasada década, un consorcio de compañías de seguros patrocinó una investigación sobre el calentamiento global como causa potencial. Aseguradoras alemanas y suizas han promovido medidas para la reducción del vertido de gases invernadero. La Alianza de Pequeños Estados Isleños ha apelado a las naciones industrializadas para que hacia el año 2005 reduzcan sus emisiones de gases invernadero hasta un 20% por debajo de los niveles de 1990 (entre 1990 y 1995 la emisión mundial de CO2 se incrementó en un 12%). En otras industrias existe una nueva inquietud, al menos teórica, acerca de la responsabilidad medioambiental, que refleja una abrumadora tendencia de la opinión pública en (y hasta cierto punto más allá de) el mundo desarrollado.

«El calentamiento global es un problema serio que probablemente plantea una amenaza grave a los cimientos mismos de la vida humana», ha declarado el estado japonés, anunciando que para el año 2000 se estabilizarían sus emisiones de gases invernadero. Suecia comunicó que para el año 2010 habrá reducido a la mitad su producción de energía nuclear, y en un 30% las emisiones de CO2 de sus industrias mediante el incremento de la eficiencia y la introducción de nuevas fuentes de energía renovables; y espera ahorrar dinero en este proceso. John Selwyn Gummer, secretario británico de Medio Ambiente, declaró en 1996: «Aceptamos, como comunidad mundial, que tiene que haber reglas a escala global». Sin embargo, existe una considerable resistencia. Las naciones de la OPEP siguen resistiéndose a la reducción de las emisiones de CO2 porque esto les privaría de una parte de sus ingresos. Rusia y muchos países en vías de desarrollo se oponen porque constituiría un gran impedimento a su industrialización. Estados Unidos es la única gran nación industrializada que no ha adoptado medidas significativas para contrarrestar el efecto invernadero; mientras otros países actúan, el gobierno estadounidense designa comisiones y apremia a las industrias afectadas a adoptar disposiciones voluntarias en contra de sus propios intereses a corto plazo. Obrar con eficacia en esta cuestión será, desde luego, más difícil que aplicar el Protocolo de Montreal y sus enmiendas sobre los CFC. Las industrias afectadas son mucho más poderosas, el coste del cambio es muy superior, y todavía no existe nada tan espectacular con respecto al calentamiento global como el agujero de la capa de ozono sobre la Antártida. Tendrán que ser los ciudadanos quienes eduquen a industrias y gobiernos.

Carentes de conciencia, las moléculas de CO2 son incapaces de comprender la profunda idea de soberanía nacional.

El viento sencillamente las arrastra. Pueden ser producidas en un sitio y acabar en otro. El planeta constituye una unidad. Sean cuales fueren las diferencias ideológicas y culturales, las naciones del mundo deben trabajar unidas; de otra manera no habrá solución para el efecto invernadero y los demás problemas medioambientales globales. Dentro de este invernadero estamos todos unidos.

En abril de 1993, el presidente Bill Clinton se comprometió al fin a que Estados Unidos hiciese algo a lo que se había negado la administración Bush: unirse a unas 150 naciones en la firma de los protocolos de la Cumbre de la Tierra celebrada el año anterior en Río de Janeiro. Más concretamente, Estados Unidos prometió que para el año 2000 reduciría su cota de emisión de dióxido de carbono y otros gases invernadero a los niveles de 1990 (ya de por sí bastante altos, pero al menos se trata de un paso en la dirección adecuada). No será fácil que esta promesa se cumpla. Estados Unidos se comprometió asimismo a dar algunos pasos para la protección de la diversidad biológica en una variedad de ecosistemas planetarios.

No podemos insistir sin riesgo en un insensato desarrollo tecnológico, desdeñando por completo las consecuencias. Tenemos el poder suficiente para encauzarlo, para orientarlo en beneficio de todo el mundo. Tal vez haya un lejano horizonte de esperanza en estos problemas medioambientales globales, porque nos obligan, querámoslo o no, a adoptar una nueva forma de pensar que antepone el bienestar del género humano a los intereses nacionales y empresariales. Somos una especie ingeniosa a la hora de abrirnos camino y sabemos qué hay que hacer. A menos que resultemos mucho más estúpidos de lo que creo, de las crisis medioambientales de nuestro tiempo debería surgir una integración de las naciones y las generaciones, e incluso el final de nuestra larga infancia.