CAPÍTULO 9

CRESO Y
CASANDRA

Hace falta valor para temer.

MONTAIGNE, Essais, III, 6 (1588)

APOLO, MORADOR DEL OLIMPO, era dios del Sol. También se ocupaba de otras materias, una de ellas la profecía. Todos los dioses olímpicos podían entrever el futuro, pero Apolo era el único que sistemáticamente brindaba este don a los seres humanos. Estableció varios oráculos, el más famoso de los cuales estaba en Delfos, donde consagró a una sacerdotisa, llamada Pitia por la pitón que constituía una de sus encarnaciones. Reyes y aristócratas, y de vez en cuando plebeyos, acudían a Delfos para implorar a la pitonisa que les dijera lo que iba a suceder.

Uno de ellos fue Creso, rey de Lidia. Lo recordamos por la expresión «rico como Creso», todavía habitual. Tal vez su nombre se convirtió en sinónimo de riqueza porque fue en su época y bajo su reinado donde se inventaron las monedas, acuñadas por Creso en el siglo VII a. de C. (Lidia se hallaba en Anatolia, la Turquía contemporánea). El dinero de arcilla era una invención sumeria muy anterior. Su ambición desbordaba los límites de su pequeña nación. Así, según Herodoto, se le metió en la cabeza invadir y someter Persia, entonces la superpotencia del Asia occidental. Ciro había unido a persas y medos, forjando un poderoso imperio. Naturalmente, Creso estaba un tanto inquieto.

Para determinar la prudencia de su empeño, envió a unos emisarios a consultar el oráculo de Delfos. Cabe imaginarlos cargados de opulentos presentes (que, dicho sea de paso, seguían en Delfos un siglo después, en la época de Herodoto). La pregunta que los emisarios formularon en nombre de Creso fue: «¿Qué sucederá si Creso declara la guerra a Persia?».

Pitia respondió sin titubear: «Destruirá un poderoso imperio».

«Los dioses están con nosotros —pensó Creso (o algo por el estilo)—. ¡Es el momento de atacar!».

Pensando en apoderarse de las satrapías, reunió sus ejércitos de mercenarios. Invadió Persia… y sufrió una humillante derrota. No sólo el poder de Lidia quedó destruido, sino que él mismo se convirtió para el resto de su vida en un patético funcionario de la corte persa, brindando consejos de poca monta a dignatarios que los recibían con indiferencia. Fue como si el emperador Hiro Hito hubiera terminado su existencia como asesor de los ministerios de Washington.

Aquella injusticia le hizo verdaderamente mella. Al fin y al cabo, se había atenido a lo prescrito. Solicitó el consejo de Pitia, pagó espléndidamente y ella lo engañó. Así que envió otro emisario al oráculo (esta vez con regalos mucho más modestos y ajustados a sus menguadas posibilidades) y le encargó que preguntase en su nombre: «¿Cómo pudiste hacerme eso?». He aquí la respuesta, según la Historia de Herodoto:

La profecía de Apolo advertía que si Creso hacía la guerra a Persia destruiría un imperio poderoso. Ante tales palabras, lo juicioso por su parte habría sido preguntar de nuevo si se refería a su propio imperio o al de Ciro. Pero Creso no entendió lo que se le decía ni inquirió más. La culpa es enteramente suya.

Si el oráculo de Delfos hubiese sido sólo una estafa para desplumar monarcas crédulos, desde luego habría necesitado excusas para justificar los inevitables errores. En estos casos son corrientes las ambigüedades disimuladas. Sin embargo, la lección de Pitia es pertinente: tenemos que formular bien las preguntas, incluso a los oráculos; las preguntas han de ser inteligentes, aun cuando parezca que ya nos han dicho exactamente lo que deseábamos oír. Los políticos no deben aceptar respuestas a ciegas, deben comprender; y no deben permitir que sus propias ambiciones oscurezcan su comprensión. Hay que proceder con sumo cuidado a la hora de convertir una profecía en una acción política.

Este consejo es plenamente aplicable a los oráculos modernos: los científicos, grupos de investigación y universidades, los institutos financiados por las empresas y las comisiones asesoras de la Academia Nacional de Ciencias. De vez en cuando, y generalmente de mala gana, los políticos envían a alguien a preguntar al oráculo y reciben una respuesta. En la actualidad los oráculos suelen manifestar sus profecías aunque nadie las solicite. Sus declaraciones a menudo son mucho más detalladas que las preguntas; se habla, por ejemplo, del bromuro de metilo, el vórtice circumpolar o la capa de hielo de la Antártida occidental. Las estimaciones se formulan a veces en términos de probabilidades numéricas. Parece casi imposible que el político más honesto emita, sencillamente, un sí o un no. Los políticos tienen que decidir qué hacer con la respuesta, si es que hace falta tomar alguna medida, pero primero deben comprenderla. En razón de la naturaleza de los oráculos modernos y de sus profecías, los políticos precisan, ahora más que nunca, entender la ciencia y la tecnología. (En respuesta a esta necesidad, el partido Republicano ha decidido, absurdamente, abolir su propia Oficina de Asesoramiento Tecnológico; y casi no hay científicos entre los miembros del Congreso estadounidense. Lo mismo cabe decir de muchos otros países).

Hay otra historia acerca de Apolo y sus oráculos, como mínimo igual de famosa y relevante. Es la de Casandra, princesa de Troya. (Comienza justo antes de que los griegos de Micenas invadiesen Troya para iniciar la guerra que llevaría su nombre). Era la más inteligente y bella de las hijas del rey Príamo. Apolo, siempre merodeando en busca de seres humanos atractivos (conducta propia de casi todos los dioses y diosas griegos), se enamoró de ella. Curiosamente —esto casi nunca sucede en la mitología griega—, Casandra se resistió a su acoso, así que trató de comprarla. Pero ¿qué podía darle? Ya era una princesa, rica, hermosa y feliz. Aun así, Apolo tenía una o dos cosas que ofrecerle. Le prometió el don de la profecía. La oferta era irresistible, y ella accedió. Quid pro quo. Apolo hizo cuanto deben hacer los dioses para convertir a simples mortales en videntes, oráculos y profetas, pero luego, escandalosamente, Casandra se echó atrás y rechazó el cortejo del dios.

Apolo se enfureció. Ahora bien, no podía retirarle el don de la profecía, puesto que al fin y al cabo era un dios (se diga lo que se diga sobre ellos, los dioses mantienen sus promesas). Sin embargo, la condenó a un destino cruel e ingenioso: el de que nadie creyese en sus profecías. (Lo que aquí cuento procede en buena parte de la tragedia Agamenón, de Esquilo). Casandra profetiza a su propio pueblo la caída de Troya; nadie le presta atención. Predice la muerte del caudillo de los invasores griegos, Agamenón; nadie le hace caso. Anuncia incluso su pronta muerte, con el mismo resultado. No querían escucharla, se burlaban de ella. Tanto griegos como romanos la llamaron «la dama de las infinitas calamidades». Hoy quizá la tacharían de «catastrofista».

Hay un espléndido momento en que ella no puede entender que se ignoren esas profecías de desgracias inminentes, algunas de las cuales podían evitarse con sólo darles crédito. Dice a los griegos: «¿Cómo no me comprendéis? Conozco muy bien vuestra lengua». Sin embargo, el problema no consistía en su pronunciación del griego. La respuesta vino a ser: «Mira, así son las cosas. Hasta el oráculo de Delfos se equivoca de vez en cuando, y a veces sus profecías son ambiguas. No podemos estar seguros, y si no podemos fiarnos de Delfos, mucho menos de ti». Ésa es la respuesta más clara que obtiene.

Otro tanto le sucedió con los troyanos: «Profeticé a mis compatriotas —dice— todos sus desastres». No obstante, hicieron caso omiso de su clarividencia y fueron aniquilados. Al final ella corrió la misma suerte.

Hoy puede reconocerse esa misma resistencia a las profecías horrendas experimentada por Casandra. Cuando nos enfrentamos con una predicción ominosa que alude a fuerzas inmensas sobre las que no es fácil ejercer influencia alguna, mostramos una tendencia natural a rechazarla o no tomarla en consideración.

Mitigar o soslayar el peligro podría requerir tiempo, esfuerzos, dinero, valentía; quizás incluso alterar las prioridades de nuestra vida. Además, no todas las predicciones de desastres se cumplen (ni siquiera las formuladas por científicos). La mayor parte de la vida animal oceánica no se ha extinguido por culpa de los insecticidas; pese a lo sucedido en Etiopía y el Sahel, el hambre a escala mundial no fue el rasgo distintivo de la década de los ochenta; la producción alimentaria del Asia meridional no quedó drásticamente afectada por el incendio de los pozos petrolíferos de Kuwait en 1991; los aviones supersónicos no amenazan la capa de ozono… y, sin embargo, todas estas predicciones fueron expresadas por científicos serios. Así, cuando nos enfrentamos a una profecía nueva e incómoda, podemos sentirnos tentados de decir: «Improbable; catastrofista; jamás hemos experimentado nada remotamente parecido; tratan de asustar a todo el mundo; es malo para la moral pública».

Más aún, si los factores que precipitan la catástrofe anunciada están actuando desde hace mucho tiempo, entonces la propia predicción constituye un reproche indirecto y tácito. ¿Por qué nosotros, ciudadanos corrientes, hemos permitido que se llegase a esta situación de peligro? ¿No deberíamos habernos informado antes? ¿Acaso no somos cómplices al no haber tomado medidas para asegurar que los dirigentes políticos eliminasen esa amenaza? El que la desatención y la inactividad propias puedan significar un peligro para nosotros mismos y para nuestros seres queridos es una reflexión incómoda.

Surge, pues, una tendencia natural, aunque nefasta, a rechazar todo el asunto. Hacen falta pruebas más sólidas, decimos, antes de poder tomarlo en serio. Sentimos la tentación de subestimar, rehuir, olvidar. Los psiquiatras son plenamente conscientes de esa tentación, a la que llaman «rechazo»; pero, como dice el refrán, si el río suena agua lleva.

Las historias de Creso y de Casandra representan los dos extremos de la respuesta política a quienes predicen un peligro mortal. El propio Creso representa un polo de aceptación crédula y acrítica (por lo general, de la confianza en que todo va bien), alentada por la codicia y otras debilidades del carácter; y la respuesta griega y troyana a Casandra simboliza el polo de un rechazo estólido e inamovible de la posibilidad de un peligro. La tarea de un político consiste en marcar un rumbo prudente entre estas dos orillas.

Imaginemos que un grupo de científicos afirma que es inminente una gran catástrofe medioambiental. Supongamos además que lo que se necesita para prevenir o mitigar la catástrofe es costoso en recursos fiscales e intelectuales, pero también en lo que a cambio de mentalidad se refiere, por lo que es políticamente caro. ¿En qué punto deben los políticos tomar en serio a los profetas científicos? Hay maneras de estimar la validez de las profecías modernas, porque entre los métodos de la ciencia existe un procedimiento de corrección de errores, una serie de reglas que han venido funcionado bien, y que suelen recibir la denominación conjunta de «método científico». Hay unos cuantos principios (esbocé algunos en mi libro El mundo y sus demonios): los argumentos de autoridad tienen poco peso («porque lo digo yo» no es una buena razón); la predicción cuantitativa constituye un modo extremadamente eficaz de distinguir las ideas útiles de las descabelladas; los métodos de análisis deben arrojar otros resultados consecuentes con lo que ya conocemos acerca del universo; un debate vigoroso es un signo saludable; para que una idea sea tomada en serio, deben llegar a las mismas conclusiones grupos científicos capacitados, trabajando de forma independiente; etcétera. Existen medios para que los políticos decidan y hallen una vía intermedia y segura entre la acción precipitada y la impasibilidad. Se requiere, empero, una cierta disciplina emocional y, sobre todo, una ciudadanía consciente y científicamente instruida, capaz de juzgar por sí misma hasta qué punto son amenazadores los peligros anunciados.