CAPÍTULO 4
LA MIRADA DE DIOS
Y EL GRIFO QUE GOTEA
Cuando te alzas por el horizonte oriental, colmas cada comarca con tu belleza […]. Aunque te halles lejos, tus rayos están en la Tierra
AKHENATÓN, Himno al Sol (h. 1370 a. de C.)
EN EL EGIPTO FARAÓNICO DE LA ÉPOCA DE AKHENATÓN, la ahora extinguida religión monoteísta que adoraba al Sol consideraba que la luz era la mirada de Dios. Por aquel entonces la visión se concebía como una especie de emanación que procedía del ojo. La vista era algo así como un radar, que alcanzaba y tocaba los objetos contemplados. El Sol —sin el cual poco más que las estrellas resultaba visible— bañaba, iluminaba y calentaba el valle del Nilo. Habida cuenta de la física del tiempo y de la existencia de una generación de adoradores del Sol, tenía cierto sentido describir la luz como la mirada de Dios. Tres mil trescientos años más tarde, una metáfora más profunda, aunque mucho más prosaica, proporciona una mejor comprensión de la luz.
Estamos sentados en la bañera y el grifo gotea. Una vez cada segundo, por ejemplo, una gota cae en la tina. Esta gota genera una onda que se extiende formando un círculo perfecto y bello, y cuando llega a los bordes de la bañera rebota. La onda reflejada es más débil y después de uno o más rebotes ya no logramos distinguirla. Nuevas ondas llegan a los límites de la bañera, cada una provocada por otra gota que cae del grifo. Un pato de goma sube y baja al paso de cada onda. El nivel del agua está claramente un poco más alto en la cresta de la onda que se mueve y algo más bajo en el valle entre dos crestas.
La «frecuencia» de una onda es sencillamente el tiempo transcurrido entre el paso de dos crestas por el punto de observación, en este caso, un segundo. Como cada gota crea una onda, la frecuencia equivale al ritmo de goteo. La longitud de onda es sencillamente la distancia entre crestas sucesivas, en este caso del orden de 10 centímetros. Ahora bien, si cada segundo pasa una onda y median 10 centímetros entre una y otra, su velocidad es de 10 centímetros por segundo. La velocidad de una onda, concluimos después de reflexionar por un instante, es la frecuencia multiplicada por la longitud de onda.
Las ondas en una bañera y las olas del océano son bidimensionales; se propagan como círculos sobre la superficie del agua a partir de un punto. Las ondas sonoras, en cambio, son tridimensionales, es decir, se difunden por el aire en todas direcciones a partir de su punto de origen. En las crestas de una onda sonora el aire está algo comprimido; en los valles, el aire se enrarece. Nuestro oído detecta esas diferencias de presión. Cuanto más a menudo llegan (cuanto mayor es la frecuencia), más agudo es el tono.
Los tonos musicales dependen exclusivamente de la frecuencia de las ondas sonoras. La nota do mayor es el tono correspondiente a 263 vibraciones por segundo (los físicos dirían 263 hercios)[5]. ¿Cuál sería la longitud de onda del do mayor? ¿Qué distancia habría entre cresta y cresta si las ondas sonoras fuesen visibles? Al nivel del mar, el sonido se desplaza a unos 340 metros por segundo (1224 kilómetros por hora). Al igual que en la bañera, la longitud de onda será la velocidad de la onda dividida por la frecuencia, alrededor de 1,3 metros para el do mayor (aproximadamente la estatura de un niño de nueve años).
Ondas sobre la superficie del lago.
Existe una suerte de acertijo concebido para confundir a la ciencia y que dice algo así: «¿Qué es un do mayor para una persona sorda de nacimiento?». Pues lo mismo que para el resto de nosotros: 263 hercios, una frecuencia determinada y única correspondiente a esta nota y a ninguna otra. Si uno no es capaz de oírla directamente, puede percibirla de forma inequívoca con un amplificador de sonido y un osciloscopio. Claro está que se trata de una experiencia distinta de la percepción humana habitual de las ondas sonoras, porque emplea la vista en lugar del oído, pero ¿qué más da? Toda la información se encuentra allí. Es posible captar acordes, staccato, pizzicato y timbre. Podemos asociarla con las otras veces que hayamos «oído» el do mayor. Tal vez la representación electrónica del do mayor no sea comparable en lo emotivo a la sensación auditiva, pero incluso esto puede ser cuestión de experiencia. Dejando al margen genios como Beethoven, uno puede ser más sordo que una tapia y aun así «experimentar» la música.
Ésta es también la solución de un antiguo enigma: si un árbol cae en el bosque pero no hay allí nadie para oírlo, ¿se produce un sonido? Desde luego que no, si definimos el sonido en términos de un oyente. Pero ésta es una definición excesivamente antropocéntrica. Resulta evidente que, si el árbol cae, creará ondas sonoras que puede detectar, por ejemplo, una grabadora; al reproducirlas reconoceremos el sonido de un árbol al caer en un bosque. No hay ningún misterio en ello.
Pero el oído humano no es un detector perfecto. Existen frecuencias (por debajo de 20 oscilaciones por segundo) que son demasiado bajas para que podamos oírlas, aunque las ballenas se comunican perfectamente en esos tonos. De igual manera, hay frecuencias (por encima de las 20 000 oscilaciones por segundo) demasiado altas para el oído humano, si bien los perros las detectan sin dificultad (recordemos que responden cuando se los llama con un silbato ultrasónico). Existen dominios sonoros —un millón de oscilaciones por segundo, por ejemplo— que son y serán siempre inaccesibles a la percepción humana directa. Aunque nuestros órganos sensoriales están magníficamente adaptados, tienen limitaciones físicas fundamentales.
Es natural que nos comuniquemos a través del sonido. Otro tanto hacen nuestros parientes primates. Somos gregarios y mutuamente interdependientes; tras nuestro talento comunicativo subyace, pues, una auténtica necesidad. A lo largo de los últimos millones de años nuestro cerebro creció a un ritmo sin precedentes, y en la corteza cerebral se desarrollaron regiones especializadas en el lenguaje. Nuestro vocabulario se multiplicó, con lo que cada vez pudimos expresar más cosas mediante sonidos.
En nuestra etapa de cazadores-recolectores el lenguaje se hizo esencial para planificar las actividades de la jornada, educar a los niños, forjar amistades, advertir a los demás del peligro y sentarnos en torno al fuego después de cenar para contarnos relatos bajo el cielo estrellado. Con el tiempo inventamos la escritura fonética, que permitió trasladar los sonidos al papel y con ello, sólo con mirar una página, oír la voz de alguien dentro de nuestra cabeza (una invención tan difundida en los últimos milenios que apenas nos hemos parado a considerar lo sorprendente que es). En realidad, el lenguaje no es una forma de comunicación instantánea: cuando emitimos un sonido, creamos ondas que se desplazan por el aire a una velocidad finita. A efectos prácticos, sin embargo, sí lo es. Por desgracia, nuestros gritos no llegan muy lejos. Es sumamente difícil mantener una conversación coherente con alguien situado a sólo 100 metros de distancia.
Hasta hace relativamente poco tiempo la densidad de la población humana era muy baja. Apenas había razón para comunicarse con nadie a más de 100 metros de distancia. Fuera de los miembros de nuestro grupo familiar nómada, pocos se acercaban lo suficiente para comunicarse con nosotros. En las raras ocasiones en que esto sucedía, reaccionábamos por lo general de manera hostil. El etnocentrismo —la idea de que nuestro pequeño grupo, sea cual fuere, es mejor que cualquier otro— y la xenofobia —ese miedo al extraño que induce a «disparar primero y preguntar después»— se hallan profundamente arraigados en nosotros. No son en modo alguno privativos de nuestra especie; todos nuestros parientes simios se comportan de manera similar, al igual que muchos otros mamíferos. Estas actitudes están auspiciadas o, como mínimo, acentuadas por las cortas distancias a las que es posible la comunicación.
Cuando dos grupos humanos se mantienen aislados durante largos periodos de tiempo, uno y otro comienzan a evolucionar lentamente en direcciones distintas. Los guerreros del grupo vecino, por ejemplo, empiezan a lucir pieles de ocelote en vez del tocado de plumas de águila que, como todo el mundo sabe, es lo correcto, elegante y decoroso. Su lenguaje comienza a diferenciarse del nuestro, sus dioses tienen nombres raros y exigen ceremonias y sacrificios extraños. El aislamiento suscita diversidad, y tanto la baja densidad de población como el limitado radio de comunicaciones garantiza el aislamiento. La familia humana —originada en un pequeño enclave del África oriental hace unos pocos millones de años— se desperdigó, se separó y diversificó, y los otrora vecinos se tornaron extraños.
La inversión de esta tendencia —el movimiento hacia la confraternización y la reunificación de las tribus desperdigadas de la familia humana, la integración de la especie— ha tenido lugar sólo en tiempos recientes y gracias a los avances tecnológicos. La domesticación del caballo nos permitió enviar mensajes (y trasladarnos) a centenares de kilómetros en pocos días. Los progresos en la navegación a vela hicieron posible viajar a los más remotos rincones del planeta (aunque de forma todavía muy lenta: en el siglo XVIII hacían falta unos dos años para llegar por agua de Europa a China). Por aquel entonces, comunidades humanas muy alejadas entre sí podían enviarse embajadores e intercambiar productos de importancia económica. Sin embargo, para la gran mayoría de los chinos del siglo XVIII, los europeos no habrían resultado más exóticos de haber vivido en la Luna, y otro tanto puede decirse de los europeos respecto a los chinos. La integración y la desprovincialización auténticas del planeta requerían una tecnología que comunicase mucho más deprisa que el caballo o el barco de vela, que transmitiese información a todo el mundo y que fuese lo bastante barata para resultar accesible (al menos esporádicamente) al individuo medio. Semejante tecnología comenzó a hacerse realidad con la invención del telégrafo y el tendido de cables submarinos; se desarrolló sobremanera con la llegada del teléfono, que empleaba el mismo tipo de cables, y luego proliferó enormemente con la aparición de la radio, la televisión y los satélites de comunicaciones.
En la actualidad nos comunicamos de manera rutinaria e indiferente (sin detenernos siquiera a pensar en ello) a la velocidad de la luz. Pasar de la velocidad del caballo o del barco de vela a la de la luz supone multiplicar por casi cien millones. Por razones de física fundamental formuladas en la teoría especial de la relatividad de Einstein, sabemos que no hay forma de enviar información a velocidades superiores a la de la luz. En un siglo hemos llegado al límite. La tecnología es tan poderosa, y sus repercusiones tienen tan largo alcance, que nuestras sociedades aún no se han amoldado a la nueva situación.
Siempre que hacemos una llamada telefónica al otro lado del océano podemos advertir un breve intervalo desde que acabamos de formular una pregunta hasta que la persona con quien hablamos empieza a responder. Esa demora es el tiempo que necesita el sonido de nuestra voz para entrar por el teléfono, correr por los hilos conductores, alcanzar una estación transmisora, ser lanzado en forma de microondas hacia un satélite de comunicaciones situado en una órbita geosincrónica, ser enviado de vuelta a una estación receptora, correr otro tramo por los hilos, hacer vibrar un diafragma en el teléfono de destino (tal vez al otro lado del mundo) para crear ondas sonoras en un exiguo volumen de aire, penetrar en el oído de alguien, transmitir un mensaje electroquímico del oído al cerebro y, finalmente, ser entendido.
El viaje de ida y vuelta entre la superficie de la Tierra y el satélite es de un cuarto de segundo. Cuanto más separados estén el emisor y el receptor mayor será la demora. En las conversaciones con los astronautas de los Apolos en la Luna, la demora entre pregunta y respuesta era mayor. La razón es que el viaje de ida y vuelta de la luz (o de las ondas de radio) entre la Tierra y la Luna dura 2,6 segundos. Se necesitan 20 minutos para recibir un mensaje de una nave favorablemente situada en órbita marciana. En agosto de 1989 recibimos imágenes de Neptuno, incluidas sus lunas y sus anillos, tomadas por la nave Voyager 2; eran datos que procedían de los confines del sistema solar y que, a la velocidad de la luz, tardaron cinco horas en llegar hasta nosotros. Fue una de las comunicaciones a mayor distancia efectuadas por la especie humana.
En muchos contextos, la luz se comporta como una onda. Imaginemos, por ejemplo, la que penetra en una habitación a oscuras a través de dos ranuras paralelas. ¿Qué imagen arroja en una pantalla tras las ranuras? Respuesta: una imagen de las ranuras, más exactamente, una serie de bandas paralelas (lo que los físicos llaman un «patrón de interferencia»). En vez de desplazarse como una bala en línea recta, las ondas se propagan desde las dos ranuras con ángulos diversos. Allí donde coinciden dos crestas, tenemos una imagen luminosa de la ranura: una interferencia «constructiva»; y allí donde coinciden una cresta y un valle, tenemos oscuridad: una interferencia «destructiva». Éste es el comportamiento propio de una onda. Observaríamos lo mismo tratándose de olas que atravesaran dos agujeros abiertos en la pared de un dique al nivel de la superficie del agua.
Sin embargo, la luz también se comporta como un chorro de diminutos proyectiles, denominados fotones. Así se explica el funcionamiento de una célula fotoeléctrica ordinaria (como las que se incorporan en cámaras y calculadoras). Cada fotón que incide hace saltar un electrón de una superficie fotosensible; muchos fotones generan muchos electrones, un flujo de corriente eléctrica. ¿Cómo es posible que la luz sea simultáneamente una onda y una partícula? Tal vez resulte más adecuado pensar en otra cosa, ni onda ni partícula, algo que no tenga equivalencia inmediata en el mundo cotidiano de lo palpable, y que en unas circunstancias comparta las propiedades de una onda y en otras las de una partícula. Esta dualidad onda-partícula constituye otro recordatorio de un hecho crucial que para nosotros es una cura de humildad: la naturaleza no siempre se somete a nuestras predisposiciones y preferencias por lo que estimamos cómodo y fácil de entender.
Ahora bien, a casi todos los efectos la luz es similar al sonido. Las ondas luminosas son tridimensionales, poseen una frecuencia, una longitud de onda y una velocidad (la de la luz). Pero, cosa sorprendente, no requieren para su propagación un medio como el agua o el aire. La luz procedente del Sol y de estrellas lejanas llega hasta nosotros a pesar de que el espacio intermedio es un vacío casi perfecto. En el espacio, los astronautas sin contacto por radio son incapaces de oírse aunque sólo los separen unos centímetros. No existe aire que transporte el sonido. Sin embargo, pueden verse perfectamente. Si quieren oírse tendrán que hacer que sus cascos se toquen. Extraigamos el aire de nuestra habitación y no conseguiremos oír a ninguno de los presentes quejarse a causa de ello, aunque no nos resultará difícil verlos agitarse y dar boqueadas.
La luz ordinaria y visible —aquella que captan nuestros ojos— tiene una frecuencia muy elevada, del orden de 600 billones (6 X 1014) de oscilaciones por segundo. Como la velocidad de la luz es de 30 000 millones (3 X 1010) de centímetros por segundo (300 000 kilómetros por segundo), la longitud de onda de la luz visible es aproximadamente de 30 000 millones dividido por 600 billones, es decir, 0,00005 (3 X 1010 / 6 X 1014 - 0,5 X 10-4) centímetros, algo demasiado pequeño para poder verlo (suponiendo que fuese posible iluminar las ondas luminosas mismas).
Así como las diferentes frecuencias de sonido son percibidas por los seres humanos como distintos tonos musicales, las diferentes frecuencias de luz son percibidas como colores distintos. La luz roja tiene una frecuencia del orden de 460 billones (4,6 X 1012) de oscilaciones por segundo, y la luz violeta de 710 billones (7,1 X 1012) de oscilaciones por segundo. Entre ambas se encuentran los colores familiares del arco iris. Cada color corresponde a una frecuencia.
Como hicimos con la cuestión del significado de un tono musical para una persona sorda de nacimiento, podemos plantear la pregunta complementaria del significado del color para una persona ciega de nacimiento. De nuevo, la respuesta es una frecuencia determinada y única, que puede medirse con un dispositivo óptico y percibirse, si se quiere, como un tono musical. Una persona ciega puede distinguir, con el adiestramiento y el equipamiento adecuados, entre el rosa, el rojo manzana y el rojo sangre. Si dispusiese de la documentación espectrométrica necesaria sería capaz de distinguir más matices de color que el ojo humano no adiestrado. Sí, existe una sensación del rojo que las personas videntes perciben hacia los 460 billones de hercios. Pero no creo que tras esta sensación haya nada más. No existe ninguna magia en ello, por bello que resulte.
Igual que hay sonidos demasiado agudos y demasiado graves para que podamos oírlos, también existen frecuencias de luz, o colores, fuera de nuestro campo de visión, y que van desde las mucho más altas (cerca del trillón (1018) de oscilaciones por segundo para los rayos gamma) hasta las mucho más bajas (menos de una oscilación por segundo para las ondas largas de radio). Recorriendo el espectro lumínico, de las frecuencias más altas a las más bajas, podemos distinguir bandas amplias denominadas rayos gamma, rayos X, luz ultravioleta, luz visible, luz infrarroja y ondas de radio. Todas viajan a través del vacío, y cada una es una clase de luz tan legítima como la luz visible ordinaria.
Espectro de la radiación electromagnética (nótese la pequeña porción que percibimos como luz visible).
Para cada una de estas gamas de frecuencia existe una astronomía propia. El cielo adquiere un aspecto diferente con cada régimen de luz. Por ejemplo, hay estrellas brillantes que resultan invisibles en la banda de los rayos gamma. Pero las enigmáticas explosiones de estos rayos, detectadas por observatorios orbitales al efecto son, sin excepción, casi completamente inapreciables en la banda de la luz visible ordinaria. Si contemplásemos el universo sólo en la banda visible —como hemos hecho durante la mayor parte de nuestra historia— ignoraríamos la existencia de fuentes de rayos gamma. Lo mismo puede decirse de las de rayos X, infrarrojos y ondas de radio (así como de las fuentes, más exóticas, de neutrinos y rayos cósmicos y, quizá, de ondas gravitatorias).
Estamos predispuestos en favor de la luz visible. Somos chovinistas en este aspecto, pues es la única clase de luz a la que nuestros ojos son sensibles. Ahora bien, si nuestro cuerpo pudiera transmitir y recibir ondas de radio, los seres humanos primitivos habrían conseguido comunicarse entre sí a grandes distancias; si ése hubiera sido el caso de los rayos X, nuestros antepasados habrían podido examinar el interior oculto de plantas, personas, otros animales y minerales. ¿Por qué, pues, la evolución no nos ha dotado de ojos sensibles a esas otras frecuencias lumínicas?
Cualquier material que escojamos absorbe la luz de ciertas frecuencias, pero no de otras. Cada sustancia tiene sus propias inclinaciones. Existe una resonancia natural entre la luz y la química. Algunas frecuencias, como los rayos gamma, son absorbidas de forma indiscriminada por todos los materiales. La luz emitida por una linterna de rayos gamma sería absorbida con facilidad por el aire a lo largo de su trayectoria. Los rayos gamma procedentes del espacio, que tienen que atravesar la atmósfera terrestre, quedan enteramente absorbidos antes de llegar al suelo. Por lo que respecta a los rayos gamma, al nivel de la superficie reina la oscuridad (excepto en torno a objetos tales como las armas nucleares). Si queremos ver rayos gamma procedentes del centro de la galaxia, debemos enviar nuestros instrumentos al espacio. Algo semejante sucede con los rayos X, la luz ultravioleta y la mayor parte de las frecuencias del infrarrojo.
Por otro lado, la mayoría de materiales absorbe mal la luz visible. El aire, por ejemplo, suele ser transparente a ella. Así pues, una de las razones de que veamos en la banda de frecuencias visible es que esta clase de luz atraviesa la atmósfera hasta llegar a nosotros. Unos ojos aptos para rayos gamma tendrían un uso muy limitado en una atmósfera opaca a éstos. La selección natural sabe hacer bien las cosas.
La otra razón de que percibamos la luz visible es que el Sol concentra casi toda su energía en esta banda. Una estrella muy caliente emite principalmente en el ultravioleta. Una estrella muy fría emite sobre todo en el infrarrojo. Pero el Sol, una estrella de temperatura media, consagra a la luz visible la mayor parte de su energía. Con una precisión notablemente alta, el ojo humano alcanza su sensibilidad máxima en la frecuencia correspondiente a la región amarilla del espectro, donde el Sol es más brillante.
¿Es posible que los seres de algún otro planeta tengan una sensibilidad visual máxima a frecuencias muy distintas? No me parece probable. Casi todos los gases que abundan en el cosmos tienden a ser transparentes a la luz visible y opacos a las frecuencias próximas. Todas las estrellas, a excepción de las más frías, concentran gran cantidad de su energía en las frecuencias visibles, si no la mayor parte de ellas. El hecho de que tanto la transparencia de la materia como la luminosidad de las estrellas opten por la misma gama reducida de frecuencias parece ser sólo una coincidencia que se deriva de las leyes fundamentales de la radiación, la mecánica cuántica y la física nuclear, y que se puede aplicar, por lo tanto, no sólo a nuestro sistema solar, sino a todo el universo.
Tal vez existan excepciones ocasionales, pero creo que los seres de otros mundos, si los hay, probablemente verán en la misma banda de frecuencias que nosotros[6].
Si a nuestros ojos la vegetación es verde, se debe a que refleja la luz de este color y absorbe la roja y la azul. Podremos trazar un esquema del grado de reflexión de la luz según sus diferentes colores. Algo que absorba la luz azul y refleje la roja se verá rojo; algo que absorba la luz roja y refleje la azul se verá azul. Vemos blanco un objeto cuando refleja todos los colores más o menos por igual. Esto vale también para los materiales grises y negros. La diferencia entre blanco y negro no es cuestión de color, sino de la cantidad de luz reflejada, de modo, pues, que no se trata de términos absolutos, sino relativos.
El material natural más brillante puede que sea la nieve recién caída. Sin embargo, sólo refleja el 75% de la luz incidente. Los materiales más oscuros que podemos encontrar en la vida diaria —como el terciopelo negro— aún reflejan un pequeño porcentaje de la luz que incide sobre ellos. «Tan diferente como el negro y el blanco» es un dicho que contiene un error conceptual. Blanco y negro son fundamentalmente la misma cosa, la diferencia sólo estriba en la cantidad relativa de luz reflejada, no en su color.
Entre los seres humanos, la mayoría de «blancos» lo son bastante menos que la nieve recién caída (o incluso que un frigorífico de ese color), y la mayor parte de «negros» lo son menos que el terciopelo negro. Se trata de términos relativos, vagos, confusos.
Propiedades de la superficie reflectante de los pigmentos corrientes bajo la luz visible.
La fracción de la luz incidente que refleja la piel humana (reflectancia) varía de modo considerable de un individuo a otro. La pigmentación de la piel se debe principalmente a una molécula orgánica llamada melanina, que el cuerpo elabora a partir de la tirosina, un aminoácido corriente en las proteínas. Los albinos padecen una anomalía hereditaria que impide la síntesis de melanina. Su piel y su pelo son de un blanco lechoso. El iris de sus ojos es rosado. Los animales albinos son raros en la naturaleza porque, por un lado, su piel proporciona escasa defensa contra la radiación solar y, por otro, carecen de camuflaje protector. Los albinos no suelen vivir mucho tiempo.
En Estados Unidos, casi todo el mundo es moreno. Nuestras pieles reflejan algo más la luz del extremo rojo del espectro visible que la del extremo azul. Es tan absurdo describir como «de color» a los individuos con un contenido elevado de melanina como calificar de «pálidos» a quienes lo tienen bajo.
Las diferencias significativas en la reflectancia de la piel sólo se manifiestan en la banda visible y en frecuencias inmediatamente adyacentes. Los descendientes de europeos nórdicos y aquellos cuyos antepasados procedían del África central son igual de negros en el ultravioleta y en el infrarrojo, donde casi todas las moléculas orgánicas, y no sólo la melanina, absorben la luz. Únicamente en la banda visible, donde muchas moléculas son transparentes, es posible la anomalía de la piel blanca. En la mayor parte del espectro todos los seres humanos somos negros[7].
La luz solar se compone de una mezcla de ondas con frecuencias correspondientes a todos los colores del arco iris. Hay algo más de amarillo que de rojo o azul, lo que explica en parte el tono amarillo del Sol.
Todos estos colores inciden, por ejemplo, en el pétalo de una rosa. ¿Por qué entonces la rosa se ve roja? Porque todos los colores aparte del rojo son sustancialmente absorbidos por el pétalo. La mezcla de ondas luminosas incide sobre la rosa. Las ondas rebotan una y otra vez bajo la superficie del pétalo y, como sucedía en la bañera, tras cada rebote se amortiguan, pero en cada reflexión las ondas azules y amarillas son absorbidas más que las rojas.
El resultado neto es que se refleja más luz roja que de cualquier otro color, y es por esto por lo que percibimos la belleza de una rosa roja. Sucede lo mismo con las flores azules o violetas, sólo que en este caso son la luz roja y la amarilla las absorbidas con preferencia, en tanto que la azul y la violeta se reflejan.
Existe un pigmento orgánico responsable de la absorción de luz en flores tales como las rosas y las violetas, de colores tan característicos que han adoptado sus nombres. Se denomina antocianina. Curiosamente, una antocianina típica se torna roja en un medio ácido, azul en un medio alcalino y violeta en un medio neutro. Así, las rosas son rojas porque contienen antocianina y su medio interno es un tanto ácido, mientas que las violetas son azules porque contienen antocianina en un medio interno alcalino.
Los pigmentos azules son poco frecuentes en la naturaleza, tal como lo demuestra la rareza de las rocas o arenas azules en la Tierra y en los otros planetas. Los pigmentos azules son bastante complejos; las antocianinas están compuestas de unos veinte átomos, cada uno más pesado que el hidrógeno, dispuestos en una estructura específica.
Los seres vivos utilizan los colores de muchas maneras: para absorber la luz solar y, a través de la fotosíntesis, producir alimento sólo a partir de aire y agua; para recordar a las aves que crían dónde están los gaznates de sus polluelos, para interesar a una pareja; para atraer a un insecto polinizador; para camuflarse y pasar inadvertidos, y, al menos entre los seres humanos, para deleitarse con su belleza. Pero todo esto sólo es posible gracias a la física de las estrellas, la química del aire y la soberbia maquinaria del proceso evolutivo, que nos ha conducido a una armonía tan espléndida con nuestro entorno físico.
Cuando estudiamos otros mundos, cuando examinamos la composición química de sus atmósferas o superficies —cuando intentamos comprender por qué es parda la bruma alta de Titán, una luna de Saturno, o rosado el terreno agrietado de Tritón, una luna de Neptuno— nos basamos en propiedades de las ondas luminosas, no muy diferentes de las del agua en la bañera. Dado que todos los colores que vemos —en la Tierra y en cualquier otra parte— sólo existen en función de aquellas longitudes de onda que se reflejan mejor, imaginar el Sol acariciando todo cuanto tiene a su alcance, concebir su luz como la mirada de Dios, es algo más que una idea poética. Pero quien quiera comprender mejor lo que sucede hará bien en pensar en un grifo que gotea.