5 de Mayo.

      Estamos al sur del Golfo de Bengala, a sólo tres grados del Ecuador. Hemos dejado atrás el Estrecho y las costas de Sumatra. Es la primera noche sin viento desde que salimos del puerto de Hong-Kong. La nave apenas se mueve. El humo de la pipa no sabe que rumbo tomar. No hay luna. Pero están todas las estrellas. Las del Norte y las del Sur. Se reflejan en el agua, plana como un espejo. Quizá están cantando ahora, pero aun no puedo oírlas. Sí, aquí sentado en cubierta, con este silencio, trataré de escribir, para que la memoria no me traicione, la extraña historia de Tarin-Shan. Nos la contó por unas monedas un mendigo en una callejuela de Hong-Kong. La escribo ahora tal como yo la entendí, o quise entenderla.

 

 

“Hace mucho, mucho tiempo, había en la costa del Sur una próspera aldea de pescadores. La madera y el bambú le daban un brillo dorado al amanecer y, desde las frágiles barcas aparecía a la vista de aquellos hombres como un tesoro fundido en el paisaje. El mundo era simple y antiguo y el tiempo pasaba con disimulo por entre las redes, las barcas y las trenzas de las doncellas.

Allí vivía Tarin-Shan. El joven Tarin había aprendido de su padre el arte de la pesca y salían juntos en la barca que un día construyeron junto al río. El Yang-Tsu arrojaba al mar, muy cerca de la aldea, las aguas de las montañas que, decían, había más allá del horizonte.

En las marismas, entre los juncos, anidaban los patos de cuello verde, que traían entre sus plumas el polvo de tierras jamás pensadas.

Tarin había mostrado desde niño una curiosidad insaciable y acosaba a su padre con preguntas extrañas. Cuando empezó a salir con la barca, mientras tiraban las redes, se preguntaba en voz alta dónde va el Sol cuando se hunde tras las lejanas montañas. Y si era el mismo que al amanecer asomaba a lo lejos, en el mar. O si cada día nace uno distinto. Y dónde va la Luna y porqué es de un blanco de plata. Y porqué los peces del río no bajan al mar. Su padre le respondía, en voz baja, que cogiera con fuerza la red y mirara hacia abajo. Muchas noches no dormía y si dormía, soñaba. Y a veces soñaba que tenía las respuestas a todas las preguntas.

Su sed de saber era tanta, que una noche abandonó la aldea junto a unos mercaderes y viajó hacia el Norte. Cruzó tres ríos y llegó a la ciudad de Shin-Khun, la antigua. Buscó la Gran Escuela, más allá de la vieja muralla, junto a las siete fuentes. Pidió ver a los Grandes Maestros. Pidió quedarse. Lo echaron como a un mendigo. Casi era un mendigo. Pedía respuestas. Siete días y siete noches estuvo gritando preguntas bajo las altas ventanas. Cuando preguntó si los Grandes Maestros eran sabios o sólo eran maestros, el anciano Wong-Yu le hizo pasar. Se encerró con ellos siete primaveras. Halló las respuestas y fue cerrando puertas en su mente, pero a cada puerta que cerraba, siete se abrían. Una noche, el anciano maestro le dijo que ahora que había abierto todas las puertas, podía quedarse para siempre o salir a buscar la respuesta que las cierra todas.

Tarin se marchó. Supo que mucho tiempo atrás uno de los más sabios maestros salió a buscar la última respuesta. Siguió las huellas que dejó en su camino y cruzó los mismos ríos y las mismas aldeas y llegó a la Montaña de Sal, que corona el desierto de Meng. El polvo salado quemaba los ojos. Con el pañuelo de seda azul en el rostro, empezó a subir. Casi en la cumbre, junto a una cueva, encontró a quien buscaba. Sentado, con la cabeza alta, casi ciego. Te esperaba, le dijo.

Tarin se quedó en la montaña y vio al Sol cruzar el cielo más de mil veces. Y el hombre de la montaña no le enseño nada. Y a su lado lo aprendió todo. Más de mil veces escucharon el canto de las estrellas y supo que en la vida de un hombre no hay bastantes noches para repetir una canción. Y una noche, el viejo maestro ciego le ordenó a Tarin que volviera a su aldea, pues ya tenía el valor de encontrar la última respuesta. Y volvió.

Los patos de cuello verde que anidaban en las marismas, entre los juncos, estaban allí. Ayudó a su padre a salir en la barca y tirar las redes. Tomó por mujer una doncella con trenzas de negra noche y cara de luna. Y una tarde tranquila, mientras, mirando al mar, esperaba que su hijo naciera, un viento salado que venía de más allá del lejano Norte, le hizo llorar. Y sus lágrimas le parecieron dulces, al oír en su cabaña de madera y bambú, el llanto de vida de la última respuesta. ”

 

 

Lady Henriette, sin pasar más páginas, cerró el cuaderno y miró la cubierta.

 

"Capitán Horace Blackworth.

China.1863"

 

 

Lo devolvió al viejo baúl. Cerró la tapa despacio y lo mandó subir de nuevo a la habitación de su padre.

Las sombras en la pared bailaban al son del tic-tac del reloj. Se sentó en la butaca, cerrando despacio los ojos y esperó a las luces del nuevo día sobre los campos de York, en la Alta Inglaterra.