EL DESERTOR

 

No soy un desertor. Que esto quede claro desde un principio. No, no soy un desertor. Soy Gerard de Lamartine, capitán de fusileros del ejército francés, al servicio del Emperador. Dios guarde muchos años a quien ha devuelto el orgullo y la gloria a Francia. Es verdad, eso sí, que he abandonado el ejército. He abandonado a mis hombres. Aunque admito que decir esto es muy pretencioso. Esos hombres no son míos. Nadie posee a nadie. Hace frío. No soporto el frío. Aprendí a odiarlo de niño en los inviernos de París. Mi madre me lavaba la cara con agua helada en esas mañanas que entraban por la ventana de mi cuarto con el gris blanquecino del invierno. Aun ahora al recordarlo noto el ardor cortante en las mejillas. El frío cruel de estas tierras me ha ayudado en mi determinación de abandonar. No es la única razón, por supuesto, y Dios lo sabe bien. Un capitán no ha abandonado nunca por el frío. En realidad no conozco a ningún capitán que haya abandonado. No digo que no haya ocurrido. Sólo digo que no tengo noticias de que haya ocurrido. Se conocen casos de oficiales que ante una batalla inminente han desaparecido sin dejar rastro u otros que han desaparecido en pleno combate. Tal vez sea yo el primero en abandonar, así sin más. Por eso no soy un desertor. Porque soy un oficial. Porque he dejado las cosas claras. He escrito una larga carta al general y le pido entre otras cosas que la haga llegar a Napoleón. Que entienda que no es deslealtad. Ni a él ni al imperio francés. Ni a mí mismo. No, no es deslealtad. Es otra cosa. No soy un desertor. Los soldados que desertan huyen como animales, en pequeños rebaños, muy pocas veces solos, agazapados, casi a cuatro patas, cubiertos por el manto de su cobardía compartida, cuchicheando entre gruñidos porque tienen miedo hasta de las palabras, haciendo jirones el uniforme de tanto arrastrarse entre polvo, piedras y zarzas, como las serpientes, a las que les da igual el terreno, pues siempre encuentran un hueco por donde deslizarse, y así, como a serpientes, los encuentran siempre y se los llevan de vuelta para ser juzgados con asco y condenados. Y rápidamente fusilados para sacarse de encima a esa escoria lo antes posible. He mandado muchos pelotones de fusilamiento. Hay muchos desertores. No es agradable, lo sé, pero hay que cumplir con el deber. Y más si se trata de este tipo de castigos ejemplares. Este frío es insoportable. Pero si el Emperador lo ha decidido así, así debe ser. El siempre ha sabido qué hacer. Pero este avance hacia el Este se está haciendo muy penoso. No porque hayamos encontrado mucha resistencia, no. O si la hemos encontrado, batalla y adelante. Siempre es así. Esta es la idea, supongo. Nunca nos detenemos. Napoleón ha reunido a más de seiscientos mil hombres y esto es una gran ventaja. Somos un ariete. Una avalancha. Y no hay ejército que pueda detenerla. Hace muy poco, en Borodino, Kutuzov intentó detenernos, presentando batalla. Fue inútil. Hicimos retroceder a los rusos. Se replegaron. No han detenido nuestro avance hacia Moscú. Hay que decir que ha sido otra carnicería. Han muerto cerca de cincuenta mil hombres de cada ejército, pero eso no ha cambiado nada. Moscú sólo es cuestión de tiempo. Está ya muy cerca. Pero yo no estaré allí. Para mí, Borodino ha sido el final. Siempre hay un final para todo. Aquí me he detenido. No, no es por la batalla en sí, claro que no. Nunca me detendría por cosas como esta. Simplemente estoy cansado. Es un cansancio interior que no obedece a cosas fáciles de explicar. En todo caso lo he intentado en la carta dirigida a Bonaparte. Ahora cabalgo solo, entre el frío de estas inmensas llanuras. Cabalgo hacia el Oeste. No vuelvo a París, eso se terminó para mí. Confío en la imperial indulgencia, pero no hasta ese punto. Confío, al menos, en su comprensión. No sé si ya habrá leído la carta. Estaba enfermo el día de la batalla. Espero que Dios ya le haya devuelto la salud. Viajo muy rápido. Al menos, todo lo rápido que se puede viajar en estas condiciones. A veces me pregunto si el grueso del ejército ha reemprendido la marcha tras la batalla. Temo por ellos. Este frío no perdona y cada vez es más difícil la llegada de abastecimientos desde las retaguardias. Este invierno es como una pinza que nos ha ido atenazando. En el largo avance sólo hemos encontrado tierra helada y baldía. Hemos perdido a muchos hombres en el camino. Por el frío. Pero todo debe seguir su curso. Los astros no se detendrán, a pesar nuestro. Sigo vistiendo el uniforme. Aun no quiero desprenderme de el. Me dirijo a la costa. La recorreré hasta dar con un puerto en que zarpe alguna nave hacia América. Allí empezaré una nueva vida. Estoy muy cansado. Mis amigos han muerto. En cada batalla he perdido a un amigo. A Vignal, a Morand, a Gaucourt, a Lefèvre, a Raimond, a Rivière, a Divaillac, a Rameau. Sólo me queda Claudel. Y ya nunca sabré qué será de él. Ahora avanza hacia Moscú. Pobre Claudel. Pobre de mí. ¿Será de alguna utilidad todo esto? Tal vez las guerras no son nunca útiles. No a los soldados. Ni a los oficiales. Ni a los reyes ni emperadores. Las guerras o son útiles a nuestros hijos o no son útiles a nadie. Pero eso no lo sé ni me importa. A un oficial francés no le importan esas cosas. Por eso llevo el uniforme. Con el lo veo todo claro. Las preguntas dejan de tener sentido. Las dudas desaparecen. Si me es posible sólo abandonaré el uniforme al llegar a la costa. Me gustaría embarcar con el, pero eso no es posible. Mi uniforme (y tal vez mi alma) se quedará aquí en Europa. Yo partiré hacia América. Y será con nuevas ropas (y tal vez con un alma nueva). Llevo colgado de cuello un saquito con perlas y diamantes. Los encontré en el registro de un castillo en Prusia. Me los quedé. Sus propietarios ya no los necesitaban. Son ahora mi salvoconducto. Hasta hoy no he tenido problemas para alejarme hacia el Oeste. Tal vez han mandado correos con la noticia. Es posible que me estén buscando. Es posible que los destacamentos que hemos ido dejando en el camino ya me estén buscando. Habrá patrullas. He de ir con cuidado. Pero quién encuentra a quién en estas inmensidades heladas. ¿Qué patrulla va a arriesgarse entre el viento y la nieve para encontrar a un solo hombre? Con este frío. ¿A quién le interesa encontrarme? A nadie. Y eso puedo asegurarlo. A nadie. No interesa a nadie. Es preferible para todos que me declaren muerto o desaparecido. Así se lo sugiero a Bonaparte en mi carta. Se lo pido a cambio de tantos años a su lado en tantas batallas. Que me declare muerto o desaparecido en la última batalla. En Borodino. Y que así lo comuniquen a mi familia. Mis padres lo sentirán, eso es verdad pero, al fin, estarán orgullosos. Y mi esposa Marguerite, que rehaga su vida y busque un padre para el pequeño Víctor. Llevo años recorriendo Europa, entre batallas, ensanchando las fronteras del Imperio. Ya no tengo familia. ¿Cómo he de amar a quién no tengo cerca? Amo más a mi Emperador que a mi familia. Estas cosas ocurren. Francia siempre podrá decir que ha sabido resucitar la gloria de Augusto y de Marco Aurelio. Esto es suficiente para llenar un corazón. Pero mi corazón empieza a enmohecerse con las tinieblas del hastío. No puedo asimilar este vacío y este cansancio de todo. Es desasosiego. No miedo, eso nunca. Yo no temo a nada, pero algo me dice que debo abandonarlo todo. No puedo salir de mi mismo, pero si pudiera salir, saldría y dejaría al capitán Lamartine luchando por la gloria de Francia y yo me iría a otro lugar, o a otra vida. Como no puedo hacerlo, he de llevarme, muy a mi pesar, al capitán conmigo. Y ese es el problema. Y eso es lo que quiero que entiendan. Por eso no soy un desertor. Yo no soy como esos dos que encontré a los dos días de partir. Me vieron llegar y trataron de esconderse, pero eso es imposible en estas llanuras. Imposible. Daban asco. Habían desertado un día antes de la batalla. Estaban sucios, malolientes, con el uniforme destrozado, con harapos en la cabeza a modo de gorros infames. Ya ni disimularon cuando llegué junto a ellos. Se miraron entre sí y uno hizo un comentario a otro en voz baja diciendo que tal vez yo era un oficial desertor. Así que hice lo que ya había decidido hacer a poco de verlos en la lejanía. En voz muy alta y desenvainando el sable dije que, en nombre del Emperador y de Francia, los juzgaba y los condenaba a una muerte inmediata. Añadí que no tendrían ni el privilegio del fusilamiento. Quedaron atónitos. Sin descabalgar, hundí el sable en el vientre del que había hablado. El otro tuvo la innoble intención de huir. Imploraba piedad. Dejé que se alejara unos metros, asombrado de tanta vileza. Lo alcancé al trote y lo maté por la espalda, como se merecen los cobardes. Que asco. Bajé del caballo sólo un momento para limpiar la sangre del sable en la nieve. Me pareció que el desertor se movía. No me preocupé por eso. Peor para él si aun vivía. Monté de nuevo y me alejé rápido de allí. Antes, me sacudí la nieve de las botas. Aun cuando sólo hace dos días de este incidente, ya casi lo he olvidado. Tengo una envidiable capacidad de olvido. Es parte de mi fuerza. Pero este frío me vence. La soledad no. Cuando uno viaja solo, ha de hacer frente a todo tal como venga, a pesar de que las situaciones puedan ser muy comprometidas. Cómo si no iba uno a aguantar tanto tiempo viajando hacia el Oeste, con este frío. Hay que prever el tema de la comida y el descanso. También para mi caballo. Cuando entro en una aislada casa de campesinos, se asustan mucho. Pero no hay problema. Si esos dos desertores que ejecuté, se presentaran en una casa, la familia entera gritaría horrorizada porque sabría de inmediato que son desertores y que cometerían toda clase de atrocidades. En cambio, cuando ven entrar a un oficial francés, que viene perfectamente uniformado y a caballo, se asustan, es verdad, pero no se horrorizan y quedan a la espera de acontecimientos. Piensan que un poco más allá estará el resto del ejército, o un numeroso grupo de soldados. Los oficiales imponen respeto a estas gentes y, aunque es verdad que en ocasiones podemos parecer crueles a sus ojos, saben que no es lo mismo que tratar con la soldadesca. Y así puedo descansar y comer. Y resguardarme del frío. El caballo también. Es un buen caballo. Mi buen Quirón. Me siento seguro con él en la batalla. Y ahora también, en este viaje. A esta gente le digo que yo duermo dentro, como oficial que soy, pero que fuera están las patrullas. La gente lo cree. O quiere creerlo. Saben que es lo mejor para ellos. Son humildes campesinos y prefieren no inmiscuirse en nada de todo esto. Si la guerra les pasa por el lado, mejor que por encima. Sólo en una casa tuve problemas el otro día. El hijo mayor se negó a que pasara la noche en la casa con ellos. Incluso dudó que fuera hubiera patrullas. Saqué el sable y con un movimiento preciso le hice un profundo corte en la mejilla. Le dije que el próximo corte sería en el cuello. Se calmó enseguida. Yo mismo le cosí la herida. Su madre se echó al suelo y me besó las botas. Esto me conmovió un poco. Sólo un poco y no duró demasiado. Por la mañana seguí mi camino. Y así, de este modo, con algún que otro incidente y con la ayuda de Dios, he llegado a la costa y ya estoy en el puerto de una gran ciudad. Gracias a las joyas de Prusia no he tenido ni tendré problemas. Dentro de dos días zarpa un buque hacia América. He vendido a Quirón. Lo he sentido mucho. Mucho. Ya no llevo el uniforme. Me siento extraño.

Ahora no sé quien soy.

 

(En un piso del centro de Barcelona).

Son las cinco de la mañana. El teléfono despierta a Víctor con un sobresalto. Enciende la luz. Se levanta. Coge el teléfono. Carraspea. ¿Diga? ¿Víctor Martín? Sí, diga. Soy el doctor Vilaplana; han encontrado a su padre. ¿Cómo?; ¿Está bien? Sí, está bien; lo ha encontrado la policía, ya estaban avisados. ¡Gracias a Dios! ; ¿Dónde está ahora? Lo tenemos aquí de nuevo; descansa en su habitación; le hemos hecho una revisión y se encuentra bien; físicamente; hace varias horas que está aquí; he esperado a llamarle para asegurarme que el profesor Martín se encontraba bien. Voy para allá. No es necesario que se de prisa, Víctor, todo está controlado. Voy para allá; en media hora estoy ahí. Pero Víctor, si no hay necesidad de (oye el clic del teléfono).

 

 

(En un sanatorio mental a pocos kilómetros de Barcelona).

¿Cómo está, doctor? Es difícil de decir; al menos no ha sufrido ningún accidente; aun no sé cómo lo ha hecho para pasar tantos días en paradero desconocido; hay que esperar para hacer una evaluación más precisa; ya sabe que estas cosas son complejas. Si, ya lo se; antes del hundimiento, era una bellísima persona y un profesor admirado por sus colegas y alumnos, pero todo se torció en un momento. No, Víctor, esas cosas no ocurren en un momento, aunque a los demás nos lo pueda parecer; la esquizofrenia es una enfermedad muy traidora y tiene muchos grados y a veces queda latente y otras veces se manifiesta de forma difícilmente controlable. Por eso tuve que encerrar a mi padre. Por eso lo puse en buenas manos; no podía estar en otro sitio. Al menos mi madre no llegó a ver este desastre. Su padre ha sido estos años un paciente modélico; agradable y tranquilo; es un buen hombre; creo que lo que hizo que se desencadenara todo fue la muerte de su esposa, ya hemos comentado esto muchas veces. Es verdad, doctor, cuando mi madre vivía él estaba perfectamente. Lo parecía. Bueno, da lo mismo, doctor. Mire, Víctor, ahora que su padre está aquí de nuevo, permítame que le pida disculpas por estos días de ansiedad que ha pasado; nosotros somos los responsables; ya sabe lo ocurrido; en un paseo por el exterior, su padre iba hablando con otro paciente y, dos de los enfermeros acompañantes, con poca experiencia, empezaron a cuchichear entre sí porque le oyeron hablar de sus historias napoleónicas y les hizo gracia; su padre los empujó, a uno al canal y otro a la carretera; entre el atropello de uno y la ayuda que necesitó el otro, su padre desapareció. Ya, ya lo sé; ¿Dónde lo han encontrado? En el puerto, envuelto en unos cartones. Esta noche ha sido muy fría.

Si… a mi padre no le gusta el frío.