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LA ENSEÑANZA CENTRADA EN EL ALUMNO SEGUN LA EXPERIENCIA DE UN PARTICIPANTE
En otras partes de este volumen el lector ya habrá podido comprobar que no puedo contentarme simplemente con exponer mi punto de vista sobre la psicoterapia. Considero esencial describir también la percepción que el propio cliente tiene acerca del tratamiento, ya que ésta es la verdadera materia prima a partir de la cual he desarrollado mis puntos de vista. De la misma manera, descubrí que no podía darme por satisfecho con sólo formular mis opiniones acerca del significado de la educación basada en las enseñanzas de la psicoterapia; debía presentar también la percepción que el estudiante tiene de ella.
Para ello revisé los diversos informes y “hojas de reacciones” procedentes de estudiantes de diferentes cursos, que había acumulado durante varios años. Hubiera podido satisfacer mi propósito citando extractos de esos testimonios, pero por último decidí usar dos documentos del doctor Samuel Tenenbaum. El primero de ellos fue redactado por este último inmediatamente después de participar en uno de mis cursos; el segundo fue una carta que recibí de él un año más tarde. Le estoy profundamente agradecido por haberme concedido su autorización para utilizar esos testimonios personales. Presentaré ahora el contexto en que ellos surgieron, a fin de que el lector pueda comprenderlos de manera más adecuada.
En el verano de 1958 fui invitado por la Universidad de Brandéis a dictar un curso de cuatro semanas sobre el tema “El proceso de modificación de la personalidad”. Personalmente, no tenía grandes esperanzas acerca de este curso, puesto que sería uno de los tantos en que los estudiantes se reúnen durante dos horas tres veces por semana, y no un encuentro intenso de trabajo, como yo lo prefiero. Supe de antemano que el grupo sería muy heterogéneo: docentes, candidatos al doctorado en psicología, asesores, varios sacerdotes —uno de ellos extranjero—, psicoterapeutas con clientela privada y psicólogos escolares. En general, el grupo era más maduro y experimentado que el promedio de un curso universitario. Me sentí más tranquilo: me esforzaría por hacer del curso una experiencia significativa para todos nosotros, pero dudaba de que tuviera la misma influencia que habían tenido, por ejemplo, otros talleres sobre asesoramiento psicológico que yo había conducido.
Quizás el éxito logrado se debió a las modestas expectativas que tenia acerca del grupo y de mi mismo. Creo que fue uno de mis intentos más satisfactorios en lo que se refiere a la tarea de facilitar el aprendizaje en cursos o talleres. Esto debe tenerse presente al leer los testimonios del doctor Tenenbaum.
Por otra parte, quisiera señalar que me siento mucho más seguro al enfrentarme con un nuevo cliente que al entrar en contacto con un grupo nuevo, ya que creo manejar las condiciones de la psicoterapia de una manera que me permite confiar en el proceso que se inicia; cuando trabajo con grupos, en cambio, mi confianza es mucho menor. En algunas ocasiones, aun cuando tenía razones para suponer que todo saldría bien, no se produjo el aprendizaje vital, basado en la iniciativa de los propios alumnos y autodirigido; en otras oportunidades, cuando abrigaba serias dudas acerca del éxito que podría obtener, todo salió maravillosamente. Esto significa que nuestras ideas acerca del proceso de facilitación del aprendizaje en la educación no son tan completas ni exactas como las que tenemos sobre el proceso terapéutico.
Pero volvamos al curso de verano en Brandéis, que fue sin duda una experiencia muy significativa para la mayoría de sus participantes, a juzgar por sus informes posteriores. Me interesó especialmente el del doctor Tenenbaum, escrito tanto para sus colegas como para mí. Se trataba de un estudioso maduro —no un joven impresionable—, un educador especializado que ya contaba con el mérito de haber publicado una biografía de William H. Kilpatrick, el filósofo de la educación; por consiguiente, sus apreciaciones sobre la experiencia me parecieron particularmente valiosas.
No deseo sugerir que comparto todas las impresiones del doctor Tenenbaum, ya que son sobre todo sus discrepancias las que confieren mayor utilidad a sus observaciones. Lo que más me preocupó fue el hecho de que la experiencia le pareciera basada en un enfoque “Rogers”, y que pensara que sólo en virtud de mi persona y mis puntos de vista ella había sido lo que fue.
Por esa razón me causó gran placer una carta que me envió un año más tarde, relatándome sus propias experiencias en la enseñanza. Esto confirmó lo que yo ya había aprendido de una gran variedad de individuos: que la enseñanza no se convierte en una experiencia dinámica simplemente gracias a la personalidad de un maestro determinado, sino que se debe al funcionamiento de ciertos principios, que cualquier “facilitador” puede poner en práctica con sólo adoptar las actitudes adecuadas.
Pienso que los dos testimonios del doctor Tenenbaum explicarán la razón por la cual los docentes que han experimentado el tipo de aprendizaje grupal que se describe más abajo nunca pueden volver a métodos educacionales más estereotipados. A pesar de las frustraciones y fracasos ocasionales, con cada nuevo grupo el maestro procura descubrir las condiciones capaces de provocar esta experiencia de aprendizaje vital.
CARL R. ROGERS Y LA ENSEÑANZA NO DIRIGIDA por Samuel Tenenbaum, Ph.D.
Como persona interesada en la educación, he participado en una metodología tan única y especial que me siento obligado a compartir mis experiencias. A mi juicio, la técnica es tan radicalmente distinta de las que se aceptan y utilizan habitualmente, y tan revolucionaria que merece ser conocida por todos. Llamar a este proceso enseñanza “no dirigida” es una descripción tan buena como cualquier otra, y hasta creo que el mismo Cari Rogers elegiría ese nombre.
Tenía alguna idea sobre el significado de ese término, pero francamente no estaba preparado para hallar algo tan sorprendente. No es que esté atado a convencionalismos; mis orientaciones educacionales se basan en el enfoque de William Heard Kilpatrick y John Dewey, y cualquiera que conozca siquiera en parte el pensamiento de estos autores sabe bien que sus concepciones no tienen nada de estrecho ni mojigato. Pero el método que el doctor Rogers empleó en un curso que dictó en la Universidad Brandéis era tan extraño que sólo pude creerlo porque yo mismo participé de la experiencia. Espero que mi descripción permita a los lectores apreciar los sentimientos, las emociones, la calidez y el entusiasmo que este método suscitó en nosotros.
El curso carecía por completo de estructura; ninguno de nosotros —ni siquiera el instructor— sabía, en ningún momento, qué ocurriría a continuación, qué tema de discusión habría de surgir, qué preguntas se formularían ni qué necesidades personales, sentimientos y emociones se pondrían de manifiesto. Esta atmósfera de libertad no estructurada —toda la libertad que los seres humanos pueden permitirse unos a otros— fue creada por el propio doctor Rogers, quien de manera amistosa y tranquila se sentó junto con los estudiantes (aproximadamente 25) alrededor de una gran mesa redonda y nos dijo que sería bueno que todos nos presentáramos y tratáramos de explicar nuestro propósito. Se produjo un silencio tenso, hasta que un estudiante levantó tímidamente la mano y habló. Después de una nueva pausa incómoda se oyó la voz de otro alumno. Luego las manos comenzaron a elevarse con mayor rapidez. El instructor en ningún momento instó a nadie a hablar.
EL ENFOQUE NO ESTRUCTURADO
Más tarde, Rogers informó al grupo que había traído consigo gran cantidad de material —reimpresiones de artículos, folletos, libros— y presentó una bibliografía de lecturas recomendadas. En ningún momento manifestó deseos de que los estudiantes leyeran determinado libro o hicieran cualquier otra cosa. Sólo recuerdo que formuló un pedido: ¿estaría alguien dispuesto a acomodar ese material en una habitación reservada a tal efecto para los estudiantes del curso? Inmediatamente hubo dos voluntarios. También dijo que tenía cintas con grabaciones de entrevistas y películas cinematográficas, lo cual causó gran excitación. Los estudiantes quisieron saber si eso también estaba a su disposición, a lo cual el doctor Rogers respondió afirmativamente. Luego el curso decidió cuál sería la mejor manera de verlas y oírlas: los estudiantes se ofrecieron a manejar los grabadores y conseguir un proyector dé películas. La mayor parte de esta actividad fue iniciada y organizada por los alumnos.
A esto siguieron cuatro sesiones difíciles y frustrantes, durante las cuales el curso no parecía moverse en ninguna dirección. Los estudiantes hablaban al azar y decían cualquier cosa que se les ocurriera; todo parecía caótico, sin sentido, una pérdida de tiempo. Por ejemplo, un estudiante se refería a cierto aspecto de la filosofía de Rogers; otro, sin prestarle atención alguna, orientaba la discusión en cualquier otro sentido, y un tercero, sin atender a ninguno de los anteriores, traía a colación un tema completamente diferente. En ciertos momentos se advertían vanos esfuerzos por lograr una discusión coherente, pero en general la clase adolecía de una notable falta de continuidad y orientación. El instructor escuchaba todas las contribuciones con interés y respeto y jamás se pronunciaba acerca de la corrección o adecuación de ninguna de ellas.
La clase no estaba preparada para un enfoque de esa naturaleza y por consiguiente sus miembros ignoraban cómo proceder. Se sentían tan perplejos y frustrados que finalmente exigieron al instructor que asumiera el papel que le asignan la costumbre y la tradición, y se pronunciara en términos autoritarios acerca de lo que estaba bien o mal. ¿Acaso no habían viajado desde lejos para oír al oráculo mismo? ¿No eran afortunados? ¿No estaban a punto de ser iniciados en los rituales y prácticas correctas por el mismísimo gran hombre, el fundador del movimiento que lleva su nombre? Los anotadores estaban preparados para el momento culminante en que se oiría la voz del oráculo, pero la mayoría de ellos quedaron en blanco.
Lo sorprendente es que, desde el principio, los miembros del grupo se sentían unidos aun cuándo estuvieran furiosos; fuera del aula había una cierta excitación, ya que aunque se sintieran frustrados se habían comunicado en clase como nunca lo habían hecho antes y también de una manera muy diferente a la habitual. El grupo estaba ligado por una experiencia común y única. En la clase de Rogers habían expresado sus propios pensamientos; las palabras no surgían de un libro, ni reflejaban el pensamiento del instructor ni el de cualquier autoridad. Las ideas, emociones y sentimientos surgían de ellos mismos, y éste era un proceso liberador y estimulante.
En esta atmósfera de libertad obtenida sin necesidad de regateos y para la cual no estaban preparados, los estudiantes hablaron como pocas veces suelen hacerlo. Durante este período el instructor sufrió muchos ataques, que en algunas ocasiones parecieron representar para él verdaderos golpes. Sin embargo, a pesar de ser él nuestra fuente de irritación, por extraño que ello pueda parecer, nos inspiraba un gran afecto, puesto que no nos parecía bien enojarnos con un hombre tan comprensivo y sensible a los sentimientos e ideas de los demás. Todos coincidíamos en que debía haber algún malentendido que pronto se comprendería y solucionaría y todo volvería a estar bien. Pero nuestro instructor, muy amable en su manera de tratarnos, tenía un “capricho a toda prueba”. En este punto no parecía comprender nuestras expectativas, y si lo hacía era sin duda obstinado y empecinado, ya que rehusaba ceder. Y la puja continuaba: todos mirábamos a Rogers y Rogers nos miraba a nosotros. Finalmente, en medio de la aprobación general, un estudiante dijo: “Nosotros estamos centrados en Rogers y no en el alumno. Vinimos a aprender de Rogers.”
EL PENSAMIENTO ESTIMULANTE
Otro participante descubrió que Rogers había sufrido la influencia de Kilpatrick y Dewey; partiendo de esta idea dijo que ya se imaginaba lo que aquél se proponía: quería que los alumnos pensaran de manera independiente y creativa; que entraran en relación consigo mismos para llegar así a la “reconstrucción” de la persona —según el sentido que Dewey asigna a este término— y de sus propios puntos de vista, actitudes, valores y conducta. Esta sería una verdadera reconstrucción de la experiencia, un aprendizaje auténtico. Naturalmente, no quería que el curso terminara con un examen basado en libros de textos y clases magistrales, después del cual se designaría a los alumnos la acostumbrada nota final, que por lo general significa cumplimiento y olvido.24 Desde el comienzo del curso Rogers había expresado su opinión de que nadie puede enseñar nada a nadie, pero este participante señaló que el pensamiento se inicia cuando el camino se bifurca y el individuo debe hacer frente al famoso dilema del que habla Dewey; es decir, cuando llegamos a una encrucijada y no sabemos cuál de las sendas nos conducirá a nuestro destino, entonces empezamos a examinar la situación, y comienza el pensamiento.
También Kilpatrick estimuló el pensamiento original en sus alumnos y por eso rechazó el aprendizaje repetitivo que ofrece un libro de texto y optó por presentar problemas cruciales para el análisis, que despierta el interés y provoca cambios profundos en la persona. ¿Por qué no pueden los estudiantes —reunidos en comisiones o bien individualmente— traer a colación esos problemas para su discusión? 25Rogers escuchó en actitud comprensiva y dijo: “Veo que a usted todo esto le preocupa profundamente.” Eso fue todo. Si mal no recuerdo, el estudiante que tomó la palabra a continuación obvió las formulaciones del alumno que lo había precedido y, de acuerdo con la costumbre que parecía haberse establecido en la clase, comenzó a hablar de otro texto absolutamente distinto.
Periódicamente, durante la sesión, los estudiantes se referían en términos favorables a la sugerencia precedente, y comenzaban a exigir que Rogers asumiera el papel tradicional del maestro. A esta altura de las cosas, iba aumentando la frecuencia e intensidad de los ataques contra Rogers; hasta me pareció verlo doblegarse en algunas ocasiones. (En privado luego negó que se hubiera sentido afectado.) Durante una de las sesiones, un estudiante sugirió que Rogers nos diera clase durante una hora y que dedicáramos la hora siguiente a la discusión. Esta sugerencia pareció coincidir con sus planes, ya que manifestó tener consigo un trabajo no publicado, que estaba a nuestra disposición y que podríamos leer por nuestra cuenta. Pero el estudiante dijo que eso ya no sería lo mismo, que faltarían la persona, el autor, el énfasis, la inflexión, la emoción y todos los matices que dan valor y significado a las palabras. Rogers preguntó a los estudiantes si era eso lo que querían, y ante su respuesta afirmativa, leyó durante más de una hora. Después de los intercambios vividos y mordaces a que nos habíamos acostumbrado, la lectura fue por cierto una desilusión, aburrida e infinitamente soporífera. Esta experiencia puso punto final a todos los pedidos de clases magistrales. Más tarde, al disculparse por este episodio (“Es mejor —más perdonable— cuando son los alumnos quienes lo exigen.”), dijo: “Me pidieron una clase magistral. Es cierto que soy un recurso, pero ¿qué sentido tendría el hecho de darles una clase? Traje conmigo una gran cantidad de material: textos de muchísimas conferencias, artículos, libros, grabaciones y películas.”
Cuando llegamos a la quinta sesión no quedaba duda de que algo había ocurrido: los estudiantes conversaban entre sí pasando por alto a Rogers, pedían la palabra y querían hablar; lo que había sido un grupo indeciso, vacilante y susceptible se convirtió en un grupo de interacción, un ejemplo de cohesión que progresaba de manera única y desarrollaba una forma de discusión y un pensamiento que ningún otro grupo podría repetir o reproducir. El instructor también se incorporó, pero su papel, más importante que cualquier otro, de alguna manera se amalgamó con el grupo; este último —no el instructor— era lo importante, el centro, la base de operaciones.
¿Qué fue lo que originó esta situación? Sólo puedo exponer mis conjeturas al respecto. Creo que sucedió lo siguiente: durante cuatro sesiones los estudiantes se negaron a creer que el instructor rehusara desempeñar su papel tradicional; creían que iba a determinar las tareas, constituirse en centro de actividades y manejar el grupo. Tardaron cuatro sesiones en advertir que estaban equivocados, que el instructor no se presentaba a ellos más que con su propia persona y, que si realmente querían que sucediera algo tendrían que proporcionar el contenido. Esta fue, por cierto, una situación incómoda y difícil. Ellos eran los encargados de hablar, con todos los riesgos que eso implicaba. Como parte del proceso compartieron, formularon objeciones, coincidieron y manifestaron sus desacuerdos. En última instancia, participaron con su persona, con su sí mismo más profundo; de esta situación nació este grupo único y especial, esta nueva creación.
LA IMPORTANCIA DE LA ACEPTACION
Como ustedes saben, Rogers piensa que si una persona vive una relación donde se la acepta plenamente, y si en esta aceptación no hay juicio, sino sólo compasión y simpatía, el individuo podrá entablar una lucha consigo mismo, desarrollar el coraje suficiente como para abandonar sus defensas y enfrentarse con su verdadero sí mismo. He visto este proceso en funcionamiento. Entre los primeros esfuerzos por comunicarse y encontrar un modus vivendi, en el grupo había habido intercambios provisionales de sensaciones, emociones e ideas. Sin embargo, después de la cuarta sesión los miembros de este grupo, reunidos al azar, se aproximaron unos a otros cada vez más y se revelaron sus verdaderas personalidades. En su interacción, hubo momentos de profunda intuición, revelación y comprensión de naturaleza casi aterradora; fueron lo que Rogers llamaría “momentos de terapia”, esos momentos fructíferos en los que ante nuestros ojos maravillados se pone de manifiesto el alma humana; luego la clase se sumía en un silencio casi reverente, y cada miembro del grupo se impregnaba de una calidez y amor rayanos en lo místico. Creo que ni yo ni ninguno de los otros habíamos vivido antes una experiencia como ésta. Era un aprendizaje y una terapia al mismo tiempo. Y al decir terapia no estoy pensando en enfermedad, sino en algo que podría caracterizarse por un cambio saludable en la persona, un aumento de su flexibilidad, su apertura, su voluntad de atender. En este proceso todos nos sentimos potenciados, más libres y abiertos a ideas nuevas; todos nos aceptamos más a nosotros mismos y a los otros e hicimos ingentes esfuerzos por comprender y aceptar.
Este mundo no era perfecto, y se manifestaba cierta hostilidad cada vez que los miembros del grupo estaban en desacuerdo sobre un punto. Sin embargo, en ese contexto las agresiones se suavizaban como si hubieran desaparecido los filos; si el ataque era inmerecido los agredidos cambiaban de tema y el golpe se perdía en el aire. En mi propio caso, con el trato prolongado llegué a aceptar y respetar a aquellos estudiantes que al principio me irritaban. Mientras trataba de comprender lo que estaba sucediendo pensé: una vez que uno se acerca a una persona y percibe sus pensamientos, emociones y sentimientos, ésta no sólo se vuelve comprensible sino también buena y deseable. Los participantes más agresivos aprovecharon la oportunidad de hacer uso de la palabra con más frecuencia de la que les correspondía; no obstante, eventualmente el grupo mismo hizo sentir su autoridad, en virtud de su propia existencia, sin imponer reglas. Así, a menos que una persona estuviera muy enferma o fuera insensible, todos en una u otra medida cumplieron con lo que se esperaba de ellos. El problema —el individuo hostil, el dominante, el neurótico— no fue demasiado agudo, pero si se hubiera controlado con cronómetro el empleo del tiempo en las reuniones, veríamos que ninguna de ellas estuvo exenta de un período de charla sin sentido y pérdida de tiempo. Sin embargo, al observar el proceso, me convencí de que tal vez tal pérdida de tiempo fuera necesaria y pensé que quizás ésa fuera la mejor manera de aprender del hombre. De hecho, al recordar toda la experiencia, estoy muy seguro de que en el contexto tradicional hubiera sido imposible aprender tanto y tan bien. Si aceptamos la definición de Dewey, para quien la educación es una reconstrucción de la experiencia, ¿cómo puede una persona aprender mejor que relacionándose consigo misma, con su verdadera personalidad, con sus impulsos, emociones, actitudes y valores fundamentales? Ninguna serie de hechos o argumentos, aun cuando su ordenamiento obedezca a una lógica brillante, puede compararse siquiera con una experiencia de ese tipo.
En el transcurso de este proceso he visto a personas firmes, inflexibles y dogmáticas transformarse ante mis ojos en pocas semanas y convertirse en individuos simpáticos, comprensivos y capaces de aceptar sin emitir juicios. He visto a personas neuróticas y compulsivas relajarse y aceptarse mejor a sí mismas y a los demás. En un caso, cuando nos referimos a este punto, un estudiante cuyo cambio me impresionó particularmente, me dijo: “Es cierto. Me siento menos rígido, más abierto al mundo. Y estoy más satisfecho conmigo mismo por esa razón. Creo que en ninguna otra parte aprendí tanto.” He visto a personas tímidas perder algunas inhibiciones, y a personas agresivas volverse más sensibles y moderadas.
Se podría decir que esto parece ser esencialmente un proceso emocional, pero no creo que ésa fuera una descripción correcta, ya que la experiencia tuvo también un claro contenido intelectual. Ahora bien, este contenido intelectual fue trascendente y fundamental para el individuo, en el sentido de que significó mucho para él como persona. Un estudiante planteó la siguiente pregunta: “¿Hemos de ocuparnos sólo de las emociones? ¿No hay lugar para el intelecto?” A lo cual respondí: “¿Hay aquí alguien que en cualquier otro curso haya leído o pensado tanto como en éste?”
La respuesta era evidente: habíamos pasado horas leyendo; la habitación reservada para nosotros estaba ocupada hasta las diez de la noche, y aun a esa hora muchos se iban sólo porque los porteros de la universidad querían cerrar el edificio. Los estudiantes escucharon las grabaciones y vieron las películas, pero lo más importante es que conversaron, conversaron y conversaron. En el curso tradicional el docente da la clase e indica los temas de lectura; los estudiantes toman notas en sus cuadernos, dan un examen y se sienten satisfechos o frustrados, según el resultado. Sin embargo, en casi todos los casos se trata de una experiencia cerrada en sí misma, con sentido de finalidad, en la cual las leyes del olvido entran en funcionamiento rápida e inexorablemente. En el curso de Rogers los estudiantes leyeron y pensaron dentro y fuera del aula y fueron ellos mismos —no el instructor— los encargados de elegir entre el material de lectura lo más significativo para cada uno.
Debo admitir que este tipo de enseñanza no directiva no fue exitosa en el 100 por ciento de los casos. Hubo tres o cuatro estudiantes que consideraron que toda la idea era sencillamente desagradable. Incluso al terminar el curso, aunque casi todos se sentían entusiasmados, hubo quien expresó sentimientos intensamente negativos y quien vertió duras críticas. Estos estudiantes hubieran querido obtener del instructor una mercancía intelectual acabada que pudieran memorizar y devolver en el momento del examen; así estarían seguros de haber aprendido lo que debían. Como uno de ellos expresó: “Si tuviera que escribir un informe sobre lo que aprendí en este curso, ¿qué podría decir?” Por supuesto, eso sería mucho más difícil que en un curso convencional, y quizá fuera casi imposible.
El método era libre, dinámico, abierto y de aceptación incondicional. Un estudiante podía iniciar una discusión interesante y quizá se le uniera un segundo participante, pero un tercero bien podía llevarnos en otra dirección mencionando un asunto personal sin interés para la clase, y todos nos sentiríamos frustrados. Pero eso se parecía a la vida, que fluye como un río, aparentemente fútil, con un contenido que nunca es el mismo, sin que nadie sepa lo que ocurrirá en el momento siguiente. En el curso había expectativas, actitudes de alerta, vida. Era lo más parecido a la vida que se pueda lograr en un aula. Para la persona que gusta de la autoridad y deposita su fe en hechos prolijamente acumulados, este método puede resultar amenazador, puesto que no le brinda seguridad, sino sólo una apertura, un fluir sin límites.
UNA NUEVA METODOLOGIA
Creo que gran parte del estímulo y la excitación que caracterizaron a esta clase se debieron a esta falta de límites. Durante el almuerzo en el comedor, los alumnos de Rogers se podían reconocer por sus discusiones animadas y su deseo de reunirse; a veces, como las mesas eran pequeñas, se sentaban unos detrás de otros y comían con el plato en la falda. Al decir de Rogers, el proceso no reconoce finalidad alguna; él mismo jamás hace un resumen de lo aprendido (contra todas las leyes habituales de la enseñanza). Los temas de discusión quedan sin resolver y los problemas planteados en clase están siempre en estado de flujo. En su necesidad de saber y llegar a un acuerdo, los estudiantes se reúnen, buscando comprensión y límites. Ni siquiera hay límites en relación con las notas. Una nota representa un fin, pero el doctor Rogers no pone notas. Es el estudiante quien la sugiere y, en consecuencia, aun este signo de conclusión queda sin resolución, sin fin, sin límites. Análogamente, puesto que el curso no está estructurado, cada uno juega en él su propia persona; habla basándose en sí mismo y no en el libro de texto. Así se comunica con los otros como persona, y a diferencia de lo que ocurre en el curso tradicional donde se encaran temas impersonales, se desarrolla esta calidez e intimidad que recordamos.
Tal vez la mención de algunos gestos de afecto entre los miembros del grupo transmita una idea de esta sensación de intimidad: una estudiante invitó a la clase a su casa a una comida al aire libre; otro, un sacerdote español, estaba tan entusiasmado con el grupo que habló de iniciar una publicación para no perder contacto entre nosotros una vez terminado el período de clases; un grupo interesado en el asesoramiento ' estudiantil se reunió por su cuenta; otro miembro hizo gestiones para que toda la clase visitara un hospital psiquiátrico para niños y adultos y viera el trabajo experimental que el doctor Lindsley estaba realizando con pacientes psicóticos; también hubo quienes aportaron grabaciones y publicaciones para incorporar al material de la biblioteca preparado para nuestro uso. El espíritu de buena voluntad y amistad se manifestó de maneras nunca vistas. Jamás he podido observar nada parecido en ninguno de los muchísimos cursos que he seguido. A propósito de esto, merece destacarse el hecho de que los miembros de este grupo se habían reunido al azar, provenían de ambientes muy diversos y sus edades oscilaban entre limites muy amplios.
Pienso que *lo que se ha descripto más arriba representa un verdadero aporte creativo a la metodología del aula, que difiere radicalmente de la antigua. No dudo de su capacidad de estimular a las personas y hacerlas más libres, ampliar su. mentalidad y quitarles rigidez, puesto que yo mismo he sido testigo de su poder. Opino que la enseñan/,a no dirigida tiene implicaciones tan profundas que aun los que aceptan este punto de vista no pueden delimitarlas por completo. Creo que su importancia se extiende más allá del aula hasta abarcar todos los ámbitos donde los seres humanos tratan de comunicarse y convivir.
En sentido más restringido, simplemente como metodología del aula, este enfoque garantiza la discusión, la búsqueda y la experimentación más amplias. Puesto que su enfoque, su práctica y su filosofía difieren por completo de las antiguas, brinda la posibilidad de inaugurar una nueva dimensión del pensamiento, fresca y original. Pienso que este enfoque debería ensayarse en todos los niveles de la enseñanza: primario, secundario, universitario, dondequiera que los seres humanos se reúnan para aprender y progresar. En esta etapa no deberíamos preocuparnos demasiado por sus limitaciones y defectos, puesto que el método no se ha perfeccionado y aún no sabemos acerca de él todo lo que quisiéramos. Como técnica nueva, presenta inicialmente una desventaja: sentimos cierta reticencia a abandonar lo anterior, afirmado por la tradición, la autoridad y la respetabilidad de la cual somos producto. En cambio, si encaramos la educación como una reconstrucción de la experiencia, ¿no significa eso que el individuo debe llevar a cabo su propia reconstrucción? Debe hacerlo por su cuenta, mediante la reorganización de lo más profundo de su sí mismo, de sus valores, de sus actitudes y de su propia persona. ¿Hay algún método mejor para enriquecer al individuo, para lograr que él y sus ideas se comuniquen con los demás y para destruir las barreras que lo aíslan en el seno de un mundo donde el hombre debe aprender a formar parte de la humanidad, para conservar su propia seguridad y salud mental?
UNA EXPERIENCIA PERSONAL EN LA ENSEÑANZA
(Carta del doctor Samuel Tenenbaum, PhD., al doctor Cari Rogers, un año más tarde)
Me siento obligado a escribirle acerca de mi primera experiencia en la enseñanza, después de haber conocido su pensamiento y sufrido su influencia. Usted puede saber —o no— que yo sentía verdadera fobia por la enseñanza. Después de haber trabajado con usted comencé a advertir con mayor claridad que el origen de mis dificultades residía sobre todo en mi concepto del papel que debía desempeñar como docente: el de motivador, director y jefe de producción de una actividad. En clase, siempre temía “quedar a un lado” —creo que ésta es una expresión suya, y ha llegado a gustarme— ante un conjunto de estudiantes indiferentes, desinteresados, lánguidos, y yo hablando y hablando hasta perder mi equilibrio, y las oraciones que no se forman y suenan artificiales y el tiempo que pasa cada vez más lentamente. Ese es el horror que imaginaba. Pienso que todos los docentes viven en un momento u otro parte de esta experiencia, pero yo sentía todo de una vez, y me enfrentaba a la clase con presentimientos oscuros, incómodo y sin ser
realmente yo mismo.
Pero he aquí mi experiencia. Me invitaron a dictar dos cursos de verano en la Gradúate School of Education, de la Universidad de Yeshiva, pero tenía una excusa perfecta: no podía hacerlo porque estaría en Europa. Entonces me ofrecieron un curso interino intensivo de 14 sesiones durante el mes de junio, que tal vez no interferiría en mis planes. Ya no hubo evasiva posible y por consiguiente acepté; lo hice porque no quería seguir eludiendo la situación y, además, porque me había decidido a enfrentarla de una vez por todas. Si no me gustaba enseñar (no he dado clase durante los diez últimos años), al menos podría aprender algo; si me gustaba, también podría aprender; si tenía que sufrir, ésa sería la mejor manera, porque el curso era intensivo y el factor tiempo muy breve.
Usted sabe bien que mis ideas sobre la educación contienen elementos de Kilpatrick y Dewey; pero ahora había una tercera influencia: usted. Cuando estuve frente a esta clase por primera vez hice algo que nunca había hecho antes: fui sincero acerca de mis sentimientos. Aunque según las pautas tradicionales el docente debe saber y los alumnos aprender, admití tener debilidades, dudas, dilemas y no saber. Puesto que me destroné de mi función como maestro de la clase y de mí mismo, mi verdadera personalidad surgió con mayor libertad y pronto pude expresarme fácil y creativamente. Con esto quiero decir que las ideas se me ocurrían a medida que hablaba, y que eran ideas originales e interesantes.
Quiero mencionar otra diferencia importante. Puesto que tuve la influencia de la metodología de Kilpatrick, siempre acepté de buen grado la discusión más amplia; sin embargo, debo admitir que en general deseaba y esperaba que los estudiantes conocieran el texto y el material de clase que había preparado para ellos. Peor aún, aunque estimulaba la discusión, por sobre todas las cosas quería que una vez terminada, las conclusiones finales de la clase coincidieran con mi modo de pensar. Por consiguiente, ninguna discusión lo fue verdaderamente, en el sentido de ser abierta, libre e inquisitiva; tampoco las preguntas fueron reales, es decir, capaces de estimular el pensamiento; por el contrario, todas eran intencionadas, puesto que yo tenía mis propias convicciones definidas acerca de k) que consideraba una respuesta buena o correcta. En consecuencia. me acercaba a la clase con una serie de temas y mis alumnos eran en realidad instrumentos mediante los cuales manejaba las situaciones que me permitieran incluir los temas que, a mi juicio, eran dignos de interés.
En este último curso no tuve el coraje de renunciar por completo a la elección de determinados temas de clase, pero pude prestar verdadera atención a mis alumnos; les brindé comprensión y simpatía. Aunque dedicaba horas y horas a preparar las sesiones, en ninguna ocasión recurrí a las voluminosas anotaciones con que antes solía ingresar en el aula. Di libertad a los estudiantes, y en ningún caso intente indicarles el camino que debían seguir; permití la discusión más variada y seguí a los alumnos dondequiera que ésta los condujese.
Recuerdo haber comentado esto a un educador prominente, quien manifestó, en tono de desencanto y desaprobación: “Usted insistirá, naturalmente, en que los alumnos piensen.” Me defendí citando a William James, quien, en efecto, señaló que el hombre es una gota de razón en un océano de emociones, y le dije que me interesaba más lo que podría llamar una “tercera dimensión”: la parte sensible de los estudiantes.
No puedo decir que seguí todos sus pasos, doctor Rogers, puesto que, desgraciadamente, en ciertas ocasiones no pude evitar expresar opiniones e incluso dictar clase. Pienso que eso es malo, porque en cuanto los alumnos escuchan la opinión de la autoridad dejan de pensar y se esfuerzan por adivinar lo que el profesor piensa y responderle lo que más le agrada para conquistar su simpatía. Si tuviera que repetir la experiencia cometería menos errores. De todas maneras, creo haber tenido éxito en mi intento de dar a cada estudiante un sentido de dignidad, respeto y aceptación, y en ningún momento pasó por mi mente la idea de controlarlos, evaluarlos o calificarlos.
El resultado —y también la razón por la cual le escribo— fue para mí una experiencia inigualada e inexplicable en términos ordinarios. Yo mismo no puedo explicarla; sólo puedo sentirme agradecido de que me haya sucedido a mí. En este curso que dicté encontré algunas cualidades idénticas a las que experimenté en su curso del año pasado. Me di cuenta de que estos alumnos en particular me gustaban más que cualquier otro grupo de personas que jamás hubiera conocido, y descubrí —y ellos manifestaron lo mismo en su informe final— que comenzaban a sentir calidez, afecto y aceptación por sus compañeros. Verbalmente y por escrito dejaron constancia de lo emocionados que estaban, de cuánto habían aprendido y de lo bien que se sentían. Para mí fue una experiencia nueva, que me abrumó y me hizo más humilde. Creo haber tenido alumnos que me respetaron y admiraron, pero nunca había vivido en clase una experiencia que brindara tanto calor e intimidad. Dicho sea de paso, siguiendo su ejemplo, evité establecer tareas prefijadas tales como lecturas o preparación de clases.
Los informes que recibí fuera del aula me confirmaron que no ,era víctima de una “percepción prejuiciosa”. Los estudiantes habían dicho de mí cosas tan agradables que los miembros del personal docente quisieron asistir a las ciases. Al finalizar el curso, mis alumnos escribieron al decano, Benjamin Fine, refiriéndose a mí en términos elogiosos, que él repitió en una carta que luego recibí.
Estaría faltando a la verdad si dijera que sólo me sentí abrumado por lo que ocurrió. He ensenado durante muchos años, pero jamás había experimentado nada parecido a lo que sucedió en aquella oportunidad.
Por mi parte, en el aula nunca había presenciado tal revelación de la personalidad total de los estudiantes, un compromiso tan profundo que movilizara en ellos tantas cosas. Más aun, me pregunto si el contexto tradicional, con su insistencia sobre el tema de la clase, sus exámenes y sus notas, deja lugar para el “llegar a ser” de la persona que lucha por realizarse, y para sus profundas y múltiples necesidades. Pero esto es una disgresión. Sólo puedo informarle lo que sucedió y manifestar mi agradecimiento y humildad ante la experiencia vivida. Quiero que usted sepa esto, porque ha contribuido a enriquecer mi vida y mi personalidad.26