17
Andreu y Guix ya me esperaban, sentados en una mesita redonda tomando café y una copa helada de aguardiente. Les expliqué todo desde el principio, y después les mostré la carta.
—El asesino de las putas dice que no estaba aquí, en Barcelona, para matar prostitutas, sino para otra cosa, una especie de misión, de misión divina. Pero fijaros cómo acaba la última carta: «Hay una persona que sí sabe mucho de mí sin ni siquiera saberlo. ¿Conoce usted al subinspector Xavier Mumbrú Vicens? Yo sí. Y ellos también».
Andreu y Xavier se miraron en absoluto silencio. Se interrogaron unos segundos. Mumbrú no pudo esconder su preocupación. Encendió un cigarrillo, cuyo filtro mordisqueó sin darse cuenta, apuró el aguardiente de un trago, y tomó aire en una larga inspiración intentando liberar tensiones.
—No tengo ni idea de quién es el cabrón este. Por no saber, te diré que ni siquiera me he interesado por este puto caso más allá de lo que me ha ido explicando Andreu. Tampoco he tenido oportunidad de leer tus crónicas sobre el tipo ese. No entiendo una mierda…
—Es evidente —añadió Andreu— que por motivos que ignoramos el belga sabe que Xavier y tú os conocéis. Por lo tanto, creo que lo más conveniente es no hacer elucubraciones baratas y ponernos a investigar.
—Sí, Andreu, eso es lo que vamos a hacer, pero lo haremos de forma oficiosa, sin judicializar la cuestión al menos por el momento. Hemos de ganar tiempo —dijo Mumbrú.
—Para empezar, enviaré una patrulla a la Modelo para que me digan qué visitas ha recibido ese hijo de puta en la cárcel. También preguntaremos por el correo que le haya llegado estos días y, si lo ha tenido, buscaremos la forma de hacernos con él —dijo Andreu.
Me apetecía una copa de aguardiente, pero pedí un café descafeinado con sacarina y en tacita. Los tres nos quedamos unos instantes sin saber qué decir. Dirigí mi atención hacia Mumbrú. Me pareció ver miedo en sus ojos. Le cogí las manos y se las acaricié, ante la mirada cómplice de nuestro amigo Andreu que, por si no lo sabía, desde aquel momento tenía elementos para intuir que mi relación con Xavier era alguna cosa más que un mero contacto profesional entre poli y periodista.
Regresé al diario y puse a Iglesias al corriente de la situación. Por la tarde, hacia las ocho, me vino a buscar Eva y fuimos a cenar a Hermanos Tomás, un asador castellano situado en el barrio de La Trinidad, en las afueras de la ciudad.
—¿A qué viene este secretismo? Me obligas a quedar contigo bajo amenaza de pena capital y ahora me llevas a cenar donde Cristo perdió los clavos. ¿Me quieres decir de quién coño estamos huyendo? ¿Qué pasa, Patricia?
—No huimos de nadie. Sólo busco intimidad. —Y dejé transcurrir la cena sin entrar todavía en materia.
Cenamos yemas de espárragos y lubina, agua y una botella de Barón de Ley que, por culpa de la medicación, apenas pude catar.
—Dispara —me dijo, ansiosa, al llegar los cafés.
Le expliqué con todo detalle el caso Chacal. Todo, incluidas las visitas de los espías franceses a los Mossos y a la fiscalía. Culminé con la carta de Renaux y su referencia a Mumbrú.
—Necesitaba explicárselo a alguien. Eva, te pido por favor que de esto ni mu ni a tu propia conciencia, ¿vale? Es un tema muy delicado, pero si no lo saco y comparto, me estallará dentro. Ya sabes que tengo la piel muy sensible desde la crisis de ansiedad en el ascensor, y me da miedo acumular tensión porque tengo dudas de si sabré o no soportarla. Por eso te he convocado de urgencia, así, sin más explicación, y por eso hemos venido hasta aquí, para no encontrarnos con nadie, al menos a nadie del periódico.
Eva me miraba como me miró aquel día que la hice venir al hospital para hacerla copartícipe de mi vida: mirada de acojone y de «he de estar a la altura de las circunstancias, pero no sé cómo».
—Estate segura, Eva, que no necesito de ti más que tu presencia y saber que me apoyas y que te tendré cerca cuando soplen vientos fríos de tormenta. Con esto tengo más que suficiente. No te pido nada porque no necesito nada. Sólo saber que estás ahí y que compartes conmigo uno de los momentos más decisivos de mi vida.
De nuevo la hice llorar. Me sujetó las manos con las suyas, temblorosas.
—No dejaré que nadie te joda, amiga. Estoy aquí. —Y entonces la que casi rompe a llorar fui yo.
La condición humana es así de peculiar y, a la vez, así de primaria. Tras aquellas palabras de desahogo, la intensidad del conflicto profesional que me ocupaba no había disminuido ni un ápice. Mi amiga ni siquiera me había propuesto fórmulas magistrales que guiasen mi actuación inmediata. Pero lo había compartido. Había dejado entrar a alguien en mi trinchera mientras alrededor sonaban disparos. Y ese simple hecho me proporcionó una dosis de paz que, a la postre, necesitaba casi como el aire.
Pedí más café.
—Por cierto, Eva, quería comentar con Guix el contenido de la última carta y no le he encontrado en la consulta. ¿Sabes dónde está o cómo puedo contactar con él? Como ya te dije, sus diagnósticos y consejos sobre las otras cartas me han resultado de mucho interés.
—Pues creo que anda por la universidad. Colabora con no sé qué cátedra. Esta noche vendrá a tomar un café a casa. Ya le diré que le buscas.
Nos interrumpió una llamada al móvil.
Era una mujer, una agente de Andreu, que me pidió un teléfono fijo de contacto para hablar urgentemente con él. Le di el número del restaurante y a los pocos segundos sonó la voz de Andreu en el inalámbrico que la camarera me acercó a la mesa.
—Hay conexiones entre Chacal y el belga.
Automáticamente me vino a la cabeza la referencia a Mumbrú de su última carta.
—¿Qué me dices?
—Sí, conexiones. Seguro. Renaux ha recibido dos visitas de su abogado, de su nuevo abogado: un chaval que se llama Custodio Peñarrocha. ¿Lo conoces?
—No, ¿quién es?
—Es hijo del capitán de la Guardia Civil en la reserva Anselmo Peñarrocha, y trabaja en el departamento penal del despacho de Alan Cabañas, el abogado de Ribéry y Kadra.
—¡Hostia! ¿O sea que los abogados que trabajan para los servicios secretos defienden a un asesino de prostitutas? ¿Por qué? ¿Quién coño es este Pascal Renaux?
—Quizá no sea sólo un asesino de prostitutas. Para confirmarlo, acabo de solicitar datos a la Interpol por la vía no oficial. Espero tener algo sobre la mesa mañana. Peñarrocha es el mensajero. Él debe de haber hablado de Mumbrú a ese pervertido. Los servicios secretos saben que es Xavier quien dirige la investigación. No te extrañe que incluso sepan que tú también estás al corriente de todo. Mucho, mucho cuidado, Patricia. Mucho cuidado.
—Tranquilo, Andreu, he hecho lo mejor que podía hacer en este caso, que es explicarlo a mi jefe. Ya no soy sólo yo. En cierta medida, es el propio diario quien ya ha tomado partido en esta investigación. Por lo tanto, estoy tranquila, aunque es verdad que no hemos de perder ni un minuto. Debemos publicar la noticia; y no sólo eso, se la hemos de reventar a esos cabrones en la cara. Tenemos que hacerlo pronto porque, si no, nos reventará a nosotros en las manos.
—Estoy totalmente de acuerdo, Patricia. Ten cuidado.
—¿Has hablado con Xavier?
—Por supuesto. Creo que pedirá al juez de Manresa permiso para hacer una ampliatoria, es decir, un nuevo interrogatorio a Ribéry, Kadra y su mujer.
—¿Y por qué no le ponéis un rabito a los abogados?
—Es imposible. Palabras mayores, no podemos, se nos caería el pelo. Tenemos que ir con pies de plomo con los abogados. Ya sabes… las garantías, el derecho de defensa y todo eso.
—Pues judicializad el asunto. Hacedlo por la vía oficial.
—¿Sí? ¿Y sobre la base de qué delito lo hacemos? Xavier no está dispuesto, y me parece bien.
De momento, no lo estaba. Pero llegado a un determinado punto, me daba la impresión de que a Mumbrú le sobrarían razones, incluso algunas poco ortodoxas, para luchar contra ellos con sus mismas armas: las armas que se almacenan en las cloacas de la legalidad. Estaba segura de que los chicos de Mumbrú no dejarían pasar la oportunidad de averiguar qué se traían entre manos aquellos letrados aunque se hiciera desde la más estricta extraoficialidad.
—Patricia, te tengo que dejar. Ten mucho cuidado y los ojos bien abiertos. Por cierto, ¿cómo van los ánimos para lo de pasado mañana con el juez tocacojones?
—Bien, lo tengo controlado y estoy muy tranquila. Casi ni lo recordaba. Lo he ligado con De Millás. A este hombre no hay quien lo haga comulgar con ruedas de molino. Me ha dado garantías porque sabe que lo que están haciendo conmigo en ese juzgado es bochornoso. Así que olvídate de eso, y explícaselo a Xavier si es que yo no lo veo antes. Lo jodido es lo otro, lo que sabemos sobre Chacal, y lo que todavía es más jodido es que no sabemos de la misa la mitad.
Cuando me despedí de Andreu, la cara de Eva era la de quien acaba de ver pasar un ovni delante de su casa.
—¡Joder, Patricia, joder, cómo está la cosa!
—La cosa está divertida, Eva, muy divertida.
Y pedí la cuenta a Julián, el maître del restaurante.
Al día siguiente hicimos una sesión intensiva en el diario con el abogado Sierra. Les sorprendió verme tan tranquila porque ignoraban, claro, que me había buscado la vida por mi cuenta para garantizarme una red en esa previsible caída libre que había previsto para mí su ilustrísima señoría. A media mañana recibí una llamada de Eva.
—¿Qué tal, Patricia, cómo van los nervios? Ayer casi no pude dormir.
—Eso fue por la visita de Guix, ladrona —dije para quitarle hierro al asunto.
—No, no hagas bromas. Vino media hora, tomamos una copa y se fue. Hoy tenía mucho trabajo. Le dije, eso sí, que lo andabas buscando, y me dijo que te llamaría hoy para verte y hablar de la última carta y todo eso.
—Está bien, Eva. Sobre todo, recuerda que…
—Ni me lo vuelvas a decir. Soy una puta tumba. Pero tú cuídate, que no tengo ganas de volver de visita al hospital.
Por la tarde fue Mumbrú quien me llamó y me dijo que Andreu había recabado alguna información de Interpol sobre nuestro amigo a través de un colega de la oficina conjunta de Madrid. Le propuse el zulo, pero me dijo que era un sitio quemado. Quedamos en la recepción del diario, uno de sus hombres había dejado un teléfono móvil y una tarjeta prepago a mi atención.
—Cógela y cárgala. Es un teléfono limpio. Llévalo encima, que cuando pueda y lo tenga que hacer me pondré en contacto contigo.
Así lo hice y esperé.
A las doce de la noche aún no había tenido noticias de Mumbrú. Entonces sonó el móvil.
—Xavier, ¿dónde estás?
—En la puerta de tu casa. ¿Me abres?
Cuando lo vi, tuve la sensación de que acababa de llorar. Sus ojos tristes me hicieron ver que lo quería. Le besé en los labios con fuerza, con descaro, con todo el amor del que era capaz de ofrecer a un hombre. Él me cogió entre sus brazos como si nunca más quisiera separarse de mí. Nos echamos en la cama. Noté su corazón palpitar sobre mis pechos mientras su saliva y la mía se mezclaban, con las manos descontroladas buscando desembarazarse de nuestras ropas. Nos amamos, lo hicimos como si se tratase de una despedida, como si quisiéramos dejar constancia de nuestra pasión, de nuestra complicidad. Sudamos juntos nuestro amor y, mientras le notaba dentro de mí y su boca me mordía el cuello y los hombros, brotaron lágrimas de felicidad en mis ojos. Xavier se detuvo, me miró a escasos centímetros. Compartíamos nuestro sexo y el aire que respirábamos. Lamió mis lágrimas, sonrió y me dijo:
—Te quiero…