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El lunes por la mañana, una llamada de Iglesias me despertó. Eran las nueve y el jefe ya estaba en el diario.
—Patricia, me gustaría que te pasaras esta mañana por la redacción.
—¿Para qué?
—Nada, que el juez del caso mataputas ha enviado un oficio en el que me cita a declarar como testigo, aparte de requerirnos nuevamente la información de la entrevista que publicamos con Renaux. No tardes porque también he convocado a Fernando Sierra, el jefe del gabinete jurídico del diario, para preparar el asunto. Por cierto, el cabrón ese de violador…
—¿Qué le pasa?
—Que te ha enviado una carta. Te la hemos dejado en tu mesa.
Dos horas después, y una vez acabada la reunión con Iglesias y el abogado, quien por cierto nos recriminó no haberle avisado antes de la publicación de la entrevista, abrí la carta con la tranquilidad y confidencialidad de una redacción prácticamente despoblada.
Señora Bucana,
Soy Pascal Renaux. Le pidió a mi compañero de celda que le escribiese personalmente. Aquí me tiene.
Sólo le quiero decir dos cosas. Una: voy a querellarme contra usted porque lo que hizo en el hospital fue un atentando contra mi intimidad.
Un periodista también está sometido a unas normas. Lo otro que le querría decir es que no tengo ningún interés en saber nada más de usted. Por mí como si se muere en este mismo instante. Me es usted indiferente y me provoca una profunda repulsión. Me ha tratado como un objeto barato sin preocuparse en saber quién soy yo, qué hago aquí en Barcelona y qué es lo que estaba apunto de hacer cuando me detuvieron. —Matar a otra prostituta, cabrón, esto es lo que estabas a punto de hacer, pensé—. ¿Quiere que le diga que soy el autor de las violaciones? Pues no lo voy a hacer. ¿Quiere que le diga qué pienso de todo eso? Pues que esas putas se lo merecían. Pero yo no las maté. Y si lo hice, no lo recuerdo porque en realidad estoy en Barcelona en una misión para el gran Dios, un trabajo de unas dimensiones que no podría ni llegar a intuir. Pero a usted todo esto le da igual. Lo único que quería era carnaza, morbo, sangre y la exclusiva fuera como fuera. Pues se ha quedado usted sólo con la piel del plátano.
Nos veremos en el juzgado.
Pascal Renaux
Localicé a Guix de inmediato y a la una me recibió en su consulta particular.
—Es un lunático, Patricia, un loco. —Me chocó que Guix usara el término «loco». No es propio de un psiquiatra, pensé. Me pareció inadecuado, pero entendí que se trataba de una reunión oficiosa, no con el psiquiatra sino con el amigo—. Es un loco, un perturbado que está fabulando para crear a su alrededor un aura de seducción hacia ti. Quiere tentarte y para ello mentirá y utilizará todas las armas a su alcance. No te dejes engañar. ¿Una misión? Su única misión no era otra que la de saciar su ansiedad de sangre y dar rienda suelta a su psicopatía. No le hagas ni caso, Patricia. Mi consejo es que le dejes en paz porque, entre otras cosas, a ti como periodista no te va a aportar nada. Créeme. Pasa página y no pierdas el tiempo con esta escoria. Cuando te vuelva a escribir, que lo hará tan pronto como vea que tú no lo haces, le vuelves a ignorar.
El periodista ha de dudar y, aunque parezca una obviedad, ha de saber ser, sobre todo, curioso. Yo lo soy. Y además una temeraria. Y me encantaba serlo. No hice caso a Guix, a quien por cierto no pude evitar imaginármelo desnudo, sentado en la alfombra frente a Eva, hablando del origen del calvados, y por la tarde, en el diario, aparte de solucionar cuestiones de orden rutinario, le escribí una carta a aquel belga degenerado con el objetivo de provocarle y, de paso, joderle un poco, es decir, de maltratarlo con mi desprecio.
Querido señor Renaux,
Si ésta es su determinación, por mí encantada. Nos vemos en el juzgado. Tendré mucho gusto en saludarle personalmente y en compartir puntos de vista opuestos sobre una única realidad: ¡que no eres más que un asesino pervertido y sin cojones que se ha cebado con las pobres prostitutas porque no tienes las agallas suficientes para mirar a la cara a alguien que no esté desvalido!
No necesito entrevistarte para saber que eres culpable ni necesito un curso de psicología para saber que eres un fabulador psicópata que intenta confundirme. Una misión de Dios... ¿Es que eres de una secta? ¿Estabas aquí para inmolarte? Y si es así, ¿por qué narices no lo hiciste? Nos hubieras quitado a todos un peso de encima. No, no has conseguido engañarme.
Nos vemos en los juzgados. Cuando quieras.
Patricia Bucana
P. D. Ponte guapo, que a mí me gustan los hombres con un par de huevos, como tú.
Al cabo de dos días, Iglesias y el abogado Sierra se personaron en el juzgado de instrucción número 36 a la hora convenida en el oficio de citación. El juez tomó declaración a mi jefe según lo previsto, en un tono, por lo que después supe, mucho menos inquisitivo y ofensivo que el que había utilizado conmigo en el hospital. Pero las buenas maneras, o al menos las correctas, sólo eran parte del teatro. Al acabar la declaración, Sierra informó por escrito al juzgado de su condición de representante legal del periódico y, por ello, de los intereses judiciales tanto «del señor Iglesias como de la señorita Bucana». El juez, según me explicó mi jefe, esbozó una sonrisa cínica y, en presencia del secretario judicial, le notificó a Sierra, «ya que lo tengo delante», un auto por el cual cambiaba mi condición de testigo a imputada por los delitos de revelación de secreto, obstrucción a la justicia, desobediencia e injurias, y me citaba a declarar en el juzgado al cabo de cuatro días.
Por la tarde, en la redacción, el director Joan Ignasi Camps, una vieja gloria del periodismo a punto de jubilarse, con quien sólo había hablado cinco o seis veces en los doce años que llevaba en el diario, me citó a su despacho junto a Iglesias, Sierra, el director adjunto y dos subdirectores.
—Este tema es extremadamente delicado, Patricia —me advirtió—. No pienso criticar tu actitud periodística que, como no podía ser de otra manera, ha sido apropiada en cuanto a la difusión de los datos de la detención de Renaux y la entrevista posterior. Pero tu chulería con el juez en el hospital, le ha cargado de maldad, maldad contra ti y contra el diario.
—Patricia —intervino Sierra—, existe la posibilidad de que este capullo, después del interrogatorio y la petición del fiscal del juzgado, que sabes que bebe de su mano, inste una vista en la que se soliciten medidas cautelares contra ti.
—¿Medidas cautelares?
—Sí… prisión, por ejemplo.
—¡No me jodas, abogado! ¡Cómo coño quieres que ingrese en la cárcel por haber dado una noticia verdadera y de interés público que, por si no fuera poco, no ha dificultado ninguna investigación! Este cabrón me ataca porque le saqué los colores en el hospital. Y sabéis que se lo merecía, aunque soy consciente de que actué mal y que os debería de haber consultado —y miré de soslayo a Iglesias durante un par de segundos— antes de montarle el Cristo al juez, que ya era hora de que alguien le dijera basta.
—Sí, muy bien, eso está muy bien, pero éste es un tema ya superado —dijo Camps en tono condescendiente—. Confío por tu bien y por el bien del diario, que es lo que más me importa en estos momentos, que no vuelva a pasar. El problema ahora eres tú y lo que pueda ocurrir dentro de cuatro días.
Camps miró a Sierra como cediéndole el testigo del discurso.
—Mira, Patricia, prepararemos tu declaración. Para empezar, olvídate de discursos épicos, justicieros, moralistas y despreciativos para con su señoría. Es decir, que te tragues el orgullo. El resto, la defensa jurídica de nuestros argumentos periodísticos, es cosa mía, pero necesito que tu conducta sea modélica. Simplemente lineal, correcta, plana, sin exabruptos, si puede ser humilde y hasta anodina. Recuerda que este tipo está herido y que la ley le ampara para joderte aunque sólo sea durante un tiempo, el tiempo que tarde otra instancia judicial superior en rectificarlo. Y eso en el caso de que lo rectifiquen. Pero ya sabes que los jueces nunca se equivocan, y si lo hacen, pues… simplemente… unos criterios jurídicos se imponen a otros… —dijo con sorna—. No estoy diciendo nada que tú no sepas, Patricia. Lo entiendes, ¿verdad? —Asentí—. Están por encima del bien y del mal. Te ha de quedar claro que él no tiene nada que perder. Y lo sabe. Y sabe, créeme, que está actuando contra derecho. Lo sabe. Pero está tranquilo. Le da igual.
—¿Lo has entendido, Patricia? ¿Verdad que sí? —preguntó Camps.
—Sí, director, lo he entendido.
—Ten la seguridad de que esta dirección valora mucho tu trabajo y que, al margen de tu carácter, estamos muy orgullosos de tu talento. Esto, que te quede claro. Pero estamos en un momento delicado y tenemos que optar por rebajar la tensión, ¿OK?
Guiñé un ojo a Camps, un gesto que lo dejó desconcertado, y salí de la reunión con la seguridad de que aquellos jefes estaban, a pesar de las buenas palabras, más preocupados por la imagen del diario que por mí, una cuestión que tampoco me sulfuró ni me sorprendió, simplemente me dio argumentos para fabricarme un plan B. Llamé a De Millás para pedirle una cita, pero estaba acabando la memoria anual y, por lo que me dijo su secretaria, tenía la agenda a reventar. Le pedí que le pasara la llamada.
—José María —puse en marcha la metralleta—, el juez del 36 me ha citado como imputada por un montón de delitos que no he cometido. Estoy desconcertada y con la sensación de que nadie controla a los jueces y…
—Patricia —me interrumpió De Millás—, me acabo de enterar. Todo esto es una gran barbaridad. Y tengo dos opciones para pasarme por la quilla al fiscal del juzgado: hacerlo ahora o actuar con sangre fría. Y he decidido hacer lo segundo. Es mucho más eficaz y me ahorra el chismorreo público en todos los despachos de abogados de Barcelona que nos odian por nuestra mera condición de fiscales. Lo que me pide el cuerpo es destituir al fiscal por no marcar de cerca al juez y por no advertirlo de que se estaba pasando de la raya, pero lo que acostumbra a pedirte el cuerpo es lo que no se debe hacer.
—¿Entonces?
—Una hora antes de que empiece la declaración, le ordenaré que no pida la vista. Es decir, que no pida medidas cautelares contra ti. Como sabes, el juez no puede decretar prisión preventiva o cualquier otra medida cautelar si no la pide ninguna de las partes. Lo dejaremos descolocado sin hacer ruido.
—Pero ¿y el fiscal del juzgado?
—El fiscal del juzgado se debe al principio jerárquico que regula el ministerio fiscal. Créeme. No pedirá nada, porque si lo hiciera, no sólo se expondría a un expediente, sino que lo «invitaría» formalmente a abandonar la carrera fiscal. Cuando acabe este lío, abordaré el caso de este muchacho. Estate tranquila, que no has hecho nada malo. Pero ten la seguridad de que —De Millás necesitaba apostillar aunque los dos sabíamos que se trataba de una obviedad—, en caso contrario…
—Lo sé, José María, lo sé. No te temblaría el pulso para meterme un paquete.
Me di por satisfecha. Colgué el teléfono con la certeza de que estaba a punto de saltar del trapecio con doble red protectora. Pero había que continuar con el plan oficial establecido por la dirección. Las reuniones preparatorias del interrogatorio al que me iba a someter el juez del caso del mataprostitutas resultaron, por lo tanto, intrascendentes y tediosas. O sea que tranquilidad y buenos alimentos, me dije. El incidente con el juez no tenía que distraerme ni un ápice de lo que pronto sería una de las noticias más impactantes que jamás había publicado la prensa de Barcelona.
Al cabo de dos días, Sara, la secretaria de redacción, me entregaba una carta con el remitente de la cárcel Modelo. Era Renaux.
Señora periodista,
No ha logrado provocarme. No soy tan ingenuo como para morder su puto anzuelo. No me infravalore, por favor. No lo haga. Yo no lo haré con usted. Yo la respeto, aunque no lo crea… No tengo ni el deber ni las ganas de convencerla de que mi estancia en Barcelona no estaba relacionada con ningún episodio criminal con prostitutas. Estaba aquí por otra razón. Una razón que usted quiere ignorar. Usted, claro, no me cree, y a mí eso me importa un bledo.
No tengo intención de convencerla, pero hay una persona que sí sabe mucho de mí sin ni siquiera saberlo. ¿Conoce usted al subinspector Xavier Mumbrú Vicens? Yo sí. Y ellos también.
Se me heló la sangre. De repente me sobrevino una angustia atroz. Por un momento me sentí como una niña indefensa, perdida en un bosque macabro, negro, peligroso…
Instintivamente miré alrededor, buscando la confianza de algún compañero con quien compartir aquel terrible puñetazo en el estómago que había supuesto la última carta de Renaux. Sentí como si todo el mundo me mirara. Y no era así. Me contuve y, tragando saliva, noté que un calambre angustioso me serpenteaba desde el vientre a la garganta y, enroscándose en la nuca, me producía un hormigueo insoportable. Pero no, no me vendría abajo. No me dejaría vencer ni por aquel cabrón ni por las circunstancias. Supongo que en estos momentos de tensión es cuando la medicación tiene verdadera razón de ser y justifica su consumo. Así que me sobrepuse, ayudada por este convencimiento, y llamé a Eva por el teléfono interior del diario; sin darle opción a una negativa, quedamos para cenar esa noche. A continuación, contacté con Mumbrú a través de Andreu, y los convoqué a los dos sí o sí aquella tarde en el zulo. Luego, lógicamente, puse a Iglesias al corriente.
Para que entendiera mi preocupación y angustia, le expliqué que el tal Mumbrú, a quien hacía referencia explícita Renaux en su carta, era uno de los policías que dirigían la investigación del caso Chacal. Le dije, le tuve que decir, con la seguridad de que lo hacía con un profesional íntegro, que Mumbrú estaba tras algunas de las filtraciones que me habían llegado. No hacía falta darle más detalles ni concretar más el papel que Xavier Mumbrú había desempeñado, y estaba desempeñando, en el proceso de construcción de la noticia. Le dije, pues, lo estrictamente necesario.
—Ándate con ojo, Patricia. Esto no me gusta un pelo. ¿Has hablado ya con el tal Mum…?
—Todavía no. Lo veré dentro de unas horas, después de comer.
—A ver si él nos aporta algo de luz. Vete tú a saber, a lo mejor se conocen de alguna investigación anterior. —Negué con la cabeza—. O tal vez —Iglesias permaneció pensativo y apuntó— el nombre de Mumbrú ha salido en los diarios. ¿Lo has comprobado?
—Sí, por supuesto. Los he peinado todos y él no aparece. Sabía que su nombre no había salido, pero aun así lo he verificado. Ese belga cabrón sabe lo que dice.
—Mantenme informado con detalle.
—Descuida.
—Patricia —dijo cuando me disponía a abandonar su despacho—, por favor, ten mucho cuidado.
Asentí con la cabeza.
—Por cierto —le dije ya prácticamente con un pie fuera—, ¿cuándo hablarás de la operación Chacal con el director o el adjunto?
—Por tu bien y por el mío, créeme, aún no.
Comí unas verduras a la brasa en el bar situado justo debajo del diario. Antes de dirigirme al zulo, pensé en visitar a Guix y comentarle el contenido de la última carta. Le llamé a su consulta particular y a la del doctor Cabrils, pero como era previsible por la hora, no encontré a nadie.