5
Me sorprendí acicalándome frente al espejo pocos minutos antes de salir al encuentro pactado con Mumbrú. Tardé más de lo habitual en seleccionar lo que me iba a poner. Digamos que lo que me puse no era precisamente el uniforme que una mujer periodista ha de llevar en su segunda cita con una garganta profunda, de quien no tenía más conocimiento que la intuición y las breves referencias de un amigo. Me di cuenta de todo ello, pero evité cambiarme la minifalda y aquella blusa de seda en donde mis pechos se mostraban tan alborotados como un caballo desbocado en una pradera. De camino a Badalona, al mando de mi scoopy, tuve que soportar el recochineo de más de un conductor alertado por lo explícito de mis muslos y mi absoluta indiferencia.
Llegué yo primero. O eso creía. Me situé en una mesa ubicada en una esquina discreta del bar del hospital. Eran las ocho de la tarde. Tras unos instantes de duda, en los cuales pensé que el bar de un hospital no era el mejor sitio para degustar una copa de un buen vino tinto, me decidí por un café descafeinado, con leche tibia. El camarero sudamericano que atendía las mesas del bar me trajo la consumición no sin antes escudriñar mi escote prácticamente buscando un objeto perdido. A pocos metros, el inspector Mumbrú acababa de salir del baño. Se sentó frente a mí y de cara a la puerta del bar.
—¿Qué tal, Patricia? ¿Lo has leído? ¿Qué te parece?
—Un búfalo blanco.
—¿Un búfalo blanco?
—En mi diario se suele decir que los buenos periodistas nacen con el objetivo de cazar, algún día, un búfalo blanco. Y yo creo que lo tengo ante mí.
—No te entiendo. ¿A qué te refieres?
—Sí, verás… Todo nace de una leyenda de los indios apaches. Un joven guerrero que aspiraba a los galones de jefe soñó con cazar el búfalo blanco, un animal de quien los ancianos de la tribu hacían referencias mitológicas pero que ninguno llegó a ver nunca.
Mumbrú esbozó una breve sonrisa que interpreté de agradecimiento por esa fábula que me situaba en el terreno de los periodistas de antes, los de raza. Creo que eso le gustó.
—Bueno, a mí me pasa algo parecido —dijo—. Nosotros no buscamos un búfalo blanco, pero sí es cierto que todos los que nos dedicamos a la investigación nos motiva mucho la resolución de un gran caso. El Gran Caso, ya me entiendes; la investigación por la cual se te va a recordar durante años. —Volvió a sonreír—. Cuando tuve en mis manos el fusil, pensé que me había llegado el momento. Creía que estaba ante esa gran noticia que tú también buscas. Pero las cosas sólo son reales cuando logras atraparlas. Si no, sólo son sueños que se alargan demasiado y acaban transformándose en una pesadilla, en una putada. Eso es lo que me ha pasado a mí y lo que tal vez te acabará pasando a ti.
—¿Dónde están Kadra y Ribéry?
—En prisión. En la Modelo. Incondicional. Les representa un abogado que se llama Wenceslao Tarragona, ¿lo conoces?
—Sí, mucho, es un tipo muy fino, experto en atracadores de bancos y en traficantes. Un tipo listo.
—Bien, pues ese tipo es quien les visita en prisión. Al menos de momento.
—¿De momento?
—Pensamos que algún abogado próximo a los servicios secretos o a las brigadas de información de la Guardia Civil se hará cargo de su defensa.
—¿Y cómo es eso?
Mumbrú encendió un cigarrillo, intentando cargar las baterías del discurso que me tenía preparado, olvidando que estábamos en el bar de un hospital.
—Verás, un día después de que los pusieran a disposición judicial, a ella la dejamos salir, aunque la mantenemos imputada; es decir, cuando Kadra y Ribéry sólo llevaban veinticuatro horas en la cárcel, el jefe…
—¿Qué jefe?
—El jefe… el comisario Ricard Aguilar recibió la visita, en su despacho de la calle Bolivia, del teniente coronel de la Brigada de Información Antiterrorista de la Guardia Civil, David Bermejo, que iba acompañado ni más ni menos que por un general del ejército francés que dijo ser, o al menos así se identificó, responsable de la División de Inteligencia Exterior de los servicios secretos franceses. Bermejo no pudo ser más torpe, como todos esos mandos de la Guardia Civil que están más acostumbrados a exigir que a pedir. Fiel a su estilo, entró por las bravas y le dijo al comisario que aquélla era una reunión oficiosa, que se trataba de una cuestión de Estado, un tema de seguridad nacional, y que por lo tanto teníamos que darles toda la información del atestado, además de disuadir al juez y al fiscal a fin de conseguir la libertad de los dos detenidos.
—¿Cómo se llamaba el general? ¿Lo recuerdas?
—No sólo lo recuerdo, es que nunca lo olvidaré. Se llama Valéry Mateux, general Mateos, como le llamaba el teniente coronel de los pikos.
—Continúa, por favor.
—El general Mateux fue algo más diplomático y apeló a la fraternidad de los cuerpos policiales. Le dijo que se trataba de un caso delicado y que el Gobierno español recibiría una inmediata compensación «diplomática», según puntualizó, por nuestras gestiones. Yo no estaba en la reunión, pero sé por boca del propio Aguilar, porque así nos lo relató a los jefes de las unidades que habíamos participado en el operativo, que nuestra posición siempre fue dialogante, abierta a un acuerdo aunque éste se produjera en el terreno más resbaladizo y oficioso que pudiéramos imaginar. Pero tanto el teniente coronel como el supergeneral francés se pensaron que nosotros éramos gilipollas. Les pedimos información. Lógicamente —yo asentí—, les pedimos que nos explicaran qué estaba pasando, quiénes eran aquellos tipos y fundamentalmente qué coño habían venido a hacer a Catalunya. Queríamos saber de qué íbamos a morir, ¿me entiendes? Y lo hubiéramos hecho, créeme, sin ningún problema. Y si nos hubieran dicho «pues, verán ustedes, se trata de dos agentes encubiertos que tenían por misión entregar el arma a fulano que trabaja en una misión de la OTAN», por ponerte un ejemplo; si nos hubieran dicho «hemos permitido esta operación oficiosa en territorio español dentro del marco de los acuerdos bilaterales del intercambio de información antiterrorista entre el gobierno francés y el español», por ponerte otro ejemplo; si todo esto se hubiera producido, incluso a riesgo de que nos hubieran engañado total o parcialmente, nosotros, bueno, así nos lo dijo el comisario y creo que no mentía, les hubiéramos entregado a aquellos agentes. Pero eso no ocurrió. Cuando Aguilar se lo preguntó, la respuesta de Bermejo fue: «Lo siento, comisario, ya sabes cómo son estas cosas, no te puedo dar más detalles. Es un tema de alta seguridad». Hay que joderse —masculló Mumbrú—, «no te puedo dar más detalles». ¡Pero qué cabrones! ¡Quién coño se han pensado que somos! ¿Unos pardillos… unos actores secundarios, unos novatos jugando a policías y ladrones a quienes torear con un par de pases? El jefe estuvo fino. Muy fino. Le dijo, con dos cojones, que como no había información, tampoco había acuerdo, y que daba por concluida la reunión. Amablemente les invitó a salir de su despacho, dejando al general francés con la palabra en la boca.
—¿Queda constancia documental de esa reunión?
—¿Qué quieres decir?
Por un momento pensé que había preguntado una tontería.
—Quiero decir si disteis aviso al juez del contenido y tono de esa reunión.
—Dime, Patricia, ¿tengo cara yo de ser uno de esos pelotas del jefe?
—No, supongo que no, ¿por qué me lo preguntas?
—Pues porque te acabo de decir que el comisario estuvo muy fino, y si yo digo eso de un mando es porque lo estuvo de verdad. Nos ordenó que pusiéramos el extracto de la reunión por escrito y que lo trasladáramos al juez. Con dos cojones.
—O sea que lo que me acabas de explicar forma parte de las diligencias, ¿es así?
—Sí, forma parte, y también de este informe que leerás hoy sin falta. Aquí están los detalles del asunto, así como los datos ampliados de Interpol. Verás que al final te adjunto un amplio dossier elaborado por nuestra brigada de información en clave de hipótesis sobre el objetivo de esos dos tipos en nuestro país. Léelo. Creo que es un buen trabajo.
Me entregó un sobre color marrón sellado con celo y, a continuación, encendió otro cigarrillo que me pareció el preludio de la inminente despedida.
—¿Estás casado?
—Sí.
—¿Hace mucho?
—Mucho.
—¿Ya has acabado?
—¿Acabado?
—Sí, el trabajo. ¿Has acabado por hoy?
—Sí, creo que sí.
Al aplastar la colilla en el cenicero, detecté por primera vez que sus ojos se fijaban en mi cuerpo. Levantó la mirada y me interrogó en silencio.
—¿Me ayudas a leer el informe? —pregunté, mirándole con fijeza.
—Lo puedes leer tú sola.
—Hay cosas que no puedo hacer sola.
Una hora después nos revolcábamos como dos adolescentes sobre la cama de una habitación del hotel Miramar de Badalona. Puse en marcha la terapia. Dos horas después, con ducha incluida, sonó el móvil de Mumbrú. Era alguien del trabajo que le requería. Mientras se vestía sin prisas y me observaba allí tumbada, desnuda, fumando un cigarrillo entre las sábanas arrugadas, me preguntó si tenía marido o «algo así». Negué ambas cosas y le pregunté si eso le tranquilizaba. Me dijo que le daba igual.
—Debes de pensar que soy la típica…
—No te equivoques. Yo ni pienso ni dejo de pensar. Las cosas pasan cuando pasan y punto. A mí me gusta dejarlo todo claro desde el principio —dijo con una estudiada apariencia de frialdad, mientras se situaba correctamente las solapas de la americana mirándose en uno de los espejos que colgaban en las paredes de aquella habitación—. Tú y yo estamos en una especie de misión. La misión Chacal, ¿no? Bien, pues eso es una cosa y otra muy distinta es lo que acaba de pasar. Para mí esto último es como comer, beber o fumar. ¿Entiendes? Apetece, se hace y punto.
Le observaba impávida desde la cama, cansada de cintura para abajo, relajada entre aquellas sábanas sudadas y blancas. No dije nada. Sólo le miré con la expresión más neutra que fui capaz de dibujar y, tras unos segundos de silencio, mientras Mumbrú se encaminaba hacia la puerta de la habitación, le solté a su espalda:
—¿Xavier?
—Dime —respondió sin girarse.
—Cuando tengas ganas de comer, beber o fumar, pues… ya me lo dirás.
Tras un par de segundos, se fue sin decir una palabra. Si en algún momento el inspector Mumbrú había pensado que él, con su testosterona y la apariencia de tipo duro y perdonavidas, llevaban la batuta de la situación, quedó claro que no era así. Todo lo que había ocurrido, había sido porque así lo había querido yo. ¡Quién se ha pensado ese que soy! Seguramente mi despedida le molestó. Pero no dijo nada y se fue. Apuré el cigarrillo y abrí uno de esos botellines minúsculos de licor que se amontonan en los minibares de las habitaciones de hotel. Puede que fuera ron o ginebra. Ni lo sé ahora ni lo supe entonces, cuando di un buen trago, tumbada en la cama. Sólo recuerdo que mientras el alcohol me abrasaba las entrañas y un sudor frío me recorría la espalda, me sobrevinieron unas ganas terribles de llorar.