FINAL
—Vivir enseña conformidad, pero malditas las ganas que tengo de aprender esta lección.
—Holmes, usted ya no es el que era. Le veo metafísico, y esto es muy grave para un inglés.
—Contradecirse nos acerca a la sabiduría, creo recordar que lo dijo algún poeta.
—¡Por Júpiter, ahora me cita versos!
—Reconozco que vamos de mal en peor.
Estaba taciturno y acatarrado, sus estornudos eran como erupciones incontenibles del malhumor que le andaba por dentro, y cuando apartó las cortinas para contemplar la pared de ladrillo amarillo de la acera de enfrente, parecía buscar con los ojos un inmenso desastre que confirmara su desolación. Pero lo que vio no debía de ser gran cosa.
Baker Street, como de costumbre, no era un espectáculo notable, el invierno se había desplomado sobre Londres llenándolo todo de una tristeza pertinaz, ya había oscurecido, un viento frío recorría la calle y, aunque en nuestra chimenea estaba ardiendo el fuego, la sensación de bienestar era ambigua: la casa protegía, pero también nos aprisionaba en su interior.
Yo hojeaba un ejemplar de Los secretos de San Gervasio, con la dedicatoria impresa que podíamos entender muy bien: Para Natividad, a quien ya pertenecen todos los secretos de mi corazón. Hay que ver, los escritores tienen el don de magnificarlo todo, el día en que se enamoran lo comunican poéticamente al mundo con grandilocuencia, como añadiendo un retoque personal que da un poco más de sentido al universo.
En la cubierta del libro, un personaje siniestro con sombrero de alas anchas y embozado en su capa descendía de una incongruente mezcla del Tibidabo y de Montmartre; el dibujante se había lucido. Así era la literatura, patrañas sin pies ni cabeza que falseaban todas las cosas, menos mal que Holmes y yo éramos completamente ajenos a tales fantasías. Porque ya ni de los médicos se podía fiar uno.
—¿Se ha enterado usted de que el doctor Conan Doyle publica novelas cortas en la London Society? Le dan cinco libras por cada historia.
—Esas aficiones espiritistas tenían que acabar mal.
—¡Todo el mundo emborrona papel! ¡Qué manía!
—Lo más sorprendente no es que escriban, sino que haya quien les lea —sentenció Holmes.
—¿Cree usted que la posteridad va a considerar a Don Alejo como un gran escritor? —pregunté como si hablara conmigo mismo.
—No hay que pedir tanto a la vida —dijo sin volver la cabeza—; es feliz en su matrimonio y lo pasa bien escribiendo, incluso parece ser que le pagan por tan peregrina actividad, ¿qué más quiere?
—Sí, pero ¿de quién se acordarán en el siglo XX?
—Amigo mío, tal vez del Malayo —me miró con una sonrisa desencantada—. Si nosotros, en vez de ser de carne y hueso, fuéramos personajes de novela, tendríamos más probabilidades, pero le aseguro que esa cuestión no me quita el sueño.
—Lo digo porque lo que escribe Míster Casavella parece que gusta, ya sabe, el éxito, la fama, y no obstante tiene muy poco que ver con la realidad que hemos vivido allí.
—Ciertamente, los secretos de San Gervasio eran mucho más sencillos y oscuros —murmuró—. Pero, ¿qué es la realidad?
Después de estornudar dos veces, desplegó el pañuelo, se sonó y por fin vi que se dejaba caer en el sillón como quien se rinde ante un enemigo con el cual es insensato combatir. Capitulaba sin condiciones. Me preocupó verle en aquel abatimiento, aunque sabía muy bien que la rinorrea, el prurito nasal, los dolores articulares y quizás un poco de fiebre influyen en el estado de ánimo.
—¿Y si tomara otra cucharada de jarabe? —propuse.
—Watson, por favor, cualquier cosa menos compadecerme, nada de consuelos. Hay que aceptar que por primera vez en mi vida he fracasado.
—Yo no diría eso.
—Pues yo sí. Tenía que descubrir a un asesino y todavía no sabemos quién mató al señor Turull. Es la gran enseñanza de este verano, que tal vez le parezca presuntuosa, pero usted ya me conoce: he de admitir que no soy infalible.
—Nadie lo es, no exagere. Luchábamos contra fuerzas desproporcionadas —argumenté dispuesto a encontrar cualquier excusa—, en el extranjero, con aquel calor, en medio de gentes cuyas reacciones no siempre sabíamos interpretar...
—Agradezco su comprensión, pero un fracaso es un fracaso, y estas cosas no suelen ocurrirme. Un fracaso es de esperar en los demás, en Lestrade, por ejemplo, que es tonto, pero Sherlock Holmes nunca había podido permitírselo. Ha sido muy duro: yo también me puedo equivocar.
—¡Usted y cualquiera!
—¡Pero es que yo no soy cualquiera! —se rebeló.
—Buscábamos móviles —seguí, como si no le hubiera oído—, pistas, un encadenamiento racional de los hechos que condujera a la verdad, y posiblemente todo fue obra del azar: alguien debió de tropezar con Don Modesto en la torrentera y le mató para robarle. Luego siguió su camino y nadie le vio, no dejó ningún rastro, nadie le conocía. ¿Cómo resolver un misterio tan ilógico?
—Pero el azar dispuso que el lugar del crimen pareciera cuidadosamente elegido: un terreno pedregoso, donde no puede haber huellas, y a la sombra de unas encinas que lo hacen oculto. Y en una hora en la que nadie sale de su casa. Todo eso apuntaba a la premeditación, tenía que haber móviles, un plan, no podía ser un asesinato porque sí. ¿Sabe usted lo que significa aceptar que haya hechos que suceden porque sí?
—Es como poner en duda la coherencia del universo, ¿no?
—Y también la razón de mi vida. Si lo que ocurre carece de explicaciones racionales, ¿qué hago yo en el mundo?
—Tal vez lo que llamamos casualidad forma parte del orden del mundo y contribuye a su explicación; tal vez éste sea el mayor de los secretos de San Gervasio.
—No comprender es una experiencia que aniquila, si mis deducciones más rigurosas acaban conduciéndome al vacío, he de aceptar que todo puede ser posible. La vida se hace cada vez más irreal. Estábamos rodeados de sospechosos y ninguno era culpable, el asesino quedaba fuera del alcance de la razón. Y además todos portándose como chiflados, dando pie a las peores suposiciones.
—Me temo que eso es propio del género humano.
—¡Enamorándose de personas imprevistas, pendientes de inventar aventuras fabulosas, teniendo hijos y escribiendo versos, descuidando su obligación (ahí tiene al inspector Benavides y a la señorita López) para pensar en no sé qué, en devaneos sentimentales! ¿A qué viene ese empeño por casarse?
—Muy bien expresado —acoté con cierta sorna, porque estaba francamente divertido fuera de sí. Hay que hacerse a la idea de que los grandes hombres no pueden serlo sin cesar, y de que sus debilidades son como la peana de su grandeza.
—¡Y la viuda Barnils! ¡Tan seria y distinguida! ¡Y el general, que ni siquiera lo es!
—Y Miss Angélica —añadí en un murmullo—. ¡Quién hubiera podido imaginarlo! Tomar esa decisión, y sin despedirse...
En seguida comprendí que era el tipo de comentario que hubiese hecho Mrs. Hudson, y me hubiera dado de cachetes, pero me salió con toda espontaneidad. También sin ser grandes hombres éramos propensos a la sandez, todo aquello era desconsolador desde demasiados puntos de vista, y nuestras quejas jeremíacas hubieran parecido risibles a cualquiera que nos oyese.
—¡Qué despilfarro de energía y de sentimientos! —se lamentó—. ¡Todo vanos caprichos!
—Tal vez lo fuesen.
—Ni siquiera sabemos cómo era el señor Turull.
—Si es que se llamaba Turull.
—Ha sido la búsqueda que concluye en desconocimiento y en equivocaciones.
—No se atormente usted, hizo lo que pudo —empezaba a contagiarme su melancolía.
—Ahí me duele, que lo que pude fue muy poco, casi nada. Si la verdad se vuelve tan huidiza, ¿por qué la novela de Don Alejo no va a ser más verdadera que lo que estuvimos investigando en España? ¿Qué diferencia hay entre lo que se finge y lo que se puede averiguar pero nunca sabremos?
—¡Por Dios, no disparate!
—Es la vida la que disparata, Watson, eso es lo triste.
Llamaron a la puerta y vimos aparecer a Gritty con el servicio de té, presidido por una reluciente cafetera de plata. Uno de mis axiomas predilectos era que hasta que el aroma del café recién hecho no llenaba el salón no se podía empezar a vivir, y tal vez el aromático brebaje, muy cargado, contribuyese a alejar los fantasmas de aquel invierno.
Mrs. Hudson se asomó con el jarabe que yo había recetado y una cuchara sopera, preguntando cómo se encontraba Míster Holmes, y añadiendo su chiste habitual en estos casos: Si no mejora habrá que llamar a un médico; luego quiso hacernos partícipes de una de sus historias que, como ya adivinamos, no tenía ningún interés, y en seguida se batió en retirada al ver nuestra indiferencia.
Holmes se tomó el jarabe con el mismo gesto impávido con que hubiese podido beber cicuta, tosió, estornudó, metió las manos en los bolsillos de la bata y vi que cerraba los ojos, quizá para enterarse lo menos posible del caos. Serví el café, y después de los primeros sorbos tuve la sensación de que el mundo no estaba tan mal hecho; era descabellado y abundaba en desvaríos, pero ¿y si transigiéramos con ellos?
—Ya me había habituado al tabaco español... —comenté para distraerle, encendiendo uno de mis cigarrillos.
—Yo también echo de menos aquella mezcla explosiva que fumaba Don Celestino.
Miré a nuestro alrededor comprobando que todo seguía igual, aunque debía de verlo con otros ojos: los abuelos de Mrs. Hudson y los cartuchos de revólver, las pipas, las tabaqueras, los cortaplumas, el microscopio y el recado de escribir, mi puñal afgano, los guantes de boxeo... Todo estaba en su sitio, y no obstante la habitación era diferente.
De la calle venían los ruidos del atardecer: golpes de pértiga del farolero en los adoquines, los últimos niños rezagados volviendo de la escuela, un carro chirriante, el batir de un postigo. Un coche se detuvo ante nuestro portal, los dos fuimos a la ventana, pero sólo se vio bajar a un par de caballeros que entraron en la casa de enfrente.
Volvimos a sentarnos desanimadamente, yo me levanté de nuevo para atizar el fuego y vi de reojo cómo Holmes miraba el cajón donde solía guardar las jeringuillas. A fuerza de vivir con un detective, sin proponérmelo había acabado por imitar sus procedimientos, y en el menor detalle cotidiano buscaba indicios de verdades que no se podían decir.
—Mrs. Tyler-Potts vuelve a estar en las mismas —dije por decir algo.
—Y nosotros también, Watson.
—El problema es que los síntomas son cada vez más alarmantes.
—Cualquier día se le morirá de una enfermedad imaginaria, y usted tendrá remordimientos durante el resto de su vida.
Hablaba con voz sorda, como salida de las profundidades de algún lugar del que regresábamos con cansancio y desaliento. Pensé que dramatizaba demasiado lo que nos había sucedido en España, al fin y el cabo, él mismo lo llegó a decir, una especie de vacaciones. Ahora había que volver a ser lo que éramos. Pero hasta a mí me parecía notar como un melancólico tintineo de cristal en la memoria.
—No debería usted fumar —le amonesté al ver que hurgaba en la pantufla del tabaco y que luego encendía su pipa.
—¡Ya qué más da! —gruñó en un tono de desesperación que casi era cómico.
—¡Holmes, la vida siempre vuelve a empezar, la vida sigue, no se lo tome tan a pecho!
—Sí, habrá nuevos casos, y confío en que la realidad vuelva a plegarse dócilmente a las exigencias de la razón. Como debe ser.
—¡Volverán los buenos tiempos!
—Claro —murmuró entre dientes.
—Seguro que el profesor Moriarty estará tramando alguna maquinación que va a obligarle a actuar otra vez.
—Esperemos que persista en sus maldades —dijo en un rasgo de humor más bien sombrío.
Era monstruoso suspirar por que el malvado Moriarty volviese a hacer de las suyas, como un médico que deseara que los microbios hiciesen estragos para que no le faltase clientela, pero si esto servía para animar a Holmes... Me reí al comprender que estábamos razonando igual que el señor Casavella, sólo que él jugaba con imaginaciones y nosotros con lo que llamábamos enfáticamente la realidad.
—El doctor Bell, que fue mi maestro, solía decir...
—No hay como los médicos para endulzar las píldoras amargas. O los curas. Father Cassidy decía que es bueno que las cosas salgan mal de vez en cuando, porque si no uno se hace una idea desmesurada de sí mismo.
—Habrá que aceptarse tal como somos.
—Eso parece, pero no me gusta nada.
—A veces soñamos poder vivir por encima de nuestras posibilidades, ya me entiende.
—Es la única actitud noble, siempre lo he creído así.
—Lo mejor es que olvidemos el verano.
—¡Qué más quisiera! Ha sido aleccionador, pero no muy brillante para mí, si me permite usar este eufemismo. Le ruego que no incluya este episodio en sus crónicas, que quede entre nosotros.
—Amigo mío, cuente con ello. Por mí no se sabrá.
Y cumpliendo mi promesa, nunca he contado a nadie esta verdadera historia.