II

En las paredes había dos ramas de laurel seco en forma de cruz, el grabado de una pastorcilla tirolesa acariciando un corzo, un espejo oscurecido en el que nos veíamos entre la bruma, una benditera sin agua y el retrato de un señor bigotudo de cara muy triste que me recordaba al organista de St. Marylebone. Pero no estábamos en nuestro barrio, ni siquiera en Inglaterra, sino en la Fonda Universal de Barcelona.

—¿Por qué será que todos gritan?

—No gritan, Watson, solamente conversan.

Por la ventana abierta, que daba a un patio interior, nos llegaba un guirigay de voces con el que casi no podíamos oírnos, mucha gente parecía haberse puesto de acuerdo para conversar a pleno pulmón; varios coloquios atronadores se superponían con sonoridades nuevas para nosotros, como gritos de una tribu salvaje que acabara de desenterrar el hacha de guerra.

De vez en cuando una mujer que parecía en peligro de muerte chillaba con todas sus fuerzas ¡Pepet! de un modo tan dramático que al principio creímos que era la palabra española que significaba socorro; pero como a continuación se establecía un diálogo, era evidente que no había que tomárselo tan en serio, y luego nos enteramos de que aquél era el nombre del propietario de la fonda.

—Tienen una peculiar noción del sosiego —dijo Holmes—, y los mosquitos de la ciudad son voraces, pero dentro de todo no está mal.

—Si todo el mundo alborota así acabaremos sordos —refunfuñé.

—No hemos venido a este país a oír crecer la hierba, sino a esclarecer unos hechos.

—Y a prestar ayuda a las señoritas Vilumara, no lo olvide.

—Sí, claro, las señoritas Vilumara.

—No lo dice muy convencido.

Contestó con una frase que se perdió en el estrépito que reinaba en el patinillo. Ahora el que debía de ser Pepet se entregaba a un soliloquio cada vez más iracundo y lleno de autoridad, y además se oía un apasionado debate entre dos señoras, el llanto de un niño de pecho, los ruidosos afanes de limpieza de una criada que azotaba sin misericordia un colchón y el chirrido de una máquina irreconocible.

—Decía, Watson, que tal vez no volvamos a verlas. Y por otra parte, ¿quién nos asegura que eran las señoritas Vilumara?

—¿Adónde quiere ir a parar? —exclamé escandalizado.

—¿Recuerda que al poco de irse nuestras dos bellas extranjeras despaché a Wiggins con un recado? Le pedía al inspector Lestrade, que nos debe muchos favores, que averiguase en qué hotel se alojaban.

—¿Y bien?

—Lestrade no me falló (habrá que mandarle una tarjeta postal desde Barcelona). Se alojaban en el Claridge's, de Brook Street, lo cual indica que dinero no les falta. Y se inscribieron allí seis horas antes de ir precipitadamente a visitarnos porque no podían esperar a que amaneciera.

—O sea que acertó usted.

—En mí es una costumbre muy arraigada. Pero no es eso todo. Según Lestrade, Miss Angélica y Miss Eulalia figuraban en el registro del Claridge's con el apellido Folquet.

—¡Absurdo! —protesté como quien se queja.

—Eso sí que no, el absurdo no existe. Si existiera, el universo se haría pedazos ahora mismo, usted dejaría de ser Watson y yo ya no sería Holmes.

—De momento las hermanas Vilumara han dejado de ser las hermanas Vilumara —dije amargamente.

—No estoy de acuerdo. Han dejado de ser lo que fingían, lo cual es muy distinto. Pero detrás de su falsa apariencia, que hemos descubierto, hay una sólida verdad averiguable.

—¿Y cómo no me había dicho una cosa así? Ya me di cuenta de que en la estación Wiggins le daba un papelito, pero ¿cómo iba a ocurrírseme...? Me ha dejado en el error...

—Porque sus errores son utilísimos; reflexiono sobre ellos y eso suele guiarme hasta las verdades ocultas.

—¿O sea que además de no fiarse de mí me utiliza...?

—Nunca he dudado de su celo o de su inteligencia, amigo mío, me explicaré. ¿Qué fue lo que más le llamó la atención en nuestras visitantes? Belleza, elegancia, desamparo, tal vez un cándido atolondramiento, la ingenuidad de su amor filial. Bien, ¿y eso qué significa? ¿Que estos rasgos son los más sobresalientes de las dos jóvenes? No. Que son los que ellas quisieran que nos impresionasen. Cuando algo salta a la vista, desconfíe usted.

—De todos modos he hecho el ridículo.

—No le dé más vueltas, el conocimiento de la verdad se paga caro. Y ahora bajemos, que nos espera el desayuno. No es el Claridge's, pero hacen lo que pueden, y creo estar en condiciones de deducir que nos darán... —se quedó pensativo frotándose la barbilla, y por fin siguió— ...embutidos, sí, y panecillos recién sacados del horno, de forma alargada, crujientes, fruta, miel y desde luego café, aunque no comparable con el de Mrs. Hudson.

—¡No me dirá que también predice el futuro!

—Es una broma, Watson, cuando usted aún estaba durmiendo he dado una vuelta por la cocina. Aunque si me lo hubiese propuesto supongo que también hubiera podido deducirlo.

Efectivamente, no era un desayuno como los de Baker Street, pero estábamos muy lejos de casa y no íbamos a pedir gollerías; luego Holmes se rezagó cuchicheando con el fondista sin solicitar mis servicios como intérprete, y como aún estaba un poco ofendido con él decidí que se las apañara como pudiera, si iba a ocultarme más cosas no quería colaborar en mi propio engaño. Ya en la calle le oí murmurar no sé qué.

—¿Cómo dice?

—Digo que Pepet es amable y servicial, lástima que no hable inglés.

—¿Y cómo se han entendido?

—Soy hombre de recursos, ¿acaso lo pone en duda?

Salimos a un paseo con dos hileras de plátanos y unos candelabros metálicos sobre basas de piedra, cada uno de ellos con cinco faroles. También se veían focos de luz eléctrica, lo cual daba idea de modernidad, al fin y al cabo aquello no era África. Por la calzada central discurría un gentío de manera más bien indolente, y algunos paseantes se acomodaban en sillas de hierro para contemplar a los demás como si fuese un espectáculo.

Carruajes de todas clases, tranvías, ómnibus y carros rodaban incesantemente por los arroyos laterales, y vimos cafés, teatros, restaurantes, fondas, tiendas de lujo, botillerías, fotógrafos, tapias de jardines que debían de pertenecer a palacios de noble fachada. Olía a mar, que quizá no estaba muy lejos, y creo que también a aceite frito y a aguas pútridas, todo olía, y además muchísimo.

De pronto nos envolvió la fragancia de las flores que vendían en unos tenderetes a lo largo del paseo, y una florista morena y descarada se acercó a nosotros y entregó a Holmes un clavel con una burlona reverencia que acompañó de un además indecible y obsceno; la fulminé con la mirada y seguimos andando en medio de un coro de risas.

El aire ardía, ni siquiera en el Afganistán recordaba un clima tan agobiante y tórrido, y el suelo estaba sembrado de hojas muertas asfixiadas por el rigor de una temperatura que no me atrevía a calcular en grados Fahrenheit. Holmes, con el clavel en la mano, no perdía detalle del bullicio, y yo pensé que lo que se llamaba ciega valentía de los españoles no era tal, sino desesperación por tener que soportar calores como aquellos.

En la esquina de la calle de nuestra fonda y del paseo de los plátanos y las flores había una iglesia adornadísima y exagerada, con columnas salomónicas, cornisones de extraño perfil llenos de resaltos, frontones mutilados y unas estatuas gesticulantes que me parecieron de pésimo gusto. Todo aquello daba cierta pena y enojo, ofendía a la vista, pero Holmes, cogiéndome del brazo, se empeñó en desandar camino y dirigirse hacia allí.

He de reconocer que dentro se estaba fresquísimo, y no pude por menos de acordarme de la frase de no sé qué poeta romántico que decía que el catolicismo es una religión ideal para el verano. El interior era una vasta nave con pilastras, muchas capillas a ambos lados y panzudas tribunas que alternaban con imágenes metidas en nichos abiertos debajo de los capiteles de las pilastras.

—Tiene usted curiosidades malsanas —dije a media voz—, esto es feísimo.

—Es posible, pero ahora no estaba pensando en la estética —repuso.

Pasamos ante mármoles y jaspes con relieves e incrustaciones sin duda de valor, y gran número de cuadros, todos oscurísimos, que más que piedad yo hubiese dicho que inspiraban miedo; aunque quizá fuera éste su objetivo, las cuestiones teológicas nunca han sido mi fuerte; pero lo que más me admiraba era el interés con que mi compañero lo examinaba todo, abismándose incluso en la contemplación de aquellos retratos siniestros.

De pronto descubrimos a nuestro lado a un hombre obsequioso y chiquitín que parecía una mezcla de sacristán y de buhonero, y que nos indicó por señas que no podíamos irnos sin haber admirado las maravillas de aquella iglesia; aunque no conseguí entenderle bien, repitió muchas veces la palabra jesuitas, y deduje sin dificultad —no necesitaba ser Sherlock Holmes para una cosa así— que aquel templo debía de pertenecer a su orden.

Quiso enseñarnos una capilla dedicada a san Ignacio en la que conservaban como reliquias, qué horror, una almohada de la cama y un vendaje del santo (al parecer fue herido no sé en qué ocasión), además de la espada que usaba cuando era militar. En la sacristía también estaba su busto de tamaño natural dentro de una hornacina, y un inmenso cuadro cuyo título era El rapto de san Ignacio.

¡Cuántos santos en éxtasis, arrebatados entre cárdenas luces de la altura, cielos que se desgarraban, ángeles atónitos que acudían a presenciar el prodigio! En un rincón una calavera de color marfil me estaba mirando amenazadoramente. Holmes entornó los ojos como si no pudiera resistir la visión de aquella terrible apoteosis de sublimidad inhumana y de muerte.

Yo estaba mareado, todo era suntuoso y sombrío, aparatoso y tétrico, todo parecía moverse y agitarse, retorcerse en un frenesí inacabable; tiré de la manga a Holmes invitándole a salir, no sin antes alargar unas monedas a nuestro cicerone, que las aceptó con muchas zalemas, y entonces cuál no sería mi asombro al oír que mi amigo decía en voz muy clara:

—Complacuit sibi Dominus in anima servi sui Ignatii.

—¿Dónde lee esto?

—Agradado sea el Señor en el alma de su siervo Ignacio —me tradujo—. Es de un libro que me hacían leer cuando era niño.

—Para no querer aprender idiomas es usted un verdadero políglota —comenté amoscado.

Estábamos otra vez en la calle, bajo el sol cruel y rodeados de un estruendo ensordecedor en medio del cual me pareció oír que alguien gritaba el nombre de Pepet, nuestro fondista. Pero no, era solo el pandemónium de los cocheros, los viandantes, las floristas, los mendigos que habían acudido como moscas. Allí todo era clamoroso, hasta los gorriones.

—Los jesuitas tienen la manía del latín, ya sabe.

—¿Estudió usted en un colegio de jesuitas?

—Pues sí. Primero en Hodder y luego en Stonyhurst, que está al lado, en el Lancashire. Es tierra tradicionalmente de papistas, gente obstinada que no quiere enterarse de que han pasado tres siglos desde la Reforma, fortalezas de la fe, de la antigua fe, Watson.

—Nunca me lo había dicho. La verdad es que había llegado a creer que usted no tenía vida privada.

—Como si no la tuviera, esto entorpece las investigaciones.

—Pero ahora ha querido entrar...

—Al ver esta fachada he cedido al impulso de rememorar viejos tiempos. Aquellos compañeros de Stonyhurst, que eran todos primos, los Vavasour, los Weld, los Weld-Blundell, los Tempest, los Vaughan; y el Padre Thomas Kay, prefecto de disciplina, Father Purbrick y Father Cassidy, que era muy joven y estaba tuberculoso, siempre se portó muy bien conmigo.

Holmes recordaba la voz ronca de un jesuita de su niñez como si saliera del fondo de una caverna, pronunciando palabras misteriosas y seguras que sazonaba con citas en latín. Entonces el mundo rebosaba de herejes y cismáticos, que eran el error infernal, dijo casi con nostalgia, cerrando los ojos a la cruda luz de Barcelona. Y añadió que san Ignacio había vivido en aquella ciudad.

Un gorrión fue a posarse a sus pies, como si la fuerza del recuerdo magnetizara hasta a los pájaros, y cuando yo ya empezaba a pensar que se había convertido en otro hombre desconocido para mí, se puso el clavel en el ojal y el tono de su voz me advirtió que volvía a ser el de siempre; paró un coche de plaza y mostró al cochero la tarjeta del almacén de la calle de Trafalgar.

Era un local inmenso, con columnas, por el que anduvimos en medio de la indiferencia de los dependientes, que parecían atareados hasta el punto de no mostrar ninguna curiosidad por nosotros. Un joven que lucía patillas y un ridículo bigote se negó a entender lo que le preguntamos, y lo máximo que nos concedió en su desganada incomprensión fue apuntar con el índice hacia un altillo.

El lugar era muy oscuro, las pisadas arrancaban penosos crujidos del suelo de madera, y el individuo que nos recibió al fondo del altillo surgió ante nuestra vista como una aparición de ultratumba que consintiese benévolamente en adoptar apariencias de realidad, aunque perteneciera por derecho propio al mundo de las sombras. Encima de su mesa un cántaro era una mancha de blanco frescor.

Gracias al Cielo, aquel ser hecho de penumbra y de ruiditos de carcoma hablaba inglés, ya que según nos explicó hacía frecuentes viajes a Manchester por asuntos de negocios. Era un gran admirador del Lancashire (Holmes no pestañeó). Lo que Manchester piensa hoy Londres lo pensará mañana, nos citó complacidamente, tuvimos que admitir que sólo allí había podido aprender una frase como ésta.

Nos dijo que se llamaba Fructuoso Alberic, y que era encargado, hombre de confianza o algo semejante de Don Pelegrín, quien, lamentablemente, no podría recibirnos por estar enfermo. Se disculpó y gritó hacia el almacén reclamando la presencia de un tal Matamala, que no comparecía. Luego quiso saber en qué podía servirnos en ausencia de su principal.

—Ya nos habían avisado de que Don Pelegrín estaba indispuesto —dije con todo el tacto de que fui capaz—, en realidad con quien teníamos una cita era con sus hijas.

—El señor Vilumara es soltero —nos aclaró Alberic, sobreentendiéndose que los solteros formales no tienen hijos.

—Pues nos habían hablado de unas hijas que se llaman Angélica y Eulalia.

—¡Nada de hijas, caballeros, ya se lo he dicho!

—Tal vez nos hayan informado mal. Pero creemos saber que sí tiene un hermano...

—Les han informado pésimamente, tampoco tiene ningún hermano. ¡Matamala, que me traigan a Matamala! —volvió a gritar en dirección a la oscuridad del almacén.

—¡Qué contratiempo! —exclamé con todo el jesuitismo que exigían las circunstancias—. ¿Y no sabe si dentro de unos días Don Pelegrín estará en condiciones de recibirnos?

Rascó un fósforo y encendió una trémula lucecita de gas de espaldas a nosotros, como si tuviera algo que esconder y prefiriera que no le viésemos la cara; cuando ya hubo compuesto una máscara impenetrable y cortés, se volvió y dijo que el estado de salud de su patrón era, por desgracia, ¿cómo decirlo?, precario. Quizá tardase mucho en poder volver a ocuparse de sus negocios.

La conversación se alargó inútilmente, él no quería soltar prenda, yo insistía, Holmes le miraba en silencio como si quisiera hipnotizarle, y para colmo el tal Matamala seguía sin aparecer, con lo cual nuestro hombre se iba poniendo cada vez más nervioso y de un humor de perros. Miraba y remiraba nuestras tarjetas, si pudiéramos decirle el motivo de nuestra visita...

Era obvio que no podíamos, pero a él le impresionaba el hecho de que hubiéramos venido de tan lejos, aunque fuese con ideas descabelladas acerca de la familia Vilumara. Por fin, creo que empujado por la satisfacción y el orgullo de poder hablar inglés con unos ingleses de veras, aunque no fuesen de Manchester, nos dijo:

—Si lo que les trae a Barcelona es una cuestión personal, lamento decirles que Don Pelegrín no podrá recibir visitas durante bastante tiempo; está pasando una temporada de reposo en un sanatorio de las afueras, no puedo decirles más.

—¿Y este sanatorio...?

—Sí, su nombre —le acosó Holmes con imperio.

—No les serviría de nada, harían el viaje en vano, allí no admiten visitas—. Por su tono comprendimos que estaba a punto de rendirse, y en efecto, añadió entre dientes—: Nueva Belén.

Por fin allí estaba el señor Matamala, esmirriado, con una bata de algodón azul y dispuesto a recibir una reprimenda descomunal; aprovechamos la ocasión para despedirnos de Don Fructuoso, y una vez en la calle Holmes me llevó derechamente hacia el escaparate de una mercería y allí encendió con parsimonia su pipa de cara al cristal.

—Reconozco que estoy confuso, todo parece abonar las peores sospechas, y desde luego en Londres fuimos víctimas de un engaño —dije—. Pero ¿por qué?

—No es el momento de las respuestas, Watson, por ahora sólo podemos hacernos preguntas. Y una de ellas es quién es ese vejestorio que nos sigue desde que salimos de la fonda.

—¿Qué vejestorio? Yo no me he dado cuenta de nada.

—Eso le ocurre con mucha frecuencia, amigo mío —observó no sin saña—. Fíjese usted en la acera de enfrente, aquel portal.

Era un hombre de edad, alto y encorvado, con una levita color pulga que debía de estar haciéndole sudar; su cara alargada y caballuna tenía una expresión infinitamente melancólica, como la de alguien que ya se ha despedido de todas las ilusiones y vanidades de este mundo, y parecía contemplar las macetas de los balcones con un embobamiento senil.

—Parece un viejo inofensivo.

—Sin duda es viejo, pero no estoy tan seguro de que sea inofensivo. Hace una hora estaba comprando flores (que por cierto no lleva consigo, ¿qué ha hecho con ellas, es que uno se compra un ramillete para tirarlo en la primera esquina?) delante de la iglesia en que hemos entrado, y volvemos a encontrarle disimulándose en un portal de la calle de Trafalgar.

—Realmente es curioso.

—Yo diría que algo más que curioso. Y al salir de la iglesia le he visto moverse con una agilidad envidiable, impropia de sus años.

—Tal vez sea un joven disfrazado... ¡Holmes, parecía usted tan abstraído recordando su niñez, y resulta que se daba cuenta de todo!

—Claro que sí, ¿por quién me toma? Pero no perdamos tiempo en explicaciones provisionales y en conjeturas, se impone hacer una visita a nuestros compatriotas.

—¿Qué compatriotas? ¿Insinúa que conoce a algún inglés en esta ciudad?

—Aún no le conozco, pero le conoceremos. Nuestro fondista me ha dado la dirección del consulado de la Gran Bretaña, y allí hay que ir en seguida. Y o mucho me equivoco o el anciano de la acera de enfrente sentirá unos deseos irreprimibles de seguir nuestros pasos.

El consulado estaba en el tercer piso de un edificio con pórticos, muy cerca del mar, subimos una empinada escalera que olía a rayos y nos recibió un circunspecto individuo al que preguntamos por Mister Herbert Whitbread, el inglés que había hablado de Sherlock Holmes a las hermanas Vilumara, o como se llamasen, porque en aquel caso cada vez teníamos menos certezas. ¿Existía Whitbread?

Antes de contestar pidió nuestra documentación y la estuvo examinando recelosamente, como si supusiera que éramos unos impostores; nos miró con el rabillo del ojo, comprobó algún detalle en un Telegraph de quince días atrás que estaba abierto sobre la mesa, y por fin se ensimismó en la contemplación del puerto que podía verse desde la ventana.

—¿Cree que se ha olvidado de nosotros? —pregunté por lo bajo a mi amigo.

—Me parece que nos toma por alguien oficial; ha mirado el retrato de la Reina y luego sus pantalones, que lleva zurcidos, y eso no indica desdén, sino temor y solemnidad.

Se sentó ante nuestras sillas, declinó espontáneamente su nombre (cosa que hasta entonces no había creído oportuno hacer, se llamaba Silas Renshaw), carraspeó buscando inspiración para hablar y quiso saber qué tiempo hacía en Londres. ¿Muy caluroso? ¿Y en el sur de Francia? ¿Qué me dicen del sur de Francia? Más que responder a nuestras preguntas, lo que quería era sonsacarnos.

—¿Es cierto lo que se dice? ¿Es verdad que el mejor remedio contra el cólera es el láudano, quince o veinte gotas cada media hora? Sin que ello impida también tomar una copita de licor para que uno no se duerma de pie —agregó con una risita.

—Como habrá visto, Míster Renshaw, soy médico... —empecé.

—Efectivamente, doctor Watson, ya lo he visto —me interrumpió—. Y aunque cuando se le ha confiado una misión de nuestro gobierno...

—No, no, se equivoca.

—Sé lo que es la discreción, virtud inexcusable cuando se sirve al país, pero salta a la vista que están ustedes comisionados por las autoridades sanitarias para hacer un informe sobre la extensión de la epidemia, y quizá la conveniencia de establecer un lazareto.

—Le repito...

—Es inútil, Watson —intervino Holmes—, la perspicacia de este joven hace que sea imposible negar lo evidente; comprenderá que la índole de nuestra misión no nos autoriza a decir más, ni siquiera a usted. Ahora bien, ¿qué me dice de Whitbread? Es esencial para el propósito que nos ha traído hasta aquí.

—Pues... No me consta que actualmente viva en la ciudad un miembro de la colonia inglesa que se llame Herbert Whitbread.

—¿Pero ha vivido?

—Sí.

—¿Ha cambiado de residencia, está de viaje?

—Por así decirlo.

Hizo una mueca como si se dispusiera a contar el final de un chiste muy gracioso, y estalló en risas. Había querido embromarnos: Míster Whitbread murió cinco años atrás. Había que rendirse a la evidencia, de no mediar prácticas espiritistas, tampoco en eso nos habían dicho la verdad. Las hermanas Vilumara (o Folquet, quién sabe) eran unas embusteras.

—¿Dónde vivía? —preguntó Holmes.

¿De qué nos iba a servir saber dónde vivía cinco años atrás aquel buen hombre? Mi amigo era un vicioso de la investigación, cuando llegaba a un callejón sin salida continuaba husmeando como un sabueso infatigable, aunque supiese que era inútil, por inercia, empeñado en descubrir briznas diminutas de una verdad que se le escapaba.

—En el pasaje Forasté.

Me encogí de hombros, pero vi que Holmes se había quedado con la mirada fija en los mástiles de los barcos visibles desde la ventana. ¿Qué le sugería aquel panorama marinero? Traté de atar cabos: Trafalgar fue una batalla naval, ahora estábamos junto al puerto, ¿y si aquel pasaje estuviese en el barrio portuario? Pero no conseguí sacar ninguna conclusión de todo aquello, decididamente yo sólo era Watson.

—Señor mío —dijo el detective dirigiéndose a Renshaw—, ¿querrá prestarnos un señalado servicio? Todo es importante para nuestra misión —añadió ambiguamente—. ¿Cuenta con alguien que nos desembarace de una persona que nos está siguiendo? No es preciso matar, me conformo con que impida que sea nuestra sombra.

Renshaw agitó una campanilla y no tardó en aparecer un mocetón que no cabía por la puerta, nunca había visto a alguien con unos músculos tan bárbaramente desarrollados; se puso a nuestras órdenes con una sonrisa seráfica que podía significar que era de condición bondadosa o que se sentía feliz al tener la oportunidad de aplastar de un manotazo a quien se interpusiera en los caminos del Imperio.

Se llamaba Halliwell, le describimos al viejo que montaba guardia en la calle y nos aseguró que no había más que hablar, que la cosa estaba hecha. Renshaw se despidió de nosotros con la satisfacción de quien ha cumplido un deber patriótico, y oí que nuestro forzudo acompañante canturreaba no sé qué al bajar las escaleras, es posible que una especie de marcha triunfal.

Seguimos un espacioso paseo junto al mar, con dos filas de palmeras intercaladas con naranjos, y columnas de hierro que sostenían cobertizos; a nuestra derecha se alineaban casas de estimable vejez, con balcones que daban a dársenas, diques y tinglados, y pensé que sus habitantes desde la sala de estar podían perderse en la contemplación de los grandes horizontes.

Volví la cabeza para cerciorarme de que Halliwell cumplía su cometido, y cuál no sería mi asombro al verle de rodillas en medio de los pórticos, sujetándose el estómago con ambas manos, mientras el viejo andaba tranquilamente por la orilla del mar sin perdernos de vista. Solté una interjección como no solía permitirme desde que me licenciaron del ejército.

—Me temía algo así —suspiró Holmes sin volverse, haciendo alarde una vez más de sus supuestas dotes adivinatorias.

—¡A usted nunca le sorprende nada! —dije rencorosamente.

—Porque me hago pocas ilusiones acerca del mundo. Además, este hombre no mira a la cara, Watson, sino al cuello, seguro que tiene hábitos de estrangulador.

—¡Pobre Halliwell!

—Aún ha salido bien librado.

—Habrá que convivir con el viejo.

—Hay peores compañías.

Llegamos a un embarcadero donde estaban levantando un monumento grandioso; al otro lado de la plaza había unos cuarteles en ruinas que parecían estar convirtiéndose en un montón de cascotes. Nos asomamos al agua, que allí tenía un chapaleteo blando y casi melancólico, como de fatiga o de extenuación al batir contra la piedra. Niños desnudos se arrojaban al mar para ir nadando hasta unas barcas.

—Este mar conduce a Inglaterra —observé.

—Todavía no volvemos a Londres, ahora veamos dónde venden una guía de la ciudad.

—No sea testarudo, las pistas no nos llevan a ninguna parte.

—Eso está por ver.

Dio media vuelta y después de cruzar la plaza echamos a andar por un paseo en el que no tardé en reconocer el mismo de los plátanos y las flores que pasaba muy cerca de la fonda. Se detuvo en una librería y compró la dichosa guía, un tomito pequeño, de faltriquera, con cubiertas de cartón color chocolate.

Se puso a consultarla febrilmente, sin que pareciera importarle que estuviese en español, como si allí pudiera descubrir la clave de nuestros enigmas, y seguimos andando hasta que al cabo de un rato, empapados de sudor, nos sentamos en unos poyetes que había al borde de la calzada, entre los árboles. Todo aquello me parecía ya chifladura.

—¿Se puede saber qué busca?

—Concordancias, o, mejor dicho, sospechas de concordancias.

A corta distancia de nosotros el inesquivable viejo no se dignaba mirarnos. Había demostrado ser peligroso a pesar de su edad, y aunque Holmes era un boxeador excelente, me palpé el bolsillo donde llevaba el revólver; antes de que me estrangulase le podía meter seis tiros en el cuerpo. Entonces Holmes se dio una palmada en la frente, y sin la menor explicación me arrastró paseo arriba.

—¿Sale la familia Vilumara en el librito?

—Donde la rosa perfuma más el aire —musitó por toda respuesta.

—¿Qué galimatías es éste?

Nos encontrábamos de nuevo en el mercado de flores, pero mi amigo no era hombre como para hacer observaciones inútiles, quiero decir poéticas. Yo tenía la impresión de que aquella ciudad se había convertido para él en un acertijo, un intrincado misterio con el que alguien jugaba impertinentemente con nosotros. Como de costumbre, le bastó una mirada para leer mis pensamientos.

—Tiene usted razón —me dijo, deteniéndose en mitad del paseo—, es un desafío, y hay que recoger el guante. La visita que nos hicieron en Baker Street contenía una advertencia: se presentaron en plena noche; no sólo estaba el mensaje que traían, sino cómo lo traían. El mensaje era falso, la única verdad era la manera de transmitirlo: había que entender lo que decían al revés.

—Muy rebuscado —protesté.

—Lo es, la idea ha sido fruto de una mente tortuosa.

—¿No será una trampa del profesor Moriarty para alejarnos de Londres?

—No es su estilo. Moriarty es un matemático, es decir, tiene que creer que uno y uno suman dos, y el que forjó ese extraño plan tiene una imaginación poética, se divierte sugiriendo lo imposible, no es un científico.

Holmes aún estaba hablando cuando nos adelantó a buen paso el viejo que nos seguía, como si quisiera hacer patente que renunciaba a espiarnos, que ya no tenía interés por nosotros, y se perdió, con su cara tristona e inexpresiva, por la primera bocacalle que desembocaba a nuestra derecha. Miré a mi amigo lleno de estupor.

—¿Ha visto usted?

—Se va porque ya sabe lo que quería saber. Y puedo decirle adónde va, a una plaza que está cerca de aquí y que lleva el nombre de Santa Ana.

—¡Esto es el colmo!

—¿Dónde nos dijeron que desapareció Míster Vilumara? Recuerde, no fue en Barcelona, sino en las afueras.

—Y ahora nos hablan de un sanatorio llamado Nueva Belén.

—Que según la guía es un manicomio.

—Querrán hacerle pasar por loco y apoderarse de su fortuna.

—Tal vez, pero ¿cómo no sabían eso sus hijas, que por otra parte no existen, como tampoco existe su hermano? En cuanto a Whitbread, el que murió hace tiempo, por lo cual difícilmente pudo recomendarnos, ¿dónde vivía? Nos lo han dicho, en el pasaje Forasté, y vea —señalaba la parte superior de un plano—, este pasaje está muy cerca de Nueva Belén, en un pueblo de los alrededores al que sin duda se dirige ahora nuestro viejo. Y los ómnibus que van a San Gervasio, aquí lo pone, salen de la plaza de Santa Ana.

—Nunca había oído hablar de San Gervasio.

—Yo tampoco, pero en el estado actual de la investigación no me lo perdería por nada del mundo.

Habíamos llegado frente a la iglesia que visitamos horas atrás, y Holmes se detuvo para contemplar de nuevo su atormentada fachada, como si buscase en ella la confirmación de sus suposiciones, misteriosos rastros de la verdad que nos estaban ocultando y que sólo él podía acertar a ver. Mientras, olía voluptuosamente el clavel de su ojal.

—Presiento que será un viaje en vano —anuncié.

—He oído hablar mucho de la siesta española —dijo como para sí, sin tomarse la molestia de contestarme—, después de comer probaré qué tal sienta, y a la caída de la tarde iremos a San Gervasio.