VIII

El sol caía a plomo, era la hora menos adecuada para ir de visita, pero Holmes quería castigarse a sí mismo (de rechazo también me castigaba a mí, pero eso no solía importarle); le tenían muy disgustado los acontecimientos, que se agolpaban de una manera confusa y contradictoria, y que oponían una resistencia inverosímil a que él los descifrase.

La muerte de Don Modesto, lo de Doña Filomena y otros enigmas menores seguían siendo un desafío a su sagacidad, heridas abiertas en su amor propio, tan sensible. ¿Dónde estaba el gran Holmes? ¿O es que había dejado de ser grande? Ahora recibir de lleno aquel sol de media mañana era un suplicio que parecía purificarle o justificarle, no sé, de sus propios errores.

Peor aún, de sus limitaciones. Porque un error puede tener su grandeza, por su misma magnitud dar una cierta dignidad a quien lo comete, pero admitir sus límites, con los que chocaba una y otra vez, era intolerable para su orgullo. Y allí estábamos, cuesta arriba, y qué cuesta, tragando polvo ignominiosamente y cegados por el sudor.

El Puchet era una pequeña colina (según parece eso era lo que significaba su nombre) que se interponía entre aquella parte de San Gervasio y la ciudad, adivinada a lo lejos entre la bruma azul; salvando las distancias, me recordó a Hampstead, o, mejor dicho, tal como debió de haber sido Hampstead medio siglo atrás: un lugar tranquilo y agreste, residencial, con alborozados mirlos cantores.

Subíamos por una empinadísima calle, que casi podía llamarse trocha, con un reguero de cagarrutas de cabra que señalaban el recorrido del pastor y su rebaño; a ambos lados, maleza, alguna que otra casa que parecía abandonada y peligrosos taludes con invasión de zarzales. Los guijarros atormentaban los pies, y el único indicio de vida eran lagartijas escabulléndose entre la hierba.

—A veces no sé si la ciencia va hacia adelante o hacia atrás —observó sorprendentemente Holmes, mientras se detenía para tomar aliento.

—Amigo mío, el sol es abrasador, pero la ciencia no tiene ninguna culpa de ello, hubiéramos podido esperar a la caída de la tarde.

—No me refería al sol, que al fin y al cabo cumple su cometido, pensaba en la camiseta que tengo pegada a la piel, y en el doctor Jaeger, que Dios confunda.

—Ya sabe lo que son los sabios alemanes, tanta sabiduría acaba por debilitar el cerebro, a mí nunca me ha convencido.

—¿A quién se le ocurre sostener que la ropa interior de lana es la más indicada para el verano, la más fresca e higiénica porque no transmite el calor de la atmósfera al cuerpo? ¿No le parece indignante?

—Holmes, en Stuttgart no saben lo que es pasar calor. ¡En San Gervasio quisiera yo ver al doctor Jaeger!

—No lo digo por nosotros, pero lo más deprimente es que toda Europa le está haciendo caso. Respóndame, Watson, ¿adónde va la pobre humanidad?

Dijo pobre humanidad como refiriéndose a una infeliz muchacha, desamparada y sin porvenir, que le inspirase la más viva compasión. Fue un simple desahogo de acaloramiento, pero significativo de su estado de ánimo, de una hipocondría que últimamente se había apoderado de él, quizá para cargar en la cuenta del desbarajuste universal lo que no estaba dispuesto a admitir en sí mismo.

Y seguimos escalando la colina con espíritu heroico y mortificado, sin perder nunca de vista las negras señales de las cabras (yo me acordé de aquel cuento en el que unos niños conseguían orientarse gracias a unas miguitas de pan, aunque todas las comparaciones son odiosas), y por fin dimos con la casa que andábamos buscando.

La puerta estaba abierta como si invitase a entrar libremente en el jardín, que no podía estar más descuidado, devuelto por lo que juzgué pura desidia al caos natural de hierbajos y broza; unas escaleras entre cipreses altísimos conducían hasta las columnas del pórtico, agrietadas y sucias, que debían de recordar mejores tiempos.

Llamamos varias veces, pero nadie acudió al tintineo de la campanilla, la casa parecía desierta, hasta que en un mirador acristalado vimos claramente al que sin duda era su dueño, aquel misterioso Quintín de donjuanescas aficiones, de pie, con barba de varios días y una indumentaria más bien exótica que con buena voluntad tal vez podía tomarse por turca.

Era alto, muy moreno, y tenía efectivamente una apostura varonil un poco inquietante, yo hubiese dicho que demoníaca; nos miraba sin hacer el menor movimiento, como si no pudiera oírnos, agité una mano para llamar su atención, pero siguió inmóvil, como una imagen ilusoria detrás de los cristales, sólo para ser vista, no para ver.

Holmes se cansó muy pronto de aquella situación un tanto desairada, era evidente que no iba a abrirnos, que ni siquiera admitía que nos estaba viendo, y como no teníamos ningún mandato oficial tampoco podíamos obligarle a que nos recibiese para satisfacer nuestra curiosidad. Rodeamos la casa, envuelta en un silencio poco tranquilizador, y volvimos a salir a la calle.

—Lo único que hemos conseguido es un conato de insolación —dije—. ¡Qué tipo más raro!

—No quiere que le molesten, y está en su derecho. La casa de un inglés es su castillo, decimos en Inglaterra, y en España no van a ser menos.

—Preferirá que no le hagamos preguntas embarazosas. ¿No tendrá secuestrada a Doña Filomena en este lugar espectral?

—No deje que la literatura le perturbe el cerebro, amigo mío. A veces pienso que es usted un párvulo en la malicia, como dice la Escritura.

—¿Entonces sabe ya quién la secuestró y cómo, sabe dónde se encuentra?

—Aún quedan cabos sueltos, pero este asunto de la viuda Barnils no me preocupa en lo más mínimo. Lo que sí puedo asegurarle es que ese joven del mirador es inocente, quiero decir que nunca ha secuestrado a ninguna confitera.

—¿Sería mucho pedir que me aclarara los motivos en que se funda para decir eso? —dije amoscado por su tonillo de superioridad y suficiencia.

—Watson, no se ofenda, pero en estos momentos en que el sol me está despellejando el cogote sí es mucho pedir.

Cuando ya habíamos descendido la mitad de la cuesta, vimos subir a Don Celestino y a su tribu infantil, que jugaba y reñía con grave riesgo de que más de una criatura cayera rodando por aquel declive, sin que el poeta pareciese mostrar una extremada solicitud paternal por evitarlo. Al llegar ante nosotros apoyó las dos manos en el bastón y nos saludó jadeante.

—La situación era insostenible —dijo muy serio, como si hablase de la guerra del Sudán—, y he tenido que sacarles a dar un paseo. ¿Cómo les va? Observo que aún conservan el uso inglés de no fijarse en que hay aceras en las que da el sol y otras con sombra, pero en España descuidos así a menudo se pagan con la vida.

—Dígamelo sin tapujos, Don Celestino, necesitamos saberlo —dije sin poderme contener—, ¿ustedes también se derriten?

—Ahora que nadie nos oye y con el corazón en la mano le diré que sí, pero nos refresca tanto saber que en Barcelona aún pasan mucho más calor...

—Se lo aviso, Watson, no toleraré que vuelva usted a quejarse del clima de Londres.

—Sí, éste es un país que no perdona. Pero, díganme, ¿sobreviven en medio de esta maraña de misterios? A veces pienso que han sido ustedes quienes los han provocado: apenas llegar y no paran de suceder cosas.

—A nosotros nos llamaron, y además con mentiras. En Londres tenía una idea muy vaga de donde estaba Barcelona, incluso dudábamos de si no se encontraba al sur de Gibraltar —repuse.

—No me extraña, pero de no venir se hubieran perdido emociones, tipos y paisajes que valía la pena conocer. ¿Ya han visto el mar desde lo alto del Puchet?

On ne voit que de loin la mer, jeune dormeuse.

—Todavía no.

—Ya veo, desconfían de los poetas, pero con esta actitud no harán nada en la vida.

—Queríamos visitar al joven de la casa de los cipreses, pero no deben de gustarle las visitas, porque no nos ha abierto.

—Míster Holmes, usted sigue buscando explicaciones, y en consecuencia dudo mucho que las encuentre.

—Algo así me anunció hace pocos días un mendigo loco.

—Los locos no saben lo que dicen, pero eso no significa que no acierten.

—Esta tarde la dedicaremos al manicomio, ya le haré saber si es allí donde se esconde la verdad. Porque la verdad deja rastros, téngalo por seguro, solamente hay que saber verlos.

—No sé, no sé. Yo a veces cierro los ojos y en la oscuridad pasa como un relámpago que lo ilumina todo.

—Scotland Yard tendría que recurrir a los poetas.

—Por supuesto, son los únicos que saben algo del misterio. Tampoco mucho, no crea, pero sí más que los abominables racionalistas como usted.

Su tono era tan afectuoso que no podíamos enfadarnos, había que tomarlo como una expansión cordial; pero los niños se aburrían, le apremiaban para seguir andando en busca de aventuras, de descubrimientos, y aquel mortífero sol tampoco era el más adecuado para un debate filosófico al aire libre, en vista de lo cual nos despedimos.

Quiteria trajinaba por la casa con una mueca de asco, como si todos oliéramos mal, pero Don Alejo no le prestaba ninguna atención, agasajando a Miss López, dulce y melindrosa, que volvía a usar sus impertinentes (al parecer, nuestro anfitrión, compadeciéndose de ella, le había dicho que añadían un inexplicable atractivo a su personalidad).

Los dos aliñaban sus coloquios a media voz con exclamaciones muy expresivas, como ¡hum!, ¡eh!, ¡ca!, riéndose de cosas que debían de tener mucha gracia (nadie más podría comprobarlo), y golosineando con desmesura caramelos de colores y bombones de regaliz. Yo juzgaba severamente aquellas escenas, que hubiese comparado a cortarse las uñas en medio de una reunión social.

Pero reconozco que lo que más nervioso me ponía era la pasividad de Holmes. Lo veía todo, como de costumbre —no podía dejar de ser él—, sacaba infinitas consecuencias de los detalles más minúsculos, su cerebro era una poderosa máquina dedicada incesantemente a registrar, ordenar, comparar, deducir, pero adoptaba una actitud contemplativa, por no decir de indolencia.

¿Hasta cuándo iba a durar aquella inactividad, sí, aquella holganza, en espera de que Holmes, en uno de sus arrebatos imprevisibles y geniales, resolviese de una vez, atando cabos sueltos, todos los misterios de San Gervasio? No parecía que sus revelaciones tuvieran que ser inminentes, y mientras en casa de Don Alejo sólo se pensaba en el amor y en la literatura.

—He hablado con mis editores y me han dicho que quieren publicar la novela en seguida.

—¿Ha pensado ya en el desenlace?

—Aún no, pero decididamente el Malayo se hace pasar por corredor de quincalla.

—¿Qué me dice? —había que seguirle la corriente, es la única manera de hablar con un escritor.

—Sí, primero corta las orejas a una de sus víctimas (me he encariñado con esta idea), y no por maldad, es solamente un aviso, después comete su penúltimo crimen, y entonces finge desaparecer, como si alguien le secuestrara, habilísimo ardid que desvía las sospechas de la policía...

—Hasta que vuelve Rocambole...

—¿Cómo lo sabe?

Don Alejo me miraba estupefacto, con la boca abierta, en la que aún podía verse un caramelo a medio chupar; sin duda no me atribuía una excepcional perspicacia, al fin y al cabo era como un apéndice del gran detective, casi como un accesorio suyo, y no esperaba una observación así. Yo entonces me permití adoptar una pose a lo Sherlock Holmes.

—Muy sencillo, en las novelas Rocambole, a quien todo el mundo cree muerto, siempre reaparece.

A mis espaldas, como un susurro entre amistoso y burlón, oí lo que en su laconismo podía ser un beneplácito, un visto bueno, es posible que con algún matiz de ironía, como para recordarme quién era cada cual, echándome en cara —¡cuántas cosas caben o uno supone que pueden caber en una breve interjección!— lo que él debió de considerar como insolencia.

—¡Ajá!

En medio de tantas casualidades como se producían en San Gervasio, a nadie le extrañó que el inspector Benavides coincidiera una vez más con Miss Eulalia en casa de Don Alejo; ellos no parecieron demasiado sorprendidos, y los demás, como nos dijo sotto voce el escritor, hicimos la vista gorda, curiosa manera de expresarse que contra lo que pensamos al principio no significaba tener los ojos hinchados.

La señorita Folquet, con un traje color madroño que contrastaba con su tez descolorida, tenía una apariencia inmaterial, evanescente, como si flotara, obedeciendo a duras penas, porque o había más remedio, a la inexorable ley de la gravedad; y Benavides la miraba como si temiese que fuera a romperse en mil pedazos de un momento a otro, sin acabar de creer que fuese de veras.

En cuanto a Miss Angélica, brillaba por su ausencia, seguía en Barcelona, pero ¿haciendo qué? En mi recuerdo era imborrable su imagen manteniendo erguida la cabeza que se apoyaba en una mano, con los dedos índice y corazón extendidos, el pulgar como si se tentase la carótida, y el anular y el meñique doblándose graciosamente junto a la comisura de los labios. Aquella actitud atenta y reflexiva permaneció en mi memoria, donde aún está atesorada.

Por la tarde, después de la siesta (aquel día Holmes no hizo concesiones, creo que juzgaba el derecho a la siesta más importante que el derecho al voto), fuimos a Nueva Belén, que estaba en una hondonada, al pie mismo de la vertiente del Tibidabo, en un terreno que forma suave pendiente y que está rodeado por una cerca lo bastante alta como para evitar toda evasión.

Cruzamos un parque con arboledas y vegetales de adorno dispuestos simétricamente en mesetas y avenidas, y después de ascender por una escalinata, llegamos al establecimiento propiamente dicho, que constaba de tres cuerpos adosados. En el salón vestíbulo nos recibió una monja que llevaba unas tocas inconmensurables, y al preguntar por el señor Vilumara quiso saber nuestros nombres y nos rogó que esperáramos.

Unos minutos después estábamos en el despacho del director, quien dijo llamarse doctor Giné y Partagás, y que dio por supuesto que yo era una eminencia médica de paso por Barcelona, lo cual me parece que mortificó un poco a Holmes; sin duda habíamos oído hablar del primer congreso español de siquiatría, muy reciente, que él había organizado, y yo le dije que sí. Sus patillas en forma de chuletas se conmovieron de satisfacción.

Lamentablemente, el señor Vilumara estaba descansando, nos informó, era imposible verle, y nos miró con una fijeza de la que había que deducir que usaba un eufemismo, y que su paciente se encontraba en condiciones de salud mental tan malas que no podía recibir visitas, ni siquiera de un ilustre colega recién llegado de Londres. Holmes insistió, pero sin éxito, lo único que podía hacer y con mucho gusto, dijo, era enseñarnos el manicomio.

Por ejemplo, aquellos dos gabinetes, francamente espaciosos, como podíamos ver, con su jardín anexo, eran iguales a los que ocupaba el señor Vilumara; y nos explicó que estábamos en el ala de los enfermos distinguidos (por lo visto, además de éstos había los de primera, segunda y tercera clase, recibiendo atención especial según fueran tranquilos, agitados o furiosos).

—¿Y a cuál de las tres categorías de locos corresponde él? —preguntó Holmes.

—Hay palabras que aquí no se pronuncian ni deben pronunciarse —repuso con aspereza el director—, para nosotros todos son pensionistas.

Y un pensionista, por el hecho de serlo, estaba muy por encima de cualquier denominación apresurada y vulgar, era una entidad científica e intocable que merecía el máximo respeto, y sobre la cual nada más improcedente que hacer comentarios susceptibles de interpretarse de un modo torcido. Eso que quedara claro, pocas bromas con Nueva Belén.

Agregó que cierto inspector de policía había andado por allí husmeando, y que estaba escandalizado por su lenguaje y por las insinuaciones que había dejado caer; los suyos, afirmó, eran locos honorables —como es lógico no usó el término vitando—, que no andaban a navajazos por los alrededores ni cometían tropelías, de eso podía dar fe.

El doctor Giné, que sin duda era un verdadero sabio, ¡qué aplomo hablando de la siquiatría organicista!, me prodigaba explicaciones que yo no entendía muy bien (un simple médico de barrio, en Kensington, a media corona la consulta, no daba mucho de sí), pero hice lo posible por disimular poniéndome serio, como si estuviera comparando mentalmente sus palabras con mis profundos conocimientos sobre aquella materia.

Nuestra expedición exploratoria se revelaba inútil, como ya habíamos previsto, pero una vez allí no hubo manera de eludir una detallada visita a Nueva Belén: el patio porticado, la cocina, el locutorio, los baños de inmersión y las duchas, los aparatos hidroterápicos, la huerta, los viñedos, la fuente... Más de uno en San Gervasio, pensé, tendría que pasar una temporada en este lugar.

Cuando volvimos al parque, desde donde se divisaba todo el pueblo, el llano y al fondo la ciudad, vi que Holmes hacía esfuerzos por localizar el escenario del crimen, que me pareció quedaba oculto por unas encinas, y el doctor Giné le miraba de reojo, quizá creyendo que era uno de mis pacientes y que podía llegar a ser pensionista en su establecimiento.

Es posible que esto fuese lo que le impulsara a hablarme de los precios de Nueva Belén (dieciocho duros mensuales para la tercera clase, pero nada menos que cincuenta duros, eso sí, con criado particular, en el caso de los pensionistas distinguidos, como el señor Vilumara). También me regaló ejemplares de la Revista Frenopática Barcelonesa, única en España, según dijo. Si alguna vez tenía que recurrir a él...

Transparente alusión a que mi compañero podía convertirse en huésped de aquella casa, y luego empezó a hacer consideraciones teóricas, en el abstruso lenguaje en el que mal que bien nos entendemos los médicos, encaminados a sugerir un diagnóstico preliminar de Holmes. Cambié de tema porque aquello iba demasiado lejos, y le comenté que nos alojábamos en la finca del señor Casavella.

—¡He oído hablar de él! Sé que es escritor. Debo confesarles —añadió con un brillo en los ojos que no me era desconocido del todo— que yo también cultivo la literatura de imaginación, aunque, claro, desde una perspectiva por así decirlo pedagógica. He publicado varias novelas científicas, entre las cuales le recomiendo especialmente Viaje a Cerebrópolis.

Tenía prisa por volver a su trabajo y nos despedimos ya cerca de la entrada del parque. Al quedar solos nos costaba contener la risa, no habíamos averiguado nada nuevo, suponiendo que hubiera algo que averiguar, pero la experiencia había sido muy curiosa. Y nuestro fou rire, como dicen los franceses, no dejó de despertar suspicacias entre los vigilantes del manicomio, que no perdían de vista a nadie.

Fue entonces cuando vimos junto a un abeto a cierto individuo que por la expresión de su cara tenía que ser pensionista, y que a juzgar por sus ropas pertenecía a la tercera clase; estaba hablando con el cura ensotanado de la Bonanova, a quien conocimos en el entierro de Don Modesto; al advertir nuestra presencia, el cura dio por terminada su conversación con el interno y se unió a nosotros camino de San Gervasio.

Se puso en medio de los dos, cogiéndonos por el brazo (lo cual a mí me pareció demasiada familiaridad, en resumidas cuentas no nos conocíamos casi de nada), y empezó a charlar inconteniblemente, sin darnos ocasión a que metiéramos baza. No necesitaba conocer idiomas para entenderse con unos extranjeros, porque hablaba solo, sin esperar respuesta, característica que era común a muchos españoles.

Se expresaba además con todos los recursos a su alcance, con, los ojos, las manos, sobre todo las cejas, y con las múltiples arrugas de su chinesca cara. Era como un chino viejo y comunicativo que tenía muchas cosas que decir y quizá no demasiadas que escuchar, o al menos ésta era la impresión que nos daba o quería darnos.

Nos contó que aquel buen hombre de Nueva Belén estaba muy preocupado porque el descubrimiento del fuego ya no podía retrasarse más: la humanidad lo necesitaba con urgencia, y no obstante nadie le hacía caso, el mismo director le había dicho que no corría tanta prisa, que el impluvio descendente era lo primero, ¡el impluvio!, cuando ni siquiera se había descubierto el fuego...

¿Quería catequizarnos por vías indirectas? Yo siempre había oído decir que los curas católicos no practican el fair play habitual en la Church of England, que se las ingenian para que uno se distraiga olvidando su carácter clerical papista, y que cuando su interlocutor está desprevenido le atacan por el flanco más débil, metiéndose en su intimidad por la brecha de dudas y conflictos íntimos, aprovechando los desajustes de su corazón.

Suelen ser tortuosos, entrometidos y porfiados, ignoran la discreción y buscan alguna grieta en la vida privada (¿quién no tiene grietas en su vida privada?) para adelantar sinuosamente posibles soluciones o consuelos que sólo puede ofrecer Roma. A más de uno han atraído así, con malas artes, hasta el seno de la Dama Escarlata.

Los demás proponen, discuten, Roma afirma de una manera tajante que desasosiega, y si uno entra en el juego ya está perdido: intimidación, abuso de confianza, engañosas dulzuras que acaban en sometimiento, nada más difícil que sustraerse a ese vértigo de la fe, ese abandono que proporciona la paradójica seguridad de apoyarse por completo en lo invisible.

Ésta es la razón de que los que se educaron en esas convicciones de hierro, de hierro y de incienso, aunque de mayores renuncien a ellas, como se renuncia a los juguetes de la nursery, que para el adulto carecen ya de sentido, siempre conservan una nostalgia de aquella certidumbre, como de una luz que no se puede ver, pero que se sabe muy bien que sigue iluminando.

Yo ignoraba que Holmes hubiese tenido esas experiencias devastadoras, pero desde que me enteré al llegar a España, pasada la primera reacción de asombro y de incredulidad, acaso le comprendí mejor, entreviendo por qué era como era; y recordé que según mi abuelo los jesuitas se jactaban de que una vez se habían hecho cargo de un niño sería suyo para siempre.

Ahora, con aquel cura gesticulante y charlatán, con movimientos que me recordaban los de la gimnasia recreativa, se le veía en terreno conocido, hubiérase dicho que nunca olvidado; intercambiaban frases, arcanas para mí, empedradas de latines, y el párroco no parecía extrañarse de que un inglés, en principio un hereje, fuera tan buen conocedor de todas aquellas cosas.

A decir verdad, a pesar de mis temores, no parecía querer adoctrinarnos; bromeaba entre explosiones de risa, hablaba de los locos y de los cuerdos (la razón suele triunfar, nos dijo, sólo que a menudo cuando ya es demasiado tarde), de los enfermos y de los médicos —estos últimos le producían cierta hilaridad—, de los ingleses y de los españoles, de los curas y hasta de sí mismo.

—Yo ya quisiera ser más serio, pero es que el mundo no lo es —se justificó—. Cuando les veo a ustedes afanándose por aclarar ese crimen sin pies ni cabeza...

—Luego supone que fue un loco —dije.

—Si no se les ocurre nada mejor...

—Entonces es un misterio inexplicable.

—Mire, los misterios tienen que ser inexplicables, si se explican ya no son nada.

—Padre, confieso disentir de usted —intervino Holmes—. Para mí los misterios existen para dejar de serlo.

—Siento no poder ayudarles, las pistas que yo les daría serían demasiado teológicas para su investigación. Ustedes no creen mucho en Dios, ¿verdad? Él sí que sabe.

—¿Insinúa que deberíamos preguntárselo?

—Es lo que hago yo con muchas cosas.

—¿Y le contesta? —aquel diálogo cada vez me parecía más absurdo.

—Claro que sí, sólo que a otras preguntas que uno no le hace, y que son las que verdaderamente nos importan.

A partir de ahí divagó sin freno acerca de los fines últimos de la existencia humana, y de pronto, aunque no mencionó ningún nombre, comprendí que estaba hablando de Miss Angélica al aludir a una joven del pueblo, guapa y muy lista, que acababa de hacerse monja de clausura con las benedictinas del convento de Santa Clara. Dijo que ella hizo la más sencilla de las preguntas, y obtuvo una respuesta inesperada. Sentí como una trepidación del universo, ya no podía oírle, sus palabras eran un zumbido indiferente y mecánico.

En cambio, la oía a ella, hablando francés, riendo, y la veía con su perpetua tiznadura de hollín en la cara, la nariz de discutible longitud, pero armónica y personal dentro del conjunto del rostro; y me miraban aquellos ojos abiertos con avidez a lo que ahora había abandonado bruscamente, sin explicaciones, o al menos sin que yo pudiera explicármelo.

Estábamos frente a los lavaderos públicos, una especie de alberca, y fijé la atención en el agua, que era color de té con leche, de ceniza o de niebla, con islas jabonosas y archipiélagos de burbujas que iban a la deriva con lentitud, y que al fin estallaban sin hacer ruido, para desvanecerse en lo que podía parecer un temblor del aire.

Me sentía aturdido y lleno de irritación, y entonces se oyó un pausado toque de campanas desde la Bonanova. El cura se detuvo, se descubrió y rezó unos minutos en silencio, y al enmudecer nosotros todo el campo se aquietó también en unos instantes de sosiego, como si todo callase con fatiga para que Dios pusiera orden en el tumulto de los pensamientos.

Me hubiese abofeteado a mí mismo sin saber por qué, era como culpable de algo que me hacía daño y que no acertaba a explicar. Levanté la vista y vi que Holmes me estaba mirando muy serio, con una expresión poco habitual en él, creo que con una amistad y una tristeza que le redimían de la arrogancia con que solía tratarme.

Nos despedimos del párroco para volver a casa de Don Alejo, cruzamos el puente del barranco sin una palabra, y no hubo necesidad de que uno de los dos lo propusiera: dimos un rodeo injustificable para pasar por la calle Kraywinckle, y allí el sol, que se ponía a nuestras espaldas, hizo que anduviéramos pisando las propias sombras.

Por la noche, antes de acostarnos los dos tuvimos la misma idea, y nos encontramos en la terraza con los magullados pies libres por fin de los zapatos y de los calcetines. Las recalentadas baldosas parecían arder, y la luz de la luna añadía un encanto fantasmagórico a los torreones y almenas de la casa medieval.

—Como suele decirse, al demonio se le descubre por los pies —dijo señalando los nuestros descalzos.

—Pues no oponía usted mucha resistencia al celo proselitista del papismo.

—El cura me recordaba a Father Cassidy por su manera de hacer creer que hablaba porque sí, cuando sabía muy bien lo que estaba diciendo; parecía reírse de sí mismo y nos enseñaba que debíamos ser nosotros los que nos tomásemos a broma. En cualquier caso, siento lo de Miss Angélica.

—¿Insinúa... quiere decir que me había hecho ilusiones acerca de esa joven?

—Todos nos hacemos ilusiones que a menudo no conducen a nada, Watson. La soltería le pesa, amigo mío, tiene que pensar en eso.

—Yo nunca había dicho a la señorita Folquet...

—Mucho más grave aún, lo había pensado.

—Y usted adivina los pensamientos.

—Pero no sirve de nada. Aquí me tiene quizá sabiéndolo todo, y no obstante ignorando los secretos definitivos y dónde se encuentran. ¿Me da un cigarrillo? Se me ha acabado el tabaco de pipa.

Me tendía sus dedos largos y delgados, y en medio de la oscuridad me pareció ver en su ademán como una desesperada petición de ayuda, ¡precisamente a mí! ¿Era el comienzo de una de sus crisis de apatía que le empujaban a la droga?, me pregunté. Encendimos cigarrillos ingleses, y la llama del fósforo hizo surgir de las tinieblas una cara crispada y meditativa.

—Creí que sabía quién mató al señor Turull y por qué.

—No sé si en el fondo es eso lo que buscamos. Tengo la sensación de estar ante un vacío que se enmascara con historias complicadísimas, con rarezas y voces chillonas, misterios que quizá no lo sean. Y detrás de todo eso sólo hay el vacío, o algo indecible, no sé.

—No filosofe, que eso trae malas consecuencias —le advertí, esforzándome por bromear.

—Precisamente pensaba que cualquier día me retiraré para dedicarme a la filosofía.

—¡Qué dice!

—Sí, y a la apicultura. Hace unos años eché el ojo a una casa de campo que está a pocas millas de Eastbourne, en las tierras bajas de Sussex... Quizás entonces vuelva también a mis interrumpidos estudios sobre la música en la Edad Media, los motetes polifónicos, ya veremos.

—Déjelo para la vejez, todavía es pronto —dije con el corazón en un puño.

—Ya no hay viento en las velas —se limitó a contestar, y la brasa de su cigarrillo al avivarse iluminó una fisonomía de piel roja melancólico.

—Como médico le diré que el taedium vitae es un mal de estetas y de bohemios, usted ha de estar por encima de tales esnobismos. Piense en cosas concretas, en quién mató...

—No es esto lo que me inquieta, Watson, sino más bien: ¿Por qué no puedo descubrirlo? Este asunto se deshilacha, y yo también me siento deshilachado. ¿Dice algo la medicina acerca de estos fenómenos?

—Que yo sepa la medicina no dice gran cosa —reconocí.

—También hubiera podido declararme loco y ya no salir de Nueva Belén, al director no le hubiera extrañado lo más mínimo, y a mí tentaciones no me faltaban. O decirle al cura que era un apóstata y que quería volver a la verdadera fe. ¡Le hubiéramos dado una alegría tan grande!

—No me asuste, Holmes —le cogí del brazo como para transmitirle una seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Por prescripción facultativa lo que necesita usted es trabajar, y en vista de cómo está todo por aquí esto significa regresar a Londres, y lo antes posible, volver a la vida normal, cerrar este paréntesis maldito. Baker Street le curará del todo.

En el silencio de la noche sólo se oía el teclear rápido y obsesivo de la máquina, nada más.