13

De: Connor Harlow

Enviado: 27/09/2015 19.29

Para: Lara Archer

Asunto: Espero que estés teniendo un buen domingo

Sé que no es una hora correcta y espero no interrumpirte en domingo.

Sólo quería saludarte.

Connor Harlow

Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados

Con los ojos fijos en la pantalla del ordenador, releo el mensaje una docena de veces sin saber qué decir. Tengo clarísimo lo que haría la Lara de antes: se levantaría y daría saltitos por todo el salón con una sonrisa de oreja de oreja. La Lara de ahora se siente lejos de todo lo que era antes… de Connor. Ya no soy la misma.

Cierro el ordenador de golpe y me meto en la cama. Ahora mismo sólo quiero dormirme y dejar de pensar hasta mañana.

Apago la alarma de un manotazo y me acurruco en el lado opuesto de la cama. Es la solución universal para huir del despertador, sobre todo si es lunes y es demasiado temprano. Sin embargo, en cuanto recuerdo que hoy llegarán los archivos que pedí sobre otras inversiones de Foster, me levanto de un salto.

Me meto en la ducha y me preparo para trabajar en tiempo récord. Quiero llegar a la oficina lo más rápido posible.

Me compro un café para llevar cerca de la boca de metro de Canal Street y un pretzel en un puesto a unos metros del Federal Hall. Desayuno exprés. Saludo a Carrie y le pregunto si ya ha llegado el mensajero. Tuerzo el gesto cuando me dice que no y, tras coger los mensajes que me tiende, me encamino a mi despacho.

Me paso una hora dando paseos por el departamento esperando el paquete. El señor Sutherland llama un par de veces, pero le pido a Scott que le diga que estoy en una reunión. No le sorprende. Conoce a nuestro jefe y sabe lo pesado que puede llegar a ser, sobre todo con temas que sólo atañen a este departamento por los favores que le ha prometido a uno u otro amigo.

—¿Quién firma? —pregunta una voz desde la puerta.

Alzo la cabeza y salgo disparada hacia él. Es Cameron, el mensajero del registro central. Firmo en el recibo que me tiende en una bandeja de plástico y prácticamente le arranco la gruesa carpeta de las manos.

Estoy a punto de entrar en mi despacho cuando el señor Sutherland entra en el departamento como un ciclón. Inmediatamente repara en mí y camina decidido en mi dirección. Está más enfadado de lo que nunca le había visto.

—Con que en una reunión —murmura entre dientes al pasar junto a mí—. A tu despacho, ya.

Miro a mi alrededor y me encuentro con las miradas confusas de todos los empleados excepto uno, Lincoln. Trata de sonreír para infundirme valor, pero no le sale demasiado bien. ¿Sabrá por qué he ocultado el desfalco de Foster? ¿Por qué estoy protegiendo a Jackson?

—¿Qué está pasando con Benjamin Foster? —me pregunta el señor Sutherland en cuanto cierro la puerta de mi oficina.

—No pasa nada con Benjamin Foster —respondo automática.

No quiero mentir, pero no puedo tirar a Jackson a los leones. Sencillamente no puedo.

Mi jefe frunce los labios y se desabrocha acelerado los dos botones de su chaqueta.

—Las inversiones de Foster pasan a revisión y son asignadas a un analista, pero, curiosamente, los datos de conclusión no se meten en el ordenador y paralelamente tú pides media docena de informes sobre él a los archivos centrales. No te lo voy a volver a repetir —sentencia endureciendo su voz—. ¿Qué está pasando?

Trata de intimidarme, pero no lo consigue y ni siquiera sé cómo pasa.

—Estudiamos a Foster, pero no hubo nada concluyente. Seguimos con el análisis.

—¡Eso son patrañas! Te he visto trabajar. Este departamento saca al día más de doscientas revisiones.

Aprieto los dientes. Quiero decirle que sólo se molesta en conocer esos datos para poder presumir de ellos delante del alcalde o el gobernador. No tiene ni idea del trabajo real de esta oficina.

—A finales de año me presento a la reelección, Lara. ¿Sabes lo que significa eso?

Que quiere aparentar una neutralidad que no tiene.

—¿Sabes cómo quedaría si la prensa llegase a enterarse de que ciertas personas reciben un trato de favor por parte de esta oficina?

Cabeceo a la vez que resoplo. Por el amor de Dios, suena incluso indignado. ¿Cómo se puede ser tan hipócrita?

—Señor Sutherland, con todos mis respetos, este departamento le ha hecho favores a sus compromisos políticos, a miembros de su hermandad universitaria, incluso a sus compañeros de golf. No le estoy pidiendo que pase por alto los delitos de Benjamin Foster. Si los ha cometido, yo misma los denunciaré. —Trago saliva. Sólo con decirlo en voz alta, el estómago me da un vuelco—. Sólo le estoy pidiendo un poco más de tiempo.

Él me observa un segundo.

—Pues no lo tienes —sentencia sin asomo de dudas—. Hoy mismo quiero que empieces los trámites de denuncia contra Colton, Fitzgerald y Brent.

—No.

No puedo hacerlo y mucho menos voy a hacerlo cuando existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que Jackson sea inocente.

—¿Esa es tu última palabra?

Sé por qué me lo pregunta. El sistema garantista y arcaico del que siempre me quejo hace totalmente imposible que él pueda denunciarlo directamente. Por primera vez me alegro de que la junta directiva no me dejara hacer ningún cambio.

—Sí. —No vacilo, no hay dudas.

—Tú lo has querido, Lara.

El señor Sutherland se marcha de mi despacho cerrando con un sonoro portazo. Yo dejo escapar todo el aire de mi cuerpo y me derrumbo sobre la silla a la vez que me llevo las palmas de las manos a los ojos.

Acabo de arriesgarlo todo por Jackson.

Respiro hondo y busco desesperadamente mi yo práctico. Necesito aferrarme a él. Me levanto de un salto y abro con manos aceleradas la carpeta con los dosieres de Foster. Lo reviso todo rápido, veloz.

—Vamos, vamos, vamos —murmuro pasando las páginas.

Tiene que haber algo, lo que sea, una pista, un indicio, que demuestre que Jackson no tuvo nada que ver.

Reviso una carpeta.

Otra.

Otra.

Otra.

—Joder —pronuncio desesperada, cerrando el último dosier y lanzándolo sobre mi escritorio.

No hay nada.

Descuelgo el teléfono de mi mesa y, temblorosa, marco el número de Jackson. Quizá él tenga una explicación. Espero largos minutos, pero no lo coge. Pruebo otra vez. Ahora más que nunca necesito hablar con él y no es sólo para que me diga alguna impertinencia, como que me he equivocado sumando y él es completamente inocente; nunca pensé que tendría tantas ganas de oír algo así, necesito oír su voz… Necesito sentirlo de alguna manera, pero no lo coge.

Alzo la cabeza y con la respiración trabajosa pierdo mi mirada vidriosa en la ventana. Ya ha anochecido y la luz artificial de los rascacielos infinitos compite con la de la luna nueva. ¿Qué voy a hacer ahora? Ya no hay más papeles que estudiar. No hay más trabajo que hacer. Todas las pruebas apuntan a Jackson. Una lágrima cae por mi mejilla.

Recuerdo todo lo que pasó ayer y es más que probable que ahora sea él quien quiera poner distancia entre nosotros. Un sollozo se escapa de mis labios. Cabeceo. No quiero llorar. No sé cómo sentirme. No puedo sentir nada por Jackson. No puedo permitírmelo. Respiro hondo tratando de tranquilizarme, pero es inútil. Mi mente está enmarañada, llena de preguntas que no puedo contestar: ¿qué siento por él?, ¿por qué lo estoy salvando a pesar de todo?, ¿por qué lo necesito a pesar de todo? Jackson no es bueno para mí. Necesitarlo, Dios mío, quererle, no es algo bueno para mí.

La impresora multifunción comienza a sonar sacándome de mis pensamientos. Me seco las lágrimas con el reverso de los dedos y me acerco hasta el pequeño mueble. Frunzo el ceño cuando veo un fax imprimiéndose, aunque una parte de mí ya sabe quién lo envía. Agarro el borde de la hoja en cuanto la máquina la deja caer. Es un documento oficial informándome de que el señor Sutherland, y por ende la Oficina del ejercicio bursátil y la Conserjería de Economía, ha decidido retirar su ayuda de mi proyecto. Alega diferencias irreconciliables con la organización.

Resoplo y vuelvo a contener el aluvión de lágrimas que me quema detrás de los ojos. Era obvio que pasaría esto.

Recojo mi bolso y salgo de la oficina.

—Lara, ¿está bien? —me pregunta Lincoln levantándose al verme.

Asiento y fuerzo una sonrisa que no me llega a los ojos. Es el único que queda trabajando en todo el departamento.

—Deberías marcharte a casa —le digo a unos pasos de la puerta—. Es tardísimo.

Él me observa lleno de una dulce condescendencia, como si supiese exactamente lo que he hecho y cuánto me he equivocado. Sé que quiere decirme algo, preocuparse por mí, pero, si me siento y le cuento mis problemas, romperé a llorar. Sólo quiero llegar a casa.

Paro un taxi y le doy mi dirección. Rezo para que no tarde mucho y afortunadamente tengo suerte. Tengo las manos agarrotadas cuando saco un billete de veinte para pagar la carrera.

Sólo necesito aguantar un poco más. Sólo un poco más.

Ya en el portal, todo me da vueltas. El corazón me late demasiado de prisa. Subo las escaleras. Me falta el aire. Los sonidos a mi alrededor se desvanecen.

Todo mi cuerpo se tensa.

Todo vuelve a estar tranquilo.

Abro los ojos despacio. Mi móvil suena, pero el sonido es débil, lejano. Parpadeo un par de veces desorientada. Miro a mi alrededor y me levanto con dificultad. Reconozco el rellano. Estoy en la puerta de mi apartamento. He vuelto a sufrir un ataque de pánico.

En busca de heridas, me reviso las manos, los brazos. Parezco estar bien, pero, al tocar la zona del cuello tras la oreja, doy un pequeño respigo. Me observo los dedos. Hay algo de sangre en ellos. Respiro hondo y observo el suelo donde hace apenas un par de minutos estaba tumbada. Lo comprendo al instante. Debí de darme con el rodapié.

Busco las llaves y entro en el apartamento. ¿Cuántas horas llevo durmiendo? Miro el reloj y resoplo de nuevo al comprobar que son más de las doce.

Dejo el bolso sobre la isla de la cocina, me quito los zapatos de cualquier manera y voy hasta el baño. Enciendo la luz de malos modos, enfadada por haber tenido dos ataques en menos de un mes cuando hacía años que no me ocurría. Me miro la herida en el espejo; por suerte es pequeña, pero las cuatro gotas que han caído han sido precisamente sobre mi camiseta. Genial.

Estoy buscando algo con lo que curarme, tengo que tener tiritas por alguna parte, cuando llaman a la puerta. Cojo la toalla del lavabo y camino hacia el recibidor tratando inútilmente de limpiarme la sangre de la camiseta.

—¿Quién es? —pregunto a la vez que abro.

Mi respiración se acelera automáticamente. Es Jackson.

Él me observa de arriba abajo sin responder a mi pregunta. Está enfadado, lo sé. Su mirada se centra en la sangre y un destello de un miedo frío y cortante cruza sus ojos verdes.

—¿Qué ha pasado, Lara? —me pregunta exigente, impaciente.

—No ha pasado nada.

Si le explico lo que ha ocurrido, sólo habrá más preguntas y no sé si estoy preparada para responderlas.

—Jackson, te prometo que estoy bien.

—Déjate de estupideces y dime qué te ha pasado —me advierte.

Yo aparto mi mirada de la suya y la concentro en mis pies descalzos.

—Me he desmayado en el rellano y me he golpeado con el rodapié —suelto de un tirón.

—¿Por qué? —Su voz es aún más cortante y más emociones cruzan su mirada.

—Tuve un ataque de pánico —me sincero.

Jackson suelta un bufido arisco y ahogado a la vez que se pasa las manos por el pelo y las deja en la nuca. Está más que furioso o, por lo menos, no sólo está furioso. Finalmente, entra, me toma de la muñeca sin ninguna delicadeza y me lleva hasta el salón. La puerta suena tras nosotros cerrándose de un portazo. Jackson me mira a los ojos e intenta leer en ellos como ha hecho tantas veces, sólo que ahora parece desesperado por poder lograrlo.

—Te llamé esta tarde —le digo—. Necesitaba hablar contigo.

No dice nada. Sólo tensa la mandíbula esperando que continúe y la culpabilidad se dibuja en sus ojos verdes.

—La Oficina del ejercicio bursátil va a investigar a Benjamin Foster. Hay indicios de desfalco. ¿Por qué lo has hecho, Jack? Sabías que acabaría revisando esas cuentas. ¿Por qué has tenido que hacerlo? —Ya no sueno enfadada, ahora estoy dolida.

Los ataques de pánico siempre me dan claridad mental y ahora lo han hecho para hacerme entender lo que realmente siento. Estoy decepcionada.

Jackson me mantiene la mirada. Su gesto sigue siendo arrogante, pero, de alguna manera, también parece afectado. ¿Acaso le importa lo que piense de él?

—Has dado por hecho que soy culpable.

—¿Me estoy equivocando? —inquiero armándome de valor.

Por favor, di que me estoy equivocando.

—No es asunto tuyo.

Mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas, pero no me permito llorar ninguna. Me siento ridícula y estúpida. ¿No le importa la imagen que tenga de él? En realidad, ya me advirtió precisamente de eso la primera vez que nos acostamos. «No te equivoques creyendo que me importa lo que pienses de mí». Sus palabras caen ahora sobre mí como una losa.

—Jackson, por favor, márchate. Es tarde y me gustaría dormir —murmuro.

Sin esperar respuesta por su parte y sin permitirme mirarlo, me dirijo a la habitación. Estoy abriendo la puerta del pasillo cuando Jackson coloca la palma de su mano en la madera y vuelve a cerrarla. Está a unos centímetros de mí, con su cuerpo casi rozando el mío, pero no me giro y las lágrimas comienzan a caer en silencio.

—No lo hice, Lara —susurra.

Sus palabras son como un bálsamo para el huracán que me asola por dentro, pero, sobre todo, es la manera como las dice. Quiere que le crea. Necesita que le crea.

Deja caer su cuerpo contra el mío y se inclina hasta que sus labios acarician mi pelo.

—Nunca haría nada que pudiera hacerte daño.

Cierro los ojos y disfruto de la suave sensación que me embarga, de haber saltado al vacío por él y sentir cómo su mano me sostiene.

Jackson me gira suavemente. Descalza es aún más alto que yo. Alzo la mano despacio y agarro suavemente su camisa blanca a la altura de su estómago. Él levanta la suya y sigue el contorno de mi cara con la punta de sus dedos.

—Cuéntamelo —me pide.

No necesito preguntar el qué. Sé perfectamente a lo que se refiere. Jackson toma aire y lo exhala brusco, despacio, controlado, sin levantar sus ojos de mí. Parece aún más preocupado, más inquieto, y por un momento eso me desarma.

—Cuando tenía siete años, mis padres murieron en un accidente de tráfico. Yo iba con ellos.

No me gusta recordarlo. Odio recordarlo.

—El coche se salió de la carretera, dio varias vueltas de campana hasta quedar bocabajo, pero no me hice ni un rasguño. Mis padres, los dos, salieron despedidos por el cristal delantero. Estuve gritando «mami» durante horas. —Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco con rabia—. El sillón cedió y caí al techo del coche. Estaba muy asustada, pero conseguí salir arrastrándome por la ventanilla. Había llovido. Era de noche. Todo estaba muy oscuro.

Lo recuerdo todo de aquella noche, cómo el aire olía a tierra húmeda y a gasolina, el frío que tenía.

—Corrí hacia mi madre y me arrodille junto a ella. Empecé a zarandearla, tratando de despertarla, pero no lo conseguía. A veces los tres jugábamos a los mosqueteros y uno caía muerto al suelo. Al principio creí que estábamos jugando —digo encogiéndome de hombros con las lágrimas bañando mis mejillas, tratando de disculpar a aquella pobre niña.

Jackson traga saliva, pero no levanta sus ojos de los míos.

—Un hombre apareció de la nada —continúo—. Vivía en una parcela cercana y el ruido llamó su atención. Se asustó de que el coche pudiese explotar, me cogió en brazos y me sacó de allí. Yo no paraba de repetir que quería quedarme con mis padres, que, por favor, volviese. Me llevó a su casa, se aseguró de que no estaba herida y me envolvió con una manta, pero no me dijo su nombre —recuerdo—. Llegaron policías, una ambulancia, pero nadie me decía cómo se llamaba. Estaba muy asustada. —Todavía lo estoy. A veces creo que nunca he dejado de ser esa niña de siete años—. Easton y Erin me recogieron en el hospital. Erin me cogió la mano y me dijo que dejase de llorar, que ya nos íbamos a casa, pero no nos fuimos a mi casa, nos fuimos a la suya. Yo sólo quería ver a mis padres.

Jackson suelta todo el aire de sus pulmones y su mirada atrapa la mía una vez más. No hay arrogancia. No hay rabia. No hay hermetismo. Sólo quiere que este dolor desaparezca.

Desliza su mano hasta cubrir la mía, que aún agarra su camisa.

—Si quieres, puedes marcharte —le disculpo en un murmuro, soltándolo y apartando mi mano.

No quiero que me tenga lástima. No quiero que me mire como todas aquellas personas me miraban con siete años.

—No voy a marcharme —pronuncia con una seguridad atronadora.

Me quita la toalla de las manos suavemente, despacio, acariciando mis dedos.

—Has cambiado algo dentro de mí, Lara, y necesito protegerte. Necesito hacerlo desde que te vi por primera vez.

—¿Con siete años? —pregunto.

Es lógico querer proteger a una niña asustada.

—No, Lara. Te vi por primera vez cuando volvimos a encontrarnos.

Sus ojos verdes lo son más que nunca.

Jackson comienza a limpiarme la herida.

Me llevo un labio sobre otro y lo observo concentrado en cada suave movimiento que hace. Trato de contener una tenue sonrisa mientras un sentimiento cálido, grande e inexplorado crece en mi interior.

—¿Estás cansada? —pregunta atrapando de nuevo mi mirada.

Asiento.

—Quiero que duermas conmigo —me sincero en un susurro.

Jackson no dice nada y alza la mano. No comprendo qué está haciendo, pero entonces oigo la puerta abrirse a mi espalda y esa sonrisa que luchaba por contener irrumpe en mis labios. Jackson me toma de la mano y me lleva hasta la habitación. Quería que me enseñara, dejar de ser una ratoncita, y ahora creo que su mano sobre la mía es lo único que necesito.

La estancia está en penumbra, solamente iluminada por la luz que llega desde la ciudad a dos plantas de distancia. Toma el borde de mi camiseta y despacio tira de ella hasta sacármela por la cabeza. Desliza sus dedos bajo la cintura de mis vaqueros, desabrochándolos botón a botón, y lentamente los baja junto a mis bragas, arrodillándose frente a mí. Alza la mirada y simplemente me domina por completo. Contengo la respiración y Jackson se inclina sobre mi estómago y deja un dulce beso en mi piel. Enredo mis manos en sus rizos castaños y disfruto de su tacto mientras se levanta hasta quedar de nuevo frente a mí. Nunca podría cansarme de mirarlo.

Mira su camisa y automáticamente entiendo lo que quiere que haga. Levanto las manos nerviosa y acaricio cada uno de los botones. Hemos hecho muchas cosas juntos, pero jamás me había regalo todo este tiempo, toda esta paciencia, toda esta intimidad.

Jackson parece darse cuenta de lo nerviosa que estoy y coloca sus manos sobre las mías. Mis dedos se mueven perezosos contra su palma y él sonríe. Una sonrisa que no había antes. Es preciosa y está llena de sinceridad.

Despacio, guiándome, desabrochamos su camisa blanca y la deslizo sobre sus hombros por el cuerpo perfecto que poco a poco va apareciendo ante mí hasta que la prenda se reúne a nuestros pies con el resto de la ropa. Jackson se deshace de sus pantalones y sus bóxers blancos con la misma lentitud. Acaricio su estómago tonificado y, sin quererlo, agacho la cabeza. La curiosidad, las preguntas, el asombro, todo lo que me provoca, incluso el hecho de que sigo sin entender cómo un chico como él se ha fijado en una chica como yo, se multiplican.

—Mírame —me ordena con su voz más ronca.

Alzo la cabeza y obtengo su sonrisa como recompensa.

Mueve las manos, me acaricia los costados con la punta de los dedos y se pierden en mi espalda hasta alcanzar el broche de mi sujetador. Cuando la prenda cae al suelo, un gruñido se escapa de su garganta. Desliza su mano hasta mi pecho, pero no llega a acariciarme. Deja caer su frente contra la mía y su respiración se acelera a la vez que cierra los ojos luchando por no tocarme brusco y acelerado, exactamente como quiere hacerlo.

Sonrío suavemente, llena de una felicidad atronadora. Que él se contenga por tocarme tiene más valor para mí que la caricia más esmerada e intensa de cualquier otro hombre.

Jackson entrelaza nuestros dedos. Nunca me había sentido tan cerca de él. Despacio, me estrecha contra su cuerpo y el aire y las dudas se esfuman entre los dos. Su boca se mueve buscándome mientras me obliga a caminar suavemente hacia atrás. Libera mis manos e inmediatamente las suyas vuelan hasta mi cintura y las mías a su cuello, a su delicioso cabello.

—¿Por qué no me besas? —pregunto en un murmuro, perdida en todo el placer anticipado, en esta suave intimidad.

—Dios, Lara, te besaría hasta que el maldito mundo dejara de girar —responde acelerado, con sus manos por todo mi cuerpo, con sus labios demasiado cerca de los míos—. Joder, te comería entera.

Gimo por cada una de sus palabras y Jackson nos deja caer sobre la cama. Automáticamente nuestras piernas se enredan y mis caderas se acomodan bajo las suyas.

Jackson me embiste despacio, profundo, haciendo que mi cuerpo se arquee preso de un placer infinito. Espera a que regrese de donde me ha trasportado con una sola embestida y comienza a moverse a un ritmo intenso, deliberadamente lento, delicioso, absolutamente enloquecedor.

Su boca se pierde en mi cuello, en mis pechos, en toda mi piel. Yo me retuerzo bajo su cuerpo. El placer lo inunda todo. Jackson lo inunda todo.

—Dios —jadeo devorada en cada estímulo que Jackson crea para mí.

Vuelve a subir por mi cuerpo hasta que sus ojos verdes me dominan desde arriba. Ninguno de los dos dice nada. Ninguno lo necesita. Nuestras miradas y nuestros cuerpos han dejado claro todo lo que significamos para el otro. Todo lo que este momento significa para los dos.

Jackson. Jackson. Jackson.

El placer se arremolina en mi vientre y estalla con una fuerza atronadora. Gimo. Grito. Y me dejo llevar por la euforia pura, por el placer aún más puro, por todo el deseo, por la suave sensación de estar protegida, por sentir, por primera vez en catorce años, que vuelvo a estar a salvo.

Siento sus labios sobre los míos.

Abro los ojos adormilada y me llevo el índice a los labios a la vez que me incorporo. Todo está aún sumido en la penumbra, en silencio. Estoy tapada con la colcha. No recuerdo haberme tapado. Me giro hacia el otro lado de la cama buscando a Jackson, pero no está. Compruebo el reloj. Sólo son las cuatro de la mañana. ¿Cuándo se fue? ¿Por qué se fue? En realidad, la respuesta a esa pregunta está bastante clara. Lo de anoche sólo fue una tregua. Me dejo caer de nuevo en la cama y me acurruco bajo la colcha.

A veces tengo clarísimo que Jackson siempre sabe lo que hace y por qué lo hace, y otras sé que está tan perdido como yo.

No consigo volver a dormirme y, aunque es tempranísimo, una hora después me levanto. Estoy una cantidad de tiempo irresponsable bajo el grifo de agua caliente y, como aún sigue siendo más que temprano, me preparo tortitas para desayunar. Pienso unas doscientas veces en llamar a Jackson, pero me contengo.

Camino del trabajo recibo un whatsapp de Sadie para que comamos juntas. Acepto encantada la invitación y, tras esquivar a un grupo de japoneses ávidos de hacerse fotos con la estatua de Benjamin Franklin en la puerta del Federal Hall, entro en la oficina.

A la una en punto despejo mi mesa y voy al encuentro de mi amiga. Decidimos caminar un poco y nos vamos al Studio Fifty-Food. Tienen los mejores perritos calientes de toda la ciudad.

A la vuelta entramos en el parque del ayuntamiento y nos tomamos unos helados de limón en el césped. Hay que aprovechar los últimos días de sol de septiembre. Nos reímos muchísimo describiendo la forma que tienen las nubes. Para Sadie, casi todas son hombres desnudos. Debe de ser su instinto jedi de los penes.

Estamos caminando hacia la salida de Park Row cuando mi móvil comienza a sonar. Lo hace con On my mind[19], de Ellie Goulding, la canción que esta mañana decidí ponerle a las llamadas entrantes de Jackson para recordarme que no puedo colarme por él, aunque una parte de mí piensa que ese barco zarpó hace mucho. Sadie sólo necesita escuchar unos segundos del estribillo y la frase en la que se pregunta por qué su corazón no sabe por qué lo lleva en la cabeza para saber quién llama.

Me freno en seco y rápidamente comienzo a buscar el iPhone en las profundidades de mi bolso.

—Trae aquí ese bolso —dice Sadie arrebatándomelo—. No vas a cogérselo.

¿Qué? ¿Por qué?

Alcanzo la correa justo a tiempo y tiro de ella para que me lo devuelva.

—Dame el bolso —protesto.

—No —sentencia tozuda tirando también—. Hace tres días dijiste que no sabías cómo hacer que lo tuyo con Jackson funcionase, que ni siquiera sabías si eso es lo que quieres, así que tienes que empezar a hacerte la dura.

—¿Por qué? —me quejo.

—Porque está claro que quieres que funcione —replica como si fuese obvio. Supongo que es obvio—. Pero no puedes dejárselo tan claro a él.

—Sadie —trato de intimidarla.

Ella no sabe todo lo que pasó anoche. Fue diferente. Los dos fuimos diferentes.

—Lara —responde.

—¡Suelta el bolso! —protesto.

—¡Suelta tú el bolso! —contraataca.

La situación no puede ser más ridícula: dos mujeres adultas, en teoría, peleándose por un bolso en mitad de uno de los parques más concurridos de todo Manhattan.

—Va a acabar colgando —me informa.

—Pues dame el maldito bolso.

No quiero que cuelgue.

¡Krav magá! —grita de pronto.

Da un paso hacia delante y me da una patada en la espinilla. ¡Ay! ¡Duele! Me llevo las manos a la pierna soltando el bolso y Sadie se apropia de él sin ninguna piedad. Rápida como un gato, saca mi iPhone y descuelga desoyendo mis súplicas.

—Móvil de Lara… No, no está.

—Dame ese teléfono —grito en un susurro.

Ella me ignora por completo y se aleja de mí.

—A la hora del almuerzo se dejó el teléfono en el restaurante —continúa—. Un chico guapísimo se acercó a nuestra mesa y comenzaron a charlar. Cuando volví del baño, no estaban ninguno de los dos.

¡Está completamente loca!

—¡No! —susurro de nuevo tratando de alcanzarla.

Pero Sadie me bloquea colocando su manaza sobre mi cara y empujándome hacia atrás.

—Encantada de hablar contigo, Jackson —se despide ceremoniosa.

Cuelga ante mi atónita mirada, devuelve el teléfono a mi bolso y me lo tiende como si no hubiese pasado nada.

—¿Por qué has hecho eso? —protesto por enésima vez.

—Ahora Jackson Colton está celoso, agradécemelo.

—¿Por qué?

¿Qué gano con eso? Además, ni siquiera es verdad.

—Sólo he hecho lo que tendrías que haber hecho tú.

Yo la miro sin entender nada y Sadie pone los ojos en blanco, fingiéndose exasperada porque no sepa cómo funcionan los hombres.

—Jackson es guapísimo, sexy y un dios en la cama. Cree que puede tenerlo todo con sólo chasquear los dedos y puede que sea verdad, pero ahora mismo acabamos de hacerle entender que tú no entras dentro de ese todo.

En otras palabras, demostrarle que no soy su muñequita.

Sadie, te debo una.

—Me gusta —digo mientras una sonrisilla con cierta malicia se me escapa.

—De nada —responde poniéndose las gafas de sol.

Apenas he puesto un pie en la oficina cuando la alerta de mensajes de mi móvil me avisa de que he recibido un nuevo email. Es de Jackson.

De: Jackson Colton

Enviado: 29/09/2015 14.12

Para: Lara Archer

Asunto: Reunión importante

Tenemos que hablar del proyecto. Ven a mi despacho cuando termines en tu oficina.

Leo esas catorce palabras alrededor de cien veces, buscando mensajes subliminares o el doble sentido a alguna frase. Teniendo en cuenta que en el email sólo hay dos, tampoco hay mucho que hacer. Hubiese agradecido un «he hablado con tu amiga y ahora estoy tan celoso que quiero que vengas para besarte y jurarte amor eterno». Supongo que, tratándose de Jackson, eso es mucho pedir.

Después de haberle dado aproximadamente un millón quinientas ochenta y siete mil doscientas cuarenta y tres vueltas, a las cinco en punto, bajo las escaleras de la boca de metro de Rector Street y voy hasta el centro de la ciudad.

—¿Aún aquí? —saludo a Eve, a la vez que empujo la pesada puerta de cristal.

—Aún aquí —responde ella tan divertida como resignada—. Hoy hemos tenido un día complicado —continúa en un susurro, como si estuviese confiándome el lugar donde desembarcarán los aliados el día D—; reuniones, reuniones y más reuniones.

Sonrío. Puede que parezca una empresa pequeña porque sólo trabajan siete personas en sus oficinas centrales, pero Colton, Fitzgerald, Brent es un auténtico hervidero de negocios.

—No me puedo creer que le hayas regalado un puto gato.

Reconozco esa voz. Es Donovan y está más que enfadado. Me giro y lo veo entrar en el vestíbulo tras Lola, la amiga de Katie que trabaja en las oficinas de enfrente.

—Estás muerta —la amenaza sin ningún arrepentimiento.

—Y tú, condenado —replica ella sin achantarse lo más mínimo.

Donovan bufa indignado y se lleva las manos a las caderas a la vez que da un paso hacia ella.

—¿Qué es lo que quieres? —Más que una pregunta, es una amenaza.

Empiezo a pensar que debería marcharme y no estar aquí espiando, pero la escena es hipnótica. Estos dos podrían acabar en un enfrentamiento termonuclear en cualquier momento.

—Mi familia irá a tu boda, tal y como Katie quiere —responde Lola, cruzándose de brazos y dando también un paso hacia él. Desde luego, esta mujer no se amilana.

—Ni hablar —ruge sin asomo de dudas—. No quiero que mi boda se convierta en un reencuentro de sin papeles bebiendo mate.

Lola ahoga una risa escandalizada en un suspiro aún más escandalizado.

—Los argentinos beben mate —responde indignada—. Yo soy mexicana.

—Oh, siento la confusión —replica mordaz—. Lo dices como si me importara lo más mínimo.

Los dos se fulminan con la mirada. Ella acaba frunciendo los labios, girando sobre sus tacones de infarto y echando a andar dejando que su espesa melena negra se bambolee sobre su ceñido vestido rojo.

—Suerte librándote de ese gato, señor Brent —se despide—. Pendejo.

Me sonríe al pasar a mi lado y se marcha a su oficina.

Donovan suelta un juramento ininteligible y se dirige a su despacho.

Sonrío. La cosa está animada por aquí.

Voy hasta el despacho de Jackson y llamo suavemente a la puerta, pero, antes de que pueda darme paso, mi curiosidad, y otras cosas que no me atrevo a reconocer, ganan la batalla y entro.

—Hola —lo saludo.

Él alza la mirada y me recorre entera, desde mis peep toes nude con plataforma hasta mi blusa color champagne, pasando por mi falda lápiz gris perla.

—Tenemos que hablar —me informa.

En un solo segundo, una decena de posibilidades cruza mi mente. ¿Quiere hablar de lo que pasó ayer? ¿De nosotros? ¿De nuestro trato?

—Claro —respondo invitándolo a que continúe.

—Nadine Belamy sabe que el señor Sutherland ya no subvencionará el proyecto.

Tuerzo el gesto. ¿Cómo ha podido enterarse? Confiaba en contárselo yo misma cuando ya tuviésemos firmados los contratos con Adam Monroe y los otros inversores.

—Eso nos perjudica, ¿verdad?

Me siento culpable. Tengo la sensación de que, con todo lo que ha pasado, no le he prestado la suficiente atención al proyecto.

Pero él niega con la cabeza y ese simple gesto me llena de alivio. Jackson Colton siempre consigue todo lo que se quiere.

—Lara, ¿con quién has comido hoy? —pregunta dejándose caer en su sillón de ejecutivo.

Frunzo el ceño imperceptiblemente y tengo que contenerme para no sonreír. ¿Está celoso?

—Con Sadie —respondo lacónica.

Entrelazo las manos a la espalda y me muerdo el labio inferior fingiéndome nerviosa.

Jackson se pasa la mano por el pelo malhumorado y asiente tratando de que no note que está inquieto. ¡Está celoso!

—¿Sólo con Sadie?

—Sí.

Si quieres más detalles, tendrás que suplicar por ellos, Colton.

El despacho se llena de un sepulcral silencio mientras sigue observándome.

—¿Eso es todo? —pregunto con aire inocente pero también con cierta insolencia—. Me gustaría irme a la pecera. Hay mucho que hacer en el proyecto.

Jackson se humedece el labio inferior despacio, estudiándome, y finalmente asiente. De pronto me da pánico que pueda averiguar que le estoy mintiendo sólo con clavar sus ojos en los míos, así que doy un paso atrás y señalo la puerta muy torpe, muy nerviosa, y con un cartel de culpable iluminándose en mi frente.

Huyo sin mirar atrás y me instalo en la pecera. Estoy revisando los contratos de Adam Monroe cuando Jack aparece en mi puerta.

—Vámonos. —Más que decirlo, lo ordena.

Su única palabra me saca de la fotografía mental que le estaba haciendo.

—Aún me queda mucho por hacer —trato de explicarle.

—Tienes dos minutos. Te espero abajo —replica sin más.

Se da media vuelta y camina hasta los ascensores bajo mi atenta mirada. Este hombre nunca acepta un no.

«Y cuánto te gusta eso».

Me pongo los ojos en blanco con una sonrisa, despejo la mesa y salgo de la pecera. Después de las sesenta plantas en el ascensor, atravieso el vestíbulo del edificio de oficinas y estoy a punto de perder el pie cuando alzo la mirada y veo a Jackson al otro lado de las puertas de cristal. Está apoyado en su precioso coche de colección. El perfecto complemento para su perfecto traje a medida negro. Agarra la puerta suavemente pero lo suficiente para que sus brazos y su pecho se tensen armónicos bajo su impecable camisa blanca. Tiene la mirada perdida en la Sexta y, cuando vuelve a mirarme a mí, sus ojos verdes me cortan la respiración. ¿Siempre va a ser así? ¿Siempre voy a sentir todo esto cada vez que lo vea?

Me obligo a echar a andar, y, de paso, a no tropezar como una boba y darme de bruces contra el suelo, y llego hasta él. Jackson me abre la puerta y rodea el coche para tomar asiento.

La noche es agradable y una suave brisa acaricia el ambiente. Jackson va muy concentrado en la carretera y yo disfruto de mi ciudad favorita montada en un Ferrari de 1961.

—¿Adónde vamos? —pregunto sorprendida cuando lo veo girar hacia la parte baja de la ciudad.

Di por hecho que iríamos a su casa.

Jackson no responde y acelera el coche pensativo. ¿Seguirá dándole vueltas a lo de Sadie? Me gusta la idea de que esté celoso, no voy a negarlo, pero no quiero que esté así, más hermético de lo normal. Suspiro mentalmente. Si hubiese un manual de instrucciones sobre Jackson Colton, pagaría una buena fortuna por tenerlo.

Unos minutos después aparca el coche a un par de manzanas de mi apartamento. Me abre la puerta y comenzamos a caminar despacio, dando algo parecido a un paseo. Lleva las manos en los bolsillos y yo agarro el asa de mi bolso con las dos mías, sólo para tenerlas ocupadas. Ahora mismo me gustaría preguntarle muchas cosas: ¿qué hacemos aquí?, ¿va a quedarse a dormir otra vez aunque sólo sea un rato? y ¿por qué se marchó anoche?

Estamos cruzando la calle Church. El semáforo cambia de color cuando nos faltan unos metros para alcanzar la acera. Sin que pueda prepararme, Jackson se saca la mano del bolsillo, la coloca en la parte baja de mi espalda y me obliga a acelerar suavemente el paso. El contacto me deja devastada y echa abajo todas mis defensas. No sabía cuánto necesitaba que me tocase hasta que lo ha hecho.

Nuestras miradas se encuentran con el primer pie que ponemos en la acera, pero Jackson no permite esa muestra de intimidad, retira su mano y continúa caminando. ¿Qué le pasa? ¿En que está pensado? Estoy completamente perdida.

A unos pasos de mi portal, me freno en seco y frunzo el ceño absolutamente confusa. Verlo es lo último que me esperaba.

—Ted, ¿qué haces aquí? —pregunto.

Al oír mis palabras, Jackson alza la cabeza y repara en Ted. Su mirada inmediatamente se recrudece. No dice nada, pero la arrogancia inunda cada centímetro de su cuerpo.

Ted observa a Jackson y traga saliva. Lo entiendo perfectamente, esos ojos verdes y esa cara de perdonavidas intimidarían a cualquiera. Se levanta nervioso y cuadra los hombros antes de dar un paso hacia mí.

—No me tomes por un loco —empieza a explicarse—, pero necesitaba volver a verte, así que hablé con Sadie. No me quiso dar tu teléfono, pero conseguí sonsacarle tu dirección.

Sonrío incómoda y miro a Jackson con muchísima cautela. Sigue callado, observando la situación y, sin embargo, tiene todo el control.

Vuelvo la vista hacia Ted sin saber muy bien cómo reaccionar. Maldita sea, ni siquiera tengo la más remota idea de qué decir.

—Será mejor que me vaya —claudica Ted.

Yo doy un paso hacia él dispuesta a despedirme. Me siento muy halagada, un chico nunca me había esperado en mi portal, pero lo mejor es que se marche. Mi vida ya es demasiado complicada.

Llega hasta mí y me tiende la mano con una sonrisa.

—No tienes por qué irte —comenta Jackson sorprendiéndonos a los dos, impidiendo el contacto de nuestras manos sólo con su voz y toda su seguridad—. Sube a cenar.

Sin esperar respuesta o reacción por nuestra parte, pasa a nuestro lado destilando una fuerza atronadora, sube el único escalón de mi portal y entra. Yo lo observo hasta perderse camino de las escaleras. ¿Qué pretende?

—¿Tú quieres que suba? —inquiere Ted sacándome de mis pensamientos.

Lo observo aturdida un segundo.

—Sí —respondo inquieta—. Claro que sí —añado obligándome a sonreír.

Echo a andar y, cuando subo el escalón, le hago una señal con la mano para que me siga.

Jackson nos espera junto a mi puerta, apoyado en la pared con las manos a la espalda. Otra vez una actitud aparentemente calmada que esconde una arrogancia y un control inmensos.

Nerviosa, me acerco a la puerta y, bajo la atenta mirada de los dos, la abro. Estoy tan acelerada que necesito varios intentos para poder meter la llave en la cerradura y conseguir girarla. Cuando al fin lo logro, entro y los dos me siguen. Ted, nervioso como yo; Jackson, en silencio, observándolo todo, resultado increíblemente intimidante.

Me quito el abrigo y lo dejo sobre la espalda del sofá. Como no tengo la más remota idea de qué decir, huyo a la cocina con la excusa de preparar la cena. Abro el frigorífico y observo cada balda; en parte, porque no sé qué cocinar y, en parte, porque, cuanto más tiempo tenga la cabeza aquí metida, menos tendré que estar fuera. Ahora mismo me arrepiento muchísimo de no vivir en una casa con la cocina independiente y, a poder ser, blindada. Finalmente saco la bandeja de pollo fileteado y todas las verduras que encuentro. Prepararé mi plato estrella: pollo con verduras y fideos chinos. La cocina no se me da mal, pero tampoco soy ningún chef en potencia.

Mientras troceo los calabacines, observo cómo Jackson se quita la chaqueta, la deja con cuidado sobre uno de los taburetes y, remangándose las mangas de la camisa, se gira hacia mí. Atrapa mi mirada, pero no me permite ver nada ella. Esos ojos verdes son inexpugnables.

—Yo también ayudaré —comenta Ted.

Sin que nadie diga nada, pelamos y cortamos todas las verduras. La situación no podría ser más violenta. Voy a sufrir un infarto en cualquier momento.

Mientras cocino el pollo, Ted pone la mesa y Jackson abre la botella de vino que compré siguiendo las instrucciones de una aplicación de enología de mi iPhone.

Todo está siendo muy civilizado y por ese motivo también increíblemente incómodo. Además, que Jackson esté tan extrañamente calmado me pone los pelos de punta. Todavía recuerdo cómo reaccionó ante la posibilidad de que tuviera una cita con Mark Pharrell.

Lo sigo con la mirada por mi salón mientras sirve el vino en las copas que Ted acaba de poner sobre la mesa. Después toma una y la deja junto a mi mano en la encimera. Dios, es como la calma que precede a la tormenta. Va a volverme loca.

—¿Qué estás haciendo? —susurro para que Ted no pueda oírnos—. Esto es un sinsentido. Ni siquiera sé qué hacer.

—Piensa en lo que vas a comer, Ratoncita —replica arisco pero también exigente—. Yo lo hago.

Maldita sea, ha sido una advertencia en toda regla.

Lo observo alejarse aún más confusa que antes. Mi mente está trabajando a mil kilómetros por hora, pero no estoy consiguiendo sacar ninguna conclusión.

Termino de cocinar y sirvo tres platos, pero no quiero moverme de la cocina. La isla es mi trinchera.

Ánimo, Archer. Tú puedes.

—Tiene una pinta deliciosa —comenta Ted tomando asiento.

Jackson aparta la silla a su lado y, una vez que me siento, me empuja suavemente. Da igual la surrealista situación en la que nos encontremos, sus buenos modales nunca le abandonan.

—Gracias —murmuro.

Los observo a los dos, pero inmediatamente bajo la mirada y la clavo en mi plato. Por mucho valor que me haya autoinfundido, todavía no estoy preparada para charlar del tiempo y esas cosas.

Tomo mi copa de vino y estoy a punto de darle un sorbo cuando llaman a la puerta. Miro hacia el recibidor extrañada. ¿Quién puede ser? La verdad es que me vendría de perlas que fueran Sadie o Dylan. Se pondrían a contar chistes malos y a hablar de Adam Levine y acabarían con toda la tensión en un santiamén.

—Ya voy yo —me excuso levantándome.

Por un segundo mi mirada se encuentra con la de Jackson y un escalofrío helado me recorre la columna. Algo dentro de mí no para de gritar que debería salir huyendo sin mirar atrás.

Abro la puerta y, al alzar la cabeza, todos los miedos y las dudas vuelven de golpe.