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Me da un beso más corto, más dulce, y, sin más, se aleja de mí, dejándome con la respiración acelerada y el cuerpo fabricado de gelatina húmeda y caliente.

Quiero salir tras él, pedirle que no se vaya o que, por lo menos, me explique qué acaba de pasar, pero mis piernas se niegan a cooperar. Cuando al fin reacciono, bajo las escaleras a toda velocidad pero me es imposible encontrarlo. La sala principal del club está aún más abarrotada que cuando subimos hace unos minutos.

La canción cambia una vez más. Resoplo. Puede que ni siquiera esté ya en el club, pero ¿por qué besarme así y después marcharse? Me quito la máscara algo aturdida y camino de vuelta a la barra con la esperanza de encontrar a Sadie y a Dylan. Odio sentirme así de confusa. Soy una chica de respuestas. Siempre lo he sido.

Last Friday night,[5] de Katy Perry, está sonando. Abro los ojos y menos de un segundo después los cierro girándome y acurrucándome al otro lado de la cama. La canción no deja de sonar. Frunzo el ceño. Hay muchísima luz. Está claro que no voy a poder seguir durmiendo. Me giro de nuevo y clavo la mirada en el techo. Todavía llevo la ropa de ayer. ¿A qué hora nos fuimos a dormir?

—Quieres apagar ese maldito móvil —gruñe Sadie desde la otra cama.

—Voy, voy —contesta Dylan saliendo del baño y corriendo hacia la mesita para recuperar su smartphone y rechazar la llamada.

Fuera quien fuese el que quisiese hablar con ella, lo estaba haciendo con insistencia. Katy Perry ya iba por la tercera estrofa.

—Chicas, ¿bajamos a la piscina? —propone Dylan sentándose en la cama.

—Tengo resaca. Quiero dormir —protesta Sadie.

—Ya dormirás después —replica Dylan—. Vámonos a la piscina o, mejor aún, a la playa.

—No quiero ir a ningún sitio contigo.

Las oigo discutir de fondo mientras mi adormilado cerebro, aún sumergido en Cosmopolitan y rodajas de naranja, trata de poner orden en los recuerdos de anoche. Sin embargo, no es una cuestión de orden, sino de lo que pasó y con quién pasó. Connor Harlow me besó. ¡Me besó!

—Connor Harlow me besó anoche en el club —digo en voz alta como si necesitara hacerlo para creérmelo del todo.

—¿Qué? —pregunta Dylan incrédula—. ¿Y no nos lo cuentas hasta ahora?

Me encojo de hombros algo culpable.

—Ni siquiera tengo la más mínima idea de lo que ocurrió —me defiendo.

Sadie se levanta como un resorte y corre hacia el baño.

—¿Qué haces? —pregunta Dylan.

—Necesito ir al baño urgentemente —confiesa— y después me voy a dar una ducha y vamos a bajar al bar de la piscina. Está claro que la noche de ayer dio para mucho.

Aunque en teoría íbamos a esperar a estar cómodamente sentadas en una mesa de la terraza con un café y unas tortitas delante, no hemos llegado al ascensor cuando ya lo he soltado todo acerca de Connor y del espectacular beso. Las chicas, por primera vez desde que nos conocemos, parecen tan sorprendidas como yo.

—Este es el plan —nos informa Sadie sentándose y extendiendo un mapa de Atlantic City sobre la mesa de metal brocado blanco—: hablaremos con la recepción de cada hotel hasta encontrar el de Connor. Después te vestirás con unas bragas de putón y una gabardina e irás a verlo.

—A ese plan le veo lagunas —replico tan divertida como socarrona.

Ella le hace un mohín al aire y finge no oírme.

—Pues a mí me parece un plan genial —comenta Dylan—. Es muy de película de los ochenta.

—Gracias —responde Sadie encantadísima por el apoyo.

—De nada.

Yo tomo mi zumo de naranja con sombrillita y las miro a través de mis gafas de sol con una sonrisa de lo más impertinente. Pueden conseguir que me ponga un vestido minúsculo, pero no pienso presentarme en ningún hotel sólo con unas bragas.

Sadie parte el mapa en tres trozos más o menos iguales y nos entrega uno a cada una antes de dirigirse muy decidida a la piscina. Allí estableceremos nuestro campamento base.

Desde nuestras respectivas tumbonas llamamos a todos los hoteles de la ciudad. No hay rastro de Connor. Quizá vino con algún amigo y fue este quien reservó la habitación o tal vez esta mañana a primera hora regresó a Nueva York.

—No te rindas —trata de animarme Dylan acomodándose en su asiento—. Si te besó, es porque le gustas. De eso no hay ninguna duda.

—Y si le gusto, ¿por qué no ha venido a buscarme? ¿Por qué no me dijo que quedáramos?

No logro entenderlo.

—Lara, para —replica—, no seas tan «la línea recta es el camino más corto». Probablemente ayer te vio, le gustaste, te besó y ahora esté planteándose si quiere algo más o no. Las relaciones no son te veo, me gustas, te quiero. No todos son tan prácticos —sentencia socarrona.

—Ja, ja —replico con sorna.

—Oficialmente se lo ha tragado la tierra —gruñe Sadie dejando su BlackBerry sobre la pequeña mesita entre tumbonas.

Era el último hotel que nos quedaba por comprobar.

—Debe de haber regresado a Nueva York —respondo decepcionada.

—Quizá conozca a alguien aquí —apunta Sadie.

Me encojo de hombros. Supongo que esa hipótesis es tan buena como cualquier otra.

—Ey —llama nuestra atención Dylan—, ¿ese no es Jackson?

Las dos nos giramos y miramos hacia donde ella ya lo hace, embobada. Automáticamente frunzo el ceño. Era la última persona que esperaba encontrar aquí. Está al otro lado de la inmensa terraza, hablando con dos hombres. Sigue exactamente igual. Alto y delgado, pero con un cuerpo perfectamente definido; un pelo increíble, castaño oscuro, suavemente rizado y algo revuelto, como si acabase de echar un polvo de infarto, y unos espectaculares ojos verdes. En una palabra: guapísimo; mejor en dos, porque también derrocha atractivo. Pero seguro que sigue siendo igual de arrogante, exigente y arisco.

Alza la mano y se retoca los dobleces de su camisa impolutamente blanca a la altura del antebrazo en un gesto muy sexy y lleno de masculinidad. Una chica se acerca a ellos. Está nerviosa y, cada dos segundos, una boba sonrisa se cuela en sus labios. Sin ni siquiera molestarse en dedicarle una sola palabra, Jackson se marcha mientras la chica, muy guapa, lo sigue contemplando como si estuviese recubierto de chocolate fundido. Él ni siquiera sabe que existe y ella está a punto de lanzarle sus bragas. Debe de ser la historia de la vida de Jackson Colton.

Camino del lujoso edificio del hotel, Jackson pierde su vista en la terraza y nuestras miradas se encuentran. Se detiene en seco y frunce el ceño imperceptiblemente. Me pregunto si sabe quién soy, si me reconoce. Durante unos segundos, y a pesar de la distancia, sus ojos siguen atrapando los míos, resultan magnéticos. Finalmente rompe el contacto entre los dos girando la cabeza a la vez que se humedece el labio inferior breve y fugaz y echa a andar de nuevo.

—Está como un maldito tren —murmura Dylan admirada.

Yo tuerzo el gesto y vuelvo a dejarme caer en mi tumbona. Puede que Jackson Colton sea endiabladamente atractivo, pero toda su belleza está única y exclusivamente en la parte exterior.

—Explícame una cosa —me pide Sadie—, ¿por qué dices «mi hermano Allen» pero jamás te he escuchado decir «mi hermano Jackson»?

—Porque no es mi hermano —contesto sin asomo de dudas.

La respuesta no podía ser más simple.

Mi amiga me mira como si me hubiese salido una segunda cabeza y yo tomo aire y me preparo mentalmente para soltar la historia de Lara Archer, la pequeña huerfanita.

—Ya sabes que, cuando mis padres murieron, Easton y Erin Colton, sus mejores amigos, me acogieron. —Sadie asiente—. Y también sabes que tienen dos hijos: Allen y Jackson. —Ella vuelve a asentir—. Cuando llegué a la mansión, yo tenía siete años y Jackson, dieciocho. Se estaba preparando para marcharse a la universidad y apenas coincidimos unos días. Cuando regresó, habían pasado cuatro años. Yo tenía once y él, veintidós. Pasó un par de semanas en la mansión y se marchó de viaje, primero con Allen, que por entonces tenía veinticuatro, y después con sus amigos de la universidad. Ese septiembre se fue a estudiar un posgrado a Londres, encontró trabajo allí, más tarde en París, y la siguiente y última vez que lo vi yo tenía diecisiete años y esa misma tarde me marchaba a Harvard. Conclusión: nos hemos visto tres veces en catorce años, literalmente.

Yo me he criado con los Colton, para mí son mis segundos padres, y Allen es mi hermano. Me enseñó a montar en bici, me llevaba a patinar al Rock Center y me ayudaba a hacer los deberes. Sin embargo, Jackson nunca ha tenido demasiado trato con su familia y, por extensión, conmigo. Siempre ha tenido planes o ha estado demasiado absorbido por el trabajo para venir en Navidad y ese tipo de fechas. Además, tampoco tengo muy buenos recuerdos de las pocas veces que hemos coincidido. Nunca hemos intercambiado más de un par de palabras de puro compromiso. Él parece estar montado en un pedestal construido a base de arrogancia y exigencia, como si los pobres mortales no nos mereciéramos compartir su tiempo y sus palabras.

—Conclusión —repite Dylan imitándome—: el buenorro de Jackson Colton no es tu hermano.

Le dedico un mohín y vuelvo a colocarme mis gafas de sol. Estoy de malhumor y lo odio. Me hice demasiadas esperanzas con que el plan funcionaría y encontraría a Connor.

—Siempre nos quedará el buenorro de Allen Colton —replica encantadísima Sadie.

—Si vuelves a contarme algunas de tus fantasías con él, me voy a Nueva York, andando —la amenazo.

Sadie sonríe de oreja a oreja. Me temo lo peor.

—Hoy he soñado con él —confiesa en absoluto arrepentida.

—Me voy al agua —sentencio enérgica, levantándome de la tumbona.

—Yo necesito una copa —argumenta Dylan siguiéndome.

—Chicas… —se queja Sadie.

—Tus sueños son demasiado vívidos para mi gusto —replica Dylan socarrona—, y eso que estoy entre el treinta y cinco por ciento de mujeres que consume porno.

No lo puedo evitar y me echo a reír.

—¿Ves porno? —pregunto.

—Yo no veo porno, yo aprendo con el porno —me corrige.

La observo divertida y boquiabierta. No me esperaba esa respuesta.

—¿Y qué aprendes exactamente?

—Mucho. —Dylan pone los ojos en blanco, se detiene a unos pasos de la piscina y me obliga a hacer lo mismo—. No te imagines a un tío gordo, medio calvo y con bigote tirándose a una mujer que preferiría no estar allí. Ahora los chicos están muy buenos y las chicas se lo pasan realmente bien. ¿No verías una película porno protagonizada por Jackson Colton? —inquiere levantando las cejas, perspicaz.

Resoplo.

—Necesito amigas nuevas —replico burlona echando a andar de nuevo.

—¡Abre tu mente! —me grita.

El resto del fin de semana lo pasamos realmente bien. Nos quedamos en la tumbona hasta la hora de almorzar y subimos a la habitación a ver una peli. Llamamos al servicio de habitaciones y disfrutamos de una hamburguesa con queso mientras vemos St. Elmo, punto de encuentro, una joya de los ochenta y una de nuestras películas preferidas.

Después de dejar el hotel, guardamos las maletas en el viejo Cinquecento de Sadie y damos un paseo por la playa antes de irnos.

Es la hora de cenar cuando llegamos a Nueva York, pero no me apetece probar bocado. Tan pronto como subo a mi apartamento, me pongo el pijama, saco de la mochila mi libro Externalización directa del comercio en países subdesarrollados y me tumbo en el viejo colchón a leer. Mañana a esta misma hora podré estar haciéndolo en mi nueva cama. Sonrío. Me encanta haber vuelto a esta casa.

Estoy a punto de quedarme dormida cuando mi mente, actuando por libre, comienza a revivir el maravilloso beso que me dio Connor en el club. Suspiro como una idiota olvidando todas las preguntas que me gustaría hacerle y me zambulló de nuevo en esa sensación. Ha sido un gran fin de semana.

El despertador suena impasible a las seis y media. Odio mi despertador y odio las seis y media. Me levanto a regañadientes con el pelo alborotado y el pijama retorcido y encogido como si hubiese estado durmiendo en un hexágono de artes marciales mixtas en lugar de en un colchón.

Antes de salir, giro sobre mis tacones negros delante del espejo de la entrada y sonrío al ver cómo me queda mi falda de tubo de pata de gallo y mi blusa roja sin mangas. Estoy muy lejos de ser experta en moda, así que, cuando empecé a trabajar en una oficina, tuve que ponerme manos a la obra, buscar información sobre lo que era apropiado en un atuendo de trabajo y salir de compras. Sadie y Dylan estuvieron riéndose de mí durante semanas por comprarme varios libros de moda y estudiármelos a conciencia, pero esas son mis herramientas: los libros. En cualquier caso, me siento mucho más cómoda con mis manoletinas y mis vaqueros favoritos. Los tacones y las faldas lápiz son mi uniforme.

Recojo mi bolso y salgo de mi apartamento. Siempre me despierto de mal humor, pero me recupero rápido. Tener el ceño fruncido es demasiado aburrido.

Estoy a poco más de diez manzanas del trabajo, así que tardo apenas veinte minutos en llegar. Un punto más a favor de la vieja casa de mis padres. Además, vivir en TriBeCa es increíble.

Saludo al guardia de seguridad y me monto en el ascensor revisando los correos en mi iPhone.

—Buenos días, Carrie.

—Buenos días, señorita Archer —me devuelve el saludo desde detrás del inmenso mostrador de madera maciza en la aún más inmensa recepción. El que construyó el edificio de la bolsa de Nueva York a principios del siglo XX ya se imaginó que aquí se harían las cosas siempre a lo grande.

Recojo los mensajes que me tiende en una decena de papelitos rosas y continúo por el gigantesco pasillo. ¿Abrillantarán este suelo todos los días? Sospecho que cualquier día me veré reflejada en él.

—Señorita Archer —me llama Carrie saliendo tras de mí—, el nuevo agente que ha enviado el señor Sutherland está esperándola en su despacho.

Asiento y dejo caer el móvil en mi bolso. Había olvidado que hoy llegaba un nuevo analista al departamento y, la verdad, agradezco la ayuda. Cada día revisamos alrededor de quinientas operaciones bursátiles en busca de indicios de delito. Un par de ojos más nos vendrán bien.

Acelero el paso y alcanzo un nuevo pasillo más estrecho y discreto que lleva directamente al departamento de Estudios y estadísticas de la Oficina del ejercicio bursátil, o, como me gusta decir, la policía de Wall Street.

—Buenos días —saludo al aire serpenteando entre las decenas de mesas perfectamente ordenadas.

Llevo más de tres meses siendo jefa de departamento y tener empleados sigue siendo la parte que menos me gusta, incluso me da un poco de miedo. Prefiero estar en mi despacho con mis contratos y mis números.

Entro en mi oficina, rodeo mi mesa y enciendo el Mac.

—Buenos días —dice una voz frente a mí.

Me llevo la mano al pecho sofocando un grito de lo más ridículo y doy un respingo. ¿Quién es? ¿Qué hace aquí?

No me gustan los desconocidos.

—Siento haberla asustado —se disculpa levantándose de la silla y tendiéndome la mano un hombre de unos setenta años con el pelo canoso y un amable traje—. Soy Lincoln Oliver, el nuevo empleado.

Doy un paso atrás y carraspeo a la vez que trato de controlar el ritmo de mi corazón. Estoy en mi despacho. Mi despacho es un lugar seguro. Él me ha dicho su nombre. Se llama Lincoln Oliver. No es un desconocido. Respiro hondo. Mi cuerpo va relajándose. Respiro de nuevo. La tensión poco a poco desaparece.

—Bienvenido —digo al fin estrechando su mano.

Más tranquila, lo miro de arriba abajo esperando no ser muy indiscreta. Por su aspecto, parece pertenecer más al mármol y las acciones al otro lado del gigantesco pasillo y, por su edad, creo que debería estar jubilado.

Él también me estudia a mí. Supongo que una jefa de veintiún años era lo último que se esperaba.

—Gracias —responde profesional—, y perdóneme de nuevo por haberla sobresaltado. Me dijeron que la esperara en su despacho.

—No se preocupe. Supongo que el señor Sutherland le habrá explicado qué hacemos aquí. —Hago una pequeña pausa—. ¿A qué se dedicaba antes?

Soy increíblemente curiosa y no puedo callarme una sola pregunta. Otra prueba más de que las habilidades sociales no son lo mío.

—Era agente de bolsa. —Lo sabía. Wall Street los marca a fuego—. Lehman Brothers.

Tuerzo el gesto un segundo. La empresa Lehman Brothers significaba muchas cosas por aquí y ninguna buena. No se puede jugar con la economía de decenas de países y pretender salir inmune. Terminó como se merecía.

—Notará que nosotros hacemos algo diferente —comienzo a explicarle algo distante, incluso un poco antipática. No puedo evitarlo. No me gustan los brókers. No me gustan los ejecutivos en general—. No invertimos ni tampoco autorizamos inversiones. Aquí comprobamos todos los números de Wall Street. Estudiamos todas las operaciones en busca de malversaciones, desviaciones de fondos, cualquier tipo de práctica ilegal. ¿Se sentirá cómodo con eso?

—Sí, sin duda. No todos los que trabajábamos en Lehman Brothers somos unos ladrones despiadados —añade mordaz y con un punto de perspicacia.

Sonrío breve e incómoda. Me lo he ganado.

—Lo siento si le ha parecido… —trato de disculparme.

—No se preocupe —responde—. No tendrá quejas de mi trabajo.

Nunca juzgues a las personas, Archer. Se te da fatal.

—Puede ocupar su mesa. —Mejor no alargar más la agonía—. Hoy trabajará con Scott Matthews. Él le pondrá al día. Quiero que se familiarice con el sistema antes de empezar a analizar números.

El señor Oliver asiente a la vez que agarra con fuerza el asa de su impecable maletín de piel negra y sale de mi despacho.

Lara Archer: 0; habilidades sociales: 1.

¿Dónde estaba el día que las repartieron?

«Probablemente leyendo un libro».

Me pongo los ojos en blanco a mí misma y me siento dispuesta a hacer lo único que se me da bien: enterrarme en una montaña de papeles. Aún no he abierto la primera carpeta cuando el teléfono de mi mesa comienza a sonar.

—Lara Archer —respondo.

—Buenos días, Lara. Tengo un trabajo muy importante para ti.

Es mi jefe, el señor Mark Sutherland; prepotente, vago y muchísimo menos brillante de lo que se piensa. Creo que, oficialmente, sólo me dio el puesto de directora de departamento para poder presumir de las oportunidades que la Consejería de Economía le da a las mujeres jóvenes y así asegurarse la reelección como consejero. Extraoficialmente, creo que me ascendió porque no me importa quedarme horas de más revisando números y haciendo el trabajo que él debería hacer.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Necesito que prepares toda la información que tengamos disponible sobre Benjamin Foster.

Hago memoria mientras me levanto y camino hacia el mueble archivador. Estudiamos a Benjamin Foster no hace mucho.

—Alguien de la nueva empresa de inversiones que ha contratado el señor Foster pasará a buscarla esta misma mañana —me explica.

—Lo tendré listo —respondo jugueteando con el cable del teléfono.

Es absolutamente injusto. Tendré que dejar todo lo que estoy haciendo, cosas realmente importantes, para preparar un dosier para un estúpido agente de bolsa de una estúpida empresa de inversiones. Sólo porque el señor Sutherland querrá ganar puntos con Benjamin Foster, la empresa en cuestión o el propio agente de bolsa. Por Dios, es un cargo público electo. No debería admitir esta clase de favoritismos, mucho menos provocarlos.

—Perfecto, Lara.

Cuelgo el teléfono a la vez que tuerzo el gesto. Cuanto antes empiece, antes lo tendré listo.

Estoy inmersa en los documentos de Foster cuando mi teléfono vuelve a sonar.

—Lara Archer —respondo con el lápiz entre los dientes, colocando el auricular entre mi mejilla y mi hombro, más pendiente de los documentos que reviso que del teléfono en sí.

—Señorita Archer, el señor Sutherland está aquí.

Frunzo el ceño y miro el reloj en la esquina inferior del ordenador. Sólo han pasado dos horas.

—Cinco minutos y salgo.

Cuelgo y cuadro los hombros. Mando unos archivos a imprimir, me acerco el teclado, hago unas últimas anotaciones en una tabla de inversiones y reviso cada línea calculando mentalmente cada cifra. Cojo una carpeta nueva del penúltimo cajón de mi escritorio y me levanto de un salto. Espero el último papel de la impresora, los cuadro, los meto en el dosier y listo. Definitivamente los papeles son lo mío.

«Ojalá la vida en general fuera lo tuyo». Desde luego, mi voz de la conciencia no es mi mejor aliada.

El señor Sutherland no suele venir casi nunca. Atravieso el pequeño pasillo y salgo al principal, mucho más grande. Sea quien sea a quien intenta impresionar, debe ser una persona realmente importante.

Freno en seco mis tacones sobre el reluciente suelo de mármol. No puede ser. Es imposible. Él alza la mirada, me observa un par de segundos y sonríe increíblemente impertinente antes de volver a su conversación con mi jefe.

Frunzo el ceño y me cruzo de brazos muy enfadada.

¿Qué hace Jackson Colton aquí?