Dos damas en los mares del Sur

Junto a las esposas de los exploradores, otras mujeres recorrieron el mundo siguiendo a sus maridos sin importarles el riesgo. Robert Louis Stevenson no era explorador aunque con el tiempo se interesó más por las costumbres de sus amigos samoanos que por su carrera de escritor. El célebre autor de La isla del tesoro o El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde no dudó en embarcarse con su familia rumbo a los mares del Sur en 1879 para no regresar jamás a la civilización. Le acompañaban en su aventura dos mujeres excepcionales: su madre Margaret y su infatigable esposa Fanny Vandegrift.

Fanny, que había nacido en Estados Unidos en 1840, era a pesar de su pequeña estatura una mujer de armas tomar. A los dieciséis años ya se había casado con un tal Sam Osbourne, aventurero aficionado con el que partió a recorrer el Lejano Oeste. Allí compró una mina de plata y Fanny empezó a llevar una vida de auténtica pionera, rodeada de indios y rudos mineros. Los veinte años de matrimonio le dieron tres hijos pero no fueron un lecho de rosas. Las infidelidades de su marido y sus locas aventuras que resultaban siempre ruinosas la animaron a seguir los pasos de su hija Belle y estudiar dibujo. Comenzó así una dura vida de artista que la llevó a París en 1875 adonde llegó con sus hijos. Uno de ellos murió víctima de una atroz enfermedad degenerativa.

Al poco tiempo de morir su hijo pequeño, Fanny conoció a Robert Louis Stevenson, ella tenía treinta y seis años y él veinticinco. No iba a ser una relación fácil, el joven escritor apenas tenía dinero y estaba muy enfermo. Ella tenía a su cargo a dos hijos y no consiguió el divorcio hasta 1880, por entonces Stevenson estaba realmente grave. Al fin se casaron y durante los primeros años de su matrimonio a Fanny sólo le preocupaba la débil salud de su marido, que ya era un célebre escritor.

En 1889 Fanny se encuentra con su familia en San Francisco y decide alquilar una goleta para viajar a los mares del Sur. Está segura de que un cambio de aires y el clima cálido de las islas ayudarán a su marido enfermo de tuberculosis. El viaje empezó como un crucero de placer por las islas Marquesas, las Pomotú y prosiguió por Honolulú, las Gilbert y Samoa, donde se quedaron a vivir. Con ellos viaja la madre del escritor, Margaret o tía Maggy, una mujer que ronda los sesenta años, hija de un párroco anglicano de Edimburgo y que no ha viajado nunca más allá de los balnearios europeos. Vestida a la moda victoriana, de riguroso luto por la muerte reciente de su marido, Maggy se adapta fácilmente a la vida en el barco. A los pocos días el capitán la sorprende en cubierta descalza, sin medias ni corsé charlando animadamente con su criada francesa mientras el barco se balancea en medio de un mar bravio.

Fanny se siente más segura en tierra firme que en el barco, donde sufre constantes mareos. Las tormentas tropicales, los vientos casi huracanados y las olas que azotan con fuerza el casco del barco la angustian. A Fanny no le gusta el mar pero lo sacrifica todo por la salud de su esposo. Stevenson parece sentirse mejor, sentado en cubierta toma notas y se broncea. En una de las cartas que envía a una amiga, Fanny cuenta su agotador trabajo en el barco: «Mantener una casa sobre un yate no es cosa fácil. Cuando Louis y yo dejamos el barco, cuando vivimos solos entre los indígenas, me las apaño muy bien. Pero cuando me mareo, cuando me siento desgarrada por las náuseas espantosas, cuando el cocinero viene a preguntarme: "¿qué tenemos para la cena de la noche… y para el desayuno de mañana?" Todo esto en medio de un temporal y en un paso muy peligroso, cuando estoy caída en el suelo, aferrada a mi palangana… No, no me gusta nada, pero entonces no habría "ama a bordo"».

El viaje planeado de seis meses se convierte en un crucero de dos años en condiciones durísimas. Llegan a los archipiélagos más remotos habitados por tribus caníbales, conocen al rey de Hawai Kalakaui y al temido cacique Tembinok. Fanny no ignora el peligro al que se enfrentan pero está dispuesta a todo: «No estamos muy seguros de nuestro próximo destino. Pero tenemos que visitar por encima de todo las islas salvajes, las que aún no están "civilizadas". Por supuesto corremos los riesgos habituales, el de ser matados por tribus hostiles, y además está el mar, que tendremos que afrontar», confesaría en sus cartas.

Stevenson cada vez se siente más feliz e inspirado, y escribe poemas como éste: «Este clima, estas travesías; estos atraques al alba; estas islas desconocidas que surgen al amanecer; estos puertos insospechados que anidan en el hueco de los bosques… este interés siempre nuevo por los indígenas y su amabilidad… toda la historia de mi vida es más dulce que un poema». Su madre Margaret, que les acompaña en alguna de sus escapadas, también ha recobrado la ilusión. Con sus largas enaguas, blusas de encaje y la cofia de rigor pasea feliz por las playas paradisíacas en compañía de nativos que apenas se cubren con un pedazo de tela. «Es una vida extraña, me pregunto si algún día podremos volver a la civilización», escribe ingenua a una amiga.

Por entonces los Stevenson saben que ya no podrán regresar nunca a Europa, el escritor siente por primera vez en su vida que ha encontrado «su lugar» en estos parajes de ensueño donde los nativos les reciben con cariño y hospitalidad. En 1890 llegan a Samoa y compran unas hectáreas de tierra con la idea de construir su hogar definitivo. De la nada y durante seis meses Fanny se encarga de todos los detalles para levantar una confortable mansión a la que llamarán Vailima. La esposa de Stevenson está agotada, sufre reumatismo pero dedica todas sus energías a esta faraónica empresa. Hasta esta remota isla del Pacífico se hace traer todos los muebles y recuerdos, su vida entera embalada pieza por pieza, desde las vajillas y cuberterías de plata, hasta las alfombras y un piano.

La madre de Stevenson regresó en otra ocasión a Samoa para conocer Vailima. Durante los siguientes cinco años visitó Australia, Nueva Zelanda, Tonga y otras islas. En todo este tiempo escribió una serie de cartas a una amiga contándole sus experiencias, cómo vestía a la moda samoana con una túnica blanca y flores en el cabello, cómo aprendió a escribir a máquina por sí sola para ayudar a su hijo y cómo con sesenta y dos años aprendió a montar a caballo para poder ir a misa los domingos. Margaret se sentía como una samoana adoptiva, feliz de ser una trotamundos y haber llevado de forma tardía una vida «semisalvaje, en aquellas islas apartadas del mundo».

Sus viajes acabaron precipitadamente con la muerte de su hijo. Stevenson sólo vivió cuatro en su paraíso de la Polinesia. Murió en 1894 y fue enterrado en la cima del monte Vaea, a un paso de la casa familiar.

Su mujer Fanny, pionera en el Lejano Oeste, pintora en el París de los impresionistas y aventurera regresó a la civilización de la que había querido huir. Con el tiempo se convirtió en una anciana bohemia y trotamundos, vivió un amor apasionado con un joven guionista de Hollywood -que después se casaría con su hija Belle- y siguió manteniendo vivo el recuerdo de su esposo publicando sus obras inéditas. La escritora Alexandra Lapierre, que publicó una extensa biografía sobre esta extraordinaria mujer, la definió con estas palabras: «Era capaz de vivir tantas vidas, de superar tantos fracasos y renacer después, que hay mucho que aprender de ella».

Cuando falleció tenía setenta y cuatro años y sus cenizas fueron depositadas en la tumba de Samoa junto a las del hombre que como ella «no viajaba para llegar a ningún sitio, lo hacía tan sólo por el placer de ir».