Alexandra David-Néel, la iluminada

Alexandra David-Néel vivió ciento y un largos e intensos años, quizá pocos para una mujer tan excepcional y polifacética. Porque Alexandra, además de reputada orientalista, escritora y exploradora, fue pianista, cantante de ópera, fotógrafa, viajera y conferenciante. Por si todo esto fuera poco iba a pasar a la historia al ser la primera mujer occidental que entró en la ciudad prohibida de Lhasa.

No está nada mal para una mujer que nació en el París de 1868, cuando estaban de moda los miriñaques y los corsés, y las chicas de su posición a lo máximo que podían aspirar era a encontrar un buen marido, eso sí, elegido por los padres. Alexandra, desde muy joven, se enfrentó a todos los prejuicios de su época, se negó a llevar corsé -en sus viajes vestía cómodos pantalones-, se casó con el hombre que ella eligió -siendo antes su amante- y no tuvo hijos. Se pasó, eso sí, media vida viajando y carteándose con su esposo que siguió sus aventuras en la distancia. Y para colmo en Asia vestía una larga túnica naranja como los monjes budistas, que hubiera horrorizado a su beata madre.

Su padre Louis David era protestante y un profesor apasionado por la política. Fue amigo entre otros de Víctor Hugo -en cuyas rodillas se sentó Alexandra cuando era una niña- con quien se exilió a Bélgica cuando Napoleón III subió al poder. Allí conoció a su madre Alexandrine, una joven de familia distinguida y ferviente católica que soñaba con tener un hijo obispo. Para su decepción, nació una hija a la que se negó a cuidar, dejándola en manos de niñeras e institutrices. Cuando tenía dos años la familia se exilió a Bruselas, allí Alexandra descubrió en sus ratos de ocio a Julio Verne y otros autores que la hicieron soñar con lejanos y exóticos lugares que muy pronto conocería.

La indiferencia de su madre la marcó de por vida y por fortuna con los años se hizo buena amiga de su padre, a quien adoraba. Si a los cuatro años era una lectora empedernida, con cinco tocaba el piano con maestría. A los dieciséis, y tras haber sido presentada en sociedad, empezaron sus famosas escapadas, primero a Holanda, luego a Inglaterra, a Italia o a España, país que recorrió en bicicleta. En París y Londres aprendió sánscrito, inglés y canto. Tuvo sus primeros contactos con el budismo del Tíbet y se hizo masona como su padre. Ya por entonces siente la llamada de Oriente y su padre ante lo inevitable, reconoce: «Mi hija tiene la piel blanca, pero su alma es amarilla». Con veintiún años viajó a la India, con escala de unos días en Ceilán, recorrió Madras y la ciudad sagrada de Benarés en un viaje de dieciocho meses que la marcaría para el resto de su vida. Aprovecha el tiempo al máximo, se enriquece con los mantras, recorre pagodas y monasterios, y entabla amistad con gurús y lamas. Regresa porque se ha quedado sin dinero, ha gastado toda su herencia familiar.

Alexandra tiene entonces veinticinco años, una edad en la que las jóvenes que aún no se habían casado solían dedicarse a la música y al canto. Como las dos cosas no se le dan nada mal y tiene que ganarse la vida asiste a clases en los conservatorios de Bruselas y de París. El destino quiso que regresara de nuevo a Oriente, pero esta vez como artista. En 1895 es contratada como primera cantante en Indochina, en la compañía de la ópera de Hanoi. Durante siete años se dedicó a su carrera musical, actuando en los escenarios de Atenas y en África del Norte pero nunca logró cantar en París, que era su sueño.

Alexandra, que toda su vida fue una mujer imprevisible, decidió casarse a los treinta y seis años cuando sus padres ya tenían asumido que su hija sería una excéntrica solterona. En realidad sabía que nunca sería respetada como escritora ni como conferenciante si continuaba soltera. Así eran entonces las cosas, se necesitaba un marido para que en el mundo literario te tomaran en serio. Se dio cuenta además de que a su edad no podría vivir mucho tiempo de una voz que ya en Atenas le empezó a fallar.

En Túnez, donde fue contratada para dirigir el casino, conoció a Philippe Néel, que primero fue su amante y en 1904 su marido. Poco duró la luna de miel, Alexandra tuvo que viajar a París donde la reclamaban sus compromisos literarios, y luego a Bruselas para estar junto a su padre enfermo, que falleció al poco tiempo.

Por aquel entonces en lugar de ser feliz casada con un apuesto y elegante ingeniero, se siente enferma y angustiada. Tiene todos los males -jaquecas, neurastenias, crisis nerviosas- típicos de las mujeres inquietas e inteligentes de su época que se ven atrapadas en la sociedad que les ha tocado vivir.

En 1911 su atracción oriental es ya muy fuerte y se plantea seriamente «marcharme o marchitarme» y ella, acostumbrada a no doblegarse ante las dificultades, decide partir a Egipto y empezar su búsqueda. Su auténtica vida empieza en ese momento, a los cuarenta y tres años, cuando renuncia a una cómoda vida burguesa de artista y escritora. Atrás deja las depresiones y angustias, y escribe a su marido en estos términos: «He emprendido el camino adecuado, ya no tengo tiempo para dedicarlo a la neurastenia». A partir de entonces «la aventura será mi única razón de ser» y se deja llevar por lo que le dicta su interior. Embarca de nuevo a Ceilán, India, Sikkim, Nepal y Tíbet. Cuando llegó a la India habían pasado veinte años desde su última visita. Recorre los lugares sagrados donde predicó Buda y se reencuentra con sus amigos y sobre todo aprende de todo lo que ve. En 1912 viaja a Sikkim, donde descubre a su verdadero maestro, el superior o gomchen del monasterio de Lachen. Un personaje excepcional que impresiona a la viajera, «es un santo que ha adquirido mediante el yoga poderes supranormales». El gomchen acepta a Alexandra como su discípula y permanecen juntos casi dos años. El maestro le enseña tibetano y los secretos del tantrismo budista. Dos largos y duros años donde vive bajo una rígida disciplina, como una anacoreta: «He tenido que prometer permanecer un año a su disposición, en el monasterio de Lachen en invierno y cerca de su cueva en verano. No será divertido ni confortable. Son cuartuchos en los que se alojan los anacoretas tibetanos…, será muy duro, pero increíblemente interesante».

Cuando acaba su aprendizaje, Alexandra es una mujer sabia, un ser iluminado. Los monjes budistas de los monasterios que visita en su viaje la acogen como a una hermana a la que llaman «Lámpara de Sabiduría». En Kalimpong, en 1912, tiene el honor de ser recibida por el Dalai Lama que ya ha oído hablar de ella. Es la primera mujer occidental que recibe el llamado Papa amarillo. Llega en palanquín vestida con su inseparable túnica de color ocre y se lamenta de tener que utilizar intérprete porque aún no entiende bien el tibetano.

Alexandra, viajera infatigable, continúa su periplo a Katmandú y descubre la belleza de una imponente naturaleza y sobre todo la luz del techo del mundo. Ha llegado al Tíbet donde se siente como en casa: «Por un momento quedé embrujada; he estado al borde de un misterio… Y no soy la única. Aquí todos los europeos experimentan esta extraña fascinación. Se dice "el Tíbet" casi en voz baja, religiosamente, con un poco de temor. Sí, voy a soñar mucho con ello… toda mi vida, y un vínculo quedará entre mí y esta región de las nubes y las nieves».

Un vínculo muy especial unirá siempre a Alexandra con este lugar. Pasan los meses y continúa su peregrinación mística que la lleva de nuevo a la milenaria Benarés. Hace más de dos años que ha salido de París, allí siguen con curiosidad su aventura, los mejores periódicos publican sus artículos y en los salones literarios sólo se habla de esta mujer algo excéntrica que han visto fotografiada a lomos de un yak y vestida con una túnica naranja. En todo este tiempo se sigue carteando con su marido, de quien nunca se separa legalmente, y que se convierte en su fiel corresponsal y amigo.

Vive feliz, a su aire, viste como quiere y sólo en algunas excepciones, como cuando debe asistir a una recepción o una cena en su honor, debe volver al odiado corsé para vestir sus trajes de gala. Un corsé al que ella ya ha renunciado desde hace tiempo: «Durante mi estancia en Benarés, he vivido como una salvaje, sin corsé, cuello ni zapatos de verdad. En la actualidad estos accesorios me molestan, sobre todo porque estoy muy gorda y al no poder ponerme la ropa de antes tengo que apretar el corsé, lo que me molesta en extremo».

En 1914 Alexandra conoce a alguien que iba a ser muy importante en su vida. Es un chico tibetano llamado Yongden, de catorce años y espíritu aventurero como ella, que contrata como boy en sus expediciones y al que adopta como a un hijo. Permanecerán juntos durante más de cuarenta años, será su cocinero, porteador, secretario y le ayudará en las traducciones de los libros tibetanos. Yongden lo abandonará todo, incluso a su familia, por seguir a esta mujer que él considera su maestra espiritual. Los dos son discípulos de Buda y tienen una filosofía de vida muy parecida. «Siempre me han horrorizado las cosas definitivas. Hay gente que teme la inestabilidad; yo, en cambio, temo todo lo contrario. No me gusta que el mañana se parezca al ayer, y el camino sólo me parece atractivo cuando ignoro adonde me conduce», escribiría en aquellos días.

Alexandra que sigue siendo una mujer indomable a sus cincuenta y siete años, ya se siente preparada para llevar a cabo su gran proyecto, intentar llegar a Lhasa por una ruta que nadie antes había utilizado. Su fortaleza física y su capacidad intelectual ya han sido puestas a prueba de sobra durante su estancia en el monasterio de Lachen.

Para ella el viaje a Lhasa es ante todo un desafío. Está prohibida la entrada a los occidentales y a ella nadie le prohíbe nada. También siente curiosidad por entrar en una región que los mapas definen como «tierra desconocida». Lhasa le atraía por su misterio pero sobre todo sabía que si lo conseguía pasaría a la historia como la primera europea en poner el pie en la ciudad santa. Para su aventura se disfrazó de peregrina tibetana, se oscureció el pelo con tinta china, se hizo una peluca con la cola de un yak y se oscureció la cara y manos con hollín. En 1921 parte con una pequeña expedición, su fiel Yongden, un criado, dos novicias y siete muías. Se tendrá que enfrentar a bandidos, funcionarios chinos, tigres, osos y lobos. Como precaución lleva consigo una pistola para ahuyentar fieras y hombres. Todo ello sin olvidar el frío, las tormentas, los pasos a cinco mil metros de altitud y el hambre. En 1923 celebra su Navidad en las montañas nevadas, el menú para tan significativo día es «caldo de cuero», el que obtienen hirviendo la suela de sus desgastadas botas.

Los tres meses de travesía que la deberían llevar a Lhasa se convierten por los conflictos de la región en tres largos y penosos años. Durante este tiempo vaga por las montañas y desiertos sin rumbo fijo, cuando se da cuenta de que de su expedición inicial sólo quedan ella y su hijo tibetano. Por fin en 1925 divisan los techos rojos del Pótala, han conseguido llegar a Lhasa donde permanecen apenas dos meses. Escribe a su marido reconociendo que no volvería a repetir el viaje en las mismas condiciones «ni aunque me ofrecieran un millón».

Cuando en 1925 Alexandra y Yongden regresan a Francia ya son famosos. Todos quieren conocer a esta mujer y a su extraño acompañante que han conseguido salir con vida del País de las Nieves. En 1928 harta de la vida en París, donde se siente observada como un bicho raro, compra una casa en el campo, en Digne, que se convierte en su refugio. Se rodea de todos los recuerdos de sus viajes y encuentra la paz para escribir, traducir libros, meditar y planear nuevos viajes. En 1955 muere su compañero y amigo Yongden, y aunque durante un tiempo se siente hundida recobra las fuerzas para acabar la obra que los dos empezaron. Los siguientes diez años son de mucha actividad y sobre todo de honores y reconocimientos que ella lamenta no poder compartir con su hijo lama. Cuando cumplió los cien años, mandó renovar su pasaporte «por si acaso» y poco antes de morir le confesó a su secretaria que «no sabía absolutamente nada y estaba empezando a aprender».