Freya Stark: un siglo de aventuras
Freya Stark fue, junto con Alexandra David-Néel, la más longeva de nuestras famosas viajeras. Nació en París en 1893 y vivió cien intensos años. Lawrence Durrell la definió como una «poeta del viaje», aunque fue muchas cosas más: historiadora, filósofa, deportista, exploradora y artista. Hablaba correctamente nueve idiomas y escribió treinta libros de viajes. Fue como su predecesora, Gertrude Bell -con la que existió una gran rivalidad-, una enamorada de Oriente Medio que exploró sola desde Persia hasta Yemen, descubriendo ciudades perdidas y viviendo mil aventuras. Nunca se cansó de ver mundo, de extasiarse ante lo que veía: «La palabra "éxtasis" está siempre relacionada con algún tipo de descubrimiento, con una novedad para los sentidos o para el espíritu, y los aventureros están dispuestos a enfrentarse a los desconocidos en la búsqueda de esta palabra, ya sea en el amor, en la religión, en el arte o en los viajes», escribiría.
Freya recuerda, en la excelente biografía sobre su vida escrita por Jane Fletcher, que su amor por los viajes comenzó cuando su padre la cargaba siendo casi un bebé dentro de una cesta en sus excursiones por los Dolomitas en Italia. Sus padres fueron una pareja de refinados artistas bohemios que llevaron una vida bastante nómada. Cuando se separaron, Flora, su madre, se instaló en Asoló, al norte de Italia con sus hijas. Aunque su juventud la pasó en Italia, estudió un tiempo en Londres, en la Escuela de Estudios Orientales. Freya siempre se sintió inglesa y admiradora del poderoso Imperio británico. Sea por las lecturas de infancia -Las mil y una noches o las obras de Kipling- o por la posibilidad de romper con su monótona vida o porque Oriente le parecía el lugar más exótico del mundo, Freya se puso a estudiar árabe.
Durante la Primera Guerra Mundial tuvo que abandonar sus estudios y trabajó como enfermera voluntaria, sin dejar nunca de escribir ensayos más que notables para una joven de su edad.
En 1927, con treinta y cuatro años, viajó por primera vez a Siria y a Persia, con la excusa de practicar el árabe y recuperar su salud. Se embarcó en un carguero rumbo a Beirut dejando atrás «una vida anodina y una madre dominante». Freya era una mujer soltera, que viajaba sin cartas de recomendación, sin amigos y sin apenas dinero. Se instaló en la aldea de Brummana y contrató los servicios de un profesor sirio para seguir perfeccionando el árabe. Entonces empezó a interesarse por la historia y las costumbres de los drusos, pueblo sirio que desde el principio le fascinó. Oriente la había atrapado como lo refleja en estas líneas: «Oriente me está absorbiendo. No sé exactamente lo que es; no es su belleza, ni su poesía, ni ninguna de las cosas habituales… y, sin embargo, siento el deseo de pasar aquí muchos años, pero no aquí, sino más hacia el interior, hacia donde espero partir tan pronto como aprenda árabe suficiente para poder conversar normalmente».
En 1928, con su escaso equipaje y un revólver, se dirigió hacia Damasco para empezar a hacer realidad algunos de sus audaces proyectos. Allí permaneció un tiempo y tuvo su primer encuentro con el desierto, con las tribus nómadas que tanto fascinaron a otras viajeras anteriores como Anne Blunt o Hester Stanhope. Freya tenía en mente una idea descabellada e imposible, viajar al territorio conocido como Jebel ed-Druz o Montaña de los Drusos, visitar las aldeas y entrevistarse con los líderes espirituales de esta comunidad. El problema es que esta región se encontraba bajo la ley marcial francesa desde la reciente rebelión drusa. Sin hacer caso de los consejos, en compañía de una amiga se pusieron en camino y viajaron a lomos de burro más de 100 kilómetros desde Damasco a su remoto destino en las montañas. Durante el trayecto habían dormido en las aldeas drusas y los oficiales que las detuvieron no daban crédito a lo que estas dos excéntricas mujeres les contaban. Cuando fue detenida por penetrar en el cordón militar que rodeaba a los rebeldes drusos, se convirtió en una leyenda mundial. Freya había estado a punto de ocasionar un incidente internacional.
La región libanesa de Jebel ed-Druz había sido ya recorrida por otras intrépidas viajeras anteriores a Freya. La primera europea que se aventuró por aquí fue Gertrude Bell y también Hester Stanhope. Muchos vieron en Freya a la sucesora de Gertrude, la reina del desierto, la mujer que ayudó a trazar el actual Irak. No llegaron nunca a conocerse pues un año antes de la llegada de Freya al Líbano, Gertrude Bell se había suicidado. Eran bastante iguales, deportistas, aventureras, cultas, fascinadas por la arqueología y vivieron en Oriente buena parte de su vida. Pero a Freya no le gustaba que la comparasen con Bell, ella se había hecho a sí misma, no había podido estudiar en Oxford ni era hija de un rico magnate del acero. Freya era sobre todo una magnífica escritora y observadora, cualidades que le valieron para ocupar su puesto en la historia de Oriente.
Tras siete meses de viaje Freya regresó a Italia con un sueño, volver a Persia para estudiar una secta religiosa que durante años había aterrorizado a Oriente, conocida como los Asesinos. En 1929 viajó a Bagdad, la capital de Irak, donde había pasado sus últimos años Gertrude Bell. A diferencia de su antecesora alquiló una diminuta habitación en un popular barrio de prostitutas. Las damas británicas nunca aprobaron que viviera en semejante tugurio pero a ella siempre le importó muy poco la opinión de los demás. Aprovechaba el tiempo leyendo el Corán y preparando nuevos viajes, esta vez a las ruinas de la fortaleza de los Asesinos. Con su cámara, mapas, libros, sin importarle el frío o el calor abrasador, Freya viajó de nuevo sola para encontrar las ruinas de la antigua secta. En su empeño estuvo a punto de perder la vida. Por entonces se convirtió en una experta exploradora, llenó los espacios vacíos de los mapas del gobierno británico y corrigió numerosos errores. Localizó además nuevas montañas y aldeas que no figuraban en los mapas. A su regreso a Europa, la Real Sociedad Geográfica reconoció sus estudios y el valor de sus exploraciones y le otorgó una beca para continuar sus trabajos en Persia. Premiada y reconocida por los miembros de la insigne sociedad científica, Freya recordaba divertida a los que no habían creído en ella y le habían dado la espalda: «Un día de éstos tengo que hacer la lista de las razones por las que se me ha considerado loca y de los que así lo han hecho: sería una mezcla sumamente divertida», escribió en una carta a su madre.
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial trabajó en Aden como experta de Arabia del sur para la Oficina Colonial del Ministerio de Información en Londres. El gobierno sabía de sus buenas aptitudes, su profundo conocimiento del Oriente Próximo -hablaba por entonces varios dialectos árabes- y sus buenos contactos en la zona. Freya se sentía satisfecha por tener un papel en la guerra. Convencer a los árabes para que apoyaran la causa de los aliados iba a ser una ardua tarea, pero los retos la encantaban. También colaboró como espía, llegando a organizar una red de inteligencia antinazi. Cuando acabó la guerra sus superiores le dijeron que no había más trabajo para ella en Irak. Así que regresó a Europa y se refugió en su casa de Asoló, para meditar, recuperarse y escribir nuevos libros.
Al igual que Gertrude Bell, Freya tampoco tuvo mucha suerte en el amor. Cuando tenía cincuenta y cuatro años se casó con un diplomático pero el matrimonio duró apenas cuatro años. Su vida en común en Barbados no fue muy idílica, el Caribe le resultaba bastante aburrido en comparación con la intensa vida que había llevado en Oriente. Además su marido era homosexual y encajó el duro golpe viajando de nuevo, esta vez a Turquía, que se convirtió en uno de sus países favoritos. Con la misma ilusión que veinte años antes, se puso a aprender el idioma, a leer y a estudiar mapas. Durante una década dedicó todas sus energías al estudio de la historia de este país. Escribió varios libros de viaje de la región, ya había cumplido setenta años pero daba largos paseos a pie y a lomos de muía. Un público fiel devoraba sus relatos que se convertían siempre en éxitos de ventas.
Quien crea que la vida de Freya acabó aquí se equivoca. Porque a pesar de haber padecido en su vida innumerables enfermedades, los viajes le alargaron la vida. Así lo escribió en una ocasión: «Si somos fuertes y tenemos fe en la vida y en su abundancia de sorpresas y mantenemos firme el timón en nuestras manos, estoy segura de que llegaremos a aguas tranquilas y gratas para nuestra vejez». Y ella, como había llegado a una edad más que respetable, se dedicó a recorrer Europa, tomar el té con sus innumerables amigos -entre ellos la reina madre de Inglaterra- y regresó a Yemen. Visitó China por primera vez cuando tenía setenta años y condujo en jeep a través de Afganistán a los setenta y seis, después se llevó a un equipo de filmación a un viaje descendiendo el Eufrates y a un trekking a caballo en el Nepal. A los ochenta y nueve años atravesó a lomos de muía algunos pasos del Himalaya, a 5.000 metros de altitud. Le hubiera gustado morir allí a la sombra del Annapurna, pero aún viviría once años más. Por entonces ya había sido nombrada Dama del Imperio Británico y era una de las más famosas y respetadas exploradoras. Siempre fiel a su idea: «Lo más importante que el viajero lleva consigo es su propia persona», fue la última representante de los viajeros románticos.
«Al fin y al cabo, la Tierra está aquí, me pertenece, quiero verla, quiero recorrer desiertos y montañas. La Providencia me ha dado unos ojos que quieren ver…», quien esto escribía fue otra viajera excepcional, Ella Maillart, enamorada de Asia y una notable escritora como Freya. Comenzó sus viajes en 1914 cuando aprendió a navegar y a esquiar en los lagos y montañas de su Suiza natal. Fue una mujer rompedora, fundó el primer club suizo de hockey femenino, viajó en kayak por el Volga, compitió en regatas, fue corresponsal de guerra en Manchuria y sobre todo fue una mujer sabia que alimentó los sueños viajeros de muchos trotamundos. Para Ella el viaje, aventuras aparte, se convertiría en una búsqueda espiritual como lo fue para Alexandra David-Néel.
A la edad de veinte años salió navegando con tres amigas desde Marsella hasta Atenas, donde vendieron el barco. Fue una experiencia muy emocionante pero no lo bastante para la inquieta viajera. Sin apenas dinero pero con una curiosidad inmensa viajó a Moscú, supuestamente para escribir acerca de la industria del cine, pero en realidad era para observar la vida en Rusia y adentrarse en regiones poco exploradas. Su primer libro es un relato de un trekking remarcable que realizó en 1932 desde Moscú hasta las fronteras orientales del Turquestán ruso.
En 1934 fue nombrada corresponsal especial del periódico francés Le Petit Parisién y se marchó a Manchuria, ocupada por aquel entonces por el ejército japonés. Allí conoció al periodista inglés Peter Fleming y, juntos, emprendieron un peligroso viaje que sería legendario. Regresaron a Europa partiendo de Pekín, atravesando el Turquestán chino -cerrado a los extranjeros y en guerra- remontando la cordillera del Karakorum hasta llegar a Cachemira y a la India. Fueron ocho meses de viaje, donde tuvieron que enfrentarse a todo tipo de penalidades. La dureza del clima, la extrema pobreza de la región, la dificultad para encontrar camellos y la amenaza constante de los bandoleros no consiguieron doblegar a Ella. A su regreso la intrépida escritora y fotógrafa escribió uno de sus libros más famosos De Pekín a Cachemira. Una mujer a través del Asia Central en 1935.
El siguiente viaje de Ella Maillart fue en 1939 y lo hizo en coche desde Ginebra a Kabul y Peshawar. Cuando llegó a la India acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial y la infatigable viajera se asentó en una aldea al sur de Madras donde pasó cinco años entregada a la oración y viviendo de forma modesta. Fue inmensamente feliz, recorriendo el Tíbet y el Nepal, con la única compañía de su gato, y meditando con su gurú: «Explorando el no cartografiado territorio de mi propia mente», según sus propias palabras.
En 1939 en compañía de una amiga emprendió otro fascinante viaje a través de Turquía, Persia y Afganistán. Desde Suiza las dos mujeres viajaron solas a los lugares más agrestes de Asia. Unos años después de su aventura publicó La ruta cruel, otra muestra de su talento como escritora de viajes.
A partir de 1946 Ella Maillart se instaló definitivamente en Suiza, en la aldea de Chandolin, rodeada de los imponentes Alpes nevados. Cuando murió tenía noventa y tres años y no había perdido ni un ápice de su innata curiosidad.
