- Me gusta tener compañía, bostezó. Y odio dormir solo, odio tener tiempo para pensar en...
- ¿En qué?, presionó intrigada.
- No importa.
- ¿Has estado enamorado alguna vez? Sí, era algo muy personal, pero también lo era lo que habían compartido esa misma mañana.
- Quiero decir que si alguna de esas relaciones significó algo para ti.
- Una. Sus ojos azul marino se abrieron de par en par y Lydia se quedó mirándolo, conteniendo el aliento en la garganta mientras esperaba la respuesta.
-O eso pensé yo, supongo. Incluso yo me equivoco a veces. Deberías haber sido psicóloga, Lydia, en vez de detective. Antes, abajo, tenías razón: ocurrió algo hace doce meses, pero no tiene nada que ver con esto, con las llamadas telefónicas que he estado recibiendo...
- ¿Cómo puedes estar tan seguro?
- Simplemente lo estoy.
- ¿Quién era? -preguntó nerviosa ante la idea de presionar demasiado pero consciente de que necesitaba saber más. Y no se debía sólo a su trabajo, necesitaba oír el nombre de la mujer que tanto había afectado a aquel hombre. Una oleada de celos la invadió al percatarse de su actitud abstraída.
- Se llamaba Cara...
-¿Se llamaba? –susurró percatándose del tiempo pasado. Se riñó por la envidia que le causaba la expresión de dolor en él
- ¿Está muerta?
- No. Sin embargo, a veces desearía que lo estuviera. Lydia supuso que aquello era el fin de la conversación, que le había revelado más de lo que pretendía.
No fue la crueldad de sus
palabras lo que la dejó sorprendida, sino lo que implicaban. Y le
habría gustado oír más, habría querido que continuase pero,
agotado, se quedó dormido a mitad de la frase. Sus astutos ojos
azules se cerraron finalmente en un mundo que habría agotado
a cualquier otro mortal
horas antes.
Lydia trató de centrarse en la información que había podido deducir, de concentrarse en su trabajo en vez de en el hombre, pero una y otra vez, su mirada vagaba hacia la cama en la que dormía, y observaba el esculpido y arrogante rostro, suavizado ahora que dormía. Y, finalmente, cuando el silencio que precedía al amanecer se apoderó de la habitación, se levantó del sillón, lisia para enfrentarse al momento que había estado esperando y temiendo al mismo tiempo.
Colocó en su sitio la mesa de centro y el sillón, guardó la pistola bajo la almohada y quitó el cerrojo. Vestida tan sólo con unos pantalones cortos y un top corto, se deslizó en el interior de la cama junto a Antón. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al contacto con las sábanas y, a la espera de la llegada de la doncella, se preparó para la intrusión, para el peligro...
CAPITULO 7
Dormido, estiró los brazos hacia ella. Las fuertes extremidades arrastraron su rígido cuerpo hacia él, donde las sábanas estaban cálidas por su contacto. Por un momento, luchó por no dejarse llevar, pero su tembloroso y exhausto cuerpo acabó por ceder. Se relajó un poco al notar las rodillas de Antón presionando contra sus corvas, el roce de su muslo contra su piel, el cuerpo de Antón presionando levemente contra sus costillas al acercarse más, hasta quedar pecho contra espalda.
Lydia se recordó que podría haber sido cualquier mujer la que estuviera a su lado y él reaccionaría de la misma manera. Los hombres como Antón no estaban acostumbrados a dormir solos. Era una respuesta automática en un hombre como él.
Un suave toque en la puerta disparó los latidos del corazón de Lydia. Para un espectador cualquiera, habría parecido que dormía, pero su pelo revuelto sobre la cara ocultaba unos ojos abiertos de par en par, alerta a cualquier detalle de lo que ocurriera en la habitación en penumbra. Tenía una mano debajo de la almohada, ciñendo entre los dedos su arma, su cuerpo dispuesto a la acción cuando la puerta se abrió sólo un poco. Oídos alerta, ni por un momento se dejaría engañar por el sonido provocado al colocar las tazas o al servir el café en ellas. Se aseguró de escuchar las pisadas de una sola persona, que nadie aprovecharía la oportunidad para infiltrarse en la habitación.
Antón seguía dormido, aparentemente ajeno al peligro. Abajo había agentes armados y detectives de incógnito pero era ahí, detrás de las puertas de la habitación, donde había más posibilidades de ser atacado y ella era muy consciente de ello, del hecho de que el peligro aumentaba en esos momentos en los que algún miembro del personal entraba en la suite.
Revolviéndose ligeramente, como si se estuviera despertando de un profundo sueño, Lydia cambió de posición, sin soltar el revólver. Observó cómo la doncella abría las cortinas y se dirigía a continuación a la mesa sobre la cual colocó los periódicos de la mañana y el azucarero antes de dirigirse, discretamente, hacia la puerta.
- Tiene el café servido, señor Santini.
Profundamente dormido, inconsciente del posible peligro, Antón no se movió siquiera y Lydia centró su atención en la puerta hasta que se cerró detrás de la doncella. Mirando en derredor, se aseguró de que todo estaba en orden. Sólo entonces, apartó la mano de su arma y se relajó.
- ¿Entonces estamos vivos?
Sobresaltada al oír su voz, Lydia se volvió hacia Antón, su mata caoba extendida sobre la almohada y el ceño fruncido mientras Antón, completamente despierto, enarcaba una ceja ante la respuesta de ella.
- Pensé que estabas dormido.
- Y yo pensé que ésa era la idea -dijo Antón, encogiéndose de hombros-. Pero si voy a conocer a mi asesino, al menos me gustaría ser consciente de ello.
Zafándose de su abrazo, Lydia saltó de la cama, y echó azúcar en su café. Evitó a propósito mirarlo cuando saltó de la cama y se estiró dando un bostezo, tras lo cual se puso el bañador.
- ¿Qué estás haciendo?
- Voy a nadar como hago siempre. Supongo que me acompañarás.
- ¡Pues supones mal! Dijo poniéndose las zapatillas y el enorme albornoz en cuyo bolsillo guardó el revólver. Esta vez sólo miraré, supuestamente con embelesada admiración.
- ¿Supuestamente? le dirigió una sonrisa cómplice y sin decir más, salió por la puerta.
Durante la media hora que pasó en la ducha tras subir de la piscina, Lydia tuvo tiempo suficiente para vestirse, con la esperanza de que unos pantalones negros y una blusa transparente fueran atuendo adecuado para bajar a desayunar con Antón.
Ella se había demorado maquillándose y hasta le había dado tiempo a sacar las planchas alisaduras en un intento por recrear el efecto de cortina reluciente que había conseguido Karen con su pelo.
-Te llevaré de compras más tarde, le dijo al percatarse de cómo iba vestida.
- ¡Qué grosería! Sin el maquillaje mágico de Karen, se sonrojó de forma poco halagüeña, horrorizada ante tamaña grosería. Porque, aunque su atuendo no fuera suficiente, ¿cómo se atrevía a decirlo?
- ¿Por qué soy grosero?
- Por decir que mi ropa no es adecuada.
- Yo no lo he dicho, dijo recorriendo con la mirada a una Lydia mortificada y enfadada bajo el escrutinio.
- Pero ahora que lo dices... Siempre les compro ropa a mis amantes y hasta ahora ninguna se había quejado. Pensé que a todas las mujeres os gustaba ir de compras. Le pediré a Angelina que llame a un par de boutiques que estén cerca.
- ¿Cerca? De alguna manera se las había ingeniado para acorralarla una vez más. Antón Santini podía ser todo lo grosero que quisiera y ella tenía que aguantarlo.
- No me gustan las multitudes cuando voy a comprar. ¿Qué hora es? inquirió, evidentemente aburrido con la conversación.
- Las seis y media, contestó con los labios apretados, aunque no estaba muy segura de que la pregunta estuviera dirigida a ella. Vio a Antón trastear un momento con su pesado reloj de pulsera antes de mirar fijamente la pantalla del ordenador.
- ¿Entonces es media tarde en Nueva York y ya de noche en Italia?
- No tengo ni idea. Supongo que no |o preguntarás porque tienes que llamar a mamá y no quieres despertarla, ¿verdad?
Lydia esperaba una contestación ingeniosa pero en su lugar, Antón le sonrió, y no pudo evitar derretirse... y lo perdonó-
- ¿Quieres que llame para que suban café recién hecho?
- ¿Y podemos volver a la cama a esperar a que llegue la doncella? preguntó esperanzado
-No, dijo ella, sonriendo abiertamente mientras él volvía a la pantalla de su ordenador.
Respondió a lo que parecían cientos de e-mails urgentes, y dictó algunos mensajes rápidos a su dictáfono para Angelina, sin duda, tras lo cual hizo algunos cálculos increíblemente largos sin siquiera mirar.
Lydia no podía por menos de admirar su capacidad de resistencia. Con menos de cuatro horas de sueño, Antón se había ocupado de gran parte de sus tareas del día antes de desayunar.
- ¿Siempre recibes tantos e-mails?
- Siempre. Los odio. La gente espera respuestas inmediatas. Parece que me estoy compadeciendo de mí mismo.
-No es cierto. Sé exactamente a lo que te refieres. El teléfono, yo lo odio.
- ¿Odias el teléfono?
- Absolutamente. Y temo el día que todos tengamos video-teléfonos, y no puedas ocultar que parece haber caído una bomba sobre tu piso cuando alguien te llama o que acaban de despertarte... una invasión de la intimidad, terminó Lydia débilmente, pero Antón estaba sonriendo, tras desconectar el correo electrónico y, columpiando las piernas sobre la cama, se giró para mirarla.
- ¿Qué vas a hacer en todo el día?
- Dormir, espero. Después del desayuno subiré y me daré una ducha, suponiendo que no hayas acabado con toda el agua caliente, y me meteré en la cama. Cuando me levante, iré a que me peinen y maquillen, para estar lo suficientemente guapa para colgarme de tu brazo esta noche. Es genial ser rica.
- ¿Bajarás a desayunar conmigo?
- Me temo que sí.
- ¿Y si tengo que salir de la reunión? ¿Si hay un aplazamiento?
- Me lo dirán, contenta de que empezara a tomarla en serio. Si no me diera tiempo a bajar y encontrarme contigo en el bar, o si pareciera muy sospechoso, sube a la suite como harías normalmente. Uno de los detectives subirá contigo en el ascensor.
- ¿Tu novio?
- Mi ex novio, corrigió Lydia, desenchufando sus amadas planchas cerámicas y se levantó.
- ¿Cómo lo has sabido?
- Fácil. Se supone que es él quien tiene que vigilarme a mí, pero no puede quitarte los ojos de encima. Hazme caso: ¡No le gusta ser tu ex!
- Pues será mejor que se acostumbre al hecho de que vivimos en el siglo XXI y las mujeres somos capaces de soportar trabajos muy exigentes.
Antón se abalanzó con destreza sobre su presa.
- ¿Otro machista?, enarcó una ceja en un gesto cómplice. ¡Dios mío, Lydia, el mundo está lleno!
Mientras Lydia buscaba desesperadamente una respuesta adecuadamente aplastante, Antón cambió rápidamente de tema.
- ¿Por qué no te duchas ahora para que puedas meterte en la cama en cuanto subas de desayunar? Informaré en recepción para que suban a arreglar la habitación ahora mismo. Debes estar cansada.
- Lo estoy, admitió con los humos bastante calmados ante la sorprendente muestra de consideración. Pero si entro en el cuarto de baño ahora, se me encrespará el pelo y cualquier intento de hacerme pasar por tu sofisticada amante desaparecerá tan rápidamente como el suero alisador de mi pelo. Su elocuente forma de hablar debió resultar demasiado rápida para él porque a juzgar por la expresión de su rostro, era evidente que no tenía idea de qué le estaba hablando
- Me ducharé después de desayunar.
- Como quieras.
Antón ya se iba a dar la vuelta para irse cuando cambió de idea.
- ¿No levantará sospechas?
- ¿Qué?
- Se supone que estás en Melbourne por trabajo. Si subes a la habitación a dormir...
- Después de tu actuación de ayer estoy segura de que el personal supondrá que he estado trabajando... ¡toda la noche! Esperarán que suba a mi habitación, exhausta.
- Siento mucho lo que hice.
- Lo sé.
- Estaba avergonzado. Y reaccioné exageradamente.
- Lo sé repitió con más suavidad. Tal vez estuviera viendo, por primera vez, las cosas desde el punto de vista de él, la humillación que debía haber sentido al averiguar que su encuentro había sido planeado, que a la mujer a la que prácticamente hábil hecho el amor le pagaban por estar con él.
- Olvidémoslo, ¿quieres? Añadió ella.
- Lo intento. Me vestiré.
- De acuerdo
- De acuerdo -dijo él.
Tomó la bendita revista y trató de leer nuevamente cómo depilarse las cejas mientras Antón se quitaba el albornoz y comenzaba a vestirse. Trató de no imaginar su adorable cuerpo completamente desnudo, tuvo que concentrarse mucho para no volver la cabeza ni un segundo preguntándose por enésima vez si lo conseguiría, si conseguiría mantener la mente puesta en su obligación cuando su cuerpo sólo quería estar con Antón.
-Ya.
-Bien, respondió Lydia, guardando el revólver en el bolso justo antes de volverse.
- ¿Listo entonces?
- No del todo.
Sin duda siempre olía fenomenal, pensó Lydia ver la enorme cantidad de colonia que usó para perfumarse.
- Siempre podré encontrarte. Si te perdiera, quiero decir.
- No sé de qué hablas -respondió él pasándose un peine por el cabello húmedo tras lo cual se metió la tarjeta de la habitación y la cartera en el bolsillo. Tomó el portátil debajo del brazo y Lydia se dio cuenta de que ni siquiera se miró al espejo para ver el resultado final. Claro que tampoco era necesario. Estaba, como siempre, inmaculado.
- No hay nada peor en mi trabajo que perder a alguien a quien se supone estás protegiendo, pero lo único que tendría que hacer sería seguir tu olor, o, a lo mejor, ponerle el bote de perfume en el hocico a un perro. Aunque probablemente se quedaría inconsciente.
- ¿Siempre hablas tanto por la mañana?
- Siempre, dijo sonriendo abiertamente al tiempo que salía por la puerta, y casi tuvo que correr para igualar sus largas zancadas.
Pero a pesar de la desenfadada charla, Lydia se sentía increíblemente inhibida dentro del ascensor, nerviosa ante la idea de tener que aparecer en público de nuevo con él, por la actuación que debían representar... Había estado de servicio, sí, y no se había separado de su arma, pero por un momento habían estado solos, habían sido un hombre y una mujer que se atraían mutuamente y que se empezaban a llevar mejor.
- ¡Antón, aquí! Angelina hacía señas con su enjoyada mano cuando los dos entraron en el restaurante, indicándoles que se acercaran a la mesa en la que estaba junto a una apesadumbrada María
- ¡Sentaos con nosotras!
- Oh, no. Lo que me faltaba.
- Parece que vas a tener que aprender a mostrarte sociable por las mañanas, dijo Lydia riéndose mientras Antón conseguía saludar con una sonrisa, camino ya de la mesa.
Pero no lo consiguió. De hecho, María y Lydia quedaron relegadas a un segundo plano en medio de un improvisado desayuno de trabajo en el que Angelina y Antón se adueñaron de la mesa, concentrados en sus portátiles y sus móviles, hablando alto. De haber sido su novia de verdad, Lydia se habría levantado al momento pero en vez de eso, aprovechó la oportunidad para ponerse al día con su colega.
- No te haces idea de lo que estoy pasando, gimió María.
- Ni tú de lo que yo estoy pasando, suspiró pero al ver la expresión de María, su sonrisa se desvaneció ¿Qué ocurre?
- Nada. Y aun más, no deberíamos estar hablando.
- Ahora sí podemos hablar, corrigió Lydia. Angelina ha llamado a Antón para que se acercara, no ha sido algo que hayamos preparado nosotros. Sólo somos dos mujeres que se acaban de conocer y estamos cotilleando; nadie puede oír lo que estamos diciendo Venga, María, dime qué pasa.
- No tiene nada que ver con... María se detuvo, no podía mencionar “el caso” o “sobornos” o algo así, aunque pareciera que nadie estaba escuchando pero Lydia comprendió el mensaje.
- No soy dada a hacer comentarios salaces.
-Lo sé.
Alargó la mano hacia el cesto del pan del que seleccionó un cruasán antes de seguir hablando en voz tan baja que Lydia tenía problemas para oírla.
- Deberían habernos hecho pasar por hermanas.
- ¿Hermanas?, Lydia frunció el ceño.
- Pero tú eres demasiado joven para ser su hermana. Habría parecido. .. Se detuvo al recordar que tenían que fingir estar manteniendo una conversación imprecisa.
- No me refiero a ser su hermana verdadera. Lo que quiero decir... abrió el cruasán con manos temblorosas. Lydia se quedó con la boca abierta al comprender.
- ¿Le gustas?
- Eso creo, dijo sonrojándose violentamente; no le iría mal un poco del maquillaje mágico. Lydia hizo lo único que se le ocurría: echarse a reír tontamente hasta que María se unió a ella.
- ¿Algo divertido? preguntó Antón, mirándolas con el ceño fruncido.
- Solo estamos charlando, cariño, dijo Lydia con dulzura, lanzándole un beso y disfrutando de la chispa de enfado que atravesó la cara de Antón antes volver la atención a su ordenador.
- Pero hay esperanzas, dijo María, limpiándose las comisuras de los labios con la servilleta. Sonaba como una verdadera asistente personal cuando continuó hablando.
- Al parecer, Antón concretó muchas cosas. Las cifras del hotel concuerdan con lo calculado por su auditor externo, así que, con un poco de suerte, habrán terminado pasado mañana y podrán volver a Italia.
Para Lydia fue como si un cubo de agua helada le cayera encima. La risa que hasta el momento le había parecido terapéutica, desapareció al instante, su buen humor quedó aplastado por la realidad.
- ¿Pasado mañana? repitió Lydia.
- Con suerte, respondió, extendiendo mermelada en el cruasán, tan aliviada de poder haberle contado a su amiga el aprieto en el que se encontraba que no se dio ni cuenta de la rígida expresión de Lydia.
- Y todos podremos volver a nuestra vida, añadió María.
- Me voy a la sala de reuniones, dijo Antón, cerrando el portátil y poniéndose en pie.
- Deberías relajarte un poco. Disfruta, al menos, de tu desayuno. Trabajas demasiado, lo reprendió Angelina.
- Te pago para que me ayudes. No para que me cuides como si fueras mi madre.
- Vamos, María, tenemos trabajo, dijo Angelina ni remotamente desconcertada por el tono de Antón. Era evidente que estaba acostumbrada a su brusquedad.
Lydia, por su parte, contuvo el aliento al ver que Antón se levantaba, preguntándose qué haría esta vez, pero ni siquiera se molestó en decir adiós. Se limitó a salir del restaurante sin mirar atrás, seguido por todo su séquito herida por el rechazo, Lydia se dio cuenta de que prefería que la humillara a que la ignorara.
Lydia abrió la puerta de la suite presidencial con tarjeta. Al entrar, comprendió un poco más la actitud de Antón: toda huella de él, de ellos, había sido borrada Las ropas que había tiradas por el suelo, estaban colgadas en el armario; habían limpiado las tazas del café y los vasos los habían reemplazado por otros limpios, la cama estaba hecha. Lydia comprobó todos esos detalles mientras llevaba a cabo su detallada inspección de la habitación; notó que hasta el fuerte aroma de Anión había sido borrado. Abrió el pesado bote de cristal de su colonia y aspiró la fragancia. Un escalofrío la recorrió ante las imágenes que aquel aroma evocaba. Ella no quería volver a su vida. No quería que su particular cuento de hadas terminara antes de empezar. Y no tenía nada que ver con las ropas y el pelo, nada que ver con el lujo o con tener a todo el personal a su entera disposición.
Sólo tenía que ver con Antón. El verdadero Antón, no la versión gritona y machista que había visto tantas veces, sino el hombre profundo, sensible y poderosamente sensual que había vislumbrado.
Su cerebro fatigado y privado de sueño construyó un débil argumento. Antón odiaba el trabajo que ella hacía tanto como Graham, pero Antón tenía las agallas de admitirlo, se decía Lydia; Antón no ocultaba sus sentimientos al contrario que la mayoría de los hombres. Él la hacía sentir como una mujer. No como la edulcorada versión que Graham, y otros antes que él, habían pretendido, una mujer que necesitaba protección, que necesitaba una pareja más fuerte que ella. Antón, al contrario, la hacía sentir más.
Se sentó en el borde de la cama y enterró el rostro entre las manos, tratando de clarificar sus pensamientos. Más femenina, más sexy, más vibrante. La hacía sentir como nunca se había sentido. En un solo día y en una noche era como si su vida se hubiera transformado, como si la hubiera sumergido en una pintura de imprimación mágica consiguiendo sacar de ella sus mejores, más brillantes y hermosas cualidades, sin pretender dominarla o contenerla.
Literalmente se caía de cansancio, quería darse una lucha rápida que esperaba no la reviviera. Lo último que quería Lydia era recobrar fuerzas. Tenía que aprovechar las pocas y preciosas horas que podía pasar a olas con prudencia, y dormir era su prioridad si quería mantenerse alerta durante los próximos dos días.
El placer de sentir el agua caliente sobre su cuerpo exhausto era inconmensurable. Con ella desapareció el acondicionador y el suero alisador de su cabello, el sutil aunque resistente maquillaje, desnudando así a la mujer chic a la que interpretaba. Alargó la mano hacia el bote de champú y se rió al comprobar, tal y como había dicho Antón, ¡que estaba lleno!
No tenía energía ni siquiera para secarse el pelo, tan sólo se lo frotó con la toalla. Luego se lo cepilló y se lo sujetó detrás de la cabeza, agradecida de que Karen arreglara los inevitables enredos más tarde. Tras echar las cortinas, se quitó el albornoz y abrió la cama perfectamente estirada, colocó el revólver debajo de la almohada y se metió en ella.
Dios, qué hermosa estaba.
Tras entrar silenciosamente en la habitación, tardó unos segundos en acostumbrar los ojos a la oscuridad, y la mente a la paz y al silencio tras el ruido y el alboroto del que acababa de salir, la euforia que se apoderaba de él mientras trabajaba, iba cediendo poco a poco al ver a Lydia.
Simplemente, estaba muy hermosa.
Más que nunca.
Desprovista de maquillaje, unas pecas que no había visto antes coloreaban su nariz perfecta, ligeramente respingona. El cabello que hasta ahora siempre había visto liso, lo llevaba sujeto en una cola de caballo, y algunos mechones rojos y naranjas escapaban de la goma con la que se lo había sujetado, enmarcando su delicado rostro. Incluso en la penumbra, reconocía aquellos colores como los del cielo al anochecer en su amada ciudad natal.
La había visto sin maquillar en la piscina, pero ahora, viéndola tan relajada, se dio cuenta de lo tensa que había estado. Era como verla por primera vez, tan joven, tan vulnerable; despertó en él algo más que deseo lujurioso, algo que le daba miedo interpretar, algo que le paralizó el corazón durante un segundo. Tenía miedo, pero no por él, sino por ella; miedo del escaso precio que ponía a su vida, de su trabajo, de los bastardos a los que se exponía en nombre del deber.
Alguien la estaba observando.
La sensación de que había alguien más en la habitación, que estaba siendo observada, empujó a Lydia a luchar por recuperar la conciencia, como un buceador que se ve obligado a subir a la superficie a toda velocidad.
Desorientada, confusa, la mente en piloto automático aún. Resistiendo la necesidad de abrir los ojos, fingió removerse en la cama, y metió la mano debajo de la almohada. Fue sólo un segundo, pero le pareció una eternidad.
- ¿Por qué estás durmiendo sin echar la cadena de seguridad? la voz de enfado le era familiar.
Relajó los dedos con los que sujetaba el arma y finalmente el enfado se apoderó de su mente al reconocer a la persona.
- No es buena idea que entres a hurtadillas en la habitación, Antón, contestó ella enfadada. Especialmente cuando duermo con un revólver debajo de la almohada.
- Pero podría haber sido cualquiera en vez de yo. No es seguro que estés aquí arriba, sola.
- Te buscan a ti, no a mí. Y la puerta no estaba cerrada con cerrojo para que tú pudieras entrar directamente. ¡Si alguien te hubiera estado siguiendo seguro que no querrías encontrarte en medio del pasillo, llamando a la puerta de la suite y esperando que yo me despertara!
- No creo que sea buena idea. Te arriesgas demasiado.
- No tienes por qué preocuparte.
- No debería, respondió. Lydia vio que la dura expresión de Antón se suavizaba, vio el movimiento de su nuez al tragar, sus ojos cómplices casi confusos mientras la miraban, su voz habitualmente atronadora cargada de sentimiento al hablar. Pero de pronto, me preocupa.
La magnitud de sus palabras debería haberla sorprendido. Ella también lo sentía. Pero el hecho de que Antón Santini estuviera de pie frente a ella, desnudando su alma, diciéndole cuánto temía por su vida, cuánto se preocupaba por ella, era demasiado para ella.
- No me ha gustado lo de esta mañana en el restaurante, continuó en tono áspero. Aquí estamos solos, ¿verdad?
Al ver que Lydia no decía nada, se explicó, revelando con cada palabra la profundidad de sus sentimientos. Pero en cuanto atravesamos esa puerta, tengo que recordar que estamos actuando.
- Antón... comenzó ella, pero se detuvo, ante el enorme impacto de la imposible situación en la que se encontraban. Vivían en lados opuestos del planeta, ambos tenían trabajos muy exigentes, dos personas pertenecientes a dos mundos muy distintos, y nada podría cambiar esa realidad.
- En un par de días volverás a Italia
- Todo debería quedar saldado pasado mañana.
A pesar de que María se lo había revelado sin darse cuenta, oírselo decir a Antón fue como sentir la hoja de la guillotina: la sentencia de muerte para su recién nacida relación.
- Vuelvo a Italia dentro de un par de días, sí. Sólo nos queda revisar unas cifras más, hacer alguna presentación y firmar en las líneas de puntos. No hay razón para quedarse más. La miraba fijamente.
- ¡No creo que tus colegas se alegraran mucho si les dijera que he decidido quedarme en Melbourne para pasar unas improvisadas vacaciones! Pero podrías hacerlo tú.
- ¿Hacer qué?
- Venir conmigo, seguía mirándola.
- Podríamos pasar unos días juntos, juntos de verdad...
- No es tan fácil, Antón. Lydia fue un poco brusca, aterrorizada ante la idea de que si no se mostraba firme podría ceder, podría perder la cabeza y aceptar su oferta.
- Me han propuesto para un ascenso. No puedo tomarme un par de semanas libres cuando me apetezca.
- Si no te quedan vacaciones yo puedo... al ver que el rostro de Lydia se endurecía, se detuvo, pero no era necesario. La oferta, aunque no la hubiera puesto en palabras, estaba allí.
- ¿Pagar por mi tiempo? lo miraba con ojos llenos de rabia.
- Estás malinterpretando mis palabras. Me gustas, Lydia, y quiero pasar unos días contigo. Sólo trataba de llegar a alguna solución.
- No me conoces. Esta mujer Impecable y elegante, siempre a tu entera disposición, una mujer que se supone que no tiene nada mejor que hacer que sentarse en su habitación y esperar a que termines la reunión. Ésta no soy yo.
- Ya me he dado cuenta. Por eso quiero estar contigo, para conocer a la verdadera Lydia.
- ¡Pero ella no es así! Sus palabras estaban cargadas de un tono desafiante que la sorprendió incluso a ella. La verdadera Lydia viste con vaqueros y zapatillas. La verdadera Lydia hace turnos de doce y hasta veinticuatro horas, y nunca aceptaría que le hablasen como lo hiciste tú ayer.
- Ya lo había adivinado, dijo él, esbozando una sonrisa y sin dejar de mirarla.
- Y, a riesgo de enfurecerte aún más, ahora no pareces muy arreglada y elegante.
- ¡Bastardo!
Demasiado pálida para sonrojarse, Lydia habló con los labios apretados y una mirada desafiante en sus
ojos.
- ¿Sería suficiente para ti, Antón, si no me molestara en ir a la peluquería o maquillarme y me vistiera con mi inadecuada ropa pasada de moda? ¿Aún querrías estar conmigo?
Antón no respondió, se limitó a recorrer su rostro sin maquillar y su pelo revuelto, con expresión ilegible.
- Ven conmigo, Lydia. Démonos la oportunidad de conocernos mejor.
- No tiene sentido, dijo casi gritando, furiosa ante la imposibilidad de la situación, furiosa con Antón también, por fingir que podían darse una oportunidad cuando los dos sabían que todo terminaría antes de empezar.
- ¿Estás segura?
Había dignidad en su pregunta. No argumentó su caso, ni trató de convencerla con extravagantes mentiras, sólo le dio una diminuta oportunidad para que Lydia retrocediese.
Ella apartó los ojos de él, mirando al techo fijamente, temiendo flaquear si lo miraba.
- No puedo ir.
- ¿No puedes o no lo harás?
- Las dos cosas. No puedo ir por mi trabajo y no lo haré porque... su argumentación terminó allí, simplemente porque no tenía motivos con los que argumentar.
- Me deseas tanto como yo a ti.
Antón dijo lo que ella había callado, hechos irrefutables, pero en una demostración de instinto de supervivencia, Lydia consiguió negarlo, consciente de que si cedía, si lo seguía, sí, sería maravilloso, y sí, sería divino, pero nunca duraría. Un hombre como Antón se la comería de un bocado y escupiría las pepitas. Había leído su biografía.
- No, Antón, consiguió mirarlo y decir aquella mentira. Por un momento lo creí, pero no. Tú no eres lo que yo deseo.
Vio que él abría la boca para objetar, pero Lydia le había otorgado a sus palabras un tono de firmeza tal que Antón debió comprender que no había nada que hacer. Se limitó a cerrar la boca, hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza, y Lydia supo que todo había terminado cuando Antón se dio la vuelta.
- Volveré en un par de horas para llevarte de compras. Tal vez hayas tenido tiempo de arreglarte el pelo y el maquillaje para entonces.
CAPITULO 8
Trató desesperadamente de disfrutar y apartar de la mente la pesadilla logística que Antón había provocado con su capricho de ir de compras. Detectives armados los seguían discretamente a lo largo de Chapel Street hasta la boutique más exclusiva cerrada a todo el público excepto a ellos dos. Pero incluso después de cerrar con seguro las puertas, con la posibilidad de descansar de su actitud de detective, Lydia era incapaz de relajarse.
Antón le había dicho que quería conocerla mejor, que quería ver a la verdadera Lydia, y al momento le había ordenado que se arreglara el pelo. Y ahora, tras seleccionar varios vestidos que consideraba apropiados, la guiaba hacia la zona de los probadores, unos que Lydia no había visto jamás. Era una habitación gigantesca con espejos desde el suelo hasta el techo, y Antón estaba sentado, totalmente relajado, en un sillón de cuero, mirando una revista del corazón mientras ella se cambiaba de ropa una y otra vez para él, abriendo y cerrando las puertas de su cubículo, desfilando para él terriblemente humillada.
- No me gusta, mentía ella, mirándolo con gesto desafiante una y otra vez, cuando el vestido que llevaba era, en realidad, una de las cosas más bonitas que había visto, pero no pensaba decírselo.
- Además, el rojo choca con mi pelo.
- No es rojo, es más bien burdeos. En cualquier caso, a mí sí me gusta, dijo Antón, como si eso bastara para que ella lo quisiera-. Pruébate el gris ahora.
Desde el enfrentamiento en el hotel, Antón se había mostrado de un humor de perros. Era evidente que no estaba acostumbrado al rechazo, tras lo cual había adoptado su actitud más desagradable y machista. Y ahora estaba castigándola con su peor humor: exigiéndole que se ajustara a sus gustos desorbitados, eligiendo zapatos, perfume y hasta ropa interior para ella como si se tratara de una especie de maniquí que tuviera que vestir. Le estaba dejando ver con total claridad que si quería acompañarlo esa noche, tendría que tener su mejor aspecto.
Lydia se colocó el vestido de terciopelo arrugado y, mientras se peleaba con la cremallera, se miró al espejo y frunció el ceño, furiosa de que, una vez más, Antón se las hubiera arreglado para elegir el vestido perfecto, preguntándose cómo acertaba siempre.
- ¿Dónde está la dependienta? asomó la cabeza por la puerta y lo llamó. Necesito que me ayude con la cremallera.
- Le he dicho que queríamos intimidad. Levantándose del sillón y entrando en el cubículo.
- Yo te ayudaré.
Aquél no era el plan, pensaba Lydia mientras Antón le ponía la mano en la cintura y la giraba de forma que estuviera de espaldas a él. ¡Aquel no era el plan!
- Está en un lado, susurró ella. Es una cremallera oculta...
- Oh, sí -pero no se movió, y tampoco ella.
Lydia observó su reflejo en el espejo, inmóvil mientras él encontraba la cremallera. Pero en vez de subir la cremallera, su mano se estaba abriendo paso entre la tela suave, cálidos dedos que se movían sigilosamente, acariciando suavemente su piel. Lo más sensato habría sido detenerlo, apartarle la mano, decirle que podía arreglárselas sola o llamar de un grito a la dependienta. Pero, simplemente, no quería; no deseaba que cesaran las sublimes caricias sobre su estómago.
Oyó el sonido de una cremallera, pero era la de los pantalones de Antón.
- Alguien podría entrar... susurró ella mientras la mano de Antón continuaba descendiendo, pero éste negó con la cabeza.
-Ya te lo he dicho: he pedido intimidad.
Y estaba claro que siempre conseguía lo que quería. Pero era más que la llegada de la dependienta lo que temía.
- Lo sabrán, suplicó aunque sólo deseaba que Antón continuara.
- ¿Y?
La palabra resonó en su cabeza. Su cuerpo se retorcía de deseo a su contacto. Fortalecía saber que aquel sensual y deseable hombre la deseaba a ella tanto como ella a él, y, aunque sólo fuera por un momento, quería sentir el placer de recibirlo en su interior, dar ese peligroso paso y terminar lo que habían comenzado en la piscina.
Era la decisión más temeraria, sexualmente hablando, que había tomado en su vida, pero para Lydia, era la más adecuada en ese momento, la única que podía tomar: obedecer la llamada de su cuerpo y satisfacer el deseo que se había apoderado de ella desde que Antón apareciera en su vida.
Tal vez así podría recuperar la razón, pensó Lydia mientras los dedos de Antón descendían más y más, en círculos. Pero, por ahora, lo único que podía ver eran los ojos azul marino de Antón, sosteniendo los suyos en el espejo; miró fascinada al hermoso hombre pegado a la espalda de la hermosa mujer que había creado.
Lejos de horrorizarse, el pensar en la dependienta que estaría esperando fuera o en los detectives que vigilaban en la calle, aumentó su excitación. Notó que los dedos de Antón llegaban a sus braguitas y vio cómo levantaba el vestido y se las bajaba. Vio su propia imagen reflejada, los dedos de Antón abriendo la piel húmeda y delicada, pero sólo podía contemplar con los ojos desorbitados por la fascinación, cómo le acariciaba la parte más íntima de su cuerpo, los rosados labios de su vagina.
- Creía que habías dicho que no me deseabas... y, a continuación, introdujo los dedos en ella, entre los acogedores y húmedos pliegues, arrancándole pequeños gemidos guturales, prueba de que era inútil seguir mintiendo.
Casi como una espectadora, miró en el espejo cómo le bajaba el tirante con la otra mano, cómo le besaba el hombro pálido con tanta pasión que seguro le saldría un cardenal. Masajeó a continuación el pezón erguido mientras los dedos de la otra mano seguían acariciándola abajo, y se olvidó de todo. Sólo podía pensar en el temblor de su pubis y sabía que no podría aguantar mucho más.
Tampoco él, se dio cuenta Lydia. Con un rápido movimiento, hizo que se girara y la levantó por encima de él, sujetándola por las nalgas aterciopeladas, sin dejar de besar la suave y pálida piel de su hombro.
Lydia no tenía tiempo para procesar lo que estaba ocurriendo, no tuvo tiempo de pensar en nada cuando sintió la punta de su pene abriéndose paso entre sus piernas. Lo único que sabía era que estaba a punto de alcanzar el orgasmo, el cuerpo rígido cuando penetró en ella. Vio sus cuerpos entrelazados en el espejo, sus muslos blancos en contraste con el tono oscuro del traje de él, y los dedos encogidos dentro de las sandalias de tiras mientras frotaban sus cuerpos contra la pared del probador. Antón sujetaba con fuerza, separaba las nalgas de Lydia mientras empujaba con fuerza, haciendo realidad todo lo que Lydia había imaginado y más. Fue la cabalgada más vertiginosa y estimulante de su vida.
Cuando concluyó, cuando ya regresaba a tierra firme y Antón la depositaba en el suelo aún temblorosa. No hubo ni un momento para la vergüenza. La atrajo hacia su pecho, la retuvo allí un momento, abrazándola con ternura hasta que recuperó el equilibrio.
Tal vez debería sentirse utilizada, violentamente avergonzada después de lo que había ocurrido. Pero incluso cuando la soltó, sus ojos seguían sosteniéndola con una ternura que nunca antes había visto en él, sonriéndole con dulzura por primera vez.
- Será mejor que te compre este vestido.
- Sí, será mejor.
Le pareció que era la sensación más embriagadora de su vida, entrar en el vestíbulo del hotel con Antón, mientras el botones se apresuraba a tomar sus bolsas.
- ¡Antón! Angelina se abalanzó sobre ellos cuando se dirigían al ascensor, seguida por una sufridora María. Tengo que hablar contigo. Unas cantidades no cuadran, nada grave, de todas formas. Podemos hablar de ello tomando un café en el bar. No tardaremos mucho.
- ¿Por qué no vas subiendo? dijo Antón a Lydia, dirigiéndose a continuación hacia Angelina. Se detuvo al ver que Lydia lo seguía. Los dos sabían por qué: por un momento, Antón había olvidado que ella estaba de servicio, que estaba allí para protegerlo.
- Me quedaré, si no te importa, dijo ella, forzando una sonrisa al tiempo que atravesaban el vestíbulo con María, deseando que la realidad fuera otra, sabiendo que Antón estaba pensando lo mismo.
No les llevó ni cinco minutos. De hecho, para cuando llegó el camarero a tomarles nota, los agudos ojos de Antón ya habían encontrado el problema de las cantidades.
- Comprueba esta cifra, pero creo que lo que ocurre es que falta un cero al final. Nada para mí, gracias, le dijo al camarero al tiempo que se levantaba.
- Señoras, nos vemos en el cóctel que se celebrara esta noche.
- ¿Habrá mucha gente? preguntó Lydia cuando salían del ascensor en dirección a la suite.
- Probablemente, dijo encogiéndose de hombros al tiempo que metía la tarjeta en la puerta
- ¿Qué tal si te haces un recogido alto? Creo que te favorecería.
Pero Lydia no estaba escuchando. Su mente estaba puesta en el trabajo, la mano en el bolso, sujetando la pistola, sus ojos alertas cuando entraron en la habitación. Y entonces se quedó inmóvil. Se le erizó el vello de la nuca. El instinto le decía que algo no iba bien.
Antón iba a pasar junto a ella cuando Lydia se movió rápidamente, colocándose deliberadamente delante de él para detenerlo, escudándolo con su delgado cuerpo.
- ¿Pero qué demonios...? Antón se detuvo al ver al botones que salía de la alcoba hacia el salón de la suite, los ojos negros clavados en los de Lydia.
- ¿Quiere que los coloque?
- ¿Colocar? Lydia frunció el ceño. Respiraba agitadamente aunque su voz era firme.
-Los paquetes, los he dejado sobre la cama...
- Está bien así. Antón tomó el mando de la conversación y, adelantándose a Lydia, se acercó al botones y le dio la propina-. Grazie.
- Disfrute de la velada, respondió el botones, haciendo una breve inclinación de cabeza antes de salir.
- ¿A qué ha venido eso? -preguntó Antón cuando se quedaron a solas, pero Lydia no dijo nada sino que se limitó a comprobar minuciosamente la suite hasta que, finalmente, se sentó en la cama entre los paquetes.
- Sabía que había alguien en la habitación, dijo pasándose la mano por el cabello-. Antón, no me gusta...
- ¡Es el botones, por lo que más quieras! estalló. Pero ésa no es la cuestión. Supón que hubiera sido mi atacante, supón que su intención hubiera sido matarme... ¿qué demonios pretendías colocándote delante de mí?
- Es mi trabajo, respondió ella, pero fue una respuesta imprecisa porque su mente seguía pensando en lo sucedido; su instinto seguía advirtiéndole que ligo no iba bien.
- ¿Recibir un balazo?, tomándola del brazo, la acercó hacia él.
- No me haré ilusiones de que lo has hecho llevada por tus sentimientos. Lo habrías hecho por cualquiera, ¿verdad?
Lydia no respondió. No era necesario. Los dos sabían la respuesta.
Fue la noche más larga de su vida. Con el mismo vestido del numerito de seducción en la boutique, el pelo hábilmente recogido por otra peluquera que Antón había hecho subir a la habitación, Lydia sentía que sus nervios resonaban más que los ostentosos pendientes de Angelina.
El humor de perros de Antón era palpable. Aunque el incidente con el botones había acabado en nada, las consecuencias habían resultado devastadoras. Antón había visto con sus propios ojos hasta dónde estaba preparada para llegar en nombre del deber y para Lydia había quedado confirmado que nunca aceptaría su trabajo. La tensión que se había vivido en la suite había sido insoportable. Antes de bajar a la fiesta se había mirado al espejo en busca de alguna magulladura en el hombro causada por sus apasionados besos. No las encontró, pero la marca que había dejado en ella era indeleble. Se sentía deliciosamente magullada, el tacto de Antón aún reverberaba en sus músculos. Contemplando el reflejo que le devolvía el espejo, el delicado peinado, los ojos maquillados, la sofisticación y la elegancia, burlándose una y otra vez del temblor interno que soportaba, Lydia había luchado con la decisión más importante de su vida.
-¡Baja a la fiesta!
Antón la había requerido de tal forma dando un brusco toque en la puerta del baño, diciéndole que si pretendía acompañarlo, tendría que ser en ese instante.
Y, porque así se lo ordenaba el deber, ella había obedecido.
Ahora estaban en el salón donde se daba la fiesta, y Lydia observaba bebiendo daiquiris sin alcohol mientras Antón era el centro de atención. Y aunque éste prestaba atención a la conversación, incluso sonreía de vez en cuando a los que lo rodeaban, su frialdad y su aire de superioridad nunca le habían parecido tan evidentes.
Lo único que Lydia sabía era que no quería que aquello terminara; no quería volver al mundo en el que había vivido hasta hacía poco.
- Estás muy callada y no te culpo, observó María. Estaban ligeramente apartadas del resto de la comitiva. Me muero de aburrimiento. Hasta cuando no están trabajando, parece que sólo saben hablar de ello. No sé cómo Antón consigue retener todos esos números. Es como una calculadora humana.
Lydia deseaba contarle sus penas a su amiga. No para encontrar una solución, porque sabía que no la había, sino para recibir apoyo moral. Pero no era ni el momento ni el lugar.
- ¿Qué tal tu jefa?
- ¡Como mi perro cuando está en celo! contestó María, torciendo la boca.
- Tendría que ir con un palo para mantenerla a distancia. No es que me queje. Se vive muy bien. He reservado cita para darme un masaje con piedras calientes para mañana. ¡Tiene muy buena pinta! Como él... -susurró María al ver que Anton atravesaba la estancia en dirección a sus cabezas.
Anton saludó a María y le dijo a Lydia, me gustaría subir a la habitación.
Había una botella de champán enfriándose en un cubo de plata y, mientras Lydia cerraba la puerta, Antón la abrió con facilidad.
- Cierra con cerrojo, dijo sirviendo dos copas. Frunció el ceño cuando Lydia la rechazó.
- Se supone que no debo beber cuando estoy de servicio.
- Pero si te has tomado tres daiquiris de fresa abajo.
- Preparados por uno de mis compañeros. No tenían alcohol para poder concentrarme en mi trabajo.
- No estabas exactamente concentrada esta tarde...
-La tienda era segura... dijo tragando con dificultad.
- Pero tienes razón. No fue el momento más brillante de mi carrera. Sin embargo, me importa mucho mi trabajo, Antón... vio que la mirada de Antón se oscurecía.
- Es demasiado peligroso.
- Es lo que soy.
- No. Yo he visto a la verdadera Lydia esta tarde.
- No, nunca me has conocido.
- Ven aquí, dijo él suavemente y Lydia supo que la estaba poniendo a prueba. Si lo acompañaba a la cama, esperaría que lo acompañara en su vida y Lydia sabía que eso no podía hacerlo. Una noche en sus brazos parecía algo mucho más íntimo que lo que habían compartido. Ver su lado tierno no haría sino agrandar la perdida que vendría a continuación.
- Ven a la cama, le ordenó prácticamente y le costo mucho decirle que no.
- Vete a la cama si quieres, Antón. Yo estoy trabajando.
CAPITULO 9
¿Algo nuevo con Angelina? preguntó Lydia mientras María cerraba los ojos y apoyaba la espalda en las tablas de madera de la pared de la sauna. Las dos estaban contentas de poder abandonar la guardia por unos minutos, aun con los buscas en los bolsillos de los albornoces.
- Nada. Está en el salón de belleza afeitándose la barba, vigilada por Graham, María se echó a reír. Se está haciendo un tratamiento facial y la manicura, ¿te lo puedes creer? Estrictamente para poder vigilar a Angelina mientras nosotras nos ponemos al día, claro, pero creo que está disfrutando más de lo que dice. Tal vez por eso rompisteis.
- Estás obsesionada, se rió.
- No, no lo estoy, suspiró María.
- Estás viendo a la nueva y serena María, por gentileza del masaje con piedras calientes. Lydia, tienes que probarlo. Te ponen esas piedras por la espalda y te envuelven entre suaves capas y cuando estás bien cocida, cuando ya crees que no podrías estar más relajada, te ungen con aceite y te masajean con las piedras. Es simplemente delicioso. Te lo juro, nunca algo me había dejado tan alucinada, ni siquiera Angelina y sus nada sutiles avances. ¡Es super relajante!
- ¿Alguna noticia sobre la procedencia de ese botones?
- Nada de particular, bostezó. Es un mochilero que lleva trabajando en el hotel un par de meses. No tiene antecedentes delictivos...
- ¿De dónde es?
- Florencia. O ésa es la última dirección que tenemos. Y dado que Antón es de Sicilia, y trabaja principalmente en Roma, no parece haber nada sospechoso. Aún están comprobando algunos datos, pero no parece estar relacionado. Yo me olvidaría de él si fuera tú, Lydia, dijo encogiéndose de hombros perezosamente.
- No me gusta. Dile a Kevin que quiero que lo vigilen.
- De acuerdo.
- Antón quiere que vaya a Italia con él.
Las palabras fluyeron de la boca de Lydia a borbotones mientras observaba a María, que abrió los ojos y frunció el ceño.
- Quiere que vaya a pasar unas vacaciones con él.
- ¡Quiere que tú vayas! .María la miraba boquiabierta.
- ¿Tan increíble te resulta? preguntó bruscamente.
- Pues claro que sí. Lydia, estamos hablando de Antón Santini. ¡Y me estás diciendo que quiere llevarte de vacaciones! ¿Y qué demonios has contestado?
- Que no, por supuesto, incorporándose en el banco, Lydia se pasó las manos por el pelo encrespado. Si me tomo unas semanas libres para atravesar el continente ya puedo despedirme de mi ascenso, de mi carrera, probablemente. Lo que quiero decir es que, Lydia gesticulaba profusamente mientras María escuchaba con atención, Graham me propuso matrimonio y dije que no. ¿Por qué demonios iba a tirarlo todo por la borda por una aventura con Antón?
- ¿Por qué estás tan segura de que sólo sería una aventura?
- Porque tener aventuras es lo que Antón hace mejor. Puede que no funcionara. ¿Pero tú sabes la reputación que tiene? Y me ha dejado muy claro que odia mi trabajo. Ni siquiera me conoce, cree que me conoce, siguió diciendo Lydia mientras su amiga escuchaba pacientemente, pero no me conoce. Sería una idiota si fuera con él.
- Pues no lo hagas, dijo María cerrando los ojos en busca de la relajación
- Guárdala como una de las mejores ofertas de tu vida. Y da gracias por no haber perdido la cabeza y haber hecho algo tan estúpido como dormir con él.
Lydia se reclinó sobre la pared en el banco, junto a María, cerró los ojos y aspiró el aire caliente. El silencio hablaba a gritos.
- ¡Lydia! ahora era María la que estaba agitada. ¡Dime que no has dormido con él!
- Bueno, no fue eso exactamente... dijo haciendo una mueca.
- Pero si sólo lo conoces desde hace un par de días.
- Es algo exagerado viniendo de ti.
- No estamos hablando de mí. Cielos, Lydia, a Graham le llevó semanas...
- Meses
- Pues meses, continuó María. ¿Pero qué demonios pasó con Antón? ¿Cómo demonios...? -Maria calló al ver que Lydia se estaba derrumbando. Al ver el rostro desolado de su amiga, María la rodeó con un brazo. No es amor, ¿verdad?
- Creo que podría serlo, dijo tragando con dificultad. Pero, como te he dicho, ni siquiera me conoce.
- Pues enséñale cómo eres. Enséñale la asombrosa mujer que eres, Lydia
- ¿Crees que debería ir con él?
- Santo Dios, no. Eres la detective Lydia Holmes, y será mejor que se acostumbre. María sonrió descaradamente.
- Dale a probar un poco de la verdadera Lydia. No te comprometas a nada, no juegues con sus reglas. Nunca lo has hecho ¿por qué empezar ahora? Te garantizo que aunque se vaya, ¡volverá pronto!
- ¿Y si no lo hace?
María miró a su amiga y ella misma se respondió. -Es que no tenía que ser.
Por fin sabía qué hacer.
De nuevo en la suite presidencial, como una niña entrando a hurtadillas en la habitación de su madre, Lydia se miró al espejo. Armada tan sólo con su irrisorio neceser, se puso un poco de máscara de pestañas y brillo de labios. Domesticó sus ingobernables rizos con un poco de espuma y se dio una forma aceptable. Si Antón creía que eso era vestir humildemente, se equivocaba. Para ella era arreglarse.
Los nervios estallaron al oír el busca, alertándola de que la reunión estaba a punto de terminar y que bajara en quince minutos.
Habría sido mucho más fácil ponerse uno de los vestidos que Antón había elegido para ella, perfumarse con el caro perfume que le había comprado y ponerse los zapatos perfectos que aún estaban envueltos en su papel de seda, pero ella no era así.
Echó un vistazo a su armario y tomó su vestido negro, algo que había en el armario de toda mujer y se puso sus sandalias de tiras y tacón. Buscó su propio perfume en el bolso y se perfumó con manos temblorosas.
- Tranquilízate, Lydia. Se riñó guardando la pistola en el bolso, y cuando se dirigía a la puerta, se detuvo un momento para mirarse en el espejo.
Y los nervios desaparecieron. Una extraña sensación de alivio se apoderó de ella al encontrar el familiar reflejo y, aunque no fuera tan elegante, ni tan exquisitamente vestida como debería, se sintió bien; real: sincera. Esta noche, lo miraría como la mujer que era.
Cerrando la puerta tras de sí, se dirigió al ascensor y entró. Se agitó un poco los rizos y cuadró los hombros. Estaba de servicio, preparada para cualquier eventualidad.
Sólo que no era la idea de que la vida de Antón corriera peligro, sino la reacción de éste cuando la viera lo que le causaba ese nudo en el estómago y la garganta, cuando el ascensor llegó a la planta baja y salió, taconeando en el suelo de mármol...
La reacción de Antón cuando viera a la verdadera Lydia.
- ¡Lydia! envuelta en un espantoso caftán multicolor, Angelina la llamó al tiempo que se introducía en la boca pequeños trozos de su tostada de paté. Estás fantástica. Me encanta tu pelo. ¿Te has hecho la permanente? ¡Qué osadía!
- Gracias, dijo forzando una sonrisa al tiempo que rechazaba con la cabeza la copa de champán que le ofrecía Angelina.
- No, gracias, me da un terrible dolor de cabeza. Miró hacia el bar y comprobó que Kevin la había visto entrar antes de llamar al camarero.
- Un daiquiri de fresa, por favor. Muy dulce, dijo al camarero, al tiempo que señalaba con el dedo a Kevin- Él sabe cómo me gusta.
- Claro, señora.
- ¿Dónde está Antón? preguntó a Angelina, contenta ahora que había pedido.
- Firmando unos documentos. Llegará en un minuto, dijo Angelina, llamando de nuevo al camarero que había atendido a Lydia para pedir una nueva copa de champán.
Lydia agradeció el aplazamiento y se volvió hacia María con resplandeciente sonrisa, a quien dio un beso en la mejilla.
- ¡Estás fabulosa! -dijo María.
- ¿De veras?
- De veras, le dejarás sin aliento, María sonrió abiertamente.
- Se nos ha dado bien. Angelina de vuelta, se bebió de un sorbo el contenido de la copa.
- El trato está cerrado así que esta noche podemos celebrarlo antes de volver a casa.
- ¡O podríamos dormir un poco! El tono de Antón, seco y profundamente marcado por su acento italiano, le desbarató los nervios. Tensó la columna vertebral al sentir el calor de su mano en la parte baja de la espalda, atravesando el vestido, y, girando la mejilla, cerró los ojos un instante, deleitándose en el roce de sus labios en la mejilla.
- Estás preciosa, dijo en voz baja, sólo para ella y, en la misma íntima actitud, Lydia se giró y lo miró.
- Preciosa, repitió recorriéndole el rostro con la mirada como si quisiera memorizar cada peca, deteniéndose en los jugosos labios y en los rizos salvajes que enmarcaban su rostro.
- Y tu pelo está increíble. ¿Te lo ha arreglado una nueva peluquera?
- Sí. Los ojos de Lydia relucían, atentos a la reacción de Antón cuando respondiera. Yo.
Era como si estuvieran solos. La voz chillona de Antelina se atenuó; pareció que la multitud, los camareros desaparecieran y sólo estuvieran ellos dos.
- Me he peinado y maquillado yo misma. Estás viendo a mi verdadero yo, Antón.
- Hola, tú.
Dos simples palabras que escaparon de sus labios sin apenas moverlos, pero levantó una mano y, tomando uno de sus gruesos rizos, lo enrolló en el dedo, en un gesto curiosamente posesivo. La devoró con los ojos y acarició cada rasgo, absorbió la forma almendrada de sus ojos, la nariz respingona, como si fuera la puniera vez que la veía.
- ¿Quieres cenar conmigo? Le ofreció el brazo, claramente seguro de que no lo rechazaría. Sonrió interrogativamente al ver que negaba con la cabeza.
- No, Antón. ¿Quieres tú cenar conmigo?
- ¿Dónde?
A ella le habría gustado poder tomarlo de la mano y llevarlo por las ajetreadas calles de Melbourne, enseñarle su restaurante favorito y después pasear de la mano junto al río. Le habría gustado, aún más, llevarlo a su casa. Invitarlo a un café, por decirlo así.
Pero en su situación, el protocolo no permitía darse ese lujo.
En vez de eso, decidió invitarlo al único lugar en que podían estar solos dadas las circunstancias, donde podrían bajar la guardia y hablar sin miedo a ser escuchados.
- He pedido que nos suban la cena a la habitación, dijo en voz tan baja, que Antón tuvo que inclinarse para oírla, mejilla contra mejilla.
- Pensé que, tal vez, podríamos hablar... Tragó el nudo que tenía en la garganta y trató de reunir el valor para establecer algunas normas.
- Hablar, repitió-. Conocernos un poco mejor, si aún quieres hacerlo, claro.
- No hay nada que me apetezca más, respondió él con solemnidad, pero las comisuras de sus labios se levantaron dando forma a una íntima sonrisa. Bueno, tal vez una cosa. Pero tenemos que hablar de algunas cosas antes, ¿verdad?
- Verdad, asintió Lydia, devolviéndole la sonrisa y sonrojándose al hacerlo.
- Iré a despedirme para que podamos... estar juntos un rato, Lydia. Le sostuvo la mirada al decirlo.
- ¿Va todo bien? Le preguntó María, acorralándola en cuanto Antón se apartó para excusarse y despedirse de sus colegas.
- Todo va bien. Antón quiere que cenemos arriba, dijo Lydia con toda la serenidad que pudo.
- Y tengo que admitir que a mí me apetece apartarme de toda esta multitud, aunque pareciera que no había nadie escuchando, Lydia eligió las palabras cuidadosamente. Pero María entendió perfectamente el mensaje oculto y le guiñó el ojo en señal de ánimo.
- Sólo pido a Dios que no le de ideas a Angelina y también quiera irse a la cama. Francamente, yo preferiría quedarme aquí abajo.
- No creo que debas preocuparte, sonrió Lydia, viendo cómo Angelina monopolizaba al camarero. Un par de copas de champán más, y se apagará como una luz.
CAPITULO 10
- ¿Has cambiado de idea respecto a lo de venir conmigo a Italia? preguntó Antón una vez que Lydia hubo comprobado el estado de la suite y guardado la pistola en el cajón. Estaban solos, por fin.
- No. Lydia lo miró, revelándole un poco más de sí misma que quizás Antón no supiera.
- No cambio de opinión con facilidad, Antón.
- Yo tampoco.
Podría haber sido el final de la partida. Dos personas testarudas incapaces de dar el primer paso. Pero por el momento, Lydia no pensaba en el futuro. Sólo pensaba en el presente, disfrutando de lo que tenían, decidida a disfrutar del momento.
- ¿Qué es esto? preguntó él frunciendo el ceño cuando levantó las tapas de plata de las fuentes. En el interior, había sendas cajas de cartón de color blanco y una bolsa de papel marrón, grasientas por el contenido. ¿Noodles?
-Pero no son unos noodles cualquiera, le corrigió. Los mejores noodles de Melbourne. Cuando tengo guardia siempre los compro, y, normalmente me sobra para desayunar. Hice que los enviaran aquí y le pedí al chef que los calentara. No creo que haya quedado muy impresionado.
- ¿Y eso? preguntó, señalando la bolsa de papel.
- Rollitos de primavera.
- Pero no se parecen a ninguno que haya visto.
- Prueba uno, dijo Lydia, sentándose a la mesa y reprimiendo una sonrisa ante la inversión de sus papeles.
Antón miraba los palillos de madera, claramente acostumbrado a utilizar la más fina cubertería.
- Se separan.
- Ya lo veo. Antón sonrió abiertamente y con envidiable facilidad, empezó con los noodles.
Aquélla estaba siendo la mejor comida del mundo. El vino era fantástico, la conversación fluida. Estaban conociéndose un poco mejor, riéndose de sus bromas, averiguando las motivaciones del otro.
- Al chef le daría un infarto si me oyera... pero estaban buenísimos, dijo Antón, un poco después.
- Te lo dije, sonrió Lydia, pero su sonrisa duró poco. La conversación despreocupada que llenara la habitación momentos antes, se desvaneció ante la seriedad real de la situación.
- ¿Entonces no vas a venir?
- No.
- ¿Entonces cómo...? comenzó Antón.
- No lo sé.
Atravesando la habitación, se acercó a ella y la tomó entre sus brazos con una fiereza tal que, por un momento, sus problemas parecieron no importar. Lo único que Lydia podía sentir era su cercanía, y era tan placentero que dolía. Sus brazos formaban una estructura reconfortante, la masculinidad que irradiaba potenciaba su feminidad. Sus brazos la envolvían, acercándola más y más, invirtiendo sus papeles con facilidad: ahora era Antón el protector, el que trataba de decirle que todo saldría bien, que su relación podía funcionar.
- ¿Facilitaría las cosas que mostrara algún tipo de compromiso...?
- Un diamante no lo solucionará, dijo. No es tan fácil. Pero no pensemos en ello ahora... -se apartó de los cálidos brazos y fue a cerrar la puerta con doble sistema de seguridad.
- ¿Qué estás haciendo?
- Asegurándola. Le tembló un poco la voz, palabras cargadas de un complicado significado mientras arrastraba el sillón y lo apoyaba contra la puerta
- Para no tener que estar vigilando… la doncella vendrá a las...
- He cancelado el servicio, dijo Lydia exhibiendo todo su coraje, mostrándose todo lo asertiva de que era capaz, porque por fin había encontrado en un hombre lo que necesitaba. Un hombre que se encontraba a gusto en su propia piel, seguro de sus habilidades, de su sexualidad; un hombre que no se sentía amenazado por la suya.
Se dio la vuelta y lo miró. Las dudas, las preguntas seguían en su mente, pero, a pesar de la lucha interior, a pesar de haber imaginado una y otra vez las peores formas de perderlo, una idea persistía: quería pasar la noche con él.
- Ven aquí, dijo Antón suavemente, utilizando las mismas dos palabras que días antes la habían enfurecido. Pero ahora le estaba pidiendo que se acercara a la cama, no a su mesa, y su voz estaba cargada de deseo, sus ojos colmados de lujuria; no había motivo para sentirse humillada. De hecho, Lydia se dio cuenta de que las dudas habían desaparecido de su mente, de que sólo había deseo que la impulsaba hacia la cama.
Los nervios se apoderaron de ella cuando Antón retiró el edredón y, tomando su mano temblorosa, la atrajo hacia él. La abrazó un momento con gesto tranquilizador, acariciándole el esbelto cuello, explorando con la yema de los dedos, el pulso en su garganta tras lo cual empezó a descender hasta la clavícula y sus bocas se encontraron, por fin.
La desnudó lentamente, saboreando cada pliegue de tejido con la lengua; haciéndola sentir hermosa y femenina con cada beso, con cada tierna palabra. Pero especialmente, hermosa, algo que en un trabajo como el de Lydia, no era fácil. Por mucho que le gustara su trabajo, por mucho que aumentara su adrenalina, a veces lo único que quería era sentirse como una mujer. Y Antón lo conseguía con sólo mirarla.
No había prisa en los movimientos de Antón, ni gestos bruscos; la química existente entre ambos, visible y potente. Largos y profundos besos indicaban que aquello estaba bien, tanto que proporcionaron a Lydia el ímpetu para desnudarlo, con dedos temblorosos, ayudada por él, hasta que, finalmente y por primera vez, estuvieron cara a cara desnudos.
Sencillamente, era más hermoso de lo que ella hubiera podido imaginar. Sus dedos acariciaron la pálida piel de sus pechos y Lydia notó que se hinchaban en contacto con su mano, con el dedo que dibujaba lentos círculos alrededor del pezón que de inmediato engordó. Lydia se estremecía bajo sus hábiles manos, sometida al placer que tan fácilmente generaba en ella. Su contacto provocaba corrientes eléctricas en su piel. Y aunque su cuerpo anhelaba sentir el contacto, él la hizo esperar, tomándose un largo y tormentoso momento para admirar su belleza desnuda, memorizando cada íntimo rasgo, desde sus ingobernables rizos rojos desperdigados sobre la almohada hasta los rizos dorados de su pubis.
Debería haberse sentido horriblemente insegura, incluso avergonzada, pero en su lugar, la mirada de adoración en su rostro la hizo sentir hermosa. Cerró los ojos con placer desmedido cuando Antón se inclinó sobre su pecho y comenzó a trazar dibujos con la lengua donde antes habían estado sus dedos. Su mano no se quedó quieta, pero esta vez se aventuró a un lugar más íntimo, introduciendo los dedos entre sus cálidos pliegues. Pequeños gemidos escaparon de su garganta mientras Antón seguía moviendo los dedos lenta pero rítmicamente alrededor de su oculta joya. Notó la lengua cálida en jugueteo con los hinchados pechos y a continuación el roce de sus piernas musculosas cuando abrieron las de ella, sujetando con ambas manos sus nalgas, y se introdujo en ella, colmándola de forma exquisita.
Largos y deliberados movimientos la consumían, el cuerpo de él deslizándose sobre el de ella, tensión contra tensión, sin concesiones. Estaban absortos por completo, tomándose su tiempo, deleitándose en la sensación del cuerpo del otro, juntos en una deliciosa unión, moviéndose al unísono, al golpeteo de su cadera contra la suya. Lydia sintió que sus piernas se estremecían, que su cuello se arqueaba, que una oleada de calor ascendía por su espina dorsal y cedió sin remedio. Su cuerpo entero se estremeció al tiempo que Antón embestía con fuerza, diciendo su nombre en voz alta, arrastrado aún más dentro de ella por efecto de sus contracciones orgásmicas, hasta que él también cedió, nada más por dar, nada por recibir.
Exhausto y saciado pero aún dentro de ella, Antón rodó con ella hasta quedar de lado, sus ojos fijos en los de ella. Ni siquiera intentaron hablar mientras dejaban que sus cuerpos enfebrecidos bajaran a las tierras juntos, conscientes de que el placer había sido mutuo.
- Será mejor que me levante, susurró Lydia al cabo de un rato, pero Antón no quiso ni hablar de ello.
- La puerta está cerrada con cerrojo y hay un sillón apoyado contra ella. Nadie podrá entrar sin que nos enteremos.
Nadie podría, se dio cuenta Lydia, relajando los brazos y abandonándose al placer de lo que aún quedaba de la que podría ser su última noche juntos. Y si el sexo que habían compartido había sido fantástico, dormirse entre sus brazos era una sensación incomparable.
-¿Antón? levantando la cabeza y parpadeando ante el voraz sol de la mañana, Lydia oyó la suave queja de él, sintió cómo intentaba atraerla hacia sí mientras ella trataba de apartarse. Consiguió zafarse y sonrió al ver cómo el pobre luchaba por despertar. Se estiró a su lado, lentamente, aunque sus musculosas piernas se negaban a soltarla. Lydia se deleitó en el capullo cálido e íntimo que creaban sus cuerpos enlazados, y lo miró abiertamente mientras intentaba abrir los ojos azul marino. Un contraste muy agudo con el súbito despertar del día anterior.
- Tu avión sale dentro de un par de horas. Deberíamos pensar en levantarnos.
- Aún queda mucho, bostezó Antón.
- No. Son casi las diez.
- No...
Antón se detuvo pero tras mirar el reloj con ojos entornados, no había duda.
- Nunca me quedo dormido, dijo sin poder creerlo.
- Pues lo acabas de hacer, susurró ella, sin resistirse cuando Antón la rodeó con sus brazos.
- Ven aquí.
Lydia cedió un poco al abrazo con la intención de levantarse realmente en un par de minutos. Con la mejilla apoyada donde, tan cómodamente, había dormido, contra su torso, se permitió saborear el lujo de sentirse arropada por él. El rítmico latido de su corazón contra su oído comenzó a cobrar velocidad cuando ella le acarició perezosamente el sedoso vello que se arremolinaba en sus pezones oscuros. Lydia notó que se tensaba bajo su contacto y el maravilloso aroma de Antón inundó su nariz; la última nota de alcohol del perfume había ya desaparecido dejando en su lugar un aroma aún más embriagador, ácido y sensual: la potente fragancia de la intimidad compartida, de su intimidad compartida.
Los horarios no importaban; Lydia mimó su sentido del gusto moviendo la boca sólo unos deliciosos centímetros, dejando que su mata de pelo cubriera el torso masculino, rozando con labios ardientes en busca del pezón inflamado.
Antón dejó escapar un gemido gutural cuando notó los diestros movimientos. Lydia se mostraba descarada, empujada por el deseo que había despertado en él. El contacto con el vello de sus piernas aumentaba su propia excitación, y, entonces se montó sobre él, suavemente, notando la erección mañanera de Antón contra la suave piel de sus muslos, y se movió un poco para acomodarse.
Mirándolo fijamente con sus ojos ambarinos, se deslizó sobre él y ambos cerraron los ojos de placer dejando que la calidez de su contacto los llenara.
Fueron más despacio esta vez, tomándose tiempo para conocerse más, no había prisa por alcanzar esa voluptuosa cumbre. Antón la sujetaba clavando los dedos en sus nalgas, explorándola con su lengua, saboreando su dulce piel, mordiendo su deliciosa fruta mientras ella se movía sobre él, codiciándolo aunque lo estuviera poseyendo. Habría sido muy fácil dejar que Antón la hiciera ascender a la cumbre del placer, pero el sonido de su busca rompió el hechizo.
Lydia hizo una mueca de fastidio y Antón trató en vano de que lo ignorara.
- Tengo que contestar.
- No tienes que hacerlo, gruñó pero el hechizo ya estaba roto.
Lydia se estiró sobre la cama y alcanzó el maldito aparato y marcó el número en su teléfono mirando hacia el techo con gesto resignado al ver que Antón hacía lo mismo.
- Graham y John están subiendo, dijo Lydia sin emoción alguna mientras se ponía los pantalones del chándal y se peleaba con el broche del sujetador
- Será mejor que te vistas.
- Y tú también, susurró Antón ayudándola con manos diestras con el sujetador. Le dio un beso en el hombro y, cuando Lydia se inclinaba a recoger su camiseta, le preguntó por última vez: ¿Vendrás?
- ¿Te quedarás? dijo ella mientras se ponía la camiseta, agradecida de tener la cara cubierta al hacer la pregunta más difícil de su vida.
Un toque en la puerta. Mirando por la mirilla, Lydia notó que su tiempo íntimo se escapaba como el aire de un globo.
- Diles que se vayan y hablaremos.
Tras decirlo se dirigió al cuarto de baño y Lydia dejó entrar a sus compañeros, escuchando con atención mientras la ponían al día.
- ¿Dónde está? -preguntó Graham, examinando con atención la habitación. Se percató de la cama revuelta y Lydia se apresuró a contestar para distraer su atención.
- Está en la ducha -dijo ella, encogiéndose de hombros.
- Pues será mejor que salga. Su vuelo sale en una hora.
- No soy su cuidadora. No parece tener prisa por tomar el avión.
- Pues será mejor que lo haga, dijo John Miller con brusquedad. A mediodía, termina el dispositivo de seguridad, así que, cuanto antes lo llevemos al aeropuerto, mejor.
- ¿Por dónde íbamos? dijo Antón, sonriendo brevemente cuando se quedaron a solas
- No creo que tenga más opción que irme, Lydia.
- Lo sé.
Sentada en la cama revuelta, pasándose los dedos por el pelo, Lydia dejó escapar un suspiro, mientras observaba a Antón que abría una enorme maleta de piel y empezaba a tirar las cosas dentro. Camisas perfectamente planchadas tratadas como si fueran meros calcetines. Miraba con creciente angustia cómo iba a un lado y otro de la habitación, borrando toda huella de su presencia, guardando su bote de perfume en la bolsa de aseo, gemelos y peine en su funda. Avanzó sin parar hasta que llamaron a la puerta y Lydia se acercó a la almohada y metió la mano debajo para comprobar que allí estaba la pistola mientras Antón miraba por la mirilla.
- Es el botones, dijo Antón y esperó a que Lydia le diera consentimiento para abrir.
- No he terminado. Tendrás que volver más larde. Llamaré cuando esté listo.
- Puedo hacer la maleta si quiere, señor.
Lydia escuchaba la conversación sintiendo que el mundo entero la presionaba para tomar una decisión. Sus últimos y vitales minutos a solas con Antón, se le estaban escapando.
- Me han dicho que hay un coche esperando y que bajara sus pertenencias inmediatamente.
- De acuerdo, contestó con brusquedad, ni remotamente impresionado por las prisas que le estaba metiendo el detective para llevarlo al aeropuerto.
- Quedan los trajes. Hay un porta-trajes...
- Yo mismo lo buscaré, señor.
- Y mis cosas de afeitar. Mientras el botones se ponía a trabajar, se acercó a Lydia y retomó la conversación.
- Háblame, Lydia. Dime qué piensas.
Pero no era tan fácil. No podía hablar en presencia de otra persona y, a pesar de lo que le había dicho Kevin, seguía sin fiarse del botones. Vigiló cada movimiento del chico y negó con la cabeza dirigiendo la mirada hacia el motivo de su incapacidad para hablar.
- ¿Has encontrado mis cosas de afeitar? preguntó Antón dándole un billete al chico. Tómate tu tiempo.
- Claro, señor.
Solos de nuevo, Lydia lo encaró.
-Soy una estúpida. Pensé que si pudiéramos pasar un par de días juntos aquí, si pudiera enseñarte dónde vivo, las cosas que son importantes para mí, tal vez... se detuvo, incapaz de explicarse, incapaz de pintar una imagen de futuro sin saber si Antón lo deseaba tanto como ella.
- Podemos hacerlo, Lydia. Dijo con suavidad haciendo brotar una nueva esperanza en ella. Pero en el momento oportuno...
Se detuvo y Lydia se puso tensa, entornando los ojos en dirección al botones que salía del cuarto de baño.
- Podrías quedarte aquí un par de días.
La intromisión del botones en una conversación privada hizo que Lydia apretara el arma oculta bajo la almohada en un acto reflejo. Antón se giró sobre los talones, horrorizado ante semejante interrupción. Pero a pesar de tener su arma sujeta con firmeza, sabía que no podía usarla.
El botones presionaba con una semiautomática la nuca de Antón y, por rápida que fuera ella, sabía que el botones lo sería más aún, probablemente fatal.
- De hecho ¿por qué no llamas a tu asistente para decirle que has decidido quedarte unos cuantos días en la cama con tu prostituta?
Por primera vez se dirigía a Lydia dando órdenes a gritos sin dejar de apuntar a Antón.
- Tú. Ven aquí. Siéntate aquí.
El botones le hizo un gesto con la mano libre en dirección a la ventana y supo que tenía que obedecer, por el momento. Sólo cuando la situación se calmara un poco, podría hacerse ella con el control. A juzgar por la mirada demente del botones, Lydia se dio cuenta de que no dudaría un segundo en apretar el gatillo, y probablemente no sólo con Antón.
- Átale las manos a la espalda. Ordenó a Antón tirándole un rollo de cinta adhesiva.
- Hazlo, dijo Lydia decidida a mantener la calma, y su tono debió convencerlo.
Reticente, Antón tomó la cinta y le ató las muñecas con toda la suavidad posible, dándole incluso un apretón alentador antes de que su captor se impacientara.
- Ahora llama a tu asistente, le espetó el botones con duro acento italiano, la frente perlada de sudor, mientras empujaba a Antón con la pistola en dirección al teléfono. Y dile que te quedas aquí con tu zorra.
- ¿Qué demonios quieres? gruñó, negándose a levantar el teléfono, ajeno aparentemente al peligro de la situación. Se negaba a hacer nada si no recibía respuesta-. ¿Quién eres?
- ¿Ni siquiera reconoces a tu propia familia?
- ¿Familia? ¿Tú?
Lydia se percató del tic nervioso en el ojo izquierdo del hombre, vio que la rabia y el odio retorcían los rasgos de su rostro. Deseaba advertir a Antón de que no convenía inflamar la ira de aquel demente, pero cualquier cosa que dijera podía ser peligrosa, podía provocar el pánico del hombre y empujarlo a disparar. Sólo podía desear mentalmente que Antón no se enfrentara con él.
Pero era evidente que la mente de Antón no estaba particularmente receptiva. Torció la boca con gesto de desprecio mientras miraba a su captor con aversión.
- Tú no eres un Santini.
- Mi sobrino Darío sí lo es, sin embargo.
Hasta ese momento Lydia no había sentido miedo. Sus acciones estaban propulsadas por la adrenalina, su mente profesional trabajaba a destajo valorando la situación, demasiado ocupada para procesar el miedo, pero ver palidecer a Antón la aterrorizó. Y al escuchar al botones desvelar su identidad se dio cuenta de que la amenaza de la que Antón era objeto no tenía nada que ver con la política ni con el dinero, sino con un sentimiento nacido de la más peligrosa vendetta: puro y simple odio.
-Soy Rico, soy el tío de tu hijo.
CAPITULO 11
- No me creerán si digo de pronto que me quedo. No había seguridad en la voz de Antón. Desvió la mirada hacia Lydia y ésta vio que tenía la mandíbula apretada, vio la disculpa en sus ojos, y supo que se sentía responsable, supo que Antón tenía miedo, no por él sino por ella.
- Si llamo y digo que me voy a quedar en Melbourne unos días sabrán que pasa algo.
- Entonces será mejor que los convenzas, gruñó Rico.
- Hay un coche esperando... comenzó a discutir y Lydia supo que tenía que intervenir, que tenía que calmar las cosas y rápido.
- Diles que has cambiado de idea, le dijo pasándose la lengua seca por los labios, aliviada al ver que Rico asentía.
- Tienes que parecer convincente. Y si te discuten, diles que no es asunto suyo. Es lo que harías en una situación normal.
Lydia observó cómo se acercaba reticente al teléfono y supo que tenía que encontrar la manera de dar el mensaje. La arrogancia de Antón los molestaría, pero no sorprendería a nadie, no despertaría sospechas. Tenía que hacer saber a sus compañeros que tenían problemas.
- Y di que queremos que nos suban bebida.
- ¡Nadie va a subir! gritó Rico, furioso ante la sugerencia de Lydia, pero ella se mantuvo firme, hablando sin parar.
- Parecerá más convincente. Diles que quieres que te suban las bebidas, pero que no queremos que nos molesten. Eso es lo que dices habitualmente. Antón, tienes que conseguir que nos crean. Diles que quiero un daiquiri de fresa, con naturalidad.
- Tiene razón, dijo Rico, asintiendo frenéticamente de nuevo. Tiene razón... diles que despidan al coche y que te quedas. Diles que suban bebidas, pero que las dejen fuera, que no quieres que te molesten. Y pon el altavoz del teléfono para que pueda oír la conversación, gritó ¡Para que sepa que no haces ningún truco!
Siguiendo la mirada de Antón, Rico vio cuál era su debilidad. Atravesó entonces la habitación y apuntó a Lydia en la cabeza con la pistola.
- Haz lo que te he dicho o la mato.
Lydia notaba los golpes que daba su corazón contra el pecho mientras escuchaba las órdenes airadas de Antón a la recepcionista. Habló con tanta frialdad que no había posibilidad de que al otro lado de la línea notasen su miedo. Lydia hizo una mueca de dolor al sentir el cañón contra la sien mientras la voz de la recepcionista llenaba la habitación.
- ¿Cuánto tiempo se quedará, señor Santini?
- Un día... tal vez dos. No necesitaré el coche. Dígale al señor Miller que se lo agradezco, pero que no necesitaré el coche para ir al aeropuerto. Yo mismo me ocuparé.
- Enseguida.
- Y haga que nos suban bebidas. Que las dejen fuera... dos cafés... Lydia notó un nudo en la garganta al escuchar el error, pero afortunadamente Antón se dio cuenta y lo deshizo. De hecho, que sea un café y un daiquiri de fresa. Y asegúrese de que está bien hecho, no como el de anoche.
- Haré que lo suban inmediatamente.
- No quiero que me molesten. ¿Queda claro?
Fuera cual fuera la respuesta, no la oyeron. Rico atravesó la habitación y cortó la comunicación. Empujó a Antón sin contemplaciones hasta una silla y le ordenó que se sentara.
- Manos a la espalda.
- Puede que necesite ir a la puerta, dijo Antón pero Rico no quiso escuchar.
Sujetando la pistola con una mano, le ató las manos con cinta y sólo bajó el arma cuando Antón tuvo las muñecas sujetas. Comprobó el estado y aún enrolló más cinta para asegurarse de que no podría soltarse, tras lo cual, con gesto desafiante, le golpeó el rostro con el puño.
Lydia ahogó un grito, viendo que Antón aceptaba el golpe como si lo mereciera, sin decir nada. Abrió los ojos desorbitadamente, horrorizada al ver el cardenal que el anillo dentado de Rico había dejado en su mejilla, vio que sangraba e hizo una mueca de dolor al notar que Rico le ataba los tobillos y luego repetía el humillante acto con Antón.
- ¿Qué quieres, Rico? preguntó Antón, escupiendo la sangre que le había quedado en la boca.
Pero Rico estaba harto de hablar. Se dirigió a la cama y sentó en ella, apuntándolos con la pistola. Aunque Lydia no lo veía, sabía que había odio en sus ojos.
La espera a que llegaran las bebidas fue interminable, y el silencio, ensordecedor bajo la atenta mirada de Rico. Miles de preguntas se agolpaban en la mente de Lydia.
- No te ocurrirá nada, le susurró Antón suavemente.
- Cállate, Santini, gritó Rico, pero no se desalentó.
- Es a mí a quien quiere, no a ti.
- ¿Por qué? Lydia no lo preguntó, pero sus ojos suplicaban una respuesta. Los apartó de él y le miró el hombro, con la esperanza de que Antón comprendiera el mensaje y dejara de hablar para que Rico se calmara.
Un toque en la puerta hizo que todos dieran un brinco de sorpresa. Rico se levantó de un salto y se colocó a la espalda de ambos. Lydia miró entonces a Antón a los ojos. Casi se echó a llorar de alivio al oír la voz de María al otro lado.
- Sus bebidas, señor Santini.
- ¡Gracias! cuchicheó Rico a Antón.
- Gracias;
- ¿Necesita algo más, señor? Nada susurró Rico, presionando con la pistola en el rostro de Lydia hasta que Antón repitió la palabra. Nada.
Un tenso silencio siguió. Rico permaneció de pie, rígido, detrás de ellos, atento hasta que el sonido del ascensor le dijo que la doncella se había marchado. Por primera vez desde que sacara la pistola, se relajó. Encendió la televisión, abrió la nevera y alineó el contenido. Se puso a comer patatas fritas y a beber alcohol. Lydia rogó que continuara, infinitamente agradecida de estar en la suite más lujosa del hotel cuyo bar contaba con botellas de tamaño normal en vez de tallas mini. Con suerte, Rico se emborracharía.
Los segundos parecían minutos.
Los minutos parecían horas.
Cuando el sonido de los dibujos animados llenó la habitación y Rico reía a carcajadas, absorto, Lydia hizo la pregunta que tanto le preocupaba.
- ¿Por qué?
- Está enfermo. No lo había visto nunca.
- ¿Por qué te odia si nunca te ha visto?
- Conozco a su hermana.
No era necesario que diera más explicaciones. Un vistazo a su rostro asolado le bastó a Lydia para adivinarlo: la única mujer por la que había sentido algo parecía entrometerse entre ellos, unida de manera inextricable a ellos en aquella horrorosa pesadilla.
- ¿Cara? -susurró con voz ronca ¿Y quién es Darío?
Viendo sus ojos y el tiempo que tardó en responder, supo que Antón no estaba mintiendo.
- Darío es el hijo de Cara.
Alguna de las preguntas que se hacía, obtuvieron respuesta. Por ejemplo, por qué Rico siempre había hablado en inglés, no quería que Antón reconociera el acento de su misma ciudad. Y muchas otras piezas encajaban: el asco que le había demostrado Rico a ella en el restaurante, su reticencia a llevarle las bolsas o a salir de la suite aquella mañana. La corazonada que había tratado de racionalizar, de explicar a sus compañeros, tenía fácil explicación ahora, viéndolo en retrospectiva.
Impotente, terriblemente afligida, observó al hombre que tenía delante, el hombre que hora tras hora aguantaba el demencial vapuleo de Rico sin rechistar. Contempló su bello rostro ensombrecido por los cardenales, sus astutos ojos prácticamente cerrados por la hinchazón, y trató de pensar en una manera de sacarlos de allí, trató de mantener sus sentimientos al margen mientras él intentaba mantener erguida su digna cabeza, a pesar de la horrible situación, encontrando la fuerza para asegurarle que estaba bien tras las diatribas de Rico, intentando reconfortarla.
El timbre del teléfono rompió el silencio y Rico se levantó para llevarle el auricular a Antón. Lydia sentía que el corazón iba a salírsele del pecho previendo, sin duda, la funesta reacción de Rico al ver que la policía conocía la situación.
- Quieren hablar contigo.
- ¿Conmigo? Rico le arrancó el teléfono a Antón y estalló en otro demencial ataque de ira. Se puso a maldecir por el auricular tras lo cual colgó de golpe y se dirigió a la cama nuevamente. Se apoyó contra el cabecero.
Por primera vez, Lydia lo oyó hablar en italiano. Pero el idioma perdió toda su belleza en sus agitadas palabras, alentadas por el odio.
-Dicono che vogliano parlare, vogliano negoziare!
Y, a pesar del poco dominio que Lydia tenía de la lengua, comprendió lo que Rico decía, sabía lo que sus compañeros le habrían dicho.
- Habla con ellos. Pueden ayudarte.
- ¿Cómo lo saben? le preguntó Rico.
- Simplemente lo saben, Rico, dijo Antón con calma. Y tendrás que ocuparte de ello. Así que habla con ellos. Diles lo que quieres.
- No hay nada de lo que hablar. Porque no hay nada que negociar.
El teléfono sonó y sonó. Hasta Lydia quería que dejara de sonar. Deseaba que todo el mundo se fuera y la dejaran dormir, cerrar los ojos a esa pesadilla.
La oscuridad inundó la habitación, pero Lydia sabía que terminaría pronto.
- Tengo que ir al cuarto de baño. La súplica estrangulada sacó a Rico de su sueño irregular.
- Pues ve, se mofó Rico. ¡Hazlo en tu sitio!
- Por favor -suplicó Lydia-. Tengo que ir al cuarto de baño.
- Hazlo aquí, dijo Antón con suavidad, los labios hinchados y los ojos dos pequeñas ranuras en su maltrecha cara. No te avergüences. No puedes hacer nada.
- Por favor, suplicó Lydia nuevamente, percatándose con alivio de que si Antón creía que era cierto, entonces Rico también lo haría.
- Tengo que ir al cuarto de baño, Rico. Déjame ir, por favor. Estoy en el mes. No puedes dejarme aquí sentada...
Lydia sabía que lo único que ablandaría a Rico era decirle que tenía el período.
- Periodi mestruali , dijo Antón bruscamente al tiempo que Rico recuperaba el tic en el ojo. Déjala ir al baño, por Dios.
Agradecida, Lydia miró a Antón mientras Rico le desataba las manos y a continuación los tobillos. Movió los labios y formó una sola palabra: Espera.
Por fin en el baño, sabía que sólo tenía segundos. Echó un vistazo a los efectos que había en el cuarto de baño, abrió los grifos y se sentó en el retrete, atenta a la puerta entornada, consciente de que Rico estaría pendiente del tiempo.
Con la cuchilla de Antón, se rasuró las muñecas. Después tiró de la cadena y tomó el acondicionador de cabello, y se masajeó las muñecas.
-¡Fuera! gritó Rico, entrando como una furia en el baño. La sacó de allí del pelo, y la obligó a sentarse antes de atarle las manos con la cinta nuevamente. Se detuvo al oír el teléfono y Lydia comprobó con alivio que había olvidado atarle los tobillos.
- ¿Por qué no contestas? sugirió Lydia. Seguro que no te hará daño oír lo que te ofrecen.
- ¡No me importa lo que me ofrezcan! gritó Rico.
- Si realmente no te importa, no contestes -dijo Antón con calma, la voz provista de un fino velo de mofa.
Y cuando Lydia ya pensaba que no lo haría, Rico descolgó el auricular y puso el altavoz.
- ¡Rico! La voz de John Miller implorando que se calmara. Sabemos que estás enfadado...
Lydia centró su atención entonces en las muñecas. El acondicionador había creado una capa resbaladiza y podía mover las manos mientras Rico gritaba al teléfono que terminó colgando bruscamente.
- Rico. ¿Por qué no dejas que Lydia se vaya para que podamos hablar?
- ¿Para sobornarme?
- Si es lo que quieres
- ¿De verdad piensas que todo se arregla con dinero? ¿Que tu abultada cuenta bancaria salvará tu alma? Pues no será esta vez, Antón. Le golpeó la mejilla con la pistola y Lydia ahogó un grito.
- ¿Qué quieres de mí?, pregunto Antón en un susurro.
-Verte sufrir. Ni más ni menos.
- Deja que Lydia se vaya entonces, repitió Antón con calma.
Lydia miró entonces a Rico, aterrorizada ante la posibilidad de dejar a Antón a solas con su captor demente.
-Se queda. Antón exigió una explicación.
- ¿De qué te servirá a ti? preguntó Antón y, a pesar de la palidez de su rostro y la sangre, y de estar maniatado, seguía mostrando una inexplicable dignidad. Su presencia seguía siendo rotunda, su voz firme, tratando de razonar con lo imposible.
- Dices que quieres verme sufrir. ¿En qué te beneficiará que ella se quede? La policía te dará un trato más favorable si la sueltas, y es a mí a quien quieres ver sufrir. Deja que Lydia se vaya...
- No me estás escuchando. La voz de Rico rozaba ya la histeria. La rabia y el odio llameaban en sus ojos, pero Antón ni se inmutó. He dicho que quiero verte sufrir.
- Te he oído, dijo Antón razonablemente, pero sólo sirvió para encender a Rico aún más.
- Creo que no lo comprendes, gritó Rico.
- Lo estoy intentando.
Lydia vio que Antón trataba de enfocar con los ojos hinchados, luchando contra el dolor, la náusea, el cansancio. Se humedeció los labios resecos, la frente perlada de sudor. La sangre cubría no sólo el cuello del albornoz sino toda la parte de los hombros y el pecho. Lydia sabía que tenía que hacer algo. Sabía que no morirían de un balazo, sino lentamente. El dolor y las heridas que Rico les había estado infligiendo durante casi un día y una noche estaban acabando con sus vidas.
- Tienes que detener la hemorragia, dijo Lydia a Rico, tratando de aparentar calma.
- Tienes que ejercer presión sobre sus mejillas, Rico, vendárselas. Está perdiendo mucha sangre.
- Cállate. La bofetada le laceró la mejilla, pero Lydia estaba demasiado entumecida para sentir el dolor.
- No sabes lo que es el dolor, Antón Santini, así que te lo enseñaré. Sufrir es ver cómo a alguien a quien amas le arrebatan toda dignidad, es verla llorar día y noche, es ver a Cara...
- Háblame en italiano. La voz de Antón le causó a Lydia un escalofrío.
- ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te desprecie cuando sepa la verdad sobre ti?
- Hablaremos de esto en italiano, dijo con voz fuerte pero Lydia percibió que flaqueaba. El miedo que sentía aumentó cuando, por primera vez desde que los secuestrara, vio el miedo en los ojos de Antón.
- ¡Hablaremos en italiano porque Lydia no tiene nada que ver con esto!
- Ya lo creo que tiene que ver. Te importa, más que tú mismo, más de lo que te importó mi hermana jamás. Y ya te lo he explicado antes, quiero verte sufrir.
Lydia notó el frío cañón de la pistola contra su pecho, pero el tacto del sólido metal no podía compararse con el asqueroso tacto de Rico, el contacto de sus brutales dedos en la mejilla, en el golpeado labio inferior.
- Es muy hermosa.
- No la toques, dijo Antón con un hilo de voz, pero sus palabras cayeron en saco vacío.
Rico fijó sus ojos dementes en Lydia aunque sus palabras iban dirigidas a él.
- ¡Cuéntaselo! Cuéntale cómo le hiciste el amor a mi hermana, cómo le prometiste amor eterno, que te casarías con ella. Cuéntale cómo lloraste de alegría cuando nació vuestro hijo, cuando lo tuviste en tus brazos por primera vez...
- Rico, podemos hablar de esto. Puedo explicarlo...
- Pues hazlo. Explica cómo te diste media vuelta dejando a tu hijo enfermo, a las puertas de la muerte. Le dijiste a Cara que no estabas preparado para ser padre y le diste un cheque. ¡Explica eso si puedes!
No era la pistola ni Rico lo que asustó a Lydia entonces, sino la respuesta de Antón. Lo miró suplicándole que negara las acusaciones, que le dijera que el hombre a quien había comenzado a amar nunca abandonaría a una mujer de forma tan cruel y mucho menos a su propio hijo.
- No puedo.
- Te odio, Santini, susurró Rico con tono amenazador.
- Te he seguido desde aquel día, he vigilado todos tus movimientos a la espera de que llegara este momento.
- ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?
- Ya has deshonrado a mi hermana bastante, así que he decidido ocuparme yo de ti. No deshonrarás más a nuestro pueblo porque voy a saldar las cuentas pendientes aquí y ahora.
- Estás enfermo. Antón consiguió que su voz sonara uniforme. Rico, no estás bien, necesitas ayuda. Ésta no es forma de tratar los asuntos pendientes.
- Pues yo creo que sí. Te odio, Santini. Odio la forma en que tratas a las mujeres, la forma en que trataste a mi hermana, la forma en que abandonaste a tu hijo. Llevo mucho tiempo odiándote y ahora te voy a mostrar cuánto...
- No podrás salirte con la tuya, le interrumpió Antón. Este sitio está lleno de policía.
- Pero estoy enfermo. La sonrisa de Rico era pura maldad.
- Tú mismo lo has dicho. Eso significa que no soy consciente de nada. ¿Cómo puedo ser responsable si no sé lo que hago?
- Deja que Lydia se vaya, dijo Antón con voz nítida. Te equivocas en una cosa, Rico. Esta mujer no me importa. No es una de mis amantes; es policía...
- ¡Mientes!
- Mira debajo de la almohada si no me crees, rugió Antón. Encontrarás su pistola. No significa nada para mí. Su trabajo es vigilarme. Puedes creer lo que quieras, Rico, a mí me da igual. Moriré de todas formas. Pero piensa en ello. Piensa a lo que tendrás que enfrentarte si matas a un policía. Para mí ella no significa nada -repitió nuevamente, fingiendo plena convicción.
- ¿Igual que no te importaba mi hermana?
- Igual -Antón miró a los ojos a su captor.
- ¡Rico!
La voz proveniente de un megáfono al otro lado de la puerta, en el pasillo, no hizo sino exacerbar la tensión. Era una voz fuerte y la pistola tembló agitadamente en la mano de Rico mientras jugaban con su frágil mente.
Lydia sabía que no aguantaría mucho más. En un esfuerzo salvaje trató de liberar sus muñecas, sin pensar en la piel magullada. Se las frotó y se concentró en mantener un rostro impasible.
- Tenemos a alguien al teléfono que quiere hablar contigo. Si no descuelgas, pondré el altavoz.
Rico gritó en el ambiente enrarecido, sus actos cada vez más impredecibles.
- Rico...
Los sollozos que llenaron el aire lo detuvieron y una suave voz de mujer invadió la habitación. Alentaba a Rico en italiano a que descolgara el auricular, a que hablara con ella y pusiera fin a esa locura. Cada palabra de la mujer, parecía inflamarlo más. Rico caminaba arriba y abajo ahora, gritando, y Lydia deseó que todos se fueran y dejaran que ella se ocupara. No era la reacción de Rico lo que la preocupaba sino la de Antón. Vio que la firme máscara caía por fin y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, diciéndole que la mujer que hablaba era Cara.
Rico dio una patada al teléfono y terminó agachándose para descolgarlo. Por un segundo, Lydia tuvo la esperanza de que Cara arreglara la situación, pero las palabras de Antón acabaron con toda esperanza.
- No descuelgues, Rico. Habla conmigo, no con ella.
- ¿Antón? preguntó Lydia absolutamente desconcertada. Rico necesita hablar con su hermana...
- Cállate, gruñó Antón, con la misma rabia que Rico poco antes, sólo que esta vez dolía mucho más. Lydia retrocedió en la silla, totalmente confusa. Veía que todos los caminos estaban cortados mientras Antón proseguía con su ataque verbal.
- Esto no tiene nada que ver contigo.
- Eso, cállate, dijo Rico con desprecio. Tengo que pensar.
- Es incapaz de estarse quieta. Entrometiéndose todo el tiempo, diciéndome lo que se supone que tengo que hacer.
El delirio, la paranoia que parecía nublar la mente de Lydia cedió un ápice al darse cuenta de que Antón lo estaba haciendo a propósito, que trataba de sacarla de allí antes de que Rico sucumbiera a la creciente presión, antes de que alcanzaran el sangriento climax que sobrevendría cuando Rico hablara con Cara. Pero Lydia no quería conseguir la libertad a ese precio. Su trabajo era proteger a Antón, no dejarlo a merced de aquel loco. Antón se equivocaba. Cara era su única esperanza, razonó Lydia.
- Habla conmigo, Rico, presionó Antón un poco más. No escuches a Cara. No dejes que te convenza para que no hagas lo que has venido a hacer. Pelea conmigo, hombre a hombre.
- Habla con Cara, Rico, suplicó Lydia, lanzándole una mirada autoritaria a Antón mientras seguía tratando de liberarse. No escuches a Antón. Abandonó a tu hermana. ¿Por qué habrías de escuchar a un hombre que abandonó a su propio hijo? Sus palabras eran demasiado duras, pero las dijo porque sabía que eran su única baza
- Escucha lo que Cara tiene que decirte.
Vio que Rico flaqueaba, y aunque lo despreciaba, una chispa de comprensión hacia él prendió en ella al ver el dolor, la confusión de sus ojos, el miedo. Entonces, sus manos se soltaron por fin y supo que tenía que hacer algo o todos morirían.
Lanzándose hacia delante, se tiró sobre Rico y lo obligó a caer al suelo. Notó entonces un profundo dolor al golpearse la cabeza con el suelo pero lo ignoró. Sólo notaba la tensión de Rico mientras ella trataba de recuperar el control. Entonces sonaron los disparos, y después un grito, el suyo, que invadió la habitación al oír cómo Antón caía al suelo con un golpe seco.
Ella sólo podía seguir allí, conteniendo los esfuerzos de Rico por liberarse; no se movió ni siquiera cuando sus compañeros entraron en tromba en la habitación y se hicieron cargo. No se soltó ni siquiera cuando notó las manos de Kevin en los hombros, tranquilizándola. Sólo se dejó ir cuando notó que la escena empezaba a nublarse. Y perdió el conocimiento.
CAPITULO 12
¿Estás bien? Graham la miraba fijamente, un rostro familiar pero extraño, y Lydia se esforzó por ubicarlo, pero no parecía encontrar el lugar de su vida al que pertenecía.
- ¿Me han disparado?
-No. Has perdido el conocimiento. Te diste un fuerte golpe en la cabeza y el médico dice que sufres una conmoción, pero no te disparó.
- ¿Y Antón? Su voz tembló al pronunciar su nombre. Le horrorizaba la respuesta, pero tenía que saberlo.
- Está bien... o lo estaré dentro de poco. Le están dando puntos y administrando fluidos intravenosos...
- ¡Le disparó!
- No le disparó, Graham parecía irritado. La bala apenas le rozó el brazo.
- Tiene razón. El fuerte e inconfundible acento llenó la habitación y, aun vestido con el camisón verde del hospital, seguía estando imponente, aun con la nariz rota y un montón de puntos en la mejilla. Simplemente hermoso.
- ¿Qué le ha ocurrido a Rico? La voz de Lydia flaqueó y trató de mantenerla firme. Sabía que Graham pensaría que se estaba ablandando, pero le daba igual. Rico era un enfermo y necesitaba ayuda.
- Está encerrado. Menos de lo que merece. Sabíamos que tenías problemas antes de la llamada. Recibimos una información con su historial psiquiátrico. Es de la misma ciudad que Santini y te estábamos llamando para avisarte cuando recibimos tu mensaje. Graham torció el gesto con ira reprimida.
- Si por mí fuera...
- Está enfermo, Graham, interrumpió Lydia.
- No me pidas comprensión para él, replicó Graham tomándole la mano. Por un momento pensé que te había perdido, Lydia.
Apartando la mano, lo miró de frente.
- Hace mucho que me perdiste, Graham.
- Lydia... Estás exhausta. Has pasado por un infierno. En un par de días...
- Seguiré sintiendo lo mismo, interrumpió Lydia. Decir adiós a Graham fue lo más fácil del mundo porque sabía que no lo amaba. Pero, una vez a solas, sabía que había llegado la parte difícil: decir adiós a alguien a quien siempre amaría.
- El verde no te favorece.
- Créeme, no tengo la intención de quedarme mucho, dijo él con tono serio.
- ¿Quieres saber cómo está Rico?
- Sé que no debería. Lydia cerró los ojos y vio su rostro torturado. Pero está enfermo.
- Muy enfermo, convino Antón. Al parecer ha ido siguiendo todo mi itinerario, trabajando en cada hotel durante un par de meses antes de mi llegada. Y para mi desgracia, nunca lo reconocí.
Lydia quería preguntar por qué, pero no tenía fuerza para enfrentarse a la respuesta.
- He estado hablando con su psiquiatra de Florencia...
- ¿Florencia?
- Se mudó allí hace un tiempo. También le he conseguido un buen abogado. Rico tendrá pronto la ayuda que necesita. Guardó silencio y Lydia deseó que continuara, que negara las acusaciones de Rico. Angelina ha pasado por aquí. Te manda recuerdos. Está sacándome un billete de avión...
- ¡Acaban de dispararte! ¿No estarás pensando en volar?
- No me han disparado. Sólo me ha rozado el brazo.
Sentándose en la cama, le tomó la mano y la acarició antes de llevársela a los labios, los ojos llenos de lágrimas.
- Ni siquiera lo sentí. Caí de la silla porque, al parecer, había perdido mucha sangre. Me desmayé. Te oí gritar y pensé que estabas muerta.
- ¡Yo pensé que tú estabas muerto! Pero los dos estamos bien.
- No, Lydia, no es así. Le sostuvo la mirada con sus ojos oscuros. Su voz, colmada de un profundo pesar. Me voy a Roma esta noche.
- ¿Esta noche? Pero no estás recuperado..., aunque no fuera la razón por la que no debía irse era la única que podía aducir. Sus sentimientos la convertían en un ser sensible.
- Estoy bien. Iré en primera, dormiré todo el camino. Tengo que irme. Tengo que ocuparme de algunos asuntos. He dejado unos asuntos pendientes.
Rendida, se reclinó en la almohada, demasiado cansada para comprender la magnitud de la pérdida.
- No habría funcionado, dijo Antón con una sonrisa pesarosa.
Le acarició la mejilla y Lydia debería haberlo apartado, debería haberle dicho que ella nunca podría estar con un hombre que se refería a su hijo como asunto pendiente pero no le quedaban fuerzas.
- Supongo que tendrás que seguir buscando.
- ¿Buscando?
- Al hombre que pueda aceptar tu trabajo. Especialmente después de... simplemente, no creo que yo pudiera hacerlo.
Lydia retiró la cabeza.
- No tienes que aceptar nada, Antón, porque no es asunto tuyo. Y ahora, ¿podrías dejarme sola?
CAPITULO 13
- ¿Lista para los informes? preguntó María, asomando la cabeza por la puerta del cuarto de baño.
- Claro. Voy en un minuto.
Se echó agua fría en la cara y, tras inspirar hondo, se dirigió a la sala donde se daban los informes de los casos.
- ¡Un caso para las damas! dijo Kevin cuando Lydia entró en la sala y se sentó junto a María. Hay un nuevo chulo que anda por ahí pavoneándose y causando problemas entre los habituales. Pondremos a un agente de incógnito, profundamente encubierto.
- ¿Cuánto? preguntó Graham cuando los inevitables vítores y burlas llenaron la habitación.
- Lo suficiente, chicos. Kevin hablaba en serio. Podría ponerse feo. No hace falta que me recordéis los últimos tiroteos. Naturalmente, cercaremos la zona con agentes, haremos todo lo posible para asegurar la protección...
-Yo lo haré. María levantó la mano al tiempo que observaba a los presentes con sus ojos color chocolate. Estaba claro que esperaba que Lydia se le hubiera adelantado.
- Yo lo haré, repitió, frunciendo el ceño ante la falta de reacción de su amiga.
Lydia consiguió acabar la reunión a duras penas, pero cuando se disolvió el grupo, su jefe la retuvo.
- ¿Va todo bien, Lydia?
- Todo bien, Kevin. Agradeció que los términos fueran personales, porque eso significaba que la conversación no saldría de allí.
- Sé que esperabas que levantara la mano, sé que normalmente...
- Has pasado por un secuestro, es normal que haya repercusiones.
- ¿Después de seis semanas? Lydia clavó unos angustiados ojos en los de su superior.
- Han pasado seis semanas y sigo repasando en mi cabeza lo ocurrido.
- Y seguirás haciéndolo después de seis años, dijo Kevin, dándole un alentador apretón en el brazo. Puede que no tanto, pero nunca lo olvidarás.
Eso era lo que más miedo le daba. Esperaba que llegara un día en que consiguiera dejarlo atrás. Y por mucho que Kevin pensara que lo comprendía, no era verdad. Al igual que hacía con la psicóloga que la estaba tratando, Lydia se guardaba el dolor para sí.
- ¿Sigues viendo a la psicóloga?
- Podría decirse que sí, las lágrimas asomaron a los ojos de Lydia, pero las apartó. Es muy buena, pero...
- ¿No consigue dar con ello? dijo Kevin y Lydia asintió. Vete a casa, Lydia. Tómate el resto del día libre, el resto de la semana. Tómate todo el tiempo que necesites.
- Ya me he tomado días libres. Pensé que volviendo al trabajo las cosas mejorarían.
- ¿Y ha sido así?
- Durante un tiempo, sí. Tragó con dificultad. Es sólo que... sacudió la cabeza, incapaz de hablar de ello. +
- Vete a casa, ordenó.
- ¿Y después qué?
- Eso depende de ti. Tómate tu tiempo, Lydia.
Cuando bajó del tranvía, hasta el tramo de calle que tenía que recorrer le pareció un mundo. Arrastrando los pies sobre el pavimento caliente, apretó los ojos para protegerlos del sol. Ahora lo comprendía. Comprendía el rechazo de Antón a aceptar su trabajo. Comprendía el miedo que lo atenazaba, porque ahora también lo sentía ella.
Pero la decisión que estaba barajando, la idea de dimitir, no tenía nada que ver con él sino con ella.
Antón se había ido. Así que, buen viaje.
Cuadrando los hombros, Lydia arreció el paso. ¿Cómo podría respetar a un hombre que había abandonado a su propio hijo? ¡Había escapado por los pelos!
Lydia buscó las llaves en el bolso tratando de recordar un poema que había aprendido mucho tiempo atrás.
- Lydia.
Tan segura estaba que eran imaginaciones suyas que ni siquiera se dio la vuelta. Metió la llave en la cerradura y la giró, deseando que las imágenes que la perseguían la dejaran en paz de una vez.
- Lydia.
Pero no eran imaginaciones. En ellas, él siempre iba vestido con traje, inmaculado. Y allí estaba, sin afeitar y desaliñado, vestido con vaqueros y camiseta, el pelo revuelto.
Y más guapo que nunca.
- Creía que estabas en Italia, dijo con voz uniforme sorprendentemente a pesar de que el corazón parecía que iba a salírsele del pecho. El letargo en el que vivía desapareció conforme abría la puerta y lo dejaba entrar en su pequeña casa. Se dio cuenta de que Antón observaba con ojos enrojecidos por el cansancio el desastrado sofá que llevaba tiempo queriendo cambiar, la montaña de cojines que lo cubría, las numerosas fotos que se alineaban en todo espacio posible y la falta de la presencia del aspirador.
- Fui a casa.
Lydia no respondió. Se limitó a acercarse al sofá y retiró unas revistas para que se sentara. Antón se explicó.
- Fui a ver a mi familia.
- Y a Cara.
- Y a Cara, asintió sentándose ¿Qué has hecho desde que...?
- Trabajar, interrumpió ella. Siempre hay mucho trabajo. Me tomé unos días libres después de... ninguno era capaz de referirse al infierno que habían pasado. No me ayudaron. Me pasaba el día sintiendo lástima de mí misma, reviviendo lo que pasó.
- ¿Y lo que podría haber pasado? preguntó él con gran agudeza, pero Lydia sabía que no se refería a ellos, sino al terror que sobrevino. Aunque le doliera verlo, sería angustioso volver a decirle adiós porque, en ese momento, se alegraba de poder pasar cinco minutos en la misma habitación con la única persona del mundo que sabía por lo que había pasado.
-Sabía que tenía que volver al trabajo. Volver a subirme al caballo, como se suele decir.
- ¿Subir al caballo?
Y ambos se echaron a reír.
- Es un decir, Antón. Cuanto subas de nuevo al caballo tras la caída...
- Gracias a Dios, sonrió abiertamente. Por un momento pensé que estabas en la policía montada. De hecho, ahora que lo pienso, estarías estupenda a caballo...
La broma terminó ahí, con una ligera sacudida de su cabeza que le daban a entender que no podía tomárselo a la ligera.
- Es tu trabajo, dijo con voz más recia y Lydia le agradeció que no fingiera tratar de comprender.
- Así es.
Se hizo una terrible pausa en la que cada uno esperó a que el otro hablara. Lydia esperaba que le dijera pronto lo que había ido a decirle y se marchara para que ella pudiera recoger los añicos de su vida.
- Tienes una casa bonita.
Era odioso aquel forzado intento por su parte de mantener una conversación. Casi deseó que no hubiera ido si a eso era a lo que habían quedado reducidos.
- ¿Cómo está Darío? Lydia lo vio palidecer, vio cómo la culpa se apoderaba de él, y agradeció ser ella la que tenía el control de la situación.
- Precioso. Le temblaba la mandíbula de la emoción. Cara me enseñó fotos. He abierto un fideicomiso para que pueda ir a la universidad.
- ¡Eso es genial! dijo ella tratando de ocultar la amargura de su voz. Basta con que agites la chequera y todo se arreglará.
- Lydia...
Incluso oírle pronunciar su propio nombre le parecía irritante. Furiosa se enfrentó a él.
- No trates de justificarte ante mí, Antón. ¡No te atrevas a justificarme el hecho de abandonar a tu propio hijo!
Nunca habría imaginado ser capaz de reducirlo a aquello; capaz de hacer que aquel hombre tan bello y tan vital, se derrumbara delante de ella. Pero aquel rostro orgulloso y digno se derrumbó, y sus ojos azul marino se llenaron de lágrimas mientras pronunciaba algo que nunca se le habría ocurrido pensar. ¡Y se le habían ocurrido muchas cosas!
- Él no es mi hijo.
Y había tanto dolor detrás de esas palabras que, en aquel momento, lo creyó; supo que no mentía al ver la angustia de su rostro. Había entrevistado a muchos testigos en su vida, había visto cómo la gente quedaba abrumada por los sentimientos. Y si algo le habían enseñado, era a reconocer la verdad.
- Por eso no quería que Rico levantara el teléfono, por eso le dije que hablara conmigo en vez de contigo. Sabía que si Cara le revelaba el secreto, se volvería loco y terminaría con los dos.
Lydia cayó de rodillas y le tomó las manos mientras él le contaba toda la historia.
- Creía que Darío era mi hijo, pensé que era mío. Dejó que lo amara como si lo fuera. Y yo lo hice, Lydia. Lo amé más de lo que había creído posible amar a nadie... su rostro se contrajo de dolor, frotándose las sienes con los puños al revivir su íntima aflicción.
Lydia no sabía qué decir para aliviar aquella dolorosa verdad.
- Hace casi dos años, me tomé cuatro semanas libres. La voz de Antón sonaba distante, casi desprovista de emoción, pero su cuerpo estaba rígido. Nunca antes me había tomado cuatro semanas libres, nunca. Puso énfasis en aquella palabra para asegurarse de que Lydia comprendía lo raro del acontecimiento. Pero un viaje a Estados Unidos se canceló en el último momento y de pronto me quedé con cuatro semanas libres. Y decidí ir a casa. Aunque vivo en Italia, rara vez voy a mi pueblo. A veces me siento culpable por ello así que decidí aprovechar el tiempo de la mejor manera, viendo a mi familia.
Notó que relajaba un poco los hombros y su rostro se suavizaba un poco, al recordar el comienzo del sueño que se había convertido en una pesadilla.
- Mi madre hace muy bien dos cosas: cocinar y hablar y, créeme Lydia, no es un comentario machista. ¡Es estupenda haciendo las dos cosas! Necesitó una semana de sólidos platos caseros y conversación para ponerme al día, y, gradualmente, las cosas la llevaron a hablar de los amigos. Me habló de una familia del pueblo. El hijo mayor estaba en el hospital aquejado de problemas mentales. Necesitaban dinero para el tratamiento, pero les daba demasiada vergüenza pedirlo.
- ¿Rico?
Antón asintió.
- Había una clínica en Florencia en la que, según los médicos, podrían ayudarlo, pero la familia no tenía seguro médico y no podían costearse el internamiento. Así que me acerqué para ver de qué manera podía ayudar. Eran amigos de mi madre y me contó que se habían portado muy bien con ella en tiempos difíciles... su voz se tornó un susurro. Entonces conocí a Cara. Era la hermana menor de Rico y supongo que...
- ¿Os enamorasteis? terminó disgustada por los celos que esas palabras habían despertado en ella. Pero cuando Antón negó con la cabeza, fue como si notara que le sacaban un cuchillo del costado.
- Eso ocurrió dos años después, dijo él con suavidad. El amor vino a mí contigo.
Era lo más hermoso que nadie le había dicho jamás, pero no era el momento de meditar sobre ello. No respondía a todas las preguntas que bullían en su cabeza.
- Fue algo bonito. Estuvimos juntos tres semanas, pero nunca iba a llegar a ningún sitio. Cara no quería irse de allí y lo cierto era que yo no quería quedarme, pero durante un corto tiempo, fue algo especial.
- ¿Se quedó embarazada?
Antón asintió.
- No lo supe en aquel momento. No estábamos en contacto. Pero meses después me llamó y me dijo que había necesito tiempo para reunir el coraje para llamarme. Había ocultado el embarazo hasta el último momento, pero que su familia lo sabía y estaban furiosos. Y la mía también. Marché hacia allí de inmediato. Le dije que me quedaría con ella, que podíamos casarnos antes de que naciera el bebé...
- ¿Te casaste con ella?
- No. El bebé nació prematuramente, unos pocos días después, y no nos dio tiempo a arreglarlo.
- Pero te habrías casado con ella. Aun sin amarla.
- Me preocupaba y creía que era la madre de mi hijo. Antón hizo que pareciera algo sencillo, y tal vez lo fuera. Mucha gente se casa por mucho menos Lydia.
Sentía la tensión de Antón, miró sus puños apretados al revivir la historia. La metieron en el quirófano. El bebé era prematuro, pero mi abogado seguía diciéndome que era demasiado grande para ser mi hijo. Me dijo que pidiera un test de ADN.
- ¿Lo hiciste?
Antón negó con la cabeza.
- Pensé que no era necesario. Sabía que era mío. Confiaba en Cara. Creí cada una de sus palabras.
- Te mintió. Lydia lo miró con tristeza y ante el gesto de asentimiento de Antón, lo único que pudo sentir fue odio. Odio por una mujer a la que no conocía, por el dolor que su engaño había causado.
- Darío se puso enfermo. Había estado en cuidados intensivos desde su nacimiento y, cuando cumplió cuatro semanas, fue necesario hacerle una transfusión en plena noche. Tiene un grupo sanguíneo poco habitual y, como el de Cara era distinto, el patólogo me dijo que el mío serviría. Me tomó una muestra y dijo que haría todos los tests necesarios y pronto estaría lista la sangre. Antón estaba pálido y tenía ojeras pero se obligó a continuar. Mi tipo sanguíneo no coincidía. Aún recuerdo al médico sentado frente a mí, diciéndome que no podía ayudar a Darío porque no era mi hijo.
Cientos de sentimientos, palabras acudieron a la mente de Lydia mientras trataba de imaginar su sufrimiento.
- Me enfrenté a Cara y me lo confesó todo. Al parecer había tenido una aventura antes de conocerme, con un hombre casado del pueblo. Sabía que había posibilidades de que el hijo fuera suyo, pero era más fácil decir que era mío.
- ¿Más fácil para quién? preguntó furiosa, pero al ver que Antón sacudía la cabeza se dio cuenta de que no lo había entendido.
- Para todos. Si la verdad salía a la luz, habría sido la culpable de romper una familia respetable, deshonraría a su propia familia...
- ¿Y por eso decidió deshonrarte a ti?
- Yo se lo ofrecí porque podía permitírmelo. Antón soportó con dificultad todas las mentiras, por bien intencionadas que hubieran sido en su momento. Le dije a Cara que podía decir que yo la había rechazado diciendo que no estaba preparado para ser padre, que no quería ataduras, pero le había dado dinero para la manutención de Darío.
- ¿Por qué? ¿Por qué habrías de decir algo así después de lo que ella había hecho? ¿Después de sus mentiras?
- Porque aunque fuera capaz de abandonar a Cara, no podía abandonar a Darío. Tenía que asegurarme de que no le faltaría nada. Por eso le di el dinero. Para criarlo.
- Él no es responsabilidad tuya, adujo Lydia, pero nada más decirlo se dio cuenta de que era inútil. Sabía que cuando un hombre como Antón amaba a alguien, lo hacía para siempre.
- Lo tuve en mis brazos. Le corté el cordón al nacer. Aunque no sea mi hijo, siempre me importará.
-¿Y Cara? dolía preguntar, pero Lydia necesitaba respuestas.
- Hemos hecho las paces. La rabia ha cedido. Tenía miedo. No sabía qué hacer...
- ¡Trató de timarte! Lo siento. No me corresponde a mí juzgar, y me alegro de que hayáis... se obligó a sonreír. Espero que seáis felices.
- ¿Los dos? preguntó él, frunciendo el ceño.
- Los tres juntos, espetó Lydia, deseando que se fuera, que aquella tortura terminara y pudiera llorar tranquilamente.
- ¿Por qué habría de querer estar con Cara?
Antón parecía sinceramente confuso.
- ¿Por qué piensas...?
- Has dicho que habéis hecho las paces.
- Pero eso no quiere decir que me haya acostado con ella.
Volvía a tener el control, su rápida respuesta era prueba de que había vuelto el antiguo Antón.
- Lydia, ¿por qué crees que estoy aquí?
- No lo sé. Ahórrate la saliva, Antón. Estoy bien.
- ¿De veras? La tomó por las muñecas y la miró fijamente. Contempló aquel rostro pálido, demacrado; aquellos ojos antes llenos de confianza que ahora se movían con nerviosismo; comprobó con horror su frágil estado.
- Lydia, ¿por qué crees que he vuelto?
¿No la había humillado ya lo suficiente? Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que sorberse la nariz para tratar de pararlas. Al ver que no era capaz de hablar, Antón habló por ella.
- He vuelto por ti, Lydia, observó el ceño ligeramente fruncido de Lydia.
- He vuelto porque aquel día tuve mucho miedo y de verdad creí que nunca podría hacerlo, pensé que no podría ser el hombre que tú querías que fuera. Y sabía que si me quedaba trataría de disuadirte, te suplicaría que dejaras tu trabajo y además, tenía que hablar de Cara con mi madre, explicarle las cosas...
- ¿A eso te referías con tener asuntos pendientes? Creía que te referías a volver a ver a Cara.
- También tuve que ocuparme de eso. Pero ahora todo ha terminado. Las cosas mejoran cuando se habla con sinceridad. Rico tendrá el tratamiento que necesita, y nuestras familias saben toda la verdad ahora, o casi.
- ¿Casi?
- Les ahorré la parte del traslado, de que me ocuparé de todo desde nuestra sede australiana. El corazón de mi madre no es lo que solía ser.
- ¿Traslado? repitió en un susurro, frunciendo aún más el ceño.
Antón continuó porque Lydia no podía.
- Y admito que omití decirle que mi futura mujer es inspectora de policía.
Al advertir la confusión de Lydia, ignoró anteriores razones y se centró en lo único que importaba. Tomándole entre las manos el rostro, fuera de bromas, desnudó su alma.
- Pensé que no podría hacerlo, Lydia. No podía imaginar, después de lo que habíamos vivido, la idea de dejar que volvieras a ese trabajo, permitirte... su conocimiento de la lengua que no era la suya le falló y Lydia vio que el pobre trataba de encontrar las palabras adecuadas ... ser tú misma.
Lydia no pudo controlar las lágrimas cuando Antón Santini le abrió las puertas de su corazón para dejarla entrar.
- Estas últimas semanas he estado meditando muchas cosas. ¿Tiene sentido?
Perfecto sentido. Porque ella también lo había hecho. Había pasado innumerables noches frente a sus dudas, había crecido internamente más en seis semanas que en toda su vida.
- Al principio creí que era cuestión de orgullo. ¿Qué tipo de hombre sería si dejaba que mi mujer hiciera un trabajo así? Y tal vez fuera un factor. Pero ya no lo es.
Seguía enmarcando el rostro entre sus manos y usó el pulgar para hacerla callar cuando intentó hablar.
- No podía soportar la idea de perderte, Lydia. No podía soportar la idea de que algún otro bastardo te hiciera lo mismo que te había hecho Rico... o algo peor. Casi logré convencerme de que sería más fácil irme, dejar que vivieras la vida que querías y retomar yo la mía. Tardé seis malditas semanas en darme cuenta de por qué me dolía tanto: porque al irme, había hecho realidad mis peores miedos. De una forma u otra te había perdido.
- Nunca podrías perderme, Antón, ni en un millón de años. Porque mientras me quede una gota de aliento, te amaré.
- ¿Lo dices de verdad?
La esperanza prendió en sus ojos y buscó con su boca la de Lydia, pero ésta la apartó. Tenían toda una vida por delante para besarse, amarse y compartir. Pero ahora le tocaba a ella decir algunas cosas.
- No tendrás que decirle a tu madre que soy inspectora...
- Quiero ser sincero, la interrumpió Antón.
-Y yo también, sacudió la cabeza entre las manos de Antón.
. No puedo seguir haciéndolo, Antón. He perdido el coraje.
- Lo recuperarás. Te llevará un poco de tiempo. En unas semanas volverás a la vida normal, a patear a los malos...
Lydia no podía creer lo que estaba oyendo. Allí estaba el hombre que más odiaba su trabajo, animándola, casi suplicándole que lo retomara.
- Ahora lo entiendo. Lydia lo hizo callar con esas tres simples palabras. Ahora entiendo cómo te sientes porque yo también lo siento. Entiendo que cuando amas a alguien, cuando te preocupas más por otras personas que por ti mismo, lo único que quieres es protegerlos. Sus manos temblorosas tomaron las de él y las guió hasta su vientre. En silencio, esperó a ver su reacción.
- ¿Un bebé? su voz sonaba incrédula y la tibieza de sus manos atravesó el ligero tejido de su top, incluso su piel, infundiéndole calor a la diminuta vida que crecía en su interior.
- Nuestro bebe. No acepté el ascenso, Antón. No pude. Cuando sólo se trataba de mí, podía arriesgarme, pero ahora no. Comprendo cómo te sientes, susurró Lydia, cerrando los ojos mientras recibía los labios de Antón sobre los suyos, cerrando tras de sí la puerta del horror que habían dejado atrás, mirando de frente el hermoso futuro que tenían por delante.
Y Antón los protegería a los dos.
Epilogo
¡Lydia! -el tono acuciante de Antón hizo que Lydia bajara de dos en dos los escalones de la escalera de su exclusivo piso de Melbourne, precipitándose en el salón, preparada para cualquier eventualidad. Se detuvo en seco al ver la sonrisa que la estaba esperando.
- Creo que le ha salido a Alexandra su primer diente.
- Es leche, dijo Lydia con toda seguridad, mirando entre las encías de su hijita de ocho semanas.
- Es un diente, insistió Antón.
- Es leche regurgitada, dijo Lydia, limpiando la mancha y dándole así la razón, con una sonrisa. Las inocentes e incesantes sonrisas de su hijita nunca dejaban de conmoverla.
Ni Antón.
Estaba tan orgulloso de Alexandra como dedicado a ella. La bañaba, le cantaba, le cambiaba hasta los pañales más asquerosos sin rechistar. La única concesión que hizo a su repugnante riqueza fue una niñera por las noches. De siete a siete, estaban solos.
Aparte de los innumerables besos de buenas noches. Y de las tomas nocturnas. Aparte de las veces que le daba un codazo en las costillas cuando sus gritos llegaban hasta su dormitorio a las tres de la mañana. Una y otra vez demostraba cuánto amaba a sus dos pelirrojas. Y una y otra vez, conseguía sorprenderla.
Diez días después del nacimiento de la pequeña, Lydia le había entregado un sobre porque, después de lo ocurrido, lo merecía. Le había entregado la prueba irrefutable que confirmaba que Alexandra era 99,9 por ciento hija suya, pero él se lo había devuelto sin abrirlo.
No se necesitaba prueba de paternidad cuando no se había pedido. Era fácil confiar cuando el amor estaba de su parte.
- Somos muy afortunados.
- Mucho, convino Lydia, acurrucándose en el sofá a su lado, mientras Antón daba a la glotona Alex los restos del biberón.
- Algunos niños no lo son. Antón dejó escapar un suspiro lleno de dramatismo; el tipo de suspiro que hizo que Lydia frunciera el ceño y se pusiera alerta.
- ¿No te gustaría poder ayudarlos?
- ¿A quién?
- No sé, dijo encogiéndose de hombros con despreocupación. Niños que han recibido malos tratos, bebés que no tienen voz...
Lo cual nadie describiría como un tema de conversación ligero. Antón no diría nunca algo así. En un segundo supo lo que ocurría. Antón no había desarrollado conciencia social de la noche a la mañana. Había estado husmeando donde no debía.
- ¡Has leído mi correo! lo acusó incrédula. No trates de engañarme, Antón. Has estado leyendo mi correo.
- Sólo he leído uno y ha sido por accidente.
- ¡Por favor! Y es que, aunque tenía razón en reclamar respeto a su intimidad, por alguna razón se sentía culpable por no haberle dicho a Antón lo que llevaba rumiando en los últimos dos días.
- ¿Hay algo que quieras decirme?
- Me han ofrecido un trabajo. Bueno, me han invitado a que lo solicite. Lydia tragó con dificultad, mirando fijamente a su preciosa hija y preguntándose cómo podría soportar la idea de volver al trabajo tan pronto. Kevin me llamó hace unos días y me preguntó si me interesaría. Después me escribió un e-mail con los detalles del puesto. Es sólo media jornada, Lydia contuvo el aliento a la espera de su reacción. No empezaría hasta dentro de un par de meses. Es inspector de la unidad de protección infantil.
- Necesitas trabajar, ¿verdad? Antón sonrió y, por enésima vez, Lydia se sorprendió ante su perspicacia.
-Sí. Supongo que necesito sentirme culpable otra vez, un poco... al ver que Antón fruncía el ceño, se explicó mejor. No es divertido comprar zapatos si no tienes que esconder la factura.
- ¿Y por qué habrías de querer hacerlo? preguntó él, claramente confuso.
- Es cosa de chicas, dijo quitándole importancia.
- Nos gusta sentir que estamos haciendo algo que no deberíamos, pero su voz cambió para responder a las cuestiones que su vuelta al trabajo provocaría.
- Me siento mal ante la idea de tener que dejar a Alex. Pero Antón, es un gran trabajo. Y mucho más seguro que lo que hacía antes.
- ¿Nada de armas? preguntó Antón. Lydia asintió, pero al rato hizo un ligero gesto de dolor.
- No como antes, Antón. Pero probablemente puedan surgir situaciones en las que se requiera su uso. Ya has visto las noticias, sabes lo que ocurre. Pero no iré armada.
- Podría ser peligroso.
- Claro que podría. Pero probablemente sea uno de los trabajos más seguros que aún puedan interesarme, y al final del día...
- No me digas que puedes correr el riesgo de que te atropelle un autobús. Antón sonrió herméticamente, pero su mente estaba en otra parte. Miró largo y tendido a su preciosa hija antes de mirar a su madre
- ¿Y lo necesitas? ¿Necesitas trabajar?
-Sí.
No le parecía mal decirlo pero tampoco bien. Simplemente era así.
- Pero no puedo hacerlo si no cuento con todo tu apoyo, Antón. Tienes que saber que habrá que hacer sacrificios, que aunque sea un trabajo de media jornada, puede que llegue tarde algún día. Puede que tenga que quedarme...
- Yo también trabajo, interrumpió Antón y Lydia se preparó para lo que le iba a decir. Como siempre, Antón la sorprendió.
- Sé que no siempre es fácil dejar las cosas a medias. No es necesario que me lo justifiques, añadió.
- Sé que no necesitamos el dinero, y sé que habrá días en los que odiaré mi trabajo más que nada en el mundo. Pero eso no significará que quiera que me digas que lo deje, que no necesitamos que lo haga... se detuvo y contempló su fuerte y hermoso rostro, escuchó los ruidos de satisfacción de la soñolienta Alex y se preguntó por enésima vez también por qué era tan afortunada.
- Entonces, hazlo.
- ¿Estás seguro?
- Lo estoy, pero frunció levemente el rostro y su rostro se ensombreció ante una horrible perspectiva.
- Con una condición, dijo ceño fruncido.
- ¿Cuál? ella también tenía el ceño fruncido.
- Nada de turno de noche.
- ¡Nada de turno de noche! repitió ella, mirando hacia el techo en gesto de resignación mientras trataba de no sobreactuar demasiado. Si ése es el precio que tengo que pagar para volver al trabajo...
- Es el precio, insistió Antón, fingiendo no darse cuenta de que Lydia compartía una sonrisa cómplice con su pequeña hija.
- Entonces supongo que así es como tendrá que ser. Las noches, dijo poniendo a Alex en la cuna, son para nosotros regresando al sofá junto a Lydia y tomándola en brazos…
FIN