
Al rebelde multimillonario Antón Santini le habían asignado alguien que le protegiera, y ese alguien resultó ser la detective Lydia Holmes. Pero, ¿cómo podría una mujer tan seria hacerse pasar por su amante? A Lydia le resultaba muy difícil mantener su frialdad profesional cuando se encontraba cerca del guapísimo italiano. Al meterse en su nuevo papel, incluso ella quedó sorprendida con su propia belleza. La transformación había sido obra de Antón. Ahora estaba lista para recibir todo lo que él pudiera darle... La llevó a su dormitorio para disfrutar de ella... pero no esperaba lo que ella le daría a cambio…
CAPITULO 1
- ¡Qué suerte tienes!- gritó María, sujetando el saco y repitiendo las mismas palabras como si fueran un cántico mientras Lydia golpeaba con más y más fuerza.
Los rizos rojizos de Lydia se movían al tiempo que golpeaba el saco con sus pálidos y delgados brazos capaces, sin embargo, de dar golpes sorprendentemente fuertes. Incitada por María, Lydia consiguió liberar la rabia y la frustración.
- ¡Qué suerte, qué suerte! Vamos, Lydia. ¡Golpea más fuerte!
- ¡Se ha terminado! -dijo Lydia, respirando dificultosamente, las manos enguantadas apoyadas sobre las rodillas-. Pero yo no diría que tengo suerte; no podré moverme de aquí en los próximos días. ¡Hace semanas que no tengo un día libre!
Aunque el lugar estaba desierto, Lydia bajó el tono, por si hubiera alguien, mientras se quitaba los guantes y abrió los grifos al máximo para distorsionar su conversación.
- ¿De qué te quejas? Yo diría que tener que cubrirle las espaldas a Antón Santini es un trabajo ideal. ¿Y qué me dices de lo mío? -dijo María, haciendo una mueca-. ¡A mí me han encargado jugar a los asistentes con su asistente personal! ¿Por qué no me han asignado a mí la protección de Antón Santini?
Lydia se sujetó el pelo despeinado y sonrió con ironía.
- ¡No creo que yo pudiera pasar por una asistente personal italiana cuando lo único que sé decir en italiano son platos de pasta!
- Me teñiría de pelirroja sin pensarlo si así pudiera compartir habitación con Antón Santini, se rió María. ¡Sigo sin poder creer que te eligieran a ti para hacerse pasar por su ligue!
De haber sido otra persona quien lo hubiera dicho, Lydia lo habría considerado un comentario malicioso, pero María sólo estaba diciendo la verdad. A Antón Santini le gustaban las mujeres menudas, elegantes y recatadas.
Lydia era dolorosamente consciente de que no cumplía ninguna de las tres condiciones. Aunque tenía un cuerpo esbelto y tonificado, medía un metro setenta y dos sin tacones; vaqueros y camiseta eran su segunda piel, y en cuanto a lo del recato, bueno, no era precisamente un requisito para ser detective.
- ¡Sonríe, Lydia! Estás en un estado deplorable esta mañana -observó María-. Éste es uno de los mejores hoteles de Melbourne, tenemos acceso total, y tú no paras de quejarte...
María se detuvo abruptamente al ver el ceño fruncido de Lydia y, siguiendo su mirada, se dio la vuelta y vio a un hombre zambulléndose entre bostezos en la enorme piscina que había fuera del gimnasio.
- ¿Te apetece una sauna? -preguntó María. Lydia ya iba a negar con la cabeza, pero sabía que era el único sitio en el que se había acordado que los detectives podrían hablar sin ser molestados.
- ¿Cómo es Angelina? , le preguntó Lydia, una vez envueltas en sendas toallas, a salvo detrás de la puerta de la sauna.
- Eficaz. ¡Y extremadamente charlatana! ¡No puedo creer que todo el equipo de ese tipo se adelante a su llegada a cada lugar para asegurarse de que todo está a su gusto!
- Menos mal que lo hacen -señaló Lydia- Gracias a la eficacia de Angelina conocimos la amenaza a su seguridad.
- Sí, pero tampoco tenemos mucho en lo que basarnos. Un ramo de flores enviado a su habitación en el hotel antes de que él llegara. Podría haberlas enviado alguna antigua novia...
- Lo dudo -interrumpió Lydia-. Dado que en las dos ocasiones anteriores en las que Santini recibió flores se vio envuelto en dos incidentes potencialmente peligrosos para su vida. Una coincidencia, ¿no crees? Sin olvidar todas las ofensivas llamadas que Angelina ha estado filtrando. Me parece bien que los federales se lo estén tomando en serio. ¿Imaginas la publicidad negativa si le ocurriera algo?
- Lo imagino, sí. Pero se han pasado de la raya. Dos detectives experimentadas trabajando como guardaespaldas. Si hasta han colocado a Kevin detrás de la barra para servir bebidas. Me parece muy exagerado.
- Si el acuerdo que Santini pretende firmar sale adelante, será un gran impulso para el turismo. No me sorprende que se estén tomando todas las medidas necesarias para su protección.
Echando agua sobre los carbones alegremente, y subiendo la temperatura ya sofocante un par de grados, María, al contrario que Lydia, estaba deseando cambiar de tema.
- Me encanta estar aquí, dijo María alegremente. Cuando terminemos este trabajo estaremos fabulosas. ¿No sientes cómo se abren los poros?
- Lo que siento es que se me está encrespando el pelo, replicó Lydia sentándose en el banco. Espantosamente cerca de ponerse a llorar, deseó poder librarse de su mal humor, sorprendida de lo mucho que le escocía el comentario que María había hecho sobre su deplorable estado. Enterrando la cara en la toalla un momento, cerró los ojos e inspiró el sofocante aire.
- Tenía muchas ganas de tomarme dos noches libres, explicó suavemente. Tenía cosas que hacer.
- ¿Qué podrías tener que hacer?, sonrió María, envolviendo sus palabras en una capa de sarcasmo amistoso. Ya sabes que se supone que un detective no debe tener vida.
- Simplemente quería un par de días para mí. Ya sabes, escuchar música, comer chocolate, sentir lástima de mí misma...
Al ver a su amiga habitualmente tan segura de sí misma, tan impetuosa y centrada, deprimida en aquel banco de sauna, con el rostro oculto en la toalla, María dejó a un lado sus ocurrencias chistosas, y se sentó a su lado.
- ¿Qué ocurre, Lydia? ¿Es sobre Graham y tú?
- Hemos roto, dijo levantando el rostro de la toalla y viendo la expresión pasmada de María.
- ¡Pero si los dos parecíais muy felices!
- Lo éramos, dijo encogiéndose de hombros -siempre y cuando no hablara de trabajo, inspiró profundamente y, cerrando los ojos sacudió la cabeza- Y con un trabajo como el nuestro no nos deja mucho más de lo que hablar. Pensé que Graham era diferente; pensé que al ser detective también, comprendería que no podía estar esperándole al final del día, toda perfumada y sexy...
- No puede ser, dijo María incrédula. Lydia, te adora, ¡con vaqueros y todo!
- Eso creía yo. Pero en las últimas semanas había empezado a comportarse de una manera extraña. Estaba metida en aquel asunto de drogas y no paraba de machacarme con cosas de lo más ridículo...
- Estaba preocupado, fue un trabajo muy peligroso, Lydia. ¡Yo también estaba preocupada por ti!
- Pero tú me llamabas a cada hora, no me llamabas a las dos de la mañana para preguntarme si necesitaba que alguien le diera de comer a mi pez.
- ¡Tu pez murió el año pasado!
- Exacto, dijo en tono seco. Entonces, una noche fuimos a cenar a casa de su madre y me pidió que me arreglara un poco...
- ¿Arreglarte?
- Ni que fuera a ir en vaqueros o chándal. ¡Llevaba un vestido negro! Y me pidió que tratara de contenerme de hablar de mi trabajo mientras estuviéramos en casa de su madre. Lydia se detuvo al notar que María apretaba los labios, luchando por encontrar una justificación ante tal comportamiento.
- Lydia, el nuestro es un trabajo peligroso y a menudo vemos el lado más sórdido de la vida. Debe resultar duro para cualquier hombre vivir con ello, y mucho más cuando es alguien que lo conoce realmente. Sé que mi padre y mis hermanos aborrecen mi trabajo, ¡y no saben ni la mitad de lo que hago! Soy la vergüenza de la familia -dio varios codazos a su amiga hasta que consiguió hacerla sonreír-. ¿Quién lo dejó entonces?
- Yo…, eh… están pensando en ascenderme, le dijo mordiéndose el labio inferior un momento, no muy segura de si podía revelar el secreto que había precipitado la ruptura.
María abrió los ojos y una sonrisa se dibujó en su rostro. Porque eran realmente buenas amigas, al tiempo que colegas, y porque las dos sabían lo duro que podía ser subir peldaños en una profesión dominada aún por los hombres. La sonrisa de María era genuina y su abrazo cálido.
- Inspectora Lydia Holmes.
- No es definitivo, pero Graham se enteró y, de pronto, todas las pequeñas críticas, todos los pequeños problemas que habíamos tenido últimamente, parecieron magnificarse.
- ¿Está celoso? Le dijo María .Lydia dejó escapar una risa amarga.
- ¡Supuestamente no! Insiste que sólo está preocupado por mí. Dice que no está seguro de que sea el trabajo que quiere que haga su mujer. No cree que...
- Retrocede un segundo. María era demasiado astuta para que se le escapara un detalle tan jugoso como aquél. ¿Me estás diciendo que te han propuesto un ascenso y matrimonio?
- Un ascenso o matrimonio, le corrigió. Al parecer no podían ser las dos cosas.
- Oh, Lydia, gimió comprensivamente. Era un problema muy habitual, uno sobre el que tenían que reflexionar mujeres detective en todo el mundo. Por muy atractiva y sexy que pudiera resultar la idea de tener una amante detective, la cruel realidad era que no funcionaría como prometedora esposa. Nada de eso importaba, claro, hasta que conocías a alguien que te gustaba de verdad.
- ¿Y qué vas a hacer?
- ¡Ya lo he hecho! Hemos terminado.
- Entonces esperemos que haya valido la pena. Me refiero a lo del ascenso y todo eso. Esperemos que lo consigas.
- No importa si lo consigo o no. Sería bonito, pero simplemente lo mío con Graham no funcionaba. Si no puede aceptarme tal como soy, es que no tenía que ocurrir.
- ¡Al menos sabes lamerte las heridas con estilo!, dijo María. Acceso libre al salón de belleza y te han asignado la protección de Antón Santini. Ahora eres una mujer soltera, Lydia. ¿Quién mejor para tener una relación por despecho?
- Antón Santini no tiene relaciones, sonrió Lydia. Tú no has leído lo que yo leí anoche. ¡Su biografía es increíble! Siempre ha sido bastante libertino, pero este último año, ¡cualquiera diría que tenía una misión! En su lista de ex novias figuran las cien mujeres más bellas del mundo: actrices, miembros de la realeza europea, supermodelos, esposas de futbolistas...
- ¿Quién?, preguntó María expectante ¿Alguien que conozca?
- Sí, asintió con la cabeza aunque no dio más explicaciones. Y todas han acabado en lágrimas.
- ¿Tan malo es?
- ¡Peor! -dijo Lydia nuevamente-. Y ahora se supone que yo tengo que protegerlo. Dios, solo espero que se comporte.
-Bueno, si no lo hace, siempre puedes pasármelo a mí. ¡Yo lo distraeré por ti!
- Tú harías esto mucho mejor que yo. Tú eres más su tipo.
- No estoy segura de si es un cumplido, fingiendo sentirse herida. Si lo dices porque probé una vez el Botox...
- Lo digo porque eres una coqueta innata. Porque eres tan preciosa que a nadie le extrañaría verte en brazos de Santini. Mientras que yo pareceré totalmente fuera de lugar...
- Lo harás perfectamente, gimoteó María. Estarás fabulosa y lo pasarás fenomenal. Al contrario que yo. Angelina tiene más de sesenta, una solterona empedernida, y debe estar cerca de los cien kilos. Una pensaría que alguien tan divino como Antón contrataría a una asistente preciosa. Supongo que ésta lo ayudará a no olvidar que está trabajando...
- Eres asombrosa, dijo Lydia, riéndose nuevamente. Se supone que estamos trabajando, ¿recuerdas?
- Lo sé, gimoteó, pero al momento le entró la risa al verse las nuevas uñas postizas que se había puesto nada más registrarse en el hotel el día anterior.
- Vale, ya estoy asada. Y si queremos lograrlo, supongo que será mejor que hagamos una visita al salón de belleza. Tengo que empezar a parecer una glamorosa ejecutiva italiana, mientras que tú, Lydia Holmes...,
María bajó la voz al ver que su amiga gruñía. Será divertido, insistió. Será como uno de esos programas de la televisión, la transformación de una detective vestida con traje oscuro en una fabulosamente rica diseñadora de joyas.
- Una fabulosamente rica diseñadora de joyas exclusivas, la corrigió Lydia sonriendo con ironía. ¡He venido a Melbourne a vender sus diseños!
- Bueno, seas lo que seas y vengas de donde vengas, Graham se tirará de los pelos cuando vea la espléndida belleza que escondes.
- ¿Que escondo?, Lydia frunció el ceño, pero María no estaba pensando en dar más explicaciones. Miró la hora y puso una mueca.
- Será mejor que vaya al salón y será mejor que tú te prepares para ir al aeropuerto. El avión de Santini está a punto de llegar.
- No tengo que ir al aeropuerto. Graham y John lo esperan en la Aduana donde le informarán de la situación y lo acompañarán al hotel.
- ¿Entonces cuándo te reunirás con él?
- En el restaurante. Quieren que el primer contacto resulte accidental así que le tiraré la copa encima accidentalmente. ¡Ya se les podía haber ocurrido otro truco para ligar con él! Se supone que abandono hoy el hotel, pero él se quedará tan boquiabierto conmigo que me llevará directamente a su suite... Vio que a su amiga le temblaban los labios en un intento por no reír.
- Parece que hace cosas así todo el tiempo. Voy a hacer el ridículo más absoluto.
- Pero serás una preciosa mujer haciendo el ridículo. Estoy ansiosa por ver el resultado final, dijo María frotándose las manos de puro deleite. Voy a darme una ducha rápida y directa al salón de belleza. ¿Me acompañas?
- Ve tú delante. Creo que iré a darme un baño primero para intentar calmarme un poco.
- ¿Estarás bien?
- Estaré bien, sonrió Lydia, sin dejar de hacerlo hasta que María salió de la sauna.
Finalmente a solas, se permitió un momento de placer. Tras pasarse las manos por el pelo húmedo, apoyó el rostro en las manos, preparándose mentalmente para la tarea que le había sido asignada durante los próximos días: proteger a un hombre importante, cuya seguridad estaba en peligro. Tenía que apartar a un lado sus propios problemas, o la falta de ellos, ahora que había terminado con Graham.
Lydia salió de la sauna. Se metió en un vestuario y se puso el soso bañador deportivo de color azul marino que utilizaba para su baño diario, consciente de que si quisiera hacerse pasar con éxito por la última novia de Antón Santini, tendría que ir a la boutique del hotel y comprarse un biquini decente. Tras doblar su ropa y guardarla dentro de una bolsa, salió a la zona de la piscina deportiva, contenta de ver que estaba desierta de nuevo y de poder disfrutar de unos minutos en soledad antes de que empezara la misión.
Un rico financiero, Antón Santini, poseía parte de una cadena de hoteles internacionales. Según el informe cuidadosamente detallado que le había sido entregado, su cadena de hoteles estaba considerando la posibilidad de añadir el lujoso hotel de Melbourne en el que estaba en ese momento a su ya impresionante lista. Y lo que era aún más importante, al parecer estaba considerando construir un nuevo y enorme complejo hotelero en Darwin, lo que significaría, no sólo más turistas, sino también puestos de trabajo para los habitantes de esa zona del norte.
Todo el mundo quería que su visita relámpago a Melbourne saliera bien, de ahí el pánico que se había levantado al conocerse la posible amenaza que pesaba sobre él. No había habido tiempo para organizar la reunión en otro lugar puesto que ya estaba en su avión de camino a Australia y, en su lugar, se había organizado a toda prisa un extremado dispositivo de seguridad sin reparar en gastos. Y, a pesar de que profesionalmente, Lydia agradecía la oportunidad, le daba vergüenza la idea de tener que hacerse pasar por la novia de Santini. Ella sabía que por mucho que se arreglara, nunca alcanzaría las exigencias de ese hombre, aún podía oír las risas disimuladas de sus colegas cuando la eligieron, pero lo que era aún peor, casi podía ver el desprecio y la incredulidad que seguro vería en los ojos de Santini cuando hicieran las presentaciones. Nadar siempre la tranquilizaba, y media hora de concentración en la respiración, sin pensar en nada más que en alcanzar el bordillo opuesto de la piscina, era justo lo que necesitaba.
Era agradable estar a solas.
Antón presionó el botón del piso deseado tras lo cual comprobó la hora en su caro reloj mientras el ascensor descendía desde la suite presidencial hasta la planta baja y entonces se dio cuenta de que, de haber tomado el vuelo que tenía previsto, estaría aterrizando en ese momento.
Sentado en el ambiente lujoso del salón de primera clase, bebiendo a pequeños sorbos una copa de brandy mientras esperaba para embarcar en el avión, había tomado el móvil en un acto reflejo para llamar a su asistente personal y decirle lo del cambio, pero entonces, y casi en un acto desafiante, había desconectado el aparato, asaltado por la necesidad de unas pocas horas de su vida de las que, por una vez, no tendría que dar cuentas.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Antón Santini, automáticamente amable, presionó el botón de mantener las puertas abiertas para dejar que subiera una mujer morena envuelta en un albornoz blanco. Su rostro enrojecido indicaba que acababa de salir de la zona del gimnasio hacia la que él se dirigía. Pareció llevarle le tiempo reaccionar al verlo, pero Antón no pensó sobre ello. Estaba más que acostumbrado a que las mujeres le dedicaran una segunda mirada. Su metro noventa de estatura y su aspecto moreno típicamente latino lo lograba por sí solos, y dado que en esos días no había periódico o revista que no sacara una foto de él, no eran sólo las mujeres las que le dedicaban segundas miradas.
No se le pasó por la cabeza que aquella mujer de cabello oscuro pudiera ser una detective de incógnito extrañada de verlo allí tan pronto. Y tampoco se le pasó por la cabeza que María estuviera enfrentándose a un ataque de pánico al pensar en una Lydia ignorante del hecho que estuviera nadando en la piscina, adonde Antón se dirigía claramente a juzgar por la toalla que llevaba sobre los hombros.
Antón salió con un breve gesto de cabeza, y siguió las señales que indicaban la piscina del hotel y el gimnasio, consciente con cierta ironía de que, a pesar de estar en Australia, literalmente el otro lado del mundo, bien podría estar en Roma, Londres, París, o en cualquier otro lugar que le exigiese su rigurosa agenda. Por mucho que los hoteles hicieran para diferenciarse, no lograban imponer un sello de originalidad en las mentes de los hombres de negocios que los visitaban, todos ellos eran idénticos.
Menos mal que, al menos, tendría aquel sitio para él solo.
Según procesaba el pensamiento, Antón tuvo que corregirlo. Atrajo su mirada una larga sombra de color oscuro bajo el agua, la mano que salía rompiendo la superficie, seguida por un brazo pálido y esbelto arqueándose en una brazada perfecta. Se acercó a un banco para dejar allí la toalla y el albornoz y se detuvo nuevamente atraído por la figura del agua. La pálida sombra se deslizaba sin esfuerzo de un lado a otro de la piscina, una mata de cabello rojo flotando sobre ella, los ojos cerrados mientras nadaba rítmicamente hacia el bordillo donde ejecutaba a la perfección una voltereta antes de desaparecer bajo la superficie de nuevo durante largo tiempo.
Antón se sintió poderosamente atraído por la esbelta figura. Había algo en la forma en que se movía, sin esfuerzo alguno; había algo diferente en aquella mujer. Le llevó un momento darse cuenta de lo que era: ¡realmente disfrutaba con el ejercicio de natación! Al contrario que la mayoría de las personas que nadaban a primera hora en un hotel, ella no parecía preocuparse por tonificar sus muslos o aumentar la resistencia. Al contrario, parecía estar dándose un capricho, ajena a lo que la rodeaba, e, inexplicablemente, Antón no quería molestarla, no quería invadir su intimidad, no quería romper su delicado ritmo.
Pero era una piscina de hotel, se recordó Antón sacudiendo la cabeza. Y justo cuando Lydia llegaba al extremo opuesto de la piscina, Antón se sumergió en el agua.
Lydia notó su presencia.
No podía explicar cómo sabía que se trataba de un hombre, pero cuando la ola creada la golpeó ligeramente, Lydia supo con bastante certeza que lo era y, saliendo de su trance casi hipnótico, retomó su vigilante e inquieto estado. Su respiración ya no era regular, sus brazadas ya no eran largas y rítmicas y cuando alcanzó el bordillo de mármol, se giró, pero se quedó allí recuperando el aliento.
Barrió con la mirada la piscina, centrándose entonces en el hombre que nadaba en dirección a ella y, de pronto, sintió como si la piscina se hubiera encogido, tal vez estuviera demasiado acostumbrada a la rutina de su gimnasio habitual en la que las calles estaban claramente delimitadas por una línea de boyas amarillas y los nadadores no se salían de su espacio marcado, pero aquel hombre ciertamente nadaba en dirección a ella, acercándose más y más a cada brazada, sus largos y musculosos brazos acariciaban la superficie, inexplicablemente Lydia no se movió, sino que permaneció junto al bordillo mientras él se acercaba a toda velocidad.
- Scusi.
Aunque se encontraban en la zona menos profunda de la piscina, cubría, él se mantuvo en el sitio sin necesidad de sujetarse al bordillo como hacía Lydia, acudiendo su pelo negro y parpadeando en dirección a ella.
- Creía que era más grande... añadió.
- Yo también, dijo ella, encogiéndose de hombros. Comprendía perfectamente lo que quería decir. La longitud habitual de una piscina eran veinticinco metros y esa piscina tenía un par menos, y si uno estaba acostumbrado a nadar, y aquel hombre claramente lo estaba, era fácil equivocarse.
- Pero enseguida te acostumbras.
- Lo siento -repitió él, en inglés esta vez.
A Lydia le había gustado más la respuesta espontánea que había utilizado antes, pero en ese momento su mente estaba centrada en otras cosas. Sus perspicaces ojos de color ámbar se concentraron en él y, tragando con nerviosismo, se dio cuenta de que, adelantándose al programa, el hombre con el que se suponía que debía pasar los siguientes días, el hombre a quien debía conocer «accidentalmente» en unas horas, estaba justo delante de ella.
Su mente se afanaba en buscar una explicación mientras miraba a su alrededor con ojos indecisos.
Casi esperaba ver aparecer por la puerta a sus colegas, Graham y John, o que Antón Santini se presentara, diciendo que había habido un error en el programa previsto y que aquél iba a ser su encuentro accidental.
Eso lo explicaría, decidió Lydia. Eso explicaría por qué había nadado hacia ella a toda velocidad, explicaría por qué ella había tomado conciencia de su presencia, por qué sus ojos estaban fijos en ella como si la conociera... ¡porque realmente sabía quién era ella!
Pero, lejos de presentarse, le hizo un breve gesto con la cabeza antes de salir disparado hacia el extremo opuesto, dejándola agarrada al bordillo, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada. Sólo que no tenía que ver con el ejercicio sino con el hombre con quien estaba compartiendo la piscina. Sentía un cosquilleo por toda la piel tras el breve contacto. Su mente luchaba por tranquilizarse, por aplacar la energía que había despertado en ella, por frenar el bombeo de adrenalina por sus venas. No sabía qué hacer, no muy segura de si realmente Antón sabía quién era ella, preguntándose si se sentiría confuso al no ver en ella reacción alguna ante su acercamiento.
Inspirando profundamente, y a pesar de que su cuerpo estaba cansado, Lydia sabía que tenía que seguir nadando, consciente de que si Antón estaba allí cualquiera podría estar mirando. Elevó la vista hacia las cámaras de seguridad. Aunque estaban solos en la piscina, el encuentro tenía que parecer accidental; que nadie conociera la identidad del enemigo constituía la mayor amenaza para la seguridad de Antón Santini.
Nadar un par de largos más debería haberle resultado fácil, pero era incapaz de encontrar la brazada ligera y Lydia trató de dilucidar cuál era la causa. Decidió que el entrenamiento y los largos que ya había hecho y, la subida de energía al darse cuenta de que Antón estaba en la piscina, la habían dejado agotada. Sentía como si arrastrara por el agua su cuerpo pesado y recargado mientras su mente daba vueltas en redondo como un CD atascado, zumbando furiosamente durante un momento antes de que sonara la única canción que no quería oír... Se sentía excitada por él.
No tenía nada que ver con el hecho de que fuera Antón Santini, o lo que es lo mismo, el hombre a quien tenía que proteger a lo largo de los próximos días. Sólo tenía que ver con el hombre que se había zambullido en el agua momentos antes, un hombre hacia el que se había sentido atraída incluso antes de reconocer su identidad. Y era ese pensamiento el que la asustaba, el responsable de que cada movimiento resultara una carga, el que dificultaba aún más ese encuentro por azar.
- ¿Nadas a menudo?
La estaba esperando en el otro extremo, tal y como había esperado que hiciera, y tenía una voz profunda, áspera y con mucho acento. Con el corazón en la boca, Lydia se limitó a asentir.
- Casi todos los días -dijo a media voz. Aunque creo que esta mañana ya he hecho demasiado. He estado entrenando, después me he metido en la sauna...
Levantó la mano para señalar el gimnasio que había a sus espaldas, pero la mirada de Antón no siguió la dirección que le indicaba. En su lugar, Lydia pudo sentir cómo sus ojos azul oscuro le recorrían el delgado brazo, incendiándole la piel blanca a su paso. Antón tomó nota de todos los ángulos de los definidos músculos, de sus pecas del color del té y, a continuación, descendió por su delicado cuello, abrasándola con sus ojos. El latido del pulso en el cuello, la manera en que tragaba con nerviosismo, hasta el más mínimo movimiento pareció acentuarse hasta que, finalmente, la miró a los ojos. Pero no sintió alivio, sino una sorprendente atracción. Era un sentimiento poderoso, impresionante, aterradoramente estimulante y Lydia sintió que el pánico interior aumentaba. Luchó por retraerse lo que sus ojos acababan de constatar, decirle a aquel hombre que la suya iba a ser una relación estrictamente de negocios, que ella sólo estaba allí porque era su trabajo. Se suponía que iba a encontrarse con él en el vestíbulo del hotel en dos horas, cuando ella estuviera pagando para abandonar el hotel completo, se suponía que le iba a echar encima un vaso de agua. Se suponía que tenían que mostrar atracción mutua, tanto que Antón Santini arreglaría el problema de la falta de habitaciones libres instalándola en su propia habitación. Ése era el plan.
En ese momento, se esperaba que Antón Santini atravesara la sección de Aduanas donde John y Graham le darían esas mismas instrucciones.
¿Qué había ocurrido?
Lydia no tenía tiempo para adivinanzas, no tenía tiempo para examinar el cómo y el porqué. Tenía que apartar la mente de la deliciosa distracción de sus ojos y ponerse en funcionamiento, no como mujer sino como detective. Si los planes habían cambiado, también cambiaría su forma de acercamiento.
- Soy Lydia, consiguió decir, forzando una sonrisa con unos labios que se negaban a obedecer. ¿Y tú eres...?
Antón le dedicó una pequeña sonrisa de superioridad por toda respuesta, sus voluptuosos labios se curvaron hacia arriba ligeramente, sus ojos oscuros descaradamente fijos en ella. Lydia sabía que Antón no quería seguir el juego y que las presentaciones eran innecesarias cuando ambos sabían quién era el otro, pero lo cierto era que alguien podría estar mirando, se recordó Lydia. Se lo recordaría a Antón más tarde, cuando estuvieran a solas.
A solas.
Sintió un nudo en el estómago al pensar en ello. La anticipación parecía haberse apoderado de ella, se sonrojó al pensar en las mil ideas inapropiadas que le pasaron por la mente. Ahora comprendía el que tantas mujeres hermosas y poderosas caían rendidas a sus pies sin remedio; cómo, ignorando la terrible fama que lo precedía, abandonaban toda prudencia. La cruda y absoluta sensualidad que irradiaba aquel hombre era devastadora, su presencia, abrumadora, capaz de bloquear toda sensatez y raciocinio con la fuerza de un eclipse solar. Y en ese momento justamente, aunque todo estuviera organizado de antemano, aquel hombre estaba dirigiendo toda esa fuerza hacia ella.
Lydia luchó contra ella; luchó por mantener la cabeza en su sitio mientras su cuerpo le urgía una apuesta más primitiva. Más furiosa consigo misma que con él, habló con tono exigente, sosteniéndole la mirada con osadía, mientras insistía en que se presentara.
- ¿Tú eres...?
- Yo...
La sonrisa de Antón rozaba ya la crueldad, como la de un depredador delante de su víctima. Era imposible escapar a su mirada, como si la sala se hubiera encogido sobre ellos, el aire caliente empezaba a resultar sofocante, la atmósfera tan cargada de sensualidad que Lydia casi podía oír el siseo de la temperatura que aumentaba conforme se acercaba más a ella.
- ...voy a besarte...
Lydia no sabía qué hacer. Su cabeza le decía que se retirara, recordándole que tal nivel de intimidad no se especificaba en el trabajo que se le había asignado. Pero en vez de ello, levantó la mirada hacia aquel hombre tan asombrosamente hermoso, los ojos muy abiertos, el cuerpo rígido a causa de una curiosa aunque mareante expectación, mientras Antón acercaba el rostro hacia ella, llenándola de puro y simple deseo sexual.
La sombra de la incipiente barba que le cubría el mentón era de un negro azulado como el de sus ojos parapetados tras espesas pestañas, los pómulos exquisitamente cincelados en su arrogante rostro. Ciertamente, decidió Lydia, era el hombre más hermoso que había visto en su vida. Parecía que hasta su fuerza y arrogancia estaban grabadas en cada uno de sus rasgos. Y, sin embargo, sus ojos la miraban con dulzura, suavizando el pánico y haciendo que se multiplicara al mismo tiempo. Lydia no quería moverse, no quería perderse tan prometedor placer. Aunque aquello estuviera organizado, aunque sólo fuera un espectáculo fingido, una vocecilla le decía que lo hiciera; una pequeña y peligrosa voz que nunca antes había oído le decía que no se perdiera la placentera sensación de tener a aquel hombre a su lado, que ningún hombre volvería a besarla y abrazarla tan maravillosamente como Antón Santini.
Cerró los ojos y se abandonó a la vertiginosa expectación mientras Antón se acercaba a ella dolorosamente despacio... pero en un curioso viraje, sus labios no cubrieron los suyos. En su lugar, Antón le rozó levemente la mejilla con la suya, dejando que su aliento le hiciera cosquillas en el rostro.
Notó la superficie rasposa del mentón arrastrándose lentamente a lo largo de su piel pálida y alerta, tan lentamente que era casi doloroso. Y sin embargo, tuvo el efecto deseado. El sensual sigilo hizo desaparecer todo rastro de miedo en ella que, con habilidad magistral, sustituyó por deseo, un deseo que era físico, palpable. Los labios de Lydia se estremecieron de deseo, el cuerpo inflamado en traicionera respuesta a su contacto. Fue ese contacto el que la llevó a acercar los labios a él, tan magnética era la fuerza que ejercía sobre ella que la razón y las dudas fueron suprimidas, y fue Lydia la que se dejó llevar hacia él, fueron sus labios los que buscaron los de él hasta que, finalmente, deliciosamente, se encontraron.
Paladeó el contacto y la presión de sus labios contra los suyos, la frescura de su lengua mientras entreabría los labios deseosos, su mano sostenía su espalda atrapándola hacia él cada vez un poco más, avivando las llamas del deseo. Derritiéndose por dentro literalmente, notó que sus dedos se soltaban del bordillo, pero el fondo de la piscina estaba demasiado profundo y no podía hacer pie. Antón la sostuvo sin dificultad, un cuerpo ligero dentro del agua, rodeándola con sus brazos mientras la devoraba con la boca, y sus cálidos y musculosos muslos la llevaban a olvidar la realidad.
Sus pezones hinchados presionaban contra el tejido de lycra del bañador y el calor aumentaba entre sus piernas. El deseo que la llenaba no había sido aún satisfecho; lejos de ello, saborear semejante placer no hacía sino aumentar su avidez, su ansia. Sentimientos recíprocos. El bulto de su erección contra su estómago plano era impresionante y Lydia presionó su cuerpo contra él aumentando un deseo primitivo como nunca, ni en sus momento más íntimos, había experimentado. En un total y absoluto abandono, una completa y deliciosa pérdida de todo control.
Aquel hombre la hacía sentir audaz, sensual, provocativa; la sumergía en la pasión. Tenía la mente puesta sólo en sus propios deseos, en el pulso que latía entre sus piernas. Su clítoris hinchado se sacudía espasmódicamente por un deseo que sólo aquel hombre podía satisfacer. Seguía besándola, devorándola, pero su boca comenzó a descender hacia el medio, el hueco de ambas clavículas. Enterró el rostro en el pelo mojado de Lydia mientras ésta clavaba los dedos en sus hombros, y, en un movimiento tan provocativo como instintivo, elevó las caderas hacia él varios centímetros. Antón clavó los dedos en la cálida carne de sus prietas nalgas y olvidó el profundo, lento y gutural beso cuando ella deslizó sus hinchadas partes íntimas a lo largo del interminable miembro erecto de él.
Notó el aliento cálido de Antón en su oreja. Deseaba que la tomara, que rasgara el delgado tejido que la cubría. Deseaba que la llenara, que calmara el frenesí en que se encontraba su cuerpo bajo la tranquila superficie del agua. Su estómago se tensaba a cada rítmica contracción y sus piernas lo rodearon para sentir contra sí aquella vara de acero. Ebria de sensaciones, embriagada, débil, Lydia apoyó la cabeza en su hombro húmedo y mordisqueó la piel salada, ardiendo en deseos de que la poseyera, segura de que la potencia de su erección podría atravesar el tejido que cubría su íntima cavidad. Podía sentir el pulso de su inminente orgasmo, el vacío en su abdomen como un abismo que rogaba ser llenado. Y, a juzgar por el aliento entrecortado que sentía en el oído y la tensión de los músculos del cuerpo que se apretaba contra el suyo, supo que a su pareja le ocurría lo mismo.
La soltó un momento mientras tironeaba con impaciencia de su bañador, golpeando sin querer con los nudillos la cara interna de los muslos. El dolor no hizo sino intensificar la sensación, abandonándose por completo mientras se imaginaba la perversión de hacer el amor con Antón Santini...
¡Antón Santini!
Las dos palabras fueron como una brutal bofetada en sus mejillas enrojecidas; el instinto de supervivencia hizo que se detuviera en el último momento, afortunadamente. La realidad la golpeó violentamente y Lydia se apartó, luchando por recuperar el aliento, horrorizada por lo que había ocurrido. Su cuerpo se sacudía por el deseo insatisfecho mientras su mente buscaba el control, la vista fija en los ojos interrogativos de él.
Aquello era trabajo. Era su forma de vida. Pero no era sólo eso lo que la había hecho detenerse. Había sido el hecho de cobrar conciencia de que un hombre tan zalamero, sofisticado y despiadado como Antón Santini la había llevado en cuestión de minutos a semejante estado de deseo. Si perdía la cabeza, se dejaría arrasar, la aplastaría con la palma de su mano sin apenas darse cuenta.
- ¿Lydia? -murmuró él, evidentemente confuso por el cambio de actitud.
-Tengo que irme... dijo sacudiendo la cabeza como tratando de aclararse las ideas. Tengo que ir a la peluquería...
Y él debería haberlo entendido, el detective John Miller debería haberle puesto al corriente del plan. Pero él se limitó a mirarla. Lydia creyó comprender su confusión, pensó que John le habría dicho que no iba a estar solo.
Su mente trabajaba sin descanso en busca de una solución que encontró casi instantáneamente.
- Podríamos subir a mi habitación, le dijo desperada por salir de la piscina, por averiguar qué demonios estaba pasando y, tal vez lo más importante, por enfrentarse a aquel hombre completamente vestida. Pero se detuvo al oír ruido de voces en el pasillo exterior. Consciente de la precariedad de la situación, se movió con rapidez, colocándose entre Antón y la puerta.
- ¿Qué estás haciendo? , le preguntó con voz irritada, confuso por el cambio en su actitud.
No había tiempo para explicaciones al ver aparecer a María en compañía de otra mujer. Aunque María estaba vestida aún con albornoz blanco y llevaba una toalla enrollada debajo del brazo, Lydia sabía que iba armada.
- Signor Santini, che cosa fa qui?
Una mujer grande e iracunda, Lydia supuso que era Angelina, gesticulaba bruscamente señalando a su jefe.
¡Suo nuotando! -respondió Antón sin más.