CON CARGO A LA ENERGÍA CÓSMICA

LA Lackavanna llevaba diariamente un cauteloso tren matutino a Scranton, aunque se decía que la ciudad se estaba despoblando rápidamente. El profesor Leuten y yo teníamos un coche para nosotros solos, si exceptuamos a un nervioso y asustado individuo que merodeaba por allí y nos hablaba.

—Me llamo Pech — dijo—. Y permítanme decirles que los Pech hace mucho tiempo que rondamos por esta parte. Hay una ciudad a veintitrés millas al norte de Scranton llamada Pechville. Está llena de primos míos y de tías y tíos y yo acostumbraba a visitarles y a mandarles tarjetas postales y también recibirlas de ellos. Pero, por Dios, señores, ¿qué les ha ocurrido?

Su pregunta era retórica. No se daba cuenta de que el profesor Leuten y yo éramos por casualidad las únicas dos personas, fuera de la mal llamada Zona de la Plaga, que probablemente podríamos contestarle.

—Señor Pech — dije—, si no le importa, déjenos en paz que queremos hablar de negocios.

—Perdonen — dijo miserablemente, y se marchó al otro vagón.

Una vez solos, el profesor Leuten señaló:

—Una reacción interesante.

Y con una gran suavidad, sin la menor advertencia, extrajo una enorme araña peluda de su bolsillo que se retorcía espantosamente y la arrojó a mi cara.

Yo también lo hice con rapidez. Me puse en pie de un violento salto en el pasillo, y con el pulgar en la nariz saqué la lengua y se me puso como carne de gallina el cuello y los hombros.

—Muy bien — dijo él, y apartó la araña.

Era condenablemente realístico. Aun conociendo que era un artilugio de retorcidos muelles y felpa, rne sentí rebajado ante el hecho de que él lo había puesto en su bolsillo. Para mí eran las arañas. Para el profesor, las ratas y la asfixia. Hacia el final de nuestro programa de ensayo sólo fue necesaria una parte por millón de gas de dióxido de sulfuro para hacerle dar vueltas en postura de defensa, sobre una pierna como las grullas, la lengua afuera y el pulgar en la nariz, con el sudor del terror bañándole la frente.

—Tengo algo que decirle, profesor — dije.

—¿Ah, sí? — dijo tolerantemente. Y esto lo hizo. La tolerancia. Yo me había preparado para hacer mi cometido con un digno recital y apología, pero habían dos formas de contarle mi historia y, súbitamente, elegí la segunda.

—Es usted un falso — dije con satisfacción.

—¿Qué? — dijo asombrado.

—Un falso, un petardista, un paparruchero. Un decepcionante fanático inofensivo. Su epistemología funcional es una farsa. No nos engañemos.

Su acento se endureció un poco.

Luego, replicó:

—Permítame recordarle, señor Norris, que está usted hablando con un Doctor en Filosofía de la Universidad de Gottingen y un miembro de la Facultad de la Universidad de Basilea.

—Quiere decir un docente privado que enseña lógica a novicios. Y creo recordar que Gottingen anuló su grado.

El otro dijo lentamente:

—Siempre he sabido que es usted un estúpido, señor Norris. Pero hasta ahora no me había dado cuenta de que también es un antisemita. Fueron los nazis los que llevaron a cabo una ceremonia ilegal de anulación.

—De modo que ahora me convierto en un antisemita. Y me lo dice un maestro de lógica que es muy gracioso.

—Tiene usted razón — dijo después de una larga pausa—. Retiro mi observación. Ahora, ¿será tan amable de amplificar la suya?

—De mil amores, profesor. En primer lugar... Yo entretanto había estado dando cuerda a la rata que tenía en el bolsillo. La saqué de pronto y se la arrojé a la pechera, donde el bicharraco se puso a arañar y garabatear. Él lanzó un grito de espanto, pero no duró más que una fracción de segundo. Casi antes de que le saliera de la garganta ya estaba él sosteniéndose con una pierna, el pulgar en la nariz y la lengua afuera.

Me dio las gracias fríamente. Contesté al cumplido fríamente, volví la rata a mi bolsillo mientras él temblaba y proseguimos nuestra conversación.

Le referí cómo, hacía dieciocho meses, el señor Hospedale me había pedido entrar en su oficina. Una oficina bonita, con paneles de roble, fotos firmadas de los escritores de la Hospedale Press de nuestro glorioso pasado: Kipling, Barrie, Theodore Roosevelt y el resto de los antiguos muchachos.

El señor Hopedale quería saber algo de Eino Elekinen. Eino era uno de nuestros novelistas. Su primera obra, Vinlad el Bueno, Cachorros de la raza Vikingo, nos hizo ganar a todos un poco de dinero. Hacía ahora más de un mes que había pasado la fecha de entrega del volumen final de la triología y el final no estaba aún a la vista.

—Creo que está ocupado con una huelga de brazos caídos, señor Hopedale. Está cargado de deudas y tuve que negarle un anticipo de mil dólares. Quería mandar a su esposa a las Islas Vírgenes para el divorcio.

—Dele el dinero — dijo el señor Hopedale con impaciencia—. ¿Corno quiere que trabaje ese hombre si está rodeado de dificultades personales?

—Señor Hopedale — dije delicadamente—, ella podría divorciarse de él aquí mismo, en Nueva York. Él le ha dado a su esposa motivos de divorcio en los cuatro costados del Estado de Nueva York y en las ciudades occidentales de Long Island. Pero este no es el caso. Él no puede escribir. Y, aunque pudiera, lo último que necesita la literatura americana es otra trilogía sobre una familia inmigrante escandinava.

—Lo sé — dijo—. Lo sé. Ahora no vale él mucho. Pero creo que va a valer, y ¿va a permitir que se muera de hambre mientras se saca de su sistema las obras de juventud? — Su siguiente observación no tenía nada que ver con Elekinen. Contempló la foto firmada de T. R.: A un bravo editor, y dijo—: Norris, estamos arruinanados.

—¿Cómo? —.pregunté.

—Debemos a todo el mundo. Imprenta, papel, almacén. A todo el mundo. Es el fin de la Hopedale Press. A menos que... no quiero que piense que han venido aquí habléndome de usted, Norris, pero tengo entendido que ayer expuso usted una interesante idea durante la comida. Un profesor suizo.

Tenía que pensarlo bien.

Dije, por fin:

—Debe usted referirse a Leuten, señor Hopedale. No, no podemos sacar beneficio de él, señor. Estaba yo bromeando. Mi hermano... enseña en la Universidad de Columbia clases de filosofía... y me habló de él. Leuten es un farsante. Cada uno o dos años la Veintraub Verlag de Basilea edita un volumen y vende unos mil. Son tratados de epistemología funcional... y mi hermano dice que todo son tonterías, la clase de material que la prensa vanidosa publica. Fue sólo una broma. La gente lee esos libros... supongo... porque los empieza a leer y se siente avergonzada de dejarlos.

El señor Hopedale dijo:

—Hágalo, Norris, hágalo. Podemos sacar ambos bastante dinero para una gran promoción y luego... el fin. Voy a ver a Brewster de la "Factores Comerciales", esta misma mañana. Creo que anticipará el sesenta y cinco por ciento sobre nuestras cuentas a cobrar. — Intentó una sonrisa cínica. Seguía siendo el mismo—. Norris, usted es lo que técnicamente se conoce como un joven e inteligente editor. Podemos obtener siete dólares cincuenta por un libro de enseñanza. Con suerte podemos vender cientos de miles. Adelante, Norris. — Yo asentí moviendo la cabeza y asqueado empecé a salir. El señor Hopedale dijo con voz cansada—: Y actualmente podría producir algo inspirado.

El profesor Leuten permaneció sentado y escuchando; el otro, colorado, con la respiración fuerte.

—¡Traidor! — dijo por último—. Usted, con esa cara sonriente que vino a Basle, que habló de conferencias en América, que me dijo que firmase su maldito contrato. Mi cara en la portada del Time, que parece la de un mono, las entrevistas estúpidas, las gacetillas de prensa a mi nombre, que jamás vi. ¡América, pensé, y me contuve! ¡Pero... desde el principio... una mentira! — enterró la cara en las manos y murmuró—: ¡"Ach"! ¡Huele usted mal!

Eso me recordó algo. Saqué del bolsillo una ampolla maloliente y la rompí.

Se levantó de un salto, se balanceó sobre una pierna y se puso el pugar en la nariz. Sacó la lengua unas cuatro pulgadas y jadeaba con el terror de la asfixia.

—Muy bien — dije.

—Gracias. Sugiero que nos cambiemos al otro extremo del vagón.

Nosotros y nuestro equipaje nos habíamos instalado antes que comenzase a respirar con normalidad. Juzgué que el pánico y la mayor parte de su cólera habían pasado.

—Profesor — dije precavido—. He estado pensando en lo que haremos cuando encontremos a la señorita Phoebe.

—Completaremos su reeducación — contestó—. Destacaremos que sus facultades sueltas han sido aplicadas de manera antifuncional.

—Pienso algo mejor para completar su reeducación. Por eso le hablé con dureza. Presumiblemente, la señorita Phoebe le considera el hombre más grande del mundo.

Él sonrió reminiscente y adiviné lo que estaba pensando.

La Plume, Pa.

Miércoles.

Cuatro madrugada.

Profesor Konrad Leuten

The Hopedale Press

New York City, Nueva York.

Mi querido profesor:

A pesar de que es usted un hombre famoso y ocupado espero que se moleste en leer las pocas palabras del tributo agradecido de una vieja dama (84 años). Acabo de leer su magnífico e inspirado libro Cómo vivir a cuenta de las expensas cósmicas: introducción a la epistemología funcional.

Profesor, creo. Sé que cada espléndida palabra de su libro es verdad. Si hay un capítulo mejor que los demás es el número 9, "cómo estar en la remota armonía de su medio ambiente". Los Doce Reglas de ese Capítulo serán desde este momento mi luz guiadora y las practicaré fielmente siempre.

Su agradecida amiga,

señorita Phoebe Bancroft.

Aquella halagadora carta nos llegó en viernes, un día después de que los periódicos informasen divertidos o con desaliento del "ennegrecimiento" de La Plume, Pennsylvania. El término "Zona de Plaga" vino más tarde.

—Supongo que podrá — dijo el profesor.

—Bueno, lo pensaremos.

El tren disminuyó la marcha al tomar una curva. Advertí que las vías estaban bordeadas de hombres y mujeres. ¡Y algunos de ellos, Santo Dios, trataban de coger el tren en marcha! Los frenos funcionaron con un chirrido y una sacudida; mi nariz se estrelló contra el asiento delantero al nuestro.

—¡Agresión! — exclamó el profesor, asombrado—. ¡Pero eso no encaja con el sistema!

Vimos al empleado del ferrocarril en el vestíbulo abriendo la puerta para gritar a la gente de al lado de las vías. Se vio arrollado cuando ellos irrumpieron a bordo, llenando, atestando el vagón en un abrir y cerrar de ojos.

—Tenemos que ir a Scranton — les oímos decir—. Zombíes... (¹)

—Lo entiendo — le grité al profesor por encima del murmullo—. Son refugiados del Scranton. Deben haber bloqueado la vía. Ahora probablemente acosan al maquinista para que retroceda hasta Wilkes Barre. ¡Tenemos que bajar!

—Ja — dijo.

Estábamos en un asiento del extremo. A codazos, empujando y un poco estrujando llegamos hasta el vestíbulo y saltamos a las vías. El profesor perdió todo su equipaje en aquel breve y fiero forcejear. Yo salvé únicamente mi maletín. Los poderes del propio infierno no iban a separarme de aquel maletín.

Cientos de personas gritonas, arremolinadas, trataban de subir a bordo. Alguno consiguió llegar hasta los techos de los vagones después de que resultó físicamente imposible que ningún cuerpo más se encajase dentro. La locomotora lanzó un pitido desesperado y el tren comenzó a retroceder.

—Bueno — dije—, nos encaminaremos al norte.

Encontramos la carretera nacional número 6 después de marchar un breve trecho a campo a través y comenzamos a caminar por el cemento. No había tráfico. Todo el mundo con coche había abandonado Scranton días atrás y nadie iba a Scranton, excepto nosotros.

Vimos nuestro primer zombíe donde un cartel nos dijo que faltaban tres millas para la ciudad. Era una mujer con capuchón y delantal arcaico. No pude decir si era joven o vieja, guapa o fea. Nos dirigió una sonrisa vacía y preguntó si teníamos comida. Contesté que no. Ella repuso que no se quejaba de su suerte pero que tenía hambre, y, claro, los vegetales y las cosas eran mucho mejor ahora que no se emponzoñaba el suelo con aquellos terribles fertilizantes químicos. Después dijo que quizá pudiese haber algo que comer camino abajo, nos deseó un día agradable y continuó.

—¿Terribles fertilizantes químicos? — pregunté.

El profesor dijo:

—Creo que es una contribución de la duquesa de Carbondale al reino de la señorita Phoebe. Varias entrevistas lo mencionan — seguimos adelante.

Vi lo que pensaba el profesor. Pude leer su cerebro como si fuera un libro.

«Ni siquiera ha leído las entrevistas. Es un joven loco e imposible. Sin embargo está aquí, ha sufrido un riguroso curso de entrenamiento, y después de todo se arriesga a una especie de muerte. ¿Por qué?» Lo dejé estar y continué. Sabía que la respuesta se hallaba dentro de mi maletín.

—¿Cuándo cree usted que estaremos dentro del rayo de acción? — pregunté.

—Sólo el Cielo lo sabe — dijo dudoso—. Hay demasiadas variables. Quizás es distinto cuando duerme, quizás eso crece en proporción diferente variando según el número de personas afectadas. Todavía no siento nada.

—Ni yo tampoco.

Cuando sintiésemos algo, específicamente, cuando notásemos que la señora Phoebe Bancroft practicaba "las Doce Reglas" de "cómo estar en profunda armonía con su medio ambiente", haríamos algo completamente idiota, algo que habría conseguido q,ue nos echaran a patadas, literalmente hablando, del despacho del secretario de Defensa.

El dicho secretario nos contestó atronador:

—¿Están ustedes tomándome el pelo? ¿Acaso me proponen que los soldados de los Estados Unidos sufran un adiestramiento de tres meses en sacar la lengua y ponerse el pulgar en la nariz? — temblaba con elevada presión sanguínea.

Dos tenientes de la policía militar les cogieron por el cuello de la americana, siguiendo sus órdenes personales, y los arrojaron escaleras abajo del Pentágono, cuando nos vimos incapaces de denegar que eso era precisamente lo que nosotros pretendíamos.

Y así, compañías, escuadras, pelotones, batallones y regimientos entraron en la Zona de Plaga y jamás volvieron a salir.

Algunos soldados caminaban como zombies cuando lograron aparecer. Al cabo de unos pocos días, pasados a suficiente distancia de la Zona de Plaga, sus cerebros se aclararon y pudieron contar confusas historias. Dijeron que algo cayó sobre ellos. Una pesadez mental casi imposible de describir. Les gustó estar donde se encontraban, como ejemplo; abandonaron la Zona de Plaga sólo por casualidad. Estaban envueltos en un vago y tonto contento incluso cuando tenían hambre, lo que era casi siempre. ¿Qué tal era la vida en la Zona de Plaga? Bueno, no ocurría mucho. Uno se pasaba el tiempo vagando en busca de comida. Mucha gente parecía enferma pero al mismo tiempo contenta. Los granjeros de la Zona le daban a uno comida con la universal sonrisita tonta, pero sus cosechas eran pobrísimas. Las epidemias mataban a la mayor parte de los animales. Nadie parecía comer carne. Nadie se peleaba o discutía ni siquiera se oía una palabra más alta que otra en la Zona de Plaga. Y aquello era el infierno en la Tierra. Nada concebible podía inducir a ninguno de ellos a regresar.

—¿La duquesa de Carbondale? Sí, a veces salía en su carretela vistiendo ropas vaporosas y una corona de oro. Todo el mundo le hacía reverencias. Era una mujer gorda, grande, de mediana edad, con gafas sin montura y la expresión pintoresca de triunfo justo en su rostro.

Los zombies recuperados al principio fueron puestos en cuarentena y los doctores hicieron testamento antes de examinarlos. Se demostró que esto fue innecesario y el examen resultó infructuoso. Ninguna basteria, ni microbio, ni virus, ni nada. Lo que no pudo impedirles seguir en la creencia de que la consunción tenía un nombre oficial en los condados afectados.

El profesor Leuten y yo lo sabíamos bien, claro. Por conocerlo mejor nos echaron de los despachos, anularon entrevistas y una vez por poco nos encierran como locos. Eso fue cuando intentamos llegar directamente al Presidente. El Servicio Secreto, puedo atestiguarlo, protege a nuestro Primer Ciudadano con un celo que bordea la ferocidad.

—¿Cómo va el libro? — preguntó bruscamente el profesor Leuten.

—Trescientos mil. ¿Por qué? ¿Quiere un anticipo?

No entiendo el alemán, pero soy capaz de reconocer los tacos proferidos en cualquier lenguaje. Balbuceó, gruñó durante casi todo un minuto antes de decir en inglés:

—¡Idiotas! ¡Torpes! ¡De casi la tercera parte de un millón de lectores, sólo uno ha leído el libro!

Yo deseé diferir el comentario acerca de aquello.

—Hay ahí un coche — dije.

—Evidentemente está atascado o averiado y habrá sido abandonado por algún refugiado de Scranton.

—Echémosle un vistazo de todas maneras.

Era un maltrecho viejo Ford sedán, en medio de la cuneta. La parte posterior estaba llena de latas de conservas y licor; alguien había estado dedicado al pillaje. Tiré de la puesta en marcha y oí zumbar un rato el mecanismo; pero el motor no prendió.

—Inútil — dijo el profesor. Le ignoré, abrí la capota y comencé a inspeccionar el motor. Había una filtración de aire en el carburador.

—Funcionará — le dije—. Conozco a estos trastos y a sus bombas de gasolina. El coche se paró en esa pendiente y el conductor lo dejó rodar hacia atrás.

Desatornillé el filtro de aire del carburador, lo quité y lo lancé entre la maleza de la carretera. El profesor, claro, era el clásico muchachito curioso con el desdén intelectual europeo hacia las manos manchadas de grasa. Permaneció altivo mientras vaciaba una botella de ginebra y encontraba una llave en la caja de herramientas que servía para desmontar la llave de purga del depósito y llenaba la botella de ginebra con gasolina. Accedió a sentarse detrás del volante y a tirar del puesto en marcha de vez en cuando mientras yo empapaba de gasolina el carburador. Cada vez tosía el motor y quedaba menos aire en la cubeta del carburador; finalmente el motor se puso en marcha. Le hice apartarse del volante y me instalé yo, colocando a mi lado mi maletín. El vehículo retornó a la vacía carretera y todos marchamos hacia el norte, en dirección a Scranton.

Era natural que el profesor, supongo, se apartara de mí. Yo estaba enfadado por haber estado trabajando debajo del tanque de gasolina. Esto, más la desacreditada capacidad que yo había mostrado al poner en marcha el coche, me recordó que él era, después de todo, un doctor de una "verdadera" universidad, mientras que yo, después de todo, un empleado de una editorial con turbias calificaciones obtenidas en un colegio llamado Cornell. La atmósfera resultaba mala, pero tarde o temprano era necesario que se lo dijese.

—Profesor, tenemos que charlar y aclarar las cosas antes de que encontremos a la señorita Phoebe.

Él miró al enorme cartelón hecho trizas de los prohombres de la ciudad de Scranton sabiamente erigido para marcar la pendiente que conducía a la ciudad. "¡AVISO! PELIGRO DURANTE SIETE MILLAS. PONGA LA PRIMERA VELOCIDAD. MULTA DE CINCUENTA DÓLARES. ¡OBEDEZCA O PAGUE!".

—¿Qué hay que aclarar? — preguntó—. Parcialmente ella ha dominado la Epistemología Funcional... incluso, aun cuando Hopedale Press prefiera llamarlo "vivir a cuenta de las expensas cósmicas". Esto ha soltado ciertos poderes latentes en ella. Nuestra tarea simplemente es completar su dominio del aspecto ético de la E. F. Ella cesará de dominar otras mentes y pronto comprenderá que su conducta es disfuncional y en contravención del principio de la Evolución Permisiva. — Para él la cuestión estaba zanjada. Musitó—: Realmente no debí haberle permitido cortar de manera tan drástica mi exposición del Desequilibrio Diático; que debe ser la raíz de la dificultad de ella. Una breve explicación inductiva...

—Profesor — dije—. Me parece haberle dicho en el tren que es usted un falsario.

Me corrigió con viveza.

—Usted me dijo que cree que soy un falsario, señor Norris. Naturalmente que me enfureció su doblez, pero su opinión no demuestra nada. Yo le pido que mire a su alrededor. ¿Es esto algún truco?

Estábamos bien adentrados en la ciudad. Perros vagabundos ladraban en torno. Las ventanas estaban rotas y las mercancías desparramadas en las aceras; de trecho en trecho una casa ardía brillantemente. Coches destrozados y volcados salpicaban las calles y zombies caminaban lentamente a su alrededor. Cuando la señorita Phoebe atacaba a una ciudad los efectos eran parecidos al de un ataque de un millar de bombarderos.

—No es un truco — dije, esquivando con el volante a un sonriente hombre con sombrero de paja y mono de trabajo—. Tampoco es la Epistemología Funcional. Es fe en la Epistemología Funcional. Se podía tener fe en cualquier cosa, pero su libro es lo que ha originado que ella deposite su fe en algo concreto.

—¿Se atreve usted a compararme con los curanderos? — preguntó el profesor con los labios blancos de cólera.

—Sí — dije cansino—. Ellos consiguen sus curas. Lo mismo que muchísima gente. Dejémoslo estar, profesor. Me parece que lo mejor que podemos hacer cuando nos encontremos con la señorita Phoebe es que usted le diga que sus teorías son una falsedad. Destruida su fe en usted y en su sistema, me parece que volverá a ser la vieja dama normal de antes. ¡Aguarde un momento! No me diga que usted no es un falsario. Puedo demostrar que sí lo es. Usted dice que ella domina parcialmente la E. F. y que consigue sus facultades y poderes desde este dominio parcial. Bueno, presumiblemente usted domina por completo la E. F., puesto que fue quien la inventó. Así que ¿por qué no puede hacer usted todo cuanto ella ha hecho y mucho más? ¿Por qué no puede acabar con este caos levitando hasta la Plume, en lugar de tomar en Lackawanna un Ford del año 1941? Y, por Dios, ¿por qué no puede arreglar el Ford con unos pases de sus manos y de la E. F. en lugar de plantarse a mirar mientras yo trabajaba?

La voz del profesor sonó sinceramente turbada.

—Creo que se lo acabo de explicar, Norris. Aunque no se me ocurriese antes, supongo que podría hacer lo que usted dice; pero ni soñarlo. Como le dije, sería disfuncional y en completa contravención con el Principio del Permisivo...

Dije algo muy rudo y añadí:

—En resumen, usted puede pero no puede.

—¡Naturalmente que no! El Principio de lo Permisivo... — me miró con una especie de lenta comprensión en sus ojos—. ¡Norris! Mi editor. Mi primer lector. Mi jefe de publicidad que se decía el primer convencido de mis doctrinas. Norris, ¿verdad que no ha leído mi libro?

—No — le contesté con sequedad—. He tenido demasiado trabajo. Usted no consiguió aparecer en la portada de la revista Time por pura casualidad, sépalo de una vez.

Comenzó a reírse de manera desvalida.

—¿Qué tal dice esa canción... "Dios bendiga a América"? — me preguntó finalmente, con los ojos húmedos.

Detuve el coche con brusquedad.

—Me parece que empiezo a sentir algo — dije—. Profesor, me es simpático.

—Usted también a mí, Norris — me contestó—. Norris, hijo mío, ¿qué piensa usted de las damas?

—Criaturas delicadas. Custodios de la cultura. Profesor, ¿qué le parece el comer carne?

—Es una supervivencia bárbara. ¡Eso es, Norris!

Abrimos las puertas y salimos. Nos quedamos plantados sobre un pie cada uno, con los pulgares en las narices y sacando la lengua.

Contando la vez del tren, ésta era la 1.962 vez que hacía ese gesto en los pasados dos meses. Un millar y 961 el profesor había hecho que las arañas le saltaran de los libros, desde la pantalla de la televisión, de detrás de las molduras, de los cajones del escritorio, de mis bolsillos, del suyo. Viudas negras, tarántulas, inofensivas (¡Ah!) enormes arañas caseras, verdaderas. Mil novecientas sesenta y una veces sentí la aracnofobia con sus horribles náuseas. Cada vez noté que tenía voluntariamente mayores sistemas musculares para levantar la pierna con violencia, para girar con violencia mi mano hacia la nariz, para hacer la mueca violenta de sacar la lengua.

Después de tanta práctica me acostumbraré.

Por último, mi cuerpo lo había aprendido. Esta vez no había araña; era sólo la señorita Phoebe: un vago y agradable sentimiento parecido al del primer martini. Pero mi postura de defensa, esta mil novecientosava vez, fue acompañada por la vieja adición del error. No había araña, así que se volcó todo sobre la señorita Phoebe. El vago sentimiento de tomar el primer martini se desvaneció como la niebla de la mañana al calor del sol.

Me relajé con precaución. En el otro lado del coche lo mismo hizo el profesor Leuten.

—Profesor; bien dije: no me simpatiza usted ya en absoluto.

—Gracias — dijo con frialdad—. Ni usted a mí tampoco.

—Creo que hemos vuelto a lo normal — dije—. Subamos. — Subió y partimos. De mala gana dije—: Felicidades.

—¿Porque dio resultado? No sea ridículo. Esperaba que un plan de campaña derivado de los principios de la Epistemología Funcional tendría éxito. Todo lo que se requería era que usted fuese por lo menos tan listo como uno de los perros del profesor Pavlov, y yo admito que considere esa hipótesis para que se deslice mi cadena de razonamiento.

Paramos para comer algo de las conservas de la trasera del coche a la una en punto y luego marchamos rápido hacia el norte a través del campo en ruinas. Los pueblecitos estaban destrozados y abandonados. Posiblemente refugiados de la cada vez creciente ola de plagas causaron los primeros daños con el pillaje; la destrucción subsiguiente sólo fue cosa del azar. Eso demostraba lo que ocurriría a cualquier ciudad del siglo veinte en el curso de unas pocas semanas si la gente que luchaba en infinitas guerras contra la quiebra y la dilapidación retiraba los brazos. Era lo que cualquiera podría deducir pensando que podría hacer más daño que el fuego o el agua.

Entre las ciudades los animales eran increíblemente atrevidos. Había un verdadero ejército de conejos comiendo en un campo de alfalfa. Un granjero zombíe agitó un pedazo de tela hacia ellos, diciéndoles con afecto:

—Fuera, conejitos. ¡Iros ahora! ¡Vamos!

Pero los animales sabían que no les haría nada y continuaron masticando por el campo.

Detuvo el coche y llamé al granjero. Vino en seguida, sonriendo.

—¡Los diablillos! — dijo señalando con un gesto a los conejos—. Pero no tengo corazón para asustarles de verdad.

Aquel hombre me interesó.

—¿Es usted feliz? — le pregunté.

—¡Oh, sí! — tenía los ojos hundidos y brillantes; se le veían los pómulos destacando en su macilenta cara—. La gente debería ser considerada. Yo digo siempre que lo que más importa en el mundo es ser considerado.

—¿No echa usted de menos la electricidad, los coches y los tractores?

—Cielos, no. Yo siempre digo que las cosas eran mejor en la antigüedad. La vida tenía más gracia, en mi opinión. Oh, no echo de menos ni la gasolina ni la electricidad; nada absolutamente. Todo el mundo es tan considerado y amable que eso lo compensa todo.

—Me pregunto si usted sería tan considerado y amable como para acostarse en la carretera para que pasáramos el coche por encima de su persona.

Pareció tiernamente sorprendido y comenzó a tumbarse delante del coche, diciendo:

—Bueno, si eso les produce a ustedes, caballeros, algún placer...

—No; no se moleste. Vuelva usted con sus conejos.

Se quitó el sombrero y se fue, resplandeciente. Seguimos adelante. Yo le dije al profesor:

—Capítulo Nueve: "Cómo estar en perfecta armonía con su medio ambiente". Sólo que ella no cambió, profesor Leuten; ella cambió de medio ambiente. Cada hombre y mujer en la Cena es lo que la señorita Phoebe piensa que debería ser: tonto, sentimental, educado y amable hasta la idiotez. Nostálgica expresión y estupidez absoluta cuando se llega a este estado de cosas.

—Norris — dijo, pensativo, el profesor—, hemos estado asociados durante algún tiempo. Creo que debía usted dejar el tratamiento de "profesor" y llamarme Leuten. En cierto modo somos amigos...

Tiré de los ruidosos frenos con violencia.

—¡Fuera! — grité, y saltamos. El tonto fui yo; me estaba envolviendo de prisa. De nuevo, el pulgar en la nariz y la lengua fuera, para hacerlo que ardiera y desapareciese. Cuando miré, el profesor estaba del todo seguro de que era un tozudo viejo fósil, como me había imaginado, y que tornaba a serlo de nuevo. Pero, cuando me miró fulminante y me dijo con violencia:

—Naturalmente, retiro mi última observación, Norris; ningún caballero me obligaría a mantenerla — me di cuenta de que era normal. Subimos y continuamos la marcha hacia el norte.

La devastación se hizo perceptiblemente peor después de pasar los escombros malolientes que antaño fueron la ciudad de Meshoppen, Pa. Después, hubieron más cuerpos en la carretera y las moscas se convirtieron en algo horroroso. No había insecticida alguno. Ni tampoco DDT de Wilmengton. Seguimos marchando en el calor del mediodía con las ventanillas cerradas y la ventilación de la capota también cerrada. Fue entre Meshoppen y La Plume cuando las cosas se esterilizaron durante un tiempo y los ingenieros militares comenzaron a levantar cercas de alambre espinoso. ¿Quién sabe lo que ocurrió entonces? Quizá la señorita Phoebe se recobró de un ligero resfriado. O quizá se dijo a sí misma con firmeza que su fe en el maravilloso libro del profesor Leuten se estaba debilitando; que ella debía dominarse y trabajar realmente con viveza para producir la profunda armonía en su medio ambiente. A la mañana siguiente... ya no habían ingenieros militares. Y se vieron zombíes vagando por los alrededores y sonriendo. A la otra mañana el radio de la Zona de Plaga crecía a razón de una milla por día.

Yo quería distraerme del sudor que me corría rsor el rostro.

—Profesor — le dije—, ¿se acuerda de la última palabra de la carta de la señorita Phoebe? Era "siempre". ¿Supone usted...?

—Tras la inmortalidad, sí; creo que queda dentro del radio de acción de la mal aplicada Epistemología Funcional. Claro dominio completo de la E. F. asegura que ningún deber egoísta debería ser invocado o debería serlo. Lo hermoso de la E. F. es su conservadurismo, en el sentido cinético. Es la autorregulación. Un mundo en el que el dominio universal de la E. F. se hubiese conseguido... Y ahora me doy cuenta de que la publicación de mis puntos de vista por la Hopedale Press fue un paso lejos de ese ideal... Sería en ningún modo distinto del mundo presente.

—Se está construyendo una cláusula de escape — le espeté—. Como el yoga. Usted les pide que le muestren que han adquirido dominio propio, con una pequeña demostración, tal como la levitación o volverse transparente, pero todos estarán preparados para usted. Ellos le dirán que han adquirido tanto autodominio que dominan incluso el deseo de levitar o de volverse transparentes. Yo casi desearía haber leído su libro, profesor, en vez de limitarme a evitarlo. Quizás es usted más listo de lo que me pensé.

Se volvió rojo como la grana y rechinó los dientes.

El profesor me espetó:

—Sus insultos apenas me alcanzan, Morris.

La autopista se cerró en la curva que nosotros seguíamos. Tuve que frenar y me froté los ojos.

—¿Nos han visto? — preguntó el profesor.

—Sí — dije con indiferencia—. Éste debe ser el séquito de la duquesa de Carbondale.

Había una docena de hombres hombro con hombro, bloqueando la carretera. Estaban armados con diversos rifles deportivos y un Bazooka. Llevaban una especie de faldellines y lo que parecían ser brazaletes de bisutería barata. Cuando nos detuvimos se abrieron por el centro de la línea y la duquesa de Carbondale pasó por el centro en su carretela... Sólo que era tal carretela un cochecito de carreras de los empleados por los trotones y ella no lo conducía; el caballo era guiado por una chica jovencita adolescente, vestida como una comparsa para la película Marco Antonio y Cleopatra. La propia duquesa llevaba ropas amplias y blancas, y una tiara y un cerquillo de joyas. Parecía como la tía antipática, la gorda. O una maestra de instituto que hoy me recuerda con odio, al cumplir los cuarenta. O también una de esas mujeres que llaman al timbre de la casa y tratan de abrumarle a uno con peticiones cantadas contra el ateísmo o los grupos mixtos de niños y niñas en las escuelas públicas.

El hombre del bazooka apuntaba su arma a nuestra capota. Tenía el dedo en el disparador y estaba esperando un gesto de la duquesa.

—Salga — le dije al profesor, cogiendo mi maletín. Él miró el bazooka y ambos abandonamos el coche.

—Hola, mortales — dijo la duquesa.

Yo miré desvalido al profesor. Ni siquiera mi larga experiencia con las damas novelistas me había equipado para enfrentarme a la situación. Él, sin embargo, fue capaz de hacerse cargo. Era europeo y tenía conocimientos y energías para ello: establecer primero una afirmación y luego comportarse de acuerdo con ella. Dijo:

—Señora, me llamo Conrad Leuten. Soy doctor en Filosofía por la Universidad de Gottingen y miembro de la Facultad de la Universidad de Basle. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

Los ojos de ella se contrajeron apreciativos.

—Oh, mortal — dijo, y su voz era menos airosamente dramática—, sabía que estaba usted aquí, entre los títulos del Nuevo Lemuria, títulos que son perversos. Y sé que los puros corazones de mis subditos no pueden ser agobiados por la maquinaria básica. ¿Comprende?

—No lo sabía, señora — dijo educadamente Leuten—. Le pido perdón. Sin embargo, intentábamos llegar hasta La Plume. ¿Nos da usted su permiso para hacerlo?

Al oír nombrar a La Plume ella se quedó inexpresiva. Al cabo de un rato hizo un gesto al hombre del bazooka.

—Destruye, oh Phraxanartes, la maquinaria de los forasteros — dijo.

Phraxanartes tocó el disparador de su bazooka. Leuten y yo saltamos a la cuneta, mi mano protegiendo el maletín, cuando el cohete se estrelló en el viejo motor del Ford. Quedamos allí apiñados mientras estallaba el tanque de gasolina y volaban por los aires latas y botellas. El ruido se apaciguó hasta un rugido lleno de chasquidos y dejaron de caer los sibilantes fragmentos al cabo de quizás un minuto. Fui el primero en alzar la cabeza. La duquesa y su séquito se habían ido, fundiéndose presumiblemente en el bosque que bordeaba la carretera.

La voz de contralto de ella sonó:

—Levantaos, oh desconocidos, y uniros a nosotros.

Leuten contestó desde la cuneta:

—Una petición perfectamente razonable, Norris. Hagámoslo. Después de todo, uno debe ser amable.

—Y agradecido — añadí.

"¡Bondadosa y anciana duquesa!" pensé. "¡Bondadoso viejo Leuten! ¡Maravilloso viejo mundo, con colinas y árboles y conejitos y ga-titos y gente agradecida...!"

Leuten estaba de pie sobre una de sus piernas, el pulgar en la nariz, sacando la lengua y gritando:

—¡Norris! ¡Norris! ¡Defiéndase! — Me abofeteaba la cara con la mano libre. Rápido, me puse en la postura de defensa, pensando: "Vaya tontería. ¿Defenderse contra qué? Pero por nada del mundo ofendería al viejo Leuten..."

La adrenalina hirvió a través de mis venas, disparada por la postura. Arañas. Horribles y peludas arañas que se arrastraban mostrando sus colmillos púrpura goteando veneno. Se escondían en los zapatos y te mordían y tus pies se hinchaban con la ponzoña. Sus redes pegajosas y repugnantes te rozaban el rostro cuando caminabas en la oscuridad y ellas venían escurriéndose en silencio, agitando las mandíbulas, parpadeando los ojos semejantes a gemas diabólicas. ¡Arañas!

La voz de la duquesa sonó impaciente:

—Dije que os unierais a nosotros, oh, extranjeros. Bueno, ¿a qué estáis esperando?

El profesor y yo nos relajamos y nos miramos mutuamente.

—Está loca — dijo en voz baja el profesor—. Debe haberse escapado de algún manicomio.

—Lo dudo. Usted no conoce muy bien América. Quizás ustedes los encierren cuando se ponen así, en Europa; en este país a las mujeres de esa clase las nombramos presidentas de organizaciones benéficas. Si no lo hacíamos, la cosa no tendría remedio.

La chica disfrazada conducía el vehículo de la duquesa, de nuevo, hacia la carretera. Parte de su séquito comenzaba a seguir; ella les hizo un gesto para que se fueran y despidió a la chica con sequedad. Rebordeamos el calor del coche ardiendo y nos acercamos a ella. No podíamos hacer otra cosa, a menos que quisiéramos arriesgarnos a recibir una descarga de los diversos rifles deportivos.

—Oh, forasteros — dijo ella—, mencionasteis La Plume. ¿Acaso conocéis a mi querida amiga Phoebe Bancroft?

El profesor asintió antes de que pudiera yo detenerle. Pero casi de manera simultánea, con su asentimiento, estaba ya arrastrando a la duquesa de su improvisada carroza. Fue muy desagradable, pero le puse las manos en torno a la garganta y me arrodillé sobre ella. Eso significaba soltar el maletín, pero valía la pena.

Ella carraspeó, se agitó y logró chillar.

—¡No disparéis! ¡Lo repito, no disparéis! ¡Pamphililus, no disparéis, podríais alcanzarme!

—Despídalos — le dije.

—¡Nunca! — flameó ella—. Son mis leales siervos.

—Pruebe usted, profesor — dije.

Creo que entonces adoptó sus modales de profesor. Se puso rígido, carraspeó y avanzó hacia la maleza.

—Salgan en seguida. Todos.

Salieron, tambaleándose y turbados. Se daban cuenta de que algo iba mal. Allí estaba la duquesa en el suelo diciéndoles lo que tenían que hacer, tal y como lo había estado haciendo durante semanas. Querían honrarla de la pequeña manera que pudiesen, disparando contra los extranjeros, o buscando carne en conserva para ella, pero ¿cómo podían honrarla mientras estaba tumbada volviéndose lentamente de un color púrpura? Aquello era confuso. Por fortuna había otra persona a quien honrar, el profesor.

—Marchaos — les ladró—. Marchaos lejos. No os necesitamos más. Y arrojad vuestras armas.

Bueno, eso era algo que cualquiera podía comprender. Sonrieron y arrojaron sus armas y se fueron en su manera educada y cortés.

Yo dejé de oprimir la garganta de la duquesa.

—¿Qué fue toda esa tontería acerca de Nuevo Lemuria? — le pregunté.

—Eres un joven brusco e ignorante — respondió ella. Por el rabillo del ojo pude ver al profesor asintiendo involuntariamente—. Cada persona educada sabe que la sabiduría perdida de Lemuria iba a ser revivida en la persona de una princesa sacerdotisa de este año. De acuerdo con la ciencia de la Piramidología...

¿Hermosa sacerdotisa? ¡Oh!

El profesor y yo permanecimos plantados mientras ella hablaba de algo sorprendente compuesto por un continente perdido, las Diez Tribus, vegetarianismo, medicina homeopática, agricultura orgánica, astrología, platillos volantes y los poemas de Khalil Gibran.

El profesor dijo por último en tono dudoso:

—Supongo que se la podría llamar como una especie de Difusionista Cultural... — era más feliz cuando la tuvo clasificada. Proseguí—: Creo que usted conoce a la señorita Phoebe Bancroft. Desearíamos que nos la presentase lo antes posible.

—Profesor — me quejé—, tenemos un mapa de carreteras y podemos encontrar La Plume. Una vez hayamos encontrado La Plume no creo que sea muy difícil encontrar a la señorita Phoebe.

—Estaré muy complacida acompañándoles — dijo la duquesa—. Aunque normalmente no me gustan los aparatos mecánicos, tengo un automóvil cerca por si acaso... por si acaso... ¡bien! ¡De todos los mal educados...!

Quiérase o no ella se quedó sin habla. Nada en su rica cantidad de palabrería y odio parecía encajar con la situación. La agricultura orgánica, incluso Khalil Gibran, eran irrelevantes ante el aspecto nuestro, cada uno de pie sobre una pierna, con el pulgar en la nariz y sacando la lengua.

Innegablemente la postura de defensa estaba perdiendo eficacia. Costó bastante más hacer que desapareciese el resplandor loco...

—Profesor — pregunté después que nos relajamos cansinamente—, ¿cuánto de esto podremos tomar?

Se encogió de hombros.

—Por eso sería muy útil una guía — dijo—. Señora, creo que mencionó un automóvil.

—¡Lo sé! — dijo ella brillantemente—. Era sana yoga, ¿verdad? Me refiero a las posturas.

El profesor sorbió un invisible limón.

—No, señora — dijo con tono cadavérico—. No era ni siddhasana ni padmasana. El yoga ha quedado ridiculizado tras la Epistemología Funcional, como cualquier otro sistema filosófico oriental u occidental... Pero perdemos el tiempo. ¿El automóvil?

—Ustedes tendrán que hacer eso muy a menudo, ¿verdad?

—Dejómoslo estar, señora. El automóvil, por favor.

—Vengan por aquí — contestó ella alegremente. No me gustó la expresión de su rostro. La señora presidenta estaba a punto de dar un golpe parlamentario. Pero cogí mi maletín y la seguí.

El coche estaba en un granero cercano. Era un estupendo Lincoln nuevo y me aseguré razonablemente al verlo de que nuestra rubia cicerone lo había robado. Pero estábamos iguales porque yo también había robado el Ford.

Puse dentro el maletín y ocupé el volante a pesar de las objeciones de ella, encaminándonos hacia La Plume, a una docena de millas de distancia. Por la carretera ella gritó:

—¡Oh, Epistemología Funcional... y usted es el profesor Leuten!

—Sí, señora — asintió él, cansino.

—Claro que he leído su libro. Lo mismo ha hecho la señorita Bancroft; estará muy contenta de verle.

—Entonces, ¿por qué, señora, ordenó a sus secuaces que nos asesinaran?

—Bueno, profesor, es que yo no sabía quiénes eran ustedes entonces y resultó sorprendente ver a alguien en un coche. Yo, ejem, tuve la sensación de que no constituía nada bueno, especialmente cuando mencionó usted la querida señorita Bancroft. Ella, ya lo sabe usted, es realmente responsable por esta reemergencia del Nuevo Lemuria.

—¿De veras? — exclamó el profesor—. ¿Usted comprende, entonces, algo acerca del Intercambio Nivelado de Personalidad? — parecía resplandeciente.

—¿Qué ha dicho?

—¡Intercambio Nivelado de la Personalidad! — ladró él—. ¡Capítulo nueve!

—Oh, en su libro, claro. Bueno, en realidad, me lo salté.

—Otro que tal — murmuró el profesor, arrellanándose.

La duquesa siguió charlando.

—La querida señorita Bancroft, claro, se ha empapado bien de su libro. Pero usted preguntaba..., no, no es lo que dijo. ¡Yo le eché la buenaventura y salió que ella es del veintisiete Dragón!

—Scheissdreck — murmuró el profesor, demasiado desanimado para traducirlo.

—Así que, naturalmente, profesor, ella encarna la espiritualidad de Taliesin y — emitió una modesta risita — usted sabe que la encarna materialmente. Lo que es solamente razonable, puesto que yo desciendo de la gran sacerdotisa de Mu. ¡Poco pensé yo cuando salí de la Biblioteca de las Abejas Ocultas, en Carbondale!

—Ja — exclamó el profesor. Hizo un esfuerzo—. Señora, dígame algo. ¿Usted no siente nunca cierta cosa, una sensación de hostilidad y una intoxicación y una buena voluntad envolviéndola de pronto?

—Oh, eso — dijo desdeñosa—. Sí; de vez en cuando. No me preocupa. Yo pienso en todo el trabajo que tengo que hacer. Cuánto debo pisotear a esos abogados que destruyen las almas, que son los comedores de carne, y a los fertilizantes químicos, y a la floridación. Cómo debo luchar contra la ciencia culta y aplastar a los filósofos materialistas. Cómo debo derribar a nuestros ministros y sacerdotes corrompidos y egoístas, nuestras leyes podridas y nuestras costumbres...

—Lieber Gott — el profesor se maravilló mientras ella siguió adelante.

—Con Norris hay arañas. Conmigo son ratas y asfixia. Pero con esta mujer aparentemente es todo el Cosmos, excepto su propio y revuelto yo.

Ella no le oyó; estaba exigiendo que la edad del voto para las mujeres fuera rebajada hasta los dieciséis años y para los hombres elevada hasta los treinta y cinco.

Marchamos a través de nubes de moscas y mosquitos. Las moscas comían felices en las vacas muertas y en los corderos que por desgracia seguían vivos. En Nuevo Lemuria no había lugar para las vacas. No había redil tampoco para los corderos. Ellos no formaban el estado y el condado, ni los ciudadanos ni los pueblos, puesto que los verdaderos ciudadanos marchaban constantemente de patrulla, matando a las reses, limpiando las alcantarillas, reemplazando basura por basura, y así, del todo natural, el campo se iría convirtiendo en una tierra de carroñas. Cosa que adoraban los mosquitos.

—La Plume — anunció la duquesa alegremente—. Y la casita de la señorita Phoebe Bancroft está allí a la derecha. ¿A propósito, por qué desea verla, profesor?

—Para completar su reeducación... — dijo el profesor con voz cansada.

La casa de la señorita Phoebe y las pocas próximas eran los únicos lugares que habían visto de la Zona que no parecían descuidados. La señorita Phoebe, claro, era capaz de decir lo que tenían que hacer a los zombíes para que le cuidasen el jardín, le cortasen el césped y lo cuidaran todo. Las moscas no eran tan malas allí.

—Probablemente la pobrecita estará descansando — dijo la duquesa.

Detuve el coche y bajamos. La duquesa dijo algo sobre Kleenex y entró de nuevo para buscar algo en la guantera.

—Por favor, profesor — dije, aferrado a mi maletín—. Hágalo de manera inteligente. Tal y como se lo dije.

—Norris — contestó—, me he dado cuenta que tiene usted mucho aprecio a mis intereses. Es un buen muchacho, Norris, y me gusta..

—¡Cuidado! — grité, y me puse en la posición de defensa. Lo mismo hizo él.

Arañas. No era un mundo bueno y viejo, mientras hubiesen horrorosas arañas en él. Arañas...

Se oyó un disparo de pistola; sonó a mi oido. El profesor cayó. Me volví y vi a la duquesa con expresión cariñosa, a punto de dispararme también. Di un paso al lado y ella falló; mientras le arrebataba la automática de la mano de un manotazo, pensé confusamente que era casi un milagro que hubiese dado al profesor a cinco pasos aun cuando él fuese un blanco inmóvil. La gente no se da cuenta de lo difícil que es acertar aun con una pistola.

Supongo que iba a matarla, al menos herirla grave, cuando se entrometió un nuevo elemento. Una viejecita de cabello blanco que vino trotando por el aseado caminito de grava desde la casa. Llevaba un hermoso vestido color pastel que me sorprendió; sin saber por qué siempre me la había imaginado de negro.

—¡Bertha! — gritó la señorita Phoebe ¿Qué has hecho?

La duquesa lloriqueó.

—Ese hombre iba a lastimarte, Phoebe, querida. Y este individuo es igual de malo...

—No digas tonterías — dijo la señorita Phoebe—. Nadie puede hacerme daño. Capítulo Nueve, Regla Siete. Bertha, vi que disparaste contra ese caballero. Estoy muy enfadada contigo, Bertha. Muy enfadada.

Fue una sentencia de muerte muy velada.

La duquesa alzó los ojos y sollozó. Luego cayó como desmayada. No tuve que comprobarlo; estaba seguro de que había muerto. La señorita Phoebe de nuevo era la que estaba en Profunda Armonía Con Su Medio Ambiente.

Me arrodillé junto al profesor. Tenía un agujero en el estómago y todavía respiraba. No había mucha sangre. Me senté y lloré. Por el profesor. Por la pobre y maldita raza humana que a razón de una milla por día se iba transformando en un rebaño apático e idiota. Adiós, Newton y Einstein; adiós, Miguel Ángel y Tenzing Norkay; adiós, Moisés, Rodin, Kwan Yin, los transistores, y todo lo demás...

Un hombre pelirrojo con una manzana de Adán descomunal decía suavemente a la señorita Phoebe:

—Es este conejo, señora — y en verdad que un enorme conejo estaba presente—. Cada vez que encuentro una zanahoria o algo me lo quita y muerde y patalea cuando trato de discutir con él... — y en verdad que cogió un pedazo de zanahoria del bolsillo y el conejo insolente se lo arrebató de la mano y lo mordisqueó triunfante con un ojo guiñado maliciosamente hacia su víctima—. Lo hace siempre, señorita Phoebe — dijo el hombre con expresión infeliz.

—Pensaré algo, Henry — le contestó la vieja dama—. Pero deja primero que me cuide de estas personas.

—Sí, señora — dijo Henry. Extendió la mano con cuidado para recuperar su pedazo de zanahoria y el conejo le mordió y luego continuó mordisqueando la hortaliza.

—Joven — me dijo la señorita Phoebe—, ¿qué ocurre? Parece desesperado. No tiene que hacerlo. Capítulo Nueve, Regla Tres.

Me recuperé lo bastante para decir:

—Es el profesor Leuten. Se muere.

Se le desorbitaron los ojos.

—¿El profesor Leuten? — Yo asentí—. ¿"Cómo vivir a costa de la energía cósmica"? — volví a asentir.

—¡Oh, Cielos! ¡Si al menos hubiese algo que pudiese hacer!

¿Curar al moribundo? Aparentemente no. No creo que pudiera, ni ella tampoco lo pensaba, por lo que le fue imposible hacerlo.

—Profesor — dije—. Profesor.

Abrió los ojos y dijo algo en alemán; luego, apresuradamente:

—La mujer me mató. Mimada... loca, ¿verdad? ¿Qué es esto? — hizo una mueca de dolor.

—Soy la señorita Phoebe Bancroft, profesor Leuten — jadeó la anciana, inclinándose sobre él—. Lo siento terriblemente; admiro tantísimo su maravilloso libro.

Los ojos cansinos del profesor se volvieron hacia mí.

—Vaya, Norris — dijo—. No tuve tiempo de hacerlo bien. Hágalo a su modo. Ayúdeme a le-vntarme.

Le ayudé a ponerse en pie, sufriendo, casi tanto como él. La herida comenzó a sangrar más copiosamente.

—¡No! — exclamó la señorita Phoebe—. Debería usted acostarse.

El profesor rezongó.

—Buena idea, nena. ¿Quiere hacerme compañía?

—¿Qué es eso? — estalló ella.

—Ya me has oído, nena. Dime, ¿tienes algo de licor en tu casa?

—¡Claro que no! ¡El alcohol es el enemigo para el desarrollo de las funciones más altas de a mente! Capítulo Nueve...

—A la basura el Capítulo Nueve, nena. Yo me limité a escribir toda esa monserga por dinero.

Si la señorita Proebe no hubiera estado en un estado parecido al del choque quirúrgico después de ver aquello, habría visto cómo el dolor contraía el rostro del profesor.

—¿Quiere usted decir...? — balbuceó ella comenzando a parecer, por primera vez, de su edad.

—Claro. Montones de basura. Bonitas palabrabras para ganar dinero. Lo que me interesa son las mujeres y el licor. Mujeres como tú, nena.

El engaño triunfó.

Llorando, asustada, insultada y perdida trotó a ciegas por el aseado sendero hasta su casa. Yo dejé al profesor en el suelo. Se estaba casi perforando con los dientes el labio inferior.

Oí, tras de mí un nuevo ruido. Era Henry, el pelirrojo de la voluminosa manzana de Adán. Estaba mordiendo su pedazo de zanahoria y sujetaba el gran conejo por los cuartos traseros. Le golpeaba de paso contra un árbol. Henry parecía feroz, salvaje, carnívoro y muy, muy peligroso para enfrentarse con él. En una palabra, humano.

—Profesor — le murmuré casi con la boca pegada en su rostro cerúleo—, lo he conseguido. Está roto. Pasó. Ya no hay más Zona de Plaga.

Él respondió en un susurro, los ojos cerrados:

—Lamento no haberlo hecho adecuadamente... pero diga a la gente cómo morí, Norris. Con dignidad, sin miedo. A causa de la Epistemología Funcional.

—Haré todavía más, profesor — respondí entre lágrimas—. El mundo conocerá su heroísmo.

—El mundo necesita saberlo. Tenemos que escribir un libro con todo esto... su auténtica biografía autorizada y de ficción... y el agente de Hospedale en la costa Oeste procurará que se venda para una película...

—¿Película? — dijo con tono apagado—. ¿Libros...?

—Sí. Sus años de lucha, la muchachita en el lugar que conservó la fe en usted cuando todo el mundo le despreciaba, su ardiente misión de trasformar al mundo y el clima... aquí, ahora... y usted dio su vida en defensa de su filosofía.

—¿Qué chica? — preguntó con debilidad.

—Tiene que haber alguna, profesor. Ya la encontraremos.

—¿Usted documentaría mi expulsión de Alemania por los nazis? — preguntó con voz débil.

—No lo creo, profesor. El mercado de exportación es importante, especialmente cuando se trata de vender los derechos para una película y usted no querrá ofender a la gente evocando viejos recuerdos. Pero no se preocupe, profesor. Lo grande es que el mundo nunca le olvidará a usted y a lo que ha hecho.

Abrió los ojos y suspiró:

—Querrá decir su versión de lo que yo he hecho. Ay, Norris, Norris. Nunca pensé que hubiese poder en la tierra que pudiese obligarme a contravenir el Principio de la Evolución Permisiva — su voz se hizo más fuerte—. Pero usted, Norris, tiene ese poder — se puso en pie, gruñendo, y dijo—: Norris, le advierto por la presente, normalmente, de que cualquier intento de hacer una biografía ficticia o una película falseada, dará origen a una inmediata demanda, ya que, de bofetadas en la cara acusado de libelo, quebrantamiento de los derechos de autor e invasión de la intimidad, ya tengo bastante.

—Profesor — carraspeé—. ¡Está usted bien!

Hizo una mueca.

—Me encuentro enfermo. Muy enfermo por la contravención al Principio de la Evolución Permisiva...

Su voz se hizo más débil. Eso era porque se estaba alzando lentamente en el aire. Se detuvo a unos treinta metros y gritó:

—Envíe las declaraciones de liquidación a mi vieja dirección, de Basle. Y recuerde, Norris, que le avisé...

Se marchó hacia el este, quizás a cien millas por hora. Creo que cobraba velocidad cuando desapareció de la vista.

Me quedé plantado allí durante diez minutos suspiré y me froté los ojos; me pregunté si había algo que valiese la pena. Decidí leer el libro del profesor mañana sin falta, a menos que ocurriese algo.

Entonces cogí mi maletín y subí por la acera y entré en casa de la señorita Phoebe. (Henry había encendido una hoguera en el césped y estaba asando su conejo; me miró con rebeldía y yo di un rodeo para no tropezarme con él, con mucho cuidado).

Esto fue, después de todo, el resultado; esto fue, después de todo, la razón por la que arriesgué mi vida y mi cordura.

—Señorita Phoebe — dije sacándolo de mi maletín—, represento a Hopedale Press; este es uno de sus contratos normales. Estamos interesadísimos en publicar la historia de su vida, destacando en especial los acontecimientos de las pasadas semanas. Naturalmente tendrá usted un colaborador experto. Creo que no será mucho confiar que se vendan cientos de miles de ejemplares. Le sugeriría como título... es decir, (firme esta línea...) el título puede ser Cómo ser el Gobernador de todo el mundo...