DOMINÓS
—¡DINERO! — gritóle su esposa—. Te estás matando, Will. Deja de una vez el mercado y vayámonos a otro sitio donde podamos vivir corno seres humanos...
Él salió del apartamento dando un portazo, herido por los reproches de que había sido objeto, y se quedó parado en el bien alfombrado corredor, sintiendo el dolor de los aguijozanos de su úlcera. Abrióse la puerta del ascensor y el ascensorista sonrióle:
—Buenos días, señor Born. Hoy hace un día magnífico.
—Estoy contento, Sam — dijo amargamente W. J. Born—. Acabo de disfrutar de un desayuno magnífico, magnífico.
Sam no sabía cómo tomárselo, así que sonrió débilmente.
—¿Cómo anda el mercado, señor Born? — insinuó, cuando el ascensor se detuvo en la planta.
El señor Born gruñó:
—Si lo supiera no se lo diría. No tiene usted negocios en el mercado. No crea que es algo parecido a una mesa de juego.
Durante todo su trayecto en taxi a la oficina estuvo encolerizado. Sam o un millón de Sams no tenían asuntos en el mercado. Pero ellos estaban dentro de él, y produjeron el gran auge de 1975, gracias al cual la W. J. Born Associates vivía estupendamente. ¿Hasta cuándo? Al pensarlo su úlcera se lo recordó con un aguijozano.
Llegó a las 9.15. La oficina estaba ya en pleno movimiento. Las máquinas indicadoras de cotizaciones y noticias, los parpadeantes cartelones y rápidos mensajeros anunciaban constantemente las últimas y más interesantes noticias de los mercados de Londres, París, Milán, Viena, etc. Pronto se harían eco de ellas, primero Nueva York, luego Chicago, más tarde San Francisco.
Tal vez fuera éste el día. Quizá Nueva York abriría con una significativa declinación en Minería y Fundición Lunar. Puede que Chicago respondiera nerviosamente con un derrumbamiento en los precios de los artículos... Tal vez pánico en la Bolsa de Tokio a la vista de las alarmantes noticias de los Estados Unidos... pánico retransmitido por Asia con el sol naciente, a Viena, Milán, París, Londres, que irrumpiera como una ola embravecida de nuevo en el mercado de Nueva York.
Dóminos, pensó W. J. Born. Una hilera de dóminos. Dése un golpecito a una ficha y todas caen en montón. Tal vez éste fuera el día.
La señorita Illig tenía ya apuntadas en su bloc una docena de llamadas de clientes. Él hizo caso omiso de todos y dijo sonriente:
—Póngame con el señor Loring.
El teléfono de Loring sonaba y sonaba, mientras W. J. Born se consumía por dentro. Pero el laboratorio era inmenso, y cuando Loring estaba ocupado con su trabajo no oía ni veía nada. Había que aceptar esto: era astuto, insolente y tenía un complejo de inferioridad que saltaba a la vista, pero era un hombre trabajador.
La voz insolente de Loring dijo:
—¿Quién es?
—Born — espetó el otro—. ¿Cómo va eso?
Se estableció una larga pausa y luego Loring dijo:
—Trabajé toda la noche. Creo que lo he hilvanado.
—¿Qué quiere decir?
Muy irritado:
—Dije que creo que lo he hilvanado. Envié un reloj, un gato y una jaula de ratones blancos durante dos horas. Volvieron bien.
—¿Afirma que...? — inquirió W. J. Born, roncamente, y se humedeció los labios—. ¿Cuántos años? — preguntó con suavidad.
—Los ratones no lo dijeron, pero creo que pasaron dos horas en 1977.
W. J. Born se decidió inmediatamente.
—Voy ahora mismo — espetó W. J. Born, y colgó en seguida el aparato. Los empleados de su oficina le miraron asombrados cuando salió.
¡Si aquel hombre mintiese...! No, no mentía. Durante seis meses, desde el día en que entró en su oficina con su proyecto de máquina-tiempo, había estado sacándole dinero, pero no mintió en una ocasión. Había admitido entonces con brutal franqueza sus propios fracasos y sus dudas sobre si aquella máquina daría, alguna vez, resultado. Pero ahora, se dijo W. J. Born satisfecho, se había convertido en la jugada más inteligente de su carrera. Seis meses y un cuarto de millón de dólares... ¡y dos años de predicción del mercado valían mil millones! Cuatro mil por uno, pensó regocijado; ¡cuatro mil por uno! Dos horas para saber cuándo se hundiría el Mercado del Gran Toro de 1975, y luego a la oficina otra vez armado de la información, preparado para actuar en consecuencia y hacerse rico para siempre; para hacerse una fortuna...
Subió precipitadamente las escaleras que conducían a! desván del 70 del Oeste.
Loring se excedía un poco en su representación de camorrista. Era un tipo delgaducho y muy alto, de pelo rojizo que no se había afeitado durante algunos días. Le recibió sonriente y le dijo:
—¿Quiere ver el futuro, W. J.? ¿Lo pongo en marcha?
—Si supiera que no... — contestó W. J. Boro automáticamente—. Oh, dejémonos dp. tonterías. Enséñeme ese maldito artefacto.
Loring se lo enseñó. Los generadores seguían gimiendo igual; el gran acumulador de Van Graaf continuaba pareciendo algo arrancado de una película de tercer grado. Los treinta pies cuadrados de embrollados tubos y resistencias seguían pareciendo una maraña incomprensible. Pero desde su última visita se había añadido una caseta telefónica, sin teléfono. Un disco de cobre hundido en su techo conectaba con la maquinaria por medio de un pesado cable. Su suelo era una losa de pulido cristal.
—Aquí está — dijo Loring—. ¿Quiere ver una prueba con los ratones?
—No — contestó W. J. Born—. Quiero probarlo yo mismo. ¿Para qué cree usted que he estado pagando? — Hizo una pausa—. ¿Garantiza usted su seguridad?
—Oiga, W. J. — dijo Loring—. Yo no garantizo nada. Creo que este aparato le enviará a usted a dos años del futuro. Creo que si al cabo de dos horas vuelve en él volverá de nuevo al presente Le debo decir, sin embargo, que si le envía al futuro debe regresar de él dentro de dos horas. De lo contrario, puede tropezar con el mismo espacio, con un peatón ambulante o con un coche en marcha... y entonces ni una bomba H podría salvarle.
W. J. Born sintió el retortijón de su úlcera. Con dificultad preguntó:
—¿Hay algo más que deba saber?
—No — repuso Loring tras un momento de vacilación—. No es usted más que un pasajero con billete.
—Bien, pues adelante — dijo W. J. Born, asegurándose de que llevaba encima su bloc y pluma e introduciéndose en la caseta telefónica.
Loring cerró la puerta, sonrió, le deseó buen viaje levantando la mano y desapareció... desapareció realmente, mientras Born lo estaba mirando.
Born abrió la puerta de sopetón y exclamó:
—¡Loring! ¿Qué diablos...?
Y entonces se dio cuenta de que estaba anocheciendo en vez de estar amaneciendo. Aquel Loring no se veía por ninguna parte del desván. Los generadores estaban silenciosos y los tubos oscuros y fríos. Había allí una capa de polvo y se respiraba humedad.
Salió de aquella gran habitación y descendió las escaleras. Era la misma calle en el 70 del Oeste. Dos horas, pensó, y estudió su reloj. Eran las 9.55, pero el sol decía inequívocamente que estaba anocheciendo. Algo había ocurrido. Resistió el impulso de detener a un estudiante que transitaba por allí para preguntarle qué año era.
Calle abajo había un quiosco de periódicos y corrió velozmente hacia él. Echó una moneda de diez centavos y cogió un Post, cuya fecha indicaba... 11 de septiembre de 1977. ¡Lo había conseguido!
Ávidamente buscó en aquel periódico su pobre página financiera. Minería y Fundición Lunar abrían cotizándose a 27. Uranium a 19. United Com a 19. ¡Bajas catastróficas! ¡Se había producido la quiebra!
Miró de nuevo su reloj, dominado por el miedo. Las nueve cincuenta y nueve. Antes eran las 9.55. Tenía que estar de vuelta en la caseta telefónica a las 11.55 o... estremecióse al pensarlo, una bomba H no podría salvarlo.
Ahora a localizar la quiebra, se dijo.
—¡Eh, taxi! gritó agitando el Post. El coche se detuvo junto a la acera—. A la Biblioteca Pública — gruñó W. J. Born, y se recostó en el asiento para leer alborozado el periódico.
Sus titulares decían: 25.000 PERSONAS SE MANIFIESTAN POR GRAVE SITUACIÓN LABORAL COMO CONSECUENCIA FALTA TRABAJO. Naturalmente, naturalmente, pensó. Se quedó boquiabierto cuando vio quién había ganado las elecciones presidenciales de 1976. NO HAY OLA CRIMINAL, DICE EL COMISIONADO. Las cosas no habían cambiado mucho, al fin y al cabo. JOVEN MODELO RUBIA APUÑALADA EN LA BAÑERA; SE BUSCA A UN MISTERIOSO JOVEN AMIGO DE LA VÍCTIMA. Leyó de cabo a rabo este artículo, atraído por una foto de la rubia. Y entonces se dio cuenta de que el coche estaba inmóvil. La causa era debida a un colosal embotellamiento. Eran las 10.05.
—Conductor — dijo.
El hombre volvió la cara, amable y un poco asustado. Un pasajero era un pasajero y había una depresión en marcha.
—No ocurre nada grave, señor. Antes de un minuto saldremos de aquí. Hay ahí delante una vuelta que origina este atasco, pero antes de un minuto empezaremos a correr.
Al cabo de un instante empezaron a correr, pero solamente por unos segundos. El coche se deslizaba ahora agonizadamente, mientras W. J. Born retorcía el periódico entre sus manos. A las 10.13 metió un billete en las manos del conductor y saltó del coche.
Jadeante, llegó a la biblioteca a las 10.46 de su reloj. Había visto al pasar un grupo de muchachas ataviadas con faldas sorprendentemente cortas y tocadas con sombreros extraordinariamente grandes.
Se perdió entre las inmensidades marmóreas de la biblioteca y de su propio pánico. Cuando al fin descubrió el departamento de periódicos su reloj decía que eran las 11.03. W. J. Born dijo anhelante a la chica del buró:
—Archivo del Stock Exchange Journal de 1975, 1976 y 1977.
—Tenemos los microfilms de 1975 y 1976, señor, y copias sueltas de este año.
—Dígame, señorita — dijo él—, ¿qué año es el de la gran quiebra? Eso es todo lo que me interesa saber.
—Es el 1975, señor. ¿Se lo traigo?
—Espere — indicó él—. ¿Sabe acaso el mes?
—Creo que fue en marzo o agosto, o algo así, señor.
—Tráigame todo el archivo, por favor — pidió él—. Mil novecientos setenta y cinco.
—Firme esta ficha, señor — decía pacientemente la chica—. Tenemos máquinas de lectura. Siéntese allí y yo le traeré el carrete.
Él firmó su nombre y se fue hasta la máquina, la única que había libre en aquel momento entre una hilera de doce. Su reloj señalaba las 11.05. Le quedaban cincuenta minutos.
La empleada se entretuvo buscando entre unas fichas que tenía sobre su mesa mientras al mismo tiempo charlaba con un joven de buen ver portador de un montón de libros, en tanto el sudor bajaba copioso por el rostro de Born. Al fin ella desapareció entre los montones de libros que había detrás de su mesa.
Born esperaba. Y esperaba. Las once y diez. Once y quince. Once y veinte...
Ni una bomba H podría salvarle...
Su úlcera le dio un aguijozano cuando la muchacha reapareció, llevando delicadamente en la mano un carrete de película de 35 milímetros, sonriendo amablemente a Born.
—Aquí lo tenemos — dijo ella, e insertó el carrete en la máquina, dando vuelta después a una llave. Nada ocurrió.
—Oh, caramba — exclamó ella—. No hay corriente. Ya se lo dije al electricista.
Born sentía locos deseos de ponerse a gritar y a dar explicaciones, lo que hubiera sido estúpido de verdad.
—Allí hay una lectora libre — dijo entonces ella señalando hacia el final de la hilera.
Las piernas de W. J. Born vacilaban mientras se dirigían a ella. Miró su reloj... las 11.27. Le quedaban veintiocho minutos. La pantalla se iluminó: 1.° de enero de 1975.
—Sólo tiene que darle vueltas al botón — dijo ella, demostrándoselo. Ella se volvió a su mesa mientras las sombras pasaban vertiginosamente por la pantalla.
Born dio vueltas al botón hasta llegar a abril de 1975, el mes que había abandonado hacía noventa y un minutos, y ajustó el día al dieciséis de abril, el mismo en que había salido. La sombra de la pantalla ofrecía el mismo diario que él había visto aquella mañana.
Tembloroso buscó la visión del futuro; el Stock Exchange Journal del 17 de abril de 1975.
Los titulares gritaban: ¡LOS VALORES SE DERRUMBAN EN LA CRISIS GENERAL. CIERRE DE BANCOS. ¡LOS CLIENTES INVADEN LA BOLSA!
La calma renació en él súbitamente, pues conocía el futuro y estaba libre de sus golpes. Se levantó y atravesó con firme paso los marmóreos halls. Ahora todo iba bien. Con veintiséis minutos disponía de tiempo suficiente para llegar hasta la máquina. Tendría una ventaja de varias lloras sobre el mercado; su propio dinero estaría tan a salvo como si fuera un monumento; podría salvar a sus clientes personales.
Consiguió un taxi con milagrosa facilidad y se dirigió directamente hacia el 70 del Oeste sin obstáculo alguno. A las 11.50 de su reloj cerraba la puerta de la caseta telefónica del mohoso y polvoriento laboratorio.
A las 11.54 notó un abrupto cambio en la luz del sol que se filtraba a través de los sucios cristales de las ventanas y salió afuera. Era otra vez el 17 de abril de 1975. Loring estaba completamente dormido junto a la estufilla de gas sobre la cual humeaba un recipiente con café. W. J. Born cerró la espita y descendió tranquilamente las escaleras. Loring era un tipo astuto, insolente e inseguro, pero gracias a su ingenio había conseguido que W. J. Born cosechara su fortuna en el momento preciso.
Ya de vuelta a su oficina llamó a su agente de bolsa y le dijo con firme tono de voz:
—Cronin, haga lo siguiente sin pérdida de tiempo: quiero que vaya al mercado y venda todas mis obligaciones y acciones, inmediatamente, todas las que tengo en mi cuenta personal, y que exija cheques certificados como pago.
Cronin preguntó con sinceridad:
—Jefe, ¿se ha vuelto loco?
—No. No pierda el tiempo, y permanezca en contacto conmigo regularmente. Ponga a trabajar a sus muchachos. Deje todo lo demás.
Born ordenó que le subieran una ligera comida y rehusó ver a nadie ni contestar llamada telefónica alguna que no fuera la de su agente. Cronin le fue informando de que las operaciones de bolsa se desarrollaban normalmente, que Mr. Born debía estar loco, y que la inusitada demanda de cheques certificados estaba causando la alarma, y finalmente que los deseos del señor Born se estaban cumpliendo. Born le dijo que le mandara inmediatamente los cheques.
Llegaron antes de una hora, y estaban librados contra una docena de Bancos de Nueva York. W. J. Born llamó a una docena de mensajeros y distribuyó los cheques, un Banco para cada mensajero. Les dijo que retirasen el dinero y lo ingresaran en cajas fuertes de alquiler del tamaño necesario.
Después telefoneó a los Bancos para confirmar el fantástico acuerdo. Estaba en magníficas relaciones al menos con un vicepresidente de cada Banco, lo que le ayudó enormemente.
W. J. Born se recostó felizmente en su asiento. Esperaba tranquilamente el desastre. Por primera vaz durante aquel día conectó el televisor. La Bolsa de Nueva York empeoraba rápidamente. Chicago ofrecía caracteres más graves. San Francisco se tambaleaba... Al cabo de cinco minutos parecía un desastre... La campanada de cierre colocó un velo sobre la inminente catástrofe.
W. J. Born salió para cenar después de telefonearle a su esposa diciéndole que no iría a casa. Volvió a su oficina y contempló un tablón de anuncios de una de las habitaciones en que aparecían el Cambio de Tokio durante las horas nocturnas, y se congratuló al ver que las cifras decían que se había producido el pánico y la ruina.
Los dominios caían, caían, caían...
Se fue a su club para pasar la velada y se despertó temprano y desayunó solo en un casi desierto comedor. El indicador automático de cotizaciones y noticias murmuró los buenos días en el vestíbulo mientras él se ponía los guantes para prevenirse del frío de abril. Se detuvo un momento junto a la máquina. El indicador empezó a anunciar el desastre de las grandes bolsas de Europa, y el señor Born se encaminó a su oficina. Los agentes comisionistas llegaban temprano, murmurando en pequeños corrillos, en el vestíbulo y ascensores.
—¿Qué le parece esto, señor Born? — preguntó uno de ellos.
—Lo que sube tiene que bajar — dijo él—. Yo estoy a salvo.
—Así lo he oído decir — le contestó el hombre, con una mirada que Born tradujo como de envidia.
En los tablones anunciadores de la sala de clientes, Viena, Milán, París y Londres contaban, su triste historia. Ya había en ella algunos clientes, y el personal nocturno había estado ocupado con las órdenes telefónicas para la apertura. Todos debían vender en el mercado.
W. J. Born sonrió a uno de los hombres del equipo nocturno y le soltó esta extraña chanza:
—¿Quiere comprar una casa de corretaje, Willard?
Willard echó una ojeada al tablón y repuso:
—No, gracias, señor Born. Muy amable por acordarse de mí.
La sensación de crisis pesaba en el aire. Born instruyó a sus empleados para que hicieran todo lo posible en favor de sus clientes personales y luego se encerró en su oficina.
El campanazo de apertura fue la señal para que estallara el pandemónium. Las indicadoras automáticas demostraban su incapacidad de mantenerse a la altura de las noticias sobre la quiebra general, indudablemente la peor y más aguda de la historia de las finanzas. Born se sintió bastante satisfecho por la prontitud de sus muchachos en favor de sus clientes amigos, evitándoles con ello bastantes pérdidas. Un banquero muy importante telefoneó a Born a media mañana para ofrecerle su entrada en una mancomunidad de empresas con un capital que ascendía a varios miles de millones de dólares, lo que haría que subieran las cotizaciones gracias a la confianza que ello insuflaría en el mercado. Born contestó con la negativa, sabiendo que ninguna muestra de seguridad impediría que Minería y Fundición Lunar abriera a 27 el 11 de septiembre de 1977. El banquero colgó el teléfono de un porrazo.
La señorita Illig le preguntó:
—¿Quiere ver al señor Loring? Está aquí esperando.
El banquero asintió.
—Hágale pasar.
Loring estaba mortalmente pálido y su cerrada mano apretaba convulsivamente un ejemplar del Journal.
—Necesito dinero — dijo al entrar.
W. J. Born movió negativamente la cabeza.
—Ya ve lo que está sucediendo — dijo—. El dinero anda escaso. Nuestra asociación ha sido estupenda, Loring, pero creo que ha terminado. Ya le di un cuarto de millón de dólares; no pido explicaciones de lo que ha hecho...
—Se me ha terminado — dijo Loring, roncamente—. Todavía no he pagado más que la décima parte de ese condenado equipo. Empleé el dinero en el mercado. Esta mañana perdí ciento cincuenta mil dólares. Me desmantelarán mi maquinaria y se la llevarán. Es preciso que consiga dinero.
—¡No! — rugió W. J. Born—. ¡De ninguna manera!
—Esta tarde vendrán a buscar los generadores con un camión. Les he dicho que esperen un poco. Mis acciones iban subiendo..., y ahora... Lo que yo quería era tener bastante en reserva para continuar trabajando. Es preciso que consiga dinero.
—No — repitió Born—. Al fin y al cabo, no es culpa mía.
La fea cara de Loring estaba ahora muy cerca de la suya.
—¿No lo es? — bramó, y extendió el periódico sobre la mesa.
Born leyó los titulares, otra vez, del Stock Ex-change Journal del 17 de abril de 1975.
¡LOS VALORES SE DERRUMBAN EN LA CRISIS GENERAL! ¡CIERRE DE BANCOS! ¡LOS CLIENTES INVADEN LA BOLSA!
Pero esta vez no tuvo tanta prisa cuando leyó a continuación:
"La vertical caída mundial de los valores ha barrido miles de millones de papel moneda puesto que comenzó poco antes del cierre de ayer de la Bolsa de Nueva York. No se prevé todavía el fin de la catastrófica inundación de las órdenes de venta de valores. Veteranos observadores de Nueva York coinciden en afirmar que la venta de valores repentina que efectuó ayer por la tarde en Nueva York W. J. Born, de la W. J. Born Associates, arrancó la válvula por la que se escapó el gran auge que iba a sobrevenir, que ahora puede considerarse totalmente perdido. Los Bancos han sido gravemente afectados...
—¿No lo es? — rugía ahora Loring—. No, ¿verdad? — sus ojos estaban desorbitados, llameantes de locura, mientras sus crispados dedos se aferraban a la garganta de Born.
Dóminos, pensó vagamente W J. Born mientras se retorcía de dolor y con gran esfuerzo lograba pulsar un timbre de su mesa.
La señorita Illig entró en la oficina, lanzó un grito de angustia y salió corriendo, volviendo en seguida acompañada por dos fuertes clientes, pero ya era demasiado tarde...