-Así es. De todos modos, yo no tengo problema alguno; pues hago mi trabajo bien. Y eso que siempre hay muchas bocas a las que alimentar. Pero estoy rodeado por gente muy capaz y que doblan el espinazo sin rechistar, o de lo contrario, les daría una coz en el culo. Aún así, es duro. Como jefe de cocina superviso cada uno de los platos y hay días que en la mesa se sientan hasta cincuenta personas. Cosa que ocurrirá estas Navidades. ¿Estáis segura que podréis con ello?
-Ya di un banquete para ese mismo número de invitados y recibí grandes felicitaciones -respondí con total seguridad; aunque careciese de ella. No era lo mismo complacer a los Galiana que al emperador de medio mundo.
-Bien -se limitó a contestar él, observando la cazuela.
Yo la retiré del fuego y él me imitó.
-Es hora de juzgarme, señor -dije dejándola sobre la mesa.
Los que nos rodeaban me miraron de reojo. La mayoría de ellos con esa expresión que muestran al sentir pena por lo que te pasará. Sería divertido ver su cara de sorpresa cuando Francisco diese su aprobación; por supuesto, siempre y cuando fuese sincero. Nos acomodamos ante las dos cazuelas.
Él frunció el ceño.
-¿Por qué os ha quedado tan oscuro?
Yo me puse una buena ración de su estofado y dije:
-Recordad la conversación que mantuvimos. No sabe nadie lo que hay en la olla nomás que el que la menea. Es mí toque especial. No os guiéis por su aspecto. Igualmente, el vuestro tiene un tono rojizo. Adelante, os encantará.
Francisco dudó. Se puso una pequeña cantidad convencido de que sería un desastre. Asentimos con la cabeza y al mismo tiempo, lo catamos. Reconocí que el suyo estaba delicioso. Todo en su punto. La perfección hecha plato. Y así se lo dije, pidiéndole su opinión sobre mi guiso. Él, permaneció callado, con expresión ausente. Y repetí la pregunta, ante la expectación de los demás. Francisco suspiró hondamente. Sus ojos se clavaron en mí y en apenas un susurro, dijo:
-Es… ¿Cómo decir? ¡Sublime!
Los aplausos y bravos resonaron en la cocina.
-¿No lo diréis para no ofenderme? -inquirí.
Él adoptó un aire digno estirando el cuello.
-En cuestiones culinarias jamás doy una falsa opinión. Me tomo muy en serio mi oficio, señora. Si digo que es sublime, es qué lo es. Y punto. Solamente añadiré que me habéis dejado boquiabierto. Dada vuestra juventud estaba convencido de que serías, tal vez buena, pero con limitaciones. Hoy me habéis demostrado que domináis este arte con gran maestría y que sois pulcra. Una cualidad que admiro. No hay nada peor que una cocina llena de mugre.
-Mi maestra opinaba que muchas enfermedades eran causa de la poca limpieza. Y lo creo.
-No quiero ni imaginar lo que conseguiréis siendo tan lista si seguís en esto. El sabor de vuestro guiso es peculiar, desconocido para mí y por supuesto, imagino que no querréis decirme cuál es el secreto.
-Si vos me decís el vuestro, lo haré con gusto. Porque, sé que no es solamente el pimentón lo que da sabor al vuestro -acepté.
Francisco, ante el asombro de sus subordinados, se echó a reír estrepitosamente. Pero al instante, su semblante se tornó serio.
-Señora, sois joven, hermosa y muy inteligente. Llegaréis muy alto. Incluso puede que, el rey decida sustituirme por vos.
-Apartad ese temor. No pienso dejar Sevilla. Es la ciudad más hermosa que existe. Y la duquesa se negará en redondo. Le costó mucho conseguirme; puesto que, las casas nobles de la ciudad se me disputaban. Y es lista. Sabrá convencer al rey. De todos modos, dudo que me haga tal proposición. Ya tiene a un maestro de los fogones -lo tranquilice.
Él volvió a sonreír.
-Es reconfortante encontrar a alguien que carece de ambición. Otros matarían por ocupar mi puesto. Y como agradecimiento, os diré que mi toque secreto es… la nuez moscada. Una chispa. Si uno se pasa, logra un desastre. ¿Y el vuestro?
Bajé el rostro y en un susurro, dije:
-Chocolate.
-¡Por los Clavos de Cristo! En la vida se me hubiese ocurrido nada igual. ¿Chocolate? ¡Extraordinario! –exclamó, pero en un susurro, para que nadie pudiese oír nuestros toques especiales.
-Idea de Doña Jacinta. Yo tengo otras propias, pero permitid que me las calle. Los dos sabemos que no es conveniente ir pregonando por allí las excelencias que nos han encumbrado -bromeé.
Reímos los dos y seguimos charlando, mientras disfrutábamos de nuestra comida. La desconfianza inicial dio paso a la cordialidad. Nos contamos anécdotas. Unas divertidas y otras no tanto. Y finalmente, ya saciados, decidimos que debíamos aunar nuestras habilidades para la cena de Nochebuena. De nada serviría mostrar platos exquisitos si no estaban coordinados. Él me explicó lo que pensaba cocinar y yo hice lo mismo. Deliberamos cuál dejar o modificar, y ese momento estuvo cargado de tirantez. Ninguno de los dos quería renunciar. Finalmente, imperó la cordura. Francisco dejaría a un lado uno de sus platos de pescado y yo uno de carne. A cambio, haríamos otro postre más los dos. Era una noche idónea para ello.
-Hemos conseguido un buen acuerdo. ¿No os parece? –dijo él.
-Cierto. Y difícil de lograr. Somos dos tercos y no queremos renunciar nunca a nuestras excelencias –bromeé.
-Antes de probar vuestro plato, me habría arrufado oíros hablar con tanto orgullo. Pero ahora, he de admitir que me parecéis genial, Viana –confesó con semblante grave.
-Lo mismo digo. No dudo que, estas Navidades, la corte disfrutará de grandes banquetes. Jamás, sus paladares, habrán catado nada igual.
-Así es –ratificó Francisco.
Satisfechos, él regresó a su tarea y yo, como aún quedaban cuatro jornadas para la gran cena, y sin nada que hacer, fui a dar una vuelta por el Alcázar.
En aquel momento, la decisión, a los ojos de cualquiera, hubiese parecido del todo intrascendente. Sin embargo, el destino es caprichoso y uno nunca sabe las sorpresas que le puede deparar.
CAPITULO 34
Me encaminé por el largo corredor hasta alcanzar una puerta que daba a un patio interior. Como el día era soleado y Madrid una ciudad muy fría, decidí tomar un poco el sol. Crucé la puerta y al instante, me arrepentí. El lugar no estaba vacío. Dos damas y un caballero estaban dando un paseo mientras charlaban. Di media vuelta y una voz conocida me detuvo:
-Viana. Acercaos.
Era la duquesa. Y una orden suya era inapelable. Así que, tragué saliva y caminé hacia ellos.
-Lamento haberos interrumpido. Desconozco el palacio y… me he perdido –farfullé.
-Nada de eso. Aprovecharé para presentaros. Alteza, ella es mí cocinera. La joven que os deleitará el paladar la Nochebuena.
Yo, temblando, me incliné torpemente, ante la reina Mariana de Austria; que si no fuese por haberme sido presentada como mi reina, no lo había creído. Debíamos rondar la misma edad.
-Es… un honor… conoceros, majestad -tartamudeé.
La reina sonrió con dulzura.
-La duquesa me ha hablado muy bien de ti. Y con franqueza, jamás imaginé que fueras tan joven y también, tan hermosa. ¿No opináis igual, amigo Herrera?
El hombre alto, de ojos color ceniza y figura estilizada, me miró hondamente y dijo:
-Posee una estructura ósea perfecta.
Las dos mujeres se echaron a reír.
-Vos siempre pensando en vuestro trabajo, Herrera -dijo la reina.
El pintor, sin dejar de observarme, dijo:
-Es una labor que me apasiona, alteza. Y cuando tengo ante mí a una posibilidad maravillosa para plasmar en mis lienzos, esa pasión se torna entusiasmo.
-Pues, tengo entendido que, también es maravillosa desenvolviéndose en la cocina. Así que, de un modo u otro os complacerá. Espero que a todos, pues ha venido para regalarnos sus dones. Gracias a Catalina –comentó la reina.
-La virtud loada, crece. Temo que ponéis demasiadas expectativas en mí, alteza –musité.
-Viana. No seáis tan modesta. Vuestra fama en Sevilla es justificada –me reprendió la duquesa.
-¿Así que, a parte de ser un ángel, sois un regalo para el paladar? Sigo sin salir de mi asombro. Creo que me hallo ante la mismísima perfección –bromeó Herrera.
-Solamente posee la perfección lo divino, señor. Los simples mortales debemos limitarnos a intentar alcanzarla y temo que, es imposible. Estamos llenos de imperfecciones –repliqué deseando largarme cuanto antes.
-Debo añadir una nueva virtud a vuestra persona y es la inteligencia –comento la reina.
-¿Qué más secretos escondéis? –inquirió el pintor, sin apartar sus ojos de felino de mi persona.
Sentí como las mejillas me ardían y un escalofrío en el espinazo. Ladeé el rostro y le lancé una mirada de súplica a la duquesa. Pero ella la ignoró y obviando el pudor ajeno, más bien el mío, dijo:
-Que yo sepa, ninguno. Al menos notable. Viana vino del campo y al poco tiempo sus padres murieron. Pasó parte de la infancia en la Casa Cuna y a la edad de doce años fue llevada a casa del Hidalgo Blas Galiana. Trabajó en la cocina bajo la supervisión de Jacinta, la mejor cocinera de la ciudad. La Casa de Alba la tentó en muchas ocasiones para entrar a nuestro servicio y nunca fue posible. Pero ahora, afortunadamente, tenemos a su discípula. Y no peco al decir que, ha superado a su maestra. Por ello pensé que, como sus altezas lo tienen todo, un buen regalo sería que ella cocinara para vuestras mercedes.
-Duquesa. Espero que no la tengáis todo el día ocupada entre fogones. Me placería mucho que fuese mí modelo –pidió el pintor.
-¡Por supuesto! Viana tiene tiempo suficiente para contentar al rey y a vos. Podéis llevárosla ahora mismo. Aunque, sed moderado. Nada de cuadros escandalosos que no podamos admirar en público. Se trata de una cocinera muy respetada –rió ella.
El estupor me dejó muda y fui incapaz de protestar.
-Viana. Te aseguro que es un honor posar para el maestro. Para mi llegada a Madrid adornó todo el recorrido y puedo decir que jamás pensé ser recibida con tanta pompa y decoración magistral. Sus dibujos me embelesaron. Podéis ir con toda confianza. Es un hombre de honor y sabe como debe tratar a una dama –dijo la reina.
No tuve más remedio que obedecer. Se trataba, nada menos que de un deseo de la mujer más poderosa de la tierra.
-Por supuesto, majestad.
-Señora, si sois tan amable –me pidió Herrera.
Mansamente, seguí a Herrera hasta el interior. Subimos al segundo piso. Allí la decoración era más lujosa, pero apenas pude prestarle atención. Aún me encontraba impactada por lo que me estaba sucediendo. Me decía que había ido a cocinar, no a ser la musa de ningún artista y que debía dar media vuelta. Sin embargo, mis pies se negaban a obedecer a mí cabeza. Tal vez, fue a causa de la vanidad. Y ahora, con el paso del tiempo, diría que sí rotundamente. Porque, a pesar de sentirme utilizada como a un objeto que uno podía llevar de un lado a otro, según el capricho de los que se consideraban superiores, también estaba en posesión de un gran poder, mi belleza.
Herrera abrió la inmensa puerta y ante mí apareció una sala con grandes ventanales. Por doquier se esparcían cajas con lienzos, pinturas, pinceles. Tres caballetes soportaban cuadros a medio terminar. Por lo poco que vi a simple vista, dos eran de temática religiosa y otro un bodegón.
-Habéis sido muy amable aceptando –dijo colocando un lienzo sobre el bastidor vacío.
No pude evitar una suave carcajada llena de escepticismo.
-¿Qué he aceptado?
Él apretó los labios formando una leve sonrisa.
-Disculpad mi proceder. Pero un artista debe utilizar todas las artimañas para poder realizar sus obras. Y cuando aparecisteis ante mí, supe que debía pintaros.
-¿Por qué, señor Herrera? –pregunté; aún sabiendo la respuesta. Desde bien niña fui consciente que era distinta a la mayoría de las demás. Y no tan solo por mí carácter, también por el físico. No abundaban los cabellos dorados ni los ojos azules en Sevilla por lo poco que pude apreciar tampoco en Madrid.
-Para vos seré simplemente Sebastián, hermosa Viana. Y contestando a vuestra pregunta: sencillamente porque sois preciosa y delicada. El ideal como modelo para una virgen –respondió con ojos brillantes.
Esa mirada la había visto en muchas ocasiones. Y siempre las ignoré; a excepción de la de Carlos. A ella no pude resistirme y aunque resultase precipitado y sumamente extraño, sentí las mismas sensaciones en el estómago que en el pasado. Ese hombre ejercía un poder casi mágico sobre mi voluntad. Y no precisamente por su hermosura; pues no era en absoluto gallardo. Puede que fuesen sus ojos de gato, sus maneras suaves o la pasión que desprendía cada parte de su cuerpo. En aquél momento no pude precisar. Pero así fue. Y pensé que lo más prudente hubiese sido huir. Pero permanecí de pie, aguardando lo que vendría después.
No tardé en saberlo. Herrera me tomó de la mano y me llevó hasta un diván. Suavemente me indicó que me sentase y como si estuviese hipnotizada, lo hice.
-Hoy tomaré un esbozo. Os pido que permanezcáis quieta. ¿De acuerdo?
Alzó la mano y sus dedos rozaron suavemente mi mentón. Esa simple caricia fue como si un hierro candente me hubiese quemado. ¿Qué me estaba ocurriendo? Desde lo sucedido con Carlos me había jurado que jamás volverían a subyugarme, que sería dueña de mis propios actos. Y allí estaba, dejándome llevar por alguien que sería muy famoso en la corte, pero un completo desconocido para mí. Y no solamente eso, me sentía terriblemente atraía y estaba dispuesta a que me plasmase del modo que le placiera, sin importar el motivo o si era escandaloso. Frente a ese hombre el tiempo de abstinencia carnal me golpeó con fuerza. Lo imaginé acariciándome, sintiendo su peso. Y me asusté al comprender que la naturaleza pecaminosa de quién me había dado la vida también había arraigado en mí. Él inclinó el rostro y dijo:
-¿Por qué me miráis con esa cara de espanto? Os juro que no haré nada que vos no deseéis. Os propondré algunas ideas y elegís. ¿Os parece un trato correcto?
Aseveré sintiendo el rubor en las mejillas.
-¿O preferís ver primero mi obra?
Era una oportunidad para salir de esa habitación.
-Me encantaría, señor.
-Os he pedido que me llaméis Sebastián –me rectificó.
-Soy simplemente una sierva, señor. No sería correcto -insistí.
Él alzó el torso y dejó de tocarme.
-La virtud hace nobles y el vicio innobles. Vos sois de pura casta, joven señora. Conozco a condesas, princesas e incluso reinas, y puedo asegurar que no os llegan a la suela del zapato.
-Ya conocéis el refrán. Al caballo, antes de necesitarlo, pruébalo. Os recomiendo que no afirméis con tanta rotundidad sobre lo que desconocéis –dije levantándome.
-¿Insinuáis que sois un mal caballo? –preguntó con tono de chanza.
Yo respondí en el mismo tono.
-Más bien, diría yegua.
Él se echó a reír con gusto y su risa me sonó a música celestial. Jamás había escuchado reír a alguien con tanto contento. En realidad, en mis cortos años, apenas había escuchado grandes carcajadas. Al parecer, los pobres no tenían muchos motivos para ello. Su mayor preocupación era pasar el día y con un futuro incierto, era difícil dejarse llevar por lo trivial. Muy distinto a su situación. Dinero no le faltaba, muchos se lo disputaban para pasar a la posteridad gracias a sus pinceles y aunque no guapo, sí sumamente atractivo. Motivos para ser feliz.
-¿Y bien? ¿Me mostráis vuestra obra? –le recordé.
Abrió la puerta que se encontraba a su espalda. Le seguí y entré en la penumbra. Corrió la cortina y el haz de luz me mostró una docena de cuadros.
-¿Os parezco lo suficiente bueno? –me preguntó con esa sonrisa encantadora que me desarmaba.
Afirmé con la cabeza, mientras mis ojos vagaban por los trazos convertidos en obras maestras. No solamente había copiado la realidad. Ésta se palpaba de un modo vital, casi sobrecogedor.
-Son encargos. En ellos no hay ni un ápice de inspiración. Pero con vos, será distinto. Pienso poner mi alma y mi corazón en vuestro lienzo –dijo con ojos brillantes.
A pesar de querer escapar a toda prisa, dije:
-Me… siento muy… honrada.
-El honor es mío. ¿Regresamos a la sala? Estoy impaciente por comenzar –dijo tomándome la mano. Su contacto, de nuevo, me quemó.
Con el corazón palpitándome desbocado, lo acompañé y dejé que me colocara de nuevo en el diván. Él se sentó ante mí y tomando un pliego, mirándome intensamente, comenzó a dibujar. En ese momento, comprendí que se trataba de un verdadero artista. Su atención solamente estaba encaminada hacia mi figura para convertirme en un montón de trazados, que finalmente, adquirirían forma y una imagen que estaba ansiosa por ver. Pero a pesar de su conducta, ahora distante, la mía continuaba alterada. Me sentía confusa. Con Carlos, mi deseo irrefrenable fue producto de un amor loco y tras separarnos, jamás sentí la necesidad de buscar en otro la abstinencia de la carne.
Entonces recordé a doña Jacinta. Ella era decente, cerebral y lista, y a pesar de eso, también tuvo sus escarceos. Simplemente se daba el gusto cuando le apetecía y eso era muy distinto a ser una furcia. Yo no tenía la menor intención de meterme en el camastro con el primero que se presentase. Pero Herrera estaba contradiciendo esa actitud. ¿Acaso Cupido había dado en la diana a la primera? No. Por supuesto que no. Mis sensaciones eran muy distintas a las que experimenté con mi primer amor. Era algo más carnal, más libidinoso. Era pura y llanamente deseo. Y, me dije que, si era de mi gusto, no había razón para contenerme. La vida era muy corta y como añadía mi querida maestra, había que gozarla como si no volviésemos a ver un nuevo amanecer. Y como siguiente excusa, me recordé los horrores que trajo la peste. Estaba viva de milagro y debía aprovechar la oportunidad que me estaba brindado. Y lo haría.
-¿Cansada?
La postura me estaba agarrotando el cuello y lo ladeé levemente, pero dije:
-Perdonad, pero no estoy habituada a permanecer tanto tiempo quieta. Mi vida es un torbellino y solamente reposo cuando me meto en la cama.
Deduje la imagen que se formó en su cabeza, pues sus ojos lanzaron chispas. Y a pesar de la decisión que había tomado, concluí que era una locura y que debía largarme en ese preciso momento. Me levanté y con actitud determinada, dije:
-Siento abandonaros. Quedé con el cocinero para ensayar la cena. Si me disculpáis…
Herrera puso ojos de cordero degollado.
-Si no hay más remedio. Aunque, os doy dos horas. Como bien pudisteis apreciar, la reina espera ver el resultado y según tengo entendido, tras el año nuevo os marcharéis. Una obra maestra no se hace en un día.
-Temo que exageráis en ensalzarme tanto –lo reprendí.
-Me limito a describir la realidad. Sois arrebatadoramente bella -objetó él.
-No es que se quiera lo hermoso, es que resulta hermoso lo que se quiere. Y vos, deseáis una madonna y habéis visto el modelo en mí. Simplemente es eso, señor. Ahora, disculpadme. Me aguardan.
-Lo mismo que yo. Sed puntual –me pidió.
Estaba claro que, en esta ocasión, mi resolución debería luchar una gran batalla contra el destino que parecía querer divertirse conmigo.
-Si la reina así lo desea, no puedo negarme a ello. Señor.
Hice una leve reverencia y escapé a toda prisa. Bajé a la cocina y Francisco, que estaba peleándose con un pulpo, alzó la mirada y sonrió.
-Hay que golpearlo con contundencia para que quede blando. Aunque, eso vos ya lo sabréis.
-Por supuesto. Me gustaría que me enseñarais una de las recetas de Francia. Aunque, si estáis muy atareado, lo entenderé –le dije.
-Eso puede hacerlo cualquiera de los mozos. ¿Qué os parece una salsa bechamel? Me la enseñó La Varenne. Es sencilla, pero hay que tener mano para ello –aceptó entusiasmado.
-Me parece bien –respondí. La cuestión era que mi cabeza dejase de pensar en Herrera. Y la cocina era un buen remedio para ello.
Francisco cogió los ingredientes. Leche, harina y mantequilla. Hizo dos partes y dijo:
-Lo haremos a la vez. Así experimentareis vos misma. ¿De acuerdo?
Pusimos los cazos al fuego, echamos la mantequilla y antes de que tomara demasiado color, la apartamos. Añadimos la harina y un toque de sal. Removimos suavemente y tras ello, pusimos la leche.
-Hay que remover constantemente y evitar que se creen grumos. Ahí está la dificultad –me indicó.
Tras varios minutos de hervor, estaba lista.
-Creo que no me ha salido como esperabais –confesé al ver unas pequeñas bolitas.
Él le quitó importancia haciendo chasquear la lengua.
-No podemos esperar que a la primera nos salga perfecto. ¿A ver el sabor?
La cató y aseveró.
-En su punto. Por los grumos no os preocupéis. Ya conseguiréis una salsa fina con la práctica.
-Claro que, siempre hay soluciones para un desastre –dije. Cogí un tamiz y la eché en él. Las imperfecciones quedaron en él y el resultado obtenido fue una salsa mucho más fina que la del propio Francisco.
-¡Jesús del cielo! Nunca dejareis de asombrarme. Como bien dice el refrán, nunca te acostarás sin saber una cosa más. Lo que acabáis de hacer facilita mucho la labor. Si no sale a la primera, no hay porque repetir y uno gana tiempo –exclamó el cocinero.
-Como os conté, apenas tengo personal y he de ingeniármelas, amigo mío –reí.
Él también rió.
-Ya lo veo, ya. ¿Otra receta?
-¿Otra receta?
-Sería un placer, pero dentro de nada tengo que atender un asunto –rechacé.
Francisco alzó los hombros con gesto decepcionado.
-¡Una lástima! Disfruto mucho con vos estando entre fogones. ¡Bien! En ese caso, os diré que la salsa tiene muchas posibilidades. Puede ir con carne o pescado. Yo suelo poner un poco de roquefort para los chuletones. En realidad, se pude poner lo que a uno le apetezca. Y vos, por lo que he comprobado, sois experta en idear recetas. Ya encontrareis el qué.
-Gracias, maestro –me despedí.
Con el corazón encogido, dejé atrás la cocina. Mi próxima parada era la tentación y no estaba segura de poder resistirme a ella; pues a pesar de haber andado entre fogones, la imagen de Herrera no se borró de mi memoria.
CAPITULO 35
Cuando llegué al estudio, no estaba. Respiré con alivio, Tal vez, había cambiado de opinión. Di media vuelta y me topé con él.
-¿Estabais a punto de abandonarme? –inquirió con voz melosa.
-Yo… No… Pensé que… habíais pensado no pintarme –farfullé.
Él levantó las cejas.
-¿Por qué debería de haber cambiado de parecer? Todo lo contrario, mi bella cocinera. Estoy más entusiasmado si cabe. He pensado un tema delicioso que realzará vuestra natural belleza. Siempre y cuando, estéis de acuerdo. Es un poco… digamos atrevido.
Carraspeé nerviosa.
-¿Atrevido? Recordad la advertencia de la reina. Además, ya sabéis como son los nobles. Si algo no les gusta, una puede pagar las consecuencias y no me gustaría perder el empleo.
-Atrevido no quiere decir escandaloso, mi señora. Además, en el pasado, lo que se consideró casi inmoral, son ahora obras de arte admiradas. Y la vuestra, lo será. Una diosa cubierta de flores. Solamente de flores –replicó él.
La idea era realmente inaceptable. Ninguna mujer decente habría aceptado tal propuesta. Sin embargo, yo no era cualquier mujer. La gente suspiraba por catar mis comidas, me habían llevado a la corte para complacer al rey más importante del mundo. ¿Por qué razón debía renunciar a ser inmortalizada? Así que, acepté.
Herrera se entusiasmó como un chiquillo. Preparó el caballete, los pinceles, las pinturas y tras estar todo preparado, me pidió que aguardase. Salió y apenas unos minutos después, regresó con unos racimos de uva.
-No pensé que estamos en invierno. ¿Os parece bien? Al fin y al cabo, sois cocinera.
En el momento de prepararme, no me pareció tan buena idea. Por lo que, saqué la excusa de que hacía demasiado frío. Él, recurrente, añadió más leña al fuego, que estaba casi apagado. Las llamas chisporretearon y el reflejo rojizo se posó sobre Herrera dándole un aspecto misterioso. Y me pareció que me encontraba ante el mismísimo diablo y que esa sonrisa encantadora era una invitación que condicionaría el resto de mis días. Y me recordé que estaba de paso, al igual que en su vida. Por mucha fama que tuviese, no era más que una obrera y él un rico pintor. Mí futuro se encontraba muy lejos de allí y renuncié a ser inmortalizada.
-Lo lamento. Es imposible. Demasiado inmoral -musité.
Herrera vino hacia mí. Sus ojos de gato reflejaron desolación y sus labios murmuraron las palabras más hermosas que escuché.
-Pintores son mis ojos: te fijaron sobre la tabla de mi corazón, y mi cuerpo es el marco que sostiene la perspectiva de la obra insigne. A través del pintor hay que mirar para encontrar tu imagen verdadera, colgada en el taller que hay en mi pecho al que brindan ventanas tus dos ojos. Y observa de los ojos el servicio: los míos diseñaron tu figura, los tuyos son ventanas de mi pecho por las que atisba el sol, feliz de verte. Más algo falta al arte de los ojos: dibujan lo que ven y al alma ignoran. Eso lo dijo el gran Shakespeare y yo añado: que mis manos no tan solo plasmarán vuestra hermosura, deseo y lograré transmitir vuestra alma. Dejadme que os muestre al mundo como sois en vuestra totalidad, mi dulce Viana.
-Señor, dejadme id. Estamos jugando con fuego y no deseo quemarme -supliqué sintiendo como la voluntad se derretía.
Él insistió.
-Si el precio por dejar que mis pinceles os conviertan en inmortal es no tocaros, juro que no lo haré, señora. Pero permitid que os pinte o me haréis el hombre más desgraciado de la tierra.
Sus ojos hipnotizantes y sus palabras, rompieron la barrera de la sensatez. Le pedí que se diese la vuelta. Obedeció. Con dedos trémulos comencé a desvestirme, hasta quedar completamente en cueros. Cogí los racimos de una, me tumbé en el diván, cubrí mis partes púdicas con ellos y susurré:
-Podéis comenzar.
Herrera se volvió lentamente. Su mirada expresó lo que su boca no pudo. E imaginé que la visión que ofrecía era lo que su mente genial había soñado. Caminó hacia el caballete y tomando la paleta, inició el cuadro. Me maravilló de nuevo el cambio de su actitud. Ante él ya no estaba a la mujer que deseaba. En esos momentos era tan solo una inspiración que desataba toda su genialidad. En cambio, yo me sentía incapaz de amarrar el deseo que consumía mi piel, mis entrañas, mi cordura. E intenté pensar en comida, en las recetas que dentro de dos días debería realizar para el rey.
Me fue imposible. Ese hombre llenaba cada uno de mis sentidos con tal fuerza que mi mayor pasión había quedado relegada a un segundo plano. Y esa evidencia me asustó. Ni tan siquiera el amor de Carlos logró apartarme del motor que movía toda mi existencia. Y comprendí que, tal como me dijo un día doña Jacinta, hay obsesiones, aún siendo peligrosas, que uno debía saciar o por el contrario, una nunca encontraría la paz que se necesitaba para transitar por los caminos del futuro.
Me removí intranquila ante la locura que estaba a punto de cometer.
-Por favor, permaneced quieta -me pidió Herrera.
Sonreí con gesto seductor, consciente de que su deseo quedaría atrapado en mi sonrisa. Él, ya apartado del cuadro, volvió a ser ese hombre lleno de avidez y tragó saliva. Sus ojos felinos chispearon cargados de lujuria, de la anticipación que me aguardaba. Yo también contuve el aliento. Lentamente se levantó y acudió a mi lado.
-¿Me estáis tentando, bella cocinera? -dijo ronco.
-Solamente os pido unos minutos de descanso. Me siento entumecida. Apenas puedo mover el cuello -dije con tono inocente, sin apartar mis ojos de los suyos.
Herrera se arrodilló.
-Prometí no tocaros y soy hombre de palabra.
Pude liberarlo de su promesa. Pero no lo hice. De nuevo mi cordura, estaba ganando la batalla.
-De todos modos, hay placeres que pueden obtenerse sin que las pieles lleguen a tocarse. ¿Me permitís que os lo demuestre, mi bella cocinera? –musitó Herrera. Posó su boca sobre el racimo que cubría mi seno izquierdo. Arranco un grano con los dientes y lo masticó, relamiéndose después los labios.
Contuve el aliento. Yo también me sentía hambrienta y necesitaba que alimentasen mi piel. Callé. Signo evidente de mi total aceptación y me dejé llevar en las alas de lo desconocido; aguardando su promesa.
Lo que vino a continuación fue la experiencia más erótica de mi vida. Herrera cumplió su palabra. Ni una sola vez sus manos acariciaron mi piel y aún así, me hizo alcanzar el cielo con sus pinceles, convertidos en esas manos prohibidas para mí. No hubo ningún rincón de mi cuerpo que las suaves cerdas pasaran por alto, provocándome las sensaciones más increíbles que jamás sentí; mientras sus ojos misteriosos observaban cada una de mis reacciones, respirando con agitación; dolorido por no poder obtener lo que me estaba dando en un gesto de total generosidad.
Aún así, me negué a complacerlo. En esos momentos me sentía poderosa, capaz de conseguir lo que se me antojase y esa sensación me tornó egoísta. Yo, y solamente yo, diría cuando podría satisfacerlo. Mientras tanto, él me regalaba placer. Mucho placer y tras conseguirlo, permanecí laxa, completamente satisfecha. Herrera permaneció arrodillado; probablemente esperando que la diosa se apiadase. Por el contrario, ya más calmada, dije:
-Habéis logrado liberarme de la tensión. Podemos continuar. Ahora, pintadme como vos solo sabéis hacerlo, maestro.
-Vos no prometisteis no tocarme –jadeó.
Alcé la mano y le acaricié la mejilla.
-Cierto. Pero el tiempo apremia. Recordad que tengo otras obligaciones. Tened paciencia y puede que recibáis vuestro premio.
-Sois cruel, señora. Estoy muriendo de deseo. Ardo. Tened compasión –dijo con la respiración alterada.
Yo, sin dejar de sonreír, me tumbé de nuevo y dije:
-Pensé que vuestra mayor pasión era pintarme.
-Ya estáis grabada en mi memoria -replicó.
-La memoria suele equivocarse. Y quiero ser recordada tal como soy. Terminad el cuadro y os daré lo que me estáis pidiendo.
Con esa esperanza, retornó ante el lienzo. De nuevo, el hombre desapareció y regresó el maestro de los pinceles.
Los dos días siguientes, tras finalizar en la cocina, corría hacia el estudio para reunirme con mi amante. Nunca, a pesar de haberlo creído, sentí esa necesidad imperiosa de ponerme a merced de un hombre. Sumisa ante su mirada de artista e inmoral bajo las caricias de sus pinceles. Y ni una vez me sentí culpable por no liberarlo de su promesa. Ya en el pasado cometí el error de entregarme totalmente y el pago fue el puro abandono. Ahora solamente quería gozar, ver el deseo imposible de alcanzar en el oponente; mientras yo salía victoriosa en cada lid. Y si eso era egoísmo, me importaba un carajo.
Lo que sí recobró una importancia vital fue la cena. La tarde anterior a ella, Francisco y yo, salimos de compras para obtener algunos de los productos que aún nos faltaban. Y al día siguiente, apenas salió el sol, ya estábamos trajinando.
Francisco llevaba dos días preparando el menú. Todo aquello que podía hacerse con tiempo, ya estaba listo. Tartas, palomas moriscas en escabeche, sopa de cáñamo, jabalí en salsa de almendras, bacalao a la miel, capón relleno. En cuanto a mí, al aportar solamente unos platos, el trabajo era más liviano. Comencé por el puerco con calabaza. Los ayudantes cortaron la cebolla, la calabaza en cuadritos pequeños y un poco de chile. Puse el cerdo en una cazuela con una cebolla entera y una cabeza de ajos. En otro, poché los demás ingredientes; ante la atenta mirada de Francisco. Ya lita la carne, lo junté todo, agregué la calabaza y vertí caldo. Solamente había que esperar a que todo quedase en su punto. Así que fui a por mi segunda propuesta para esa noche, col con castañas. Dada mi categoría, los mozos escaldaron las castañas, limpiaron la col, la picaron y cocieron hasta que me aseguré de que no se pasaba. Escurrí el caldo. Coloqué las castañas sobre la verdura y vertí leche.
-Curiosa receta –comentó Francisco, machacando un buen puñado de hierbas variadas.
-Es muy común en Andalucía –contesté, al tiempo que calentaba manteca, echaba harina y removía con ahínco.
Mis solícitos ayudantes ya me tenían a punto las truchas limpias y fileteadas. Las salé y rellené con pimiento bien picado. Envolví cada dos partes con lonchas de panceta y las pasé por pan rallado. En una fuente para el horno, las coloque con ajos aplastados, laurel y abundante aceite por encima y las reservé. Era un plato que tan solo necesitaba unos minutos para estar listo y era mejor no recalentarlo.
La col con castañas ya estaba hecha; al igual que el cerdo. Seguidamente, me enfrasqué en pelar patatas ante la mirada de estupor de todos aquellos que se encontraban cerca.
-¿Comida para cerdos? –se escandalizó el potaxier.
Contrariamente a lo esperado, Francisco salió en mí defensa.
-Si la señora considera que son comestibles, no dudo ni un momento que será cierto.
-Así es. Son deliciosas. Ya lo comprobaréis –dije con una amplia sonrisa. Agarré el cuchillo y las pelé. Bien lavadas, las troceé y las herví. Ya listas, las machaqué hasta lograr una masa bien suave, añadí mantequilla y una nueva idea que me surgió durante la noche, que no era otra cosa que espolvorear queso rallado. Tomé una cuchara y le di a probar a Francisco. Se la puso en la boca y tras paladear lentamente, asintió.
-Realmente, sorprendente. Más bien diría, que es incluso bueno este puré. Pero cuesta acostumbrarse a él. ¿No pensaréis presentarlo al rey?
-Por supuesto. Si me he ganado fama es precisamente por ser audaz –repliqué con total seguridad.
-¿Estáis segura? –insistió él.
-Del todo. Y con esto, he terminado.
-¿Ya? –se asombró mi compañero de viaje culinario.
-Ya. No es ningún mérito. Son pocos platos. En cambio vos, tenéis un gran trabajo por delante. Si os place y no os incomoda, puedo echaros una mano –le sugerí.
Él aceptó encantado. La rivalidad había quedado lejos. Ahora éramos dos compañeros que compartían sus recetas; seguros de que jamás las utilizaríamos el uno contra el otro.
Me uní a él para terminar el pastel de cabrito. Plato que por cierto, jamás cociné. Era un tanto laborioso. Debía desmenuzarse la carne, sofreírla a fuego fuerte con manteca. A las hierbas que había machacado con azafrán, se le incorporaba queso fresco y huevos. Estiré hasta dejar bien fina la masa que antes había hecho mi compadre, una creación suya que llamó masa de hojaldre y que, generosamente me enseñó. La coloqué en una bandeja. Él echó la carne y la cubrió con el resto de la masa. La embadurnó de yema de huevo y la pinchó con la punta del cuchillo.
-Es para que no reviente. ¡Lista para el horno! Vamos a por lo siguiente. ¿Os encargáis de freír las albóndigas? –exclamó.
Durante una hora freí y freí las bolitas de carne, mientras Francisco se encargaba de hacer la salsa de almendras, en medio de un caos organizado. Todos sabían que hacer, adonde ir. Era como una melodía encadenada donde surgían las notas de los aromas, del entrechocar de losa cazos, de los cuchillos. Ni tan siquiera a la hora de comer cesó el trajín.
-La suerte está echada. Comamos algo –suspiró Francisco.
Nos dejándonos caer en la silla agotados. Cierto era que, no éramos unos novatos. Pero la tensión por la cena nos tenía con los nervios a flor de piel. Tanto que, dos gozadores de la comida como nosotros, apenas pudimos probar bocado.
Continuamos bregando como dos posesos, hasta que al fin, llegó la hora de la verdad. Calenté la a comida ya hecha y a la hora justa fue subida al comedor real.
El cocinero de la servilleta entregó los platos a los criados encargados de servirlos en la mesa. Allí aguardaban otros empleados. El sumiller de cava, para escanciar el vino. El trinchante, que ofrecía los manjares al rey y cortaba la carne, y un sinfín de sirvientes para complacer cualquier deseo de los comensales.
El trajín se convirtió en un campo de batalla. Gritos, órdenes, carreras, pequeños accidentes. Ni un segundo de reposo para contentar a los nobles que, supuestamente, disfrutarían de nuestro trabajo.
-¿Y bien? –se interesó Francisco al entrar el camarero principal de comedor.
-Todo va como la seda. No os preocupéis, maestro.
Afirmación que, por supuesto, ningún cocinero creía a pies juntillas. Los mayordomos consideraban que una cena iba a las mil maravillas si los invitados apenas requerían sus servicios con caprichos absurdos y el vino corría como si fuese agua. La única verificación del éxito total, llegaría con el mayordomo.
Lo que si llegó fue la hora de los postres. Preparé los plátanos. Los mondé a medias, dejando la piel ennegrecida hacia la mitad. Los flambeé con ron y terminé rociándolos con miel. Con un suspiro los mandé hacia su destino. Por mi parte, la misión para la que había sido llevada a la corte, estaba finalizada. Solamente debía aguardar el veredicto y hasta ese momento, estaría en un sin vivir.
CAPITULO 36
Con todo bien encarrilado, llegó nuestro turno de celebrar la Nochebuena. Francisco, a pesar de ser considerado un gruñón y poco sociable con los que estaban a su alrededor, la fecha ablandó su corazoncito y ordenó preparar la mesa. Mantel blanco, vajilla especial, candelabros y un banquete digno de reyes. En realidad, no podía ser de otro modo pues, íbamos a zamparnos lo mismo que en el salón de arriba.
Nos acomodamos y tras dar gracias al Señor, nos lanzamos a disfrutar de nuestras grandes creaciones. Los informes llegados de arriba y los suspiros de mi compañero Francisco, así lo evidenciaban.
-Todo exquisito. ¿No os parece? –comentó.
-No existe plato desdeñado en la cocina cuando se realiza de una manera auténtica –dije sirviéndome un buen pedazo de jabalí.
Él hizo revolotear la mano en señal de desacuerdo.
-Difiero, señora. Por mucho empeño y pasión que se ponga, si no se es un maestro, la genialidad no brota. Y nosotros, somos los mejores cocineros que existen. Al menos en este país… Vuestras truchas están deliciosas.
Yo también lo alabé.
-Lo mismo que vuestro pollo relleno. En verdad, os doy la razón, somos geniales.
Lo cuál, era cierto. Nunca mis platos habían sabido tan bien. El paso del tiempo me iba adjudicando más y más destreza, y muchas más ganas de seguir ejerciendo el oficio.
Por supuesto, la cena no fue relajada, de vez en cuando, Francisco y yo, debíamos estar al tanto de que arriba no les faltase de nada, pero al finalizar, dejamos la cocina en manos de nuestros ayudantes y tras cambiarme, salimos para ir a la misa del Gallo; que fue oficiada en la capilla de palacio.
-Estoy agotado –confesó Francisco.
-Palo con gusto no duele –le recordé.
-Cierto. Mirad, estamos rodeados de lo más florido y al mismo tiempo, de la podredumbre de la corte –me susurró Francisco.
-¿Por qué decís eso? –me interesé.
Seguidamente, pasó a ponerme al tanto de los personajes más ilustres que estaban en las primeras hileras. Algunos de los hijos del monarca, el secretario real, su esposa. El embajador inglés, el cardenal y otros funcionarios. Y ahí, al extremo, el gran Velázquez.
-Lo conozco. Nos encontramos por casualidad en los jardines. Dice que algún día saldré en una de sus obras –le expliqué.
-No me extraña. Sois una joven hermosa. Mirad ahí llegan las mujeres del rey. Esa el la hija del barón de Chirel, con la que tuvo a su hijo bastardo Francisco Fernando. A su lado está Juan José, el único reconocido. Nació de la relación con la aclamada actriz María Inés Calderón. Su madre murió hace unos cinco años. Fue todo un escándalo. La obligó a dejar las tablas, le puso casa y un palco distinguido en la Plaza Mayor. Por supuesto, la entonces esposa del Felipe, Isabel de Borbón, puso el grito en el cielo y para no dar más que hablar, el rey ordenó disponerla en un palco más recóndito, que la gracia madrileña llamó balcón de Marizàpalos. Ese otro joven es Carlos Fernando, de la camarera de la reina, Casilda Manrique, vasca y de gran carácter. La muchacha, Ana Margarita, otro fruto de la desmedida pasión de nuestro monarca. No sabría decir quién es la madre. Y se rumorea que, hay otro retoño en camino. Esta vez, de una criada de mesón. Felipe suele disfrazarse y salir de picos pardos por ahí, como cualquier mortal. Y claro, hay consecuencias. Y eso, no teniendo en cuenta los que se han quedado en el camino.
Recuerdo que lancé una exclamación de asombro.
-Y parece tan serio, ¿cierto? Pues, ya veis. Le domina la lujuria. Y la pobre reina aguantando carros y carretas. ¡Qué vida esta! –dijo Francisco indicándome que el sacerdote estaba entrando.
-Digo yo que, –musité –ella también tendrá lo suyo.
Él aseveró con una sonrisa pícara.
-Nada relevante y mucho menos notorio. Pero, sé a ciencia cierta, por uno de los criados, que suele solazarse con algún sirviente. Eso sí, siempre de edad tierna. Por lo visto, se resarce de haber tenido que tomar a un marido que le lleva muchos años. Y digo yo que, a la mujer le gustará aleccionar en lo que más la satisface y nada mejor para ello que un alevín. Pero callemos. La misa comienza.
El sacerdote, que a pesar de su juventud era el confesor del rey, nos lanzó un discurso cargado de calamidades y de advertencias. Al parecer, para él, toda acción alejada de los dictados de Dios era pecado. La tentación de la carne, los malos pensamientos, la gula.
-¡Será hipócrita! Predica en lo que no cree. Me han dicho que se ha puesto fino en la cena. Es un cabrón. Por sus manos han pasado cientos de personas que han sido torturadas sin piedad –remugó Francisco.
-¿Pertenece a la Inquisición? –me asombré.
Francisco aún bajó más el tono de voz.
-¿Qué si pertenece? Es uno de los mandamases. Si sus ojos caen sobre ti, huye lo más rápido que puedas, pues no tendrás salvación. Seas culpable o no.
No pude evitar estremecerme, aunque no tuviese nada que temer de él. Sin embargo, durante el resto del servicio, no pude evitar que mi estómago sintiese un extraño resquemor. Su homilía, a pesar de ser una noche de alegría, estaba cargada de ira, de palabras amenazadoras.
Cuando la misa terminó, respiré aliviada. No volvería a encontrarme con ese fanático. Pero como he dicho en muchas ocasiones, las cosas nunca salen como una prevé.
Una de ellas era mis intenciones con Herrera. Aquella noche, al igual que unos años atrás, me abrí de nuevo para entregarme a la pasión de un hombre.
-La promesa debe cumplirse. Os aguardo en el estudio –le susurré.
Apenas tuve que aguardar a mi amante. Herrera, resollando, abrió la puerta. Sus ojos de gato refulgieron a la luz de la chimenea al verme tendida sobe el diván. Con premura se desnudó. No era un adonis, pero no me importó. No deseaba al hombre. Suspiraba por el genio. Él avanzó hacia mí y se arrodilló.
-¿Me concedéis el honor de tocaros?
-Lo estoy deseando, maestro –suspiré.
Tras los años transcurridos aún puedo recordar las sensaciones que mi cuerpo percibió. Fueron bien distintas a las que obtuve con mi primer amor. Pero no por ello decepcionantes. Disfruté de un modo lúdico. No hubo sentimientos de por medio, solamente placer.
El día de Navidad amaneció encapotado. Todos preveían lluvia y para mi asombro, lo que cayó del cielo fue nieve. Jamás la había visto y mucho menos, tocado. Salí al patio y, al igual que una niña, jugué con ella soltando grandes carcajadas. No me importó el frío. Lo único que deseaba era guardar en la memoria su color y su tacto.
-La primera vez es una experiencia inolvidable. ¿Verdad? Y utilizarla en la cocina, mucho más. Lo comprobaréis –dijo Francisco.
Tomó un cubo y abrió una trampilla del suelo. Para mi asombro, lo llenó de nieve. La roció con el zumo de una docena de naranjas.
-Pedro Xarquíes la hace traer de Guadarrama y la conserva en un subterráneo. Probad –me pidió.
-¡Delicioso! –exclamé. Aunque, añadí: Muy frío para la época. ¿No os parece?
-Eso se arregla con un café bien caliente después –refutó él.
Nos servimos uno y lo tomamos para reposar un rato del trajín de la comida. Yo no tenía que cocinar, pero me había ofrecido a ayudarlo. Lamentablemente, no sabia estar sin hacer nada. Pero apenas estuve una hora en la cocina. El pintor del rey me reclamaba para una nueva sesión.
A pesar de nuestras paradas para sumergirnos en el mundo del sexo, el cuadro adquiría ya forma y esa forma era realmente genial. Era como si me estuviese mirando en un espejo. Pero al contrario de éste, también se reflejaba, como Herrera prometió, mi alma. No podría explicar con palabras el porqué, pero así era. Y esa revelación, aún acrecentó más la pasión que mi amante despertaba en mí.
No solamente nosotros descubrimos una pasión mutua. Aquella tarde, los vaticinios de Francisco se materializaron. El rey deseaba verme y ello solamente podía significar que mis platos le complacieron.
Con los nervios a flor de piel, me puse el mejor vestido, los pendientes de oro y la cadena de la cuál colgaba un diminuto ángel tallado en una piedra azul, que conjuntaba con mis ojos. La imagen era perfecta. Sin embargo, mi ánimo el peor. No había sido aleccionada para entablar una conversación con un rey, ni ser estudiada por todos los que le rodearían en ese momento. Pero no podía escapar. Tenía la obligación de obedecer y así lo hice.
Entré en el salón. En cualquier otra circunstancia, habría ojeado las exquisiteces que contenía. Pero solamente pude fijarme en la veintena de nobles se encontraban charlando; entre ellos Herrera, que me sonrió y también, el confesor del rey, que me miró con ojos inquisitivos. Felipe, al fondo, estaba acomodado en la silla real.
Me sorprendió su aspecto. Rubio, de tez pálida, con ojos azules, pero apagados. Mentón sobresaliente y cuerpo que había perdido la firmeza. Me pareció grotesco y entendí que su esposa buscase el placer en los lechos de jóvenes criados.
La reina me sonrió para insuflarme confianza. Hice una reverencia y aguardé a que el monarca hablara.
-Levantaos, Viana. Me dijeron que erais muy joven y hermosa. Y no han mentido. Además de una cocinera sublime. Quiero daros las gracias por haberme llenado de dicha con vuestros platos. La duquesa no erró al ofrecerme este regalo. Y me gustaría poder disfrutar de él el resto de mis días. Pero Catalina me ha dicho que tenéis planes para el futuro. Un marido.
Esa noticia, del todo falsa, estuvo a punto de que mi sorpresa diese al traste con los planes de mi señora. Afortunadamente, la vida me había aleccionado bien y respondí:
-Cierto, majestad.
-Es natural que una mujer desee formar una familia. De todos modos, no creo que sea impedimento para que os trasladéis a la corte. ¿No os parece? –insistió él.
Carraspeé inquieta. Debía encontrar una solución rápida. Pero no se me ocurría ninguna. Por lo que, la duquesa, salió en mi ayuda.
-Majestad. El futuro marido de Viana es agricultor. Tiene tierras y no puede abandonarlas. Comprended. Por otro lado, estoy segura de que, mi cocinera será generosa y enseñará a vuestro cocinero muchos de los platos con los que nos deleitará, hasta nuestra marcha, a diario. ¿Verdad, Viana?
Esa decisión no me hizo feliz. No había preparado tantas comidas para agasajarlo y sería un reto que, a pesar de mí confianza, estaba segura que no pasaría. A pesar de ello, no tuve más remedio que decir:
-Será un honor.
Catalina, complacida con mi pronta reacción, sonrió.
-¿Os parece un buen trato, señor?
La reina respondió por su esposo.
-No somos unos tiranos, querida duquesa. Comprendemos las razones de vuestra cocinera para refutar nuestra propuesta. El sagrado matrimonio está por encima de los caprichos terrenales. Además, no podemos interponernos en el amor. Nos sentiremos satisfechos con disfrutar de sus platos estos días.
-Habéis hablado con el corazón de un verdadero cristiano. Vuestro juicio es loable y digno de admirar –intervino el cura.
-El padre Trasildo, siempre sacando punta a las cosas. Parece mentira que seáis sevillano. Dicen que los sevillanos son gente alegre y despreocupada. Y vos parece que la alegría la habéis dejado por el camino. Dios nos dio la virtud de ser sensatos, pero también nos entregó el don de ser felices. Procurad recordarlo –bromeó el rey.
Todos los presentes carcajearon.
Pero yo fui incapaz de reír junto a los otros. De nuevo y del modo más inesperado, el destino me colocaba ante uno de los posibles hombres que me dieron la vida. Porque, no tenía la menor duda de que se traba de él. ¿Cuántos curas sevillanos y con ese nombre podía haber en el mundo? Solamente él. Sin embargo, una vez más, con disimulo, intenté encontrar en ese hombre algún rasgo que me uniese a él. Y de nuevo, no hallé ninguno. Sus ojos eran de carbón, su nariz grandilocuente, probablemente, herencia judía; lo cuál, justificaba su carácter intransigente y fanático en temas de la religión. Los nuevos cristianos debían reafirmar su fe de un modo mucho más ostentoso. No. Él no era mi progenitor.
En ese instante, me di cuenta de que jamás lograría dar con mi padre. El único que quedaba era un ser sin nombre, sin oficio. Rubios podía haber a montones y con una cicatriz, otros tantos. Los hombres y en especial los de condición más baja, solían enfrascarse en reyertas. Pero no me sentí decepcionada. Al fin y al cabo, uno no puede echar de menos a esas caricias que nunca ha recibido.
-Ante vos está esta joven. Es de Sevilla y como habéis comprobado, responsable. No hagáis caso de los tópicos, mi señor. Ya sabéis como actuó la gran mayoría de ciudadanos durante la terrible plaga –protestó el sacerdote.
Felipe aseveró.
-Como siempre, habláis con cordura, Trasildo. Muchacha. ¿Debió ser terrible, verdad? Nosotros la pasamos antes, pero no fue tan virulenta.
-Sí, alteza. Vi morir a mi maestra y a mi señora. El amo se contagió, pero superó el mal. Fue una tragedia. Jamás vi tanta mortandad. La ciudad perdió casi la mitad de sus habitantes. Por suerte, los sevillanos somos gente de gran fortaleza y nos estamos recuperando. Sevilla volverá a ser lo que era -respondí.
El monarca lanzó un suspiro.
-La Ciudad de la Plata. Bella sin duda. Deberé hacer otra visita. Y cuando acuda, espero que me deleitéis con vuestros guisos.
-Será un honor, majestad –dije efectuando una leve inclinación de cabeza.
-Por supuesto, mi casa será la vuestra, majestad –se ofreció la duquesa de Alba.
ÉL hizo un gesto con la mano y uno de los pajes se acercó a mí y me entregó una cajita de terciopelo.
-Vos me habéis hecho un regalo exquisito. Jamás imaginé que la col, las truchas o esa comida para cerdos me supieran a gloria. ¡Y que decir de las bananas! Sublime, joven cocinera. Sublime. Y por ello, quiero compensaros. Espero que sea de vuestro agrado –dijo el rey entregándome una cajita.
La abrí. Me quedé muda al ver la joya. Una cadena de oro con un colgante del mismo material que no era otra cosa que una cuchara.
-Majestad, yo… Gracias –balbucí.
-No me las deis. Ahora, id a la cocina y mostrar a Francisco vuestro arte. Así me compensaréis por marcharos lejos de mí estómago.
Me incliné y salí siendo observada por todos. Jamás en la vida habría esperado ser recibida por el rey y mucho menos, tener en las manos una joya digna de una reina. La vida, sin duda, pensé, era caprichosa.
Los siguientes días mi vida fue un continuo torbellino. Mostraba a Francisco muchas recetas. Aunque, contradiciendo el mandato del rey, apenas descubrí tres de mi propia creación. El resto fueron fórmulas comunes que cualquier hijo de vecino conocía en Andalucía, pero extrañas fuera de sus fronteras. Me negaba a que mi originalidad dejase de serlo. Y tras las enseñanzas, regresaba con mi amante.
Capítulo 37
Los duques no cabían en sí de gozo. Habían acertado totalmente con el regalo ofrecido al rey. Tras cada ágape escuchaban sus alabanzas. Y como temían que terminase por convencerme de que me quedase en palacio, me llamaron a sus aposentos para aclarar la situación.
-Viana. Sé que es tentador aceptar la oferta del rey. Más, no olvidéis que, aunque ahora Montiño disfruta con vuestra presencia, si llega a su conocimiento que pensáis pisarle el terreno, se convertirá en un lobo sin piedad –dijo el duque.
Su esposa aseveró.
-Vuestra juventud le ha demostrado que, con el tiempo, llegaréis a superarlo. Se verá viejo y sin la fama que la ha encumbrado… Os pondría toda clase de trabas y no disfrutaríais como lo estáis haciendo ahora en nuestra casa. Que dicho de paso, sois la reina de la cocina. Tenéis libertad de acción, de mando y de libertad. La corte requiere que uno se olvide de su propia vida para convertirse en súbdito incondicional de los monarcas. Prácticamente, sería una esclava.
Durante unos minutos permanecí callada. La situación era magnífica. Todo jugaba a mi favor y si era lista, sacaría mucho beneficio. Era hora de iniciar el juego.
-Vuestras palabras están llenas de sensatez. Sin embargo, ser cocinera real es a lo máximo que una puede aspirar. Nadie podría decir lo contrario. Y como habéis dicho, Montiño ya es anciano. Pronto no podrá realizar su labor. Una temporada de dificultades no sería problema para mí. Estoy acostumbrada a bregar con muchas cucharas que desean meterse en mi sopa.
Ellos, a pesar de estar habituados a mantenerse inalterables ante cualquier situación, se removieron con gesto nervioso. La duquesa carraspeó y dijo:
-Cierto, cierto. Pero no penséis que ese trabajo puede ser duradero. Todos conocemos el carácter de Felipe. En cuanto algo le incomoda no duda en deshacerse de él. Lo ha hecho con infinidad de sus amantes y bastardos.
-Mi esposa habla con cordura, Viana. Nuestro monarca es caprichoso. Vos sois muy hermosa. ¿Qué ocurriría si deseara algo más que vuestros guisos? Negarse causaría vuestra perdición. No volveríais a ser contratada en una casa solariega. Sería una lástima que tuvieseis que cocinar en unos fogones sin categoría para bocas burdas y que no sabrían apreciar la excelencia –añadió el duque.
No tenía la menor intención de quedarme, pero aún no cedí. No hasta conseguir mejores condiciones.
-Eso es aventurar mucho, señor.
La duquesa, en un gesto de falsa preocupación, me tomó las manos.
-Sois muy inocente, Viana. Yo soy mujer de mundo y he visto como os mira. Sus ojos no evidencian buenas intenciones hacia vos. Claro que, si no os importa servir a Felipe en todo cuanto pida, no seré yo quien me meta en vuestros asuntos.
-¡Por Dios, Catalina! Nuestra Viana es una joven decente. Y ni la tentación del mismísimo rey la llevaría por el camino de la deshonestidad –exclamó el duque.
Ella torció la boca en un gesto de escepticismo y me soltó las manos.
-No lo dudo. Más, hay tentaciones difíciles de controlar. Un rey es un rey, querido.
Tuve que morderme la lengua para no soltarles cuatro frescas. Me estaban tratando como si fuese de su propiedad. Y en realidad, así era. Era una simple cocinera, buena, pero nada más. No poseía casa, ni muchos ahorros ni estudios. Mi destino sería trabajar hasta mi muerte. Pero les haría pagar cara su arrogancia.
-No está en mi naturaleza, cono dice el duque, convertirme en amante de nadie. Pero ahora, mi reputación es mucho más grande. Ello propicia que mi valía provoque otras ofertas, en Sevilla, por supuesto, más interesantes.
La duquesa me lanzó una mirada de reproche.
-¿Acaso no os hemos tenido siempre valorada? Recibís un buen salario y libertad para vuestras cosas. Además, gracias a nosotros habéis venido a la corte y por eso, aún sois más reconocida. No considero justo que nos recriminéis nada y mucho menos amenazarnos con dejarnos.
-No os estoy amenazando, señora. ¡Dios me libre! Simplemente expongo la situación. Y como mujer inteligente que sois, entenderéis mi postura. Es innegable que es un honor trabajar en vuestra casa. Pero no puedo permitir que los sentimientos me venzan. No soy más que una humilde trabajadora y debo velar por mí futuro. Por ello, deberíamos revisar mis condiciones -repliqué.
-¿Y cuáles consideráis que son esas nuevas condiciones? -intervino el duque.
Expuse mis aspiraciones, que por supuesto, la vanidad ganó la batalla. Nadie con dos dedos de frente y los bolsillos llenos se dejaría arrebatar a alguien como yo.
Satisfecha, me reuní con Francisco. Había prometido llevarme a visitar los mesones.
-De vez en cuando hay que bajar a la tierra –dijo.
Me llevó al Mesón de los Paños donde probamos el cocido. En el Paredes callos. Gallinejas en La Botillería de la Canosa. En La Herradura caracoles.
-¿Qué os está pareciendo? –me preguntó Francisco.
-No podemos decir que sepan de maravilla, pero no están mal para unos simples cocineros. Pero es una cocina interesante. Tomaré nota para aplicarla en mis fogones.
Él aseveró con énfasis.
-Pues, queda mucho más que mostraros. ¿Seguimos con las catas?
Rechacé su oferta. Me sentía llena y muy cansada. Aún así, al meterme en la cama, tardé en dormirme. Las mejoras de lo que había probado no dejaban de dar vueltas en mi mente.
Al día siguiente, olvidé mis planes para Sevilla y me concentré en complacer a mí monarca. Y lo logré. Me contaron que la mesa se llenó de exclamaciones y suspiros cargados de placer al probar cada uno de mis platos.
Francisco, ocultando su preocupación, dijo:
-¡Sois sensacional! Por suerte, no tenéis intención de quedaros en Madrid. ¿Verdad?
Lo tranquilicé diciéndole que no cambiaría el sol de Sevilla, ni la alegría de sus calles ni mis amigos por nada del mundo. Y él, para celebrarlo, escanció vino de Valdepeñas y cortó un trozo de tarta de almendra. Era una situación paradójica. Deberíamos ser rivales y allí estábamos, como dos compañeros de aventuras. Y así era. Complacer a un rey no era moco de pavo.
-Sonará extraño, pero os echaré de menos –me confesó mi compadre.
-Aún queda mucho, maestro.
Pero los días que quedaban pasaron como un suspiro y mi asombroso viaje tocaba a su fin. Así que lo despedí con más alegría que nunca. En el Alcázar Real, bajo la nieve, en compañía de unos de los cocineros más extraordinarios que conocía y finalmente, de mi querido pintor; que al fin, había terminado el cuadro. Un lienzo que me dejó fascinada. Jamás pude imaginar que el resultado fuese tan perfecto. Allí estaba yo, desnuda, cubierta por racimos de uva, mirando hacia un infinito indeterminado. E increíblemente bella. Me volví hacia el espejo. Herrera solamente había plasmado la realidad. Lo miré y sonreí.
Fue la última vez que estuve con él. Y también la última que vi el cuadro. Años después, supe que permaneció oculto en el estudio de Herrera hasta el día de su muerte, sin que nadie hubiese gozado de él.
Partimos al día siguiente de Año Nuevo, aprovechando que el tiempo se tornó más amable.
Mentiría si dijese que no estaba ansiosa por regresar a mi ciudad. Pero también si negara que me apenara dejar el trajín de la corte y todo lo que ello conllevaba. En cuanto a Herrera, lo echaría de menos. No con ese dolor que me produjo Carlos. Admiraba al pintor, pero no arraigó en mí corazón. En cambio, Francisco permanecería en mi pensamiento. Por su amabilidad y sus generosidad al enseñarme recetas maravillosos.
Él, por su actitud, debió sentir lo mismo, pues para asombró a todos, echó unas lagrimitas.
-Os echaré en falta.
Le abracé.
-Yo también, amigo mío.
-Prometo hacer buen uso de vuestras recetas. Y para no perder el contacto, os haré llegar cartas. No se escribir, como bien sabéis, pero pediré a alguien que lo haga por mí. Os iré informando de mis avances y espero que me respondáis contándome los vuestros. Y os deseo que seáis muy feliz con vuestro futuro esposo. ¡Pardiez! Juro que si hubiese tenido treinta años menos y un físico menos desgraciado, no se me os escaparíais. ¿Podéis imaginar lo que lograríamos juntos con los años? –dijo muy emocionado.
Le acaricié la mejilla roja como un pimiento.
-Yo también prometo cuidar de las vuestras. Solamente en ocasiones especiales. Así las apreciarán más. Ha sido un honor estar a vuestro lado, maestro. Y os prometo que, en cuanto pueda, vendré a veros o bien, venís vos a Sevilla.
-¡Qué más quisiera! Pero mis obligaciones me lo impiden. Siempre al servicio del rey. Vaya a donde vaya. Claro que, puede que a su majestad le de por ir por allí. ¡Nunca se sabe! Bien. Basta de sensiblerías. Os están aguardando. Y recordad. Sed muy dichosa. ¿De acuerdo?
Lo besé de nuevo y le susurré al oído:
-Guardadme el secreto. No hay ningún esposo. Pero sí que me aguarda mí hogar, que no lo cambio por nada del mundo.
Salí de su cocina. Era hora de regresar a la mía.
CAPITULO 38
El regreso a la rutina, por muy extraño que pudiese parecer, no fue para nada traumático. Tras la *fajina frenética, me vino bien cocinar a mi ritmo, sin presiones reales, ni amantes secretos ni temor por el fracaso. También reunirme con mis amigas en la taberna de La Coja. No poseía el lujo del Alcázar, pero era mucho más agradable, sin tensiones, con gente corriente como yo.
Carmen y Sagrario escucharon embelesadas mis correrías por la corte, los chismes y vida y milagros de todos los importantes. Al saber que un pintor se había servido de mí como musa, gritaron entusiasmadas. Por supuesto, guardé para mí la experiencia carnal que mantuve con él. Pero se desató el deliro cuando les dije que el mismísimo monarca me había regalado, a parte del colgantes con la cuchara, una gargantilla con varios diamantes.
-¡Virgen Santa! ¿Por qué? ¿Solamente por cocinar? –dijo Carmen.
-Solamente, amiga mía –repliqué con tono que no admitía duda.
-¡Válgame Dios! Lo entendería si hubiese sido por… Ya me entiendes. Y dicen que Felipe es un libertino.
Sagrario aseveró.
-Lo es. Cuentan cada cosa…
-Exageraciones. A mí me ofreció ser cocinera real y lo rechacé. Y cómo veis, no me ha cortado la cabeza.
-Y cómo pago a tú desdén, te ha regalado joyas –apuntilló Carmen.
-¿Acaso mi cocina no es digna de ser pagada con grandes alhajas? Pues, si así opináis, juro que no volveréis a catar un guiso mío –dije con gran seriedad.
Ellas enseguida protestaron y yo me eché a reír. Terminamos todas riendo. La vida había vuelto a la normalidad y me sentía muy feliz.
Pero el tiempo pone todo en su sitio. Lo que a mi regreso de Madrid me pareció el estado perfecto, tras dos años de servir a los duques de Alba y a sus ilustres invitados, terminó por tornarse tedioso. Mi creatividad exigía más y más, y no me sentía libre para ello.
Bien era cierto que la duquesa jamás contradecía mis sugerencias; a no ser que las considerase demasiado atrevidas, incluso para una cocinera con tanta fama como yo. Ello contribuyó a que mi malestar se aposentase en mi ánimo. Necesitaba cambiar. Pero no a otra casa; a pesar de las increíbles ofertas que las familias más importantes me lanzaban. Debía ser dueña de mi misma y eso requería alquilar un edificio para establecerme como posadera. Había ahorrado suficiente y no había temor al futuro. Si la nueva empresa no salía bien, siempre podía regresar como empleada.
Una vez tomada la decisión, llegó lo más dificultoso. Tenía intención de que mi negocio no fuese como el de los demás. Deseaba algo especial y único, y no era cuestión de poner la posada en cualquier parte. Desde luego, la zona ideal sería cerca del río e incluso mucho mejor, frente a él. Pero imaginé que no abundaban las casas vacías en esa parte, a pesar de los estragos que provocó la peste. A ello tuve que añadir que los alquileres eran imposibles. Lo más económico que encontré fue un edificio hecho un asco y por él me pidieron la indecente cantidad de dos mil ducados. Tenía el collar. Sin embargo, no quería desprenderme de él. Era un recuerdo que, con el paso del tiempo, se había tornado muy dichoso. Solamente me desprendería de él en caso de extrema necesidad y mi sueño no era precisamente una urgencia.
Así que mi fantasía debía encaminarse hacia otro lado.
Pero como me aconsejó en más de una ocasión doña Jacinta, las prisas nunca son buenas compañeras de viaje. Por lo que, amarré las ansias de libertad. Algún día, puede que lo lograse. Y continué cocinando para los duques y experimentando nuevas recetas.
En cuestión de hombres, desde mi aventura con Herrera, no volví a sentir esa pasión desenfrenada por ningún otro. Y eso que, candidatos no faltaban. Mi belleza, ya totalmente aceptada por mí e incluso utilizada para muchos fines egoístas, creaba un hechizo del que era difícil escapar. Comerciantes, mozos, nobles; el linaje era indiferente. Y mi pasión, también. Lo que me llevó a la conclusión que mis cuitas hacia mí naturaleza disipada e inmoral estaban del todo injustificadas; que únicamente estallaba cuando había algo especial en el hombre. Y por el momento, no hallé ninguno.
Así que, mi vida transcurrió de nuevo entre fogones, dedicada totalmente a la meta que nació en cuando fui entregada al abrigo de las faldas de doña Jacinta. Pensando que, probablemente, ese era mi destino y mis sueños locos de ser mi propia dueña, eran eso, sueños de una chiquilla llegada del origen más bajo del que un ser humano no puede alardear.
Y me conformé.
Con este ánimo dócil transcurrió un año más. Y cuando retornaban las ansias de volar, me decía que la ambición no era nada beneficiosa si se tenía en cuenta a lo que había llegado alguien tan joven. Era la reina de las cocineras. No tenía derecho a pedir más.
Pero como siempre pasa, el destino tenía otros planes.
El día de mi cumpleaños, que ya eran veintidós, fuimos a celebrarlo, como no, a La taberna de la Coja. Alzando la copa para brindar por llegar viva un año más, pensé que me parecía mentira que el tiempo hubiese pasado tan deprisa y la cantidad de maravillas que experimente y también, tristezas. No era extraño. La vida se componía de miel y almendras amargas.
Con esos pensamientos me encaminaba hacia casa cuando, transitando por una calle solitaria, me salieron al paso tres tunantes. Era evidente que venían de fiesta donde habían empinado el codo, pues sus cantos alegres eran desentonados. No era la única que había levantado una copa por un hecho feliz. Sin embargo, cuanto más se acercaban, más me daba cuenta de que había cometido un error al tomar esa callejuela.
Y no me equivoqué. No eran estudiantes o simples trabajadores que habían salido a divertirse. Sus rostros ojerosos, con alguna que otra cicatriz, confirmó mi temor. Estaba ante una *esquifada. Intenté dar media vuelta, pero ya era demasiado tarde. Dos de ellos, a pesar de no tener los cinco sentidos en alerta, con la rapidez de una gato, ya se encontraban tras de mí.
El alto, de tez bruna y ojos que desprendían maldad, dijo:
-¿Adónde vas tan sola, preciosa?
-Dejadme pasar –intenté decir con firmeza. Pero lo cierto es que estaba aterrorizada.
Él negó con la cabeza.
-Íbamos en busca de una *dama de todo manejo y la fortuna nos ha traído a la que, seguramente es la más hermosa. ¿Por qué deberíamos seguir buscando? Hemos pasado mucho tiempo en alta mar y queremos *manejar para llegar al puerto. Y el tuyo es un *codo que nos apetece. ¿Verdad, muchachos?
-No soy ninguna rabiza. ¡Apartad! –mascullé.
*cuadrilla de malhechores.
*Fornicar
*vagina
Uno de sus compinches, un muchacho que apenas debía rondar la quincena, inclinó el rostro y echándome un aliento apestoso, dijo:
-Tengo entendido que las damas, a estas horas, ya están recogidas en casa. Solamente hay una razón para que deambules por las calles de noche y es que, buscas un buen mástil. Ya has dado con él, muchacha.
Los otros estallaron en carcajadas. El tercero lo apartó.
-Habla con propiedad, zagal. El tuyo aún es una caña. El mío si que le dará gusto. E incluso, puede que la recompense con unas monedas –dijo agarrándome del brazo.
-¡Suéltame! –grité.
Para lo único que sirvió fue para que los otros me acorralasen más. El pánico se apoderó de mí. Volví a gritar con todas mis fuerzas.
-¡Socorro!
Pero al parecer no había nadie cerca y los que estaban refugiados en sus casas, estaban demasiado acostumbrados a las peleas y nadie acudió en mi auxilio.
Sentí como me agarraban y pataleé con desesperación. Pero era un acto inútil. Y lo que iba a acontecer, una pesadilla. Uno de ellos me rasgó el escote y volví a gritar. Una mano me tapó la boca.
-Calla, zorra –siseó el alto, metiendo la mano bajo la falda. Me debatí con más fuerza y comencé a llorar con desgarro.
-¡Quietos!
El tipo sin mirar al hombre que había lanzado la orden, continuó hurgando entre mis piernas.
-He dicho, que basta.
Aquella segunda orden pareció cabrearlo de verdad. Se apartó y con la rapidez de un felino, sacó una navaja.
-Largo y déjanos en paz. La puta es tan solo para nosotros. ¿O quieres probarla? -lo amenazó mostrándole el arma.
El hombre salió de las sombras. La tea iluminó sus ojos que podían habérsele adjudicado al mismísimo demonio. Sin embargo, para mí, era un enviado de Dios. Un hombre que me liberaría del peor horror que pudiera ocurrirle a una mujer, si era capaz de batir a esos tres animales. Y de nuevo, el alivio se tornó pavor. Era imposible.
-Ven, si te atreves.
Los otros, repentinamente, me soltaron y caí estrepitosamente.
-Juan, no… -le advirtió uno de sus compinches al cabecilla.
-Puedo solo. Pero si os unís, será mucho mejor. Le damos una buena tunda y después lo rajamos. Este cabrón no saldrá de aquí con vida.
-Estás metiendo la pata –insistió el jovencito.
Mi salvador salió de las sombras y su rostro quedó iluminado por completo. El bravucón se detuvo abruptamente. Por su expresión fue como si hubiese visto a un monstruo. Comenzó a retroceder y a farfullar.
-Lo… siento. Yo… Si quieres a la furcia, es toda tuya. ¡Larguémonos!
Mis asaltantes echaron a correr. Mi héroe se acercó y tendiéndome la mano, me ayudó a levantarme.
-¿Estáis bien?
Me recompuse la tela rasgada y la sujeté con la mano.
-Gracias a vos, sí. Nunca podré agradeceros la valentía que habéis demostrado y que me salvarais. Os debo la vida, señor. Nunca he pasado tanto miedo. Creí que… que…
No pude continuar y rompí a llorar. Él me estrechó entre sus brazos y me sentí segura como nunca.
-Ya pasó. Calmaos, por favor. Ahora, decidme donde vivís y os escoltaré –dijo con tono dulce.
Me enjugué las lágrimas.
-En el Palacio de Dueñas.
Él levantó las cejas con gesto sorprendido.
-Por vuestro aspecto deduje que no erais una cualquiera. Pero… una dama…
Ya más calmada, reí suavemente.
-No, nada de eso. Soy la cocinera.
-¡Vaya! ¡Vaya! ¿Así que sois la famosa Viana? Entonces, ya hay un modo de que me devolváis el favor. Invitadme a una cena.
-Ahora mismo, señor… –acepté.
-Hernán. Mis padres creyeron que bautizándome con el nombre del gran conquistador llegaría lejos. Y a lo máximo que he llegado es…-Calló. Su rostro se ensombreció, como si pensase que el destino obtenido hubiese sido un puro desastre.
-¿Os parece poco ser un héroe salvador de damas en apuros? –lo animé.
Mi salvador sonrió y en ese momento, su rostro se asemejó al de un querubín. Era de esa clase de gente que no podía precisar la edad. Tanto podía ser alguien muy joven o un maduro que apenas había envejecido. Pero, joven o no, lo que era indudable era su belleza. Un rostro cincelado con perfección. Una clase de hombre a la que las mujeres les era difícil resistirse. En cambio, a pesar de esos atributos y su heroicidad, a mí lo único que me inspiraba era admiración, nada físico.
-Y como vuestro héroe, he de llevaros a casa –dijo ofreciéndome el brazo.
Caminamos durante unos minutos en silencio. No sé que estaría pensando él, pero yo, de que me había librado de una buena. Si esos rufianes hubiesen llevado a cabo sus intenciones, no lo habría superado nunca.
Él rompió el silencio.
-Una dama como vos no debe ir sola en la noche. No habéis sido nada prudente –me reprendió.
-Por lo general, nunca lo hago. Pero hoy he salido para celebrar mi cumpleaños. La fiesta duró más de lo esperado –me excusé.
Hernán ladeó el rostro y sonrió.
-Cuando uno es joven, aún no le duele cumplir.
-Pero… ¿Qué decís? Vos también sois joven. Además, es mejor cumplir años que no llegar a viejo –protesté.
-Depende de la vejez que a uno le espera. Solo, enfermo y sin un doblón, no es precisamente un futuro halagüeño –apuntilló.
Aseveré dándole la razón.
-Pero, ni vos ni yo, creo que no nos veremos en esa situación. Vos tenéis prestigio, se os rifan y sois muy hermosa, Viana. Encontraréis un buen marido. Y yo, he procurado cubrirme las espaldas.
-¿Un marido? Hago lo que se me antoja y gano dinero. No necesito a un hombre que me corte las alas. Estoy bien así, gracias –remugué.
Él rió con ganas.
-¡Y además con carácter! Sois sorprendente, mi bella cocinera.
-Para sobrevivir, hay que tener arrestos, señor. Si no me hubiese enfrentado a la adversidad, no estaría donde estoy –repliqué.
-En eso, nos parecemos –dijo Hernán.
Llegamos ante el palacio y nos detuvimos en la puerta.
-Os he prometido una cena. Si no os parece tarde, os invito ahora mismo –me ofrecí.
-Creo que no es el momento. Estáis alterada e imagino que agotada por lo ocurrido y que desearéis tomar un baño, meteros en la cama y olvidar lo que ha pasado –rechazó él.
Suspiré.
-Creo que tenéis razón. En este momento, me encuentro terriblemente fatigada. Pero no me olvidaré de la promesa. Decidme cuando y os recibiré en mí cocina encantada.
Él chasqueó la lengua y señaló la casa con el dedo.
-Temo que esa no es vuestra cocina.
-Bueno… No. Pero es algo parecido. Está bajo mi mando y recibo a mis invitados con libertad –admití.
-Tengo entendido que buscáis casa para poner vuestro propio negocio –comentó él.
Me quedé muda. ¿Cómo sabía mi salvador algo semejante?
Hernán dibujó esa sonrisa que lo tornaba encantador.
-No os sorprendáis. Estoy al tanto de todo lo que ocurre en la ciudad. Por ello sé que estáis encontrando dificultades. Yo puedo ayudaros, si me lo permitís. Tengo varias casas en El Arenal y algunas frente al río. Elegid la que os guste y montad vuestra posada.
-Yo… Os lo agradezco. Pero no puedo pagar los alquileres –balbucí.
-No tendréis que darme nada –me aclaró.
-Si pensáis que por haberme salvado tenéis algún derecho, será mejor que se os quite de la cabeza, señor. Mis favores los doy cuando me apetece –dije ofendida.
Él hizo oscilar la cabeza y sonrió.
-Nada más lejos de mi intención. Jamás he utilizado el chantaje o el agradecimiento para obtener mis placeres. De vos, lo único que me interesa es vuestra comida. Y con este favor, me aseguro de que nunca me falte un plato llegado de vuestra cocina.
-Os conformáis con poco –dije, aún suspicaz.
-¿Os parece una menudencia gozar de vuestros guisos? ¿O pensáis que solamente tienen derecho los nobles? –me recriminó.
-No, por supuesto que no. Por esa causa deseo poner la posada. Precios asequibles para todo tipo de clientes. Claro que, exceptuando a los indeseables; como es natural –respondí.
-Como es natural, claro –musitó cabizbajo. Pero rápidamente tornó su semblante amable y preguntó: ¿Y bien? ¿Aceptáis o no?
Lo miré indecisa. La propuesta era tentadora. Pero demasiado fácil. No llegaba a comprender porque un desconocido se ofrecía a ayudarme sin nada a cambio. La vida me había enseñado que muy pocas veces te daban nada por nada. A pesar de ello, algo en ese hombre me decía que podía confiar. No llegaba a alcanzar la lógica, pero así era y dije:
-Acepto. No obstante, si el negocio sale a flote y hago negocio, os pagaré religiosamente un alquiler; independientemente de que vengáis o no a comer. ¿Estáis conforme?
-Lo estoy –dijo ofreciéndome la mano.
Y de este modo quedó sellada nuestra extraña asociación.
-Perfecto. Estoy deseando ver el resultado. No habrá posada igual -dijo él.
-No soñéis con el saco lleno de trigo antes de segarlo. Primero he de comprobar si alguna de vuestras casas me conviene. ¿Dónde puedo localizaros? -apuntillé.
-No os preocupéis. Seré yo quien me pondré en contacto con vos. Señora. Ha sido un placer ser de tanta ayuda. Dormid tranquila. Y recordad que jamás debéis ir sola en la noche -respondió Hernán. Inclinó la cabeza, dio media vuelta y se perdió en la noche.
CAPITULO 39
Nunca conté lo sucedido esa noche. Ni tampoco los sorprendentes planes que me traía entre manos. Aún no era tangible. Por lo que, continué con mi trabajo sin mostrar el menor cambio; a pesar de que la inquietud me embargaba. Habían pasado cinco días de mi encuentro con el misterioso Hernán y aún no me había mandado recado. Puede que su oferta hubiese sido producto del momento eufórico en el que se encontraba tras salvar a una muchacha en apuros. No sería tan estúpido de entregar uno de sus edificios sin cobrar un maravedí.
Transcurrida ya una semana, pensé en localizarlo. Pero, ¿cómo? Solamente, al igual que con mis posibles progenitores, solamente tenía un nombre. Y en Sevilla podía haber cientos de Hernán.
Así que, no tuve más remedio que aguardar pacientemente o hacerme a la idea que nunca más sabría de él.
-Doña Viana. ¿Estará ya el potaje listo? Yo creo que sí.
El aviso de Tomasa me devolvió a la realidad. Corrí hacia el fuego. Afortunadamente, no se había pasado.
-Ya se puede servir. Poned todo en fuentes. Tengo que ir a hacer un recado -dije tomando la carta que había recibido de mi querido Francisco.
Durante aquellos dos años habíamos mantenido correspondencia regularmente. Y siempre que recibía una de sus misivas, corría hasta el amanuense para que me la leyera. La duquesa, gustosamente, dada su naturaleza curiosa, habría leído las cartas. Pero una deseaba conservar su intimidad. Y el escribiente, dado su oficio, se guardaría mucho de ir pregonando la correspondencia ajena o de lo contrario, podría olvidarse de seguir ejerciendo.
No tenía que ir muy lejos. El ayuntamiento era un buen reclamo para los ignorantes como yo. Las autoridades se regían por un sistema tan burocrático que, obviaban que la gran mayoría de ciudadanos era iletrados y sus comunicados eran siempre por escrito. Así que, siempre había que descifrar algún documento.
Por primera vez en mi vida no tuve que aguardar cola.
-Buenos días, doña Viana. ¿Otra carta de la Corte? -me saludó el amanuense.
-Efectivamente, Rodrigo -dije entregándosela.
-Será un placer leerla. Vuestro amigo es un narrador excelente y lo que cuenta, muy ameno. Veamos…
"Estimada Viana:
Espero que os encontréis bien. Yo, por el momento, resisto. Este invierno me acatarré. Ya sabéis el frío que hace en Madrid en esta época. No como en vuestra maravillosa Sevilla donde casi siempre luce el sol. Aunque, ya estoy recuperado del todo. Pero olvidemos mis cuitas y vayamos, como se dice vulgarmente, al grano. Hice la última receta que me mandasteis y he de decir que, era pura gloria. Al rey le entusiasmó. Y como soy hombre honrado, como pudisteis comprobar en vuestra visita, le informé que era una de vuestras magníficas creaciones. A lo cuál, dijo: "Es una pena que esa muchacha no aceptase quedarse con nosotros. Aunque, como prometió, no se ha olvidado de mi petición y puedo seguir gozando de su arte". Como veis, procuro esmerarme en cocinar vuestras recetas. Y, sin pecar de inmodestia, creo que lo consigo.
En cuanto a lo demás, todo sigue como siempre. Embajadores, príncipes, artistas. ¡Un faenón! Aunque, imagino que vos os encontráis en la misma situación debido para quién trabajáis. También he de deciros que, Herrera el joven, tras vuestra marcha, partió hacia Italia. Al parecer, el carácter irascible de su padre pudo con su paciencia. Arguyó que necesitaba aprender nuevas técnicas. Se encuentra en Venecia. Dicen que es una ciudad fascinante. Lo cierto es que, no me imagino no poder andar por la calle e ir a todas partes en barca. Decididamente, será hermosa, pero para nada me gustaría vivir allí. Ya me diréis cómo lo hacen para charlar sus habitantes. Debe ser mortalmente aburrida. ¡Sin chismes!
Hablando de chismes. Dicen que, quién ya sabéis, está de nuevo esperando un churumbel, como decís por ahí abajo. ¡Jamás vi tanta fertilidad en un estandarte real! Es ponerla y acertar. Como también espero acertéis con la receta que seguidamente os dono para solazar a vuestros comensales. Es italiana. Recientemente estuvo un cocinero convidado por el rey y me la enseñó. Es sencillamente deliciosa y desde luego, nada corriente. ¡Ahí va!
Pasta a la Pizzaiola.
Para hacer la pasta necesitáis medio kilo de harina, 5 huevos, de cucharadas de aceite y media de sal. Lo mezcláis bien, hasta lograr la textura que vos ya sabéis. La alargáis hasta obtener un grosor fino, pero que no se rompa. Seguidamente, cortáis a tiras bien largas de más o menos el ancho de vuestro pulgar. Las espolvoreáis con harina y cuidadosamente, introducís las tiras, que él nominaba espaguetis en agua hirviendo y las dejáis durante cinco minutos. Una vez hecho, en una sartén, freís dos dientes de ajo, cebolla, jamón y tocino. Echáis tomate troceado y ponéis una cucharadita de azúcar. Dijo que eso mata la acidez del tomate. Una vez a punto, saláis a gusto y espolvoreáis bastante albahaca. Añadís los espaguetis, dais unas vueltas para que coja el sabor del sofrito y al plato. Él espolvoreó queso. Al parecer es la gracia final del plato. Y os aseguro que es gloria bendita para el paladar.
Puedo imaginar vuestro rostro, emocionado y vuestro ánimo, impaciente por guisar tan novedosa receta. Y hablando de guisos, el tiempo se me echa encima y lamentablemente, he de dejaros. Aunque, como ya sabéis, siempre está vuestro recuerdo en mi corazón.
A la espera de vuestras noticias, vuestro amigo Francisco que siempre os guarda en su memoria"
El letrado me entregó la carta.
-Gracias.
-No me equivoqué al decir que vuestro amigo es una delicia contando historias. Y en especial, enseñándoos platos que le entra a uno el hambre –dijo Rodrigo.
-Espero que esto no salga de aquí –le advertí.
-¿Para qué quebrar el secreto si no tengo mujer a quién contárselo para que me lo ponga en la mesa? ¿Vos no tendríais una amiga tan bonita como vos y buena cocinera que se apiadase de este pobre hombre solitario? –dijo con tono de chanza.
-Tenéis razón. La soledad para un hombre no es buena, Rodrigo -convine.
-Lo mismo que para una mujer –refutó el calígrafo.
-Erráis. Una mujer puede valerse por si misma. Un hombre no sabe guisar, limpiar… Deberíais pensarlo y buscar esposa –opiné.
-Aún soy joven. ¿Preparamos la respuesta? -dijo el hombre agarrando la pluma.
Saqué unas monedas de la bolsa y se las dejé sobre la mesa.
-Otro día. El trabajo me aguarda. Gracias, don Rodrigo.
Regresé a casa sin poder evitar que la imagen de Herrera, tras mucho tiempo, volviese a mi mente. Imaginé que en la ciudad de los canales sería feliz; lejos de la tiranía paterna. No había tratado mucho a su padre en mi estancia en la corte, pero fue suficiente para ver que era huraño y gruñón. Nada de lo que hiciese su hijo le parecía bien. Aunque fuese perfecto, siempre hallaba una pega. Y esa actitud afectaba negativamente a un hijo; sobre todo, si éste no poseía carácter firme. Por suerte, Herrera y yo, éramos de esa clase de gente dura de pelar. Nada ni nadie podía doblegar nuestra voluntad.
El mayordomo me abrió y aceleré el paso. Aún no había preparado nada para la cena, ni tampoco dado instrucciones a mis gemelas. A pesar de ello, gracias a mis enseñanzas, habían tomado la iniciativa y sobre la mesa estaban ya preparados los ingredientes para el guiso de carne de vaca, y también, sentado en un rincón, un chiquillo con enormes chorretones en la cara.
-¿Y tú quién eres? -le pregunté.
Él, arrugó el bajo de la roñosa camisa entre las manos, echando una ojeada de vez en cuando hacia la despensa abierta.
-Lolo. Vengo de parte del An… Quiero decir de, Don Hernán. Me ha decido que os espera mañá en la Taberna de la Escoba; allá por el mediodía. Y que si no os incomoda, me hagáis saberlo y que si no, digáis vos la hora y día que os convenga.
No se si los que estaban a mi alrededor notaron la sensación de alivio que sentí; ni la esperanza que de nuevo regresó.
-Dile que estoy conforme con día y hora. ¿Quieres comer algo? Creo que sí. Anda. Ven a la mesa. Esperanza, corta un poco de pan y queso. Virtudes, llena un buen tazón de leche.
Cumplieron la orden y en cuanto se lo pusieron delante, el pilluelo lo devoró con ansia y en cuanto terminó, saltó de la silla y dijo:
-He de irme. Gracias. Too estaba rico.
Virtudes lo acompañó a la salida y yo, canturreando, comencé a guisar con la misma alegría que desde hacía un tiempo había perdido. Ya me veía al frente de la mejor posada de Sevilla, guisando lo que me viniese en gana y segura de que los comensales disfrutarían como nunca. En mi mente bullían las imágenes de como sería. Un pequeño mostrador donde servir vino, platos sencillos y varias mesas; mientras que el comedor especial estaría en otra habitación. Sería un comedor más selectivo. Manteles, vajilla y menaje elegante. Algo novedoso que, tal vez, no tendría éxito. Los pudientes ya tenían sus propias cocineras y no debían porqué entrar en una taberna. Pero siempre recalaban en la ciudad viajeros, comerciantes o simplemente curiosos con los bolsillos llenos que querían conocer la ciudad.
-Hace unos días que estáis como ausente. ¿No os encontráis bien? –me dijo Virtudes.
-Todo lo contrario, muchacha. Estoy mejor que nunca –respondí con una sonrisa.
Aunque, mis ensoñaciones no evitaron que a medida que se acercaba el día de mi encuentro con Hernán los nervios me traicionaran. Yo, que siempre había buscado la perfección, cometí un grave error y fue echar dos veces sal a la sopa. Por suerte, prevenida como era, siempre tenía algo para sustituir en la mesa y nadie se percató de ello. Ni siquiera Tomasa ni mis ayudantes. Me deshice de ella y me juré que nunca más cometería tamaño traspié. Como tampoco, si mi sueño no llegaba a realizarse, me hundiría en la pena.
Camino a la taberna, mi corazón latió acelerado. Impaciente por ver el futuro que podía tener. Y solo había dos opciones. Cumplir la meta que me había marcado o renunciar a ella.
Crucé la puerta. Hernán ya estaba allí. Cuando me salvó de la violación, la noche había resguardado su rostro. Ahora podía estudiarlo con más claridad. Me quedé corta al decir que era hermoso. Era perfecto. Ojos azules, cabello dorado y facciones que bien podían representar a un ángel. En especial, cuando sonreía.
-Sois puntual –me dijo.
Aparté la silla y me senté frente a él.
-Considero que es una falta de respeto hacer esperar a la gente. Por lo general, siempre se tienen cosas de hacer.
-¿Os apetece tomar algo? –me ofreció.
-Lo que realmente deseo es ver cuanto antes vuestras casas. Así, sabré a que atenerme –rechacé.
Él se levantó. Era más alto de lo que pensé.
-Entonces, vamos, señora.
Cuando salimos vi como todas las miradas se posaban sobre nosotros. Y también como fruncían el ceño. Nunca se me había visto en compañía de un hombre e imaginé que estarían pensando. Pero no me importó. El futuro me aguardaba.
La primera casa estaba frente a la puerta de Jerez. La fachada necesitaba alguna que otra reparación. El interior una mano de pintura. Pero esa no era la pega. Los bajos eran demasiado estrechos. No había posibilidad de montar una taberna. Así que, me mostró la siguiente. Estaba en la calle Pajería. Por supuesto, la rechacé de inmediato.
-No puedo montar mi negocio ante en la tapia de La Mancebía, señor –dije con evidente enfado.
Él carraspeó como un niño pillado en una travesura.
-Es natural. Vuestro establecimiento será de categoría. Lamento esta terrible metedura de pata. Vayamos a la que está frente a la Torre del Oro.
La situación era espléndida. Fuera de la muralla y el río como paisaje. El puerto, los barcos. Ahora faltaba que el edificio estuviese acorde. ¡Y Válgame Dios si lo estaba! Era una casa de aspecto regio, muy amplia, de piedra maciza.
Hernán abrió la puerta. La penumbra reinaba en el interior. Tras dejar entrar la luz por los ventanales, el comedor de mis sueños se mostró ante mí. Una de las puertas de la estancia daba la cocina. No era excesivamente grande, pero podía apañármelas. La otra, a una letrina.
-¿Qué os parece? –preguntó Hernán.
-Decidiré cuando vea el piso de arriba -respondí.
Subimos la escalera. Tres habitaciones y un gran salón. Era ideal para los clientes más adinerados. Una podía ser mi dormitorio, otra el armario de la ropa y enseres de la mesa. En la que quedaba pondría el baño.
-¿Y bien? ¿Ha pasado el examen? –quiso saber.
Aseveré sonriendo ampliamente.
-Una buena mano de limpieza, algo de decoración y quedará perfecta.
Él extendió la mano.
-Pues. No se hable más.
La rechacé y Hernán me miró desconcertado.
-No es que no confíe en vos. Aunque, sí debería. No se quién sois ni a que os dedicáis.
-Puedo aseguraros que soy hombre de palabra –dijo, pero sin mostrarse molesto.
Asentí.
-No lo dudo. Pero estas cosas es mejor dejarlas selladas por escrito. Hoy la fiesta nos va bien, pero mañana nunca se sabe. No quiero poner todo mi empeño y mis ahorros en algo que puedo perder. Un notario servirá para dejar las cosas claras. Pero si os incomoda este trato, lo entenderé.
-Di mi palabra de ayudaros y si estas son vuestras condiciones, no hay más que hablar. Mañana iremos al notario -aceptó.
CAPITULO 40
Nadie podría imaginar lo feliz que me sentí. Lo que tanto había anhelado estaba rozándolo con la punta de los dedos. Me hallaba en una nube, percibiendo como quedaría el local. Y debía contárselo a alguien. Con entusiasmo me decidí por Carmen. Sagrario estaría ocupada atendiendo en la carnicería.
-Parece que me hayas leído el pensamiento, pues quería hablar contigo urgentemente –me dijo nada más cruzar la puerta.
-¿Ocurre algo? –me inquieté.
Cerró y me invitó a sentarme.
-¿Qué si ocurre? ¡Es que te has vuelto loca, chiquilla! Toda la vida sin un mancebo y ahora te paseas con ese… ese *astroso.
Parpadeé al no entender nada y ella, enfurruñada, dijo:
-¿No sabes a qué me refiero? Te han visto en la taberna con ese tal Ángel Caído.
Yo le quité importancia con un gesto de la mano.
-Temo que te han informado mal. Me he reunido con el señor Hernán. Será mi próximo casero. He acordado con él un local y pondré mi propia posada. ¡No es maravilloso! ¡Mi propia dueña!
Ella no pareció alegrarse.
-¿De veras? Pues, mal negocio haces. Si ese tipo del que hablas es alto, tremendamente guapo y con cara de no haber roto un plato, hablamos del mismo. ¡Por Dios! ¡Es un *jayán!
Yo sacudí la cabeza negando lo que decía.
*vil
*Rufián retirado que velaba por las normas del hampa y ayudaba a los necesitados en apuros.
-Imposible. Lo conocí en un apuro y fue todo un señor. Si no llega a ser por él, en estos momentos, no se dónde estaría. Tal vez, muerta.
-¡Jesús! ¿Qué pasó? –exclamó mi amiga.
Le conté mi terrible experiencia y como Hernán fue mi héroe y ella se estremeció. Podía deducir lo que estaba pensando por sus ojos casi desorbitados, que me había librado de un horror insuperable.
-Por eso creo que estás equivocada. Un hombre del hampa se habría unido a esos hijoputas. Y para tranquilizarte más, te diré que, por el momento, no pagaré alquiler. Comenzaré cuando el negocio me de bastantes beneficios.
Su aprensión dio de nuevo paso a la irritación.
-¿No pagarás? ¡Ahí está! Ese quiere sacar tajada. Nadie da nada por nada. Lo sé por experiencia propia. Viana, querida. ¿No ves que te está camelando? Eres preciosa y no me extrañaría que quisiese convertirte en su barragana.
-¡Por el amor de Dos! ¡No digas estupideces! –exclamé verdaderamente enfadada.
-Pues, tú verás. Los que te vieron junto a él, si te asocias con un jayán, es lo que pensarán. Y ten en cuenta que, si llega a oídos más nobles, vete olvidando de montar tu taberna elegante –me aconsejó.
Yo la miré fijamente. ¿Sería cierto lo que me estaba contando? La verdad era que, Hernán no me contó nada de él. Me estaba aliando con un completo desconocido. Y recordando nuestro encuentro, me vino a la memoria las miradas inquisitivas de los parroquianos. ¿Sería por qué, todos, excepto yo, sabían quien era mi salvador? Si resultaba que así era, mi sueño se estaba yendo al traste.
-¿Estás segura? –insistí.
-Como comprenderás, no tengo tratos con los bajos fondos de Sevilla. Es lo que me han dicho. Y que debido a su aspecto inocente, es llamado el Ángel Caído. Deberías confirmarlo y si así es, olvidarte del asunto. Ya encontrarás otra casa –me aconsejó.
-Ya… Pero. ¡Es que un edificio ideal! Grande, bien conservado y frente al puerto. Por otro lado, puede que ya no esté ligado a esos bajunos –musité, negándome, aún, a creer la información.
Ella tomó mis manos entre las suyas.
-Todo jayán está retirado. Pero no del todo. Sigue ayudando a sus compinches. Y si no es el caso, da lo mismo. Su reputación te perjudicaría. ¿No lo entiendes? Viana. Siempre has sido juiciosa. No comiences ahora a perder la cabeza.
-Cierto. He de confirmar estos datos. Aunque, no se cómo. Ignoro su vivienda, ni por donde se mueve. Preguntaré por ahí –musité.
-¡Ni se te ocurra! Te pondrías en evidencia –refutó Carmen.
-Entonces. ¿Cómo demonios quieres que lo haga? No puedo fiarme de los rumores. Hay lenguas muy viperinas que solo desean perjudicar al prójimo –salté con los nervios a flor de piel.
Ella me acarició la mejilla.
-Sé que esta noticia te ha turbado. Tu sueño está en peligro. Pero no puedes llevarlo a cabo a cualquier precio. Eres una mujer respetada. No debes echar por la borda todo lo que has conseguido. Mira. Conozco a alguien que puede indagar por ti. Aguarda a que te de aviso. Anda. Ve a tú cocina y distráete. Inventa una nueva receta. ¿De acuerdo?
Las siguientes horas fui incapaz de meterme ante los fogones. Solamente podía pensar en que si eran ciertas las habladurías, mi buena suerte habría terminado. Pero mi férrea voluntad, una vez más, ganó la batalla. Cabía la posibilidad de que fuesen solamente falacias. Y si no lo eran, no debía hundirme. La vida ya me había dado más de lo que nunca pensé. La hija de una *matacandiles y un completo desconocido, era la cocinera más afamada de la Ciudad de la Plata. ¿Qué más podía pedir? Desde luego, nada.
Más recompuesta, agarré el pollo y lo partí con dureza. Di las órdenes oportunas a mis ayudantes y cociné, y cociné sin descanso.
A media tarde, un joven bien parecido, con ropas pulidas y aspecto simpaticón, solicitó entrevistarse conmigo. Imaginé que buscaba empleo. No necesitábamos a nadie, pero lo atendí.
-Vengo de parte de Carmen –me informó.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Le ofrecí asiento y un vaso de agua de canela. Él dio un sorbo y después, habló.
-El hombre que buscáis vive en la calle Pajaritos. Es la casa con un balcón.
La información me dejó pasmada. Hernán vivía a tres calles de la Plaza San Francisco. Prácticamente fuimos vecinos. Pero nunca nos cruzamos o no me fijé en él. Aunque, era imposible. Un hombre como Hernán no pasaba desapercibido.
-¿Eso es todo? –le pregunté.
Él muchacho asintió.
-Pues, gracias.
Terminó el agua con canela. Se despidió y tras irse, mi impaciencia por hablar con Hernán me hizo salir de inmediato.
Caminé con paso ligero. Quería saber la verdad cuanto antes. Y me planté ante la única casa que poseía balconada. Agarré el picaporte y golpeé varias veces. Un criado, que para nada parecía servir a un rufián, abrió.
-¿Sí?
-Deseo hablar con tu señor. Tenemos un asunto pendiente. Dile que soy doña Viana –dije con tono autoritario.
Al parecer, mi fama se había extendido entre las clases más bajas y abriendo mucho los ojos, me cedió el paso. El zaguán era impresionante. Techo repujado de madera, azulejos de vivos colores, una planta embutida en un jarrón, que dada mi experiencia en servir en casas nobles, valía una fortuna.
-Ahora mismo le doy recado. Por favor, acompañadme –me dijo muy amablemente.
Me llevó a un salón aún más impactante que el atrio. Estanterías con cientos de libros, un diván de tela de damasco, pinturas excelentes, una mesa baja de marquetería y lo más espectacular, un escritorio de ébano ricamente tallado, con agarres dorados, que no me extrañó que fuesen de oro.
-Observo que sois tenaz y que a pesar de no daros dato alguno, habéis dado conmigo –dijo Hernán a mis espaldas.
Me di la vuelta. El sonreía yo lo miré ceñuda.
-¿Tal vez por la sencilla razón de querer ocultarme vuestro pasado un tanto oscuro?
-Todos tenemos un pasado, estimada Viana. Unos mejores y otros peores. Lo esencial es lo que somos ahora. ¿No os parece? –contestó él sin dejar de sonreír.
-Depende, señor. La pobreza no es ningún estigma. Pero… La delincuencia es otra cosa –repliqué.
Hernán se acercó a una mesa repleta de botellas y se sirvió una copa.
-Según los curas, Dios perdona al arrepentido. ¿Por qué razón los simples mortales no pueden hacerlo? ¿Os apetece algo?
Rechacé la invitación, sin abandonar la actitud enojada.
-Lo que me apetece es saber si lo que me han dicho es cierto. ¿Sois un jayán? ¿Qué se os conoce por el Ángel Caído?
Él soltó una suave carcajada.
-Apodos me han puesto muchos, sí. Y ese es uno de ellos. En cuanto a vuestra primera cuestión, no. No soy un jayán. Me retiré hace unos años. Ahora soy un hombre decente e incluso respetado.
-¿Por los cicateros? –repliqué.
Hernán se acomodó ante mí y dio otro sorbo a la copa.
-Por éstos y también por los ricos. Ahora son un comerciante respetado.
-Lo que uno fue en el pasado no puede borrarse de un plumazo. Tarde o temprano, pasa factura. Al menos, el vuestro me está reclamando el pago. Mis conocidos están escandalizados de que nos hayamos asociado. Me aconsejan que rompa el trato. Y estoy de acuerdo. Me escamé cuando me ofrecisteis la casa sin soltar un ducado y ahora comprendo la razón. Deseáis sacar tajada y no estoy dispuesta a ello, señor. No soy una cualquiera. Soy una mujer respetada y de prestigio. Nuestra unión me perjudicaría seriamente. Y he trabajado mucho para llegar a lo más alto –alegué.
Él abandonó la sonrisa.
-¿Y pensáis que yo no? Soy fruto de lo desconocido. Me crié en un horrible hospicio, al igual que vos. Con la diferencia que no tuve la suerte de ser entregado en una buena casa. Imagino que por mi carácter nada dócil. Siempre me rebelé contra las injusticias inflingidas a los desarrapados. Me llevé muchas palizas, días sin comer y privado de ropa para guarecerme del frío. ¿Y qué pensáis que podía hacer un muchacho resentido como yo al ser echado al mundo? Lo que hice. Buscarme la vida. No hallé trabajo, ni protección. El único que me ayudó fue un rufián que me enseñó el oficio. Y, a pesar de vuestra opinión y la de los otros, aparté la sombra de la muerte de mi vida. Puede que no del modo más decente. ¿Robando a los que más tienen? ¿A los qué permitían que niños como nosotros fuésemos tratados como animales? ¡No merecían otra cosa! Pero sabed que, jamás metí mano al bolsillo de un trabajador. A pesar de la opinión pública, tengo principios. Como tampoco abusé de las mujeres. Si una quería ser puta, no sería por mandato mío. Por el contrario, ayudé a muchas que querían salir de ese basurero. No me siento orgulloso de mi pasado, pero tampoco avergonzado. En esta ciudad no nos dan muchas oportunidades a los miserables y hay que sobrevivir. Vos sois un ejemplo.
Lo miré escandalizada.
-¿Yo un ejemplo? ¡Jamás he hecho nada inmoral para convertirme en lo que soy!
Él encaró las cejas.
-¿Nada? No puedo creeros. Todos ocultamos algo y mentimos sin remordimiento para que no se sepa. ¿Qué me decís de la mentira? ¿No lo consideráis también un acto inmoral?
Yo respingué. ¿Acaso era conocía mi secreto? No. Era imposible.
-¿A qué mentira os referís? –susurré.
Él levantó los hombros con indiferencia.
-A ninguna en particular. Lo cierto es que está en la naturaleza del hombre la falsedad. Y no me creo que vos seáis tan pura.
-No podéis comparar vuestros actos con una simple ocultación de una menudencia -contradije.
Él continuó rebatiéndome.
-Nadie engaña por una tontería. Viana. No seáis tan remilgada. Que yo sea vuestro casero no os perjudicará. Mi reputación ya está saneada. Ahora soy un respetable comerciante y muchos nobles son mis clientes. ¿Por qué razón no podría serlo una cocinera?
-¿Por qué tal vez, yo sea moralista y la casa ha sido ganada con artes, digamos, no muy decentes? –dije con sarcasmo.
-Alguien como vos no puede ser moralista. Mejor dicho. No puede rechazar la oportunidad de verse libre de la esclavitud. Porque, seréis famosa y respetada, pero no sois libre para hacer lo que se os antoje; pues tenéis amo. Ahora, si no tenéis arrestos para enfrentaros a las lenguas mordaces, vos misma. Pero ya sabéis lo que se dice, a caballo regalado no le mires el dentado. Es una buena oportunidad. Yo la aprovecharía, pues… -Calló abruptamente y se dio un manotazo en la nuca -. ¡Malditos mosquitos! Se me comen vivo.
-Es por las lluvias –dije, por decir algo. Ya que mi mente estaba sumida en un caos difícil de arreglar. En parte tenía razón, pero Carmen también. Y la duda me corroía. Si me negaba, volvería a la cocina de la que había venido. Y si aceptaba, tal vez, la asociación con un antiguo criminal espantara a mis clientes.
Hernán, observándome fijamente, se rascaba con fuerza. Tanto que, a pesar de la distancia, vi como le caía un hilo de sangre.
-Parad. Os habéis herido -le pedí. Me acerqué y alcé su cabello dorado atado con un lazo negro. La hinchazón ya era muy evidente. Estaba claro que era alérgico a las picaduras. Saqué el pañuelo del bolsillo y me dispuse a limpiarlo cuando, lo que vieron mis ojos me dejó petrificada. Justo en medio de la nuca había una especie de antojo o lunar, con la misma forma que el que yo tenía al final de la espalda. Me apoyé en la mesa impactada. Hernán se levantó y me agarró del brazo.
-No ha sido buena idea. La sangre no es algo agradable de ver. Estáis lívida. Por favor, sentaos.
Me dejé llevar como si no tuviese voluntad y es que en ese momento, carecía de ella. Solamente podía pensar en la figura que representaba ese hombre. Porque, no tenía la menor duda de que era mi padre. La marca, sus ojos, sus cabellos; incluso sus facciones. Era mi propio calco. Y a pesar de ser mí héroe, de ser inmensamente guapo, no me atraía físicamente. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Había encontrado a mi progenitor. El destino nos había juntado de la manera más extraña. ¿O no? Puede que su ayuda desinteresada no lo fuese tanto. Cabía la posibilidad de que supiese quién era y de ahí su altruismo. Pero era absurdo. Era producto de una mera relación comercial y mi madre jamás buscó al padre, pues ignoraba quién era; y por supuesto, él solo fue a fornicar a El Compás. No hubo otra relación con la rabiza que le dio placer.
Hernán, mi padre, me ofreció una copa de aguardiente.
-Bebed un poco. Os irá bien.
Di un sorbo y rompí a toser. Él me quitó la copa y se sentó junto a mí.
-¿Mejor?
Asentí aún turbada. Mis sentimientos eran confusos. Por fin había encontrado el ser que me dio la vida y debería sentirme, si no feliz, aliviada. Sin embargo, ser la hija del que fue el rey del hampa, no era precisamente un motivo de orgullo o de ir pregonándolo por ahí. Aunque, en el caso de querer hacerlo, no podría. En mi historia inventada era hija de dos campesinos. Sin embargo, había un sentimiento que, a pesar de las circunstancias, evitaba que sintiese ira por ser producto de una coima y un bajuno. La vida no he había ido tan mal. Nunca fui abandonada. Mi madre no me dio cariño, pero me dejó junto a ella y al morir, en el hospicio me salvaron de terminar muerta en un callejón o bajo el domino de un crápula. Y el tiempo y mí esfuerzo, me llevaron hasta casi la cima. Pensándolo con calma, más bien debería darles las gracias. Con mi madre ya era imposible, pero con Hernán… No. Aún no podía revelarle mi secreto. Antes debía asimilar el descubrimiento tan impactante.
-¿Puedo haceros una pregunta? ¿Por qué razón queréis ayudarme?
Él inspiró hondamente.
-Os aseguro que no me mueve ningún interés deshonesto. Y con franqueza, no logro entenderlo. Sois una joven de gran hermosura y jamás me he resistido a ella. Sencillamente, pensé que alguien de vuestra calidad no podía perder la oportunidad de establecerse por si misma. Claro que, si os incomoda mi ayuda, me retiraré y no nos veremos más.
Yo sí comprendía la razón. Un hilo invisible, para él, naturalmente, nos unía de una manera fraternal. Y en cuanto a no volver a vernos, el estómago se me removió. ¿Ahora que lo había encontrado debíamos separarnos? Era lo más sensato. Pero en esta ocasión, la frialdad no formaba parte de mí. Deseaba conocerlo mejor, descubrir como había sido su vida, como era la de ahora; lo que sentía. Y dije:
-La verdad es que… Tengo dudas. Aseguráis que ya no sois un rufián y que ya no os tienen en cuenta el pasado. ¿Qué garantías me dais de que mi negocio no sufrirá con nuestra alianza?
Él volvió a sonreír.
-Todas. La peste cambió muchos conceptos. La perspectiva de morir hizo meditar a muchos y darse cuenta de que nos necesitamos unos a otros. La mitad de la ciudad quedó vacía. No hay muchos comerciantes y menos, que provean con objetos de calidad. Tengo clientes funcionarios, burgueses e incluso nobles. Hasta vuestra ama utiliza mis servicios y está muy satisfecha. Como grandes egoístas que son, les importa un pimiento el pasado con tal de tener lo que desean. Lo mismo pasará con vuestra comida. Al estar en un lugar público no se resistirán a catarla. Sé que ganaréis mucho dinero. Por esa causa, me arriesgo a aguardar que me paguéis un alquiler. He cambiado. Pero no hasta el punto de ser blando en los negocios. Si no viese posibilidades, jamás os lo hubiera ofrecido. ¿Aclaradas vuestras dudas?
Estaba en lo cierto. Sevilla había cambiado muchos desde la plaga y la gente, también. Pero tardé un largo minuto en responder. Moría por montar mi establecimiento. Aunque, por otro lado, la relación podía tensa; al menos por mi parte. ¿Sería capaz de callar el vínculo que nos unía? ¿O por el contrario ser indiferente? Estaba confusa y dije:
-Sí. Pero he de meditar.
CAPITULO 41
Por el momento, me abstuve de comunicar a los duques mi posible decisión. Cualquier contratiempo podía dar al traste con mis proyectos y no era cuestión de enemistarse con los amos. Porque, sin lugar a dudas, se pondrían furiosos. Su poder les creía dueños de todo aquello que se les antojaba y yo era su mayor antojo. No quería ni imaginar como reaccionarían ante mi renuncia. Pero como decía doña Jacinta, mi gran y añorada maestra, el mañana está por venir. Ocupémonos del presente. Y es lo que haría.
Intenté apartar de la mente los últimos acontecimientos y me enfrasqué en la cocina; lo cuál, como siempre, fue de gran ayuda para ello. Sin embargo, en la soledad de mí cama, lo sucedido esa tarde regresó con fuerza; aunque sintiéndome más serena. Por ello, podía analizar con más calma el asombroso descubrimiento. Tal vez, me dije, me había precipitado. No era extraño que una gran parte de la población existente tuviese un lunar; como tampoco que su forma se pareciese al de otro. Hernán tenía el lunar en el cogote y yo al final de la espalda. Una gran diferencia. Por otro lado, que nos pareciésemos físicamente no indicaba ningún parentesco. En más de alguna ocasión escuché decir que todos tenemos un doble en alguna parte. ¿Y si el mío estaba precisamente en Sevilla? Afirmar que el llamado en el pasado Ángel Caído era mi padre, era mucho decir con los pocos datos que tenía. Y era indudable que no conseguiría más. Un hombre que acude a El Compás para desfogarse en su juventud es difícil que recuerde a la rabiza. Para los hombres, en ese lugar, las mujeres no eran más que un trozo de carne donde aliviar sus ardores. Muy pocos se fijaban en sus caras y mucho menos, se molestaban en conocer sus nombres.
Lo que sí podía averiguar, pensé, era algo de información sobre Hernán. Dijo que la duquesa solía contratar sus servicios y con lo cotilla que era, no me sería difícil sonsacarla.
No tuve que aguardar mucho para ello. Cuando nos reunimos para acordar la cena que daría para el Duque de Mansfield, del mismísimo Londres y primo del rey británico, saqué sutilmente el tema. Le dije que una amiga Carmen tenía un encargo muy delicado y que no encontraba telas adecuadas. Que si conocía a algún comerciante que pudiese proporcionárselas. Sin dudar un segundo, me aconsejó que fuese a ver a Hernán García. Por supuesto, simulando horror, le expresé mis dudas; ya que se rumoreaba que en el pasado había sido un jayán.
-¡Bah! ¿Te crees que todos los nobles han tenido un pasado glorioso? Lo que cuenta es lo que uno es ahora. Y Hernán se ha convertido en un hombre respetable. Además, no fue tan peligroso. En realidad, dicen que era una especie de Robin Hood. Luchaba por los pobres. Y, a pesar de que perjudicaba a los de nuestra clase, no deja de ser romántico. ¿No te parece? Por otro lado, muchos aseguran que es hijo bastardo de un noble. Y pondría la mano en el fuego por esa especulación. En realidad, creo que tengo la prueba. ¿Quieres verla? -dijo con tono despreocupado.
La seguí hasta el fondo del corredor. Era el trastero, lugar que en la vida había pisado. Abrió la puerta. En él se amontonaban muebles, baúles, vestidos y cuadros. Apartó una sábana y me mostró la pintura.
-Es el Duque de Infranzón. Si vieses a Hernán, dirías que es su vivo retrato. Nunca mejor dicho.
Era cierto. Un calco a mi presunto padre.
-El duque no era precisamente un hombre discreto. Así que, no sería extraño que el comerciante fuese producto de su lujuria. Eso pudo ser motivo de su rebeldía juvenil. Por otro lado, nunca fue cogido preso, aún sabiéndose quién era. Dicen que un hombre importante estaba protegiéndolo desde el anonimato. Bien podría ser el duque, ¿no? Lástima que la peste se lo llevara. El secreto se lo ha llevado a la tumba.
Las tumbas están llenas de secretos, pensé; mientras ella continuaba hablando.
Lo que decía carecía ya de importancia. Apenas le presté atención. Lo esencial ya estaba dicho. Argüí que debía salir cuanto antes a comprar los ingredientes que me faltaban para la cena y me marché.
Salir a la calle me vino bien. En el mercado me encontré a varios conocidos y charlamos de trivialidades, apartándome momentáneamente de mis problemas. También contribuyeron unos comediantes que representó una breve muestra de lo que se podría ver en su espectáculo. Pensé que no sería mala idea acudir al teatro. Hacía mucho que no iba y era una de las diversiones que más me agradaban. Y no lo hacían del todo mal.
-Doña Viana. Es un placer verla de nuevo.
Miré al hombre que habló tras de mí. Se trataba de Faustino, el mayor tratante de ganado.
-Don Faustino. Para mí también es un placer. ¿Qué es de vuestra vida?
Dio un sonoro suspiro.
-Igual, hija mía. Igual. Siempre lo mismo. Vacas, cabras. Aunque, ahora he añadido pavos. Pero no deja de ser otro animal. Pero vos parece ser que tenéis nuevas amistades -dijo alzando las cejas.
-No se a qué os referís, señor Faustino -repliqué.
-Ya sabéis como es la ciudad. Su lengua corre sin medida por las calles. El domingo os vieron con un buen mozo. Y como no es lo habitual, pues… Se especula… ¿Comprendéis? -me aclaró.
Yo me puse tiesa y con tono acerado, dije:
-Son simplemente negocios. Se dedica al comercio y además, es propietario de varias casas. Tengo intención de alquilar una. Y el señor García tiene la que preciso. Esa es nuestra única relación. ¿Aclarado el mal entendido?
Él carraspeó incómodo.
-No si yo… Nunca creí tal cosa. Y menos tratándose de quién es el tipo. Y por supuesto, de quién sois vos. ¿Y habéis dicho que alquiláis una casa? ¿No será para lo que imagino? ¡Por los clavos de Cristo! ¿Por fin los simples mortales podremos degustar vuestros guisos? ¿Es eso? Porque sería maravilloso. La gente se pelearía por conseguir una mesa. Y yo el primero.
Evidentemente, mentí y dije:
-Tenéis mucha imaginación, señor. Es simplemente que ya ha llegado la hora de que tenga mi propia casa. Ahora debo dejaros o me quedaré sin género. Id con Dios.
Di media vuelta y caminé a paso ligero hasta alcanzar el puesto del verdulero. El antiguo esclavo sonrió al verme.
-Bienvenida, doña Viana. ¿Qué os pongo hoy?
Le enumeré lo que necesitaba y él, ignorando mi impaciencia, comenzó a parlotear. En eso era en lo único que no había cambiado. No le presté atención, hasta que la palabra mágica salió a relucir.
-… y se dice que buscáis casa. Lo que me lleva a una única deducción, ya que vivís en el Palacio de Dueñas, y es que pensáis estableceros por vuestra cuenta. Cosa que todos celebraríamos. Pusieseis donde pusieseis la posada, ahí que iríamos.
-Las especulaciones no son palabras que deben pregonarse a los cuatro vientos. La verdad es lo único que cuenta y vos no la sabéis. ¿Me dais la cuenta? -contesté de muy mala gana. Él se puso rojo como un tomate. Pagué y me largué.
Entré en la cocina enfurruñada. Mis gemelas me miraron con curiosidad. Últimamente, mi humor se estaba agriando. Y la duquesa, precisamente, no contribuyó a mejorarlo al modificar todo el plan de la cena. Era evidente que no entendía el trastorno que ocasionaba y sobre todo, que me faltaba al respeto.
-¡Soy la cocinera más aclamada y ella no entiende que mis decisiones son las más acertadas! –exploté.
-Calmaos, doña Viana. Ya sabéis como son los señores –dijo Tomasa.
Pero no pude calmarme. Hernán estaba en lo cierto. No era más que una sirvienta sometida a los caprichos de un ama. No podía consentirlo. Y sólo había un modo de hacerlo. Tras la experiencia en el mercado, no tenía dudas de que mí alianza con Hernán no me perjudicaría. Al contrario. Todos deseaban probar mis guisos, fuese donde fuese o con quién me juntara. Así que, esa misma tarde fui a casa de mi presunto padre y acepté su propuesta.
-Ya está hecho. Ahora hay que pensar como queréis que sea la posada. Puedo ayudaros en la decoración -me propuso.
-Sé que tenéis cosas exquisitas. Pero, como sabéis, no puedo costearlo. Y me parece ya bastante vuestra ayuda. Me las arreglaré -rechacé.
Él me sonrió de eso modo que podía derretir a cualquiera.
-No lo dudo. Sin embargo, ya puesta, ¿no os parece que sería dejarlo a medias? Merecéis la mejor posada. Mirad. Ya que no estáis dispuesta a que os haga más favores, os propongo un nuevo trato. Convertirnos en socios. Vos ponéis vuestro arte y yo los muebles. A cambio, no pido alquiler, pero sí el treinta por ciento de la caja. Considero que es justo para los dos.
En otras circunstancias habría dudado. Pero me encontraba ansiosa por abandonar la cárcel en que se había convertido el Palacio de Dueñas. Además, Hernán me desprendía confianza. No por el hecho de que podía ser mi padre. Sencillamente, porque sus antecedentes me hacían sospechar que no era tan maléfico como lo pintaban. Podría apostar el brazo que, si hubiese sabido de la existencia de una hija, no la habría abandonado. Nadie que ha pasado por ese rechazo lo haría.
-Yo también -acepté.
Nos estrechamos la mano y quedamos para ir al notario al día siguiente.
A partir de ese día, nuestra relación fue constante. En cuanto tenía un poco de tiempo libre acudíamos al almacén para escoger la decoración, las telas para las cortinas y manteles. Hablábamos con los albañiles de hacer unas pequeñas reformas. En especial en la cocina. Hernán, que al parecer había viajado por Europa tras retirarse, vio en una ocasión una cocina revolucionaría. Era un invento del británico John Sibthrope. Era una caja de hierro en cuyo interior se colocaba la leña o carbón, con aberturas en la plancha superior donde se colocaban los sartenes. La idea no me entusiasmó. Dudaba mucho que los guisos saliesen con el mismo sabor. Pero Hernán insistió. No se perdía nada por probar. Si quedaba conforme, entonces quitaríamos la chimenea y aprovecharíamos la pared para cubrirla de estanterías. Se ganaría un espacio precioso. Así que, probé uno de mis platos más apreciados y fue perfecto. La chimenea desapareció y dejamos solo la abertura para la salida de humos. Los carpinteros montaron los estantes. Coloqué las ollas, cacerolas, jarras y platos. En una cómoda de madera noble; detalle que consideré exagerado para una cocina donde la grasa, con el tiempo acabaría estropeándola, la cubertería. Pero Hernán, con toda la tranquilidad del mundo dijo que cuando se estropease ya pondríamos otra. Al parecer, nadaba en dinero y no le importaba derrocharlo. Lo cuál, era en parte lógico. Cuando se ha carecido de todo uno se vuelve avaro o por el contrario, un derrochador. Pero por lo que aprecié, no tan solo para si mismo. Jamás negaba un favor o dinero a todo aquél necesitado que acudiese a él.
Carmen, que al principio se enojó mucho con mi decisión, acabó convirtiendo la inquina que sentía hacia Hernán en casi adoración. Y no era extraño. Era un ser adorable. Claro que, aún no lo había visto enojado.
-Chica. Es resalao. Guapo, divertido y muy rico. El hombre perfecto. Si no fuese porque es tuyo, me le agenciaría –me dijo mientras colgábamos las cortinas.
Le di una suave colleja y la saqué de su error.
-¿Mío? ¡No digas estupideces! Somos amigos y socios, nada más. Y te aseguro que nunca existirá otro sentimiento entre nosotros. Te doy vía libre. Aunque, temo que no es de los que se casan.
-¿Cómo va a hacerlo? Las tiene a montones y sin pedir nada a cambio. ¡Es una pena que una no dará el mayor tesoro que posee si no hay un cura de por medio! No pienso dar un *jardazo, ni por él –suspiró mirándolo con ojos de cordero degollado.
-Pues, si mal no recuerdo, hace unos años me dijiste que la peste nos hizo sufrir mucho y que debíamos aprovechar el tiempo –le recordé.
Ella hizo revolotear la mano quitándole importancia.
-Paparruchas. Una es decente y así será hasta que me coloquen el anillo en el deo. Pero dejemos eso. Terminemos de una vez. Queda muy poco para la inauguración y hay mucho que rematar.
Quedaba menos de dos semanas para abrir y aún, no había avisado de mis planes a los duques. No es que no tuviese arrestos para ello. Sencillamente, me incomodaban las discusiones y ésta sería de órdago.
No me equivoqué. Se pusieron furiosos. Como ocurrió en casa de los Galiana, me recriminaron mi falta de lealtad y yo, rebatí su ofensa con la verdad; recordándoles que ellos me habían tentado para abandonar a mis antiguos señores. Pero que ahora había una gran diferencia y era que, no me iba con ningún amo. Que sería mí propia dueña.
-Ciertamente. Pero reconoced que nos sintamos mal. ¿No entendéis que el prestigio de nuestra cocina caerá en picado? –se lamentó la duquesa.
-Tenéis a Tomasa. Cocina casi tan bien como yo –repliqué.
-Vos lo habéis dicho, casi –remugó el duque.
-No me gustaría ser descortés. Más, os recuerdo que tuve la oportunidad de quedarme en la corte y preferí regresar a vuestro palacio. Como he dicho, quiero abrir la puerta de la jaula.
La duquesa respingó.
-¿Acaso os habéis sentido esclavizada? No recuerdo que ningún esclavo cobrase una fortuna por andar entre fogones, ni que tuviese días libres.
-Dejadlo, querida. Digáis lo que digáis, Viana esta decidida a abandonarnos –intervino el duque.
-Así es. Y antes de irme, me gustaría daros las gracias por todo lo que habéis hecho por mí. Y sobre todo, decir que he sido muy feliz en esa casa. Pero es hora de volar por mi cuenta.
-Mañana os entregarán la parte del salario que os corresponde. Buenas noches –me despidió la duquesa.
Y al igual que mi anterior partida, les hice una cena que jamás olvidarían.
Y a la mañana siguiente, cogí mis escasas pertenencias y me marché para emprender una nueva vida.
*tropiezo
CAPITULO 42
El día esperado llegó. Miré a mí alrededor. La taberna estaba tal como la había soñado. Cortinas de seda verde, manteles de puro lino, del mismo color. Muebles resistentes, pero elegantes. Vajilla de barro pintaba a mano para lo que era en sí una taberna corriente. Para el comedor de arriba, de porcelana. Cubertería de plata a juego con los candelabros y cristalería traía expresamente de Bohemia. Pero eso eran simples cosas materiales. Lo que realmente daba prestigio a mi sueño era la gente que tenía a mí alrededor. Cada uno de ellos se había esforzado para que mí gran sueño pudiese materializarse. Carmen confeccionando las cortinas y mantelerías, además del vestido fantástico que llevaba puesto. Sagrario buscando la mejor carne y Hernán, complaciéndome en cualquiera de mis extravagantes caprichos.
Debería sentirme excitada, muy feliz. Contrariamente a ello, el pánico me embargaba. Carecía de la confianza que ellos rebosaban. Sí. Mis guisos encandilaron a duques, burgueses e incluso al rey. Pero… ¿Gustarían a los simples mortales? ¿No serían demasiado sofisticados? ¿Cómo saberlo? Siempre me había rodeado de personas relacionadas con la cocina y predispuestas a disfrutar de cualquier alimento. Cierto era que, mis amigas corrían entusiasmadas cuando las convidaba. Pero eran eso, amigas. Su opinión e incluso su deleite, podía ser fingido para no herir mi sensibilidad. Era un dictamen poco fiable. En cuanto a Hernán, tampoco podía ser un juez imparcial. Si uno pasó hambre desde el mismo momento de nacer, su paladar ignoraba los matices que pudiese contener una receta. Y esa era la cuestión conflictiva. La gente corriente estaba habituada a platos sencillos y era reacia a deleitarse con las novedades. Un estofado simple de cerdo o una sopa de pan, era suficiente para ellos.
-Te invaden las dudas, ¿verdad? -me dijo Hernán.
-Más bien el terror -musité.
Él sonrió lleno de confianza.
-¿Por qué? Eres una cocinera excelente. La mejor de Sevilla. ¿O acaso hubiese puesto todo mi empeño en esta empresa si no estuviese seguro de que sería todo un éxito? Ya sabes como soy. No pongo mí confianza en cualquiera.
-¿Y puedo saber el motivo de qué la pusieras en mí? Nunca probaste uno de mis platos -quise saber.
Él dejó de sonreír y adquirió un rictus cargado de seriedad.
-No hacía falta. Tu prestigio era suficiente aval. Por otro lado, sentí la necesidad de protegerte. Y no por motivos oscuros o egoístas. Cosa extraña ya que, eres una mujer preciosa. No se… Fue como si sintiese que nos unía algo especial.
En ese momento, comprendí que mis sospechas podrían estar bien fundadas. Sin embargo, no estaba segura de que fuese el momento de revelárselas. Pero llevaba mucho tiempo buscando al ser que me dio la vida y decidí que era hora de terminar con la incertidumbre de una maldita vez y dije:
-¿Y si así fuese?
Él frunció el ceño.
-Nunca antes nos habíamos visto.
Lo cogí suavemente del brazo y lo llevé ante el espejo que estaba sobre el aparador.
-¿Y nunca te has percatado de lo mucho que nos parecemos?
Miró nuestro reflejo. Su rostro no mostró alteración alguna.
-Mucha gente se parece. Eso no significa que estemos emparentados.
Era el momento de saber la verdad o de hacer un ridículo espantoso.
-Cierto. Aunque, cabe una posibilidad. O al menos eso creo. Y para darte una explicación coherente, deberé contarte un secreto que he guardado celosamente. ¿Puedo confiar en ti?
Hernán asintió. Respiré hondamente y comencé a relatarle todas mis cuitas. Al finalizar, su rostro continuaba inmutable.
-¿Y bien? -inquirí impaciente.
Hernán no abandonó la pose pétrea. Pero sus ojos evidenciaron turbación. Sin dejar de mirar fijamente nuestras imágenes, en apenas un susurró, dijo:
-Es cierto que de joven fui al Compás. ¿Y qué joven no? Podría decir que tus sospechas son meras fantasías. Deseos de alguien que desea conocer a su padre a toda costa. Que en la Mancebía hay cientos de putas y que no recuerdo a cuantas me afiancé. Pero, mentiría. Hubo una ocasión que significó mucho para mí. El cólera había hecho estragos y mí ánimo se encontraba decaído; más bien, hundido. En El Compás, junto a dos amigos, encontré a un ángel que me hizo comprender que estaba vivo y que nunca debía dejarme pisotear.
-Mi madre quedó preñada en esos días y en un mes no tuvo más clientes -musité.
Él ladeó el rostro y me miró profundamente, como si me viese por primera vez.
-Tengo tu mismo antojo, pero donde la espalda pierde su nombre –dije en un intento de aliviar la tensión.
-Comprendo. No fue la sangre lo que te conmocionó -recordó él. Y de inmediato, volvió a sonreír y en el mismo tono distendido, añadió: Y supongo que descubrir que tu soñado progenitor no era precisamente de la alta alcurnia fue una gran decepción. Hija. He llegado muy lejos, pero aún no he tenido la oportunidad de afianzarme ningún título. Lo siento.
Hija. Pensé en lo bien que sonaba esa palabra y en lo poco que iba a escucharla. Mis ojos se humedecieron. Pero no era el momento para vivir sentimentalismos.
-Dicen por ahí que eres hijo de un duque. Y lo creo. La duquesa de Alba me enseñó una pintura de Infranzón y he de decir que sois calcados. Mejor dicho, somos calcaditos –reí.
Mi padre soltó un suspiro.
-Lo seamos o no, la única verdad es que jamás podremos airear nuestros orígenes. ¿Y acaso importa? Sabemos de donde venimos, quienes somos y a pesar de ello, Sevilla nos adora. Abramos esa puerta y dejemos que nuestros adoradores se pongan a nuestros pies. Doña Viana, abrid vuestra taberna. ¡Vamos!
Su entusiasmo no fue contagioso y quedé paralizada.
-¿A qué viene ahora tanto temor? Sois la mejor cocinera de la ciudad. Será todo un éxito. Además, siempre habéis salido airosa de las dificultades. Hoy no será distinto –dijo Antonia, una de las ayudantes que había tomado bajo mi mando.
-Claro, doña. La gente se pegará por probar vuestra comida –ratificó Emilia, la otra muchacha.
Sagrario dio un puñetazo en la mesa.
-¡Por el amor de Dios, Viana! No es momento de agalliinarse. ¡Mueve ese culo y abre de una puñetera vez!
Sagrario estaba en lo cierto. Había luchado mucho por llegar hasta donde me encontraba. Viví en el lugar más infecto de Sevilla, sobreviví a una cárcel donde quién eras o lo que pudiese sucederte no importaba, me desgarré las manos trabajando sin descanso, para finalmente aprender a cocinar de manos de la mejor maestra que pude tener, según la inmensa mayoría, como los ángeles. ¿Iba a echarlo todo por la borda por unas dudas incoherentes? Como hubiese dicho doña Jacinta, al toro hay que cogerlo por los cuernos o te de una cornada. Y yo ya había recibido muchas. Era hora de crear mí propia vida.
Con paso firme me encaminé hacia la puerta y abrí. Una multitud se agolpaba frente a Los Placeres de Viana.
-Te lo dije. Todos te adoran, mi preciosa hija -me susurró mi padre.
Parecía estar en lo cierto. Allí había gente anónima y parte de mi pasado. Leandra y su hija, que aún seguían a las órdenes de los Galiana. Nila que, al contrario de las que siempre tuve bajo mi mando, no aspiró a ser otra cosa que una simple ayudante. Las dos gemelas que en un principio me volvieron loca y Tomasa. Alfredo, el chico de los recados que odiaba el agua, pero que ahora presentaba un aspecto reluciente. Rosa y Pepa, que contra todo pronóstico, se habían casado. No tan bien como desearon, pero podría decirse que, por el momento, eran dichosas. Luisa no podía estar presente. Escapar de la peste cuando nos atacó no le sirvió de nada. Falleció al poco tiempo de acudir junto a su madre. Y también, ante mi sorpresa, Rafael, que como siempre, me miraba con la barbilla alzada. Pero en esta ocasión, sus ojos no mostraban burla, había admiración. Una admiración que aún era más descarada en otra mirada de ojos verdes como las esmeraldas que poseía un joven que, después me sería presentado como Juan Simón Gutiérrez, discípulo del gran Murillo y que como solía ocurrir entre los pintores, me pidió ser su musa. Pero esa… Esa es otra historia.