Recuperado de la tragedia que supuso la peste, sus ojos volvieron a tomar vida y esa chispa se escapaba hacia mí persona. Me enfrenté a Carlos y le dejé bien claro que nunca volvería a existir nada entre nosotros; decisión que, pareció comprender. De todos modos, no era esa la única preocupación que me rondaba. Tendría una nueva señora. La docilidad y timidez que mostró en los inicios se volatizó. No poseía la rigidez de su progenitora, pero si su altivez y el creerse dueña de la situación, con derecho a hacer su santa voluntad. Estaba segura de que surgirían conflictos y yo lo único que deseaba en esta vida era cocinar en paz, sin interrupciones, sin cuestionar mi buen hacer, sin compartir los fogones con nadie. Pero, por el momento, no sería posible.

Dos semanas antes de la boda acudí al palacio de los vizcondes para familiarizarme con la cocina. Horas después, tuve que admitir que era ideal para que una cocinera trabajase con facilidad. El pollo entero al horno salió crujiente y blando por dentro y la majada de perejil, aceite, ajo y comino, lo remató dejándolo del todo delicioso. Tanto que, a la exigente vizcondesa le pareció perfecto para ser uno de los platos del convite. Unos meses atrás hubiese sido descartado de inmediato. Pero la peste consiguió que el miserable pollo pasase a ser una de las carnes más solicitadas por escasas. Fue una suerte para mí. No era nada costoso hacerlo. El horno se encargaría de todo y yo me podía dedicar a otros platos.

Satisfecha, al día siguiente, me reuní con Carmen y Sagrario para presenciar los toros. Buscamos un buen lugar en la plaza donde poder ver con claridad y por un milagro, lo encontramos; justo a tiempo de que saliese el primer jinete. No era un espectáculo que me entusiasmase. Lo único bueno de esa fiesta era que ese día habría carne de toro fresca.

Con lo que realmente disfrutaba era con el juego de cañas. Cuando sonaron las trompetas y clarines, las cuadrillas y sus padrinos, que habían desfilado por la ciudad, entraron corriendo. En el centro simulaban pelear y llenos de enojo, volvían a abandonar el recinto. Al son de la llamada de la música, regresaban los padrinos cargados con las cañas para el envite y las cuadrillas, cada una de ellas identificada por un color, tomaban su posición. Seguidamente, se perseguían unos grupos a otros; sufriendo golpes, caídas o revolcones, ante la diversión del público. Y cuando todos habían hecho su representación, acababa el combate. Tiraban las armas y señalaban la paz. Ese era el fin de todos los espectáculos.

-Estoy sedienta –dijo Sagrario.

-Y yo. Vayamos a una taberna. En  la calle Sierpe hay una que pone buen vino. Nada aguado –sugirió Carmen.

-¿Y por qué no debería? Tras la tragedia hay que darse un buen gusto. Y a mí me agrada el vino –replicó 

Así que, optamos por ir a tomar algo en una taberna de la calle de la Sierpe.

Imposible. Estaban todas a rebosar; como siempre que ha había festejos. A consecuencia de ello, optamos por comprar la bebida en uno de los colmados. Nos llevó un buen rato, pues la cola era bien larga. Carmen y Sagrario pidieron *hipocrás, yo cerveza.

-¡Vaya! ¿Qué es eso? –exclamó Sagrario al ver como un mozo salía cargado con una bandeja llena de vasos tapados con lonchas de jamón, chorizo o pan.

-Es para los círculos de los grandes señores. Protegen los vasos para que no entre polvo o algún bicho. Las llaman tapas. Viene del francés étape. Se refiere a cuando los soldados se aprovisionaban sin detenerse. Se ha puesto tan de moda que algunos comercios, cuando compras una bebida, te obsequian con esa tapa comestible –expliqué.

Mis amigas se asombraron de lo mucho que sabía y yo me quité importancia, alegando que era parte de mi trabajo; que debía estar al tanto de todo para no quedarme anticuada en cuestiones culinarias.

-Al igual que yo. Hay tardes que voy a la posta, o al puerto, y observo a las damas, por si traen alguna novedad. Mis clientas siempre han querido estar la última. También tengo un amigo en la aduana y me permite ver telas. Es una gran ventaja. ¡No sabéis lo que *huchean esa señoronas! ¡Cómo si una estuviese mano sobre mano! –dijo Carmen.

Sagrario aseveró con énfasis.

-Dímelo a mí. Las cocineras de esas estiradas pretenden que todo sea como antes. No tienen la menor idea de lo que hemos de hacer para que nos llegue una ternera. Los ganaderos aún temen venir a la ciudad.

 

*vino tinto y blanco mezclado con canela, clavos, jengibre y azúcar en proporción de seis onzas.

*Darte prisa

-Imagino que podrás encargarme quince pollos. Los necesitaré para el banquete –dije yo con tono preocupado.

-¡Cago en su padre! ¿Quince? Pero… ¿Cuánto convidado va? –exclamó Carmen.

-Serán cincuenta invitados. No se lo que voy a hacer. Jamás he guisado para tantos. Seguro que la cago y me dan la patá –susurré.

Mis amigas me animaron enseguida.

-¡Quita! Tú puedes con lo que te pongan por delante.

-Si lo sabré yo, que he estado a tus órdenes –ratificó Carmen.

Por el trabajo, no tenía preocupación. Mi temor era no obtener el resultado que se me exigía. En esa boda se cimentaba mi futuro profesional. Un fallo y los años de dura tarea se irían al garete. No obstante, aparté las cuitas. No estaba en mi naturaleza el dejarme vencer por las adversidades. Si no obtenía algo especial, algo que asombrase, ofrecería lo mejor que había conseguido hasta ahora. Sonreí e invité a otra ronda a mis amigas.

En esa estábamos cuando tres jóvenes, cuya presencia denotaba que ya llevaban varias copas de vino, comenzaron a echarnos piropos.

-El oro de de las Américas se ha posado por entero en vuestros cabellos y el cielo envidioso, en vuestros ojos, hermosa joven –dijo el que parecía llevar la voz cantante del trío.

Mis amigas rieron por lo bajo. Yo, intenté no hacerlo. El joven era más feo que el vicio y a pesar de ello, presumía de galán.

Carmen y Sagrario disfrutaban con los halagos de los hombres. Yo, en cambio, me sentía incómoda. Llevaba muchos años encerrada en una cocina y apenas había gozado de la compañía de jóvenes impetuosos o de las locuras juveniles. Más bien dicho de solamente de una, pero esa no contaba. Por lo que mi experiencia en esos casos era prácticamente nula.

-Será mejor que nos larguemos –dije apurando el vaso.

Mi tono debió resultar muy seco y Sagrario, me preguntó:

-¿Qué pasa? ¿No te resultan divertidos los mozos? Ya sé que no son el paradigma de la belleza, pero parecen graciosos. Puede que si les damos un poco de coba nos paguen otra ronda.

-No me gusta que se burlen de mí. A lo mejor son tontos y piensan que no sé que no soy para na hermosa; más bien, feúcha –respondí levantándome.  

-¿Fea? ¡Tu estás *abientá! Pero… ¡Si eres la viva estampa de un ángel! Anda. Deja de pensar bobadas y mírate bien en el espejo. ¿O acaso no te has percatao de como te miran los hombres? Pues yo sí y te aseguro que lo hacen con gran admiración. Si te lo propusieses, sacarías de cualquiera lo que se antojase –me aseguró Sagrario.

-¡No digas sandeces! Soy delgaducha, bastante más alta de lo normal y muy alejada de la belleza clásica de una morena –repliqué.

Carmen también me animó.

-Ahí está la gracia. Eres como… como algo exótico y a los hombres les fascinan las novedades. Por otro lado, tu cara es bien bonita. Al menos, eso dice Bruno y muchos otros cuando vas a la compra. Lo que pasa es que tú no te fijas en na, chica. Vas a lo tuyo y lo demás, te da lo mismo. Como no dejes de pensar en comida, se te pasará el arroz y te verás confinada a la soledad. ¿Acaso no quieres encontrar marido o tener hijos?

-El matrimonio no es el fin único de una mujer. En esta vida hay más opciones –refuté.

Sagrario bufó.

-¿Cocinar hasta caer reventada? Niña. ¿Y qué hay del placer de la cama? Yo no lo he catado aún, pero por lo que escucho, no hay gusto comparable en too el mundo.

 

*loca 

-¡Díselo a mis vecinos! ¡Tiemblan las paredes cuando fornican! Yo, desde luego, no me iré de este jodío mundo sin catarlo. Esté casada o no. La plaga me ha enseñao que hay que aprovechar la vida y tú, Viana, como no cambies de pensamiento, los que dicen que pareces un ángel, tendrán razón. Pero con el tiempo, te llamarán virgen –dijo Carmen.

Se equivocaba. Ni era un ángel ni podría ser ya virginal. Hecho que, por otro lado, no me mortificaba en absoluto. Como no entraba en planes tener marido, pues mi falta de doncellez era irrelevante. Y como decía doña Jacinta, la virtud de una mujer era suya y la podía donar a quién le placiese. Y eso había hecho yo. Y con gusto. No me arrepentía. Había conocido el placer unido al mayor de los sentimientos.

-Lo que digáis. Pero yo me voy. Tengo mucho que hacer. No tenéis porque acompañarme. Seguid divirtiéndoos y aprovechad la buena disposición de esos. Puede que os inviten a algo pa cenar. Nos veremos el domingo que viene –gruñí.     

De regreso a casa, en lugar de meterme en mi habitación, entré en la cocina pues no se me iba de la cabeza el puñetero convite. Me puse el mandil y miré la cesta donde reposaban las verduras, como si éstas pudieran hablarme. 

-¡Maldita sea! ¿Calláis? ¿Decidme a cuáles de vosotras escojo? -mascullé como si me hubiese vuelto loca. Y así debería parecer si hubiese habido algún testimonio de ese momento. Por fortuna, todos dormían. Solamente yo me mantenía en vela, incapaz de reposar hasta dar con la sopa de verduras perfecta. 

Determinada a terminar con esa obsesión, opté por hacer un simple gazpacho agregando algún componente novedoso y fuese cual fuese el resultado, me metería en la cama.

Agarré el pepino y como si fuese mí peor enemigo, lo troceé con saña para exiliarlo al mortero. Hice de igual modo con el pimiento. Añadí ajos, aceite y un chorrito de vinagre. Esa era la base de lo habitual. Ahora tenía que pensar en mi toque particular. Pero, ¿cuál? Ya probé con col, zanahoria, judías. Y el sabor más bien fue desagradable o soso.

Furibunda, cogí un tomate y le quité la piel. Agarré el mortero y machaqué como si en ello me fuese la vida. Golpe tras golpe, pulverizando la rabia que me consumía por los cambios que mi vida había experimentado. Nadie podía imaginar lo que daría por volver atrás; por tener la intimidad que gocé de mí cocina. Cierto era que, no debería sentirme así. Mí sueño se cumplió por completo. Era cocinera y respetada. Por otro lado, mis ayudantes eran dispuestas y no discutían ninguna de mis decisiones. Entonces, ¿por qué razón me sentía tan insatisfecha? Si bien la vida no había sido del todo justa, era de ley reconocer que mí lugar, en comparación con otros, era del todo privilegiado. Pero ya se sabe. Cuanto más se tiene, más se quiere. Mis aspiraciones se habían tornado ambición. Y eso no era bueno. Uno debía ser cauto o la vida podía volverse en tu contra. Además, como decía mi añorada maestra, la felicidad no se encuentra en desear lo que no se puede alcanzar; si no, en amar lo que uno tiene. Y yo estaba obligada a hacerlo. Había perdido el amor, pero obtuve el mejor trabajo del mundo.

Con ese pensamiento positivo, ya a punto la base del gazpacho, la puse en un bol, añadí agua y removí. Probé el resultado. ¡Santo Dios! Era perfecto. Había dado con el elemento especial. Ahora, solamente faltaba el punto definitivo y ese sería que se sirviese bien fresco. No habría problema alguno. Los vizcondes poseían nevera propia en los sótanos de la casa. Podría prepararse uno o dos días antes y mantenerse allí.

Sonreí satisfecha. Ya tenía varios platos para la boda. Los pollos al horno, el gazpacho, las yemas al chocolate; y nada complicados de hacer. Ahora debería encontrar otros que no tuviesen que se preparados al momento. Jamás saldrían bien si la prisa te apremiaba. Pero no era momento de pensar en ello. Era hora de tomar un buen chocolate y meterse en la cama.

Al despuntar el sol, ya estaba de nuevo ante los fogones. Y una vez finalizadas las comidas pertinentes de la jornada, me dispuse a centrarme en el proyecto que me quitaba el sueño. Era hora de idear un plato de pescado; lo más difícil. Servirlo frío, imposible y caliente, complicado. Y como no se me ocurrió nada, opté por pensar en otra cosa. Fuentes de lechuga sería también una base principal. Las presentaría con aderezo, olivas y para darle un toque de color, tacos de zanahoria y algo más que ya se me ocurriría. Con la cuestión del pan, haría una excepción a mi norma. Lo encargaría a la panadera; pues era imposible, por tiempo y elaboración hacerlo nosotras. Así que, para despejar la mente, salí para encargarlo. 

La mejor panadería de la ciudad estaba en la Plaza Cementerio del Salvador.

Como era natural en la Ciudad de la Plata, el lugar también poseía su propia leyenda. Decían que el rey Don Juan II ordenó que todo aquél que pasase frente a la Cruz de Polaineros debiera arrodillarse, a pesar del estado de la calle, ante el Santísimo Sacramento. Tanto si eran cristianos como moros o mayores de catorce años. Y si no cumplían, el castigo era perder las vestiduras o cabalgadura. La leyenda se inició cuando la comitiva del Santísimo Sacramento se acercaba al lugar para dar la extremaunción a un enfermo. Los parroquianos de la taberna cercana salieron y se arrodillaron ante la comitiva. Todos exceptuando un tal Mateo, que apodaban el rubio, se negó alegando que era cosa de supersticiones. El resultado fue que se quedó para siempre allí convertido en piedra. Desde entonces, una pedrusco bajo la cruz contaba el hecho y la calle fue llamada Hombre de Piedra.

La panadería, un local de aspecto humilde, se encontraba justo al otro lado de la plaza. Y como era de esperar, tuve que aguardar cola.      

La figura alta y corpulenta de la panadera se mostraba tras el mostrador con esa seguridad de aquel que no duda de que su labor es perfecta y alabada por todos. Porque a Eugenia Donoso, nadie le discutía su maestría y yo, que me creía una artista de los fogones, no le llegaba ni a la suela de sus zapatos en cuestión de dulces y panes. Aunque, fiel a mis aspiraciones, me esforzaría por conseguir su prestigio. Y lo creía posible, la verdad. Sus inicios fueron exactamente como los míos. De bien niña, a la edad de siete años, ante la imposibilidad de ser mantenida por su extensa familia, padres, abuelos y ocho hermanos, fue entregada al panadero como criada. Rodolfo, que así se llamaba el hombre, vio en sus manos menudas la herramienta justa para realizar sus obras más delicadas; motivo por el cuál la liberó de tareas arduas para una criatura de tan corta edad. La aleccionó en dar forma a la masa. No erró al hacerlo. La pequeña resultó ser habilidosa y con el tiempo, imaginativa. No se conformaba con lo ordinario. Ella deseaba que sus pastas fuesen diferentes al resto. Creó multitud de formas. Flores, animales, letras; que junto a la increíble masa de Rodolfo, encandilaron a la ciudad. Tiempo después, ya siendo una moza, maestro y aprendiz no se conformaron en compartir el obrador y compartieron lecho pasando antes por la vicaría, como Dios manda. Y al quedar viuda y sin hijos, apenas dos años después de la boda, se dedicó en cuerpo y alma al establecimiento. Y no por falta de pretendientes. Eugenia no era hermosa, pero sí agradable de mirar, de carácter alegre y con una renta que muchos nobles desearían para ellos. Pero además, era exigente. No se conformaba con cualquiera. Deseaba a un hombre que la amase y sobre todo, que no le importase vivir entre harina y especias, y que entendiese que sin la panadería su alma moriría irremediablemente.   

-Es un honor ver que te dignas a pisar mi humilde establecimiento -me dijo insinuando una sonrisa.

-¿Un honor? ¿Por qué? –inquirí.

-Se rumorea por toda Sevilla que os estáis convirtiendo en la digna sucesora de doña Jacinta. Y eso, no es moco de pavo. 

-Exageraciones. El honor es mío por requerir los servicios de la mejor panadera de Sevilla -contesté.

Ella, como experta profesional, aseveró entendiendo al instante mis necesidades.

-Deduzco que es por el banquete. Es la comidilla de tabernas, plazas y calles. Y no dudan de que sea exquisito gracias a la cocinera.

Yo le quité importancia, a pesar de sorprenderme de que mi dedicación a los guisos fuese comentada por la ciudad.

-La modestia es loable. Pero cuando algo es evidente, hay que desecharla. Uno no debe avergonzarse de sus méritos. ¿O sería lógico que yo negase que mi panadería en la mejor de Sevilla, cuando sus habitantes hacen cola para comprar mis elaboraciones? La verdad es verdad y punto. Y ahora, vayamos al asunto principal. ¿Qué deseáis que os prepare para ese fabuloso convite?

Le pedí pan y dulces. Bizcochos, gañotes, tortas, para un total de cincuenta personas y todo a su gusto, pues aseguré que serían deliciosos. Tomó nota y me invitó a probar su última creación. Era bizcocho con almendras, pasas y trocitos de chocolate. Sencillamente demoledor. Así que, quedó adjudicado para la celebración.

-Los invitados quedarán muy satisfechos. Está todo delicioso, doña Eugenia. Tenéis unas manos de oro.

-Vos sabéis que una nace con el don, más si no se trabaja, no hay perfección posible –dijo la panadera.

Estuve de acuerdo con ella.

-Así es, doña Eugenia. Así es. ¿Queréis que os de un anticipo?

Ella hizo oscilar la mano con ímpetu.

-¡No, por Dios! Son gente de confianza.

-En ese caso, no hay más que hablar. Que tengáis un buen día –me despedí.   

Me sentía optimista. El ágape se estaba materializando.  

 

 

          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 25

 

 

Quedaban diez días para el gran acontecimiento y aún no había resuelto el asunto del pescado. Por supuesto que tenía una y mil formas de guisarlo, pero ninguna adecuada para la ocasión. Servir algo en su punto para cincuenta convidados era una meta peliaguda. La fritura, imposible. Frío, tampoco. ¿Entonces, qué? Solamente me quedaba el horno y éste, ya estaba ocupado por los pollos. Haría esperar demasiado a los comensales y no era cuestión de que por esa complicación mi incipiente fama se fuese a tomar viento.

-¿Creéis que ya estará a punto el bacalao, doña Viana? –me preguntó Nila.

Bacalao, pensé. Un pescado adorado por muchos y denostado por otros tantos. La cuestión era que, no requería mucha elaboración. Si se cocinaba demasiado, su sabor y textura quedaba seco, muy parecido a la estopa, pero en su punto, y yo sabía cómo dárselo, una delicia. Era una opción a tener en cuenta.

Probé un cacho. Estaba perfecto. Y, con la misma emoción que en los inicios, me decidí a experimentar. Corté un buen trozo de lomo, lo puse en una fuente bien regada con aceite y ajos picados. Era simple, pero por el momento, básico para darme una idea de cómo podría ser el plato final si salía sabroso. Lo metí en el horno, ante la mirada curiosa de mi ayudante y aguardamos. Tras cinco minutos, lo saqué y expectante, lo caté. Textura suave, que para nada daba la sensación de estar crudo y de sabor, correcto. Faltaba algo. Ese toque que lo transformase en algo delicioso. Troceé el lomo en pequeños trozos y me acerqué al estante de las especias. Aderecé el primero con comino. Descartado. El siguiente con clavo. Tampoco era el sabor que buscaba. Ni la hierbabuena, ni el azafrán, ni tomillo. Opté por las nuevas especias traídas de allén de los mares. Vainilla. Demasiado dulce. Finalmente, espolvoreé el último pedazo con pimiento rojo molido. ¡Señor! Lo había encontrado. Un tanto picante, pero adecuado para tal evento. El vino correría como el agua y los invitados se sentirían más felices.

-Prueba. ¿Demasiado fuerte? Dame tú sincera opinión –le pedí a Nila, metiéndole el trocito en la boca. Ella lo saboreó y contrajo las mejillas.

-Un poco picante. Ya sabéis que no tolero la picazón de la pimienta y esas cosas, pero está exquisito –fue su dictamen.

Viniendo de alguien que, como confesaba, no le agradaba los sabores fuertes, era todo un elogio. Por lo que, el bacalao al horno con pimentón quedó adjudicado para el ágape.

Ya tenía el menú. Gazpacho frío, ensalada adornada con aceitunas y rábanos. Pollo al horno con especias, acompañado de zanahorias y cebolla. Bacalao al pimentón. Carne asada sobre el fuego y espolvoreada con una mezcla de hierbas. Yemas al chocolate y los dulces excepcionales de Eugenia.

La liberación del mayor problema culinario que se me había presentado hasta ahora hizo que toda la tensión se libase y me sentí enormemente agotada. Tanto que, por primera vez, dejé al frente de la cocina a Leandra y a Asunción, y salí para dar un largo paseo que me llevó a casa de Carmen.

Lo que vaticinaba como un rato de esparcimiento se convirtió en algo muy preocupante. Carmen, que siempre gozó de una salud de hierro, se encontraba enferma. El estómago le dolía terriblemente, pero la muy tozuda seguía al pie del cañón dándole a la aguja.

-Tengo que terminar el encargo o será mi fin. La boda está al caer y me falta mucho por rematar.

-Y si no pones remedio a tu mal, será el fin tuyo, sin la menor duda. Tiene que verte un médico. ¿No lo entiendes? Dime cuál es el más cercano –le dije con tono autoritario.

-No…

-¿Dónde? –le exigí.

Carmen, finalmente, accedió.

-Junto a la carnicería.

Hacia allí me encaminé. Aporreé la puerta y tras varios minutos de espera, un hombre de no más de treinta y cinco años, de aspecto desaliñado, me atendió.

-¿Qué se os ofrece?

-Mi amiga se encuentra indispuesta del estómago. Os rogaría que avisaseis al médico –le pedí.

-Yo soy el doctor –me comunicó.

Lo miré incrédula.

-No os dejéis llevar por la apariencia, señora. Hay cosas más importantes a las que dedicarse, como a los experimentos; que por cierto, ocupan gran parte de mi jornada.

La razón hubiese echado para atrás a cualquiera. Sin embargo, lo entendí perfectamente. Era un buscador al igual que yo. Él con la medicina y yo con la comida. Aseveré con una sonrisa.

-Iré a por él maletín.

Una vez con el equipamiento, nos encaminamos hacia casa de Carmen.

-¿Cómo nos encontramos? Veo que pálida. Me ha dicho vuestra amiga que os aquejáis del estómago. ¿Qué habéis comido? ¿O qué tomasteis ayer? Estas molestias pueden ser debidas a algo reciente o pasado –le dijo el doctor.

-Ayer desayuné leche y un bollo. Comí un plato de sopa de gallina y no cené. Esta mañana, leche y nada más. Y aún no he comido. He estado muy atareada. Como veis, estoy cosiendo para una dama y el tiempo apremia –respondió la enferma.

-¿Cómo se te ocurre tal barbaridad? Hay que alimentarse como es debido –intervine con evidente enojo.

-Tiene razón la señora. El cuerpo es un engranaje muy complejo y debe ser engrasado. Si no hay alimento, no funciona. Y como no veo nada extraño en vuestras comidas, temo que vuestro estómago está protestando. No solo por la falta de alimento. El dolor, deduzco, sin temor a equivocarme, es causa de la tensión que estáis soportando.

-¿Por los nervios? ¡Qué desatino! –exclamé.

Él no se molestó ante mi incredulidad. 

-Señora, la tranquilidad es fuente de buena salud. Las preocupaciones, logran debilitarnos. Y por mi experiencia, el más débil en estos casos es el estómago. Por lo que, le daré un relajante.

Sacó un frasquito del maletín y se lo entregó a Carmen. Ella lo miró con aprensión. El joven médico sonrió.

-Os aseguro que no es veneno. Tomad cinco gotas disueltas en un vaso de agua. Ni una más ni una menos. ¿Entendido?

Ella aseveró.

-Gracias, doctor…

-Euvino Gómez, a su servicio.

Al escuchar el nombre, no tuve duda de quién se trataba. Un nombre así no debía abundar en Sevilla. Un resorte me golpeó el vientre. Un pasado que había quedado muy lejos retornaba trastocando la tranquilidad de la que gozaba. Ahí estaba esa parte que quería borrar. Pero como siempre sucede, lo hecho, hecho está y no  puedes liberarte de las consecuencias. Lo miré con fijeza buscando algún rasgo conocido, algo que me uniese a ese hombre, que me diese la señal de mí origen oscuro e incierto. Pero no la encontré. Su fisonomía era completamente distinta a la mía. Ojos y cabello negros, figura alta y deslizándose a la obesidad. Decididamente, no era mi padre. Aunque, sí había gozado de los placeres de mí progenitora. Y al verlo ahora, me parecía imposible que ese hombre hubiese sido tiempo atrás un estudiante alocado y dado a los regodeos carnales que buscó alivio entre las piernas de mí madre. Pero, era absurdo ese pensamiento. Yo misma, en el futuro, ya vieja, me vería como una inconsciente que se dejó llevar por una pasión juvenil y quizás, por las otras que habían de llegar. Porque, el futuro era una carta que estaba por escribir.   

-¿Os ocurre algo, señora? De repente os habéis puesto muy pálida –me preguntó él, percatándose de mi inquietud.

-No… Estoy cansada. También trabajo demasiado. Pero… estoy bien. En cuanto repose, estaré como nueva –logré balbucir.

-Pues, también hacédselo entender a vuestra amiga. En cuanto esté más repuesta, ya me abonará el servicio. Ahora lo esencial es descansar. Señoras –dijo el doctor.

Cuando cruzó la puerta, fui a la cocina. Con manos temblorosas llené un vaso de agua. Hacia años que desistí de conocer a aquél que me dio la vida. Pero el encuentro casual, a pesar de mí propósito de pasar página, me dio a entender que no era así. El ser humano es muy complejo y miles de piezas configuran su existencia. Una de ellas era que yo fui concebida un acto puramente carnal, sin el menor sentimiento. Pero faltaba el segmento principal, un rostro, una existencia ajena, y al mismo tiempo tan cercana. Y supe que no estaría completa hasta colocarla en su lugar. Pero podía ser que jamás diese con ella. ¿Qué datos tenía? Apenas nada. Unos nombres poco comunes, una marca peculiar en el pescuezo y una fisonomía que se pareciese a la mía. Claro que, hacía unos minutos, pude descartar a uno de mis progenitores, me dije. Cabía la posibilidad de desentrañar el misterio. Tenía el dato de que uno de ellos era seminarista y bautizado con un nombre que avergonzaría a cualquiera. Solamente debía indagar en los lugares religiosos. Aunque, pensé desanimada, si lo localizaba y obtenía el mismo resultado que con el doctor, la búsqueda estaría acabada; pues el tercero de la lista era prácticamente ilocalizable.      

Gruñí al sentirme una completa entupida. Ahora tenía cosas más importantes en que pensar. Mi futuro estaba en juego. Cogí el frasco y vertí cinco gotas dándoselo a Carmen. Lo tomó de un tirón y me dejé caer en la silla.

-También tienes mal semblante. Parece que estés un tanto *bullía –comentó Carmen.

Como excusa, le conté mis avances en el banquete y lo que había sufrido hasta dejarlo zanjado. Haciéndole la promesa de que ella también disfrutaría de mi deliciosa comida. Lo mismo que haría de inmediato, en cuanto le preparase algo para comer.

Desoyendo sus protestas entré en la cocina. La despensa estaba casi vacía. Con el asunto de la boda y con la ausencia de su madre que había marchado al campo a casa de unos familiares para recuperarse, mi amiga se estaba cuidando poquísimo. Unas pocas acelgas, huevos y embutidos. Herví la verdura y preparé una sartén con aceite, ajo y añadí un poco de panceta. Una vez lista la acelga, la sofreí un buen rato. Después, freí un huevo y con el sencillo manjar, regresé junto a Carmen. Estaba medio dormida y le haría bien seguir descansando, pero le iría mucho mejor alimentarse. Le di unos suaves golpecitos en el hombro.

-Anda. A comer. No es gran cosa, pero espero que sea de tu gusto.

Puse los dos platos en la mesa y de mala gana, obedeció. A cada bocado que daba, su faz se tornaba más relajada. Era evidente que le estaba gustando. Y aún siendo evidente, mi vanidad, preguntó:

-¿Me ha salido bien?

Ella asintió comiendo con más apetito.

-Viana. No me extraña que te consideren una de las mejores cocineras de la ciudad. ¡Hay que ver! Con unas simples acelgas has hecho un plato colosal. ¡Está divino!

*inquieta

 

-¿Una de las mejores? –bromeé, simulando enojo.

Carmen untó el trozo de pan en la yema y dijo:

-Bueno, estoy segura que, dentro de nada, serás la primera, si el banquete que estás preparando es como esto. Me gustaría estar presente para ver sus caras.

Yo sacudí la cabeza para quitarle importancia.        

-Cocinar para uno no es lo mismo que para cincuenta. Y ahora, dejemos mis deberes y centrémonos en los tuyos. Descansarás todo el resto del día. Tomarás la medicina, comprarás comida y te alimentarás como corresponde. De este modo, podrás seguir trabajando en ese fabuloso vestido; que por cierto, está quedando precioso. Eres una costurera increíble. Tras la boda, todas las grandes damas te reclamarán; tanto que, deberás buscar ayuda. Ya lo verás.

-¡Tendré que correr como una loca! –exclamó mi amiga.

La besé en la mejilla y dije:

-Estoy convencida de que tu futuro será estupendo. Eso sí, sí sigues los consejos de aquellos que te quieren. Si esta noche duermes de un tirón, mañana emprenderás la tarea con más fuerza.

-Eso espero –suspiró, dejando escapar un bostezo.

El relajante estaba surtiendo efecto. La acompañé a la cama. La ayudé a desnudarse y la acosté. 

-Ahora debo irme. Pasaré mañana a ver como sigues. ¿De acuerdo?

Ya era noche cerrada cuando llegué a casa.  Fui directamente a la cocina. Todo estaba en orden. Subí a mi cuarto, me desnudé y me metí en la cama. Estaba muy cansada. No solamente por la dureza del trabajo. El encuentro con uno de mis posibles progenitores había despertado la curiosidad dormida. De nuevo, la pregunta que me obsesionó de niña retumbaba en mí cabeza. Y era una actitud del todo innecesaria que trastornaba el sosiego del que ahora gozaba.

Y no podía consentirlo. Mi vida estaba encarrilada y el pasado no debía interferir. Ahora tenía que centrarme en el banquete. Después, Dios diría.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 26

 

 

La boda se celebró en la Catedral. El acontecimiento atrajo a muchos curiosos. Yo no estaba entre ellos. No por el hecho de ver casarse a mi antiguo amor. Mi corazón había exiliado la pasión que me quemó durante tanto tiempo. Lo que realmente me importaba era todo saliese perfecto.

Aún no había despuntado el sol y ya estábamos ante los fogones. Los pollos listos, a punto de ser calentados en el horno. Mientras tanto, se estaba horneando el bacalao. Las demás preparaban las ensaladas en fuentes bajo mi supervisión. Era vital que el aliño fuese el justo o sería un desastre. Por lo que, finalmente, lo mezclé yo misma.

En esa estaba cuando llegó el encargo de la panadería. De repente, la cocina se convirtió en un barullo. Mujeres que iban de un lado a otro, los tres recaderos intentando colocar los productos en cualquier sitio libre. Era una locura. Perdiendo los estribos, recuerdo que grité y que todos quedaron paralizados.

-¿Qué? Soy como las nubes. Unas veces cargada de agua bendita y otras de tempestad. Y estallo cuando las cosas no salen como es mi deseo. Esta cocina es un caos. ¡Hay que organizarse o vendrá el desastre! Retirad los cachivaches esa mesa para que coloquen los postres y el pan. ¡Venga! ¡Moved el culo!

Una vez controlada la situación continuamos con las ensaladas. Listas ya, nos afanamos en poner en fuentes los pasteles, roscos y otras delicias que Eugenia preparó. Tras ello, llenamos otras bandejas con queso, jamón y otros embutidos, y también frutos secos.

Y en cuanto llegaron los asistentes a la boda, el frenesí se desató. Había llegado el momento de la verdad.

Junto a dos ayudantes bajamos a la nevera y cargamos con la tina que contenía el gazpacho. Se mantenía frío y solté un sonoro suspiro. Llenamos una docena de jarras y las envié al comedor, junto a las fuentes de entrantes. Enseguida sacamos los primeros pollos. Tenían un aspecto delicioso y esperaba que también de sabor. Era un enigma que solamente resolvería cuando todo hubiese terminado.

-¿Han probado el gazpacho? –le pregunté al mayordomo de comedor.

-Sí y quieren más. He oído comentarios de que es muy refrescante y que con el calor que hace, es ideal, a parte de muy rico. ¿Te ha sobrado?

-Hay más en la nevera. Haré que suban la otra vasija de inmediato. Entre tanto, serviremos las ensaladas, el pollo y la carne con especias –dije haciendo una señal para que cumpliesen mis órdenes.

Todo fue subido arriba y me dediqué al bacalao. Espolvoreé el pimentón cuidando de que fuese la medida justa y lo envié a su destino. Después, me dejé caer en una silla. Ya estaba hecho. Ya era irreparable cualquier error.

La actividad cayó de repente. Apenas una hora y el agotamiento había hecho estragos en los rostros de todas nosotras. Lo cierto fue que, trabajaron hasta sacar la lengua y pensé que merecían una compensación. Aún quedaba gazpacho y las animé a beber. Todas alabaron la mezcla, asegurando que era el mejor que probaron jamás. Alguna osada me preguntó cuál era el ingrediente secreto. Por supuesto, no lo revelé. Ni pensaba hacerlo. Mis ingredientes ocultos eran mi pasaje a la gloria. Una gloria que estaba por ver. Todo dependía de cuán a gusto hubiesen quedado los comensales.

-¡A vosotras os lo voy a contar! Mis secretos se irán conmigo a la tumba. 

Por el momento, los que estaban en la cocina, disfrutaron del menú; pues procuré hacer suficiente comida.

-Está todo exquisito, doña Viana. Tenéis bien merecida la fama que os acompaña –me alabó la cocinera principal de la casa de los vizcondes.

-Gracias –me limité a decir.

Tres horas después, el mayordomo entró en la cocina.

-Los señores requieren tú presencia.

Un repentino temblor me sacudió de los pies a la cabeza. Seguramente el pollo había salido seco o el bacalao demasiado picante. Mi prestigio estaba a punto de derrumbarse. Y todo por mi ambición. No hubiese tenido que aceptar tamaño reto. ¡Por la Virgen Santa! ¡Solamente tenía dieciocho años! Me estaba bien empleado, por no tener un ápice de sentido común.

Con esos pensamientos tenebrosos subí la escalera. Entré en el comedor. Los invitados reían. De todos modos, no me relajé. Y tampoco contribuyó a ello la mirada de Carlos. Sus ojos hablaron de todo aquello que compartimos y que jamás compartiría con su recién esposa.

Su madre, en un alarde de superioridad, abrió los brazos y me señaló.  

-Esta es el artífice del banquete que hemos disfrutado. Una comida sencillamente deliciosa. Y hay que tener en cuenta la escasez en los mercados. Se llama Viana y es la cocinera de mi hija, la mejor de Sevilla.

Los aplausos y bravos sonaron con fuerza.

-Así es. Siempre ha demostrado su maestría en nuestra casa. Te damos las gracias en nombre de todos los invitados por haber hecho un ágape digno de reyes –dijo Blas Galiana.

Respiré aliviada. Incliné la cabeza y dije:

-El honor ha sido mío al permitirme agasajar con mi trabajo a tan nobles ciudadanos. Seguid disfrutando de los postres, que son de la afamada Eugenia; exceptuando las yemas bañadas en chocolate. Una de mis creaciones.

-Realmente sensacional. Posees un gran don, Viana. Un gran don –dijo la duquesa de Alba.

Di de nuevo las gracias y regresé a la cocina. Conté lo que había sucedido y todos celebraron el buen resultado. Y en cuanto el último convidado cruzó la puerta, yo también lo hice, cargada con una cesta repleta de comida. Se lo había prometido a Carmen.

Una vez aposentadas ante la mesa me pidió que le contase todo.

-Ha venido el alcalde, el comisario, varios nobles, mucho personal de la Casa de la Contratación y los duques de Alba. La duquesa me ha alabado personalmente.

-¡Te dije que la fortuna iba a sonreírte! –exclamó ella entusiasmada.

Le serví en el plato la comida y dije:

-Y a ti también. Los vestidos eran sensacionales y me ha dicho una de las camareras que las damas comentaban la belleza de tu creación. Estoy convencida que esas estiradas cruzarán esta puerta para llenarte de encargos.

Ella, más recuperada y con los nervios ya templados, suspiró.

-Lo mismo que tu comida. Nunca he probado algo tan sabroso, delicado y novedoso. El gazpacho está sensacional. Imagino que no me dirás lo que has puesto. Pues espero que te sirvan para algo más que ser una simple sirvienta –replicó mi amiga.

-¿Simple sirvienta? –inquirí escandalizada.

Ella levantó los hombros.

-Es la verdad. Con tu talento, deberías ser tú propia dueña. Y si no es posible, escuchar a los que requieren que te vayas con ellos.

Era palabras vanas. Nunca me ofrecieron abandonar a las Galiana.

Pero en pocos días, las ofertas me llovieron. Posaderos, nobles, comerciantes. Un ramillete extenso para escoger. Pero me sentía reacia a abandonar el lugar donde comenzó la carrera hacia mi éxito. Si me fuese, me sentiría como una traidora. Los Galiana siempre me trataron, si bien no con un enorme cariño, gesto que ningún amo dedicaba a su sirviente, sí con respeto. Y me sentía en deuda hacia ellos.

-No es mi intención -dije.

-¿Por qué? No eres su esclava. Eres una mujer que ofrece sus servicios al mejor postor y lo saben. Si desean conservarte, que paguen lo que otros te ofrecen –me dijo Sagrario dejando caer el enorme cuchillo sobre el lomo del gorrino.

Tenía razón. A pesar de ello, mi reticencia me obligaba a seguir ante los fogones de los Galiana, compartiéndolos con otras. Y eso, me causaba muy mal humor. No era libre para procesar experimentos culinarios. Demasiados ojos pendientes de cada una de mis acciones.

Ella insistió.

-¡Puñetas! Deberías planteártelo. Eres joven y con un futuro espléndido ante ti. Piensa con calma las opciones que tienes. Y si tanto te desean, puedes poner tus normas. Ama y dueña de la cocina. ¿No es lo que siempre has soñado? Pues, adelante, chiquilla. Si estuviese en tú lugar, ya habría hecho el hatillo. Los Galiana creen que te tienen como una reina y no es así. Mereces ser respetada y pagada por lo que vales. Y si no, monta tú propio negocio. ¿Qué tal una taberna?

Yo solté una enorme carcajada.

-¿Con qué dinero? Ciertamente he ahorrado. Pero ni para pagar el alquiler de la puerta. Por otro lao, es algo que jamás ha pasado por mi cabeza.

Ella, masticando con ansia, dijo:

-Pues, ahora ya sabes que… tienes otra opción. ¿No sería estupendo no depender… de ningún amo? El tú posada podrían hacer lo que se te viniese en gana y sin esperar una reprimenda. ¡Por la Virgen Santa! Comer este bacalao debe de ser pecado, pues está de vicio. Lo que yo digo, debes montar una taberna. Con tu fama, en poco tiempo estarías forrá. Libre y con posibles. ¿Qué más podrías desear?

Su descabellada idea, de repente, no me pareció tan alocada. Era un futuro no imaginado y que ahora comenzaba a materializarse. Sin embargo, tardaría mucho en conseguir el dinero necesario. El salario que me pagaban los Osinaga era mucho más de lo estipulado para las otras cocineras. Claro que, si aceptaba una buena oferta… Pero no, me dije. No podía ser tan desleal con aquellos que me dieron la gran oportunidad de ser quién era ahora.

-Estoy demasiado cansada para pensar -susurré.

-¡Pobrecita! Y has venido a darme este festín. ¡Qué buena eres! Y yo no hago nada por ti –se lamentó mi amiga.

-¿Cómo qué no? Me das tu amistad. ¿Te parece poco? –le rebatí.

-Pues, sí. ¿Sabes qué haré? ¡Te haré el vestido más maravilloso del mundo!

-No es necesario. Ya tienes mucho trabajo. Además, no lo necesito -protesté.      

Ella se lamió los dedos tras devorar un tocino de cielo y dijo:

-Me da igual. Lo haré de todos modos. Anda. Vete a dormir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 27

 

 

Aún con mi creciente popularidad, continuaba reacia a traer cambios a mi cómoda vida. Sin embargo, la llegada de la nueva ama trastocó mis costumbres y también mi autoridad en la cocina. Ya no poseía libertad para elegir los platos. Debían ser a su gusto. Para postre, mis ayudantes que hasta el momento se mostraron dóciles, animadas por la actitud de la señora, comenzaron a decir la suya. Y tras un año de soportar tanta tensión, llegó un día que comprendí que la vida tiene sus momentos y el mío en esa casa estaba por finalizar. Debía emprender el camino que me estaba señalando y así lo hice.

Comencé, como requería toda lógica, con las casas más importantes de Sevilla. Mi primer paso fue ir al Palacio de Lebrija. Allí se me recibió con todos los honores, en el salón de visitas. Eso me confirmó lo bien considerada que estaba. La señora Pavia me aseguró que tendría completa libertad en la cocina; tanto para guisar como presupuesto para lo que necesitara. Eso me complació, lo mismo que la paga. Era cinco veces mayor a la que estaba recibiendo ahora. Seguidamente, me mostró la cocina. Era ideal para desenvolverse y con las cosas necesarias para hacer a una lo que le apeteciese. Aún así, dijo que si requería arreglos, no dudase en comunicarlo. A pesar de ello, como dice el refrán, uno no debe casarse con el primero que llega. Había que elegir y bien. 

Mi siguiente paso fue la Casa Pilatos. Era tal como se describía. Una preciosidad. La casa se construyó a finales del sigo XV, por expreso deseo del adelantado Mayor de Andalucía, Pedro Enríquez de Ribera. La finalizo su hijo Fabrique, marqués de Tarifa. Y contaban que le dio el nombre de la casa al regresar de un viaje a Jerusalén. Al parecer, descubrió que la distancia de la casa de Poncio Pilatos y el Gólgota, era exacta a la que separaba su palacete con un templete llamado la Cruz de Campo.

Llamé y el mayordomo, elegantemente ataviado, me recibió. Al decir mi nombre no dudó en dejarme pasar por la puerta de mármol realizado en Génova por Antonio María Aprile. Era de estilo renacentista y cuando uno lo cruzaba se encontraba con el patio. Un pozo central adornado con la figura de la diosa Palas que miraba a su alrededor a otros famosos pétreos, emperadores romanos, que según me dijeron tiempo después, habían sido traídos de las ruinas de Itálica.

Al igual que en la otra ocasión, fui tratada como una señora. Subimos al piso superior. La escalera me dejó impresionada. Decorada con zócalos de cerámica y el techo era una cúpula sostenida por trompas de mocárabes. El mayordomo me llevó a una sala situada a la izquierda del torreón. Mis ojos no podían dejar de asombrarse. El techo estaba pintado con frescos.

La marquesa de Tarifa entró.

-Buenos días, Viana. Me contenta que aceptaras conocer mi propuesta. ¿Algún refresco o chocolate?

Acepté una taza de chocolate. Era una de mis debilidades, echando una ojeada a mí alrededor.

-Somos amantes del arte. Los frescos, que representan a Hércules, los hizo Francisco Pacheco. El cuadro que preside la sala es un bodegón de Guiseppe Recco.

-Es un palacio precioso, marquesa. Una verdadera obra de arte –admití.

Ella se hinchó como una gallina clueca.

-Está considerado el mejor de Sevilla. Incluso supera al Palacio de Dueñas. Es un orgullo para la familia. Como también sería que pasaras a ser nuestra cocinera.

Yo sonreí con educación.

-Si me enumera las condiciones, yo también diré las mías.

La marquesa me hizo las mismas condiciones que en la anterior casa y ante mi insinuación de que me habían ofrecido mucho más de lo que ella estaba dispuesta a darme, aumentó la cifra. Satisfecha, al ver que mi estrategia daba resultado, le dije que lo pensaría y me despedí.

La tercera opción más interesante era El palacio de Dueñas, donde residía la casa Alba; la familia más poderosa de España. El palacio lo construyó la familia Pineda, pero en mil cuatrocientos ochenta y cuatro tuvieron que venderla. Dicen que para apagar el rescate de don Juan Pineda, hecho prisionero por los moros. Fue comprado por el cuarto duque de Alba al casarse con la Marquesa de Villanueva del Río. Sobre la puerta presidía el escudo de azulejo de la Casa de Alba. Que crucé sin ningún problema. Al parecer, con solo decir quien era se me abrían todas las puertas.

La duquesa, Catalina Pimentel y Ponce de León segunda esposa de Antonio Álvarez, me recibió en la planta alta, en un gran salón con techo octogonal de alfarje dorado, asentado con un armazón de estilo renacentista.

Con una gran sonrisa, la duquesa, lo primero que dijo fue que, estaba dispuesta a no dejarme escapar y que pidiese lo que me viniese en gana por mis servicios.

-Aún guardo en mi mente el delicioso sabor de vuestros tocinos de cielo. Y no quiero ni imaginarme que más podréis crear en mi cocina.

Envalentonada por tanta esplendidez, argumenté mis condiciones casi con arrogancia; obviando a quién me dirigía.

-Seré la única cocinera. Si las ayudantes que hay ahora no son de mi gusto, buscaré a otras. La cuestión de la compra de viandas correrá de mi cuenta. Igualmente, si considero que la cocina requiere algún arreglo, me lo permitiréis. Si alguno de los proveedores que ahora os sirven no me place, iré a otro lado. Los platos de día serán los que yo elija o dentro de las posibilidades que haya en el mercado. Por supuesto, tendré en cuenta vuestros gustos. Tomaré nota de lo que no os agrade. En cuanto a mi acomodo, exijo una habitación para mí sola y a poder ser, bien aireada. Tendré un día a la semana para mis asuntos personales. Preferentemente, el domingo. Por último, he de comunicaros que tengo otras ofertas y la que más me ha seducido me ofrecen unos cuantos doblones más.   

Ella, sin abandonar la postura regia, pues a parte de ser la duquesa de Alba, era la sexta duquesa de Huéscar por puro nacimiento, dijo:

-Compruebo que no os conformáis con poco.

-Vos sois duquesa y yo la más noble de las cocineras. Debemos actuar y exigir lo que por rango nos corresponde. ¿No os parece, señora? -repliqué.

Catalina sonrió.

-Es justo, sí. Y también que, a pesar de ser tan joven, poseéis mucha seguridad. Eso me gusta. No soporto a los timoratos. El éxito es para los valientes. 

-Es necesaria para salir adelante y poder cumplir los objetivos. Por otro lado, me he esforzado en hacer bien mi trabajo y creo, pues a la vista está por los admiradores que tengo, que así es. No me considero audaz al demandar mis normas a todo aquel que desee disfrutar con mis guisos; si no, justa hacia mi persona -dije sin cambiar de actitud. Tenía que demostrar que no modificaría ninguna de mis exigencias. De un principio, tenía que quedar claro que no me dejaría avasallar; pues había otras opciones.

La duquesa soltó una suave carcajada.

-Omití que sois osada al no tener en cuenta a quién os dirigís. Eso me gusta. Estoy rodeada de aduladores. Una pizca de sinceridad es como un soplo fresco.

-Como bien decís, una pizca. La verdad total es demasiado peligrosa -aclaré.

Ella aseveró.

-Viana. Sois joven, hermosa, inteligente y una artista de los fogones. Otra en mi lugar huiría de vos como la peste. No es conveniente tener a alguien así rondando por donde hay calzones. Sin embargo, no sois de esas. Vuestra meta es la cocina y vuestra única pasión. Pues, como es natural, he procurado saber de vuestra vida y he llegado a la conclusión que no debo temeros. Os daré un voto de confianza. Bien vale teneros contenta si con ello nuestros paladares alcanzan la gloria. Por mi parte, aceptaré encantada lo que demandáis y que entréis a mi servicio. Ahora, solamente os falta decidiros a vos.

-Si me permitís, lo consultaré con la almohada. Tengo muchas ofertas y mí futuro está en juego -respondí.

Catalina me miró un tanto decepcionada e incluso ofendida. Imaginé lo que estaba pensando. Ellos eran los Alba, los nobles más regios, los más importantes de toda Europa. Y no entendía como un ser de tan baja categoría ponía en duda entrar a su servicio, por muy buen considerada que estuviese como cocinera.

-Como he dicho antes, sois inteligente. Sé que esta será la mejor oferta -dijo con tono que indicaba amenaza; lo cuál me alertó. Tal vez, mi ignorancia y creciente orgullo me había hecho obviar que estaba ante una de las mujeres más influyentes y con poder. Una palabra suya y mi vida estaría arruinada para siempre. No había otra. Mi futuro estaba en la Casa de Alba. No obstante, me repateaba ponérselo tan fácil y sin la menor alteración, repliqué:

-Hasta el momento lo ha sido. Como he prometido, mañana os daré la respuesta. Gracias por vuestra atención y amabilidad. Buenos días, duquesa.

Le hice una leve reverencia y crucé la puerta con el corazón latiéndome acelerado al pensar que jamás en la vida habría imaginado que tomaría chocolate con la mismísima duquesa de Alba.

Sentía tantas emociones que, no podía llegar a casa tan trastornada. Debía calmarme y nada mejor para ello que dar una larga caminata.

Deambulé sin rumbo fijo, calle tras calle, plaza tras plaza, hasta que mi aturdimiento se borró de un plumazo al ver donde me encontraba. Estaba ante la puerta de la Mancebía, mi primer hogar.

Pensar en ese lugar como “mi hogar”, fue una sensación extraña. Ni dolorosa ni melancólica. Era como si otra hubiese nacido y crecido en el Compás. Los recuerdos eran vagos, apenas sombras. La memoria de una criatura de siete años es nítida, pero el paso de los años convierte a esas evocaciones en distantes e inconexas. Y puede que la vida sea generosa en esas cuestiones al dejar que solamente guardemos retazos de la infelicidad y no la verdad completa.

La cuestión era que, aquello ya no formaba parte de mi vida. Ahora era una mujer respetada y aclamada por media ciudad. Especialmente por la duquesa de Alba. No podía dudar más. Esa era mi próxima parada.

A la mañana siguiente comuniqué a mis señores la decisión tomada, dejándolos estupefactos. Pero pronto apareció la indignación. Me echaron en cara todo lo que habían hecho por mí rescatándome del orfanato, dándome casa, cama y comida; además de una paga. Y me llamaron *felona.

-Y lo más importante, Viana. Si ahora eres una gran cocinera, es gracias a nosotros, que te pusimos bajo las faldas de Jacinta. ¿Y cómo nos lo pagas? Con la peor de las traiciones; cosa que jamás hizo tu maestra -se quejó don Blas.

*traidora

 

-¿Qué puedo decir? Simplemente que, si me pagáis como piensa hacerlo la duquesa, no tendré inconveniente de seguir vuestro servicio. Comprended que he de recibir lo que mí valía merece -repliqué.

La nueva señora de la casa me lanzó una mirada de desprecio.

-Puede que seas buena cocinera, pero como persona, dejas mucho que desear. Has demostrado que no eres leal; más bien una ambiciosa sin escrúpulos. Eres como el perro que muerde la mano de su amo.

Yo también me enfrenté a ella y con tono acerado, dije:

-Ante todo, diré que no soy propiedad de nadie. Y os recuerdo que nadie me regaló nada. Entré para fregar suelos y cacharros. Tuve el valor y la habilidad suficientes para aprender a guisar y después llevar el esplendor a vuestra mesa cuando doña Jacinto falleció. Fui la que salió a la calle para buscar alimentos durante la peste, quien hizo que el banquete de bodas fuese todo un éxito. ¿Y qué he recibido a cambio? Unos pocos ducados, más bocas que alimentar y tener que compartir la cocina bregando para que mis órdenes sean cumplidas. No es ningún placer ver que mi trabajo sea interrumpido constantemente y que para postre, quieran robarme mis recetas. Y si a eso añado que ya no tengo libre albedrío para cocinar lo que me venga en gana, pues eso. No señores y señora. Viana no está dispuesta a ello. Adonde iré tendré libertad, buena paga y sobre todo respeto. Y dicho esto, añadiré que, a pesar de las circunstancias, he de confesar que he sido muy feliz en esta casa. Pero la vida da muchas vueltas y esta es una de ellas. Mi camino debe ir por otro lado.

-¿Y de dónde sacamos ahora una cocinera? No estás actuando con bondad, Viana. Ya que estás decidida a dejarnos, lo menos que podrías hacer es aguardar a que demos con una adecuada a nuestro rango. Te necesitamos. Mira, si es por dinero, te pagamos más –se quejó Carlos, mirándome con ojos de cordero degollado.

Estaba claro que aún no había aceptado mi alejamiento y que pretendía volver a conquistarme. Y eso, aún fue más acicate para largarme de esa casa cuanto antes. Y les dije lo que la duquesa iba a pagarme.

-Nadie duda que cocinas bien, pero esto… ¡Sin duda se ha vuelto loca! En la vida te pagaría tamaña fortuna sencillamente por cocinar –se escandalizó la nueva señora de la casa.  

-Por eso mismo. No quiero estar en una casa que no se aprecie mi arte. Con mis aprendices os batará. Buenas noches.

Di media vuelta sin importarme que sus bocas estuviesen abiertas por el estupor que les causó mi réplica.

-¿Así que nos vamos? Lo has conseguido. Al parecer no te importa nadie más que tú misma –se dijo Rafael.

-No estoy de humor para aguantar a un *fodolí –le espeté.

Él encaró las cejas simulando sorpresa.

-Por lo que he oído, deberías estar tocando las castañuelas.

-Y gritaría de contento si no te tuviese a mí alrededor como un moscón. Una hace lo que tiene que hacer. ¿O no estás de acuerdo conmigo que entrar en la Casa de Alba no es mejor que aguantar a estos estirados que no tienen la menor clase?

-Tiene y mucha –replicó Rafael con gesto ofendido.

Y si tú no tienes agallas, no te metas con quién sabe encarrilar su futuro. ¿O piensas que te agradecerán tanto esfuerzo, sumisión y esclavitud? –repliqué.

Él me miró con la barbilla alzada.

 

*El que se mete donde no le llaman

-Lo hago con gusto. Estoy aquí desde mozuelo y considero ésta mí casa. Se me ha respetado y sé que se me aprecia; más bien matizo, se me quiere. Y ahora tú, has perdido todo el respeto que hasta ahora te procesaban.

-¿Y qué? Los duques de Alba me valorarán mucho más. Y por supuesto, me quintuplican el sueldo. Es un paso más para mi verdadera meta.

Rafael sonrió con desprecio.

-¿Y se puede saber cuál es?

-Tener mi propia posada -confesé

-¡Con dos cojones, si señor! –exclamó con mofa.

Me provocó tanto que, no puede aguantarme y solté lo que tanto tiempo callé.

-Los que a ti te faltan. ¿Crees que no sé el motivo por el cuál el amo te aprecia tanto? Yo tampoco soy ciega y sé lo que ocurre en las habitaciones. ¿Comprendes a qué me refiero?

Él rostro del mayordomo se tornó lívido.

-Espero que sigas conservando el aprecio de don Blas. Buenas noches –contesté. Le di la espalda y entré en la cocina para guisar mi última cena en la casa, arrepintiéndome de lo dicho. Sí. Rafael era un miserable. Aún así, me dolía haberle lastimado. Pero lo hecho, hecho estaba y ahora debía ponerme a la faena. Cenarían tan bien, que se arrepentirían el resto de sus días el haberme dejado escapar.

 

              

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 28

 

 

Entrar al servicio de la Casa de Alba fue un gran cambio. No tan solo por la inmensa cocina que era ideal para mis experimentos. Mi alcoba era espaciosa, decorada con muebles lujosos y todos los enseres necesarios; incluso disponía de una tina propia. Todo un lujo teniendo en cuenta que era una de las mejores cocineras de la ciudad, pero sirviente al fin y al cabo. Estaba viviendo un sueño.  

Sin embargo, mi puesto también acarreaba nuevas responsabilidades. No tan solo debía orquestar comidas sensacionales. También era la encargada de decorar el comedor para las grandes celebraciones. El menaje, la cubertería, los adornos, la puesta en escena. No podría. Un escalofrío cargado de terror se apoderó de mí.

-¿Os encontráis mal, Viana? –me preguntó la duquesa.     

-No… No, duquesa. Es pura emoción. Estoy ansiosa por familiarizarme con mis obligaciones. Quiero dar lo mejor de mí en esta casa tan noble –mentí.

Ella sonrió ampliamente.

-No tengo la menor duda de qué lo haréis. Pondré todos los medios necesarios. No tenéis más que pedir y se os concederá. Y ya que estáis tan ansiosa por poneros al frente de la cocina, os presentaré al servicio. Acompañadme.

Fuimos al salón principal.               Media docena de criados estaban colocados perfectamente en fila, uno al lado de otro. Pero mis ojos no podían dejar de mirar a mí alrededor. La estancia era impresionante. Todas las paredes estaban cubiertas por cuadros de personajes regios. Deduje que debían ser los antepasados de los duques; pues ellos mismos estaban expuestos. Sobre los muebles exquisitos reposaban jarrones, esculturas y relojes lujosos.      

La duquesa me presentó a cada uno. Primero Juan, el mayordomo. Petronila, el ama de llaves. Tomasa, la que hasta ahora había estado ocupando el puesto al día siguiente iba a ocupar. Inés, la doncella personal de la duquesa. Ignacio, el ayudante de cámara del señor y  Narciso, el cochero.

-Esta es doña Viana. La nueva cocinera. Imagino que todos habéis oído hablar de ella. Espero que colaboréis todos para que se adapte cuanto antes a la casa y a su trabajo.

Todos, al mismo tiempo, soltaron un sí rotundo. Como no hacerlo. La duquesa estaba acostumbrada a hacer su santa voluntad y que todos los de su alrededor la complaciesen sin rechistar, o de lo contrario, estabas muerto.

-Os dejo. Aclarad cuantas dudas pueda tener.

La duquesa me dejó a solas con mis nuevos compañeros. Tragué saliva. Era la primera vez que debía enfrentarme a desconocidos para imponer parte de mi autoridad. Y no quería ni imaginar como debía sentirse Tomasa, como debía odiarme por apartarla de tan meritorio puesto. A pesar de ello, no me achanté. Al igual que en el orfanato, ahora debía luchar por mantenerme en el puesto y salir victoriosa. O me mostraba fuerte desde el inicio o no saldría de esta.

-He entrado al servicio de los duques para que su grandeza aún sea más reconocida. Humildemente, pretendo hacerlo desde los fogones. Y al igual que una silla no se sostiene si no es con las cuatro patas, espero que me ayudéis; tal como os ha pedido la duquesa. Señora Tomasa, os ruego vayáis a la cocina, que en un momento me uno a vos para que me expliquéis su funcionamiento. Los demás no es necesario que desatiendan sus obligaciones. Señor Juan, agradecería poder hablar con vos ahora. ¿Podéis atenderme?

Él mayordomo, con elegancia, inclinó levemente la cabeza. Era uno de esos hombres que habían madurado junto a gente noble y en sus gestos se evidenciaba. Me propuse que seguiría su ejemplo.

-Por supuesto, doña Viana.               

Consideré que la mejor estrategia era ir con la verdad por delante y dije:

-Como sabéis, he servido en casa de los Galiana. Mi cocina se ha hecho bastante famosa; incluso diría que venerada. No obstante, en mí antiguo empleo solamente me dedicaba a los fogones. Nunca preparé el comedor para un banquete. No tengo la menor idea de como organizar un evento de esta categoría. Intuyo que vos habéis estado al frente de tal responsabilidad y con gran maestría. Sabed que no pretendo suplantaros. Mi trabajo ya será descomunal en la cocina, y como he dicho, dudo mucho que saliese airosa. Os sugiero limitarme a dar mí opinión a vuestras elecciones y que juntos decidamos. ¿Os parece bien?

Fue un solo instante, pero percibí que su tirantez se relajaba.

-Una solución, si me permite decirlo, muy inteligente, doña Viana. Estaré gustoso de colaborar con una dama de tanto prestigio.

-No es inteligencia, señor Juan. Se trata de sentido común. No se puede pretender que un polluelo recién salido del cascarón extienda las alas para subir a los cielos. Y en cuanto al prestigio, no hay que hacer mucho caso. Un objeto observado por una muchedumbre será percibido de mil formas distintas. En la comida sucede lo mismo. Habrá quién no ha disfrutado uno de mis platos. Juan. Os doy las gracias por ser tan comprensivo y permitir que mi ignorancia pueda entorpecer el trato exquisito que esta casa debe a sus señores e invitados.

El mayordomo aseveró.

-Vos me habéis hablado con franqueza. Yo haré lo mismo. Soy yo quien debe agradeceros vuestra generosidad al permitir que continúe la misión que siempre he desempeñado. Si no deseáis nada más, continuaré con mis quehaceres.

-Por supuesto. Yo iré a la cocina.

Nos separamos al cruzar la puerta. Bajé a la planta baja. Me detuve ante la puerta de la cocina. Tomasa estaba trajinando en los fogones, al tiempo que no dejaba de dar órdenes a sus dos ayudantes. Se la veía desenvuelta, con una actividad extraordinaria en una mujer de su edad. Tomé aire. Era hora de bregar con la destronada Tomasa.

Ella, al escuchar mis pasos, se dio la vuelta. Si esperaba ver odio en sus ojos, no lo hallé. Más bien descubrí un halo de temor. Seguramente pensaba que le rogaría a la duquesa que la despidiera. Nadie en su sano juicio permitiría mantener a su lado a alguien que fue destronado. La sed de venganza rondaría siempre sobre tú cabeza y podrías llegar a perderla.

Intenté aprovechar ese miedo a mi favor; del mismo modo que lo hice con Juan. Si le demostraba que la necesitaba, su fidelidad sería inquebrantable.

-Señora Tomasa. ¿Puedo hablar con vos?

Las otras dos cocineras detuvieron sus quehaceres y me miraron sin el menor disimulo.

-¡Las telas de araña están llenas de moscas que se han encadilao! ¡A trabajar! –les espetó la cocinera. Ellas cumplieron de inmediato su orden y frotándose las manos en el mandil, dijo: Por supuesto. Salgamos al jardín o estas pánfilas no terminarán la comida.

La acompañé hasta el patio central y nos acomodamos bajo un naranjo en flor.

-Vos diréis.

-Ante todo, he de deciros que me satisface el estado de vuestra cocina. Luce como los chorros del oro. A mí también me preocupa la pulcritud. Eso evidencia vuestro buen hacer y que no tendremos conflictos en cuanto a estas particularidades.

La mujer que hasta ahora se había mostrado llena de carácter, se frotó las manos con nerviosismo. A pesar de mis palabras, no se sentía segura. Y no me extraño. Debía ya rondar los sesenta años y a esa edad era muy difícil que una pudiese tener encontrar un buen empleo, a pesar de su prestigio.

-Os aseguro que no provocaré problemas, doña Viana. Ni tampoco Ángela ni Nieves -musitó la mujer.

Para calmarla, sonreí.

-Me gustaría que me pusieseis al tanto de como organizáis la cocina. Todo aquello que me parezca adecuado, no lo modificaré. ¿Qué razón habría para ello? Como dice el refrán, si el viejo perro aún muerde, no es necesario entrenar a un cachorro. Indudablemente vos tenéis mucha más experiencia que yo en el manejo de vuestras obligaciones en una casa ducal. Me seréis de una gran ayuda, señora Tomasa.

Ella más relajada, me fue poniendo al tanto de todos los pormenores de la vida en las cocinas. Y descubrí que no se diferenciaban de los míos. Apenas tuvimos que cambiar alguna costumbre que no consideré idónea.

-Veréis. El personal debe estar bien compenetrado. Para ello cada uno debe tener su propia responsabilidad y no picotear de todos los platos. Adjudicaremos a cada una de nuestras ayudantes una tarea definida. Vos decidiréis en ese aspecto, pues las conocéis y sabéis en que son más habilidosas.

Darle ese privilegio apartó la incertidumbre que hasta el momento la embargaba y resurgió la mujer enérgica que debía ser. Organizó en un santiamén mi petición, me puso al tanto de los horarios y me enumeró las apetencias de sus señores y por supuesto, lo que más les desagradaba. También me informó de algunas exigencias de los invitados que solían acudir a las comidas. Con franqueza, me asombró su capacidad de memorización.

-No sabéis lo aliviada que me siento al teneros a mi lado. Sin vuestra ayuda no se si saldría adelante con este nuevo reto –suspiré.

-Son muchos años al frente de esta casa, doña Viana. He dado de comer a grandes personajes y siempre han salido satisfechos con mis platos. Me he esforzado por cumplir con mi deber –dijo Tomasa con tono afligido.

Comprendí su ánimo. Debía ser muy duro verte relegada tras tantos años de fidelidad. Pero no podía sentirme culpable por ello. Habían sido sus amos quiénes me buscaron. Sin embargo, continué pensando que era una injusticia y dije:

-Lamentablemente, los señores desconocen qué es la lealtad cuando piensan en sus necesidades. Y ahora, han decido que yo soy esa necesidad. A pesar de ello, no pienso relegaros, como os he dicho antes. Os pido que no me veáis como una rival que ha venido a quitaros aquello que tanto amáis. Creo que, con vuestra experiencia y mis novedades, podremos demostrar que no habrá en Sevilla una cocina como esta.

Tomasa, con ojos húmedos, aseveró.

-Os doy las gracias, doña Viana. Una ya tiene sus años y se va cansando. En esta cocina aún me desenvuelvo bien. Pero en otra casa… -Calló y sacudiendo la cabeza para apartar el inminente llanto, sonrió y dijo: Pensándolo bien. Vuestra llegada es una bendición. Me mostráis respeto y  me pedís que os de mi ayuda. Pero lo más importante es que mis cansados huesos ya no tendrán que bregar con esa pandilla de cocineras; porque para esto estáis vos.

Yo solté una leve carcajada.

-Así es, señora Tomasa. Aunque, espero que no os relajéis mucho. Vengo dispuesta a cocinar delicias y eso, como bien sabéis, es laborioso y requiere complicidad. Una cocina no navega sin un buen capitán, pero tampoco sin todas las velas alzadas. En cuanto terminéis, sería conveniente que me mostraseis donde hacéis las compras. Será cansado, pero podemos reposar ante un buen vaso de vino en la Taberna de las Escobas. Eso si, sin dejar de organizar el trabajo.

Tomasa hinchó el pecho.

-Los señores nunca podrán pagarnos los esfuerzos que debemos realizar para tenerlos contentos, ¿verdad?

Nos echamos a reír. Y en ese preciso momento, nuestra relación que por lo natural debía ser de odio, se tornó en una incipiente amistad.

 

                 

     

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 29

 

 

No me arrepentí en absoluto de haber abandonado a los Galiana. La tensión que me acarreó la preparación de la boda y tanta cocinera intentando meter la suya, ya no existía. Los duques me dieron manga ancha para tomar las decisiones que considerase más oportunas.

Me sentía libre, con gente a mi mando que en ningún momento discutían ninguna de mis decisiones. Al contrario, colaboraban con gusto. Gracias a ello, el primer banquete organizado por los duques fue todo un éxito. Y eso que fui osada. Pero debía sorprender para que mí posición arraigase con fuerza.

De la Casa de Alba salió el primer guisado de carne al horno acompañado con patatas y la tarta de chocolate emborrachada de ron.

Lo del ron fue, como en otras ocasiones, un incidente. Me hallaba yo preparando el pastel, asentándolo en el cuenco, cuando la botella de ese licor traído de Santo Domingo por un buen amigo perdió el equilibrio y un buen chorro fue a parar a la masa. Como no tenía más tiempo para comenzar con otra, probé el sabor y decidí que podía quedar gustosa. Y así fue. Todo un éxito, sobre todo con el Marqués de Santillana. Eso me dijeron. Juró que en toda la villa de Madrid no había ningún pastelero capaz de hornear algo tan delicioso. Y como era de naturaleza golosa, intentó convencer a los duques que me dejaran partir hacia Madrid.

Por supuesto, la cuestión quedó zanjada en un instante. La duquesa aseguró que su cocinera estaba pletórica de trabajar en sus fogones y que jamás cambiaría la Ciudad de La Plata por una simple villa, por mucho que en ella estuviese el rey. El marqués replicó que estaría complacida de estar entre ellos hasta que un buen mozo la requiriese para su propio hogar; comentario que dejó sin palabras a la duquesa.

Alfredo, el encargado de hacer todo tipo de recados, sorbiéndose los mocos, dijo que no tuvo más remedio que darle la razón. Argumento que rebatí al instante.

-No tengo intención ni pretendiente.

Él se sentó sobre la mesa.

-¡Esa si que es buena! No es lo que dicen por ahí. Me han contao que, muchos mozos y no tan mozos, beben los vientos por vos. Y no es de extrañar. Sois joven, hermosa y con cara de ángel.

Yo le golpeé suavemente con el cucharón en la cabeza, conteniendo la risa. Alfredo apenas contaba once años, pero era inteligente, de carácter alegre y un tanto bribón. Siempre procuraba sacar tajada en cuanto podía. Y era algo que en otro me hubiese molestado. Sin embargo, el zagal se hacía querer. Su vida no había sido nada fácil. Huérfano a los cinco años, fue cogido por un *dacián y obligado a aprender el arte del hurto. Pero fue lo suficientemente listo como para escapar de sus garras. Tras deambular por la ciudad durante varias semanas, ocultándose de sus captores, mendigando o arramblando alguna bolsa, observó como los nobles acarreaban en sus comitivas con chiquillos como él para ayudarlos en las compras o lo que precisaran. Así que, dispuesto a salir de la miseria, golpeó una a una las puertas de los ricos, hasta que la Casa Alba lo tomó a su servicio. Desde entonces, se convirtió en un perro fiel. Aunque, su pasado delictivo, de vez en cuando, hacía acto de presencia. Su especialidad era liar tanto al vendedor con el cambio que, terminaba llevándose la mercancía sin dar un doblón y encima, con dinero para su bolsillo.  

 

*Hombre que rapta niños

 

-Y, tú un lenguaz y un haragán. No tengo tratos con ningún hombre. Así que, difícilmente puedo tener admiradores.

Él cogió una manzana y tras darle un mordisco, dijo:

-¿Qué no tenéis tratos? ¿Es qué no vais de compras? Pues, eso.

-¿No tienes nada qué hacer? –repliqué.

Él negó con la cabeza.

-Pues, podrías adecentarte. ¿Qué me dices de un buen baño?

Él abrió los ojos como platos.

-¡Válgame Dios! En la via he tomado uno y no comenzaré ahora. No quiero enfermar.

-Eso que has dicho es una memez. Es bien sabido que la limpieza es buena para el cuerpo. Un *fargallón no tiene futuro y menos en una casa como esta. Así que, si no te limpias, puede que dejes de trabajar aquí –le dije para convencerlo.

Alfredo saltó de la mesa.

-¿Os lo ha dicho los señores?

-He oído algo. Sí –mentí.

Él arrugó la frente y se mordió la uña del dedo pulgar.

-¿Vos os habéis bañado?

Sonreí para darle confianza.

-Cada semana. El jabón es para el cuerpo lo que las lágrimas para el alma. El aspecto es importante en gente como nosotros que servimos a nobles. Y más si nos movemos por la cocina. Especialmente, en mí cocina. Nade va a enfermar por la porquería. ¿Queda claro? Además, no es tan horrible el agua. Es un placer sumergirse en la tina. Agua calentita en invierno y fresca para el calor. Por otro lado, ¿imagino que no querrás ser siempre el chico de los recados?

 

*chismoso

 

Alfredo alzó los hombros en señal de indiferencia.

-¿Por qué no? Es un trabajo distraído. No soporto estar metido siempre en el mismo lugar. Salgo, entro, me quedo un rato…

-Y siempre miserable y mandado como si fueses un esclavo. Mírame a mí. Comencé de fregona y ahora se me rifan. Puedo pedir lo que se me antoje para que caten mis guisos. No eres idiota. Si te lo propones, con el tiempo, puedes llegar a ser el mayordomo.

-¡Uf! Una responsabilidad que no deseo –refutó él.

-Pero ya ves que bien le van las cosas a Juan. Habitación propia, mando, buen salario y pocas intervenciones de los duques. Prácticamente, lleva la soberanía del palacio –le aconsejé.

El muchacho soltó un bufido.

-¡Fácil lo ve el que está en lo alto de la cuesta! ¿Cómo pretendéis que lo consiga? ¡Eso lleva años! Y yo no soy paciente.

Sonreí. Era cierto. Nunca había conocido a nadie tan inquieto. Era de ese tipo de gente que cuando deseaba algo lo quería al instante. Y eso, solamente lo lograban, y no siempre, los poderosos.

-El lobo que aguarda a la presa come ese día; el que salta sin pensar se muere de hambre. Sigue mi consejo y prosperarás. Ahora ve junto al mayordomo y dile si necesita algo. Tengo mucho que hacer. Mañana nos visita el comisario. He de esmerarme. Siempre viene bien tener contentas a las autoridades. Nunca se sabe cuando necesitarás que te echen una mano.

-Pues, cuando os haga el favor, acordaos de mí, doña Viana. Decidle que me recomendáis para ser su mayordomo –bromeó el zagal, desapareciendo con rapidez.

Yo también tenía intención de salir. Ya había terminado la cena y mis amigas me aguardaban. Ya hacia tiempo que no nos veíamos. A pesar de dejar bien claro a la duquesa que mi tiempo libre era sagrado, lo cierto era que la agitada vida social en la casa era constante y la pasión por la cocina vencía a cualquier otra cosa.

Di las órdenes oportunas a Tomasa y sin perder un minuto, corrí hacia mi cuarto. Me quité el mandil y el vestido de trabajo, y me puse el vestido que me confeccionó Carmen. Eligió una tela azul cielo porque según dijo hacía juego con mis ojos. Ajustó la tela en la cintura dejando que la falda cayese formando un gran vuelo. Por supuesto, se alejaba mucho de la moda que ahora imperaba entre las grandes damas. Pero no me importaba en absoluto, pues para mí era maravilloso.

Me di un último vistazo en el espejo y me perfumé suavemente. Era un lujo que me permití darme para celebrar mi gran suerte.

-Estáis preciosa. No rompáis muchos corazones  –me dijo Juan.

-¿Cómo vos debisteis romper cuando joven? Se aprecia que fuisteis un buen mozo –bromeé.

Él sonrió.

-Lo fui. Pero apenas tuve tiempo para conquistar. Mi oficio requiere mucha dedicación. Aunque, ello no significa que tuviese mis amoríos.

-¿Y nunca os casasteis? –me interesé.

-No hallé a ese amor por el que renunciar a esta casa. ¿Cómo cambiar de oficio cuándo uno trabaja con los duques de Alba? ¡Sería de necios! ¿No os parece?

-Visto así… Perdonad, pero me aguardan. Buenas noches –me despedí.

Salí a la calle. Caminé a paso ligero para llegar a tiempo a la Hostelería del Laurel, en la Plaza de Santa Cruz. Nunca había estado y mis amigas estaban empeñadas en que probase su comida; pues aseguraron que era sabrosísima.

-¡Dichosos los ojos! –exclamó Sagrario al verme llegar.

Carmen sonrió satisfecha.

-No es porque sea una ceración mía, pero estás espectacular, jodía. Anda. Démonos prisa. Esto está a reventá. Ha terminado la obra de teatro y toos se han venío hasta aquí.

-¡Incluso hay alguno de los actores! –exclamó Sagrario estirando el cuello para ver mejor entre la multitud que ocupaba el mesón.

Carmen, determinada, se abrió paso dando codazos. La seguimos haciendo oídos sordos a las protestas. La vida nos había enseñado que la victoria era de los osados.

-No hay mesa –nos comunicó una de las camareras.

-¿Y esa? –señaló Sagrario, al ver un vacía.

-Reservada.

Carmen arrugó la nariz. Alzó la barbilla y le espetó:

-Guardá para Ignacio Peñafiel, el mejor actor del momento.

-Así que el mejor actor. Pues, ¿sabes lo que te digo? Ante ti está la mejor cocinera de Sevilla. Qué digo. ¡Del mundo entero! Asín que, ya nos estás acomodando –insistió mi amiga.

La mujer posó una mano en su cadera. La miró de arriba abajo y efectuó una mueca burlona, dijo:

-Ya. Y yo soy la reina de las Francias.

-Déjalo –le pedí.

-Tiene razón Viana. Podemos ir a otra parte –intervino Sagrario.

La camarera respingó.

-¿Viana? ¿La Viana que trabaja en casa de los duques? ¡Ay, Señor! 

Carmen imitó el gesto anterior de la mujer.

-¿Hay o no hay mesa hora?

-Por supuesto. Señoras.

Nos acomodamos. Carmen, que llevaba la voz cantante esa noche pidió la cena, pero apenas presté atención. Aún me sentía desconcertada ante la reacción de la camarera cuando escuchó mi nombre.

-Ya has visto el efecto que causas, Viana. Solo nombrarte y las puertas se nos abren.

-No entiendo el porqué –murmuré.

Un hombre de panza abultada dejó el vino y una empanada sobre la mesa y dijo:

-¡Virgen del amor hermoso! ¿Qué no sabéis la razón? Vuestra maestría va de boca en boca. Los duques se han encargado de ello. Presumen de tener a su servicio a los mejores. 

-Exageran –repliqué.

-Bastan unos segundos para saber si lo que se lleva uno a la boca es delicioso o no. ¡Y ahora la gran Viana está en nuestra posada y probará uno de nuestros platos! Señora. Os ruego que seáis benevolente. Mi prestigio está en vuestras manos. Probad. Probad.    

Algunos de los que estaban a nuestro alrededor dejaron de hablar y nos observaron con interés. Corté un pedazo de empanada y me la llevé a la boca esperando algún que otro sabor desagradable o no adecuado. No fue así. Nadie con buen paladar podría decir que era excelente, pero estaba sabrosa y hecha en su punto.

-Muy buena -juzgué.

Él, evidenciando alivio, exclamó:

-¡A la mejor cocinera le ha gustado mí empanada! ¡Loado sea Dios!

Los aplausos estallaron. Un grupo de jóvenes inclinaron sus torsos pensando que estaban dedicados a ellos.

-Deben ser los actores –dijo Carmen.

Sagrario aseveró.

-¿Lo dudas? Su arrogancia les delata. Y no me extraña. Son endiabladamente atractivos.

-Y también peligrosos. Su lealtad dura lo mismo que la obra que representan. Así que, no se te ocurra echarle un ojo a ninguno de ellos –le aconsejé.

Ella soltó una risa cantarina.

-¿Y quién está hablando de echarse novio? Despué de lo que hemos pasao, lo único que pretendo es divertirme. Así que, los invitaremos a la mesa.

-No creo que…

Ella ignoró mi protesta. Alzó la mano y sonrió con seducción. Los actores no se hicieron de rogar y se acomodaron. Sagrario hizo las presentaciones y ante la pregunta de que si habíamos visto su obra de teatro, se excusó con tanta gracia que, ellos no se ofendieron por haberlos ignorado. Por el contrario, fuimos convidadas a asistir al teatro como espectadoras especiales. Como era de esperar, mis amigas aceptaron gustosas; así como los piropos de esos descarados comediantes. Yo no caí en sus redes. El dolor de mí corazón por el amor perdido ya no existía. Sin embargo, la cicatriz de la desconfianza aún estaba marcada a fuego. Por esa causa, decidí que debía marcharme. No tenía derecho a estropearles la diversión. Usé, como siempre, la excusa del trabajo que me aguardaba y abandoné la taberna.

 

 

 

 

 

         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 30

 

 

Cuando llegué a casa, los duques ya habían cenado; al igual que el resto del servicio. El silencio reinaba. Era el momento oportuno para renovar mi abanico de recetas. Me quité el vestido de los domingos. Me puse cómoda y fui a la cocina.

Con energía me até el mandil y comencé. Corté los ingredientes para el sofrito. Pacientemente, aguardé a que cogiese el punto exacto. Lo probé. Tan delicioso como el día que inventé la receta. Y como una inspiración, vi que era una mezcla perfecta para añadirla a la sopa. Herví el agua al tiempo que machacaba en el mortero la fritura. Lo agregué al agua. Dejé que hirviese durante unos quince minutos, lo sazoné y troceé unos cachos de pan que freí en abundante aceite hasta que quedaron crujientes.

Nerviosa, como siempre que innovaba, caté la sopa. Mis sentidos aprobaron mi invención. Más que eso, me dije que era la sopa más exquisita. Los invitados quedarían sorprendidos.

Satisfecha, colgué el delantal y me fui a la cama.

Cuando el sol despuntó, regresé a la cocina. Mis ayudantes ya estaban aguardando. Tomamos un buen desayuno y nos pusimos a trabajar. Ordené que las más jóvenes se ocupasen del desayuno y que Tomasa se pusiese a preparar al almuerzo. Cuando acudían invitados, se me reservaba para ellos. 

La cena, por supuesto, no era una elección al azar. Dentro de mis creaciones siempre se tenía en cuenta los gustos de mis comensales. La duquesa me informó de que el comisario era amante de la carne y de de los dulces. Debido a ello opté por un primer plato ligero para que pudiese disfrutar de sus debilidades.

-¿Sopa? –inquirió Tomasa.

-Más bien un caldo especial –refuté.            

-Una sopa de pan original, sin duda. Pero el alcalde esperará algo menos humilde. ¿No os parece, doña Viana? –dudó Tomasa.

Metí la cuchara en el caldo. Se la ofrecí y dije:

-Esta sopa es todo menos humilde. Probad.

-Deliciosa -admitió. Y seguidamente, arrugando la frente, dijo: Logro detectar el ajo, la cebolla, pimiento…

Yo reí suavemente.

-No insistáis. No conseguiréis arrancarme mis toques especiales.

-¡Estas son horas! –exclamó Tomasa al ver entrar a las aprendices.    

Se trataba de dos hermanas gemelas, Virtudes y Caridad. Al principio dudé de ellas, pues eran muy jóvenes. Dudé mucho que a los trece años una pudiese guisar medianamente bien. Sin embargo, habían crecido en una posada y eso era una buena escuela. Desgraciadamente, la peste se llevó a sus progenitores y tuvieron que buscarse la vida. Los años de convivencia con su madre entre los fogones las habían preparado para ser unas excelentes ayudantes.

Al principio me volvieron loca. Era imposible saber quién era quién. Pero pasados unos días, encontré la diferencia. Virtudes poseía un aire casi fantasmal. Sus andares y gestos eran pausados; mientras que su hermana era todo lo contrario. Vivaz y muy parlanchina. Pero las dos muy hábiles para los quehaceres por las que las contraté.

-Hemos sufrido un percance, doña –se excusó Virtudes.

Tomasa soltó un gruñido.

-Ya. Se os han pegado las sábanas.

-No, doña. Uno de nuestros vecinos la ha palmado y claro, podéis imaginar el trastorno. La viuda estaba desconsolada y hemos tenido que calmarla. Y después que si el médico, el de la funeraria…

La cocinera alzó la mano.

-¡Basta! ¡A trabajar! Hoy tenemos un invitado muy exigente.

-Dicen que el señor comisario es muy glotón. Nunca lo he visto, pero cuentan que su cuerpo es mu parecido a un barril. Deberéis preparar mucha comida -comentó Caridad.  

Me aparté de horno y la miré con censura.

-No temas, zagala. Sé como contentar a los comensales. Y en cuanto a estos comentarios de los convidados a esta casa, a partir de ahora, cerrarás el pico. En mí cocina no se permiten chismorreos. Es un aviso para las dos. Si vuelve a ocurrir, os doy la patada. ¿Entendido? Esto no es una taberna. Estamos en una casa decente y noble. Limítate a cortar la cebolla, pero no a tacos, muy fina. Y tú, Virtudes, sigue las órdenes de la señora Tomasa.

Ella puso los ojos en blanco ante mi ferviente defensa de los señores. La verdad era que, decentes, lo que se decía decentes, era más bien un término no muy veraz. Indudablemente, jamás faltaban a los oficios religiosos, ni negaban limosnas a los pobres y eran espléndidos en los donativos para la Iglesia. Lo que podría considerarse unos buenos cristianos. Pero era pura apariencia. En la intimidad, era harina de otro costal. Nadie desconocía que los matrimonios entre los pudientes era más un negocio que asunto de sentimientos. Ello conllevaba que la cuestión de la fidelidad jurada ante el altar se la pasaran por el forro. Y si uno, además, era de naturaleza fogosa, pues los cuernos crecían como setas. Y los duques, por lo que una había visto en el poco tiempo que llevaba en la casa, el adulterio era la principal razón de su existencia.

En la señora no era extraño. Su marido le llevaba un montón de años y por todos es sabido que un hombre a esa edad ya no posee el vigor de la juventud. Pero la señora era menos zafia que su marido; al cuál no le importaba el tipo de faldas que levantaba. Le era indiferente si eran de seda o harapos. No le hacía ascos a nada. Ella, acorde a su rango, era más selectiva. Adoraba todo lo bello y artístico, y sus amantes poseían esas cualidades. Poetas, pintores, nobles, el ramillete era extenso y hubiese escandalizado a la misma Mesalina, que según me contaron era una romana mujer del emperador Claudio que lo convirtió en el hazmerreír de toda Roma por los escándalos de cama que protagonizó.

Pero me dije que no era asunto nuestro lo que hiciesen o dejasen de hacer. Lo único importante era que nos pagasen cuando tocaba y que no abusasen de nosotras. Y como eso lo cumplían a rajatabla, pues no había nada que objetar.

-Nieves. Prepara el cabello de ángel. Y tú, Ángela, ponte con el arroz con leche.

A partir de ese momento la cocina se convirtió en un campo de batalla. Cuchillos hundiéndose en las verduras, agua burbujeante sobre las brasas, manos impregnadas de harina, aromas dispersándose para regalar a los sentidos. La alquimia de las cocineras creando magia.

Una vez preparada la comida y los señores servidos, llegó el momento de mi intimidad; y de realizar mis toques secretos.

Saqué el dulce del horno. El aroma que desprendió era sublime. Mazapán aderezado con unas gotas de vino dulce con relleno de cabello de ángel y canela. Estaba segura de que el invitado quedaría muy complacido. Al igual que con el segundo plato. Una receta simple, pero novedosa. Un sofrito de cebolla, ajo y pimiento; y por supuesto, tomate. Todo bien machacado y pasado por un tamiz para que la textura fuese muy, muy fina y cubriese los chuletones. Como adorno, unas uvas que había dejado secar. Y para dar más postín a la exquisita cena unas ostras aderezadas con simple limón, huevos hervidos bañados en aceite, ajo y perejil.

Tras el descanso de mis ayudantes, las dejé a cargo de la cocción de la carne y de los pequeños detalles. Debía preparar la decoración del comedor junto a Juan.

-Hoy debemos ser más austeros, doña Viana. Propongo mantel de lino color crema a juego con la vajilla de porcelana de Toledo. Copas de cristal de La fábrica de Sigüenza y cubertería de alpaca, al igual que los candelabros. Nada de flores.  

Le di la razón al mayordomo. El comisario no precisaba de grandes finuras. En realidad, a pesar de que su pobreza había quedado atrás, apenas gozaba de ellas. Era un hombre que por su cargo buceaba para encontrar la verdad y le repelía el artificio. No se daba por vencido hasta arrancar una confesión. Y decían que, utilizaba el método que hiciese falta. No sería fácil contentarlo. Así que me esmeré más de lo acostumbrado.

-¿Y bien? ¿Qué os parece? –inquirí.

Él, con gesto circunspecto, echó una ojeada a la mesa.

-No puede estar más perfecto. Mariano Santos disfrutará de una gran velada. 

De nuevo confirmé su apreciación. Por ese asunto no debía preocuparme. Pero sí de la cena. Más, mis asistentes, según las instrucciones recibidas, ya estaban ocupándose y bien, por cierto. Lo único que tuve que hacer fue dar los toques finales. Y como siempre, a la hora esperada, la cena estaba sobre la mesa. Y como siempre, a pesar de ser consciente que debería ocurrir una catástrofe para que algo me saliese mal, mis nervios se encontraban a flor de piel. Nunca estaba segura, a pesar de ser apetitosa, que agradase mi novedad.

Cada vez que bajaba alguno de los criados preguntaba y siempre, ante mi irritación, respondían lo mismo:

-Comen muy a gusto, doña Viana.

Eso no me bastaba. Deseaba que muriesen de placer. Que jamás hubiesen catado una comida tan extraordinaria. Decir sencillamente que era buena, me parecía un desprecio. Cocinaba con todo el esmero que me era posible, dejándome la piel para  los paladares exigentes, no para bocas zafias que su única meta era matar el hambre.

Tras dos horas de larga espera, Juan vino a buscarme.

-El señor comisario desea veros.

-¿Para qué? –inquirí, aún siendo consciente de la razón. Ahora sabía que no era extraño que los nobles diesen su opinión al cocinero. Subí tras él y me cedió el paso hacia el comedor.

-Estimada Viana. El señor comisario desea conocer a la mujer que le ha hecho sentir más dichoso en la mesa –dijo el duque de Alba.

Yo mi incliné ante el hombre orondo, de unos cincuenta años, con enorme bigote y ojos negros como los carbones.

-¿Mujer, decís, duquesa? ¡Por todos los demonios! Si no es más que una jovencita. ¿Cómo puede ser que esas delicadas manos, casi infantiles, cocinen como los ángeles? Contadme, muchacha –se sombró Santos.

-Tuve una buena maestra, señor. Fue Doña Jacinta, cocinera del Hidalgo Blas –respondí con tono sumiso.

Él aseveró.

-La recuerdo. Una mujer extraordinaria. Sabía contentar a todos los comensales. Era capaz de recordar lo que le gustaba a cada uno. Siempre la consideré como una alquimista de los fogones. Aunque, tenía un carácter de mil demonios. Nunca se dejó avasallar y dicen que en sus años mozos causó estragos entre los hombres. Vos también los causaréis. Sois realmente preciosa, cocinera. Un ángel en la tierra. Nos habéis obsequiado con una cena exquisita. Y con platos que jamás había probado. ¿Son de vuestra creación?

-Si, excelencia.

-Viana ha superado a su maestra y está con nosotros. ¿No es un regalo divino? –dijo la duquesa con orgullo.

-Mí esposa siempre acierta al escoger lo mejor y nuestra bella cocinera, es sin duda, la más excelente. Tanto que, nos la llevaremos a la corte –dijo el duque de Alba.

Yo lo miré pasmada y musité:

-¿A la corte?

-El rey nos ha invitado a pasar las Navidades en palacio. ¿Y qué se le puede regalar a un hombre que lo tiene todo? Hemos pensado que, dada su afición por los placeres culinarios, nada mejor que nuestra cocinera le prepare un manjar digno de los Dioses.

-¡Una idea maravillosa! Seguro que será el mejor obsequio que reciba. Vuestra cocinera lo deleitará, sin duda. Sin la menor duda –exclamó el comisario. 

No podía creer lo que estaba oyendo. Me trataban como a un objeto que podían llevar de un lado a otro. Y podría negarme. En mis condiciones dejé bien claro que quería libertad. Era indignante su arrogancia. A pesar de ello, no era estúpida y en aquella ocasión podía obviar su tiranía. Al fin y al cabo, estaban hablando de que cocinase para el mismísimo rey de las Españas. ¡Era de locos!

Y de repente, me puse muy nerviosa. ¿Y si con él fracasaba? Sería mi perdición. Nadie confiaría jamás en mí. Todo por lo que había luchado se perdería en el olvido.

La duquesa, presintiendo mis cuitas, me tranquilizó:

-Calmaos, Viana. El rey apreciará, como todos lo hemos hecho, vuestra comida.

-Confiáis demasiado en mí, señora –dije sin apenas voz.

El duque sonrió.

-Verdadera fe es lo que tenemos. Hasta el momento, no nos habéis defraudado. Experimentad en los fogones, Viana. Dadle a nuestro monarca algo que jamás catara su paladar.   

-Partiremos dentro de tres meses. Mientras tanto, haremos el sacrificio de dejar que cocinen vuestras ayudantes. Vos dedicaos a practicar platos; y por supuesto, nosotros los cataremos y decidiremos cuál consideramos más idóneo para nuestro rey –decidió su esposa.

Hasta ahora no cedí al miedo. Tampoco lo haría en esta ocasión.

-Como deseen los señores duques.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 31

 

 

Los dos siguientes días fueron los más terribles de mi vida. Ni El Compás, ni el orfanato ni la peste, consiguieron que mi cuerpo estuviese sometido a un constante terror. Un pavor insoportable por un futuro muy distinto al que había imaginado. Pero cuando amaneció el tercero, me dije que con esa actitud el fracaso sí sería real. Así que, dejé al mando a doña Tomasa para preparar las comidas del día y me enzarcé en pensar en que podía ofrecerle al rey. Más, no se me ocurría nada. Opté por salir a la calle e ir de compras. No para adquirir cualquier cosa. Debía sorprender como nunca. 

Me acerqué al mercado de la Alfalfa. Las consecuencias en cuanto a comida que dejó la peste habían quedado atrás. Ahora los puestos se encontraban a rebosar. Tenía mucho donde elegir. Pero deseaba algo especial, fuera de lo común. Y lo encontré. Ante mí se materializaron verduras y frutas exóticas. 

-Recién traído de América, señora. Fresco, fresco. Lo mejor de Sevilla -me dijo el vendedor.

Yo tomé una fruta de piel rugosa y negra.

-Aguacate. Una delicia para el paladar -me informó el chico.

-E imagino que caro -añadí.

-Tiene el precio justo. Ni más ni menos. Pero, vos lo podéis pagar, doña Viana -respondió.

Lo miré con más atención. Su cara me resultaba vagamente familiar. 

-¿No os acordáis de mí? Soy Cenobio.

Por supuesto que me acordaba. ¿Cómo olvidar a ese zagal descarado y parlanchín que durante un buen tiempo acudía a casa de los Galiana? Pero había cambiado. Ya no era un chiquillo. Era un mozo y bien parecido. Alto, fuerte, de rostro bronceado y atractivo.

-Por supuesto -dije ofreciéndole una gran sonrisa -. Veo que de repartidor has pasado a un estado de más categoría.

-No solo eso. Ahora soy el dueño del negocio -me comunicó con orgullo.

-¿De veras? ¿Cómo es eso? -pregunté llena de curiosidad, pues no era normal que un esclavo alcanzase la libertad a sus años y mucho menos tener negocio propio. 

Cenobio apretó los labios con gesto disgustado.

-La peste, doña Viana. Arrasó con media Sevilla y entre esa multitud, a mi amo. En su agonía quiso ponerse a bien con el Señor y pidió perdón por todos sus pecados, y entre ellos, el haber tenido a un hijo de Dios como esclavo. Redactó un documento y como compensación, me hizo heredero de todas sus posesiones. Ahora tengo tierras, casa y una carreta con su mula. Y no me va nada mal. Compro mercancía traída de América e incluso me he atrevido a plantar yo mismo algunas semillas. Tengo tomates, pimientos, calabacines. Y he logrado que crezca el árbol de aguacate. Ahora falta que de frutos. Como veis, la peste no fue tan mala para todos. Pero vos también debéis estar orgullosa, pues sé de vuestros logros. 

Yo cogí un puñado de una especie de garbanzos de color blanco con motas marrones. Los miré con curiosidad y dije:  

-Procuro hace bien mi trabajo. Eso es todo. Y dime. ¿Qué sabes de Raimunda? Hace al menos dos años que no la veo.  

Cenobio abandonó el semblante risueño.

-Raimunda… ¡La pobre! Pensó que hacía una buena boda y todo le fue de mal en peor. A la que da con mal marido, se le va lo comido por servido.  El fantástico marido resultó ser un crápula. Se jugaba los cuartos a los naipes y derrochaba a espuertas en El Compás. Y a ella, mientras tanto, la mantenía entretenida a base de hacerle churumbeles y haciendo milagros para poder alimentar a la familia. Ya era un adefesio, la pobrecilla, pero con el paso de los años, se convirtió en un despojo. La desgracia, o más bien la buena suerte, diría yo, se la llevó a la tumba dos meses antes de que atacase la plaga. Murió de parto. Ya era el cuarto. Un vida muy arrastrá la de la Raimunda. Hizo muy mal en dejar a los Galiana. Pero la vida es justa. El marido la espichó entre inmensos dolores. El cabrón tardó en morir cinco días. Lo único que se puede lamentar de esa historia es el destino de las criaturas, que no ha sido otro que el hospicio.   

La noticia de su muerte me supo realmente mal. Nunca aprecié a Raimunda. No tuve ocasión ni tiempo para ello. De todos modos, no dejaba de ser triste que una persona buscase la felicidad y encontrase la desgracia. Y me pregunté si yo me estaba buscando la mía. Cierto era que, no dudaba en que mis platos agradarían al rey. Sin embargo, durante la larga meditación en la noche, llegué a la conclusión de que siendo quien era el destinatario de mis guisos podría reclamarme para sus cocinas o exigirme que revelase a sus cocineros el modo de como guisaba. Y eso no sería beneficioso para mí. La fama que me precedía, a parte de mi buena mano para los sabores, se reforzaba por mis experimentos culinarios y en los ingredientes secretos que utilizaba. Sin eso, sería una más.   

-Tampoco hay que dejar que esas cosas nos afecten demasiado. La vida es así -me dijo al pensar que mi preocupación era a causa de lo que me contó.

Lo saqué del error.

-¡Oh! No es por eso. Mi verdadera cuita es que debo cocinar para alguien muy, muy especial. Mi reputación está en juego. Y he pensado que debería conocer nuevos productos. En especial, aquello que nadie ha utilizado aún. 

Él sonrió ampliamente y paseó la mano sobre el puesto.

-Habéis venido al sitio perfecto. Aquí tenéis plátanos. Imagino que los conocéis. Vuestros amos siempre han sido gente poderosa y no tenían dificultad para comprarlos. Pero ya son más comunes, pues los han plantado en Canarias. Me ha contado un buen amigo que vivió en La Española que muchos los comen fritos o endulzados. No dudo que sabréis que hacer con ellos. Tengo ananas, calabacines. Esto es chile. Un tipo de pimiento realmente picante. Debe ponerse una pizquita. 

-¿Y esto? -me interesé por las bolitas secas que observé antes.

-Frijoles. Se extraen de la vaina de un tipo de judía. Se cocinan como si fuesen garbanzos. Con ello podéis hacer un buen potaje -me explicó.

Durante un buen rato me estuvo mostrando las excelencias de su género y tras discutir el precio, pues el chico era realmente listo y sabía que los duques jamás se opondrían a pagar precios abusivos si con ello contentaban el paladar, casi llené la cesta. Nos despedimos, arrancándome la promesa de que si su género era de nuestro agrado, lo considerase su abastecedor. Decididamente, no era tonto el antiguo esclavo. Toda la ciudad sabría que los Alba le preferían a otros comerciantes y eso, era una promoción impagable.

Promoción que pensaba hacer con mi amiga Sagrario. En la casa no entraría otra cosa que su carne. Así que, me plante en la carnicería. Sagrario estaba despachando a la cocinera de los condes de Lobredo. La mujer me miró por encima del hombro. 

-Dámela bien tierna. No quiero que arruine el guiso por el que tienen debilidad los condes. Dicen que es el mejor que han catado.

-Imagino que eso irá a gusto de cada cuál. Pero no te preocupes. Mi carne es la mejor de la ciudad. Pero si por un causal resultase un tanto dura, cosa que dudo, imagino que una cocinera tan excelente como tú sabrá apañárselas -replicó mi amiga entregándole el lomo de ternera.

La mujer le entregó el dinero y replicó:

-Desde luego soy buena cocinera. Pero no me vanaglorio como otras. Soy de naturaleza discreta. Buenos días.

En cuanto cruzó la puerta, soltamos unas risas.

-Está visto que desatas muchas envidias, Viana. Nadie es capaz de superarte y no pueden soportarlo. ¡Que se joroben! Y bien. ¿Qué querrás esta vez, cerdo, ternera o pollo?

Le expliqué mis intenciones de hacer comidas novedosas y le pregunté si tenía pavo. Y ella negó con la cabeza.

-¿Pavo? No, claro que no. Ese bicho, que yo sepa, aún no revolotea por los corrales.

La miré contrariada.

-¿Seguro? Podrías preguntar a tus proveedores. Por el coste no te preocupes. Ponme un pollo y ocho patas de cerdo.

-¿Y unas patatas? -bromeó recordando aquel día que el hambre me llenaba de desesperación.

-Pues, han resultado ser deliciosas. Ya las probarás. ¿Qué te parece mañana a las cinco? He quedado en casa de Carmen. Es su cumpleaños y espera que no faltes. Traeré buenas viandas. Y me dices si ya has dado con ese bichejo -la tenté.

-¡Cómo no! ¡Solo un necio se perdería los guisos de la mejor cocinera de Sevilla! –exclamó Sagrario. 

Me entregó el pedido y con la cesta a rebosar, regresé a casa. 

Virtudes y Caridad ya estaban afanándose para terminar la comida. Dejé la cesta sobre la mesa y comprobé el trabajo. No era excelente, pero tampoco incomible. Las miré con seriedad y ellas aguardaron temerosas. Era lógico. No siempre se sustituía a una de las mejores cocineras y por supuesto, en su caso, era imposible que obtuviesen un resultado que me contentara.

-¿Dónde está la señora Tomasa?

-Una urgencia familiar. Su sobrino se ha roto una pierna y han ido al hospital –respondió Caridad.

-Ahora entiendo el resultado. Pero, con franqueza, no está tan malo. Aún estáis un tanto verdes, pero con el tiempo os saldrá mejor. Ya podéis ir a descansar. No me miréis como un pasmarote. ¡Arreando! Necesito la cocina para mí sola.

Salieron escopeteadas. Saqué la compra de la cesta y la extendí en la mesa. Miré detenidamente cada uno de los productos. Los frijoles no tenían misterio alguno. La Ananas podía utilizarlas, tal como hizo doña Jacinta, para adornar un bizcocho. El chili, sería un toque picante a los pies de cerdo. En cuanto a los plátanos, era una fruta cara para muchos de los mortales, pero no para los señores y ya la conocía; por lo que pensé, el rey también. Pero como dijo el verdulero, podía intentar freírlos. Y es el primer paso que daría.

No pude hacerlo. Ernesto, el mayordomo, entró en la cocina.

-La duquesa desea veros.

-¿Ahora? -mascullé un tanto contrariada.

-Ahora -fue su escueta respuesta.

Lo seguí hasta la alcoba de mí señora. Ella estaba frente a un baúl removiendo la ropa. Tan encantadora como siempre. No era hermosa, pero poseía una personalidad arrolladora. A nadie dejaba indiferente. Era de carácter alegre, muy vital y generoso; aunque, también orgullosa y consciente del poder que ostentaba, aprovechándose de ello.  

-Duquesa -dije para hacerle notar mi presencia.

Ella me miró de soslayo.

-¡Ah! Viana acercaos. Estoy preparando el viaje y hasta ahora me había olvidado completamente de vos. No podemos fallar y esta es una de las cosas que deben tenerse en cuenta. 

Por el modo que la miré, dedujo que me encontraba perpleja.

-Me refiero a vuestra ropa. No puedo llevar a mí cocinera, aclamada por toda la ciudad, con ropas miserables. Y como no hay tiempo para ir a la costurera, he pensado que, como somos de la misma constitución, os irían bien mis viejos vestidos. Quiero que os probéis uno. A ver como os queda.

-Sois… muy amable, duquesa -farfullé al ver las telas. Eran exquisitas.

Me entregó uno de terciopelo verde oscuro, bordado con hilo de oro, con encaje al final de las mangas y sobre el corpiño. Una maravilla digna de una reina.  

-No os quedéis embobada. ¡Adelante! -me instó.

-¿Ahora? ¿Y aquí? -inquirí azorada.

La duquesa rió suavemente.

-No tenéis nada que yo no tenga. ¡Venga!

Me quité la ropa quedándome en camisola. Me puse el vestido y ella ató el corsé, tanto que, apenas podía respirar. Solté un lamento y ella dijo:

-No os quejéis. Las damas deben sufrir para lucir hermosas. ¿A ver? Como un guante. ¡Perfecta! Miraos en el espejo.

Lo hice. La imagen que reflejó me dejó apabullada. Era una muchacha bien agraciada. Finalmente lo había aceptado. Y al creerlo no se trataba de vanidad. Era una evidencia y negarlo, una estupidez. Pero con aquel vestido estaba deslumbrante. 

Ella también lo creyó.

-Os habéis quedado con la boca abierta. No me extraña. Podríais pasar por una dama si os lo propusieseis. Delicada, hermosa y con modales. Seréis la expectación de la corte.

-¿Yo? ¿Por qué? Dudo mucho que me deje ver demasiado. Estaré muy ocupada en la cocina, duquesa -la contradije.

Sacó otro vestido y lo estudió, al tiempo que decía:

-Si complacéis al rey, pedirá que le seáis presentada. Y esas audiencias no suele hacerlas en solitario. Habrá muchos invitados. Por ello quiero que luzcáis bien elegante. La casa Alba no puede consentir que sus empleados den la imagen de desatendidos. Además, vuestra imagen debe ir acorde con vuestro prestigio; que es mucho. Por ello, os ruego seáis discreta. Ya me comprendéis. 

Le dije que no entendía a qué se refería. 

-Hablo de amoríos, Viana. No digo que os abstengáis de daros un gusto. Sin embargo, no hay que dar letra a las lenguas. 

-Duquesa, mis intenciones son solamente ir a Madrid para cocinar y complacer a nuestro rey. Enredarme con algún hombre, lo cuál, dicho de paso, no es mi costumbre, no entra en mis planes. Así que, quedad tranquila. No os avergonzaré.

Ella sonrió complacida y me pidió que siguiese probándome más vestidos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 32

 

 

La única vez que salí de Sevilla fue en carreta para ir al cortijo de los Galiana. Pero ahora, que iba camino a Madrid en un carruaje lujoso, aquello fue una mera excursión. Viajábamos durante todo el día, parábamos a comer en las posadas o a dormir, cruzándonos con gente de toda ralea. Ricos, pobres, pillos, santurrones. Todos camino a la capital. Unos para hacer negocios, otros para buscarse la vida y un grupo de titiriteros para mostrar su espectáculo. Y yo, para descubrir mis habilidades al mismísimo rey.

Cada vez que pensaba en ello el estómago se me encogía. Mi comensal especial era el mayor gobernante del momento, acostumbrado a lo mejor. Seguramente, estaría rodeado de los cocineros más excelentes, incluso puede que, llegados de Francia; que en estos momentos eran los emperadores de la cocina.

-Dicen que Madrid está en auge. Ya hay cien mil almas y siguen llegando –comentó Eloisa, la camarera privada de la duquesa, cuando nos encontrábamos a menos de una hora de llegar a nuestro destino.

-Imagino que tiene su lógica, ya que es la capital del reino y donde reside el monarca. Por otro lado, tras la peste, Sevilla está de capa caída. Me huelo que ya no volverá a resplandecer. Muchos de los barcos que atracaban en el puerto prefieren Cádiz –comentó Ernesto, ayuda de cámara del duque.

-Y por el hecho de que el río ya no lleva tanto caudal y los bancos de arena dificultan la navegación –intervine.

Los dos me miraron perplejos.

-Suelo frecuentar las tabernas del puerto y hablo con marinos. Cuentan historias muy interesantes –aclaré.

Eloisa esbozó una media sonrisa.

-Y más de la mitad cuentos. Conozco a muchos *mojarrillas que marcharon con la seguridad de que se harían ricos y volvieron con el rabo entre las piernas. Mucho peor que cuando marcharon. Tú también, Amparo. ¿Verdad?

La costurera de la duquesa aseveró.

-Estás muy *cantimpla. ¿Qué le ha pasado a tú lengua mordaz esta mañana? –inquirió Ernesto.

Ella arrugó la frente.

-No me gusta la corte.

-¡Es verdad! Olvidé que ya estuviste hace dos años. ¿Y por qué razón nunca nos has hablado de ello? –se interesó Eloisa.

-La corte no es trigo limpio. Es un lugar corrupto y el vicio campa a sus anchas. Hay que ir con cien ojos para no meter la pata o buscarte la ruina –contestó, la costurera, estremeciéndose.

-Cada uno cuenta la fiesta como le ha ido –dijo Eloisa.

El ayudante de cámara soltó una carcajada.

-¡Vaya novedad! ¡Cómo en todas partes! Hoy en día la decencia es un tesoro más difícil de encontrar que ese Dorado del que todos hablan. La presencia del rey atrae a las alimañas. Todos desean sacar tajada. Un buen ejemplo fue el conde duque de Olivares. Felipe no tan solo debe gobernar, tiene que ser avispado para oler a los oportunistas. Puede que tenga todo lo que desee, pero no le envidio. No hay nada como una vida simple. Obligaciones las justas, sin grandes responsabilidades y ambicionar más de lo que uno sabe que puede conseguir.

-Estoy con él. Cuanto menos te hagas notar, más relajada será tú vida. No hay que pedir peras al olmo. Uno es lo que es y no ser ambicioso –dijo Amparo.

*gente con pájaros en la cabeza

*callada   

 

-Y vos, Viana, bajo mi modesta opinión, os estáis metiendo en camisa de once varas. Ya sabéis lo que dicen, que río, rey y religión, malos vecinos son –insistió Ernesto.

No dije nada, pues pensaba como él. Nadie podía imaginar cuánto daría por que el carruaje diese marcha atrás. Pero ya era demasiado tarde. La ciudad de Madrid apareció ante nosotros.

Nos encarrilamos por Calle Mayor y cruzamos la puerta de la muralla. La actividad era frenética. Carromatos cargados de verduras, paja o animales. Espadachines, soldados, *cicateros, *burracas. Tenderetes donde se vendía de todo. Telas, cachivaches, perfumes, especias. Ese mercado era el doble del más inmenso de Sevilla.

El coche continuó por la calle Platerías, nombre dado por la cantidad de establecimientos de ese tipo. Pasamos por delante de la iglesia de la Almudena y por una parte de la calle con edificios de tres y cuatro plantas con soportales, con numerosos talleres de bordadores de seda, joyeros, zapateros. Y más adelante, las casas eran residencias de familias nobiliarias. Cosa que deduje por su elegancia y ornamentación.

-Aquí viven los Marqueses de Camarasa, el Duque de Abrantes. Y allí, en la Plaza de la Villa, en la Parroquia del Salvador, se celebraban las juntas del gobierno. Esta calle es muy famosa entre los madrileños. Aquí murió de un estoque Juan Escobedo, secretario de haciendo del rey Felipe II y en mil seiscientos veintidós, fue asesinado el Conde de Villamediana. Lope de Vega vio la luz en el número cincuenta y Calderón de la Barca vive en el número sesenta y uno –nos explicó Amparo.

-Tengo que reconocer que es una ciudad floreciente. Aunque, carece del encanto y luz de nuestra querida Sevilla -dijo Eloisa.

 

*ladrones

*prostitutas

-Cierto. No obstante, Madrid tiene mucho más futuro –dijo Ernesto. Asomó más el cuerpo por la ventanilla y exclamó: ¡Mirad! El Alcázar.

Todos miramos. Era un edificio importante, pero distaba mucho de parecer un palacio real. El monarca estaba haciendo ampliaciones y muchos operarios deambulaban de un lado a otro sumamente atareados.

El castillo, según me contaron después, fue construido por orden del emir de Córdoba Muhamad I. Durante los años siguientes sufrió modificaciones, siendo seriamente dañado en Las Guerras de los Comunero. Carlos I lo restauró nuevamente. Al parecer, el edificio estaba en una constante remodelación.   

Los carruajes se detuvieron ante la entrada principal. Los duques descendieron. Nosotros lo hicimos después. Varios mayordomos dieron orden de que cargasen con los baúles. Y contrariamente a lo esperado, al menos por mí, no tuvimos que ir a la zona de empleados.

-Somos imprescindibles para los duques. Al menos, por el momento. ¿O creéis que desharán ellos mismos el equipaje? Ya nos llevarán al exilio cuando nuestra tarea termine. Hay un ala especial para los sirvientes. ¿No es cierto, Amparo? –bromeó Eloisa.

-Sí –se limitó a contestar ella. Su rostro no mostraba la menor alegría o excitación por encontrarse en palacio. Y me pregunté que habría ocurrido en su última visita para que se encontrase tan inquieta. ¿Tal vez un amante? ¿O algo que hizo por lo que temía ser castigada? Fuese lo que fuese, puede que nunca llegase a saberlo. Ahora, lo más importante era centrarme en mis propios problemas, conservar la calma y guisar como nunca antes lo hubiese hecho.

El interior del Alcázar estaba decorado con todo lujo de detalles. Tapices, pinturas, lámparas de cristal destellante, jarrones de varias procedencias conteniendo flores que endulzaban el aire y entre todas esas maravillas, gente que iba de un lado a otro, como si el mundo estuviese a punto de terminar. La actividad era frenética. Criados portando bandejas o equipajes de los invitados, funcionarios con montañas de papeles, criadas quitando el polvo y ciudadanos corrientes aguardando la audiencia con el secretario del rey.

-¡Menudo jaleo! Supongo que deben ser los preparativos navideños –musité sintiéndome mareada.

-¡Esto es vida! Actividad constante. Vamos a divertirnos –dijo la duquesa.

Por supuesto, pensé que ella sin duda. Pero yo… Mi estancia estaría supeditada a una tensión persistente por el miedo al fracaso.

Subimos al piso superior y los duques fueron acomodados en habitaciones contiguas. Eloisa y Amparo se aplicaron en la tarea de colocar la ropa en el armario, la duquesa en refrescarse y yo, fui acompañada a mi cuarto para aguardar a que fuese llamada por mi señora.

La habitación era sencilla, pero imaginé que algo más espléndida que las otras de los empleados. Había venido en calidad de criada especial y eso, en la corte, tal como me contó el sirviente, le hacía subir a uno varios escalafones. El muchacho dejó el baúl y tras quedarme sola, arreglé los vestidos y complementos que la duquesa, que tan amablemente, me donó. 

Apenas terminé de colocarlo todo, cuando llegó un criado de aspecto regio. Era el típico sirviente orgulloso de estar en el lugar que ocupaba. Seguramente, había llegado a esa posición desde temprana edad a base de esfuerzo o, lo más probable, utilizando las artes más sucias. No era extraño entre sirvientes de casa menos ostentosas. Rafael era un vivo ejemplo. Por lo que, estar en el Alcázar junto al rey debía propiciar actitudes nada decentes. Y pensé que era una suerte no haber tenido que competir para alcanzar mi mayor sueño. Ocultar mi pasado era un detalle que la mayoría de mortales solía hacer; ya que en los tiempos que corríamos no era precisamente un orgullo la procedencia.

-La duquesa me ha dado instrucciones para vos. Tenéis que ir a ver al maestro cocinero. Y que tras la entrevista, podéis disponer de vuestro tiempo como se os antoje. Acompañadme, por favor -me dijo con tono solemne. 

Bajamos a la planta baja y tomamos el corredor de la derecha hasta alcanzar el final. Abrió la inmensa puerta de roble y la cocina real apareció ante mis ojos. Jamás pensé ver algo tan impactante. Era inmensa. La chimenea ocupaba media pared. Sobre el fuego estaban dispuestas una docena de ollas. Los cuatro hornos, todos en marcha, vigilados por varios ayudantes; mientras una media docena más, cortaban, trinchaban, pelaban, sobre la mesa que debía medir unos dos metros. Los aprendices limpiaban con ahínco. Y ese caos era dirigido por un hombre de mediana edad, de estatura escasa, de cuerpo orondo y cara roja como la de un tomate, que al notar mi presencia, se acercó con una celeridad inusitada en alguien de su gordura.

-Imagino que sois Viana, la cocinera llegada de Sevilla. Me han hablado con grandes alabanzas sobre vos. Y he de confesar que al veros, temo que los Duques de Alba han exagerado. Sois demasiado joven para cocinar como, según dicen, de maravilla.

Las palabras de Francisco Martínez Montiño, me irritaron. Era evidente que me encontraba ante alguien que se creía un genio. Creencia, por otro lado, del todo justificada. Su cocina era famosa incluso en Francia y otras partes de Europa. Pero eso, no le daba derecho a despreciar a los demás. Así que, alcé la barbilla y dije:

-A pesar de ser tan pollo, tengo más plumas que un gallo. La juventud nada tiene que ver con la genialidad, señor. Y no soy tan joven. Vos, más que nadie, lo sabéis. La cocina es un arte y nace con uno. Unos tardan más en perfeccionarlo y otros, como en mi caso, a temprana edad.

Él también adoptó un tono altivo.

-Ciertamente. Pero uno solamente cree en lo que ven sus ojos. Habrá que comprobarlo. No estoy dispuesto a que ronde por mi cocina un cocinero mediocre.

-Lo estéis o no, la cuestión es que, estoy aquí para contentar al rey e imagino que por alguna razón será. ¿No os parece? Vuestra desconfianza me ofende, señor. Mi fama es notoria en Sevilla y bien es sabido que hay paladares muy exigentes, lo mismo que en Madrid -repliqué.

El cocinero no abandonó el tono despectivo.

-Imagino que servís en una casa solariega.

-En casa de los Duques de Alba –respondí con la barbilla alzada.

-Buena casa, ciertamente. Pero aquí todo es mucho más complejo. Siempre hay muchos comensales y cada uno con sus caprichos. Mirad el personal. Hay reposteros, *potaxiers, aguadadores, especieros, *galopines… Todos bajo mi mando. Es un constante sin vivir. Y aún así, el resultado es excelente.

Yo tampoco cedí ni un milímetro y dije:

-¿Y para vos eso es una gran cualidad? Sabed que yo solamente dispongo de dos aprendices, que prácticamente lo hago todo. Considero que muchas manos en un plato hacen mucho garabato. Y puedo asegurar que mí trabajo es excelente. Y para demostrarlo no tendré el menor problema en haceros una demostración, si con ello conseguimos que los días que debemos estar juntos sean un poco más agradables que nuestro primer encuentro. ¿Os parece bien? -objeté.

Francisco, incómodo, carraspeó.

-¿El plato que me apetezca?

Yo sonreí al comprender sus intenciones y chisté.

*responsables de la verdura

*encargados de desplumar las volaterías

-Nada de trampas. Supongo que conocéis otras cocinas a parte de la española. Que sea algo común. Y con ello no quiero decir que no sea complicado.

El cocinero, finalmente, sonrió.

-Observo que me hallo ante una joven muy inteligente. Espero que esa inteligencia se extienda a los fogones. Será un placer aceptar este reto. Los dos cocinaremos un al mismo tiempo y terminaremos a la par. Usaremos los productos básicos, pero con un toque personal que callaremos hasta el momento de catar el plato. ¿Son justas las normas?

-Del todo -acepté.

Él hinchó el pecho.

-En ese caso, ¿qué os parece un guisado de liebre?

Si pensaba que había ganado de antemano, se equivocaba del todo. Era una de mis especialidades.

-Perfecto.

Francisco, animado por el reto, me invitó a comer con él. Nos acomodamos en la mesa y los ayudantes nos sirvieron. Dejaron una fuente con pollo en salsa, huevos hervidos cubierto por una salsa de color verdoso y una variedad de dulces.

-No dudo que os gustará. Y, haciendo una excepción, permitiré que critiquéis mi labor. Aunque, estoy convencido que lo encontraréis todo perfecto. Buena materia y buen cocinero.

-Y yo que vos juzguéis mi guiso con imparcialidad –le pedí.

-Por supuesto. Jugaremos bien limpio –aseguró, sirviéndome un buen tazón del guiso.

Lo probé y asentí dando mi aprobación. Realmente delicioso. Sabor perfecto y la carne tierna.

-Es pepitoria de pollo. Lo aprendí de joven en Francia. Pollo, tres dientes de ajo, harina, pimienta, laurel, vino blanco, almendras, azafrán y perejil. Se pone agua a calentar. Mientras se echa la sal y pimienta sobe la carne. Se dora en abundante aceite. Se machacan los ajos y el perejil, se añaden al pollo ya dorado. Se pican las almendras y en otra cazuela se fríe cebolla. Cuando está bien hecha, se le incorporan las almendras, el azafrán y la harina. Se añade el pollo con parte del caldo en el que ya ha hervido y se deja al fuego durante una media hora. ¡Y listo! –me explicó.

-No muy laborioso, pero efectivo. Está realmente rico. Vuestra fama es meritoria –lo alabé.

Francisco se zampó medio huevo y tras tragarlo, dijo:

-Al rey le entusiasma. En realidad, es un gran amante de la comida. Pero no se conforma con cualquier cosa. Lo desea todo perfecto. Por ello es un orgullo que me escogiese para cocinero jefe. Fue un hecho muy curioso. Más bien diría, asombroso. Yo era el cocinero de una posada, digamos que, no muy decente. Con ello no me refiero a sus parroquianos. No, claro que no. Más bien a su calidad. Por lo que, era impensable que alguien de alta alcurnia pasase por allí. Sin embargo, una mañana, varios jinetes se acercaron. Eran cazadores. Traían el ánimo contento, pues consiguieron un venado, cinco conejos y varias docenas de perdices; a parte del gaznate seco. Cuando vimos entrar a caballeros tan elegantes, el silencio se impuso. Pensamos que al ver el local saldrían como alma que lleva el diablo. ¿Y qué es lo que hicieron? Poner sus posaderas en la única mesa libre. Pidieron vino y algo de comer. En ese instante, quise morir. Lo único que tenía era este mismo plato, pero con gallina. Una verdadera cabronada. Lo serví y aguardé a que me lo tirasen a la cabeza. Y para mi sorpresa, no ocurrió nada de eso. Pidieron repetir. Por suerte, pude complacerlos. Terminaron de comer y se largaron con tanta algarabía como habían llegado. Días después, llegó un mensajero ordenándome que lo acompañase. Subimos a un carruaje y partimos a toda prisa. Podéis imaginar como me sentí. Temblaba como una hoja, intentando imaginar que error había cometido o si alguien me había acusado por envidia. Otras posadas de los alrededores, a pesar de ser mucho más elegantes, apenas tenían clientes, pues preferían mis guisos. Y ya sabéis como van estas cosas. Basta un falso testimonio para que la inquisición te caiga encima. Pero al llegar a Madrid el coche se detuvo ante el palacio. Me froté los ojos con incredulidad. No entendía nada. Me era imposible imaginar que podían querer de mí en la casa del rey. Y era esto. Me explicaron que el rey había comido en mi posada y que quedó entusiasmado. Entonces comprendí que entre esos cazadores estaba él. Por supuesto, no dudé un segundo en aceptar el cargo. Claro que, tampoco hubiese podido negarme. ¿Quién puede rechazar un capricho del mismísimo Felipe II? Y aquí me tenéis. Cocinando desde hace años para la familia.

Yo hubiese querido, pensé. Pero como bien decía mi compadre, ya era imposible. Y el nerviosismo se acrecentó. Terminé las torrijas con un nudo en el estómago; mientras Francisco continuaba relatándome las maravillas que le habían sucedido desde que llegó al Alcázar.

-¡Bien! Es hora de retornar al trabajo. Vos, podéis ir a descansar. Nos veremos esta tarde.   

Tras  abandonar la cocina, me sentía demasiado inquieta como para reposar en mis aposentos. Por lo que, decidí salir a dar un paseo por los jardines.

Era la única que transitaba por ellos. Seguramente, los invitados y mobles del Alcázar estarían echando una cabezadita. Me alegré de ello. Necesitaba pensar en la apuesta. Estaba convencida de que no defraudaría a Francisco.

Sin embargo, temía que mi estancia en el palacio me obligase a revelar alguno de mis mejores secretos. Si mis platos gustaban al rey, exigiría que se los enseñase a su cocinero. Y era urgente idear algo para evitarlo a toda costa. 

La voz a mis espaldas me sobresaltó.

-No estoy soñando porque no me hallo en mi cuarto, pero tengo la ensoñación de que está ante mí un ángel.  

Miré al hombre. Se encontraba sentado ante un caballete y pintaba una parte del jardín. Sus ojos castaños también me miraron, pero de un modo mucho más penetrante. Era como si me estuviese estudiando. Me puse nerviosa. En al vida me habían mirado de ese modo tan descarado. Carraspeé y dije:

-No soy ningún Ángel. Soy Viana y cocinera.

-Y por vuestro acento, andaluza. Al igual que yo. Mi nombre es Diego Velázquez, a vuestro servicio, señora –sonrió él, suavizando la expresión de su rostro.

Supongo que puse una cara rarísima al comprender ante quién me encontraba. Era uno de los pintores más aclamados. Y vio la luz en mi misma ciudad. Fue un seis de junio de mil quinientos noventa y nueve. Sus abuelos paternos eran originarios de Portugal; lo cuál, fue un problema para que en mil seiscientos cuarenta le fuese otorgada la Cruz de Santiago; ya que España acababa de separarse de ese reino. No obstante, dada su genialidad, finalmente la obtuvo. Y ahora era pintor de cámara del rey.   

-Os aseguro que no muerdo.

-No… Si… Es que me emociona estar ante un artista tan genial. Vuestra Inmaculada es impactante. Creo que, bajo mi humilde opinión, el Señor os ha dotado de un don maravilloso –logré decir.

-A todos nos da uno. A vos se os ha concedido el don de los fogones. Y no es poca cosa. El arte alimenta el alma, pero unas buenas manos en la cocina dan gusto al cuerpo. Aún recuerdo a la vieja Jacinta en la Taberna de la Coja. Nadie como ella preparaba el rabo de toro –dijo.

El estómago me brincó.

-¿Conocisteis a Jacinta?

-¿Qué si la conocí? ¡Y tanto! Hasta la inmortalicé en un cuadro friendo unos huevos. Ella tenía guisos excelentes, pero lo que más me deleitaban eran sus huevos. Nunca más he vuelto a catarlos como los de ella –respondió con aire melancólico.

Ese descubrimiento me extrañó. Jacinta jamás me habló de ser el motivo de la inspiración de Velázquez. Y eso que se vanagloriaba de sus conquistas y éxitos en la vida. Claro que, solamente me confió algunos de sus secretos tras años de estar a su lado. Imaginé que no le dio tiempo a contarlo todo.

-Pues, causalidades de la vida, ella fue mi maestra, que en Gloria esté y en alguna ocasión me habló de vos, de vuestras visitas a la taberna y alguna que otra correría. Pero jamás me habló de ese cuadro –le revelé.

Él abrió los ojos como platos.

-¿De veras? ¡Dios del cielo! ¿Y sabéis freír los huevos como ella?

Sonreí ante su entusiasmo.

-Es posible.

Velázquez se levantó del taburete y me cogió las manos.

-Si así es, además de ser un ángel hermosísimo, seréis la mujer que más contentará a mi paladar. ¿Me haréis unos huevos? A cambio, prometo inmortalizaros en una de mis obras.

Con un suspiro, asentí

-Será un honor. Aunque, no tengáis mucha esperanza. Doña Jacinta era la mejor cocinera de Sevilla y creo que de parte del mundo. Y en cuanto a pintarme, no será necesario, señor. Si logro vuestra satisfacción con mis huevos, me sentiré bien pagada.

Él soltó mis manos y tapó el lienzo.

-Tal vez. Sin embargo, un artista como yo no puede dejar pasar la ocasión de tener a una musa tan bella. Poséis o no, algún día, os veréis reflejada en una de mis pinturas. Nunca olvidaré vuestro rostro y puede que, si llego a probar vuestros huevos fritos, a una de las mejores cocineras. ¿Sería muy atrevido por mi parte pediros que los hicierais ahora? Decidme que sí, hermosa dama. 

-Bueno, el jefe de cocina no se si me lo permitirá –dudé.

-¿Francisco? Estará encantado de hacerme este favor. Está convencido que será motivo principal de una de mis obras -aseguró.

-¿Y lo será? –quise saber.

-Puede que sí o puede que no. Solamente el futuro lo sabe –dijo dedicándome una pícara sonrisa.

-Decidme una cosa. ¿Pintasteis a doña Jacinta siendo vuestra modelo o sin su presencia? Lo digo porque, solía vanagloriarse de los hechos gloriosos de su existencia. Se hartaba de decirme que fue fuente de inspiración de Cervantes, como persona para un personaje y con una de sus recetas para El Quijote. En cambio, jamás me habló de esa pintura.

-Lo pinté hace apenas un año. Ella, pobrecilla, no llegó a tener noticia. Y aclarada vuestra curiosidad, ¿vamos a por esos huevos? –respondió él dedicándome una sonrisa pícara.

Acepté. ¿Cómo negar tan simple capricho a un pintor?

Francisco nos miró *atorrullado.

-Don Velázquez desea que le haga unos huevos. ¿Puedo?

-Cómo no. Adelante, señor. Es un honor teneros en mí cocina. Acomodaos. ¿Deseáis algo más que huevos? Panceta, queso… –sugirió el cocinero, inclinándose ante el pintor.

 

*desconcertado

-No, gracias. Tengo la panza llena. Pero al conocer que esta joven tan bella fue discípula de la mujer que freía los mejores huevos que he probado en la vida, me dije, ¿por qué no disfrutar de ese placer? –dijo Velázquez sentándose.

Francisco aseveró.

-Por supuesto, señor. Nunca hay que negarse lo que uno puede regocijarse, si es posible conseguirlo.

Fui a los fogones y eché abundante aceite en la sartén, ante la mirada fija de Francisco. Imaginé que estaría barruntando el motivo por el cuál el pintor deseaba que le cocinase. Pero, por supuesto, no se lo aclaré. Uno debía mantener sus secretos; aunque estos fuesen triviales.

-¡Mozo! Traer un par de huevos. Los más grandes y frescos. Son para don Velázquez –gritó Francisco.

Con aire profesional, puse la mano sobre el aceite para calcular su temperatura. Estaba listo. Cogí un par de huevos y los quebré. Cayeron suavemente sobre el aceite y chisporrotearon alegremente. Con una paleta fui regándolos con el líquido de oro. La yema debía quedar líquida y la clara algo dorada de las puntas. Y el secreto, uno de los muchos que en los últimos tiempos me reveló doña Jacinta, era una canción que duraba el tiempo justo. Mentalmente la canturreé. Al finalizar, saqué los huevos con la espumadera. Los puse en el plato, eché la sal  y con la mejor de mis sonrisas; aunque inquieta, serví al genial pintor.

Él mojó el trozo de pan y se lo introdujo en la boca. Cerró los ojos y respiré aliviada.

-¡Fabulosos! Exactos a los de Jacinta. Sois una artista, señora Viana. Os doy las gracias por este inmenso placer. ¡Dios del Cielo! –exclamó.

Francisco me miró de reojo. Tal vez, pensaba que la apuesta que tan segura tenía estaba en peligro. Como buen cocinero sabía que algo tan simple como lo que acababa de cocinar, en realidad, era de lo más complicado.

-Me alegro de haberos complacido, señor.

Él untó la yema esparcida por el plato y dijo:

-Y yo de que aprendieseis de tan gran mujer. Incluso, me atrevería a decir que, la habéis superado.

Francisco, incapaz de no ser el objeto de atención en su cocina, le sirvió una copa de vino y puso un plato de mantecados ante el improvisado comensal.

-Os sentarán mejor con un buen caldo. El vino preferido de su majestad; al igual que estos dulces.

El pintor cató la copa y asintió.

-Excelente. Sí, señor. Y decidme, Viana. ¿Trabajáis aquí?

-No, señor. En Sevilla, bajo las órdenes de los duques de Alba. Me han traído con ellos para ofrecer al rey unos cuantos de mis guisos como regalo de Navidad –respondí.

Velázquez terminó el mantecado y se levantó.

-Un obsequio realmente original. Espero que disfrute tanto como yo con vuestros manjares; ya que con los de su cocinero ya lo hace. Ahora, si me disculpáis, tengo trabajo que hacer. La familia real en pleno me aguarda para la sesión de pintura.

Se despidió y el cocinero se volvió hacia mí.

-Por lo general el comprador es el encargado de ir al mercado. Pero en fiestas tan señaladas me gusta supervisar personalmente las viandas. ¿Os gustaría acompañarme? De paso puedo mostraros la ciudad.

Acepté con gusto.

Abandonamos el Alcázar y marchamos a pie. Cruzamos los jardines y caminamos por un terreno un tanto abrupto, con varias fuentes; que según me contó Francisco eran producto de varios riachuelos subterráneos. Se trataba del Barranco de las Hontanillas. La fuente mayor era la de los Caños del Peral. Se trataba de un gran pilón de granito, con siete caños, que estaba junto a unos lavaderos públicos, muy concurridos por mujeres y niños.

Más adelante nos topamos con una iglesia, que mi guía identificó como San Juan Bautista, y unas cuantas casas. El lugar no estaba precisamente muy poblado. Continuamos hasta llegar a una zona más habitada.

-Esta es la plaza del Arrabal. Antes se hacía el mercado. Pero el rey Felipe II ordenó urbanizarla. Ahora es escenario de actos públicos o religiosos. Deberemos ir más adelante para conseguir las provisiones. Pasaremos por el Arco de Cuchilleros, que nos llevará a la Cava de San Miguel. Allí está el mercado –me explicó, con ese orgullo del que está encantado de su ciudad.

Durante el trayecto no dejó de mostrarme edificios y contarme sus excelencias. En uno de la calle de San Justo, se aseguraba que en la casa de Iván de Vargas, estuvo hospedado San Isidro y el convento del Santísimo Sacramento. 

-Aquí es –me comunicó, sin la menor necesidad, pues era evidente, por los puestos, que aquello era el mercado.

Imaginé, por comparación a Sevilla, que sería mucho más extenso. Aunque, no por más pequeño carecía de productos. Francisco compró unas alcachofas, coliflor, remolacha, repollo y zanahorias. En el puesto del charcutero unos chorizos, jamón, salchichas, panceta y sebo. Después fue a por el queso. Uno bien curado, otro tierno y uno que jamás había visto.

-Es roquefort, de Francia. Lo verde es moho –me explicó.

Lo más probable es que puse cara de asco, porque dijo:

-Cuando lo probéis, cambiaréis de opinión. ¡Es exquisito e ideal para las salsas! ¿No ha llegado a Sevilla? En realidad, yo hace bien poco que lo conozco. Me lo descubrió un cocinero francés muy afamado, Pierre Francois, apodado La Varenne. Que por cierto estuvo en palacio hace cosa de dos años.  Está al servicio del gobernador de la ciudad de Chalons sur Saone y es adorado en toda Francia. Está escribiendo un libro de cocina. Dijo que sería una verdadera revolución. Si os place, puedo enseñaros varios platos franceses que él me cedió generosamente.

-¡Por supuesto! -acepté encantada.

Él sonrió ampliamente.

-¿Qué os parecen estos pichones? ¿Bien, verdad? Pues, hablando de ese libro, dudo mucho que sea tan impactante. Los franceses aún no han adaptado muchos de los alimentos llegados de América. Nuestra cocina si que es novedosa. Es una lástima que uno sea ignorante en cuestiones de letras. ¿Vos sabéis escribir?

Le dije que no y él continuó con su verborrea imparable.

-Normal, ¿no? Nuestros trabajos nos ocupan casi todas las horas del día. No hay tiempo para dedicarse a otra cosa y menos a algo tan complicado como debe ser estudiar las palabras. Pero no me arrepiento. Aún siendo un *gurdo, he llegado muy alto. Y vos, teniendo en cuenta vuestra juventud, también habéis alcanzado un gran prestigio.

-¿Ahora creéis en los rumores? –bromeé.

-¿Por qué habéis contentado a Velázquez con un par de huevos? No, señora. No se me convence tan fácilmente. Mañana deberéis hacerlo ante los fogones –contestó él.

-Y lo haré, no tengáis la menor duda, amigo Francisco.      

 

 

 

  

 

*tonto

 

CAPITULO 33

 

 

El resto de la tarde me reuní con la duquesa. Decidimos que platos debería ofrecer al rey y después, tras cenar, me metí en la cama. Estaba agotada, del viaje y de las emociones de día.

A la mañana siguiente, tal como acordamos Francisco y yo, tras el desayuno, nos pusimos manos a la obra. En la parte de mi mesa estaban todos los ingredientes. Media liebre, cebolla, ajo, vino blanco, miga de pan, clavo y pimienta. Y por supuesto, mi ingrediente secreto, que no era otra cosa que chocolate. En verano hubiese utilizado tomates, pero en pleno invierno no era posible su recolección. Era una verdura veraniega.

Me puse el mandil, me lavé las manos y aferré el cuchillo con determinación. Corté de cuajo la cabeza del animal. Seguidamente, lo troceé y salpimenté. Francisco hacía lo propio. Nos mirábamos de reojo, estudiando cada paso, con la rivalidad amistosa de dos contrincantes. Con el aceite a punto freímos los trozos de liebre durante veinte minutos. Mientras cortamos las verduras y las agregamos a la carne. También medio litro de vino,  caldo, pimienta y clavo; y aguardamos.

Mi anfitrión rompió el silencio.

-Parece mentira que con lo mismo salgan las comidas tan distintas. ¿Verdad?    

-Cierto. Es a causa del toque personal, del fuego, del agua e incluso de los ingredientes, dependiendo del lugar. Imagino que la fruta no debe ser tan sabrosa en los países fríos. El sol influye en su dulzor –respondí, removiendo la liebre. Aguardé a que él hiciese lo mismo y cuando estaba concentrado en el cazo, saqué del bolsillo el trocito de chocolate y lo añadí.

-¿Habéis visto ya al rey? –quiso saber.

-No. Y dudo que me presenten. No soy más que una humilde cocinera. Y mejor que así sea. No sabría como comportarme ante él –respondí.

Él sonrió con maldad.

-Si lo complacéis, pedirá felicitaros en persona. Conmigo lo hizo.

-Pero… ¿No me dijisteis que cuado comió en la posada ignorabais quién era? –me extrañé.

Francisco probó el sabor del caldo y añadió una pizca de sal.

-Así es. Ocurrió cuando preparé mi primera comida en palacio. Capón relleno. Todo un éxito.

-La primera comida  que preparé, hace unos dos años, fueron unos arenques en salsa. Mi maestra se lastimó el pie y no tuve más remedio que meterme en los fogones; cosa que no había hecho antes. Doña Jacinta se negaba a que otras manos se metieran en su terreno. Lo aprendí todo a base de observar. Y para complicarlo más, acabábamos de llegar al campo y no teníamos nada a punto. Así que, me las ingenié como pude y también he de decir que, las encontraron muy sabrosas –le conté.

-Saber como *bandearse es vital para llegar a ser un buen cocinero. Y por supuesto, no tener miedo al fracaso –convino él, echando la miga de pan.

Hice lo mismo y pregunté:

-¿Cómo es el rey?

Él levantó los hombros.

-Arrogante y caprichoso; y al mismo tiempo, justo e implacable. Como todos los poderosos. Claro que, él lo es más que nadie. Es dueño de medio mundo y le llueve el oro como chorros de agua. Vos, estando al servicio de los Alba sabréis de que os hablo.

Le di la razón.

-Cierto. La sencillez no es precisamente su insignia. Y es difícil contentarlos. Una debe devanarse la cabeza todos los días.

*Salir de un apuro