Yo seguí protestando.

-Me juego el puesto, doña Jacinta. Ya sabe como son los señores. Si algo les arruga la nariz, se deshacen de ello sin contemplaciones. Y no soportaría dejar vuestra cocina. Ser vuestra ayudante me hace muy feliz.

Ella arrugó la nariz.

-¿Tan poco poder crees que tengo? La señora sabe que si se mete en mí cocina corre el peligro de que me marche a casa de alguna de sus más odiadas enemigas. Nadie te echará. De eso me encargo yo. ¡A cocinar!

Aseveré tragando saliva y salí del cuarto. Fui hacia la cocina temblando de pavor, convencida que mi trabajo sería un puro desastre.

Rafael estaba en el corredor con una sonrisa burlona en su atractivo rostro.

-¡Vaya, vaya! ¿A qué viene esa palidez? Por fin ha llegado la gran oportunidad que estabas esperando. ¿Cierto? ¡Ah! Comprendo. No tienes ni idea de fogones. Pues, ante con cuidado. Como no les guste a los señores…

No me molesté en contestar y seguí mi camino con el corazón latiéndome acelerado. Rafael era un mal bicho, pero ahora tenía más razón que un santo. Ciertamente había aprendido cada paso de Jacinta. No obstante, una cosa era retener en la mente el proceso y otra muy distinta ponerlo en práctica. Y sobre todo, sin tener la menor idea de cuál era el toque mágico que ella le daba para hacer especiales sus guisos.

Miré la cocina. Por primera vez, el lugar donde me sentía realmente feliz se había convertido en el peor de mis enemigos. Si no cocinaba mínimamente bien, mi puesto podía estar en peligro por mucho que doña Jacinta insistiese en que no me despidieran. Aunque no, me dije. Era una situación excepcional. Jacinta se repondría pronto y la pesadilla solamente duraría unas horas. No tendrían oportunidad de catar mi mal hacer con las viandas.

Inspiré con fuerza y me dispuse a salir victoriosa de aquella prueba. Pero no tenía ni la menor idea de cómo. No había carne, ni ave matada. No había tiempo material para coger una gallina, cortarle el pescuezo y desplumarla. ¿Qué diablos iba a hacer para el segundo plato?

Mis ojos se clavaron en las verduras que Pepa había dejado sobre la mesa. Zanahorias, judías, unas vainas de guisantes… Nada espectacular. Fui a la alacena. Legumbres, arroz, harina y desgraciadamente, el bacalao sin desalar. Era imposible cocinarlo. Abrí el barril que desprendía un gran olor. Arengues salados. Cogí una docena y me plante ante la mesa.

Bien. Allí estaban mis armas. Simples y nada extraordinarias. No obstante, sacaría el mejor partido posible. Tenia que hacerlo. Mi inexistente prestigio estaba en juego.

Me decidí por hacer la comida más sencilla que había ejecutar a doña Jacinta. Agarre una olla y la llené con agua. La puse sobre el fuego y comencé a arreglar la verdura. Una vez hervida el agua, coloqué parte de ella en otra perola e introduje los arenques. Esto último jamás lo hizo mi maestra. Era una receta que solían usar en el hospicio en los días de gran celebración. Claro que yo, pensaba adornarla.

Eché la verdura al puchero junto a los garbanzos. Pique cebolla, pimiento y tomate para sofreírlos en otra cazuela. Sequé los arengues con un paño y lo mezclé con el sofrito. Lo regué con un poco de agua y recordando uno de los trucos de mi maestra, añadí un pellizco de harina.

Ahora solamente quedaba el postre. No había tiempo para preparar nada especial. Así que, mi único recurso era la fruta y tenía que buscar algo que la hiciese especial. Pero, ¿qué?

-¿Cómo va? Doña Jacinta está preocupada.

Brinqué sobresaltada ante la interrupción de Pepa.                         

-Dile que me las voy apañando.

Ella torció la boca indicando duda.

-Pues, los señores esperan comer en media hora. Así que, tú verás.

-Y lo harán. Eso, si me dejáis trabajar –repliqué molesta ante la desconfianza que todos mostraban.      

-Tampoco hay que ponerse así –objeto ofendida. Dio media vuelta y continué peleándome con la incapacidad de adornar una simple fruta. Jacinta lo hubiese solucionado en un santiamén. Pero me negaba a pedir ayuda. Tenía que salir sola del atolladero. Si había salido victoriosa de ser aceptada en la casa de los Galiana, este nuevo reto no me vencería.

Retiré la verdura del fuego y los arenques. Me enfrenté al cesto de la fruta y tomé en la mano una manzana. La hice saltar en la palma una y otra vez. Se me escurrió rodando hasta el tarro de miel.

Muchos dicen que los grandes descubrimientos fueron fruto de la casualidad. Mi postre también lo sería. Me afané en pelar manzanas y peras, para después trocearlas. Piqué unas nueces y lo coloqué todo en una fuente, regándolo con un buen chorro de miel.

Temblando, introduje la cuchara en el potaje y lo probé. Para mi gusto, perfecto. Lo mismo ocurrió con el plato de pescado y el postre. Sin embargo, mi gusto podía ser muy distinto al de los demás. Por lo que, no las tenía todas conmigo. Pero ya estaba hecho. El momento de mi sentencia estaba a punto de ocurrir. Y si a mi maestra no le agradaba, mis esperanzas quedarían pulverizadas. Llevaba suficiente tiempo a su lado para haber aprendido lo más básico de la cocina. Sería inaceptable una mala cocción o sabor.  

Llené un plato con el cocido de garbanzos, otro con los arengues estofados, el postre y lo llevé a la habitación de mi maestra con la esperanza de que no la encontrase nefasta y tuviese que volver a comenzar.   

-Doña Jacinta. He terminado. He pensado que vos debéis decidir si es prudente presentarlo a los amos.

Ella, efectuando un gesto de dolor, tiró levemente la cabeza hacia atrás indicándome que me acercase. Le entregué la bandeja. Sus ojillos escrutaron la comida.

-Verdura y… ¿De dónde has sacado el pescado?

-Arenques. No encontré nada más. Y por otro lado, no había tiempo para matar animal alguno, ni tampoco desalar el bacalao. Los herví para desalarlos. Eso lo vi hacer en el orfanato. Para darles un poco de sustancia, he hecho una salsa; tal como os vi hacer a vos. Y a la fruta le he añadido miel.

La cocinera comenzó a comer. Observé sus expresiones intentando encontrar aprobación o rechazo. Su rostro permaneció impasible. Y mi impaciencia por conocer el resultado me hizo golpear el suelo con el pie. Durante varios minutos solamente abrió la boca para comer. Cuando los platos estuvieron vacíos, dio su veredicto.

-Un poco soso.

-Temí pasarme con la sal.

-Pues, añade una pizca antes de servir a los amos.

-Sí, señora –dije aliviada. Di media vuelta y me dispuse a salir. La voz de Jacinta me dijo: 

-No está mal para una novata, zagala. Nada mal, la verdad. Pero no te hagas ilusiones. Mientras pueda valerme, la cocina es mía.

Esas palabras llenaron mi inquietud de serenidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 15

 

 

Los siguientes días, contrariamente a lo esperado, transcurrieron con placidez. El pie de doña Jacinta no estaba fracturado, pero tardó bastante en poder mantenerse en pie. No obstante, se negó a permanecer en el cuarto. La acomodaron en una butaca en la cocina para darme instrucciones. Así que, me convertí en sus manos ante los fogones. Bajo sus consejos preparé esas deliciosas recetas. Pero se abstuvo de aquellas que debía poner su toque secreto. Por lo que, ni aún en esas circunstancias, pude conseguirlo. Como tampoco pasar desapercibida para el joven Carlos.

Nunca tuvo ojos para nadie del servicio. Lo cierto era que, los ricos apenas nos consideraban personas. Solamente utensilios para hacer más cómoda su ya de por sí privilegiada existencia. Y de repente, la insignificante ayudante de cocina se convirtió en un ser humano.

-Unos ojos tan hermosos como el cielo no deberían llorar –me dijo una tarde, que estaba mondando una cebolla, asomándose desde el quicio de la puerta.

-Ni vos estar en la cocina, señor –musité azorada.

Él apoyó la espalda y cruzó los brazos sobre el pecho. Sus ojos negros me miraron con intensidad y su boca se torció en una sonrisa seductora.

-Esto no es Sevilla y no hay distracciones.

-¿Y es para vos distracción ver como una criada pela una cebolla? Os creía más refinado, señor –repliqué en el mismo tono de burla.

-Veo que eres una sirvienta con la lengua muy afilada –me reprendió, pero sin borrar la sonrisa.

Bajé la cabeza simulando vergüenza y continué con la tarea. No tenía experiencia en cuanto a los hombres. Pero había visto esa mirada en muchos de los clientes de mi madre y estaba claro lo que pretendía el señor Carlos. 

-A veces me cuesta contener mi verborrea. Ruego me perdonéis si os he ofendido.   

-Aceptaré tus disculpas si me acompañas a dar un paseo –me propuso.

-Creo que no sería correcto. A vuestros padres no les complacería. Sobre todo, si cuando lleguen a la mesa no tienen el plato delante. ¿Y no querréis perjudicarme, verdad? –alegué.

Carlos dejó de sonreír.

-Por supuesto que no, mi bello ángel.

-En ese caso, es mejor que os marchéis. Tengo mucho que hacer. Y en unos momentos llegará doña Jacinta y ya sabéis lo estricta que es en cuanto a su cocina. No quiere moscones que la distraigan.

El carraspeó de Jacinta interrumpió la conversación.

-Nunca más bien dicho. Viana. Joven amo, tenemos que trabajar. Os ruego que salgáis.

Él le cedió el paso y sonriendo, dijo:

-Sois muy dura privándome de la contemplación de dos bellas damas, doña Jacinta.

-Nosotras estamos aquí para trabajar, no para ser la diversión de un mozo aburrido. Y no quiero ni pensar que diría vuestra santa madre si os encontrase platicando con dos sirvientas. Creería que de nada os ha servido la educación que con tanto esmero han procurado daros. Los señores deben mantener las distancias, al igual que los criados. Es la única norma a seguir para que una casa funcione como debe.

-Las normas están para romperlas –replicó él.

-Para cocinar hace falta aceite o no se puede freír. Hay reglas que son inquebrantables. ¿Entendéis, señor? –dijo doña Jacinta mirándome de reojo.      

Él no apartó de sus ojos ese brillo perverso.

-Entiendo que donde hay capitán no manda marinero. Señora, os dejo con vuestros fogones.

Dio media vuelta y se alejó.

-Niña. No te hagas ilusiones.

-¿Qué ilusiones? Sé perfectamente quién es él y quién soy yo.

-Exacto. Tú una miserable criada y él un mozo quiere *ficar contigo. Aléjate de ese cipote tan refinado. Lo único que sacarías sería problemas y lo más seguro, una panza bien gorda de la que no se querrían responsabilizar. Por la contra, te repudiarían y acabarías en la calle. Recuerda mis consejos en cuanto a meterte en la cama con un hombre. Cuando seas mayor y nadie te pueda romper el corazón, entonces será el momento. Ahora guisa –me aconsejó Jacinta.

-El señor Carlos no me gusta. 

-Ya, ya. Todas decís lo mismo y termináis cediendo apabulladas por las promesas de los ricachones bien parecidos. Pero su palabra es más ligera que el viento. Vuela rápido cuando se la dan a una pringá. ¡Lo que han visto estos ojos cansados! Lo que te digo, panzas bien gordas y la miseria después. Ve con tiento, chiquilla. El señorito Carlos es guapo, encantador y locuaz.

-Os aseguro que mí única meta es avanzar en el trabajo y no meterme en líos. He trabajado duro y no voy a tirarlo todo por la borda por algo que lo único que haría es echarme a perder. Sé que el señor Carlos solamente busca divertirse. Y en mí, desde luego, no encontrará diversión.

Esa era mi voluntad. Sin embargo, Carlos no era fácil de esquivar; como tampoco el influjo que ejercía sobre mí. Su atractivo era demasiado poderoso para que mi empeño ganase la batalla. Accedí a pasear con él, cuando la casa quedaba dormida bajo el sopor de la tarde, a reír con sus chanzas, a sonrojarme con sus piropos y a esquivar sus intenciones atrevidas. Hasta que terminé aceptando sus besos.

*fornicar

 

Inexplicablemente, el pavor a lo carnal que sentí de niña se volatizó en cuanto probé su boca. ¡Qué delicia! ¡Qué placer más exquisito! Deseé que sus besos no terminasen nunca, ni que sus palabras dulces dejasen de acelerar mi corazón. Lo que siempre imaginé no se parecía en nada a lo que estaba experimentando. Era una sensación dulce, embriagadora, adictiva. Y recordé el entusiasmo de Doña Jacinta.

Pero para mí no se trataba solamente de placer. Era algo más. Y por parte de Carlos, también. Era delicado, comprensivo. En ningún momento mostró exigencia, tan solo súplicas y conformidad ante mis negativas de entregarme totalmente a él. Y Carlos se conformaba con jugar con mi boca. Cada vez que sus labios rozaban los míos, comprendía el porqué la gente perdía el sentido a causa de la carne. Pero mi locura se negaba a caer por el precipicio y me recordaba que aquello era una insensatez. Sin embargo, admití sus caricias por muy osadas que fuesen y acepté corresponderle dándole el alivio que mi negativa lo consumía. Y no porque no lo deseara. Mi cuerpo ardía bajo sus manos, su boca. Sentía el amor que me devoraba y también los recuerdos. El pasado se convertía en un censor que recortaba mis anhelos. La figura de mi madre arrodillándose ante los hombres, sometiéndose a sus antojos, vejándola sin la menor misericordia, soportando sus olores pestilentes, el sudor, me forzaron a mantenerme alejada de la tentación. Era consciente que nuestra relación era un imposible. Si me dejaba arrastrar, terminaría en la calle, perdiendo todo aquello por lo que tanto había trabajado. Pero, hasta que ese momento llegase, disfrutaría de esa sensación de borrachera que me alegraba el corazón.

La última tarde de nuestra estancia en el cortijo, mientras estábamos tumbados entre el maizal, me dijo:

-No quiero irme. No soportaría estar lejos de ti, pues te amo.

Yo sentí como un rugido subía hasta mi garganta. Pero corté su avance para no responderle que yo también lo quería con toda el alma. Hubiese sido un error. Una debilidad de la que él podría aprovecharse sin la menor piedad. Porque, así sucedería. Caería rendida entre sus brazos y después se echaría a los brazos de otra mucho más adecuada a su posición. Y no podía permitirlo. Su marcha ayudaría a que mi sensatez regresase y cuando volviese ya estaría inmunizada de su veneno de amor.  

-No tienes más remedio. Tus padres no permitirán que desperdicies la oportunidad de practicar con ese notario de Madrid. Serán unos meses y después, estaremos juntos para siempre.

Él me besó con ardor y yo, dejé que mis sentimientos volasen libres esa tarde por última vez.    

Al día siguiente regresamos a Sevilla y Carlos partió hacia Madrid.

El recuerdo de los días calurosos, la pasión desatada entre el maizal o bajo las encinas, me acompañaron para mitigar la soledad que sentía sin la presencia de Carlos y la frustración de regresar a mi tarea inicial. Jacinta volvió a ser la dueña de los fogones y yo de abrillantar los suelos, cacharros y trabajos que ahora me parecían frustrantes. 

A pesar de ello, mi espíritu combativo no se dejó derrotar y ahora, más que nunca, me empeñé en descubrir los secretos de mi maestra; que como siempre, se guardaba bien de que ello no fuese posible.

Con este ánimo fueron pasando los meses. La rutina que antes era el mejor estado del mundo, ahora me parecía demasiado poco para mi ambición. Y lo único que alentó mi desidia fue la llegada de la Navidad y junto a ella, el regreso del hombre, que muy a mi pesar, aún amaba.

Cuando lo vi, mi corazón se detuvo por unos instantes la pensar que el tiempo y la distancia habrían desgastado el amor de Carlos. Pero sus ojos me indicaron que la pasión seguía, incluso más poderosa.

Fueron días intensos. El trabajo en la cocina me ocupaba gran parte del día, pues como era lógico, los ágapes para esas jornadas tan especiales no podían ser simples. Pero cuando llegaba la noche me dejaba arropar por los brazos del amor. Bajo las caricias de mi amado, el agotamiento se diluía y mi corazón se llenaba de luz; y también de tristeza. Era un sentimiento que jamás podría germinar en algo tangente. Yo era una simple criada venida del origen más despreciado por la humanidad. Ni tan siquiera si llegase a descubrir a mi progenitor, su posible situación potentada lo haría imposible. Carlos estaba destinado a conseguir lo mejor y yo, por supuesto, era pura escoria. 

No obstante, ello no contribuyó a despejar la locura que se había apoderado en mi prudencia. La borrachera del vino del amor que me embargaba me arrastró por el vendaval del que no hay retorno.

La noche en que todos celebraban la llegada de Jesús al mundo, yo nací en el país de la pasión. 

Mi cuerpo hasta entonces vetado a lo carnal se abrió para recibir lo que antaño consideré sucio y vejatorio. Descubrí que mi concepto estaba equivocado. Él me dio el mayor placer que un ser humano puede alcanzar. Pero lo que Carlos y yo compartíamos era limpio, surgido de los sentimientos. Aunque, imposible de separar del deseo. Una pasión que me hacía arder y que ese fuego no conseguía apagar la lujuria. Mi mente, desde aquél momento, era incapaz de pensar en algo que no fuese Carlos; en ese lecho donde nuestro amor se fundió convirtiéndonos en uno solo y en nuestros cuerpos que se dejaban llevar por una voluptuosidad insaciable. Estábamos hambrientos de caricias. Éramos dos exploradores del placer que se regocijaban ante cada nuevo descubrimiento en nuestros cuerpos. Y debí sentirme culpable por quebrantar cada uno de mis propósitos de antaño. 

No fue así. Posiblemente, la única herencia recibida de mis padres era esa actitud obscena y pecadora de la cuál me era imposible escapar. Cuanto más recibía, más anhelaba. Y nuestros encuentros, ante la nueva partida de Carlos, se tornaron más osados. Saciábamos esa pasión cuando todos dormían la siesta o en algún oscuro rincón sin preámbulos, uniéndonos con desesperación, sabiendo que un día u otro dejaríamos de pertenecernos. Al menos, él dejaría de ser mío. Otra mujer más afortunada podría salir al sol colgada de su brazo, decir legalmente y con aprobación que era suyo, al igual que el lecho marital. Pero mientras, no quería renunciar a lo que mi ignorancia me hizo creer que se convertiría en el tiempo más feliz de mi vida.

Terminadas las Navidades, él marchó de nuevo a Madrid y la tristeza volvió a reinar en mi corazón.

Pero la ausencia de Carlos fue más corta de lo que había previsto. Comenzado el mes de mayo regresó con la satisfacción de ser ya un hombre habilidoso en la notaría.

La apatía en la que me encontraba se tornó dicha. De nuevo la vida me daba la oportunidad de disfrutar de nuestro amor secreto. Un amor que seguía tan fuerte como al principio. Sin embargo, la vida, al igual que el cauce de un río, podía cambiar su curso.

El momento temido llegó. Los Galiana consideraron que su hijo debía aposentar su situación. No tan solo en el ámbito laboral, si no, también social. Era la hora de buscar una esposa adecuada. Esa determinación abocó en infinidades de reuniones, donde jóvenes casaderas se sentaban ante la mesa y disfrutaban de los guisos que, intentando contener el llanto ayudaba a preparar.

-No se que te ocurre, muchacha. Pero últimamente estás como ida. ¡Corta con más brío! -me regañaba Jacinta.

Intentaba obedecer. Sin embargo, era tanto mi desconsuelo, que ni el trabajo ni las noches entre los brazos de mi amado conseguían sacarme del pozo en el que me encontraba hundida. No es que dudase de los sentimientos de Carlos. Me había demostrado que era sincero. Sus salidas nocturnas con sus compadres desaparecieron desde el instante que nos juramos amor. 

Erróneamente, sus padres llegaron a la conclusión que era porque los años locos habían pasado para dar paso al hombre. Pero la verdad era que su única pasión era tenerme a su lado y estaba dispuesto a enfrentarse al mundo para conseguirlo.

Pero yo sabía que jamás ganaría la batalla. Un canario no sobreviviría en el gallinero. Y él era un ave delicada, acostumbrada a unos barrotes de oro. Cuando comprendiese que tendría que vivir entre la inmundicia, la bonita criada de ojos como el mar quedaría en el olvido.

De ello no tuve la menor duda cuando vi a otra de las candidatas a convertirse en una Galiana. Se llamaba Leandra. Joven, hermosa e hija de Eulogio Baena, Marqués de Salteras. Reunía todas las cualidades para que la sensatez retornase a Carlos. 

La muchacha, de una edad parecida a la mía, entró en la casa con el miedo reflejado en el rostro y al terminar la velada, desprendía luz. No era para menos. El marido elegido era joven, atractivo, letrado y rico. Y estaba segura de que haría todo lo posible para que no tuviesen que buscar a otro.  

-¡Menudos lobos! –exclamó doña Jacinta, al ver como la marquesa abandonaba la casa como una gallina clueca.

Yo la miré estupefacta.

-¿Lobos? Son nobles, maestra. Educados, ricos y con una presencia apabullante. En especial, la joven. Parece una virgen de esas que pintan los artistas para las iglesias. Es bellísima.

-Virgen será, pero no deja de ser una zorra. La han aleccionado bien para pillar un buen esposo. ¿O es qué no te has enterado que esa familia ya no es lo que era? Su fortuna está de capa caída. Y el joven señor es un partido inmejorable. Rico, deseoso de entrar en la nobleza y con un padre muy influyente en la Casa de la Contratación. Muchos son ahora que le deben grandes favores.

-¿A qué se dedica con exactitud? –le pregunté.

-Tesorero. Da cuenta de todos los caudales que llegan del Nuevo Mundo y se cuida de que los bienes de los allí fallecidos pasen a sus herederos. Lo cuál, le da manga ancha.

-¿Qué queréis decir? –inquirí.

La cocinera bajó el tono de voz, y dijo:

-Que si no se encuentran, pues… pueden ir a otros bolsillos. ¿Comprendes?

-Los ricos siempre tienen sed y el señor no es distinto –dije, mientras estudiaba a la joven Leandra. Era preciosa. Ojos negros, al igual que su cabello. Labios finos y rostro ovalado. Cuerpo de formas sinuosas, señal de estar muy sana. Todo lo contrario a mí. En lo único que podíamos parecernos era en el tono de piel, muy blanquecino.

Doña Jacinta cortó de cuajo el cuello de la gallina y comenzó a desplumarla. 

-Me ha contado Rafael que la señorita marquesa no ha dejado de poner ojos de cordero degollado cada vez que miraba al señorito Carlos. Te aseguro, niña, que lo embaucarán como a un tonto. De esta no escapa e iremos de boda. Al tiempo. 

Carlos, por su parte, me aseguró que no aceptaría a esa joven ni a ninguna de las muchachas que le fuesen presentadas.

-Si no puedo vivir contigo, no lo haré con nadie. Te amo y mi corazón siempre será tuyo -me decía hundido en mi cuerpo, elevándome a un éxtasis donde el mundo desaparecía y solamente quedábamos los dos.

Pero, desgraciadamente, el mundo era bien real; y también las necesidades. Finalmente, entendió que enfrentarse a los deseos paternos era su perdición como hidalgo y caballero. Aceptó cortejar a Leandra. Le enviaba flores, visitaba su casa por las tardes y paseaban por la Alameda con dos cuarteronas. Pero cuando llegaba la noche, volvía a ser mío. Y de ese modo pensábamos seguir, incluso después del casamiento. Carlos me preparó un futuro esplendoroso. Casa propia, con mis propias criadas y todas mis necesidades cubiertas. Y era tanta la ceguera de mi corazón, que en ningún momento comprendí que me estaba a punto de convertirme en lo que siempre temí: en una barragana.

Pero mientras tanto, continuaba con mis labores en la cocina y encargándome de parte de la compra; hecho que ese mes de Junio se convirtió en una meta casi imposible. Un tiempo inusual se desató en la calurosa Sevilla, tornándose lluviosa y de qué modo. Durante días los aguaceros cubrieron la ciudad anegándola. Barrios enteros quedaron inundados e incluso por el Arenal, se podía circular en barca.

-Esto no es normal, no señor. ¿Dónde se ha visto este frío en el mes de Junio y estos aguaceros? Es un mal augurio. Las fuerzas del mal están invadiendo Sevilla –dijo doña Jacinta santiguándose.

-¡Andusteyá! El demonio nada tiene que ver con el tiempo. La lluvia viene del cielo -repliqué.

-Como los castigos. Dios ha decidido hacer borrón y cuentan nueva, pues los hombres nadan en el pecado. ¡Es un nuevo Diluvio, chiquilla! No se salvará ni el tito.

-Y vos no sabéis nadar –comentó Rafael con esa sonrisa cínica que siempre sacaba.

-*No me pongas el ocho, chico. Soy de buen carácter. Pero si me altero, soy capaz de arrearte un sopapo que se torcerá la boca y no podrás sonreír nunca más. Y ten cuita o esta boquita cantará como una alondra –gruñó la cocinera lanzándole una mirada asesina. Hecho que, extrañamente, hizo desistir al mayordomo y con el rabo entre las piernas, se largó.

-Bien, dicho, doña Jacinta. Ya era hora que alguien le parase los pies a ese metomentodo. Cada día que pasa me parece más insoportable. No solo tiene maldad y es más insulso que un pescao de río –la animé.

-Pero los tuyos no pueden pararse. La despensa está en las últimas. No podemos seguir así. Sal y trae lo que sea.

Yo protesté.

-Media ciudad está anegada. Los barcos no llegan y a consecuencia de ello, tampoco alimentos. ¿Cómo demonios queréis que los consiga?

-Yo me vi en situaciones peores y jamás faltó la comida en la mesa. Ahí radica la genialidad o el fracaso. ¿Vas a ser una fracasada? Viana. Eres una chica avispada. Confío en ti.

-Pues, hacéis mal. Lo intentaré, pero no os aseguro ningún éxito. Así que, no me reprendáis si llego con la cesta vacía –repliqué.

-Los jóvenes siempre quejándose cuando surge una pequeña complicación –dijo ella entregándome unas monedas.

Las conté.

-¿Con esto queréis que compre?

 

*No me hagas enfadar     

-Es lo de siempre –protestó doña Jacinta.

-Como no salís, no os enteráis de que dada la escasez los comerciantes han doblado los precios. No tengo ni para un trozo de carne –insistí.

¡Voto a Dios! ¡Menudos sinvergüenzas! No tienen entrañas –exclamó.

-No las tienen no. Por eso debéis darme más dinero o hoy no podremos dar ni una miserable comida -insistí.

A regañadientes, aumentó el montante para la compra.

Salí maldiciendo por primera vez mi mala suerte. Ya no consideraba un gesto de generosidad por parte del destino haberme llevado a esa casa. Lo hizo a traición, sin anunciarme lo desgraciada que me sentiría ese día. Tras mi relación con Carlos, la verdad cayó como una losa. No era más que una criada. Una muchacha simple, sin la menor educación, hija de una meretriz. Y no tan solo eso. Mi aspecto era frágil, carente de de ese atractivo que emanaba Leandra. Era imposible competir con ella. Y estaba segura que, mi amado terminaría admitiendo que no era una buena opción para él. A lo sumo, el único papel que tendría en esa comedia no sería otro que el amante. ¿Y quería convertirme en ello? ¿Pasar mis mejores años escondida en una casa, tal vez espaciosa y elegante, aguardando a que el hombre que me encendía el corazón y la carne se dignase a concederme unos minutos? Puede que durante un tiempo sí. ¿Y después? ¿Y si alguno de los dos se hartaba del otro? Me vería sola, desamparada y con la oportunidad de convertirme en una gran cocinera perdida. ¿De qué viviría? ¿Del mismo modo que hizo mi madre?

Sacudí la cabeza intentando que esos pensamientos tan tenebrosos se alejasen y me concentré en realizar el trabajo ordenado. Meta casi imposible. En los alrededores de la plaza ni tan siquiera habían puesto mesas. Los almacenes estaban vacíos. Tampoco en la Alfalfa había carne, ni en la Alhóndiga. Pero no me di por vencida. Tenía la ventaja de servir a una de las familias más importantes de Sevilla y sobre todo, rica. Así que, como pude, metí los pies en el río de aguas ya estancadas y putrefactas, y me encaminé a la calle Pósito de Trigo. Allí conocía a un abastecedor. Seguramente podría darme algo.

Al doblar la esquina, la visión me dejó paralizada. Un carro detenido ante una de las casas aguardaba a dos cadáveres.

-¡Peste! ¡La peste ha llegado! ¡Dios nos asista! –gritó una anciana santiguándose.

Su alarido produjo un efecto caótico. El vecindario asaltó la calle contagiando su terror. Muchos cayeron de rodillas uniendo sus manos implorando al cielo, sumergidos en llantos desgarradores. No era para menos. La peste era la peor de las epidemias. Quién caía en sus garras, ya no podía escapar. Y lo peor de todo era que, se extendía con la velocidad del viento.

Olvidando todo propósito de buscar comida y atendiendo a la mayor urgencia de salvar la vida, salí escopeteada.

Llegue a casa con el rostro encendido y sin aliento.

-Pero… ¿Qué te ha pasado? ¡Chiquilla! ¡Pero si vienes con el cesto vacío! ¡Habla de una puñetera vez! –se exasperó Jacinta.

Intentando tomar aire, comencé a relatarle lo ocurrido.

-Fui a… la calle de Pósito del Trigo… y fue espantoso. Me topé con un carro que… recogía a dos fiambres. Murieron de… peste.

La cocinera, con la faz demudada, se dejó caer el la silla.

-Te dije que tuve un mal bajío. ¡Dios del cielo! ¡La peste! Vamos a morir todos. ¡Todos!

-Doña Jacinta, no diga eso. Estamos muy lejos de donde ha sucedido. Aquí estamos a salvo. Y en caso de enfermar, el amo tiene un buen médico.

-Las plagas no conocen fronteras, niña. Vuelan con el aire y se posan donde menos lo esperas. Y ningún matarife puede contra esa maligna. Nadie está a salvo. Nadie…

En ese momento pensé que mi maestra exageraba, como siempre. Sin embargo, el pasar de los días, sus temores se confirmaron. Cada hora que pasaba, aumentaban los enfermos y muchos de ellos, no lo resistían. La Ciudad de la Plata dejó de brillar para sumirse en una sombra fantasmagórica. Las risas, los negocios o las pasiones dieron paso a un miedo profundo, tan arraigado que, nadie osaba ir más allá de las cuatro paredes que los aislaban.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 15

 

 

Aquellas circunstancias me hicieron olvidar las dudas que me corroían. Carlos y yo nos aferramos al sexo, pues nos infundía un halo engañoso de vida, de que era imposible que el azote pudiese arraigar en esos cuerpos llenos de vida y pasión. E intentamos permanecer ajenos al horror. Pero fue imposible. Las muertes se incrementaban y el mal se estaba acercando a la plaza de San Francisco.      

Ante esta situación, los Galiana decidieron alejarse del infierno en que se había convertido la urbe. La finca del campo sería un refugio seguro. Pero la decisión llegó demasiado tarde. La misma mañana que nos dispusimos a preparar el viaje, el ama amaneció con fiebre. Su marido, por supuesto, incapaz de creer que el mal que asolaba a los barrios más menesterosos de Sevilla osara acercarse a su santuario, le quitó importancia. Un simple resfriado, dedujo. Ordenó prepararle unas tisanas, augurando que en pocas horas mejoraría. Pero la calentura fue en aumento. Tanto que, la pobre mujer deliraba, retorciéndose en tremendas convulsiones muerta de frío.

El dictamen del médico confirmó mi temor. Ordenó que fuese llevada al hospital y que todo lo que hubiese tocado fuese echado a una pira. Carlos y su padre fueron incapaces de reaccionar. No entendían cómo la misericordia de Dios los había abandonado; cómo les privaba del pilar que sostenía a la familia.    

-¡Ya lo sabía! El mal no tiene consideración con nadie. ¡Con nadie! Los amos son católicos fervientes y de nada les ha servido su buena relación con Dios. La peste ha entrado en esta casa y todos caeremos –jadeó mi maestra.

-¡Sandeces! Yo no tengo la menor intención de abandonar este mundo y vos no lo haréis tampoco. ¿Queda claro? Y ahora, lo que debéis hacer, es volver al trabajo. Una buena comida les reconfortará. Cómo vos decís siempre, un estómago lleno caga alegría –la reprendí.   

Ella, temblando, aseveró.

-Sí, claro. Nunca he abandonado a esta familia y no lo haré ahora. Plantaremos cara a esa cabrona.  

Pero la noticia entre los sirvientes cayó como una losa y cuando la comprensión llegó a sus cerebros, muchos abandonaron como las ratas el barco que se hundía. Lo que antes era una casa alegre y llena de vida, en apenas unos minutos, quedo prácticamente vacía.

-¡Ingratos! ¿Dónde está vuestra lealtad? ¡Gallinas! –les espetó doña Jacinta envuelta en una furia incontrolable.

-Llámenos como le de la gana. Pero ellos no merecen que nos atrape la muerte. ¿O acaso han sido más espléndidos que los demás? ¡Ni una mijita! Nos han explotado como cualquiera. Y si vos sois tan inconsciente de no largaros cuanto antes, comenzad a rezar; pues no dudo que la peste os llevará hasta el mismísimo infierno –le replicó Pepa.

-Tiene más razón que un santo. No les debemos nada. Y por ello, nos largamos con viento fresco –ratificó Luisa.

-¿Adónde? La ciudad está infestada. No hay refugio posible y aquí podéis resistir con el estómago lleno –les recordé.

-Los demás no se. Pepa y yo saldremos de la ciudad. Iré a mi pueblo –dijo Lola. 

Y dicho esto, junto a sus compañeros, cruzaron la puerta sin mirar atrás.

-¡Ratas cobardes! –escupió doña Jacinta.

Solamente quedamos aquellos que no teníamos adónde ir. Por mi parte, no tan solo se trataba de no tener otro techo; lo cierto era que, no deseaba separarme de Carlos. Y los amos, tras la marcha de doña Elvira al hospital, se negaron a partir hacia la finca.

En cuanto a la cocinera, no dudé ni un segundo que su fidelidad era más poderosa que la de un perro y con respecto a Rafael, no llegué a entender que un hombre tan egoísta, ambicioso y frío como el acero, no saliese como alma que lleva el diablo.

Tiempo después, supe la razón. Pero mientras tanto, los tres continuamos sirviendo a los Galiana. Lo cuál, he de decir, que cada vez resultaba más difícil.

Afortunadamente, la despensa aún podía proveernos para una buena temporada. No con exquisiteces, pero sí para no morirnos de hambre. El agua nos la proporcionaba el pozo, evitando así cualquier tipo de contaminación.

Sin embargo, afuera de nuestros muros, la ciudad era un caos. Miles de personas morían cada día, en especial en los barrios más pobres como el de Triana. Contaban que en el Hospital de la Sangre de unos veinticinco mil enfermos murieron veintidós mil. Entre ellos nuestra ama. Murió doce días después del contagio.

Doña Eugenia fue una de los pocos que recibieron un entierro digno; pues no se permitió que fuese echada a una fosa común y fue inhumada en el panteón familiar, entre los sollozos desgarrados de su esposo e hijo.  

La desolación se asentó en la casa. Carlos y su padre deambulaban como almas en pena y nada que hiciese por consolar a mi amado surtió efecto. Como tampoco el aislamiento que manteníamos con el exterior.

En cuanto al servicio, la tensión era casi insoportable. Rafael se negaba a encargarse de la limpieza; ya que era un mayordomo respetado y solamente atendía las necesidades personales de sus amos. Doña Jacinta, alegó que ella era la mejor cocinera y que no había nacido para lamer el polvo. Y yo, por mi parte, argüí que ella me necesitaba la mayor parte del tiempo. Por esa razón, permitimos que la limpieza emigrase; a excepción de la cocina. Era el santuario de mi maestra y como tal, merecía respeto.

Pero la comida comenzaba a escasear y el ánimo de mi amado no era precisamente el más halagüeño. Apenas acudía a mí y cuando lo hacía, se sentía incapacitado para el amor. Así que, me enfrasqué en el patio. Mi consuelo eran las flores, el aroma que desprendían; tan distinto a la podredumbre que existía afuera. Primorosamente las regaba, apartaba las hojas secas; mientras pensaba en el futuro. Un futuro que, tal vez no llegase. El mal estaba causando estragos. Ni ricos, ni pobres, se libraban de sus garras. O eso nos parecía, puesto que, manteníamos la casa cerrada a cal y canto. Ni una ventana se abrió en semanas. De allí que me refugiase en ese pequeño vergel que alejaba el aire viciado y que procurase con todos los medios a mi alcance de que ni una planta muriese; lo cuál no podía hacer con los seres que me rodeaban. Era el destino y solamente él, el que designaría quién o no debía vivir. Por ello, a pesar de no ser piadosa, cada noche, antes de meterme en la cama, rogaba a Dios que nos librase de tan cruel final. Pero no me escuchó. ¿Cómo iba a hacerlo? Era hija de una ramera, una mentirosa y mi religiosidad se había desatado debido a la desesperación.

-No te molestes. Dios hace oídos sordos. Te dije que los hombres están llenos de mal y quiere hacer limpieza –me dijo doña Jacinta.

-¿Cómo podéis decir tamaño sacrilegio siendo vos tan piadosa? –le recriminé.

-Sigo siendo creyente. Por eso sé que es un castigo Divino y que no hay nada que hacer. Todos moriremos. Todos -aseguró.

Pero incluso muerta de miedo, no dejaba de cocinar. Aún no habiendo en la cocina nada que pudiese demostrar su grandeza. A pesar de ello, sus guisos seguían siendo deliciosos al paladar.

-Doña Jacinta, os admiro. Yo sería incapaz de hacer algo tan exquisito con estos simples ingredientes –la alabé.

Ella, como hacía siempre que algo la sorprendía, resopló por la nariz.

-¡Por supuesto que no, chiquilla! No todos poseen mi don. 

-Pero… Cuando os quebrasteis la pierna, dijisteis que me las arreglé muy bien, que tenía mucha maña -protesté.        

-Una gota no hace un aguacero. Te queda mucho camino por recorrer. Pero al paso que vamos…

Su actitud derrotista me enojó.

-¡Basta ya, doña Jacinta! Nadie más morirá en esta casa. Así que, no quiero veros desanimada. Esta actitud no es digna de una mujer que ha luchado tanto en la vida y que me ha transmitido el espíritu de no dejarse vencer jamás. Yo, desde luego, no permitiré que el miedo me venza y me impida vivir con intensidad.

Ella, con el semblante sombrío, musitó:

-La juventud tiene alas para volar. La vejez debe apoyarse en muletas. Y ese soporte, nos mantiene con los pies sobre la tierra. Una cosa es el deseo y otra muy distinta la realidad. Querida Viana. La cosa es mucho más grave de lo que pensamos. La gente está cayendo como moscas. Incluso los médicos sucumben a la plaga. No dan abasto con tanto muerto. Me lo ha dicho Piedad. Así que, no me vengas con optimismo, zagala. No puede haberlo.   

Entrando el mes de Julio, mi maestra y protectora, confirmó sus sospechas. El malestar se apoderó de ella.

-¡Ay, mi niña! Te dije que preví algo muy malo. Esta vida se ha terminado para mí –se lamentó.

-¡Tonterías! Es puro cansancio. La casa nos está dando trabajo de más. Unos días de reposo y como nueva. Ya lo veréis –dije sin la menor convicción.

Pero al día siguiente, a la fiebre se le unió el dolor de cabeza, agotamiento y un bubón en el cuello. La vieja Jacinta estaba apestada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 16

 

 

Antes de que llegasen los camilleros, entre escalofríos y dolores insoportables, doña Jacinta me miró con ojos brillantes.

-Eres… mi heredera. Ha llegado el momento de… que sepas mí secreto…

En otras circunstancias hubiera saltado de gozo. Sin embargo, viendo como la vida se le escapaba, lo único que deseaba era llorar y gritar por aquella injusticia.   

-Callad. Ahora solamente debéis pensar en recuperaros. Sois la mujer más luchadora que conozco y ganaréis esta batalla. Ya lo veréis.

Ella, haciendo un gran esfuerzo, esbozó una media sonrisa.

-¿Recuperarme? No hay remedio para mí. No estés triste. La muerte es una hoz y nosotros somos los hilos de hierba. No puedo quejarme. He tenido una buena vida. Tú… también debes tenerla. Lo mereces. Has sido muy trabajadora, buena y lista. La… mejor ayudante que he tenido. No encuentro a nadie más para que mi arte no se… extinga. Ahora que llega mi hora final, reconozco que te he tomado mucho cariño, casi como si fueses mi hija. La verdad es que, en la hora de mi viaje hacia lo desconocido, me pregunto que… que hubiese sido de mi vida si me hubiese casado, tenido hijos… Pero ya es tarde para imaginarlo. Ahora el tiempo apremia y es hora de que te deje mi legado. ¿Quieres saber cuál es mi toque mágico para los guisos?

Yo negué con la cabeza sin poder parar de llorar. Doña Jacinta siempre fue muy parca en sus demostraciones afectivas; al igual que yo. No habíamos tenido a nadie que nos consolara en los momentos duros, ni que festejasen las alegrías; por lo que, éramos dos seres analfabetos en esa cuestiones. A pesar de ello, sabía que me apreciaba sinceramente; que en todo momento me defendió y que dejó que aprendiese su maestría empleada en los fogones. En aquellos escasos cinco años, había ejercido más de madre que la mía propia. Me cuidó cada resfriado, consolado en mis momentos más bajos, aconsejándome en cuestiones de la vida; y por supuesto, broncas cuando mi ineptitud o enfados hacían acto de presencia. Y ahora, se marchaba para siempre. ¿Qué iba hacer sin ella?

-No. Lo que quiero que os recuperéis y volváis a nuestra cocina -sollocé.

-Eso… no pasará. Como tampoco volverán mis días gloriosos en la taberna. Ni esos hombres que me hicieron tan feliz. Los arrepentimientos nos salvan de la ira del cielo. Pero no me arrepiento de nada. He vivido la vida intensamente y si Dios no quiere perdonarme, aceptaré resignada su castigo –dijo sin apenas aliento.

-No digáis barbaridades, maestra. Siempre habéis sido muy buena –la contradije.

Ella, con un gran esfuerzo, sonrió.

-¿Buena? He quebrantado muchas leyes sagradas. Y una de ellas… ¿Sabes que fui amante de Francisco Correa de Arauxo? No  tendría la menor importancia, a no ser porque era sacerdote. Pero no pude resistirme. Lo escuché tocar por primera vez el órgano en la Catedral. ¡Por Dios Bendito! Nunca había escuchado una música tan arrebatadora. Me hizo tan feliz que, aunque no lo creas, lloré. Sí, Viana. Lloré sin la menor vergüenza ante todos los feligreses. Él se percató y tras la misa, acudió a mi vera. Después… Bueno, por no alargarme y porque me queda muy poco tiempo, te diré que la atracción fue imposible de controlar y, una tarde, tras el servicio religioso, pasó lo que pasó.

Yo abrí los ojos espantada.

-¿Lo hicisteis en una iglesia?

Ella aseveró y soltó una carcajada ronca.

-Por eso me aguarda el fuego del infierno. Y por otras fechorías más. Y un cuerpo tan caliente como el mío, lo agradecerá. ¿Crees que a Satanás le gustarán mis guisos?

Yo posé la mano sobre sus labios. Me la apartó de un manotazo.

-No me toques. Es muy contagioso. En realidad… no deberías estar aquí.

-Y vos descansar. No habléis –le aconsejé.

Pero ella no cejó en su empeño de confesar.

-No tengo la menor intención de expiar mis pecados ante un cura. Son una panda de hipócritas. Dios me escucha y tú también. No quiero que cometas mis mismos errores, chiquilla. No deseo que por ambición o caprichos, te condenes como yo lo he hecho. Me comporté como una insensata. Nunca vi maldad o indecencia en obtener aquello que me placía. Si el cipote de un duque o un miserable me apetecía, pues allí que iba yo y jamás pensé en las consecuencias. Por eso, te pido que cejes en la insensatez en la que estás metida. ¿O crees que la Jacinta es tonta? El joven Carlos, si su prometida sobrevive, se casará con ella y tú no serás más que un alivio cuando el ardor le consuma. Ardor de monja y pedo de fraile, todo es aire. ¿Comprendes? Debes irte de esta casa. Pero no ahora. Practica y cuando creas que estás lista, ofrécete a cualquier ricachón que disfrute con tu comida en esta casa. Debes huir del peligro, de aquello que te lleve a la ruina. Promete que lo harás.

-Lo juro –dije con las mejillas húmedas por el llanto. 

-Eres joven y crees que los sueños más locos pueden cumplirse y que el fin está muy lejos. Es una idea absurda pensar que la muerte es solo para los demás. ¡Vana ilusión! Ahora me encuentro entre sus fauces y muerde de narices, la muy condenada.      

-¿Qué haré sin vos? –musité muerta de miedo.

Ella me miró con una inmensa ternura.

-Cocinar como los ángeles. Sé que eres capaz. Los amos disfrutarán con… con tus guisos. Lo único que debes hacer es perder el miedo y no abstenerte de experimentar. Como lo hiciste cuando me lastimé el pie. Nunca me he atrevido a decírtelo por temor a que te pusieses como una gallina clueca. Pero he de confesar que tus arenques estaban deliciosos.

-Aún me queda mucho por aprender. Os necesito. Necesito que luchéis como una jabata. ¡No quiero perderos! Y no moriréis –casi grité. 

-La muerte es el mejor médico, hace una sola visita. No te preocupes. La Jacinta tiene pinreles y recibirá a la muerte con dignidad. Dicen que el que tiene hijos vive como un perro y muere como un hombre, y el que no los tiene, vive como un hombre y muere como un perro. Pero yo parto bien acompañada –aseguró echando una ojeada a la puerta. Los camilleros ya entraban -. Niña, ahora te diré porqué la salsa de los guisados me… sale tan rica. Cuando esté casi a punto, le echas un peacito de… chocolate y en el bizcocho, una ramita de canela, junto a un chorrito de aguardiente. En los sofritos, el toque maravilloso es aceite majado con ajo y perejil, con moderación. Y pa que la salsa del guiso quede espesito, un poco de harina de maíz. ¿Lo recordarás?

El descubrimiento durante tantos años esperado no me hizo para nada feliz. Lo único que pude sentir fue pavor y un vacío imposible de llenar.

-Lo recordaré, pero no hará falta que los ponga en práctica. Regresaréis sana y salva, y volveréis a cocinar como los ángeles.

-En las cocinas del cielo o del infierno, como convenga Nuestro Señor. Cuídate, Viana. Y recuerda que mi mayor deseo es que seas feliz. Yo ya no tengo ambiciones. Mientras uno vive, el mundo entero le parece poco, cuando uno muere, con el sepulcro le alcanza. Y ese es ahora mi destino.

Cuando los hombres del hospital la sacaron de la cama y cargaron con ella, habló de nuevo.

-Suerte, pequeña Viana. Sé sensata y nunca olvides a la vieja Jacinta. Ha sido un honor conocerte –se despidió doña Jacinta, lanzándome un beso.

Mi llanto se tornó más desgarrado.

-La casa no será la misma sin ella. Es una verdadera lástima. No merecía terminar así -dijo Rafael clavando sus ojos en la camilla que cruzaba la puerta.

Jamás hubiese esperado que aquellas palabras surgiesen de la boca de Rafael y probablemente, al ver el estupefacto marcado en mi rostro, haciendo gala de su cinismo y no queriendo admitir su debilidad, añadió:

-Me refiero a que nadie podrá sustituirla en su trabajo. Era la mejor cocinera de la ciudad. Ahora deberemos conformarnos con una aprendiza. Se acabaron los festines. 

-Y tú un desalmado sin entrañas -le espeté furibunda. Di media vuelta y me refugié en la cocina. Pero de repente dejó de ser mi santuario. Sin la protección de mi profesora la habitación más especial de la casa se convirtió en un templo desposeído de culto. Mi fe en mis posibilidades se había esfumado junto a la imagen de la mujer bonachona. Y si a eso añadía que en la despensa apenas quedaba nada, lo primero que pensé fue en escapar. Lo único que me mantuvo quieta fue Carlos. Me aferré a él como una tabla de salvación. Pero nuestra situación ya no era la misma. El horror había moldeado el carácter risueño y despreocupado de mi amante. La mayor parte del día permanecía meditabundo en un rincón de la biblioteca con las ventanas herméticamente cerradas con los ojos embutidos en un libro para escapar de la realidad. Era como si un mal presentimiento se hubiese aposentado de él y le obligara a acostumbrarse a las sombras; a esa negrura final. Una oscuridad a la que ya había emigrado doña Jacinta. La pobre mujer solamente aguantó un día en el hospital. Y lo más triste de todo era que, no pudimos darle el último adiós. Como otros tantos miles fue enterrada en una fosa común. Sus servicios, su fidelidad, no fueron compensadas. Ese era el pago, el olvido. Claro que, me dije para consolarme, era debido a los profundamente doloridos que estaban por la muerte del ama.

La muerte de doña Jacinta, a pesar de que jamás albergó simpatía o sentimiento alguno por la cocinera, acrecentó la pesadumbre de Carlos. Nada ni nadie, ni tan siquiera yo, conseguimos alejarlo de ese aletargamiento. Los días, las noches de amor apasionado quedaron varados en el abrigado puerto del ayer; lo cuál contribuyó a que mí sensación de abandono fuese más fuerte todavía. Lo que antaño fue para mi dicha, se tornó tristeza. Los días de paseo por los muelles del Arenal, las historias de los marinos llegados de tierras lejanas, la compañía de mis escasas amigas, me parecían muy lejanas, como si hubiesen sucedido hacía muchos años. Y pensé que mi corazón ya no podría alojar más dolor. Pero, me equivocaba.

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 17

 

 

La epidemia continuaba su avance y parecía no querer alejarse de lo que antaño era una ciudad plena de vida y pasión.  

Mientras intentaba salir a flote; lo cual no me fue difícil, pues Las circunstancias habían apartado todo escrúpulo adquirido durante la época de opulencia y luz. En los tiempos oscuros, el solo hecho de poder alimentarse bastaba. A pesar de ello, no permití que la pena que me embargaba  hundiese el barco en el que todos flotábamos. La cocina, de nuevo, fue mi abrigo; el lugar donde cualquier cosa ajena a ella desaparecía. Solamente Carlos permanecía en mi mente, imaginando combinaciones, gustos y aromas que despertasen su paladar, y al mismo tiempo, la pasión perdida por mi persona.

Pero no lo logré. La peste había calado en su ánimo y nada a su alrededor parecía ser un antídoto. Era como una sombra sin voluntad, sin sentimientos, sin vida. Aún así, permanecí en mi puesto, como era mí obligación. Fue en esos tiempos cuando mis dotes de supervivencia culinaria florecieron por pura necesidad. La despensa ya se estaba vaciando y era imposible, por no decir un suicidio, salir en busca de algún alimento. El peligro al contagio nos tenía aterrados. Me apañaba con lo que tenía e incluso puedo asegurar que, aún siendo alimentos humildes, mis recetas salían sabrosas.

Sin embargo, la última semana de Julio, apenas había nada que llevarse a la boca. Un puñado de garbanzos, harina, un pedazo de bacalao salado y frutos secos. Hacer pan era inviable. El medio saco nos habría durado una semana. Por ello opté, utilizando mi ingenio, por crear una sopa gustosa al paladar; puesto que alimentar, no lo habría conseguido ni con una hormiga. Pero al menos, llenaría nuestras panzas rugientes. Una simple olla al fuego, agua, harina y unos ajos fritos. 

En cualquier otro momento, esa bazofia digna de un miserable, habría ocasionado mi despido inmediato. En esos momentos fue recibida con gran placer por parte del amo y Rafael. Carlos, siguiendo  con su actitud distanciada del mundo, no abrió la boca ni para catarla. Ni mis súplicas ni desesperación obraron el milagro que mi corazón tanto ansiaba.

Juro que lo intenté hasta la saciedad. Y un día, cansada de mis fracasos, me dejé arrastrar por el egoísmo. A partir de ese instante, decidí que no eran tiempos de esforzarse inútilmente y procuré para mi misma: pues comprendí que ningún miembro de esa familia, incluido mi amante, jamás haría ningún sacrifico por mí. Si había poca comida, gran parte me la reservé. Carlos no quería comer, Rafael no era meritorio de ningún sacrificio y el amo, que milagrosamente se había recuperado del mal, debería aguardar un poco más para sanar del todo.   

-¿Qué es esto? ¡Maldita zarrapastrosa! ¿Nos quieres envenenar? -bramó el mayordomo al ver la sopa aguada.

Por supuesto, no me achanté. Ya no era una niña y los años me habían enseñado que un bravucón era solamente eso, un bocazas incapaz de actuar.  

-Para ser un cabrón no hace falta tener cuernos. Si no te gusta, sal a buscar tú propia comida. Claro que, imagino que te conformarás con lo que te doy porque no tienes agallas para respirar el aire infecto. ¿Verdad?

Rafael, alzando la barbilla, se levantó de la mesa y salió de mi cocina con el rabo entre las piernas.

Su mal concepto de mis guisos en las horas bajas cambió radicalmente ante mi nueva creación. Con franqueza, jamás imaginé que dedicar al consumo humano comida que se daba a los cerdos obrara el milagro de ganarme el respeto de ese conspirador.

Una tarde, con la alacena más vacía que nunca y ya con varios días comiendo escasamente, viéndome incapaz de imaginar algo decente para llevarnos a la boca, decidí que era hora de tomar el toro por los cuernos. Si continuaba escondida del mundo moriría de hambre y si salía, podía hacerlo por el contagio. Así que, sin más opciones que la muerte, opté por  aventurarme a cruzar la puerta de la madriguera que habíamos creado en busca de comida.

Era pleno medio día. El sol caía con fuerza y a parte de la ceguera momentánea por tanta luz, lo primero que llegó a mis sentidos fue el terrible hedor. Parpadeé y mis ojos se horrorizaron ante la visión. Decenas de cadáveres se amontonaban al final de calle. Pero no eran de personas; si no, de perros y gatos. Tal cantidad había, que un carro era el encargado de llevarlos lejos de la ciudad.

Al doblar la esquina, la montaña de cadáveres era más estremecedora; pues eran jóvenes, viejos, niños… Los cuerpos inertes aguardaban que los voluntarios que arriesgaban sus vidas los trasladasen a las fosas comunes. Mientras, los vivos sollozaban o gritaban espeluznados. Algunas ancianas, de rodillas, rezaban con desesperación.

Aturdida, comencé a caminar sin rumbo fijo. El horror era tan demoledor que mi mente dejó de pensar. La nada se interpuso evitando que mi reflexión me obligase a regresar a casa, al lugar donde el mundo exterior no existía.

Apenas recuerdo por donde fueron mis pasos. Los retazos que en el futuro pude salvar fueron las imágenes de un hospital donde los enfermos aguardaban con el pavor reflejado en sus rostros cubiertos por el sudor y las vulvas a que los atendiesen; mientras los osados ciudadanos piadosos quemaban mantas, camisas y cualquier ropa que hubiese sido contaminada.

Lo único que quedó grabado a fuego en mi mente fue la salida del Cristo del convento de San Agustín. La imagen decían que era milagrosa. Nunca falló en épocas de inundaciones o sequía. Los representantes de cada parroquia, iglesia o convento lo acompañaron hasta la Catedral. Un cortejo realmente numeroso. Pero una voz a mi espalda no opinó lo mismo.

-¡Por la Virgen Santa! Ni tan siquiera el Señor ha cuidado de los suyos. ¿Habéis visto cuántos curas faltan?

Yo no tenía la menor idea de cuantos clérigos o monjas habían en Sevilla. Lo único real era que, la comitiva transitó por las calles que desprendían olores nauseabundos y las ratas correteaban a sus anchas.

La llegada a la catedral fue recibida por el Cabildo y tras un rezo colectivo, el Cristo con cabello natural fue introducido en el sagrado templo.

Muchos entraron en él implorando clemencia, rogando por salir vivos de esa terrible plaga; aún sabiendo los aún sanos que para aquellos enfermos era un imposible.

-¿Viana? ¡Dios! ¡Te creía muerta!

Aturdida, ladeé la cabeza.

-Sagrario…

La hija del carnicero me abrazó con ojos húmedos. Yo, al sentir su calor, también lloré. Hacía demasiado tiempo que nadie me infundaba un leve hálito de preocupación o ternura.

-Marchémonos de aquí –me pidió.

Como una autómata la seguí hasta su tienda. El aroma de carne llenó mis fosas nasales apartando la podredumbre. Me hizo sentar en la pequeña sala y me ofreció un vaso de agua que bebí con ansiedad, ante la mirada preocupada de mi amiga.

-No tienes buena cara. ¿Cómo están los de tú casa?

-El ama murió y también doña Jacinta.

-¡Oh! Lo siento. Por la cocinera, por supuesto. Era una buena mujer. Los ricos no merecen ni un segundo de mi clemencia. Son todos unos abusones. La peste ha sido más justiciera que ellos, ya que no ha hecho distinciones entre mendigos o condes. Por fortuna, mi familia ha salido de esta. Por el momento, claro.    

-Ha sido cruel –dije sin apenas fuerzas.

Ella levantó los hombros.

-No más que otras desgracias. Aunque, he de reconocer que ésta se ha cebado. Ha habido miles de muertos. En tal cantidad que, se han abierto cientos de zanjas por toda la ciudad. En el Baratillo, en el Prado de San Sebastián… He visto, con mis propios ojos como ante la falta de carreteros, los muertos eran atados unos a otros para arrastrarlos hasta las fosas. Me han contado que muchos han preferido quitarse la vida antes de sufrir los demonios de la peste. Unos tirándose al río, otros cortándose las venas… ¡El infierno en la misma tierra!

Ante su relato, me estremecí, alegrándome de no haber sido testigo de tales horrores.

-Dicen –continuó ella ignorando mi desazón - que ha fallecido la mitad de los sevillanos. No se han librado ni los médicos. En uno de los hospitales, de seis quedó uno. Y en cuanto a los sangradores, de cincuenta y seis se salvaron veinte. La ciudad parece que ha sido arrasada por una de esas terribles tormentas que nos cuentan de las Américas. Me han dicho que el barrio de San Julián ha quedado casi vacío, al igual que otros. Por fortuna, el mal parece que se extingue. Han cerrado el hospital de Triana. Pero ahora viene lo peor. Dolor, desconcierto y hambruna.

-Ya la hay. En casa no queda nada –musité.

-Ni en ninguna. Hace semanas que muchos se alimentan de gatos, perros o cualquier bicho que caiga en sus manos. Incluso muchos han comido esa cosa tan extraña que se le da a los cerdos. Ya se sabe. Al miserable y al pobre, la pena doble,

-¿Patatas? –insinué.

Ella efectuó un gesto cargado de asco.

-Eso. Espero no tener que hacerlo. Aún me queda algo de cerdo. Lo mínimo para aguantar unos dos días.

-Si tienes, te agradecería que me dieses alguna patata. Puedo pagarte –le dije mostrándole las monedas. Ella hizo el gesto de rechazarlas. Yo la obligué a tomarlas-. No son tiempos para ir despreciando lo que puede representar nuestra salvación. Y los Galiana siguen siendo muy ricos. No les vendrá de unas monedas. Para nosotros el poder seguir viviendo serán esas patatas.

Sagrario fue a por lo que debería transformar en una cena decente. Me entregó una cesta y nos abrazamos.

-Siento no poder ofrecerte carne. La necesitamos nosotros –se excusó.

-Lo entiendo. No te preocupes. Con esto nos has salvado la vida.

Ella arrugó la nariz.

-Pero no el paladar. Sé que eres buena cocinera. A pesar de ello, no puedo imaginar que comida decente podrás sacar de esto.

-Cuando hay hambre no hay pan duro -repliqué.

Sagrario aseveró. 

-Esperemos que esto pase pronto y que podamos contarlo. Estoy aterrada, la verdad. Somos demasiado jóvenes para morir.

-No moriremos –aseguré.  

Nos deseándonos que la suerte continuase acompañándonos y prometiéndonos que cuando todo terminase nos veríamos para celebrarlo, me fui con mi mayor tesoro que no era otra cosa que comida para animales.

Con el desagradable alimento, crucé las calles desiertas, solamente ocupadas por cuerpos inertes acunados por los llantos que surgían de alguna que otra ventana.

Sudorosa y sin resuello, crucé la puerta de casa. El silencio reinaba. Lo cierto es que no me sorprendió. No había nada más que hacer que aguardar a que la muerte pasase de largo y cuanto menos ruido, menos indicios para que encontrase el camino.

Con el miserable botín entré en la cocina. Por costumbre, ya que sabía perfectamente que la despensa no había parido durante mi ausencia, repasé el vacío. Un diente de ajo, que en las actuales circunstancias no tenía la menor utilidad, vinagre y aceite. Abatida, dejé la cesta sobre la mesa. No tenía la menor idea de como guisar esa cosa tan extraña; lo que si me pareció lógico fue que debía quitar la piel. No por el hecho de saber a ciencia cierta que no era comestible; si no, simplemente porque el aspecto me desagradaba. Así que, agarré un cuchillo y me afané en mondar esa cosa marrón, con grandes irregularidades. Y una vez hecho, miré esa bola amarillenta. Armándome de valor corté un pedacito y lo caté. Era asqueroso y muy duro. Incomestible, a pesar de la hambruna. Sin embargo, me negué a que la única fuente que podía matar el rugir de nuestros estómagos fuese desechada.

La miré como aquel que mira al enemigo, midiendo las fuerzas que le quedan y la estrategia a seguir. Durante varios minutos hice rodar el tubérculo entre mis dedos. Era dura sí, me dije finalmente, pero también lo era la alcachofa, la zanahoria o la coliflor, y todas se ablandaban en el fuego. Así que, decidí probar a hervirla. Puse un cazo lleno de agua en las brasas y cuando entró en ebullición, la lancé. Cogí el reloj de arena. Era un detalle que me enseñó doña Jacinta y que favorecía el buen resultado de las cocciones.

Al recordarla, una punzada de dolor cruzó mi corazón. Y era una sensación extraña. Cuando mi madre falleció, naturalmente, sentí su pérdida. Nunca me había profesado su cariño, pero era el ser más cercano que tenía, el único vínculo familiar. Pero tiempo después, su memoria me resultaba fría. Ninguna emoción me alteraba. Sin embargo, mi maestra había dejado huella y no tan solo por sus enseñanzas. Me ofreció cariño, paciencia y respeto. Acciones que nunca nadie encaminó hacia mí. Y lo que más me dolía era no poder acompañarla en su viaje final, ni poder llevarle flores a su tumba; porque sencillamente, no había ninguna. Doña Jacinta descansaba en una fosa común, junto a seres que probablemente jamás creyó alcanzar el cielo.

De repente, la fortaleza me abandonó. Lo único que deseaba era dormir y dormir, y tan solo despertar cuando esa pena que me ahogaba ya no existiese.

Pero, de nuevo, mi vieja maestra vino en mi ayuda. Recordé lo que no se cansaba de repetir: “Aunque el dolor sea muy grande, no hay que dejar de comer”. Sacudí la cabeza, acerqué la silla y me senté ante el perol, mirando el experimento. Cada vez que la arena del reloj dejaba caer el último grano cataba la patata. Solamente a la séptima vuelta, la maldita patata pareció tener la textura adecuada. Con cuidado, como si de oro se tratase y no de alimento para los gorrinos, la extraje. Soplé suavemente, cerré los ojos y me llevé un pedazo a la boca.

Abruptamente, los abrí. ¡Dios del cielo! No era sabrosa, pero si de gusto agradable. Con un poco de sal, la cosa mejoraría. La sazoné y no erré. El sabor soso se convirtió en una textura suave, esponjosa y grata al paladar. Animada ante tamaña sorpresa, mondé unas cuantas más y las troceé.

Mientras aguardaba a que estuviesen a punto, experimenté con la ya hervida. Rocié un trocito con aceite. Mucho mejor. Otro pedazo lo aplasté con el tenedor y lo mezclé con un buen chorro de aceite, removiéndolo con ahínco. Finalmente logré una especie de puré, fino y vaporoso. Y mucho más apetitoso que la prueba anterior. En realidad, consideré que era exquisito. Puede que por el hambre que me carcomía las entrañas.

No solo me sedujo a mí, a los demás también les pareció un alimento de los Dioses. Y visto mucho tiempo después, sí lo era o no, la patata jamás habría llegado a ocupar un lugar tan destacado en las mesas y me enorgullece decir, que una contribuyó a ello.    

 

    

 

 

 

     

           

   

 

             

          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 18

 

 

A principios de agosto la peste dejó de asolar la ciudad y los corazones. Las ventanas fueron abiertas y un rayo de luz penetró en nuestras esperanzas. Pero nunca podríamos vivir, ni sentir como antes. Muchos de los que conocíamos ya no estaban junto a nosotros y los que sobrevivieron, perdieron toda alegría. Debería pasar mucho tiempo para que el pasado llenase nuestras memorias de una neblina, que tan solo nos permitiría recordar cuando voluntariamente decidiésemos disiparla. Pero no todos poseíamos la misma fortaleza. Rafael, por descontado, era un superviviente nato. Nada ni nadie podía derribar las raíces del egoísmo que con fuerza había plantado.

El señor, por el contrario, demostró debilidad y pavor ante la amenaza del sufrimiento. Pero cuado el peligro huyó por las ventanas de nuevo abiertas, su arrogancia tomó de nuevo posesión.

-Hemos sufrido una gran desgracia. Unas pérdidas irreparables. Por suerte, he sabido mantener la entereza y la fe en que saldríamos de esta maldición. Gracias a ello, a mis decisiones, estamos con vida. Ahora deberemos aferrarnos a ella; puesto que Nuestro Señor, así lo ha determinado. Guardaremos en nuestras memorias a las dos grandes damas que nos acompañaron durante tanto tiempo. Y rezaremos por ellas para que sus almas descansen en paz. A partir de mañana retomaremos nuestras tareas y nuestros lugares cono así ha sido siempre, con le mismo ahínco que antes y la misma fidelidad -dijo.

Todos lo miramos como niños perdidos. Pero nadie osó decir nada a pesar de las dudas. Finalmente, me atreví a decir:

-Perdonad, señor. Creo que será un tanto dificultoso. Las doncellas se fueron, lo mismo que Toribio. Ya no tenemos cocinera…

Él me cortó alzando la mano.

-En cuanto al servicio, hoy mismo traeré a alguien. No será difícil. El trabajo no abunda. Por el contrario, a las que contrate me besarán la mano por darles una oportunidad de no morir de inanición. Y con referencia a la cocina, te encargarás tú; del mismo modo que lo has estado haciendo hasta ahora.

-¿Yo? –musité incrédula.

Blas Galiana esbozó una media sonrisa y sacando la bolsa, olvidando su arrogancia, dijo:

-Has demostrado darte mucha maña. Muy pocas hubiesen alimentado a los miembros de su casa con la escasez de comida. Y por ello, a parte de darte las gracias, te asciendo a cocinera principal con aumento de salario y como es debido, tendrás ayudante. Ahora ve al mercado o a cualquier lugar donde puedas conseguir provisiones. Las penurias han quedado atrás. Y espero que nunca más volvamos a comer esa espantosa sopa de harina.

Tomé la bolsa y efectué una leve reverencia. Carlos, junto a su padre, abandonó el patio, mientras éste le comentaba a su hijo que era hora de preparar su futuro. Pensé cual era. Un trabajo prestigioso y un futuro matrimonio ventajoso.

El abatimiento volvió a transitar por mi corazón. Carlos ni tan siquiera me había dirigido la palabra. Estaba claro que había dejado de amarme. La peste no tan solo se había llevado muchas vidas; también sentimientos que siempre parecieron firmes.

-Estarás ufana. A la chita callando, has conseguido lo que siempre has soñado. ¡Ya parecías una mosquita muerta! –me espetó Rafael.

Lo miré con ojos encendidos.

-Creo que erraron al ponerte el nombre, pues deberían llamarte *rafez.

 

*vil

Él inclinó la cabeza y me miró fijamente.

-Y a ti, ¿cómo? ¿Tal vez, buscona? No creas que vivo en la inopia. Estos ojos y estos oídos están al tanto de todo. Así que no me vengas con esos humos, muchachita. Me tratarás con el respeto que merezco o de lo contrario, iré con el cuento al amo y te pegará una buena patada en el culo por beneficiarte a su hijo. Claro que, un día u otro, cuando el amito se case de ti, cruzarás esas puerta teniendo el culo al aire. ¿Y qué harás entonces? Ejercer en la calle lo que has estado ocultando en las alcobas.  

La vida ya me había dado muchos palos y no me achicó.            

-Y si lo hago yo con el amo Carlos, serás tú quien se verá en la calle. Así que, cada uno a lo suyo y todo nos irá a las mil maravillas. ¿Te parece justo el trato?

Rafael se mordió la parte interior de la mejilla al comprender de qué le hablaba y a regañadientes, aseveró.

-Como vulgarmente se dice, en boca cerrada no entran moscas.

-Un sabio refrán –repliqué dándole la espalda. Crucé la puerta y salí a la calle. El sol caía implacable. Sin embargo, aquella mañana no me importó en absoluto. Después de tantas penas, la vida volvía a sonreírme. ¡Cocinera! Había imaginado que un día llegaría a serlo, pero tan joven, jamás. ¡Solamente tenía dieciséis años y ocuparía el lugar de la mejor cocinera de la Ciudad de la Plata! ¡Y en una de las casas más importantes! 

Esa idea borró de un plumazo la alegría. El terror me invadió. Doña Jacinta era afamada por la perfección de sus guisos. Nunca erró. Siempre en el punto exacto y ahora yo, debería cocinar para sus comensales. No podría. Una cosa era matar el hambre, como había hecho desde la ausencia de mi maestra y otra muy distinta, dar gusto al paladar. Y los invitados de don Blas eran exigentes, refinados y acostumbrados a lo mejor.

Al escuchar mi nombre, miré a mí alrededor. Carmen, una amiga de mis pocas amigas, estaba al otro lado de la plaza haciéndome señas. Corrí hacia ella y nos abrazamos dichosas de que hubiéramos sobrevivido. No así, me contó, nuestra querida Ana, la hija del lechero. Sumida en una inmensa pena, me contó que sucedió en los inicios de la plaga. Uno a uno, los miembros de su familia fueron cayendo hasta quedar diezmada. Ya nunca volvería a la Taberna de la Coja en su compañía para escuchar los cuentos de los marineros, ni criticar los esbozos de jóvenes artistas. El tiempo se encargaría de borrar su risa, sus gestos tan peculiares e incluso su rostro; como ocurrió con mi madre. Siete años compartiendo casi cada minuto de su vida y apenas era un trazado de sombras sin apenas forma. Lo único que recordaba con nitidez era su voz ronca, siempre con tono enojado. Tal vez, me dije, la vida, que algún día se alejaría de nosotros, se mostraba misericordiosa al borrar aquello que nos produciría un dolor constante o no podríamos avanzar. Y yo, a pesar de todo, estaba decidida a seguir el camino que me había trazado. Por esa razón, aparté la conmoción y le propuse a Sagrario que me acompañara a hacer la compra.

-No hay mucha cosa. Pocos barcos han salido a pescar y los agricultores aún temen venir. Pero si se tiene suficiente dinero, es posible encontrar algo que llevarse a la boca. Como siempre, los ricos salen victoriosos de estas situaciones. Aunque, no de la peste. Una gran parte de mis clientas la han espichado. Y, con franqueza, no siento la menor pena por ellas. La mayoría eran unas moscas cojoneras. Siempre encontraban pegas. Cuando el bajo era perfecto, encontraban el escote demasiado pronunciado. Si la cintura no les reventaba, era porqué yo tomaba mal las medidas. Si una es gorda, no hay nada que lo disimule, por mucho que acorten medidas en el corsé. En la vida vi mujeres más insatisfechas. ¡Y eso que lo tenían todo y a mí me pagaban una mierda! La peste hizo muy bien en llevárselas, por desagradecidas. Lo que en verdad me duele es que a partir de ahora mis ingresos serán mucho más escasos y si debía aguantar carros y carretas, ahora deberé tragar sapos. ¡Cagonsupadre! 

No pude evitar reír. Carmen era la muchacha más expresiva y apasionada que había conocido. Le costaba mucho morderse la lengua. Era de ese tipo de personas que no se arrepienten de decir lo que piensan. Claro que, con referencia a su trabajo, debía hacerlo o su madre no tendría ni una parroquiana. 

-Sí, mófate. Pero es la verdad. Sin embargo, ahora, las sobrevivientes pagarán por las demás. Se acabó tomarle el pelo a la Carmen. La ropa, como todo lo demás, escasea y la pagarán a precio de oro. Eso te lo digo yo o no habrá vestidos para sus fastuosas fiestas. Ahora estoy yo al mando del negocio, pues madre está delicada. No por la peste, gracias a Dios. Pero apenas se llevó bocado para dárselo a sus hijos y la debilidad se ha cebado con ella. Lo que digo. No permitiré más desaires. Y menos de tu señora.

-Ella murió –le informé.

-No puedo decir que me apene, la verdad. No le tenía el menor respeto; pues ella no lo tenía por nadie. Lo único que lamento es perder sus dineros. Tal como están las cosas, hasta de los bichos son bienvenidos los doblones –dijo con frialdad.

Carmen me estaba demostrando que era fuerte y haría falta un huracán para derribarla. Y yo seguiría su ejemplo. Si a partir de ahora iba a ser la cocinera de los Galiana, haría lo imposible por demostrar que mis platos podían alcanzar la genialidad de doña Jacinta. Al fin y al cabo, cinco años observándola continuamente deberían servir para algo.

-En mi caso, la peste, en cuestión de trabajo, me ha traído un futuro prometedor. Me han ascendido a cocinera jefe. Claro que, no se si podré estar a la altura –dije.

Carmen me tomó de la mano y exclamó:  

-¡Pues claro que lo estarás! Aún recuerdo ese pastel que horneaste para mi cumpleaños. ¡Ay, Viana! ¿No es un alivio volver a la normalidad?

A pesar de todo, estuve de acuerdo con ella. Era el momento justo para dejar atrás el pasado y comenzar como si uno hubiese nacido esa mañana. Nos colgamos del brazo y comenzamos a caminar hacia el puerto. 

La multitud que generalmente inundaba las calles era inexistente y los pocos transeúntes caminaban como alma en pena. No era para menos. Casi la mitad de la población había muerto. Barrios enteros, donde antes el bullicio era ensordecedor, estaban mudos. Al igual que muchas de las casas. La vida que una vez albergaron dejó de existir y ahora permanecían en pie aguardando a que la fertilidad regresara. Pero no todas lo lograrían. Muchas de ellas languidecerían para terminar convertidas en ruinas, en testimonios de un tiempo donde la Ciudad de la Plata fue la más floreciente. Ahora tocaba tiempo de recuperación, de pasar página y no mirar atrás. Solamente el horizonte era la meta a seguir.

Nosotras llegamos a la nuestra. El puerto mostraba un poco más de actividad. Barcas de pescadores ansiosos por vender la mercancía y por supuesto, a precios casi imposibles de pagar. Había llegado la hora de la especulación, de aprovecharse del más débil y como siempre, éste era el más pobre. No era mi caso. De todos modos, pasé un buen rato discutiendo con ellos, ajustando al máximo el precio. Finalmente, a pesar de que las barcas rebosaban de gran variedad de pescado, me llevé a la cesta unas sardinas. Doña Jacinta me había aleccionado bien. Nunca se debía demostrar a los amos que la cosa era tan fácil como pagar cuanto te pidiesen y en especial, que de esa compra, siempre quedaban unas monedas para una. Como decía: "Una es honrada, pero no lela. Los señores nunca te pagan cuanto mereces; por lo que, hay que cobrarse la diferencia. Es una cuestión de justicia".

Con mi primera compra decente y la propina, nos encaminamos hacia el Baratillo. Apenas había puestos. A pesar de ello, pude conseguir unas libras de harina, garbanzos, un puñado de arroz, morcillas, ajos, cebolla, tomates; también acelgas, algo de leche y patatas, ante la estupefacción del verdulero. La bolsa quedó medio vacía; lo cual, daría fe de mi buen hacer como administradora. ¿Cómo iba a saber el amo qué o no había en el mercado? Con lo conseguido podría hacer una comida medianamente decente. 

Satisfecha, sugerí acercarnos a la Taberna de la Coja; aún sin saber si permanecía abierta y no como otros tantos locales cuyos propietarios habían perecido. Nuestra querida taberna continuaba al pie del cañón y tan llena como siempre. Aunque, el tema de conversación era muy distinto. Ya no se hablaba de oro, ni de tierras fascinantes, ni de huracanes ni de tesoros ocultos. La peste había ocupado toda la atención.

Nos acomodamos en la única mesa libre y pedimos dos vasos de cerveza. Antes de conocer a  jamás la había catado. La primera vez me pareció demasiado amarga. Pero con el tiempo, me acostumbre a su sabor.

Pensar en Ana me entristeció. Debía apartar esos pensamientos. Pero de lo único que oía hablar era de la maldita plaga.

-Dicen que todo comenzó por culpa de unos gitanos de Triana que llegaban de Cádiz y se extendió como el viento. Jerónimo Pinelo pidió al padre prior del Hospital de la Sangre que habilitase parte de las salas para los apestados y muchos ciudadanos caritativos donaron camas, mantas y lo que fuese necesario.

-No se sabe quién, pero fue tan generoso que donó seiscientos ducados y doce camas –apuntilló su compañero de mesa.

Un anciano de aspecto tan frágil que parecía que iba a romperse en cualquier momento, dijo:

-El mal hizo que muchas gentes retomaran conciencia. ¡Pero si hasta el Diputado de la Collación de Santa María la Mayor y Jurado entregó carros y sillas de mano! ¡Lo nunca visto en un forrao en oro!        

La mujer de ropas elegantes y semblante afligido, añadió:

-Lo cierto es que, muchos han dado su vida para ayudar a lo demás. Fray Blas de la Milla se contagio tres veces, pero antes de irse de este mundo, gobernó el hospital. Su sustituto, Gabriel de Aranda corrió la misma suerte; al igual que el que tomo el mando, el Contador Toribio del Rosal. A mi marido, como a los demás médicos, le fueron asignados cien reales al día. Y vosotros diréis que es mucho. Pero era el salario del Demonio. Solamente quedó vivo Manuel de Mesa. De los demás, ni uno y ahora, sus viudas, maldecimos ese dineral.     

-Lo lamento, señora. Pero la vida es así. Unos no duran lo suficiente para disfrutarla y otros le sacan mucho provecho. Como la Iglesia. Cada enfermo dejaba bajo tres llaves sus ahorros y si moría, sus familiares supervivientes los recuperaban. En caso contrario, se destinaban a misas para difuntos. Por lo que, como he dicho, los curas siempre sacan tajá. Deben tener las arcas bien llenas a costa de los que la han espichao –intervino Carmen.

Yo le di un codazo. No era prudente hablar mal del clero o uno podía terminar en la mazmorra de la Santa Inquisición. Ella me miró irritada y me susurró:

-Es la verdad, ¿no?

-Hay verdades que deben callarse, querida joven –le aconsejó el posadero entregándonos la bebida.

-Pues habrá una que no se podrá enmudecer y es el hambre que la inmensa mayoría padece. Y la comida se ha puesto por las nubes. ¿A ver quién puede pagarla? Yo mismo, tenía un trabajo bien pagado donde no debía deslomarme. Era cochero de los Condes de Umbría. Y ni uno ha quedado en esa casa. Mis amos y sus seis hijos, junto a cien criados y doce esclavos. Solamente yo me salvé. Y no creáis que no dé gracias cada día por ello. ¿Pero a ver que hago yo ahora? No me queda ni un ducado ni perspectiva de conseguir un empleo –se lamentó un joven que no debía sobrepasar los veinticinco.

-Haber arramblado cuando pudiste –dijo un crío que apenas debía sobrepasar los siete años; cuyo medio de existencia no era difícil de imaginar.

El cochero alzó el mentón con gesto ofendido.

-Nací honrado y moriré honrado.

Una mujer de mediana edad, que aún llevaba puesto el mandil, tras dar un sorbo a la copa de aguardiente, le dijo:

-Pues, como cochero, lo tienes difícil para subsistir. Apenas quedan caballos. Muchos se los comieron. Vete olvidando de un oficio tan relajado.

-Ni de cualquier otro. La mitad de los habitantes de Sevilla han perecido. Talleres, tabernas, obradores y un sinfín de negocios tienen las puertas cerrás; y no hay parné par ponerlos de nuevo en marcha. ¿Pa qué? Apenas quedan clientes –apuntilló el posadero. 

Yo miré al joven con atención. Era bien parecido, de figura delgada, pero fibrosa. Su frente no mostraba ninguna arruga, señal de que había padecido muy pocos enfurruñamientos; lo cuál, era signo de buen carácter. Sus ojos, de un color indefinido entre el verde y el azul, parecían francos. Además, había servido a una familia aristocrática. Podría ser un candidato para ocupar el lugar que dejó Toribio.  

-¿Cómo os llamáis, señor? –le pregunté.

-Bruno Serrano, para serviros en lo que gustéis, señorita.

-Puedo presentaros al Barón Blas Galiana. Nuestro cochero, cuando empezó el mal, nos dejó tirados. Tal vez tengáis suerte y con vuestras referencias, os coloquéis. ¿Qué os parece? –le dije.

Él sonrió ampliamente.

-¿Qué que me parece? ¡Un milagro, señora!

-No os relamáis la lengua antes de saber si el guisado saldrá bien –le aconsejé. Terminé la cerveza y mirando a Carmen, dije: ¿Te apetecería venir a comer? No hay un banquete, pero te aseguro que guiso bastante bien.

Ella me miró perpleja.

-Pero… ¿No te regañarán?

Alcé el mentón con gesto orgulloso.

-Ya te he dicho que ahora soy la cocinera principal. En mí cocina mando yo. Y haré una comida que te rechupetearás los dedos.

-¡Eso habrá que verlo! –exclamó Carmen.

-Más bien catarlo. ¿Vamos? –dije muy animada. Después miré a Bruno y le indiqué con la cabeza que nos siguiera.

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 19

 

 

Durante el regreso a casa Bruno demostró que no era nada tímido, ni tampoco modesto. No dejó de comentarnos su buen hacer como cochero. 

-Siempre me caractericé por mi discreción, puntualidad y limpieza. Tenía el coche del amo reluciente como el oro. Ni una mota de polvo dejaba tras una salida. El señor era la envidia de otros por mi profesionalidad. Muchos me tentaron para cambiar de casa. Nunca lo hice, pues otra de mis cualidades es la fidelidad. Y no lo digo pa impresionar. Es la purita verdad. Preguntad por ahí y podréis confirmarlo. No soy un *mojarrilla.

Le aseguré que no tenía la menor duda, pero que no era a mí a quién debía impresionar. No obstante, le di varios consejos para no meter la pata; lo cuál me agradeció efusivamente. 

Al llegar los amos aún no estaban. Rafael nos miró con esa cara de perro que ponía siempre que algo no le placía. Y era evidente que la presencia de los otros dos era la razón. Pero ya no me intimidaba. Las cosas habían cambiado mucho. Yo ya no era una simple fregona, era la cocinera principal y la única. La única persona que decidía que podía entrarle en esa boca cargada de maledicencia. Así que, me limité a mirarlo con la misma frialdad. Medimos nuestras fuerzas, llegando a la conclusión que en la situación actual era preferible iniciar una tregua. Nos dimos media vuelta cada uno y nos encaminamos a nuestras tareas. 

Carmen y Bruno entraron en la cocina. Por sus expresiones pude entender que se sentían asombrados.

 

*alocado

 

-Al parecer, con la que ha caído, no os imaginabais que podía tenerlo todo como los chorros del oro. Pero esta cocina es como un santuario para mí. Y mi buen hacer me ha encumbrado a cocinera principal. Hoy cataréis mis guisos y os aseguro que nunca habréis probado algo tan delicioso –dije con orgullo; aunque, no estabas segura de conseguir un buen resultado. Dejé la cesta sobre la mesa y me afané en preparar lo que iba a ser nuestra comida. Mientras tanto, ante la atenta mirada de mis invitados limpié las sardinas. Por supuesto, no me deshice de las cabezas. En época de escasez nada era inútil. Servirían para hacer una sopa.

-¿Puedo ayudar? –sugirió Carmen.

-No es necesario. Aunque, sí podrías hacerlo con la ropa. Hay cosas que zurcir –le sugerí.

Ella aceptó encantada. Fui a por unas sábanas y el costurero. Se lo di todo y continué con la labor. Llené un cazo con agua. Eché las cabezas, unos dientes de ajo, un buen chorro de aceite y  me olvidé de ella. Centré mi atención en el resto de las sardinas. El paladar de los amos era delicado, por lo que, no podía presentarlas de un modo burdo. Las abrí con cuidado y extraje las espinas, que eché en la olla. Las pasé por harina y las dejé reposar. Me lavé las manos y les ofrecí un poco de vino que, egoístamente, había reservado para mi y que había aderezado con un toque de canela.

-Te das mucha maña –me dijo Carmen cortando el hilo con los dientes.

Era cierto. Ponerme ante los fogones ya no me asustaba. Era un gran placer al que jamás quería renunciar. En esta casa, en otra o en una posada, continuaría combinando alimentos para forjar una delicia. 

-No es para menos. Siempre escuché decir a mis señores que la cocinera de esta casa era la mejor de la ciudad. Aunque, imagino que no erais vos. Sois demasiado joven –comentó Bruno.

-Cierto. Mi maestra era doña Jacinta, que en gloria esté. Me tuvo a su lado durante cinco años y aprendí mucho. No se si llegaré a su genialidad, pero lo intentaré –le aclaré.

Él dio un sorbo al vino y cerró los ojos con deleite.

-Me parece que hace siglos que no tomo vino dulce con canela. Este mal nos ha arrebatado infinidad de cosas. Por suerte, creo que volveremos a recuperarlas.

-Menos a la gente. Yo no he perdido a ningún familiar, pues quedé huérfana de padre meses antes de la peste, pero sí a muchos amigos –musitó Carmen con semblante afligido.       

-Me temo que no habrá nadie que no haya sufrido una pérdida que le cause dolor. Claro que, forma parte de la existencia. No hay vida sin muerte. Por supuesto, no a esta escala tan numerosa y al mismo tiempo. La ciudad entera ha llorado mucho; incluso los que como Carmen o yo, no hemos perdido a nadie cercano, con un vínculo de sangre. Pero las masas se contagian tanto de la alegría como de la pena y la Ciudad de la Plata está viviendo el luto. Sin embargo, en poco tiempo, la oscuridad dejará paso a la luz y volverán las ganas de caminar por el sendero de la esperanza. Así ha sido siempre y será –dijo Bruno.

-Eso espero o deberé cambiar de oficio. Y por nada del mundo me gustaría. Adoro coser; más bien dicho, crear vestidos –dijo Carmen con tono apagado.

Terminé el vino y quité la olla del fuego. Colé las cabezas y espinas, y eché un puñado de arroz, poniéndola de nuevo a hervir.

-Pero mientras tanto, podrías trabajar aquí. No deberás deslomarte. La señora ya no está y como sabes, los hombres entienden poco de limpieza doméstica y pagan bien. Por otro lado, está mi comida. En cuanto la cates, no querrás comer en otro lado. ¿Qué me dices? –le sugerí.

Ella me miró dudosa y pareció meditar seriamente.

-Es una solución a mis actuales problemas. Necesito dinero para pagar los medicamentos de madre. Pero no será definitivo. Quiero que quede bien claro. Como he dicho, mi oficio es el de costurera.

-El futuro es incierto. Se ha visto que nadie puede hacer planes. *Ya se andarán los pasos. Hay que vivir el presente. Es mejor que nos centremos en caer bien a los amos de… Por cierto, ¿cómo os llamáis? –dijo Bruno.

Por supuesto, no le dije mi nombre completo. Aún no había superado su fealdad.

-Viana. Y por favor, nada de formalidades. Seremos compañeros de trabajo. Hablando de trabajo, llaman. Deben ser los amos que vienen a comer. Aguardad aquí. Hablaré con don Blas.

Antaño, cuando llegaba a casa, su rostro mostraba satisfacción, orgullo de quién era y de lo que realizaba. Ese día, ni el trabajo, ni la compañía de su hijo parecían haber apartado la conmoción que aún lo traspasaba. Carlos ofrecía el mismo aspecto. Ya mi presencia no lo sacudía y debería de haberme sentido triste y, para mi sorpresa, no fue así. Tal vez, su actitud tan poco valiente y el rechazo terminaron con el sentimiento que tanto tiempo albergó mi corazón. Ahora lo veía como a un huésped que se había mudado y asombrosamente, no me importaba lo más mínimo. A consecuencia de ello, no me costó lo más mínimo hablar con entereza. Comenté lo de de Bruno, las referencias que me dio y de mi amiga como posibles candidatos a ocupar los puestos vacantes. Con tono cansino, el señor Blas me dijo que me ocupase yo misma de ello; pues confiaba en mi buen juicio, el cuál había demostrado durante todos esos años a su servicio.

 

*Poco a poco

-A casa llevé un amigo. Él se quedó de amo y yo despedido –me dijo Rafael.

-Y el que escucha a escondidas, corre el peligro de la puerta le pille la oreja –repliqué.

-¡Mira que meter en casa a gente sin la menor referencia! Y el amo consintiendo. ¡No se adónde vamos a llegar! Esta ciudad se ha vuelto loca. Lo que yo digo, loca de remate -contestó alzando la barbilla.

Bruno y Carmen entraron a formar parte de la casa y de mi nueva legión de seguidores al probar mi comida. La sopa de pescado me salió exquisita, lo mismo que las sardinas fritas en abundante aceite aderezadas con ajo y perejil picado que aún florecía en el patio. El postre, lo dejé para más adelante. Había que dejarlos con la miel en los labios.

Era parte de mi estrategia hacerme imprescindible para los Galiana. Dadas las circunstancias lo era. Sin embargo, no había que confiar.  

-*Te has puesto púo –le dije a Bruno.

-Es que… pensé no catar nada parecido en la vida –confesó relamiéndose.

-Es una simple sopa y unas sardinas –dije con falsa modestia.

-Tiene rezón. Eres una cocinera magnífica. Y no lo digo por darte coba. Con unos simples ingredientes has hecho algo que sabe a gloria bendita –ratificó mi amiga.

-Y si te sirve de ánimo, diré que nuestra cocinera que tenía fama de ser excepcional, no te llega a la suela de los zapatos. Estoy convencido que jamás habría hecho una comida así con tan poca cosa y si los grandes señores se enteran de tus habilidades, muy pronto te tentarán para que dejes a los Galiana –respondió Bruno masticando con ansia.

 

*Te has hartado.

-No pienso hacerlo. Al menos, por el momento –respondí dispuesta a fregar los cacharros. Cosa que carmen no permitió, pues quería agradecerme la comida y el puesto de trabajo. Ocasión que aproveché para ir al patio. Las flores y árboles continuaban pletóricos. A ellos no les afectó el mal ni el dolor. Vivían protegidos del mundo exterior. Nosotros también lo hicimos, pero eso no nos libró. Nosotros estábamos formados por sentimientos.

Pero eso era el pasado y una vez más, me dije que lo único que se podía hacer era ir hacia delante.

Y lo hice. Día a día, me fui superando en el arte de la cocina, guisando para los amos, para sus invitados, que de nuevo regresaron; del mismo modo que las candidatas para Carlos. La joven Leandra había sido víctima de la peste. Y ahora, su recuerdo, tras el tiempo transcurrido, ya no me laceraba el corazón. Sencillamente me producía pena. No era justo morir tan joven y tan hermosa. Pero cuando algo se pierde es sustituido rápidamente por otra cosa. Y la nueva que tenía más números para ganar el sorteo era Julia Ortiz, hija del Vizconde de Mayoral.

No era tan bonita como Leandra, ni tan dulce. Pero la peste había diezmado a muchas jóvenes herederas y el abanico de oportunidades era más bien escaso. Uno debía conformarse con lo que la vida le estaba ofreciendo, como si se tratase de un regalo.

Conociendo como conocía a Carlos, supe enseguida que no era de su agrado. No obstante, como un perro domesticado por un amaestrador implacable aceptó que era su destino. Del mismo modo que el trabajo que su padre le buscó. Un puesto de ayudante de notario en La Casa de la Contratación. No era su sueño. En muchas ocasiones me habló de él. Quería ejercer como abogado, tener su propio despacho. Y lo hubiese hecho, pero la maldita plaga, a parte de sesgar vidas, mató muchos deseos. Era mucho más seguro el empleo a cargo de la Corona.

Por mi parte, yo también consideré lo que era seguro. Cuando mi antiguo amante llegó a la comprensión de lo que la vida le deparaba, intentó aferrarse a mí en un intento de recuperar lo que fue. Pero no había vuelta atrás. El humo de la leña sube hacia el cielo y no vuelve a bajar. Nuestro amor era eso, humo. Algo ya intangible, sin consistencia.

-No puedo volver atrás, Carlos.

-¿Por qué? ¿Ya no me amas? –se lamentó él.

-Cuando más vive un ciego, más ve. Y la peste me ha demostrado que he sido tan solo un capricho para ti. Me has ignorado recreándote en tú dolor, sin pensar ni tan siquiera un segundo en mí. Ha vencido el miedo al amor y eso, ha matado lo que sentía por ti. Ya nada nos une –le dije con desprecio.

Él me miró horrorizado.

-No sabes lo que dices. Lo que ha pasado ha sido horripilante. Ninguno confiábamos en seguir con vida. Eso destroza el valor de cualquiera. Pero eso no significa que haya dejado de amarte.

-Como tampoco dejar de buscar una buena candidata para esposa –le reproché.

-Sabías desde el principio que tú destino no era ser mi mujer –me recordó Carlos.

-Ya. Tú amante. Pero esa posición ya no me interesa. Así que, deja de acosarme o me veré en la obligación de abandonar esta casa. E imagino que a tú padre no le gustaría en absoluto. Ahora, más que nunca, debe agasajar a los personajes que pueden ser más influyentes para alcanzar una mejor posición el La Casa de la Contratación.

Él pareció entender que estaba en lo cierto. Bajó el rostro. Dio media vuelta y salió de la cocina.   

A partir de ese momento nuestras vidas siguieron por caminos separados. Él arriba y yo en la cocina, junto a los de mi condición.

Bruno se adaptó con facilidad a su nuevo puesto. Era excelente en el trato de los caballos, en la conducción y tan discreto como lo fue Toribio. Era admirable su lealtad. Ni tan siquiera a nosotras nos contaba el más mínimo detalle.

-Venga, hombre. Algo divertido –le pedíamos.

Pero él mantenía la boca cerrada.

-¿No querréis que me cueste el puesto? En esta casa se está muy bien y no hay otras ofertas. Así que, no volváis a preguntar. Esta boca permanecerá muda.

En cuanto a Carmen, el trabajo casero no la hacia nada feliz. Sus manos no estaban hechas para frotar. Había nacido para aferrar una aguja y coser como los ángeles. A pesar de ello, nunca descuidó sus labores. Y por supuesto, jamás perdió la esperanza de volver a ser una de las mejores costureras de la Ciudad de la Plata.

Yo comenzaba a perder la mía. Pero Bruno y Carmen resultaron ser un gran apoyo cuando la duda me embargaba ante un nuevo reto culinario. Si no hubiese sido por ellos, en más de una ocasión me habría rendido; en especial cuando intentaba que el guiso que contenía el ingrediente que tanto tiempo me ocultó mi maestra resultase como el de ella.

-Una casa no se termina hasta que se pone la última piedra. Verás que practicando una y otra vez, lograrás lo que te propones –me consolaba Carmen.

-Así es. No debes desconfiar de tus posibilidades. Ya eres muy buena. Tus invenciones son verdaderos placeres para el paladar. Deberías sentirte muy orgullosa y no decaída –dijo Bruno. 

En cierto modo, no podía quejarme. Pero no encontrar la medida justa para dar ese toque especial, me hacía tambalear. Pero la hambruna pasada durante el periodo más triste de nuestras vidas parecía haber borrado de la memoria las excelencias de doña Jacinta. Disfrutaban del mismo modo que antes de mis guisos. Aún así, eso no me satisfacía. Mi meta siempre había sido ser tan habilidosa como mi maestra y ahora comprobaba que era imposible. Nunca habría una cocinera como ella. Jamás.

Sin embargo, la promesa del amo fue cumplida y, al igual que casi seis años atrás me vi en la misma piel que mi maestra al serme presentada mi posible ayudante.

Siguiendo la tradición de los Galiana, la chiquilla llegaba de la Casa Cuna. En esta ocasión, no la trajo Gertrudis; ya que, tal como me contó la mujer, totalmente desconocida para mí, había muerto. Aunque, por extraño que pareciese, no lo hizo a causa de la plaga, si no del corazón. Un ataque fulminante que la dejó seca cuando estaba orando ante el cristo. El jaleo que se armó entre los feligreses fue sonado. Tanto que, toda Sevilla habló de ello. Nosotros, al permanecer encerrados a cal y canto, no supimos del hecho.

Observé a la criatura. Debido a los escasos cuidados recibidos estaba delgada como un palo. Sus ojos negros como el azabache apenas tenían brillo; al igual que su pelo. Estropajoso y débil. Un halo de suma tristeza empañaba la perfección que la madre naturaleza les impregnó. Pero, pensé, en poco tiempo recuperaría la salud y la alegría de vivir. Me encargaría personalmente de ello. Lo mismo que hizo doña Jacinta conmigo. Era un acto de justicia. 

-Esta es Petronila. Simplemente Petronila. Se desconocen sus progenitores; como ocurre con la mayoría de huérfanos a nuestro cargo. Vos lo sabréis, por supuesto. Me hablaron de vos y de vuestros avances; cosa que nos enorgullece. Deseamos que con Petronila ocurra lo mismo. Es una chiquilla dispuesta y obediente. No os causará ningún problema. Es callada y trabajadora –me dijo la mujer.

Sus palabras me recordaron aquella mañana que llegué a esa cocina con el miedo embutido en el cuerpo. La niña estaba pasando por lo mismo y tal vez, también era producto del pecado, y me conmovió. No obstante, emulando a mi maestra, dije:

-¿No me estaréis haciendo el gato? La veo un tanto apollardá.

Y ella, al igual que ocurrió en el pasado, respondió:

-¡En absoluto! Jamás traeríamos a esta casa tan notable a alguien que no pudiese cumplir. Y tiene once años, la edad justa para adaptarse a vuestras necesidades. Os aseguro que, desde recién nacida está con nosotras y la hemos aleccionado para este trabajo. Es más buena que un peacito de pan. Nunca os replicará. Lo juro, doña Viana. Dad tiempo al tiempo y lo veréis.

Yo, simulando duda, tomé aire.

-Hay personas que son como los huevos. Cuando rompes la cáscara a veces salen podridos. En el momento que me líe la guita, os la devuelvo sin contemplaciones. ¿Os sirve este trato?

-Justo es, doña –aceptó la mujer y volviéndose hacia mi nueva ayudante, dijo: Haz todo lo que te hemos aconsejado. Obedece a doña Viana y todo irá sobre ruedas. Te dejo en sus manos. No nos hagas quedar mal. Que Dios os bendiga a las dos.

Dicho esto, se marchó.

Petronila me miró casi con pavor. Seguramente era la primera vez que volaba fuera del nido de esos buitres. Pude imaginar lo que pasaba por su cabeza. Miedo al fracaso, a tener que vivir en la calle del modo que fuese. Supuse que, al igual que yo, lo del nombre había sido una cabronada. Así que, le preparé un vaso de leche y  bizcocho, sonriendo, dije:

-Primero de todo, comenzaré por decirte que a partir de ahora te llamaremos Nila. Segundo, quiero que te tomes esto. No soporto que en mí cocina haya gente con cara de hambre. 

Ella miró la sencilla comida como si se tratase de un banquete. Visiblemente hambrienta, apuró el vaso sin respirar, atacando seguidamente al dulce. Sonreí al ver como su semblante apartaba la tensión y aproveché para enumerarle las tareas.

-Limpiarás todo bien. Lo quiero todo más blanco que el nácar. Y ten en cuenta que a la pereza sigue la pobreza. No metas la pata y todo irá como un guante. Y lo más principal, tendrás que controlar el carácter, la lengua y la conducta. Esta es una casa honorable. Chismes y argucias son pagadas con el despido inmediato.

-Sí, doña –dijo mansamente. 

Si sufrió alguna decepción, como yo la tuve, no lo demostró en absoluto. Tal vez no poseía mi fortaleza, mis ganas de superación. Las circunstancias de su vida eran un tanto diferentes a las que yo pasé. La Mancebía era una escuela dura. El orfanato, también, pero mucho más alejado del mundo. Nila aún no había descubierto como era el mundo exterior. Y yo me propuse enseñárselo, hacer de ella una muchacha de bien y con la suficiente sensatez para que la oportunidad que se le estaba dando no fuese desaprovechada.

Terminó el frugal desayuno y por primera vez, sonrió, como si se hubiese dado cuenta que había caído en el lugar preciso para apartar la pobreza y el desamparo. Y la astucia que debió haber aprendido en el hospicio, salió a flote.

-Gracias, doña. Delicioso. Sois una cocinera magnífica. La mejor.

Yo moví el dedo índice.

-*No me hagas las jarricas. Estoy acostumbrada a las adulaciones. Además, dudo mucho que hayas catado otras cocinas que no sean la del hospicio. Lo que de verdad debes hacer es demostrar que puedes trabajar a mi lado y con ahínco, sin temor al esfuerzo. ¿Estás dispuesta a ello?

*No me adules

-Os aseguro que hago las cosas con presteza –me aseguró. 

-Más corre el galgo que el mastín, pero si el camino es largo, más corre el mastín que el galgo. Es  mejor poco a poco y bien. En mi cocina impera la perfección y si no se puede por los motivos que sean, debe faltar poco para ello. No hay que conformarse con sacar las cosas a flote, hay que llevarlas a tierra, a un lugar seguro –le refuté.

-Sí, doña –musitó la chiquilla. Y por su expresión, comprendí que no había entendido nada. Y se lo aclaré:

-Me refiero a que de mediocres hay muchos. De genios pocos. Si quieres llegar a ser especial, solamente debes tomar de mi ejemplo.

-Aprenderé –dijo ella con firmeza.

Aparté el gesto severo que había empleado para animarla.

-Pues, ya que tienes la panza llena, es hora de comenzar la tarea. ¿De acuerdo?

Ella aseveró y se levantó con presteza. Le señalé los cacharros y le expliqué que debía fregarlos con agua y vinagre; y por supuesto, que en esa cocina mandaba yo y que era la única con derecho a preparar comida.

-Por mí… Está bien –aceptó con sumisión.

-Y no quiero ver en ningún momento que te gana la *galbana –la advertí.

-Trabajaré con tesón, doña. Lo prometo –dijo ella agarrando la estopa.

No lo dudé ni un segundo. De lo contrario, sería una estúpida por no aprovechar la oportunidad que se le estaba dando. Y crecer en un hospicio no era precisamente una escuela de idiotas. La soledad, el hambre y la falta de amor, te diplomaban en el arte de sobrevivir. Y ella, lo había hecho. No era fácil ser una protegida de esas mujeres carentes de sensibilidad.  

 

*pereza

CAPITULO 20

 

 

El fantasma de la peste parecía muy lejano. Sevilla volvía a recuperarse. Incluso aquellos que sobrevivieron a la enfermedad que se habían quedado calvos, salían a la calle sin asomo de vergüenza, con orgullo por vencer a la peste. Sin embargo, el amo Galiana se negó a ello y se hizo confeccionar una peluca.

Pero aún quedaban coletazos de tristeza y desaliento; el recuerdo del caos vivido era imposible de olvidar. Durante la plaga se vieron las iglesias vacías, familias rotas, los trabajos abandonados, la falta de comida y la imposibilidad de conseguir la poca que aún quedaba en la ciudad. La prosperidad era reticente a regresar. Muchos de los navíos preferían Cádiz para desembarcar. El Guadalquivir había perdido profundidad y era muy difícil pasar la barrera de Sanlúcar. Aunque, otros seguían siendo fieles. El puerto abrigó de nuevo a esos aventureros que llegaban contando las historias por todos conocidas y otra vez, los desesperados soñaron con viajar a ese mundo donde uno podía enriquecerse. Unos pudieron hacerlo. La mayoría, por no poder pagar el pasaje, debieron conformarse con continuar con sus vidas destrozadas. Algunos de éstos lograron un empleo y los que no, se alejaron de la ciudad o terminaron mendigando en las esquinas.

A pesar de ello, paso a paso, la normalidad se abría paso y al acercarse el día del Corpus, Los Seises en la Octava volvieron a bailar en el presbiterio de la Catedral. Era una tradición que se inició en el año mil seiscientos trece, gracias al canónigo Mateo Vázquez de Leca. Pensó que para atraer a los sevillanos a rezar en esos días al Señor, una danza religiosa sería muy adecuada. Cada tarde entraban los cantores entonando el primer verso de Punge lengua, y los niños bailaban con sus vestidos, junto a los organistas y al finalizar, con el tañido de campanas, se guardaba a Nuestro Señor, el Benedicamus Dómino.

Nosotros no quisimos perdernos el espectáculo. Tampoco mi amiga Sagrario, que cómo nos prometimos, habíamos vuelto a retomar nuestras salidas.

Tas finalizar la danza, decidimos ir a tomar algo a una taberna. Optamos por la que se encontraba frente al templo, Las Escobas. Tenía fama de ser la más antigua de España, fundada en el año mil trescientos ochenta y seis. Y contaban que el nombre se debía a que en sus inicios, para conseguir más dinero, a parte del vino vendían escobas y que las gentes más importantes de la ciudad habían pasado por allí.

Conseguimos milagrosamente una mesa. Pedimos cerveza y la especialidad de la casa, unos pescaditos fritos. A nuestra vera se encontraba Esteban de Murillo y su esposa Beatriz Cabrera, junto a los hijos que le quedaban; pues la peste se llevó a cuatro de ellos. Al ver sus rostros me apiadé; sobre todo, porque era injusto que un genio como él la vida lo estuviese tratando tan mal en lo personal. Aún guardo en mi memoria las imágenes de sus lienzos del Convento de San Francisco. Nunca vi pinturas tan impactantes. Afortunadamente, sus ansias de pintar no se quebraron y había aceptado nuevos encargos.

Al pensar en ello, me dije que yo era muy débil. Un simple contratiempo en el guisado de ternera me estaba abocando a una apatía sin sentido. Si un artista como él ponía cara a la vida yo también debería hacerlo. Me esforzaría por recuperar la emoción ante los fogones. Y teniendo en cuenta que guisar siempre había sido mi pasión, lo conseguiría. Comenzaría mañana mismo. Los amos esperaban la visita de Julia y sus padres. Por los rumores que llegaron hasta la cocina, se preveía que en la cena quedarían acordados los puntos del compromiso. Y tal como me enseñó doña Jacinta, una panza contenta hace que la mente también lo esté. Y como la cuestión sentimental ya no me afectaba, me esmeraría más que nunca. Los Vizcondes de Mayoral recordarían esa cena el resto de sus días.

Sonreí, al parecer como una bobalicona, pues mis amigos me preguntaron el motivo de ello. Les expliqué que estaba barruntando lo que iba a poner para tan señalada noche y que ellos, como era natural, también gozarían de mis exquisiteces; lo cuál, les llenó de alegría. No tan solo por relamerse los labios; también por verme más animada.

Era una actitud digna de agradecer, pues Carmen, a pesar de las apariencias, se encontraba muy descorazonada. No había recibido ningún aviso para confeccionar vestidos. Estaba convencida de que jamás volvería a enhebrar una aguja que no fuese para zurcir. Lo cierto era que, la situación no era para despilfarrar. Incluso los ricos se contenían. Por supuesto, no por precaución. Más bien para no sulfurar aún más a los que morían prácticamente de hambre. Sin embargo, estaba segura de que pronto todo cambiaría y ella podría ejercer el oficio que tanto amaba. Todos podríamos hacerlo con la mejor alegría.

El desanimo que me había acompañado desde hacía tanto tiempo, se evaporó. Terminado el refrigerio, regresamos a casa. Me afané en preparar la cena, pensando en la que iba a realizar para el día siguiente.

Nila resultó ser una chica muy apañada. Era presta en adecentar la cocina y si no aún muy hábil para el manejo del cuchillo, mi experiencia sabía que con el tiempo no sería ninguna dificultad. Pero con referencia a sus aspiraciones no tenía la menor idea. No veía en sus ojos ese brillo de emoción cuando yo observaba a doña Jacinta. A lo mejor era de ese tipo de personas que se conformaban con vivir sin buscarse complicaciones. Un techo, comida y una cama les sobraba para transitar sin hacer ruido.

Pero a mí no. La ambición había regresado y con más fuerza. En cuanto los puestos estuvieron a punto, me lancé a la compra. Afortunadamente, los alimentos ya no eran tan irrisorios. Eso sí, según que receta era imposible de hacer por falta de algún ingrediente y los que podían servir, aun debían pagarse con precios desorbitados. Hecho que no era ningún impedimento para nosotros. Como poder comprar cola de toro. Un manjar muy apreciado, incluso en épocas de vacas gordas. Adquirí lo necesario para acompañarlo. Además de vainilla, azúcar, que apenas nos quedaba y, a pesar de estar bien surtidos, harina. Nunca se sabía cuando podría escasear otra vez y al menos, el pan nos llenaría las panzas.

Con el tesoro apoyado en la cadera, crucé la puerta de mi tabernáculo. Le entregué a Nila dos cebollas, dos pimientos verdes, cinco zanahorias y cuatro tomates y le pedí que lo trocease todo. Mientras tanto, preparé las lentejas. Era un plato que me salía bien exquisito. Y era la primera vez que podría llevarlo a cabo gracias a que el día anterior encontré unos chorizos y algo de panceta. Los señores lo recibirían con gusto. Aunque, no tanto como la cena, me dije.

Nila me comunicó que estaba lista. Eché abundante aceite a la cazuela, la cabeza de ajos que había machacado y la picadura de verduras. La sofreí procurando que el fuego no fuese muy fuerte. Cuando me pareció que estaba en le punto exacto, eché el agua, casi un litro de vino tinto y el laurel. En el momento que comenzaba a hervir, agregué el majado de clavo, ajo y el toque secreto que utilizaba doña Jacinta.

Miré satisfecha las dos perolas que ya estaban en marcha. Sin perder tiempo, pues el postre que iba a elaborar era complicado, me puse manos a la obra. Extraje la yema a doce huevos, las batí con azúcar y extraje la pulpa de la vaina de la vainilla. Puse un cacito al fuego y añadí un poco de agua.

-¿Qué hacéis? –me preguntó Nila.

Recuerdo que me volví un tanto sorprendida. Era la primera vez que sentía curiosidad por una de mis recetas.

-Yemas de huevo. Un dulce riquísimo. ¿Te interesa aprender el arte de la cocina?

Ella levantó los hombros.

-No se. Más bien no. Me parece muy complicado. En cambio limpiar, no tiene secretos. Pasas el paño y listo. ¿No me obligaréis a aprender, verdad?

Negué con la cabeza sintiendo decepción. Por el momento, no habría ninguna alumna a quien legar mis conocimientos. Sacudí la cabeza y regresé a la tarea. Las yemas ya habían espesado. Dejé que se enfriara sin dejar de mirar de vez en cuando las lentejas. En apenas un minuto podían pasarse y resultar una autentica bazofia. Y no podía permitírmelo. Me había ganado cierto prestigio y debía conservarlo a toda costa. Hecho que me reportaba una gran tensión. A pesar de ello, esa preocupación era el acicate para seguir en el oficio.

-¿Cómo va? –me preguntó Bruno asomándose por la puerta.

Me sequé el sudor que bañaba mi frente y resoplé.

-Como siempre. Liada. ¿Ya ha regresado el señor?

Él aseveró mientras entraba. Apartó la silla y se sentó. Extrajo un cigarro del bolsillo e inmediatamente, le solté:

-En mí cocina no hay más humos que los de mis fogones.

Bruno lo guardó de nuevo.

-Lo fumaré después. Y respondiendo a tú pregunta, el señor está en su cuarto con Rafael. Ha pedido un baño. Imagino que quiere estar reluciente para la cena. Ha puesto muchas esperanzas en que todo salga como ha planeado. Y lo entiendo. No es lo mismo ser Barón que un vizconde. Aunque esa futura vizcondesa sea un adefesio.

Yo le lancé una mirada de reprobación.

-¿Qué? Es la pura verdad. Por cierto. He oído que si todo sale como está previsto, la casa sufrirá grandes cambios.

-¿Cambios? –musité.

Él levantó los hombros.

-Al parecer, los vizcondes están acostumbrados a lo grande. Su casa está atendida por treinta criados, doce esclavos y varias cocineras. Esperan que eso no cambie. Así que, el amo los complacerá.

La conmoción que sufrí me obligó a apoyar las manos sobre la mesa. ¿Más cocineras? ¿Mujeres extrañas merodeando por mi cocina e imponiendo su parecer? No era posible. No. Jamás admitiría una situación tan vejatoria. Había luchado mucho por ser especial y única.

Bruno me dio unos golpecitos en la espalda.

-Compruebo que te ha *jeringado la noticia. No debes temer nada. Eres la cocinera más genial y nadie ocupará tu puesto. Serás la jefa de todas. Podrás pedir un nuevo aumento de salario. ¿No es genial?

No contesté. Me había quedado sin habla. En lo único que podía pensar era en que mis planes se estaban desmoronando, como ese castillo de arena junto a las olas de la playa. Una marea irrefrenable se estaba extendiendo y temía, que mi obra no saldría victoriosa. 

-A veces eres extraña. Nunca he conocido a nadie que la idea de ganar más dinero no le haga contento –comentó Bruno.

-En esta vida, no todo se compensa con el vil metal. Hay cuestiones morales, amigo mío –repliqué.

 

*molestado

 

-No tengo tiempo pa rebatir. He de limpiar a los caballos. Nos vemos más tarde –se despidió.

Durante varios minutos permanecí como ausente, hasta que Nila me sugirió que debería ver como iban las cazuelas.

-¡Ay, Señor! –exclamé corriendo hacia las lentejas. Por suerte, no se habían pasado. Saqué la olla y después comprobé como iba el rabo de toro. Faltaba una media hora más. Volvía a las yemas. Estaban en el punto justo para amasarlas. Formé una bola tras otra, sin poder dejar de pensar en el futuro que me aguardaba. ¿Sería capaz de gobernar a varias mujeres y todas con sus gustos culinarios? No era más que una chiquilla. No me guardarían el menor respeto. Cierto era que, mi fama había comenzado a extenderse entre los invitados de los señores. El conde de la Fuente del Sauco alabó por la ciudad mi cordero guisado. Fernando Ramírez Fariñas, el que fue alcalde de la ciudad entre 1623 y 1626, adoraba mí pastel de ananas e incluso el comisario, hombre poco dado a apiadarse de nade, se derretía por mi merluza en salsa. Sin embargo, era una cantidad ínfima. A doña Jacinta la conocía prácticamente toda la ciudad.

Pero siempre me había caracterizado por no adelantarme a los acontecimientos. Lo que tuviese que ser, sería. Y lo mejor que podía hacer para animarme era cocer un poco de chocolate. Era un placer muy caro pero que, jamás escatimé para mi persona. Trabajaba duro y como decía doña Jacinta, había que cobrarse con especies lo que nos sisaban del salario.

Me lo preparé en un santiamén y envié a Nila a por unas manzanas. No es que quisiese privarla de esa maravilla. Sencillamente, no confiaba que en un descuido se le fuese la lengua y el señor, a pesar de tenerme en gran estima como cocinera le diese por darme la patada por esa debilidad.

Me senté y comencé a degustar lo que para mí era un regalo de los dioses. No me extrañaba que en México, los nativos lo hubiesen usado como moneda. Era un majar que te regalaba los sentidos y además te subía el ánimo; en especial, cuando se endulzaba con azúcar de caña.

En esta ocasión no me falló. Ya de vuelta Nila, continué con el trabajo. Más bien dicho, barruntando una nueva creación. Se me había ocurrido la idea de utilizar las patatas con los invitados. Sería algo escandaloso. Pero los amos ya las habían catado y quedaron muy satisfechos. Sin embargo, me daba la sensación que aquellos tubérculos tenían muchas más posibilidades. Y como lo demás estaba ya casi a punto, decidí que tenía tiempo suficiente para inventar. Ordené a Nila que mondase una. Ya limpia la miré como la primera vez que cayó en mis manos. Cruda era una barbaridad, hervida ya la había hecho. ¿Frita?, me dije. No perdía nada por probarlo. Puse el aceite en la sartén y corté un trozo. La dejé caer y chisporroteó. La observé sin apartar la mirada ni un segundo, sin confiar en un buen resultado. Cuando consideré que estaba dorada, terminé el proceso. Eché un poco de sal por encima y tras soplar, la caté. El resultado me pareció asombroso.

-Prueba –le pedí a mi ayudante.

-¿No es alimento para cerdos? –inquirió ella.

-Y para matar el hambre también. Anda. Prueba –repliqué.

Ella obedeció. La miré impaciente.

-Es bueno. Sí. En realidad… mucho.

La tensión se liberó de repente. No se si era la primera persona que cogía una patata y la freía. Pero de lo que sí estaba segura era de que, a muy pocas se les habría ocurrido. Y me sentí satisfecha.

 

 

 

 

 

CAPITULO 21

 

 

La noche esperada llegó. Nila se encontraba indispuesta y la había mandado a la cama. Pero para cuando llegaron los invitados, mi cena estaba lista para asombrarlos; teniendo en cuenta la falta de provisiones. 

De entrante, unos pepinos en rodajas aderezados con aceite, vinagre y albahaca. De segundo el rabo de toro guisado y como poste, las yemas. Unas yemas un tanto distintas; ya que, cuando tomaba mí chocolate, unas gotas cayeron sobre una de ellas. Cuando me di cuenta, estaba solidificado. Aproveché el accidente para llevármela a la boca y… ¡Cielo Santo! De nuevo, el azar había obrado un milagro. Estaba mucho más deliciosa que untada en azúcar. Las embadurné todas con el líquido marrón. Por esa causa, decidí no llevar a la mesa las patatas fritas. No era cosa de ir exponiendo mis recetas secretas de un solo golpe.

Ante la falta de más servicio, pues el señor aún no se había molestado en contratar a más personal, Carmen fue requerida para servir en el comedor junto a Rafael. Por descontado, no le hizo ninguna gracia. Pero a pesar de su mal carácter, era justo reconocer que era un gran profesional y no efectuó protesta alguna. Escogí el vino oportuno para el ágape que presentaba. Carmen cogió la bandeja de pepino, y yo la detuve.

-¿Me contarás cómo va la cosa? Tanto si para bien como para mal. No sabes cuanto me juego esta noche.  

-Descuida. Te daré pelos y señales -me aseguró.

Preparé el estofado en una fuente de porcelana que la difunta ama había hecho traer de Francia. Fue Rafael el encargado de transportarla arriba. Era una pieza de gran valor y para mas INRI, muy apreciada por la difunta señora. Sería una catástrofe que se rompiese en mil pedazos y en especial, con mi fabuloso estofado de rabo de toro dentro. 

-Ten cuita, Rafael. Esta velada es importante que los señores queden bien ante sus invitados.

Él me fulminó con sus inmensos ojos negros.

-Ahora el ganso va a dar clases al pavo real. Tranquila, Viana. Nadie más que yo desea que esto salga bien. Disfrutaré mucho viendo como tu corazón sufre cuando el joven amo se meta entre las sábanas de su joven esposa.

-Y yo cuando esa arrogancia toque fango –repliqué. 

Él alzó el mentón y subió la escalera, cruzándose con Carmen, que regresó con una gran sonrisa.

-Compruebo que les está gustando. No han rechazado nada -dije.

-¡Oh, sí! Temo que no nos quedará nada para nosotros. Pero no es ese mi motivo de alegría. La vizcondesa fue clienta mía en una ocasión y me ha reconocido. Me ha preguntado si había dejado la costura. Le he explicado mis problemas y como han llegado a un acuerdo para la boda del joven Carlos, pues… ¡Me ha encargado su vestido y el de la novia! ¡No es estupendo! Lo que tanto anhelaba se ha cumplido. Mañana será el último día que seré una miserable sirvienta -dijo sumamente alterada.

Me alegré por ella. Sin embargo, la tristeza me embargó. Me había acostumbrado a su presencia, a contar con su apoyo cuando el desaliento me sobrepasaba. Ella, al notarlo, me acarició el brazo y confundiendo mis sentimientos, dijo:

-He podido apreciar como te mira Carlos y como lo haces tú. Pero esto es lo natural. Lo otro, a parte de ser un desatino, no hubiese llegado a ningún lado. Lo entiendes, ¿verdad? Y para tu consuelo, me he fijado bien y es fea como el vicio. Al joven Carlos le costará animarse para cumplir en su noche de bodas. Deberá atiborrarse de vino.

Yo reí suavemente,

-A la mujer fea, el oro la hermosea. Y ten por seguro, que no estoy celosa ni dolida. Entre el amo y yo no hay nada. La causa de mi aflicción es perderte.

Carmen me aseguró que seguiríamos en contacto. Si no, tan cercanas, siempre que lo considerásemos necesario.

Rafael entró en la cocina y al vernos, con tono mordaz, espetó: 

-Es conmovedor ver una amistad tan profunda. Pero los comensales están a punto de terminar. Esperan el postre. ¡Vamos!  

Con brusquedad le entregué la bandeja con las yemas. 

-Carmen las servirá.

Ella salió lanzándole una mirada de inquina. Él levantó los hombros con gesto despreciativo. 

-Es una descarada, gandula e inepta. No la echaré de menos. Pero tú… Una mala noche para ti, cocinera. Tú mejor amiga se larga y tú amado pasará por el altar con otra. ¿Qué vas a hacer? ¿Tirarte al río o cortarte las venas? -se burló Rafael.

Recuerdo o así me lo parece, que mi mirada fue tan dura que Rafael borró su sonrisa de golpe.

-Como siempre, yerras. No pierdo una amiga, más bien se traslada. Y para ejercer en lo que es una maestra, por lo que ganará buenos dineros. Y en cuanto al señor Carlos, me es indiferente lo que haga. Dejó de interesarme cuando se convirtió en una rata que abandona el barco cuando se hunde. Lo único importante para mí es la cocina. Y en eso, por más que te duela, soy la mejor. Y tú, dime, ¿qué tienes? Amigos no, pues eres morrudo, ambicioso y carente de moralidad. Claro que, eres un buen mayordomo. Pero, por desgracia, no te garantizará nunca un empleo tan provechoso como el que tienes aquí. Los años no pasan en balde. Al señor ya no le hará gracia tener a un ayudante que envejece y pierde su hermosura. Carmen y yo, por el contrario, estamos consideradas unas maestras en nuestros oficios. Ahora, ¿me dirás quién debe tirarse al río o cortarse las venas? Piénsalo bien mientras vas al comedor. No sea que, esa patosa cause una desgracia y te culpen a ti por tenerla bajo tu mando. 

Rafael apretó los dientes.

-Algún día, recibirás tú merecido.

-Todos, sin excepción lo tendremos -respondí.

Me quedé sola de nuevo. No podía entender la razón que llevaba a Rafael a ser tan mala bestia. El pasado era una gran influencia. Si uno rascaba la superficie, hallaría capas que explicarían el futuro como si se tratasen de un libro. Pero su pasado era todo un misterio. Nadie era capaz de decir de dónde procedía. Lo único cierto era que, llegó a la casa cuando contaba trece años. Comenzó desde lo más bajo hasta alcanzar la cumbre, que no era otra que la confianza total de su señor. Fe del todo justificada; ya que su mayordomo era la discreción personificada. Claro que, solo para el amo. Los demás podíamos ser pasto de sus ambiciones. Era un cabronazo. Sobrevivir no era sinónimo de hacerlo al coste que fuera. Una cosa era mentir obviando el origen de uno, pues no perjudicaba a nadie y otra muy distinta, usar a los demás sin el menor asomo de mal conciencia.

Pero era inaudito que me asombrase. El mundo estaba lleno de personas como él. La amenaza de la Iglesia sobe el Infierno, para muchos era un cuento, pues consideraban que el castigo peor era lograr subsistir en este mundo. Y la peste había contribuido a ello. Algunos de los que lograron salvarse de la muerte lo consideraron una segunda oportunidad y procuraban por todos los medios ser felices. El modo no importaba. Si había que quebrantar las leyes, tanto divinas como humanas, lo hacían sin remordimiento. La cuestión era no volver a sufrir.

En ese momento, yo no podía dejar de hacerlo. Aguardaba con ansia a Carmen para que me contase lo que estaba sucediendo en el comedor. Era consciente de que mi cena sería de su gusto. No obstante, me era imposible evitar los nervios cada vez se trataba de una especial. Y me preguntaba: ¿Habré puesto la sal justa? ¿Me habré pasado con las especias? ¿Estará suficientemente blanda la carne? Respuesta que deberían aguardar a que todos se retirasen a la sala para tomar los licores.

Esa noche sucedió una hora más tarde de lo habitual. Rafael y Carmen, cargados con las bandejas donde reposaba la vajilla utilizada, entraron en la cocina. Me abstuve de preguntar nada ante la presencia del mayordomo, por lo que tuve que aguardar a que terminasen de recoger la mesa. Una vez desapareció Rafael, con los nervios de punta, le pregunté a Carmen. 

-¿Y bien?

Ella lanzó un sonoro suspiro y se sentó ante mí.

-Ha sido agotador. Nunca en la vida he permanecido tanto tiempo plantada en un lugar. Y… Veo que no te importa mi agotamiento. Lo que a ti te recome es lo que se ha dicho allá arriba. ¿Verdad? Pues, como te he contado antes, lo del compromiso. No han parado de hacer planes. Que si la boda será en tal iglesia o en la otra; si los chicos tendrán casa propia o vivirán aquí. Y sobre todo, la dote. ¡Jesús, María y José! ¡Mil ducados al año! ¿Te lo puedes creer?

Asentí. Hacía muchos años que convivía con los ricos y conocía de sus desmanes. Evidentemente, encaminados hacia ellos, nunca hacia sus semejantes. Y si lo hacían, era para sacar provecho.

-Casi me da un patatús –continuó diciendo-. Y seguidamente, fue cuando la vizcondesa me reconoció y me encargó los vestidos. Juro por lo más sagrado que no se como pude mantenerme plantada. Y lo mejor de todo fue que, dijo que me adelantaría el dinero para confeccionarlos. Si no llega a sugerirlo, no hubiese podido hacer el encargo. Los pocos ahorros que me quedaban tuve que gastarlos durante la peste o habría muerto de hambre. Tú fuiste afortunada. No tuviste que gastar ni una moneda. ¡En fin! Como dicen, agua pasada no rueda el molino. Hay que mirar al futuro. Después, hablaron de otras cosas. Pero, como es de suponer, ni presté atención. No pude escuchar cuántos invitados asistirían. Cuando llegaron al menú, ya me había serenado un poco. Y de nuevo, me dio el ataque. ¿A qué no te imaginas que dijeron?

-Ni pajarraca idea –respondí irritada. Carmen era una muchacha encantadora, pero a veces cansina. Era de ese tipo de personas que le hablaba hasta a los retratos.

-¡Habían decidido que te encargarías tú! ¿No es cojonudo? –exclamó.

Yo casi me atraganté.

-¿De veras?

-¡Pues quién si no! Han comido como verracos. No hay dejado nada para mañana. Durante todo el rato no han parado de alabar a la cocinera. Les ha parecido todo muy bueno. Pero al parecer, tu postre les ha entusiasmado. Hemos tenido que decirles que, dadas las circunstancias actuales, ha sido un milagro que pudieses preparar esa delicadeza. ¿Por qué no tienes más?

Sumida en el aturdimiento, le alcancé un plato donde había tres yemas bañadas en chocolate.

-¡Eres una buenaza! Nunca te olvidas de nosotras –se entusiasmó. Tomó una y dio un mordisco. Cerró los ojos y emitió un sonido profundo de satisfacción.

-No me extraña que te pongan por las nubes. ¡Es el dulce más bueno que he probado! No me sorprende que digan que eres la mejor cocinera que han conocido.  Así que, relájate. Ha sido todo un éxito y te encargarán tú comida más importante. Habrá muchos invitados y todos sabrán de tú buen hacer. Vas a ser más famosa que doña Jacinta –me contó mientras se llenaba un tazón de leche.

Me froté la frente con aire agobiado.

-Pero… No puedo cocinar… para tanta gente.

Ella hizo revolotear la mano.

-Tú te manejas entre fogones como ninguna. Además, tendrás  ayuda. El señor piensa contratar a diez sirvientes, comprará dos esclavos y alguna que otra cocinera. El futuro nos sonríe, querida amiga. Yo comenzando de nuevo con el taller de costura y tú a punto de ser admirada por cientos de invitados.

-Eso parece –musité no muy convencida.

Carmen posó la mano sobre la mía.

-Sé que estás triste porque hemos de separarnos. Pero te aseguro que nuestra amistad seguirá intacta. ¿Con quién iba a hablar de mis inquietudes, de mis alegrías? Solamente te tengo a ti. Y la razón más importante es que no pienso dejar de visitarte para que me des de comer bien. ¡Sería una botarate si no lo hiciese!

-Puedes venir cuanto se te antoje. Esta es tú cocina –le dije.

-¡Faltaría más! Y ahora, si no te molesta, iré a la cama. ¡Estoy molida! –dijo.

Le di las buenas noches sin poder sacar de mi cabeza la imagen de varias mujeres trasteando por mi cocina. Cada una con su modo de hacer, cada una distinta a la hora de recibir una orden. Pero ese no era el verdadero problema. No estaba segura de poder dominar la situación si surgía el conflicto. Siempre me había caracterizado por mi buen carácter. Al principio pensé que era una postura para sobrevivir en el orfanato. Pero no era cierto. Era mí naturaleza y la sola idea de enzarzarme en una pelea me ponía los pelos de punta. Decididamente, no estaba hecha para compartir mis habilidades. Nila, al igual que lo fui yo, era una simple ayudante y éstas, nunca discutían las decisiones de su patrona.       

Con el alma en vilo me metí en la cama. Pero apenas pegué ojo.

Al día siguiente, Carmen abandonó la casa; no sin antes degustar el desayuno especial para nosotras que preparé. Antes de salir a la compra,   Blas Galiana me felicitó por la cena tan exquisita con la que les había agasajado y me anunció el compromiso de su hijo, que la boda sería dentro de dos meses y que yo me encargaría del banquete; por expreso deseo de los vizcondes. Seguidamente, como si me hiciese un gran favor, me encomendó la tarea de elegir a cuatro cocineras de inmediato para que me ayudasen en tan grande evento. Y lo único que estaba haciendo era abocarme a un infierno. Porque, estaba segura de que aquello no iba a salir bien. Muchas manos en un plato hacen mucho garabato. Como aprendí a base de servir a doña Jacinta.

 

 

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 22

 

 

Los días siguientes fueron un caos. No se cómo se corrió la voz, pero se presentaron mas de veinte mujeres. Amas de casa, sirvientas, jovencitas sin experiencia. Pero el hambre no entendía de profesiones y uno se lanzaba a lo que fuese.

De las candidatas solo pude elegir a tres. Y de esas tres, dos no tenían la menor idea de como hacer un buen guiso. Incapaces de calcular la sal, las medidas justas o el punto perfecto para que la carne no estuviese dura. Un verdadero desastre. Y para mayor desgracia, yo debía seguir con las tareas diarias. La tensión me hizo concebir la idea de abandonar todo y dedicarme a cualquier cosa menos a cocinar.

Por supuesto, fue un momento de debilidad. A pesar de todo, adoraba estar entre fogones. Por otro lado, había dado mi palabra. Si ahora renunciase, Carlos podría pensar que era por venganza. Cierto era que, lo amé con todo mi corazón. Sin embargo, ya no quedaba rastro de ese sentimiento. Las consecuencias de la plaga fueron letales. Nos hizo comprender que nuestro afecto no era lo suficientemente fuerte y que el futuro debíamos tomarlo por caminos separados.

Así que, aparté los nubarrones que amenazaban con diluviar sobre mi templanza. Saldría de ese atolladero. Daría con las cocineras que se adaptasen a mí proceder.

Durante una semana más, la cocina se convirtió en un campo de entrenamiento. En la otra área del servicio doméstico todo iba como la seda. Las nuevas sirvientas tenían que limitarse a limpiar y eso, bajo mi modesta opinión, era harina de otro costal. Cualquiera podía hacerlo. Pero mezclar, cocer, amasar, crear de unos elementos básicos una delicia para los sentidos era realmente difícil. Y ninguna de aquellas mujeres cumplía con los requisitos que demandaba. No tan solo en el arte de cocinar, tampoco en el del temperamento. Si una era corta de entendimiento, la otra creía saber más que yo. La cuestión era que, el enlace se acercaba y yo me encontraba sin ayudantes.

-Quien quiere toda la miel, acaba aguijoneado. A ver como sales de esta, doña Octaviana –se burló Rafael.

-Y quien pincha mucho, acaba cortándose. Ve con cuidado. Algún día me hartaré de ti y puede que encuentres cicuta en la sopa –le espeté.

Él sonrió con autosuficiencia.

-No caería en la trampa. El mal sabor la delataría.

Yo también sonreí.

-¿Así que admites que cocino bien?

Rafael, borró el gesto triunfal y dando media vuelta, salió de mí cocina. Era de ese tipo de gente incapaz de admitir en público las bondades ajenas. Puede que a causa de que él carecía de todas. Hubo un tiempo que creí que podía esconder alguna. Pero los años me hicieron ver la realidad. El mayordomo era un ser egoísta y que en ninguna circunstancia abandonaría sus intereses por nadie.

Y yo tampoco podía obviar los míos. Continué probando a más aspirantes. Dos semanas después, ya había perdido toda esperanza y de pronto, llegó hasta mí una mujer de unos cuarenta años. No era precisamente la imagen de la buena salud. Estaba tan delgada que en comparación, yo era una mujer entrada en carnes. Sus ojos pardos apenas poseían vida. Tenia esa clase de mirada que se apaga cuando uno ha visto el infierno de cerca. Su pose tampoco era digna. Hombros caídos, manos entrelazadas, como si continuamente implorase un milagro. La impresión no era precisamente de alguien que supiese alimentarse. Pero con franqueza, me dio lástima y acepté que cocinase algo.

-¿Qué pensáis preparar? –le pregunté.

Ella me miró temerosa.

-Lo que vos deseéis, doña –dijo en un tono tan bajo que me costó entenderla.

Le señalé los ingredientes que había sobre la mesa.

-Al contrario. Deseo que me mostréis vuestro buen hacer con lo que veis. Son del todo corrientes. ¿Cuál será el plato?

Ella los miró durante unos segundos. Parecía incapaz de decidirse. Pero, como si de repente la varita mágica de un hada la hubiese tocado, su rostro cambió de expresión. La oscuridad dio paso a la luz. Sus ojos se iluminaron y su cuerpo se liberó del pie que la oprimía. Con una vitalidad imposible en un cuerpo que estaba a punto de quebrarse como el cristal, se acercó a la tina y se lavó las manos. Se las secó con energía y se enfrentó a los alimentos que debía manipular.

-Haré arroz –anunció con autoridad. Y se puso manos a la obra. Llenó un cazo con agua y la puso a hervir. Seguidamente, comenzó a pelar y a cortar cebolla. Atacó al pimiento  y troceó, ante mi estupefacción, un chorizo. En una cazuela puso aceite y comenzó a pochar las verduras, con total firmeza. Sin la menor duda. Cuando consideró que estaban a punto, tiempo con el que estaba completamente de acuerdo, echó el embutido. Cinco minutos después añadió el arroz. Lo sofrió un poco, echó el agua hirviente y aguardó pacientemente.

-Bien –dije llenando dos vasos con *aloja. Se lo ofrecí y mientras bebíamos dando unos sorbos, contemplamos la cazuela, sin mediar palabra. No quería intimar por si el resultado era un desastre; pues jamás había escuchado que alguien hiciese un arroz con chorizo. Claro que, si lo pensaba bien, yo también había mezclado ingredientes que a simple vista eran incompatibles. Al menos, la mujer tenía iniciativa. Algo que en la cocina era muy valioso; en especial cuando escaseaba la comida.

*Vino aguado con miel y especias.

La aspirante apuró la copa y sacó el cazo del fuego.

-Listo. ¿Queréis probar?

Cogí una cuchara y tomando un poco, tras soplar, lo caté. Ella me miró expectante, pero para nada nerviosa. Se la veía segura de que había creado una comida muy apetecible. Y, en verdad que lo era. El arroz en su punto, ni crudo ni pasado. Y el sabor que le daba el chorizo, una mezcla deliciosa para el paladar. Suspiré aliviada. Ya tenía una cocinera.

-Muy bueno –dije.

-Siempre me sale perfecto –añadió ella.

La falta de humildad, en esa ocasión, no me pareció molesta. Era realista y cuando algo era cierto, lo era. Así que, dije:

-Veo que domináis la cocina, señora…

-Leandra Montilla, natural de Úbeda. Llegué a Sevilla hace quince años. Vine con marido. Era ceramista. Y digo era, porque la peste se lo llevó. Me ha dejado viuda y con cinco hijos. Como comprenderéis, los ahorros se están agotando y necesito con urgencia trabajar. Nunca antes lo había hecho, pues mi esposo podía mantenernos con holgura. Pero os aseguro que no me tiembla la mano por tener que hacerlo. Como imaginareis, la casa y cinco churumbeles apenas te dejan tiempo libre. Una acaba agotá al final del día. Os aseguro que haré to lo que me mandéis. Y como habéis comprobado, no se me da mal la cocina. He tenio que hacer malabares pa salir adelante con lo poco que había pa llevarse a la boca. Y os pongo al tanto de que tengo una hija, Asunción, que es tan diestra en esto como yo. La he enseñado desde bien niña. Podríais ponerla a prueba. Si no os acomoda, pues no pasa ná –dijo sin apenas respirar.

Le sonreí para tranquilizarla.

-Es notoria vuestra destreza, Leandra. Si os placen las condiciones, podéis entrar a mi servicio. Y que mañana venga vuestra hija.              

-¡Dios os bendiga, doña Viana! Sois muy buena –exclamó la mujer rompiendo a llorar.

Le di otro vaso de aloja. Con dedos trémulos lo llevó a los labios y lo apuró de un tirón.

-No os arrepentiréis, doña Viana.

No lo hice. Su hija de quince años era igual de buena cocinera como su madre. Y cómo, finalmente, debido a la pérdida de la mitad de población la lista de invitados a la boda se redujo notablemente, las tres y dos ayudantes más, seríamos suficientes para salir a flote.

Con el trabajo hecho del día, decidí que me convenía un buen paseo y una visita a Carmen.

Crucé la plaza San Francisco y cogí la calle de la Sierpe. Antiguamente llamada Espaderos, por el número de establecimientos que hacían o se dedicaban a vender espadas. El nuevo nombre se le adjudicó porque unos decían que por su forma serpenteante, otros por historias mágicas del pasado que contaban que en las alcantarillas vivía una serpiente que devoraba a los niños. El resto opinaba que era a causa de la Cruz de la Cerrajería o porque en la calle vivió un hidalgo llamado Álvaro Gil de las Sierpes. Pero no era el único ilustre. Al final se encontraba el palacio de Lebrija propiedad de la familia Paiba. Dejé la calle a mi izquierda y me enfilé hacia la iglesia de San Salvador. Durante el recorrido pude apreciar los estragos de la plaga. La mitad de los edificios estaban deshabitados. Pero como siempre ocurre en esta vida, lo que es desgracia para unos, es beneficio para otros. Muchos de los desarrapados, ahora, tenían un techo donde vivir.

Llegué a la plaza de la Alfalfa. A aquella hora apenas quedaban puestos. Sin embargo, el lugar estaba bastante animado. El implacable sol de media tarde se había tornado más tolerable y siguiendo la costumbre ancestral, solamente interrumpida por el gran desastre, muchos vecinos estaban apostados ante las puertas de sus casas charlando.

Seguí caminando hasta alcanzar mi destino, la calle Caballerizas, junto a la casa Pilatos. Llamé a la puerta de la casa de mi amiga y ésta, al verme, se puso muy contenta, pues apenas nos habíamos visto; lo cuál me echó en cara. Yo hice lo mismo. Finalmente, nos prometimos que, a pesar del inmenso trabajo, no volvería a ocurrir.

Me ofreció agua aderezada con hierbabuena y nos sentamos junto a la ventana, donde tenía la mesa de trabajo. Me mostró las telas y los bocetos para el vestido de novia. Seda pura de color violeta ricamente bordada en hilos de oro. A pesar de mis sentimientos, no pude evitar que un resquemor me cruzara el estómago al pensar que esa maravilla hubiese podido ser para mí propia boda.

Carmen posó su mano sobre la mía.

-Sé lo que estás pensando. No te hagas mala sangre. Era mezclar agua con aceite. 

Le aseguré que eran brumas que se habían despejado. Y le conté el jaleo que tuve en mí cocina, pero que ya estaba solucionado gracias a Leandra y a su hija.

Por mí tono apagado, conociéndome bien, como me conocía, supo que no era cierto. Imaginé que pensaba que ella había conseguido su sueño, mientras que el mío se estaba truncando. Y no erré.

-Si no estás a gusto con esta nueva situación, vete. No tendrás problema en encontrar un nuevo trabajo y mucho mejor. Tú fama ya es notoria y después del banquete, aún tomarás más prestigio. Además… ¡Tú tienes pinrreles! Surgiste de la nada y has subido ya muchos escalones. No te resistas antes de llegar a la meta.

-Dudo que tenga problemas con Leandra –dije.

Carmen hizo revolotear la mano.

-¡Quita, quita! La cría de león parece un gatito, pero al crecer saca las garras. ¡No te fíes! Lo sé muy bien. He pasado lo mío. La zorra de Albina lo aprendió todo de mí madre y la traicionó montando otro taller. Pero a cada cerdo le llega su San Martín. Murió hace tres meses y me han dicho que sufrió como una perra. Como decía mi santo padre, la ambición es buena; siempre y cuando no eches piedras a los otros. Tú no harías nada malo dejando a los Galiana. Ya aleccionarás a esas mujeres. Claro que, te aconsejo que guardes muy bien tus secretos culinarios.

La miré perpleja.

-Parece mentira que digas eso. No soy boba. Es el arma que me abrirá todas las puertas. Pero, olvidemos mis cuitas. Muéstrame lo que piensas hacer.

-Tengo un trabajo enorme. El verdugado interior lo armaré con grandes aros. La vasquilla quedará rígida y muy acampanada, como dicta la última moda. Las enaguas ayudarán a darle un aire de movilidad. El corpiño lo haré de cuero, con tablillas y cartones; así el pecho quedará alisado. En una palabra, la novia irá fabulosa.

-Tú también triunfarás –le aseguré.

-Viana. Hazme caso. Los Galiana están tan  confiados de que te tienen en sus manos que impondrán sus normas. Y la nueva señora está acostumbrá a tener mucho servicio. Tú cocina se llenará de mujeres enredando entre fogones y cada una de ellas intentará darte la zancadilla para que pierdas poder. No lo permitas.

-Todo se verá con el tiempo. Debo irme.

Me despedí y regresé a casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 23

 

 

Encontré al señor tomando una copa de vino en el patio. Era algo que raramente hacía. Por lo general, prefería descansar en la biblioteca o en sus habitaciones. Le comunique que en una media hora estaría la cena lista. Aseveró sin pronunciar palabra y fui a la cocina. Nila estaba frotando la mesa con ahínco.

-Buenas noches, doña Viana. ¿Se ha enterado de la gran noticia?

-Pues, no –respondí poniendo la olla en el fuego.

-Hoy han notificado al amo que oficialmente es Barón de Elindez.

Como viudo, era lo natural. Como también que su posición social había subido notablemente. Ser hidalgo era una categoría privilegiada, desde luego. No se pagaban impuestos, ni se era encarcelado por deudas. Tampoco podían ser llevados a la horca en caso de ser condenados, se les cortaba la cabeza. Pero ser noble era muy distinto. Mucho más respetable y con más cercanía a la corona. La unión de su hijo con la futura vizcondesa, aún lo encumbraría más.

Dejé de pensar en ello y me concentré en el fuego, como hacía siempre que algo me preocupaba.

Una vez lista, entregué el cocido de garbanzos a la doncella y me senté notándome muy cansada. No había sido un día especialmente duro. Pero me sentía exhausta. Imaginé que era debido a la tensión soportada durante las últimas semanas. Y me dije que, a partir de ahora, me lo tomaría todo con más calma.

Pero mis propósitos se vieron truncados muy pronto. Estaba yo trajinando entre verduras cuando la vizcondesa Herminia de Mayoral entró en mí cocina. Algo del todo inaudito. Por lo general, por no decir nunca, los nobles jamás pisaban un lugar que consideraban de baja estopa. La señora jamás lo hizo, como tampoco tener tratos con los sirvientes. En los años que llevaba en la casa apenas conversé con ella en tres ocasiones.

-Vizcondesa –musité haciendo una leve reverencia ante su figura alta. Se trataba de una mujer peculiar. No atractiva, pero con tanta seguridad que era imposible no percatarse de su presencia. Se trataba de ese tipo de personas que llenan una habitación y no precisamente por su verborrea. Era su actitud altiva y tan severa que parecía ser la superiora de una comunidad religiosa. Y la percepción no era errónea. Por lo que me contó Carmen, su aspecto concordaba con la realidad. Todas sus clientas la conocían y como suele ocurrir entre los superiores no se escondían de chismorrear ante los sirvientes. Era como si en lugar de personas estuviesen ante seres cuya única meta fuese trabajar como un burro e intentar conservar su trabajo absteniéndose de comentar nada de los secretos que escondía la casa. Escuchó, con tono de burla, que era una mujer muy piadosa. Rezos, algún acto de caridad, misa diaria. Una beata en toda regla. Y que su esposo, harto de tener a una santurrona en casa, se buscó otras distracciones mucho más terrenales. Y la barragana que ahora ocupaba su divertimento era una muchacha que podía ser su nieta. Pero que a pesar de su juventud parecía ser que era experta en volver locos a los hombres. Por supuesto, lo enloqueció y consiguió que el viejo le comprase una casa y le asignara una cantidad fija de dinero. Tampoco escatimó en regalarle gran cantidad de joyas.

La vizcondesa no pudo hacer la vista gorda, ya  que su esposo no se comportaba con la discreción que siempre le caracterizó. Toda Sevilla estaba al tanto de su vida disipada. Pero era demasiado tarde. Y negándose a ser la burla de todos, argumentó que Rodolfo había sido hechizado por esa bruja y que tomaría cartas en el asunto. Y lo hizo. La acusó ante la Santa Inquisición. Como es natural, esos malditos curas aceptaron sus quejas con el mayor gusto. Apresaron a la pobre muchacha y tras recibir torturas espantosas, fue condenada al exilio. Así que, una madrugada, fue metida en un barco camino a las Antillas. El vizconde montó en cólera; mientras que su mujer rezó aún con más fervor para agradecer que la hubiese librado de esa maléfica mujer. El resultado fue que su marido la ignoró por completo. Hiciese lo que hiciese, le resultaba indiferente y si antes se consoló de su insufrible mujer con una rabiza, ahora eran decenas las que pasaban por su entrepierna en la Mancebía. Como era lógico, el matrimonio jamás mostró la inquina que se profesaban ante los demás. En sociedad, eran una pareja modélica.      

-Viana. Tenemos que hablar del menú de bodas. Quiero que sea un festín. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ofreceremos lo mejor. No queremos escatimar gastos. Por supuesto, lo daremos en nuestro palacio. Aquí no hay sitio para tantos invitados. Así que, tendrás que desplazarte con nosotros los días previos –me dijo.

No hubo el menor asomo de amabilidad. Ella tan solo daba órdenes. Y su orden me desagradó. Y mucho. Por lo que dije:

-Estoy habituada a esta cocina. Puede que en vuestra casa no obtenga los mismos resultados.

Ella me miró con aire burlón.

-¿Imagino que no condicionarás tus habilidades al entorno? Si ese es tú caso, mí cocina aún te hará mejor cocinera; pues es infinitamente más espaciosa y con utensilios mucho mejores. Claro que, si no deseas hacernos este favor, podemos encontrar a otra que no nos haga tantos remilgos. La ciudad está llena de mujeres que buscan trabajo con desesperación y la gran mayoría saben cocinar.

Estuve tentada de rechazar el trabajo. Los inicios no eran precisamente los más adecuados para que dos mujeres colaborasen. La vizcondesa era una *cabezaolivo y tenía la convicción de que, en cuanto al banquete que deseaba dar, tampoco nos pondríamos de acuerdo. Pero di mi palabra y la cumpliría hasta el final. 

-No tengo ningún problema en ir a vuestra casa, vizcondesa. El señor merece la mejor cocinera para la boda de su hijo –contesté con impertinencia.

Ella levantó el mentón.

-Te espero mañana después del desayuno –dijo. Dio media vuelta y desapareció.

Me dejé caer en la silla con semblante tan sombrío que Nila, cargada con el cubo de agua, me preguntó:

-¿Os encontráis mal?

-Solamente me he topado con una mosca cojonera –gruñí. Pero intenté apartar el mal humor y di un manotazo al aire. Apoyé las manos en la mesa y levantándome, añadí: No tiene importancia. Todo tiene solución en este mundo.

Nila sacudió la cabeza.

-Es la frase más tonta que he oído en mi vida. La muerte no tiene solución, doña.

-La muerte es un desenlace natural –refuté.

Nila parecía querer iniciar un debate y demostrar que era ella quién estaba en poder de la verdad.

-¿Y qué me decís de el exceso de sal? No tiene remedio. 

No tuve otra que darle la razón.

-Pues si no hay solución, habrá al menos que soportarlo con paciencia. Pero la faena no admite espera. Hay que preparar la cena.

-Doña Viana tiene razón. Los señores aguardan hambrientos. Vos descansad. Me ocuparé de todo ¡Vamos, niñas! Cortad, queso y jamón pan –dijo Leandra.

 

 

*terca

De repente, recordé las palabras de Carmen. El gatito estaba comenzando a sacar las garras y no podía consentirlo.

-En esta cocina mando yo. Nunca lo olvidéis, Leandra. Vos encargaos de freír el pescado. 

Aquella noche me metí en la cama y aunque mi intención era dormir a pierna suelta, no lo logré. Mi mente se llenó de platos, fogones y mujeres danzando a mí alrededor, en una cocina extraña donde me vería obligada a crear mis excelencias junto a la cocinera que ya tenía la vizcondesa.

Como es natural, me desperté dolorida y más cansada que cuanto me acosté. Pero era una profesional y preparé el desayuno sin que afectase mí ánimo.

Tras terminar la tarea salí para ir al palacete de los vizcondes de Mayoral, situado cerca de la Catedral. Una casa solariega y lujosa. Aunque, el patio, a pesar de ser mucho más amplio, no tenía el encanto ni el tazado de los Galiana. En cuanto a la cocina, la vizcondesa no mintió al alabarla. Era tres veces mayor que la del hidalgo Blas. Y en lugar de un horno, había dos. Aún así, como suele ocurrir cuando uno se pone sentimental, la mía la consideraba especial.

En cuanto a ponernos de acuerdo con la elección del menú, como predije, fue una batalla continua. La mujer, pasando de la situación que conocía de sobras, estaba empeñada en servir viandas que eran, por el momento, imposibles de conseguir o que no eran de temporada. O eso al menos creía yo. Siempre consideré que el dinero era capaz de conseguir muchas cosas. Pero en ese momento, comprendí que podía comprarlo todo. La vizcondesa me aseguró que tendría lo necesario para hacer lo que nos viniese en gana. Así que, me sugirió unas ostras escabechadas. Al momento la rebatí, alegando que debido a los especuladores podrían llegar en mal estado. Y que no era asunto de envenenar a los invitados. Asombrosamente, acepto el consejo. Le propuse, dada la estación del año, comida refrescante. Ahí ya arrugó el morro. Me recordó que se trataba de ofrecer lo mejor a los notables de Sevilla. Y yo insistí que la comida estaría realizada por, con toda seguridad, la mejor cocinera. Ella soltó una media risa cargada de escepticismo. Pero no me achiqué. Y argumenté que si me había designado para tan gran evento, era precisamente por ello. Así que, debía confiar en mí o me vería en la obligación, a pesar de haber dado mi palabra a mi señor, de renunciar.

La amenaza surtió efecto.

-Te aseguro que si no fuese por don Blas, no me importaría tratar con otra. Por ejemplo, la mía. Cocina tan bien como tú o incluso mejor. Pero como no hay remedio para cambiar las cosas, dime que piensas hacer.

Mis intenciones era buscar platos no muy complicados y que no necesitasen mantenerse calientes. Para ello se hubiesen necesitado cinco veces más fogones y hornos de los que disponíamos, y por supuesto, un número indecente de ayudantes de cocina.     

-Una sopa fría de varias verduras a mi elección y para aquellos que les apetezca caliente, judías con tallos de cardo en salsa. Ternera, pollo y anguila guisados con acompañamiento. Por supuesto, huevos de varios tipos, aceitunas, quesos, jamón, y demás. Para los postes, fruta fresca, una tarta de mazapán de almendras, frutos secos y las yemas cubiertas de chocolate. A parte de otras delicias que recrearé en su momento y que son una sorpresa. Que como es natural, ya que habéis degustado mi comida en más de una ocasión, no defraudará a nadie –dijo con tono que no admitía censura.

Julia Ortiz, vizcondesa de Mayoral, acostumbrada a que sus mandatos fuesen cumplidos al instante, cedió. Claudicó ante una muchacha de diecisiete años, que por azar de la vida y por su propio esfuerzo, se había ganado una fama del todo justificada.

Con el paso del tiempo, he llegado a la conclusión que, ese momento, fue uno de los más gloriosos de mi vida. Los posteriores, aún estaban por acontecer.

 

 

 

 

 

 

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 24

 

 

A partir de ese momento, mi cocina se convirtió en un campo de batalla. Tras preparar la comida diaria me enfrascaba en nuevas experiencias culinarias. Algunas combinaciones eran espantosas y otras aceptables. Pero la mediocridad no era mi meta. Debía encontrar el punto genial en la mezcla para la sopa de verduras. Estaba dispuesta a asombrar a todos, a demostrar que los años de aprendizaje estaban dando buenos frutos. Aunque, inconscientemente, esta ansia tenia otra finalidad. Las cosas en la casa habían cambiado mucho. No por el hecho de que Carlos fuese a casarse. Ese asunto lo tenía superado. Pero, al parecer, él no.