La llama blanca de la Aurora[259]
El concepto de Aurora se va gestando en la obra de María Zambrano hasta irrumpir como tema absoluto en uno de sus últimos libros titulado precisamente De la Aurora. Ya en Claros del bosque se dedicaban muchas páginas al «despertar» y se nos hablaba de la palabra naciente, aquella que «nos sorprendería como el albor de la palabra».[260] En De la Aurora, María Zambrano se aproxima a este concepto refiriéndose a la «razón poética». Esta razón poética o razón de los sentidos es, sin embargo, el punto de partida de un conocimiento que, a juicio de la filósofa, abarca más que el alcanzado por la racionalista «ya que la razón al desentenderse de los sentidos, renuncia por ello a la plenitud de su uso»,[261] y es «quizá, la única que pudiera hacer de nuevo encontrar aliento a la filosofía para salvarse —al modo de una circunstancia— de las tergiversaciones y trampas en que ha sido apresada».[262]
Aurora, pues, significa, en primer lugar, alba de conocimiento, de un conocimiento que aspira a ser fundamentalmente revelador y a devolver a la mente humana actual, de rígidas facetas, la capacidad de visión e integración en lo fluctuante. Alba de conocimiento significaba también la Aurora para Jacob Böhme, el zapatero del siglo XVI —considerado por Hegel como el primer filósofo alemán— que igualmente dio ese nombre a un libro donde se lee: «Llegó ya el tiempo de la restauración de lo que se perdiera, en que los hombres verán y gozarán de la perfección y andarán en el puro, luminoso y profundo conocimiento de Dios. Por eso saldrá antes una aurora en la que se pueda elegir o notar el día; quien quiera dormir que siga durmiendo y quien quiera velar que aderece su lámpara y siga velando».[263] Nietzsche, que tituló igualmente con ese nombre uno de sus libros, habla en él de la locura —«[…] el contemplativo, hoy a menudo llamado neurótico, angustiado […] que la angustia indispensable para ser hombre se confunde ahora con una enfermedad»,[264] dice María Zambrano— como de algo que ha abierto camino a nuevas ideas, recordando la frase de Platón «la locura ha derramado los mayores beneficios sobre Grecia».[265]
Mas es acaso en San Juan de la Cruz donde la expresión del concepto de la Aurora es más sutil. Al explicar su verso «en par de los levantes de la aurora» dice: «Así como los levantes de la mañana despiden la oscuridad de la noche y descubren la luz del día, así este espíritu sosegado y quieto en Dios es levantado de la tiniebla del conocimiento natural a la luz matutinal del conocimiento sobrenatural».[266] Se trata, pues, siempre de un conocimiento que además se eleva de la sombra y aporta luz; nace, por lo tanto, en un marco de oscuridad. En María Zambrano el marco queda perfectamente delimitado, y todos los elementos surgen en la página casi con un carácter necesario. Así, entre los primeros, la penumbra y la opacidad de la materia como posibilidades de visión; y en esa carencia, el lucero, Venus: «una luz que despierta el corazón y lo llama hasta hacerlo suyo»,[267] una luz que es esperanza.
La Aurora supone, pues, un despertar y, por ello, un sueño previo necesario. Es el límite entre ambos y se presenta como una raya, «como una línea que separa. […] El alba comienza a fundirse, casi a huir, ofreciendo levemente la imagen de todo un reino»,[268] y es a su vez «anunciada por un específico silencio, por un silencio revelador».[269] No sorprende, así, que sea propicia a apariciones: «Por amplias que sean sus alas, la luz auroral que sigue al alba es como un boquete, un lugar que tiende a absorber y ofrece al par la inminencia de que algo inconcebible aparezca. ¿Un ser? Un animal quizás».[270] El alba es, además, garantía de vida por su carácter uno y repetido, es decir, por el hecho de producirse cada día «y para que la vida se haga, a su vez, cada día; para que el ser y la vida unidos no mueran de una vez para siempre».[271] Esto le otorga un carácter de nacimiento, en cierto modo casi de creación, debido a su «disponibilidad pura y entera, pues que no hay en ella sombra de avidez. […] Sólo cuando la mirada se abre al par de lo visible se hace una aurora»,[272] y por ello, lo que ésta revela es algo intacto («La Aurora, y antes el alba, anuncian algo que débilmente se insinúa, indeleblemente también: lo intacto»).[273] Su verdadera esencia, sin embargo, es el alumbramiento, ya que «da a luz, la luz misma que vemos».[274]
Ese conocimiento fruto de la visión poética recogida por María Zambrano en De la Aurora, sin embargo, es un conocimiento enigmático, es decir, que se produce mediante enigmas, unión de contrarios. Y así, junto a lo expuesto, se nos dice igualmente de la Aurora: «Pero también puede ser un filo lo que abra el camino […] puede ser realmente sombra, una sombra de la luz».[275] Y además: «En el ser humano, como se sabe, anda la luz escondida en las tinieblas, siendo ella, la luz, lo inicial. Y así la Aurora es no el comienzo, sino el centro del día en medio de la noche, el día-noche, la luz, tinieblas que luego se separan sin perderse una en la otra. La vida misma, pues».[276]
Innumerables son los conceptos, las intuiciones poéticas que nos ofrece esta obra singular; a la acuñada imagen de aurora como rosa añade, por ejemplo, María Zambrano, la de llama encendida —en otro punto transformada en llama blanca «cierta y leve»—. La Aurora es en ella también preludio, un «momento libre aún de tiempo»,[277] aquel que revela el origen cósmico de la conversación, «continuidad del silbo y de todo lenguaje no humano»[278] que la música y el poema rescatan. Y junto a ese lenguaje, el de los astros: «La palabra sola, a solas ya roto el círculo, manifiesta y oculta en una órbita sacra que responde a las órbitas de los astros que rigen y sostienen como palabras ellos también, el firmamento visible desde más allá, desde donde los cuatro elementos no tienen razón de ser, en la indiferencia de la pura luz, donde no hay muerte al no haber elementos».[279]
Y todo se expresa en un tono que sólo tiene analogía con el utilizado por los místicos, ya que se trata de un rodear, de un cerco que la misma visión poética, como a ciegas, lleva a cabo en torno a aquello que acaso por esencia es fugitivo a concreción. Por ello el texto nace a veces como una nebulosa, otras como a la luz del mismo instante, aquel en que «ni del todo es de noche, ni del todo es de día»,[280] donde surge de pronto el conocimiento, según dice San Juan de la Cruz, como el pájaro solitario; y surge como destello, como visión, como destellos y visiones que le otorgan sentido. Y éstos nacen a veces sencillamente de observaciones simples, que tanto nos dicen, por otra parte, de nuestra concreta aurora, como ésta, que es casi un comentario al paso de un verso de Calderón: «El delito mayor del hombre es haber nacido, quiere decir ¿de no haberse quedado creado simplemente? ¿De haber apetecido nacer? Y nacer sólo se puede fuera del Paraíso».[281]