Los números del alma[106]

«De la salida del jardín encantado, del ansia loca de probar el árbol de la ciencia, quedó como manzana encantada el arte, la magia de su tiempo inventado», escribe María Zambrano[107] y, con estas palabras, une el concepto de arte —fruto prohibido— con el de tiempo, un tiempo que no es el real y, por ello, es especialmente atractivo, sobre todo para el poeta al que mueve la «prisa de llegar saltando sobre el tiempo».[108] El tiempo se revelará también clave en el pensamiento de la filósofa porque lo es en el proceso que conduce a la «razón poética», concepto acuñado por ella en contraposición a la «razón pura» y la «razón práctica» de Kant y la «razón vital» de Ortega y Gasset. Ya en uno de sus primeros ensayos, titulado Hacia un saber sobre el alma, que data de 1934, donde hablaba del «oculto orden» del alma y proponía «ir descubriendo el alma bajo aquellas formas en que ella sola ha ido a buscar su expresión, dejando aparte por el momento lo que ha dicho el intelecto»[109] sobre ella, lo había presentido, pues concluía, además, que era necesario «descubrir esas razones del corazón».[110] Y, buscando esas razones, se topó con el tiempo, pues halló el ritmo, la danza, el canto, el número y la música.

El corazón, para María Zambrano, es centro y también el primer paso a la palabra, porque es latido que nos habla del ser que lo posee y actúa además como un imán que atrae la voz del cosmos y se hace eco de ella en su caverna. Desde ese ensayo —incluido años más tarde en un libro al que dio nombre— y otro del mismo año 1934, titulado Por qué se escribe, donde afirma que el poeta revela un secreto, aunque no se le hace siempre inteligible, y habla de la ebriedad como estado en el que nace la poesía, la filósofa avanza —y se diría que empujada por el tiempo o huyendo de él—, por una senda oscura, hacia la «razón poética», que muchos años después, en De la Aurora (1986), acabará por confesar es órfico-pitagórica.

El latido del corazón, en sí, es un metrónomo que mide el transcurrir, lo cual sitúa al hombre cara al final, cara a la muerte, eso desconocido que está del otro lado de la vida. En esa senda oscura que sigue María Zambrano se encuentra, en primer lugar, ante dicho enigma y constata que aquellos hombres que llevaban a cabo antiguos rituales, por desesperación y por deseo de saber, se embriagaban y, embriagados, seguían los pasos del que había cruzado el límite, del que había atravesado la barrera de la vida y descendido a los infiernos (Dioniso, Orfeo). Cuando alcanzaban a liberarse de la razón —que impone el tiempo real—, se hacían receptivos, receptáculo, para albergar en sí al ser mismo de quien había realizado esta proeza. Entonces, el dios los arrastraba a su tiempo, a su propio ritmo, nos dice María Zambrano, y en esta situación el hombre danza y se entrega al canto, a la música libérrima, pues «los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados».[111] Paradójicamente, dicha iniciación se lleva a cabo, a su vez, a través del ritmo que es el que permite seguir al dios «a los infiernos, a los abismos donde lo que sucede es indecible. Y como es indecible, se resolverá en música. Y en la forma más musical de la palabra: poesía».[112]

¿Qué fue primero, en esa ebriedad a la que el hombre desesperado se entrega, el gesto o la voz? Zambrano afirma que el dios, al infundirse en el alma «la hace danzar […] para que se atreva a expresarse».[113] En esa «danza» surge la palabra sagrada que es acción. Y hasta la inteligencia, aunque sea pasiva —dice— «muestra una leve acción: la de dejarse imprimir en modo específico, la aptitud para revelar»,[114] porque «el hombre ha de ser movido y ha de moverse, las dos cosas sincrónicamente».[115] Acaso sería, pues, primero la danza, el movimiento, ya que tanto el corazón para latir como el pulmón para respirar necesitan moverse. Y si es también a través del aliento, a través del respirar, como surge la revelación del dios —ya que «todo lo trasciende la respiración del ser»[116]— y esa respiración nace como ritmo inicial, habrá que creer que es el gesto del pecho y el del corazón (que se ensanchan y se encogen, dan cabida, acogen y recogen, estrechan), el origen, lo primero, y, además, gesto, en sí de amor y de deseo abarcador.

Sin duda el gesto del pecho se expande a todo el cuerpo y lo impulsa. Por ello podría creerse que la ebriedad de esos rituales órficos y dionisíacos era análoga a la que induce a la danza de los sufíes, que se debe al ritmo del aire al entrar y salir del pulmón. Ese movimiento, que se da en el ritual, y unido al canto, ha sido a su vez preparado por el ritmo y por el canto que nace también del aire al cruzar el cuerpo. Y, tras cruzar el cuerpo, cruza también el espacio, no sólo el espacio real, sino la realidad, porque «la realidad tiene que ser traspasada».[117] Ese canto es un canto de repetición —letanía o monodia— del cual «los conjuros mágicos no son otra cosa que su remedo».[118] Así, el que se ha entregado a la ebriedad ritual, a través de ese canto, se hace uno con el que está más allá, con el dios, y se hace, por tanto, sujeto de revelación. «Es la danza operante que unifica el ser y el sentir».[119] Y el que siente el «ser», olvida el «existir», olvida el tiempo.

Para aquellos hombres primeros que Zambrano encuentra en su senda, el tiempo era un dios, era «Cronos, padre vencido por Orfeo» —observa—. Vencido, añade, «por el encanto del número sagrado»,[120] porque la música es «tiempo racionalizado»[121] y «nació para vencer el tiempo y la muerte, su seguidora».[122] Ya que, una vez se ha cruzado el límite, la muerte, que es un tránsito, se diluye. Y «lo que se revela y se hace accesible por la música son los infiernos del tiempo de la naturaleza, del alma entre la vida y la muerte, que hubo que atravesar para saberse a sí misma y ponerse a salvo. El simple sentir del tiempo —observa también la filósofa— es ya infernal. El número lo reduce, lo racionaliza».[123] Por ello, «cuando estamos presos del sentir del tiempo, contar es una actividad aplacatoria, una especie de rito».[124] Y así «las fórmulas matemáticas conservarán siempre las huellas de su origen mágico».[125] Orfeo, al emprender su viaje, asume el apurar la copa del tiempo, el padecerlo. Y «padecer el tiempo es recorrerlo sin ahorrar abismo alguno: la muerte y aún algo peor, este andar perdido, el andar errante».[126] Pero he aquí que «al apegarse —los tales órficos, los llamados pitagóricos— al padecer, quedaron vencidos por el logos que enuncia y declara, que llega a definir; ya que tal padecer cuando es en vivo es indecible».[127]

Orfeo, pues, emprende un viaje que es un padecer, pero en el padecer —dice María Zambrano— se da también una actividad. Y la acción de Orfeo es una acción poética que «se desata en delirio»,[128] que es «el principio de la poesía»,[129] y en llanto y gemido, que son el «principio de la música».[130] Pero el llanto, el gemido de Orfeo, «no es queja desesperada, imprecación, sino dulzura secreta, misteriosa dulzura que sale de las entrañas del infierno. […] y esta dulzura y esta mansedumbre permitirán a la razón, a las razones, entrar en los lugares infernales: serán el puente que el alma mediadora tiende siempre entre la razón y la vida en su padecer infernal, entre el sufrimiento indecible y el logos».[131] Ese puente, construido con unidades de ritmo, tiene un amplio alcance, porque, dice también María Zambrano: «La música órfica es el gemido que se resuelve en armonía; el camino de la pasión indecible para integrarse en el orden del universo. Orden y conexión de las entrañas identificado con el orden y conexión del universo por los números».[132] Es decir, forma de conexión de lo profundo del yo con lo profundo del universo y por ello los pitagóricos decían: «La música es la aritmética inconsciente de los números del alma».[133] Y en busca de esos «números secretos del alma, del mundo, de la razón»[134] se orientaron.

María Zambrano encuentra, pues, en su senda oscura, «música y matemáticas, dos hijas del número»,[135] que fueron los dones de los pitagóricos, en cuyo catecismo se decía: «Qué es lo más sabio? El Número. ¿Qué es lo más bello? La armonía».[136] Para los pitagóricos, pues, «la razón se puso de manifiesto en números, que son más exactos que la palabra».[137] Ahora bien, la filósofa observa y destaca que si el número se limitara a ser «el que conforma y expresa la estructura de la realidad, “de las cosas que son”, todo quedaría en esquemas; las cosas quedarían desencarnadas, si son cuerpos vivientes; descorporeizadas, si son materiales o cosas hechas por el hombre».[138] Actualmente el cientifismo del número puede ahogar la razón. Lo que perseguían los pitagóricos era distinto, no se limitaban a creer en las matemáticas como fórmula de las cosas, sino que consideraban los números, ante todo, como mediadores para la vida y, por ello, al contrario que Aristóteles, no buscaban un método. María Zambrano dice: «Los pensadores de inspiración pitagórica, del logos del número —del tiempo—, no se encuentran obligados a dar un método, un camino de razones; acuñan aforismos, frases musicales, equivalentes a melodías o cadencias perfectas que penetran en la memoria o la despiertan; “acuérdate” o “para que te acuerdes”, parecen decirnos… o hacen “catecismos” o “manuales” porque el método que ofrecen no es sólo de la mente, sino de la vida; la vida toda es camino de sabiduría, la vida misma».[139] Y ese lanzarse a la vida de los pitagóricos es una fe. Las matemáticas eran una fe, los números eran la «impronta, de algo impreso por los cielos en el alma y en la mente».[140] Y se llegaba a reconocer esa huella —los números— gracias a la observación. En esa observación, dice también María Zambrano, «el alma y los ojos purificándose encuentran esos objetos intermedios entre la tierra y el cielo que son los objetos matemáticos; lo incorpóreo y los cuerpos puros, perfectos, de la geometría, espejos, en cierto modo, de la perfección y de la incorruptibilidad de los astros»,[141] por ello no parten de una pregunta, sino que su actitud es la «común a todo el Oriente, de responder a lo alto, a la llamada de lo alto, volcándose enteramente»[142] —y no hay que olvidar que el pitagorismo nace después de la invasión persa de Asia Menor, que desplazó el mundo helénico de Jonia a la Magna Grecia, y que se dice que Pitágoras viajó a Persia donde conoció a Zoroastro—. «Los objetos de la matemática —prosigue Zambrano—, números y formas geométricas, son los antepasados inmediatos de las “ideas”».[143]

Años más tarde, en Notas de un método, hablando de la pluralidad de la razón, la filósofa se refería a una «razón mediadora», que considera como «un modo de definir la música»,[144] «música, inaudible a veces, que sostiene en su abismo a la vida»,[145] y también «sostiene sobre el abismo a la palabra».[146] La «razón mediadora —dice Zambrano— no pretende llegar al ser, nace de una renuncia tan fecunda que hace oír la música del pensamiento, en un instante que no lleve tiempo, salvando a la vida de su condena a la temporalidad, al mismo tiempo que la acepta, que la trasciende»,[147] porque «toda razón ha de ser mediadora entre la nada y el ser, entre la soberbia de la vida y su acabamiento».[148] Y esa razón mediadora, esa música, es traducción del ritmo que «es la más universal de las leyes, verdadero a priori que sostiene el orden y aun la existencia misma de cada cosa»,[149] dice María Zambrano. Por ello se pregunta, en De la Aurora: «¿Existe, por acaso, una revelación numeral anterior a la manifestación de la palabra? De ser así, pues, no sería en un principio el verbo, sino tan sólo en un comienzo. Ha de ser, como lo atestiguan las lenguas sagradas, que en un principio se dieran número y palabra, que los tres “logos” —el lógico, el matemático, el Spermatikos— fuesen como ramas nacientes de una sola e inescrutable, para el humano entendimiento, raíz».[150]

Esa revelación numeral anterior a la palabra, lejos de ser un dogma inamovible, se mueve, ya que da vida, y anida —dice la filósofa— en «una palabra increada, por el humano hacer, perteneciente no a las “pragmata” sino a las “onta”, no a las cosas del hacer sino a las del ser»[151]; una palabra que es, de hecho, lenguaje, el lenguaje de la naturaleza. En este sentido, María Zambrano sigue a Marius Schneider y habla de la música de las piedras; dice que las piedras pueden cantar o hallarse en estado de encantamiento. Leemos en De la Aurora: «Y el círculo de piedras miliares de Stonehenge, llevadas allí desde inmensas distancias cuando rueda no había, depositadas armoniosamente, tales notas musicales con entidad propia y en inmarcesible relación. Sólo ellas mismas podrían hablar de su origen y contar, y quizá mejor cantar su función. ¿Y si ellas estuviesen allí cantando a la salida del sol y a su ocaso? Un canto inaudible como tantos otros diseminados por la tierra, semienterrados y venidos de antes de la ocultación, canto natural sin encantamiento, pues que otros monumentos parecen tenerlo, tal como las estatuas egipcias estaban encantadas, al decir de Plotino».[152]

Si la piedra canta —canta la armonía de su ser—, el animal se halla dotado también de un lenguaje que puede incluso ser danza, pero es igualmente lenguaje notificativo. Y dice Zambrano: «¿Qué nos notifica la danza de las abejas destacadas del enjambre para buscar lugar nuevo donde albergarlo? ¿Dicen algo, danza y canto, más allá de lo que notifican? ¿Anuncian ya la palabra?».[153] Dicen más, dicen vuelo, añade, «ese algo que se escapa y puede no volver, y que si vuelve es anuncio»[154] de la palabra. Pero la palabra es esencialmente humana —a diferencia del lenguaje—, y el humano, como observó Rilke, está frente al mundo y no sólo en el mundo, como el animal. El humano ve su pasar en la vida, ve el transcurrir, y el transcurrir, además, en la trama del universo. Esa trama, ciertamente, la habían captado ya los pitagóricos, pues «según el logos del número todas las cosas estarían bajo la categoría de “relación” en esencial alteridad por tanto; nunca en sí mismas. El universo integrado por números es movimiento incesante, sin punto de reposo»,[155] movimiento que es, precisamente, la vida, el latido del corazón, el pulmón al ensancharse para que el aire entre y salga, es decir, tiempo. Porque «el tiempo, sentido desde el viejo dios Cronos, no es el tiempo interior, el que sentimos en nosotros mismos y en nuestra vida los hombres de hoy. Es el tiempo cósmico, el tiempo sustancia de las cosas todas, abismo de la realidad. El número y el ritmo lo revelan, lo hacen aparecer y manifestarse, lo que es en él someterse, aplacarse. La máxima realidad que de él se arranque será el alma. El alma, descubrimiento, revelación de inspiración órfica […], que es viaje a través del tiempo».[156]

Será pues el tiempo, la medida, el número, lo que nos dé razón del alma, y en ese viaje con el que la filósofa se identifica, la pureza, la esencia, viene representada por los elementos matemáticos, y dichos elementos, los números del alma, reflejan la armonía que sucede al gemido de Orfeo, la armonía del cosmos. Cada astro —decían los pitagóricos—, da una nota, debido a que las distancias entre los planetas corresponden a intervalos musicales. El hombre, que es en sí una constelación, reproduce en su interior el mismo milagro, halla en el seno de sus entrañas la conexión con las entrañas celestes. Por ello, las operaciones a las que se lanzan los números del alma dan como resultado la misma mousiké, la misma armonía de las esferas.