Pico de ola, confluencias

Un cuadro, una voz, un confín. Éstas son las tres concatenadas partes del libro que leerás al compás que marca la mirada-memoria que Clara Janés ha ido preservando de su encuentro personal con María Zambrano. Un encuentro que incitó un modo de lectura por completo empático por parte de la poeta de esenciales textos de la pensadora, y que va abriéndose en este libro en siete precisas estaciones en que se despliegan sus tres partes. Estaciones de un sueño que deja ver, en su más enigmático y oscuro centro, su más claro núcleo de calma (inevitable hacer referencia a la clara tiniebla de los místicos) donde se abre el rumor del nacimiento de la luz, el tan sutil astro irradiante del final del libro desde el que parece haber surgido toda la penumbrosa esperanza que preside la obra poética de Clara Janés.

Un relato, pues, pautado en cierta danza del pensamiento, que cree hallar su propia raíz poética en los puntos cardinales de encuentro entre sentir y pensar señalados por la filósofa —en especial en Filosofía y poesía, El hombre y lo divino, Claros del bosque o De la Aurora— y sus coordenadas imaginales que, a su vez, siente la poeta que vibran en abismales consonancias musicales de la palabra llevada a su último confín. Reptando apegada a los textos de Zambrano, las glosas de Janés son confluencias hacia el mismo espacio de penumbras tocadas de alegría de aquélla, formulación experiencial del mundo intermedio, de la metaxy platónica revitalizada —Plotino o Proclo mediante, y en una inmersión meditativa propia— por el barzâj de los sufíes, y desde luego bien visible en el cuerpo de diamante búdico, o en las estaciones de niebla del Tao, el espacio sutil tan recorrido por Clara Janés en sus múltiples traducciones del persa o el árabe y al que con tanto rigor se ha referido H. Corbin como mundus imaginalis.

De modo ingenuo —es decir, bien nacido— y natural se acerca la poeta a la pensadora porque en ella encuentra su propio logos poético, la cifra en pensamiento de su misma búsqueda, de su más esclarecida quête espiritual, precisamente la que más se adentra en las espesuras de una noche oscura del alma que abre el nacimiento —lento y paciente— de la claridad, el adentramiento en los infiernos que celan un cielo. No recorre Clara Janés analíticamente ni con un método hermenéutico predefinido las múltiples consonancias que esto último halla entre muy diversas tradiciones espirituales y el propio Nietzsche (en especial en La ciencia jovial) y cómo Zambrano lo abisma en la más clara mística. Pero sí se adentra la poeta —se diría que «adivinatoriamente», en ese propugnado método del roce adivinatorio por el último maestro de Zambrano, L. Massignon— por entre múltiples irradiaciones de estas temáticas espirituales y místicas hasta confluir en decisivos puntos, en los brotes más íntimos del, al par, trágico y místico pensamiento zambraniano, ese arriesgadísimo intento de volver a «pensar el saber», como variada y ampliamente lo he explicado en mis estudios sobre Zambrano.

Y es así como este relato de Clara Janés ofrece en sus empáticas glosas un vívido retrato en movimiento de la pensadora, un cuadro móvil que habla, y tras cuyo horizonte se oye, más que se ve, vibrar un confín alentador de las más íntimas y soñadas esperanzas. Va enhebrando así la vibrante imagen multifacética, caleidoscópica, de una María Zambrano cifrada en un arte, una poiesis, del movimiento, del latido del que surge el pensar, un retumbo de un chamánico tambor que se hace sibilina voz, el sonido que sostiene abismalmente a la palabra, y como ve bien la propia Janés con los Upanishads, es el retumbo mismo de la energía vital que se hace sonido. Palabra, entonces, llevada a su confín musical, y de éste al vacío, al silencio, la nada creadora. Y en esa «nada», en ese oscuro vacío —como poetizara R. Juarroz, asumiendo búdicamente, se diría, todos los intentos del contemporáneo buscar en el silencio la raíz misma de la palabra— hay otra fiesta.

En el centro más oscuro del vacío se columbra el lugar del encuentro entre María Zambrano y Clara Janés, que es lo que, en realidad, relata este breve y tan intenso libro: la historia íntima que esta última vivió como confluencia de su propio sentir con el que, más que percibir, respiró y conspiró con el de María Zambrano: en la sombra llameante, y de ahí el tan preciso y precioso título. Y pues me implica a mí mismo tanto en este su relato, he de decir que , que esa sombra ardiente del pensar poético —ese grano del pensar ardiendo en el amor, según el Abel Martín de Machado— confluye y conspira con mis títulos y recorridos por La razón en la sombra (mi antología crítica de y sobre el pensamiento de María Zambrano) y El logos oscuro (mi reciente y voluminosa monografía sobre la pensadora).

Conspiraciones y confluencias de Clara Janés que le llevan a ser ella misma buena guía del lector hacia el punto exacto de coincidencia en la aurora, en la vibración primera en que, con Zambrano, aquélla se «explicó», o desplegó, su más íntimo sentir de poeta en el amor del mundo. Se diría que Clara Janés halló en su ya interminable conversación con María Zambrano la confesión y conversión a ser lo que verdaderamente ya ella misma era. Píndaro revisitado, y con él, también Nietzsche y Ortega, que tanto amaron verse en aquel espejo del llega a ser el que eres, o ser el que se iba a ser; y así haciendo florecer el ser de su vida, que es ya la esencia misma de todo el pensar de Zambrano: la unión de ser y vida desde el oscuro aliento de un logos que, sí, es también danza cósmica, como lo es Shiva, el dios hindú de todas las metamorfosis; como lo es en tantos sufíes amados por Clara Janés, en especial Rumi o Hafez el persa (el tan amado de Nietzsche), a los que tanto y tan bien ella ha traducido tan cerca de las vibraciones y repiqueteos danzantes apalabrados en el perfecto castellano de san Juan de la Cruz. La danza que, llevando las metamorfosis a ser transformaciones radicales hacia el propio ser, puede hacer del hombre, según Zambrano, un bienaventurado, el hijo del universo, el que se haga cargo de todos los signos obviados por esta nuestra suicida cultura, por completo perdida en, así también para la pensadora, una de las noches más oscuras de los tiempos conocidos. La noche, quizá, de un descenso indispensable a los infiernos de violencia y dominación que nuestra cultura arrastra secularmente. Un paso, tal vez, al más recóndito logos del sufrimiento, la amargura y el sinsentido. Una estación en las más profundas y oscuras fuentes del com-padecimiento que parece arrastrar y arrostrar el llamado Universo, y que hallaría un lugar de comprensión en ese «algo» que «antes» se llamaba alma, como dicen al unísono múltiples tradiciones espirituales, tantos místicos de Oriente y Occidente, el propio Nietzsche (y tantas veces), y Zambrano, y bien recientemente P. Harpur prosiguiendo a J. Hillman, o Richard Tarnas en sus espléndidos La pasión de la mente occidental y Cosmos y psique, recorriendo analíticamente tantos lugares que la pensadora española reveló, y que Clara Janés intuye muy bien y con gran tino cifra también en esas tradiciones.

Se comprende entonces que la poeta recale una y otra vez en el esencial lugar de Claros del bosque y De la Aurora que recita: la música sostiene sobre el abismo a la palabra. Y se diría que —con la mediación que desde el comienzo del libro, en su «retrato» primero de Zambrano, se manifiesta de los dos grandes amigos de ésta, Rosa Chacel y Rafael Martínez Nadal— los pasos que Janés va dando, las estaciones que va cumpliendo, y hallando su centro en una crucial conversación, ya las dos solas, probablemente en marzo de 1986, son traspasos hacia ese auroral confín —muy trágico, en su mismo sentir místico— en que Clara Janés comprendió el sentido del Rumor del astro, como reza el último epígrafe de este libro. Rumor y retumbo de la encarnada luz que había guiado cada despertar de su vida.

Y leyendo este libro podría retumbarle, o levemente repiquetearle, a algún lector aquel cierto ensalmo fascinado con el que Cioran se rendía a la sibila tras una sola conversación con ella en el parisino café de Flore, y al par hacerle recordar al lector del citado Harpur aquel Fuego secreto de los filósofos: «Un fuego interior —escribía Cioran en Una presencia decisiva— que se oculta, un ardor que se disimula bajo una resignación irónica: todo en María Zambrano desemboca en otra cosa, todo implica un matiz de “más allá”, todo […] ¿Quién como María Zambrano, yendo al encuentro de nuestras inquietudes, de nuestras búsquedas, posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles? De ahí que quisiéramos consultarla en los momentos cruciales de una vida, en el umbral de una conversión, de una ruptura, de una traición, en la hora de las últimas confidencias, graves y comprometedoras, para que nos revele y explique a nosotros mismos, para que nos dispense, por así decirlo, una absolución especulativa, y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestros callejones sin salida y nuestros estupores».

Revelación, explicación, y aun cierta dispensa de una absolución especulativa es lo que la poeta Clara Janés fue hallando en María Zambrano y concentra en esa mencionada especial conversación en que comprendió su propia aurora, la que ha ido guiando la travesía de la poiesis que ella misma —su más sí misma— ha ido realizando con su ya inmensa obra de poeta, traductora, narradora y ensayista. Y así, aquí, en este libro aparece el imán irradiante en que se le ha transfigurado su conversión a sí misma desde las «sentencias» de María Zambrano, esos movimientos tan sutiles de la razón yendo hasta el corazón oscurecido, y haciendo de la propia oscuridad última el brotar de una respiración que sólo ya se inspira en la caridad, la misericordia y la amistad. Expirando ya el aliento que a ella misma, a Clara Janés, por en medio de sus callejones sin salida y sus estupores, le viene haciendo ser, con su insobornable vocación poética, hija del universo, en la bienaventuranza de una sombra llameante que, quizá sin saberlo bien ella, reitera el mismo movimiento que le llevó a Zambrano a simbolizar en extrema simplicidad como Pico de ola aquellos dos grandes símbolos que presiden toda la obra de Ibn ‘Arab¯ı y del propio Nietzsche: confluencia entre dos mares, según el primero, cresta entre dos mares, según El crepúsculo de los ídolos. Pico de ola, dice Zambrano, clavada en la picota de la ambigüedad, soportando en alto con el pensar la pluralidad y confluencias de signos que el sentir originario va haciendo nacer por entre nuestras aporías, entresacando del desierto de la misericordia el camino recibido que puede hacer que el hombre se reconcilie con la vida, más allá del puro y sinuoso deseo, más allá del rectilíneo y deslumbrante camino del mero entendimiento.

Y así, sin necesidad de saber esa enunciación zambraniana, inédita hasta hace bien poco, del Pico de ola, Clara Janés asciende en este libro hasta esa confluencia entre los mares del entendimiento y de la sensibilidad. Hasta la razón de luz —Hay que dormirse arriba en la luz, reza el comienzo del Método de Claros del bosque— que fue la razón misericordiosa de Zambrano, su verdadera hospitalidad a una íntegra razón poética, y a la que tan bien presta el vehículo de su voz esta Clara Janés con su, diré, «luz que llama», su persecutora sombra llameante mediante la que reconduce a María Zambrano al centro oscuro de su arder, desde donde se inicia ese ascenso —hay que escalar el propio corazón como si fuese una montaña, tal citó la pensadora al más ardiente Angelus Silesius, el discípulo del gran Boehme— que tanto esclarece, tanto va abriendo, esta caleidoscópica mirada que ofrece Clara Janés en poeta-pensadora, logrando llevar al lector no apresurado a lo alto de la confluencia de su propio pico de ola, donde es posible nacer como hijo del universo.

Jesús Moreno Sanz

24 de junio de 2009