Retorció el brazo del gordo entre sus omoplatos y acercó la boca a la oreja de Karros. Un profundo silencio se abatió sobre la tienda. Todos le oyeron decir algo en su lengua y, después, en griego:
- Esto, por mi hermano, Karros.
El brazo ejecutó un brusco movimiento en torno al cuello del guardia. Se produjo un sofocado chasquido y Karros se desplomó sobre la alfombra.
La asombrada quietud subsiguiente se vio interrumpida por el ciap ciap del aplauso de las manos de Juan Cerulis. Teófano se dejó caer en la silla; le temblaban las piernas de un modo tan violento que a punto estuvo de desplomarse. Hagen permaneció erguido sobre el cuerpo de Karros.
- ¿Significa eso que ocupo su lugar aquí?
Genuinamente divertido, Juan Cerulis amplió su sonrisa.
- ¡Ah, no! -respondió-. Eres demasiado peligroso. Peligroso del todo. Me gusta que los hombres que me rodeen sean más suaves y maleables que tú. Además, como ha dicho Teófano, eres el agente de la emperatriz. Guardias, matadle.
Los guardias, al no tener costumbre de recibir órdenes directas de Cerulis, vacilaron unos segundos, lo que permitió a Hagen dar un salto. La espada de Karros estaba caída en el suelo, entre él y la mesa, y Hagen se plantó de un brinco allí y la recogió.
Tras un alarido a coro, la guardia, compuesta por veinte hombres, cerró sobre Hagen.
El franco soltó un rugido que puso a Teófano los pelos de punta; Hagen giraba allí en medio, sin dejar de mover la espada como el hacha del leñador que tala un árbol. Los guardias que tenía frente a si retrocedieron ante su empuje, precipitándose en retirada por el hueco abierto entre su vanguardia y la mesa donde aguardaban los platos que iban a servirse. Los que atacaban por detrás llegaron hasta Hagen. La espalda y la cabeza del bárbaro quedaron al alcance de las espadas enemigas. Hagen dio media vuelta, se puso de espaldas a la mesa, paró los golpes con la hoja de su propia espada y mantuvo a raya a los asaltantes con una continua ráfaga de golpes tintineantes.
Los guardias se veían incapaces de atravesar la cortina móvil que constituía el vuelo de aquella hoja de hierro, no podían llegar a él; Hagen rechazaba todas las acometidas y contraatacó en un par de ocasiones. Y cada vez mató a un soldado romano.
Se retiraron unos pasos, los guardias, vidriosa la mirada. El franco dio un bote y se puso encima de la mesa, barrió todos los platos y fuentes de comida, gorgoteó el vino y un sonido terrible brotó de la garganta del bárbaro -si eran palabras, no serian griegas, seguro-, como el que produciría un viento retumbante en una vasija de latón. Teófano pensó, espantada, que Hagen se estaba riendo.
- ¡Vamos, asesinos de arbolitos! -Blandió la espada por encima de su cabeza y acuchilló el aire ante sí-. No hay franco vivo que pueda medir su espada con la mía. Veinte griegos como vosotros os creéis capaces siquiera de intentarlo?
Los guardias lanzaron otra arremetida y. de nuevo, mandobles y cintarazos salieron dirigidos hacia él. En la retaguardia del grupo, tres o cuatro giraron repentinamente sobre sus talones y cruzaron corriendo la puerta de la tienda. Teófano contuvo la respiración hasta que los pulmones empezaron a lanzar punzadas. La espalda de Hagen se encontraba a escasos palmos de la pared de la tienda; iban a matarle acuchillándole a través de la tela. Rechazaba todos los golpes de las espadas que tenía al frente; le vio descargar la suya sobre la cabeza del hombre situado directamente ante él y abrirle el cráneo: se desparramaron los sesos, blancos y grises.
Dirigieron los tajos hacia sus piernas, Hagen saltó en el aire. Los filos de las espadas pasaron inofensivos, mientras el franco caía ágilmente sobre la punta de los pies, lanzaba una estocada hacia la parte de atrás de las hojas enemigas y otro romano cayó.
Luego, sin pausa, dio media vuelta como un rayo. Su espada hendió la pared de la tienda, hizo resaltar el bulto de una figura situada al otro lado y, a través de la rasgada seda y lona, llegó un horrible alarido.
Los guardias retrocedieron otra vez. La alfombra estaba ahora cubierta de cuerpos que sangraban sobre las rosas persas. Por encima de las mesas, Hagen saltaba de un lado a otro como un acróbata; dio varios cintarazos al aire, tremendos molinetes que sisearon y silbaron.
- Ya ves, basileus -voceó-, ¡tus hombres suaves y maleables no te sirven para nada! Ahora, escúchame, basileus…
Se volvió y lanzó otra estocada a la pared de la tienda; Teófano no vio que alcanzase a nadie. Los guardias se revolvían nerviosamente en semicírculo, a medio camino entre él y la salida de la tienda. Daban un respingo a cada movimiento de Hagen.
Se encaró con Juan Cerulis. Su rostro resplandecía como una bandera.
- Tengo cierto trozo de papel, basileus, por el que estas mujercitas harían cualquier cosa…
- ¡No! -chilló Teófano.
La muchacha se volvió hacia Juan Cerulis; se puso de rodillas, ante el sillón del patricio, y se colgó del brazo.
- Ahora ya no lo necesitas. Ya eres emperador…
El semblante de Cerulis se había afilado como el corte de un cuchillo.
- ¿Tú tienes la lista? -dijo-. Sí, claro, ahora comprendo que debiste tenerla desde el principio.
- ¡Hagen!
Teófano se levantó del suelo. Gateó hasta la superficie de la mesa, dispuesta a empuñar el cuchillo del pan. A una orden del señor, el panadero y el ayudante de comedor saltaron sobre la muchacha y la arrastraron hacia atrás. Jadeó, suspendida en los brazos que la sujetaban. Un rumor de voces excitadas estalló en todos los puntos de la tienda.
- ¡Silencio! -conminó Juan Cerulis.
De pie, se colocó bien la esquina del manto sobre el brazo y arregló convenientemente los pliegues antes de empezar a hablar. La tienda enmudeció.
- ¿Tienes la lista?
- Si -repuso Hagen-. Pero no aquí. Te la entregaré a cambio de mi libertad y de esa muchacha.
- Sólo tu libertad. Esa chica no es cosa tuya. No fue responsable de la muerte de tu hermano.
- Eso lo decidiré yo -contestó Hagen-. Ella estaba allí y ella atrajo a tus hombres sobre nosotros.
Juan guardó silencio unos segundos, remota la mirada. Teófano imaginó que los brazos se relajaban momentáneamente y se lanzó hacia adelante, pero volvieron a sujetarla con fuerza. Juan Cerulis bajó la vista sobre ella.
- Lo lamento, Teófano. Lo siento de veras.
La joven rompió a llorar. Hagen la mataría; iba a entregar la lista. Agarrada por muchas manos, Teófano salió de la tienda.
Hagen tenía escondida la lista en el desierto. Fue a buscarla, acompañado de Teófano y uno de los hombres de confianza de Juan Cerulis. Abandonaron el campamento de inmediato. Ahora que eran enemigos declarados, Hagen no tenía el menor interés en permanecer mucho tiempo al alcance de Juan Cerulis.
Acomodó a Teófano en su corcel y montó detrás de ella. La joven no le había dirigido la palabra desde que estalló en lágrimas cuando Hagen cerró el trato de la lista a cambio de sus vidas. Ceñido el brazo alrededor del talle de Teófano, Hagen la mantuyo apretada contra su cuerpo mientras se adentraban al galope por el desierto. El caballero de Juan Cerulis cabalgaba a su lado.
Para mantener distanciado a cualquiera que pudiese seguirlos, Hagen anduvo a un ritmo de marcha rápido, sin apartarse de la carretera. Salió la luna, una hoz entre las estrellas. Nadie pronunciaba palabra. Ráfagas de intenso viento sacudían la noche y, cuando se detuvo para dar un respiro a los caballos, a Hagen le pareció oír ruido de cascos en el camino, por detrás de ellos, aunque muy bien pudo tratarse del viento.
Siguió al galope, pese a que el caballero de Cerulis protestó por aquel ritmo acelerado. Dejó la carretera para atajar en línea recta y evitarse el rodeo que daba el camino en torno a un monte. Hagen dejó al otro subiendo todavía por la pendiente cuando él se lanzaba a galope tendido cuesta abajo por la otra vertiente.
Los caballos respiraban ya laboriosamente, acusaban el calor y estaban cansados.
Su piel desprendía vapor. Llegó nuevamente a la carretera y redujo la marcha al paso para cubrir el kilómetro y medio que faltaba hasta el punto donde había escondido la lista. Desmontó al llegar allí, la sacó de debajo de la piedra y se la entregó al caballero griego, que la tomó sin decir nada y emprendió el regreso.
Hagen recogió las riendas. Desde la silla, Teófano le miró, tenuemente iluminado su rostro por la pálida claridad de la luna.
- Has condenado a muerte a esas personas -reprochó-. Eran amigos de la emperatriz, entre los partidarios de Juan. y ahora todos ellos morirán, gracias a tu hazaña.
- Apéate -dijo Hagen, y alzó los brazos para ayudarla a bajar.
Se deslizó de lo alto de la cabalgadura y quedó ante él; la fragancia que despedía hizo que al franco le diera vueltas la cabeza. Cuando ella posó las manos sobre los brazos de Hagen, a punto estuvo él de gritar ante el placer de su contacto. Teófano levantó la cara hacia la del hombre.
- Vuelve -instó la muchacha-. Sin mi peso, puedes alcanzarlo fácilmente y recuperar la lista.
- Hice un trato -respondió Hagen. Rodeó suavemente con sus brazos a la muchacha, cuyo calor notó contra su cuerpo.
- ¿Un trato con el diablo?
- Yo no falto a mi palabra. Ni siquiera con los individuos que por principio faltan a la suya.
- Hagen… -Le aferró los brazos, levantado el rostro, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. ¡Matará a esas personas!
- A mí me tiene sin cuidado -respondió el franco-. Sólo me importas tú.
La apretó más contra sí, besó sus lágrimas una por una y, finalmente, posó los labios en la boca de Teófano.
Ella tenía, los brazos alrededor del cuello de Hagen. Durante un momento infinito, perdieron el mundo de vista; nada existía, salvo aquella mujer, dulce y flexible entre sus brazos, que le besaba con el mismo frenesí y la misma pasión con que la besaba él.
- Te quiero. Te quiero.
- ¡Oh, mi hombre! -murmuró Teófano-. Qué hombre…
El viento reanudó sus ráfagas, silbó entre los espinos y en torno a sus personas, zarandeándolos como si les apremiara a emprender de nuevo la marcha. De mala gana, Hagen dio un paso atrás y sus manos se deslizaron por los brazos de Teófano.
- Tenemos que alejarnos de aquí.
- Si llegamos a Constantinopla antes que él -dijo la muchacha-, podemos avisarlos. A algunos, por lo menos. Conozco sus nombres.
Hagen la levantó en peso y la depositó en la silla. El viento proyectó la capa de Teófano contra su espalda, mientras el franco tomaba las riendas con una mano y subía de un salto a la grupa, detrás de la chica. Ella volvió la cabeza, tendidas las manos hacia Hagen, que se inclinó, y volvieron a besarse.
Oyó el silbido que surcaba el aire un segundo antes de que se produjera el impacto.
Salió despedido de encima del caballo; el golpe contra el suelo fue tan violento que perdió momentáneamente la consciencia. Se incorporó trabajosamente, esforzándose en recobrar el sentido. Estaba ileso. Logró ponerse en pie, aún tambaleante, y miró a su alrededor.
El caballo estaba todavía en el camino, excesivamente cansado para alejarse, pero un poco más allá, en el suelo, yacía Teófano.
- ¡Oh, Dios…!
Trataba de levantarse. La flecha le atravesaba la espalda y era como un cerrojo que parecía mantenerla sujeta a la tierra. Cuando Hagen la alzó en sus brazos y la puso sobre la silla, la muchacha dejó escapar un gemido de dolor.
- No… Ponte tú a salvo…
Sonó a su espalda el sibilante siseo de otra flecha y Hagen oyó el golpe seco que hizo al chocar contra el suelo. Llegó otra, y otra.
Hagen saltó de nuevo a la grupa y puso el caballo al galope carretera adelante.
Entre sus brazos, Teófano gritó de dolor. Aún tenía la flecha clavada en la espalda.
Hagen sabia que cada tranco del corcel era toda una agonía para la joven. El camino trazaba una curva y obligó a la fatigada cabalgadura a doblarla, para luego abandonar la carretera y subir por la empinada falda de un monte rocoso. A mitad de la subida a la cima, tiró de las riendas. Desde allí podía ver una buena extensión de terreno.
Desmontó y tendió a Teófano entre las peñas. Se inclinó sobre ella, escudándola con su cuerpo.
Comprendió que la joven se estaba muriendo. Lo supo al oir el borboteo de su garganta.
- Toma esto -dijo Teófano.
Tanteó en busca de su escarpín y se lo quitó del pie. Dentro había un pequeño trozo de seda, que empujó hacia Hagen.
- Llévaselo… a la basileus. Dile que…
Hagen lanzó una rápida ojeada a su alrededor; abajo, en la carretera, una hilera de jinetes apareció a la vista al salir de la curva.
- Dile… que, obediente a su ley…
- ¡Teófano!
- … caí.
Y murió, se fue de este mundo, desapareció como un suspiro, sin dejarle nada que él pudiese amar. Con el arrugado trozo de seda en el puño, se inclinó sobre la muchacha y dejó que cayeran sus lágrimas, como brasas ardientes, sobre el cuerpo sin vida que Teófano dejaba en la Tierra.
Sonaron más impactos de flechas cayendo en su torno. Arrancó el astil de la que estaba hundida en la espalda de Teófano, se echó al hombro a la joven, la puso encima del caballo, montó él y ascendió el trecho que quedaba hasta la cima.
Con todo lo cansado que estaba, el animal siguió adelante, cosa que no hicieron los suaves y maleables sicarios de Juan Cerulis. Apuntaba el alba cuando Hagen cruzó una loma y descendió por una arenosa ladera de cara al mar. Y allí, frente a las olas, dio sepultura a Teófano.
Se sentó en el suelo, junto a la tumba y extendió su mirada a través del mar. El sol naciente ponía pinceladas de oro sobre las crestas de las olas, pero la penumbra imperaba aún en los pliegues, de forma que el mar parecía avanzar hacia la orilla entre rizos de luz. Con la espada en la mano, sentado allí, Hagen lloró como un niño.
Lloraba por si mismo, que había perdido su amor, su esposa, lo más querido de su corazón, pero lloraba también por Teófano, que tanto merecía vivir. Maldijo a Dios, que disponía el mundo de modo que las buenas personas morían a manos de las malas, quienes luego continuaban adelante, disfrutando de la vida. Golpeó el suelo con la espada; se secó la humedad del rostro y las saladas lágrimas de los ojos y, un momento después, se entregó a nuevos torrentes de aflicción.
Por último, sus pasiones murieron agotadas y él siguió sentado allí, con la mirada perdida en el mar. El sol ya se había elevado en el cielo y lanzaba su calor sobre él; la brillante luz del día se desplegaba sobre la inquieta superficie de las aguas como un espejeo de aceite. En el aire no aleteaba ni el más leve sopío de brisa. Mientras estaba allí sentado, pájaros, moscas y los minúsculos seres que vivían entre la maleza empezaron a moverse, a cantar, a comer y a escarbar, las hormigas a circular entre sus pies, el halcón a dibujar giros en el aire.
Hagen comprendió su propio valor; confió en su fuerza y habilidad y, de todas formas, había perdido. Se dio cuenta de que Dios estaba en contra suya. La valentía de Teófano le había desconcertado. Sola, una simple muchacha, desarmada, sin amigos, en poder de su feroz enemigo, había luchado, utilizando las armas que pudo encontrar: una aguja de bordar, el cuchillo que intentó coger en el último momento, antes de que la quitaran de en medio. En ningún instante se había acobardado.
Colocó encima de la rodilla el pedazo de seda que Teófano le entregara y lo alisó con los dedos. Con tinta muy débil, la muchacha había escrito unas letras que apenas resultaban reconocibjes. De pronto. Hagen se encontró besando un sucio trozo de tela y un nuevo raudal de lágrimas brotó de sus ojos; aulló y rodó por la ladera del monte.
Tendido sobre la sepultura, deseó morir también.
No murió. La intensidad de su sentimiento fue cediendo poco a poco, ante las prosaicas aprensiones del momento. La sombra del halcón pasó planeando sobre él; se dio cuenta de que tenía hambre. El polvo le hizo estornudar.
Fue la lista lo que le impulsó a entrar en acción, a realizar lo que Teófano le pidió que hiciera. Encontró su caballo, que estaba comiendo lirios silvestres en una hendidura cerca del oleaje, con el sudor reseco dibujando en sus costados líneas blancas como las de un mapa. Montó en el animal y emprendió la marcha hacia Constantinopla.
La seda estaba arrugadisima y los nombres apenas resultaban legibles. Irene enrolló la tela alrededor del indice.
- ¿Por qué la enviasteis? ¿Por qué tuvisteis que enviársela otra vez?
La emperatriz miró a Hagen, arrodillado en el centro de la estancia, plañidera la voz, como si Irene pudiera hacer regresar a Teófano de entre los muertos. Ni por asomo se le había ocurrido que volviese a ver al franco.
- Lo consideré necesario -dijo.
Hagen movió la cabeza a derecha e izquierda. Había ido allí directamente: su ropa estaba llena de polvo y su blanca pelambrera áspera y revuelta.
- Me pidió que os transmitiera unas palabras -explicó-. Parecía algo sacado de una historia: Que., obediente a tu ley, cayó.
- Si -repuso Irene, penosamente tensa y sofocada la garganta-. De una historia.
Y muy apropiada.
La mano de la emperatriz se apoyó en el hombro del franco.
- Lo siento, Hagen. También yo la quería. Recuerda esto: ella eligió ese rumbo.
Tenía plena conciencia de la importancia del éxito y aceptó el riesgo del fracaso. Dio su vida por el Imperio. Debemos sentirnos orgullosos y honrarla incluso en nuestro duelo.
Hagen se cubrió el rostro con las manos. A pesar del estado de suciedad en que se encontraba, la basileus le abrazó e, inclinándose, le dio un suave beso maternal en la parte superior de la cabeza.
- Ten paciencia -aconsejó en tono sosegado-. Disfrutaremos de nuestra venganza. Te lo prometo, nos encargaremos de que Juan Cerulis sufra por lo que le hizo y por lo que nos ha hecho a nosotros.
Bajo las manos de Irene, el franco se estremeció. Ella le acarició el pelo, sorprendida de la intensidad de su congoja. Se la contagió; las lágrimas afluyeron a los ojos de la emperatriz y se deslizaron por sus mejillas. Apretó contra si la gruesa cabeza del franco, mientras pensaba con odio en Juan Cerulis.
Por la tarde, bañado, vestido con ropas limpias, Hagen cruzó el estrecho en el transbordador, fue a Calcedonia, se llegó a la tumba de Rogelio y se arrodilló ante ella.
Se persignó, rezó unas oraciones y le dijo a Rogelio que Karros, el hombre que le había asesinado, estaba muerto. También habló mentalmente a Reinaldo el Negro, su padre.
Venganza, replicó el espíritu de su padre. Venganza, venganza.
Pero eso ya no satisfacía a Hagen. Aquel viejo y probado sistema le resultaba ahora demasiado simple. Cuando pensaba en Teófano, no quería manchar de sangre su recuerdo.
Venganza, oyó decir a su padre. Golpe por golpe. Es el único método.
Pero allí había algo más. Con un procedimiento así no era fácil destruir a lo que
había prendido a Teófano entre sus ruedas y le había arrancado la vida. Actuaba allí algo situado más allá del entendimiento y muy próximo a la idea que Hagen tenía de la misma naturaleza del Mal. No le era posible verlo, pero olía allí la presencia de un monstruo.
Su hermano yacía bajo aquella tierra y Hagen puso la mano sobre el túmulo, en el que afloraban ya algunas hierbas.
- Duerme -dijo-, descansa, hermano.
Colocó una piedra en la cabecera de la tumba, una prueba de su visita, y atravesó el patio de la iglesia, hacia el portillo donde había dejado el caballo y la espada.
Era un día caluroso. El embajador del califa sudaba bajo los gruesos ropajes ceremoniales, pese a que tenía a su lado dos servidores que no cesaban de mover los abanicos. Irene estaba sentada; tenía una larga experiencia en lo referente al puerto situado bajo el palacio Bucoleón y eso le permitió indicar que colocaran su silla en el punto preciso del muelle en forma de L donde la brisa marina circulaba libremente por una brecha abierta en el rompeolas. Sonrió al embajador.
- Transmitid mis más profundos respetos a vuestro querido señor, al que amo como una madre ama a su hijo.
El embajador había visto ya la gabarra que, avanzando a golpe de remo entre las naves de la flota imperial, se acercaba al muelle.
- Así se lo comunicaré, basileus.
Hizo una reverencia, con la mirada vuelta hacia la barcaza. Irene sabia que al hombre le acuciaba cierta prisa, porque había perdido todo su dinero en efectivo apostándolo en el hipódromo a favor del auriga de Cesarea. La emperatriz hizo una seña y un paje se adelantó raudo con un pequeño cofre forrado de terciopelo.
- Mi querido señor. -Irene indicó el cofre-. Un pequeño presente de nuestra parte, como recuerdo de una visita feliz.
Ibn-Siad se irguió; bajo los pliegues del turbante, su rostro aparecía húmedo y rosado. Al abrir el cofre, de su lengua se deslizó una exclamación sin palabras.
- Permitidme.
Irene se inclinó hacia adelante y accionó el mecanismo de la base del pájaro mecánico. Como era debido, el ave agitó las esmaltadas alas y dejó oir su canto.
- Basileus -dijo el árabe-, excedéis en generosidad a cualquiera de cuantos os precedieron; vuestro nombre se inscribirá para siempre en oro y piedras preciosas.
Agachó la cabeza y besó la mano de Irene.
Tendría que entregar el ave a Harun, el califa, y la vista de aquella obra de arte crearía en diversos miembros de la corte de Bagdad el deseo de poseer otras maravillas como aquélla, que sólo los talleres de Constantinopla podían elaborar. La emperatriz se sentó, sonriente. La fresca brisa del mar le azotó el rostro.
- Apresuraos, señor, vuestra barcaza espera.
El hombre del califa se entretuvo un instante más y sus ojos encontraron los de la emperatriz; los labios del árabe, bajo el bigote, dibujaron una sonrisa perversa.
- Excelentísima entre las excelentísimas, permitidme ofreceros mi simpatía en las pruebas que sin duda os aguardan. Espero que, cuando regrese, pueda ponerme de nuevo a vuestros pies y no a los de Juan Cerulis.
Echó chispas por los ojos. Se había ido de la lengua. Irene levantó la mano para cubrirse la boca y ocultar su sonrisa.
- Estad seguro de ello, señor.
La pasarela de la gabarra cayó con sonoro chasquido, enlazando la borda con el muelle. En la popa de la plana embarcación, un reducido grupo de músicos empezó a tocar una estridente pieza y todos los marineros adoptaron la rígida postura que exigía el respeto. El hombre del califa cruzó la plancha y subió a la barcaza. Retiraron la pasarela y, al rítmico burn bum de los timbales, los remos subieron y bajaron, impulsando la gabarra a través de las quietas aguas. Su rumbo dividió casi por la mitad el cuadrado que formaba el puerto imperial. Enfilando la proa por la bocana del rompeolas, salió a las aguas abiertas del Cuerno de Oro y el redoblar de los tambores arreció.
La emperatriz continuó sentada donde estaba. La brisa marina era ahora fresca, reinaba la tranquilidad en aquel remanso y cuando volviese al palacio, en lo alto del acantilado, tendría que enfrentarse a personas preocupadas y también a personas traicioneras.
Juan Cerulis marchaba sobre la Ciudad, no con un ejército, sino, lo que era peor, con un profeta de ojos llameantes salido del desierto, que le había proclamado emperador. Todas las miradas de Constantinopla se volverían hacia ella, todo el mundo especularía: ¿había perdido su opción al trono de Cristo? Un paso en falso, ahora, un error, cualquier síntoma de debilidad, y todos los que tantas veces se habían inclinado ante ella, se revolverían en su contra y la destrozarían.
Todos, menos uno. En el muelle contiguo, otra barcaza zarpaba del puerto imperial, avanzando hacia el boquete que partía en dos la alargada línea gris del rompeolas.
Aquella embarcación era mayor que la de íbn-Ziad. Radiante con sus cintas y sedas bordadas en oro, atestada de servidores, pasó a escasa distancia del muelle donde la emperatriz, sentada a solas, la veía surcar las aguas. No alzó la mano para saludarle.
Ni tampoco lo hizo el parakoimomenos en su silla -como un trono- endoselada de la parte delantera de la barcaza, de cara a popa. Tal vez lo que quería el gran doméstico era mantener los ojos sobre Constantinopla hasta el último instante. Acaso simplemente odiaba ver Lesbos, el lugar de su exilio, antes de que no le quedase más remedio.
Como el sibilante Memnón iba sentado allí, con las manos en el regazo, fija la mirada en el aire vacio, mientras la nave se deslizaba frente a Irene. La emperatriz aguardó a que el eunuco hubiera desaparecido, antes de emitir una carcajada.
Entrada la tarde, cuando todo el mundo se afanaba con los preparativos de la cena, Nicéforo, el administrador general del Imperio, se echó una capa sobre los hombros y salió por una pequeña puerta trasera del hipódromo. En la zona de callejuelas y travesías donde los cuidadores imperiales mantenían a sus fieras en las jaulas y las prostitutas de Constantinopla deambulaban de un lado a otro, silbando y provocando a los hombres que circulaban por allí, aguardaba una litera. Nicéforo subió a ella, se corrieron las cortinas y los porteadores levantaron el vehículo y emprendieron la marcha a paso vivo.
Nicéforo se acomodó en las profundidades de la silla de manos. Los cojines olían a moho, pero no abrió los cortinajes para que entrase un poco de aire fresco. Se arrebujó en la capa y hundió la cabeza en los pliegues de la caperuza, agitada la mente por encontrados pensamientos.
Se sabia víctima de su propia sutileza. Durante toda la vida supuso que las cosas no eran lo que parecían; que los acontecimientos que se presentaban en la superficie de la realidad, como las sombras de nubes que resbalan sobre el suelo, no eran más que los efectos transitorios de verdades más importantes, que a menudo se mostraban en contradicción y error para equivocar a los necios. Había aprendido a ver las cosas desde dos perspectivas radicalmente distintas, a descubrir la verdad en la mentira, la confusión en el entendimiento y la fe en el escepticismo. Respecto a la argumentación, podía asumir cualquier posible punto de vista, y hacía mucho, mucho tiempo, que olvidó en qué creía realmente.
Sabia, por ejemplo, que Juan Cerulis era una mala persona, según el criterio de la emperatriz; para Juan Cerulis, naturalmente, la emperatriz era una monumento de maldad, y si tenía razón (y Nicéforo contaba con poderosas evidencias a favor de tal postura), el criterio de la emperatriz, entonces, era perverso, y Juan Cerulis, al ser mala persona a los ojos de la maldad, era bueno.
En aquel punto, hasta la flexibilidad de Nicéforo fallaba; no era posible ver algo bueno en Juan Cerulis. Y ahora llevaba a Constantinopla a aquel destructor de imágenes, a aquel tal Daniel, a aquel Jeremías, a aquel sapo venenoso, a aquel santo que odiaba a los santos. La litera se bamboleó y traqueteó sobre los hombros de los porteadores. Al llegar a la puerta de la Ciudad, el encargado de la cuadrilla habló con los porteros, una moneda cambió de manos y se permitió a la comitiva salir al exterior de las murallas. Nicéforo se inclinó ligeramente y entreabrió las cortinas.
Había abandonado Constantinopla por la puerta de Carisio, por el norte de la Ciudad. Allí, la carretera ascendía entre colinas, prados y campos de olivos, para luego curvarse poco a poco y afrontar el gran bosque que se iniciaba al cabo de unos kilómetros y acababa nadie sabia exactamente dónde, en los nevados páramos del norte. La pequeña llanura tendida ante la puerta Carisia aún estaba lo bastante cerca de la urbe como para que la poblasen romanos, que habían construido sus casas de campo entre los bosquecillos. Y sobre aquella ondulada planicie, plantando cara a la Ciudad como un pequeño ejército, Juan Cerulis había situado a su séquito y a su hombre santo, para su primer enfrentamiento con Irene. Nicéforo avistó el campamento nada más abrir las cortinas. Levantado sobre una altura del terreno, con un circulo de hogueras a su alrededor. Los porteadores le llevaron allí a un trote sostenido.
Si iba a aquel campamento, dejando la protección y la comodidad de Constantinopla, era por el hombre santo. Juan Cerulis llevaba años conspirando contra Irene; sin ningún éxito hasta entonces, pero Daniel, el hombre santo, era harina de otro costal.
El impulso perentorio de romper imágenes no era nada nuevo. Durante largos años, el inmediato predecesor de Irene, así como el padre del mismo, libraron una guerra a gran escala contra iconos, santos y monjes, ocasionando grandes trastornos al Imperio y procurando inmenso regocijo a los enemigos de Roma. Nicéforo había visto abrasar vivas a diversas personas sólo porque rezaban a imágenes de santos; y estaba en el hipódromo aquella terrible jornada en la que, a punta de espada, se congregó en la arena a miles de monjes y monjas, a los que se emparejó y se les ordenó copular si querían salvar la vida. Vio horrorizado a hombres y mujeres que, con cubos de yeso
y de cal lechada, cubrían las pinturas y mosaicos de los templos, y había llorado cuando contempló la lucha de muchas personas -principalmente mujeres, puesto que las mujeres son las que más amor sienten por las imágenes- que combatieron y murieron por salvar de una destrucción prematura a las representaciones de la eternidad.
La iconoclasia había sido grotesca e infame, y el concilio que acabó con ella fue el mayor triunfo de la carrera de Irene, el momento en que su habilidad política y su genio para manejar a los hombres alcanzó la cumbre de su obra suprema. Y ahora se presentaba aquel tal Daniel para desencadenar otra vez la locura. O para proyectar sobre Constantinopla la justa ira de Dios por adorar a ídolos.
Nicéforo se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Amaba a Irene; no quería dudar de ella. Eso también le obligaba a actuar con cautela. Había aprendido mucho tiempo atrás que las ideas con las que más apasionadamente estaba comprometido resultarían erróneas, casi con toda probabilidad, exactamente en el mismo grado de su devoción por ellas. Confiaba sólo en aquellos pensamientos que había sometido a la prueba de sus dudas y sospechas: en resumen, se sentía más inclinado a creer estar en lo cierto cuando menor era su entusiasmo.
Nada de ello le parecía síntoma de un cerebro en su sano juicio. Y entonces era cuando llegaba a la conclusión de que su propia sutileza le estaba matando.
Los porteadores aminoraron el paso, al llegar a una inclinación del camino. Nicéforo miró hacia el campamento levantado en el monte, frente a él. No tardaría en encontrarse dentro del círculo de fogatas y se le ocurrió, otra vez, como ya se le había ocurrido al considerar lo oportuno o inoportuno de ir allí, que podría tener dificultades para salir del vivaque. Repasó mentalmente los argumentos de persuasión de que disponía para el caso de que tuviera que inducir de alguna forma a Juan Cerulis a dejarle marchar.
Tenía dinero; siempre llevó una vida frugal y ahorró sus haberes; pero el dinero no influiría en Juan Cerulis, cuya familia era poseedora de la mitad del Imperio europeo. Tenía conocimientos y buen juicio, dado que Irene dejó en sus manos, durante años y años, la mayor parte de la administración. Tenía a Irene, quien, cualesquiera que fuesen sus sentimientos hacia un servidor como Nicéforo, que siempre estuvo respaldándola, en segundo plano, sin duda preferiría seguir tratando con él que dejarlo en poder del peor enemigo de la emperatriz. Si ninguno de esos instrumentos servía, pensó, incómodo, iba a pertenecer a Juan Cerulis.
Se dijo todo aquello, pero incluso entonces, mientras los porteadores la acercaban al redondel de hogueras que brillaban en la oscuridad, en cuyo centro se alzaba como un monstruo la enorme tienda de seda ondulante, el corazón de Nicéforo aceleró sus latidos, notó que tenía la boca seca y que se le alborotaba el estómago. Iba a entrar en un futuro desconocido e incalculable, donde ya no regían las normas de siempre.
Estaba fuera de Constantinopla; podía suceder cualquier cosa.
- Tomar este nombre, ir a la Ciudad, y matar.
Los dos soldados se encontraban de rodillas ante él, hundida la cara entre las manos, con la nariz tocando la alfombra. El espesor del tejido de ésta sofocó sus murmullos de asentimiento. Sentado en su nuevo trono, frente a ellos, Juan Cerulis agitó la mano en dirección al escriba arrodillado a su izquierda y el hombre copió el siguiente nombre. Los soldados lo recogieron y se retiraron rápidamente, retrocediendo de espaldas, sobre las manos y las rodillas, hacia la puerta.
- ¿Cuántos quedan?
El escriba contó a toda prisa.
- Trece, augusto, predilecto de Dios.
Juan Cerulis se puso en pie, inquieto, y paseó por la tienda. Anhelaba la comodidad de su palacio de Constantinopla, pero no podía delegar en otros aquella labor. La lista le había sorprendido. En aquella relación figuraban nombres que había creído perpetuamente identificados con él: hombres a los que confió las tareas más cruciales, los secretos más íntimos de su trayectoria personal. No podía fiarse de nadie, ésa era la gran lección de la lista de Teófano. Pronto, muy pronto, todos ellos sufrirían las consecuencias de haberle traicionado; no albergaba la menor intención de entrar en la Ciudad hasta que cuantos se volvieron contra él estuviesen muertos.
- Que entre otro.
Pero antes de que el siguiente grupo de soldados franquease la puerta de la tienda, se le acercó un paje, se arrojó al suelo, a los pies del legitimo basileus y solicitó permiso para hablar.
- Si, sí.
- Augusto, predilecto de Dios, el muy noble Nicéforo, administrador general, está ahí fuera y desea le recibáis en audiencia.
- ¡Nicéforo! -exclamó Juan Cerulis, en tono triunfal.
De todos los hombres al servicio de la usurpadora Irene, Nicéforo era el más indispensable para ella. Si acudía para unirse a la causa de Juan Cerulis…
- Dile que espere -ordeno.
A la hora de tratar con aquellos hombres resultaba fundamental convencerles de que no eran importantes. Con paso mesurado regresó a su trono y tomó asiento.
Entraron más soldados, se postraron, el escriba anotó el siguiente nombre, se hicieron cargo de él y salieron para inscribirlo en sus espadas. Juan mandó traer vino. Aquelía noche había cenado mejor que en las transcurridas durante su viaje por el campo, ya que al encontrarse tan cerca de Constantinopla había encargado que le trajesen pan de los hornos de la ciudad y el vino le permitió asentarse bien.
- Tráeme a Nicéforo -dijo, y el paje salió corriendo.
Entró el sirio, arrugada su ropa de seda debido al trayecto en litera desde Constantinopla. Se acercó a través de las gruesas alfombras persas, llegó ante Juan Cerulis se dobló en profunda reverencia.
- Salud, nobilísimo, y bienvenido de regreso de vuestro viaje.
- Nicéforo -zahirió Juan-, tu cara es una ofensa a Dios. A menos que la ocultes a mi mirada, tomaré medidas para que te la quiten.
Las morenas facciones del tesorero imperial no se alteraron lo más mínimo.
- Patricio -dijo-, reservo mi adecuada obediencia a aquella que calza las botas de púrpura.
Juan Cerulis se cogió la túnica, tiró hacia arriba y alargó el pie, calzado con un coturno de oscuro tono rojo azulado.
- Póstrate, Nicéforo.
El administrador general no se movió.
- Sufriré martirio gustosamente -declaró-, nobilísimo, para salvar mi alma. Es una blasfemia presentar honores imperiales a quien no es basileus.
Juan Cerulis apretó los labios; se había excedido al insistir en que se postrase; se reprochó el no haber tenido la prudencia de dejarse una salida airosa. No albergaba el propósito de matar a Nicéforo, cuyo cerebro era una importantísima mina de información, necesaria para el funcionamiento del Imperio.
Mientras estudiaba sus posibles lineas de acción, la puerta salió disparada hacia atrás con violencia y Daniel irrumpió borrascosamente en la tienda.
- ¡Ah! -exclamó Juan Cerulis, y se tranquilizó. El hombre santo le sacaría del apuro-. El mensajero de Dios ha hecho su aparición. Adelante, santidad.
Daniel pasó junto a Nicéforo y lanzó una mirada fulminante al rostro de Juan Cerulis.
- ¿Cómo osas confinarme?
- Por tu propia protección, santidad -le sonrió Juan Cerulis. No dejaba de divertirle ver comportarse de manera tan rimbombante a aquel desaliñado viejo eremita y, desde luego, demostraba ser un auténtico, un verdadero Jeremías-. Hay quienes te quitarían la vida en cuanto te viesen, por lo que has hecho.
- ¡No me dejaré recluir! -El hombre santo brincó de un lado a otro, y la parte inferior de sus ropas le golpeó las desnudas piernas-. Debo estar a solas… Debo disponer de espacio libre, el viento limpio, el cielo abierto, o no podré orar. ¡No puedo rezar dentro de este campamento!
Juan se volvió hacia Nicéforo, que ahora estaba a un lado, con la mirada fija en Daniel.
- Estás viendo al mensajero de Dios, que me ha nombrado emperador.
Nicéforo examinaba al viejo atentamente, de pies a cabeza. Por último, se puso de rodillas y tiró de la túnica de Daniel.
- Santidad, suplico la bendición para un necio del Señor.
Daniel giró en redondo. Estaba tan esquelético como la muía de un pobre y sus prendas le colgaban del cuerpo sin la menor gracia. Miró con el ceño fruncido la inclinada cerviz de Nicéforo y, al cabo de un momento, levantó la mano y trazó el signo de la cruz sobre el sirio.
- Que Dios se apiade de ti, que eres más importante de lo que crees.
Juan Cerulis produjo un áspero chasquido con los labios. Alzó la mano y, del fondo de la tienda, se destacó una pareja de sus guardias.
- Trasladad al hombre santo a un lugar tranquilo, donde pueda rezar por nuestro triunfo.
Daniel dio media vuelta y buscó una vía de escape, pero los guardias cargaron sobre él, uno por cada lado. Nicéforo se apartó de su camino. Uno de los guardias mantenía los brazos del anciano inmóviles contra los costados, mientras el otro le sujetaba por las rodillas. El hombre santo chillaba y se retorcía contra aquel sometimiento, pero era viejo y liviano, por lo que los esbirros de Cerulis no tuvieron problema alguno para llevárselo como si fuera un fardo de aire. El eco de los gritos de Daniel y sus maldiciones a medio articular flotó durante un buen rato después de que lo hubieran sacado de la tienda.
- El arrebato de la santidad desciende sobre él en los instantes más insólitos -explicó Juan Cerulis a Nicéforo.
No disimuló la sonrisa. Disfrutaba sometiendo a Daniel a sus fines personales.
Nicéforo se había puesto en pie de nuevo.
- Me sorprende la confianza que tenéis en él -dijo-. Por su parte, no parece veros con ojos ardientemente afectuosos.
- Dios está en él -repuso Juan-. Y, al proclamarme emperador, ese hombre ha cumplido la misión que Dios le encomendó. Su bendición me predispone en favor tuyo, Nicéforo… Si te unes a mí, te prometo que conservarás tu lucrativa y privilegiada posición en mi corte.
Nicéforo se inclinó y sus manos describieron afiligranados floreos en el aire.
- Es un asunto tan delicado y trascendental, que debo considerarlo a fondo.
- No -replicó Juan-. Lo decidirás ahora, en este preciso momento, o la oportunidad de la decisión habrá pasado de largo.
Se apoyó en el brazo de su trono y adoptó la postura indiferente y confiada de quien está absolutamente seguro del éxito, sin la más leve sombra de duda.
- No te necesito, Nicéforo -afirmó-. Es cuestión, únicamente, de si tú eliges bien y te unes a mi. Si tomas la opción equivocada, entonces, ya está, dejarás de tener importancia. Ahora, elige.
El sirio continuó inmóvil ante Cerulis, juntas las manos. La inmensa cuña de su nariz le llenaba todo el semblante. Su prolongado silencio hizo que Juan Cerulis se pusiera tenso e irguiese el torso, irritado.
Pero antes de que dijese nada, Nicéforo declaró:
- En tal caso, no me impedirás marchar si elijo permanecer junto a mi señora.
Juan se mordió los labios, furioso. Casi estuvo a punto de llamar a sus guardias, prender a aquel estúpido insensato y taparle la boca con barro. No obstante, era cierto, seguramente, que si Dios estaba con él, con Juan Cerulis, el desaire de aquel sirio imbécil carecería de importancia. Él, Juan Cerulis, mostraría su poder cuanto tuviera que hacerlo, al margen de la postura que Nicéforo adoptase.
Se recostó en los almohadones de su trono.
- Vete -concedió-. Prepararos, tú y tu despreciable señora, para lo inevitable.
Lleva a la Ciudad el mensaje de Dios, de ese anciano hombre santo y de vuestro basileus legitimo: vuestros días están contados, pronto purgaréis vuestros pecados. Vete. Vete. Vete.
El administrador general retrocedió, inclinado, hasta la puerta de la tienda y desapareció. Juan Cerulis abrió los puños. ¡Qué cretino era aquel hombre! Tan estúpido que no podía ser valioso, que posiblemente careciera de los conocimientos necesarios.
Su muerte sólo tendría la peor de las consecuencias para él: la condena eterna del que ha desafiado la voluntad de Dios.
- Pon su nombre en la lista -decretó.
- El basileus manda -dijo el escriba, y su pluma garabateó sobre el papel.
Nicéforo llegó al palacio en plena medianoche. Cruzó silenciosamente el patio del Dafne y atravesó un jardín, camino de su alojamiento en el palacio Magnaura, donde entró por una pequeña puerta trasera. Sus aposentos estaban vacíos y a oscuras, ya que los criados se habían ido a la cama hacia un buen rato, así que se guió de memoria por las habitaciones exteriores, sumidas en tinieblas, hacia la pieza en la que dormía.
Allí, se despojó de la capa en la oscuridad y tanteó por la superficie de una mesa situada junto a la ventana, en busca de una lámpara y un fogón para encendería. La mesa rebosaba de libros y papeles; soltó un juramento al no encontrar lo que buscaba y, como si la hubiesen encendido sus palabras, una llama cobró vida en un rincón del dormitorio.
Nicéforo giró en redondo, anegado por un escalofrío. La llama fue afirmándose, un nimbo pálido que relucía en la parte lateral de la cama e iluminaba la mesita de mármol y las almohadas cosidas con hilo de oro. Sentada entre ellas, cómodamente instalada en el lecho de Nicéforo, se hallaba la emperatriz Irene.
Al verla el tesorero se quedó helado, se sintió enfermo. Ahora si que le habían cogido, pensó. Parpadeó. La mujer le miró sosegadamente, a través de la oscilante claridad blanca de la llamita y, por último, a falta de otra cosa mejor que hacer, Nicéforo se hincó de rodillas.
- Muy bien -dijo Irene, y bajó la lámpara que había encendido.
- Predilecta de Dios… Me siento muy honrado… Me faltan palabras para expresar la gloria, el placer que experimento al veros…
- Calla, Nicéforo. No quiero oir eso. Deseo conocer tus impresiones sobre el hombre santo.
- Yo… Yo…
- Fuiste a ver al hombre santo, ¿no~~
- Augusta, jamás hubiera pensado que…
- Ah, pues debiste pensarlo, Nicéforo… Tu futuro e incluso tu vida tal vez dependan de ello. Si has salido para ver con tus propios ojos, me has decepcionado, Nicéforo.
Se irguió sobre las rodillas; la voz de la emperatriz tranquilizó a su asustadizo corazon. Sin duda, confiaba en él; ¿acaso había traicionado la confianza de la basileus?
Comprendió, aliviado, que no lo había hecho y. más seguro de si, miró a la emperatriz a la cara.
- Augusta -dijo-, mi corazón es un libro abierto para ti y, en consecuencia, lees hasta mis más fugaces pensamientos.
- Quizás. -Irene sonrió; pero era una sonrisa como forzada, en cierto modo desprovista de humor. Nicéforo apartó eso de su cerebro-. Sin embargo, como sistema para enterarme de tus inestimables opiniones, esa lectura del corazón es menos eficaz que la palabra directa, Nicéforo.
- He visto un anciano, muy denigrado en la compañía de Juan Cerulis, un anciano que me dio su bendición.
- ¿Ah, si? ¿Y sólo eso? ¿Nada de aureola, nada de milagros? ¿No ha elevado a Juan Cerulis varios palmos por encima del suelo?
De nuevo, el tesorero percibió algo quebradizo e infeliz en el tono de voz. Seleccionó cuidadosamente las palabras.
- Augusta, par de los apóstoles, no puedo afirmar nada con un grado absoluto de certidumbre, pero me consta que ese hombre santo y Juan Cerulis no son amigos. Juan tiene que recurrir a la fuerza para controlarlo. Sí, quizás, Juan lo está manipulando de alguna forma…
- Pero lo controla, ¿no?
- Oh, si. Está muy confiado, me dejó marchar sin la menor traba.
La sonrisa de la emperatriz se amplió, súbitamente sincera, íntima y afectuosa.
- ¿A pesar de que le desafiaste, corazón mio?
Nicéforo se inclinó, agradecido de que ella hubiera sacado tal conclusión por si misma.
- Bueno -dijo Irene-, excelente. No obstante, vislumbro peligro en los días venideros. Los secuaces de Juan ya están realizando su trabajo sucio en la Ciudad. Sus enemigos morirán y también muchas personas inocentes. Te aconsejo que busques un guardia de corps, Nicéforo, alguien que pueda defenderte de cerca. Ha vuelto mi franco. Es muy adecuado para esa tarea, un hombre de enorme fortaleza y valor, que ha demostrado ser sorprendentemente digno de confianza. Te sugiero que le contrates para
que te proteja.
- Basileus, acepto vuestra sabiduría.
¿O acaso le ponía en manos del franco para que éste le asesinara a la chita callando?
- Has obrado muy bien, Nicéforo.
Irene se deslizó por el lado contrario de la cama; la oscuridad la envolvió y Nicéforo aguardó, tensos los oídos, a la espera de que ella se retirase sigilosamente.
Se disponía a incorporarse, convencido de que la basileus se había marchado ya, cuando su voz surgió de la oscuridad.
- Nicéforo…
- Basileus… -articuló él, sorprendido.
- He de confesarte, corazón mio, que cuando vine aquí no me esperaba que hubieses salido rumbo a la corte del hombre santo, sino que mi visita tenía por objeto comunicarte una desagradable noticia.
- ¿Si?
- Tu amigo Pedro Karrosoulos, el prefecto de la ciudad, ha muerto.
Nicéforo se quedó boquiabierto; el aliento le estalló como un gruñido, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago. Silabeó estúpidamente:
- ¿Muerto? ¿De veras?
- Si. Se ahorco.
- ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios santo!
- Había perdido mucho dinero en las carreras, dinero que no era suyo. Lo siento, Nicéforo.
Nicéforo cayó hacia adelante, sobre el lado del lecho, mientras luchaba contra aquello.
- Pero el mes no había concluido aún -dijo.
No hubo respuesta. La emperatriz se había ido ya. Pesadamente, se levantó del suelo y se sentó en el borde de la cama. Suicidio. ¡Se había ahorcado! Se llevó las manos a la garganta; imaginó el estado mental del prefecto mientras tomaba la cuerda, disponía el lazo y se lo pasaba alrededor del cuello.
Lo merecía. Por la forma en que corrompió su oficina. A Pedro Karrosoulos, prefecto de Constantinopla, le había destruido su propia debilidad.
Ah, ¿pero quién no tiene debilidades? Nicéforo echó la cabeza hacia atrás, revuelto el estómago. ¿No era también apuesto, encantador y bondadoso? ¿Por qué resultaba tan corriente que la debilidad de un hombre acabara con él? ¿Tan extraordinario era que las virtudes de una persona la elevasen hasta la grandeza?
Era el Imperio, pensó, el Imperio, que acechaba como un basilisco, a la espera de los deslices de los hombres, para devorarlos totalmente.
El cerebro retrocedió, acobardado ante tal idea, pero el alma saltó como una llama.
El Imperio al que había dedicado toda su vida de adulto le parecía ahora algo aterrador.
Lo había construido el Diablo para seducir a los hombres y apartarlos de Dios. El Diablo edificó allí una promesa de orden que había desembocado en un caos de desorden…, una ilusión de paz en una historia de guerra. Los hombres llegaban, caían en las redes del Imperio y allí se destrozaban. Como el prefecto, como el propio Nicéforo, perseguían en vano el sueño de un mundo cuerdo y habitable, en el que se entregarían debida y completamente a Dios.
Brotó entonces en su cerebro el recuerdo del monje irlandés que había conocido en la capilla de la Virgen. Acudió especialmente a su memoria la mirada de aquel religioso, clara, remota, invulnerable. Anheló aquel distanciamiento, a prueba de dolor.
Se dijo: ¡Me haré monje!.
Al instante, la idea cristalizó en certeza. Cuando hubiera pasado la crisis, cuando el Imperio estuviese de nuevo a salvo, de momento, y la emperatriz también a salvo, también de momento, Nicéforo se retiraría a un monasterio.
Dejó escapar el aire de los pulmones. Sentado en la cama, aglutinó sus tumultuosos sentimientos y los hacinó otra vez en el fondo de su atormentado corazón. Ahora, la promesa que se había hecho a si mismo brillaba frente a él a lo lejos, más allá del trabajo, el miedo y la brega, era un objetivo que tenía que esperar, por el que debía esforzarse, si deseaba alcanzarlo, un refugio y una recompensa.
Aquella decisión, sin embargo, lo arreglaba todo; el tiempo entre el ahora y el entonces resultó de pronto gobernable. Suspiró. La cama aparecía hundida y arrugada en el lugar donde Irene había estado tendida, mientras le esperaba. Se agachó súbitamente y oprimió los labios contra la ropa estriada por los pliegues.
- Señor.
Su amo de llaves, un esclavo circasiano, estaba en el hueco de la puerta, con una lámpara.
- Señor, ¿puedo serviros en algo?
- Me gustaría tomar una copa de vino -dijo Nicéforo-. Antes de acostarme.
- Sí, señor.
- Y dile a la mujer etíope que venga, que la espero aqul.
- Si, señor.
El circasiano se fue. Nicéforo continuó quieto, sentado allí, con las manos entre las rodillas, y volvió a pensar en el prefecto de la ciudad. Qué irresponsable, pobre estúpido, Pedro, oh. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Hundió los hombros. La mujer etíope aliviaría parte de aquel dolor. Pero otra parte no le abandonaría nunca. Como un anciano, Nicéforo se derrumbó en un lado del lecho y aguardó, mientras luchaba contra el llanto.
Agobiado por la infelicidad y la desesperación, Daniel comprendió que estaba vencido. La tarea fue superior a sus fuerzas. Ya no tenía la impresión de que Dios estaba con él, de que Dios estaba en él, de que actuaba a través de él. Había fracasado.
Nunca dio por supuesto que aquella carga iba a ser fácil de llevar, sino que asumio que seria factible. Quizás fue ése su primer error.
En el desierto, ¡le había parecido tan real! En el desierto, bajo la inmensa cúpula del cielo, Dios le había hablado con voz clara. Lo mismo que los hombres construyen casas para protegerse del viento y del sol, así los hombres modelan imágenes y celebran ritos que los separan de Dios. Si la gente destrozase todas las formas y estructuras, volvería a reunirse con Dios; y el universo, despedazado cuando Eva cometió el pecado original al coger la manzana, volvería a ser íntegro otra vez.
No se le ocurrió, hasta que fue demasiado tarde, que había algo más que eso. Que las personas llenaban los espacios, a su alrededor, con imágenes y formas, para protegerse de otras personas. Que cuando se mezclaba con ellas, construirían sus defensas a su alrededor, para protegerle también a él.
Rezó todo el día, rogando a Dios que le devolviese al desierto. Cuando se sentía excesivamente cansado para rezar, lloraba, solitario y desanimado.
En el desierto había corrido sobre las piedras y alabado a gritos al Señor. Allí sentía siempre a Dios en torno suyo, rodeándole como le rodeaba el aire, una presencia activa y bulliciosa. Se había movido a través de Dios, había respirado Dios, le había tocado en cada piedra, le había visto en el centelleo del lagarto que se ponía a cubierto bajo un saliente, en el vuelo del buitre que surcaba las alturas majestuosamente, en sus círculos interminables a la busca de presas. Había comido Dios, defecado Dios, exhalado Dios, y todos los días había contemplado el primer día de la Creación, cuando la Tierra se regocijaba y no existía el pecado.
Después decidió que tenía una misión que cumplir con el resto de los hombres.
Y ahora todo había desaparecido.
Aquel Juan Cerulis había ido a él y deseaba que predicase, que dijera esto y aquello, palabras que carecían de significado para Daniel. Aquellos términos extraños eran como bloques de piedra que levantaban un muro a su alrededor, igual que espejos que reflejaran su propio rostro, situándole donde antes solía encontrar a Dios. Aparte de los falsos rostros de gentes que le hablaban a él, pero en los que no veía verdad, ni sinceridad.
Todo comenzó con la aparición de Juan Cerulis, con aquel error en el camino, cuando creyó que veía acercarse al emperador.
- Debes denunciar a Irene -le dijo Juan Cerulis-. Pretende ser la basileus y merece lo peor. ¡Una simple mujer! Sin embargo, se ha atrevido a elevar los ojos hasta el poder supremo y no cabe duda de que es una blasfemia pretender representar al divino Hijo de Dios en el cuerpo de una mujer.
Daniel se pasó la mano por la cara; lo hacia mucho, tocarse, asegurarse de que entre él y el mundo circundante existía una frontera. No alcanzaba a comprender qué era lo que Juan deseaba, aunque le repelió enterarse de que la basileus era una mujer y estaba de acuerdo en cuanto a la idea de que semejante circunstancia era una blasfemia. A veces sospechaba que al descender por aquel camino de la montaña había entrado en un mundo diabólico concebido por la envidiosa y perversa mente del Maligno para seducirle, un mundo en el que todo era exactamente lo contrario al plan divino.
Juan Cerulis, frívolo y cruel, regía aquel mundo. Daniel detestaba a Juan, como el propietario de una preciosa vasija de oro detesta al chiquillo sucio y ruidoso, de manos sucias, que mancha todo lo que toca y lo llena de huellas pringosas.
No presentó ninguna protesta más. Excesivamente desdichado para quejarse, se culpaba de su arrogancia y de su fracaso, y se sabia merecedor de cuanto pudiera sobrevenirle. Cuando le dieron una túnica nueva y le quitaron la capa que durante tantos años había llevado, lo aceptó como penitencia por sus pecados. Comía los sabrosos platos que le llevaban, aunque sabia que estaba sustituyendo gradualmente su esencia espiritual por una escoria perecedera y putrefacta que corrompía su carne y debilitaba su fortaleza de alma. Hacía lo que le indicaban, porque había perdido a Dios y ninguna otra cosa tenía importancia.
Salió un día ante una multitud de gente y pronunció el parlamento que Juan Cerulis le entregó, aunque eran palabras toscas y deplorables. Anatematizó a la falsaria Irene, que había mancillado el trono con su impura presencia femenina, exoneró a todos de cualquier juramento de lealtad a la mujer, conminó a todos los verdaderos cristianos a rebelarse contra ella y colocar en el trono al legitimo emperador, Juan Cerulis.
El pueblo se extendía ante él en masa impresionante, llenaba la pradera, cubría y rebasaba el camino y se desplegaba entre los olivares. A lo lejos se erguía la imponente muralla de la Ciudad, las torres y las cúpulas doradas brillando al sol. Daniel habló desde una alta plataforma de madera, rodeada por soldados de Juan Cerulis en posición de firmes. La muchedumbre congregada ante él ocupaba todo el prado, de un extremo a otro, con sus ropas aleteando y sus rostros que no eran más que puntos pálidos: una inmensa multitud ronroneante.
Las palabras de Daniel no provocaron en aquellas gentes más excitación de la que hubiera surgido de un campo de margaritas. Pero, al contemplar aquella masa humana, empezó a distinguir rostros individuales: ahí una mujer de grandes ojos oscuros bajo la severa línea del pañuelo con que se cubría la cabeza; allá un anciano apoyado en el hombro de un mozalbete; acullá una chiquilla con vestido de colorines y una muñeca cogida fuertemente entre los brazos… Cada vida, otro don de Dios.
Les dirigió la palabra. Su voz se aceleraba y aumentaba en volumen en su tono agudo, a medida que recorría el estrado de un lado a otro, delante de los presentes, señalándolos, agitando los brazos, llamándolos, rogándoles que le respondieran.
Les habló de la maravilla de Dios, del éxtasis de la comunión con El, de la necesidad de renunciar a cuanto se interpusiera entre ellos y Dios -sus hogares, su trabajo, su familia-, todo debía arrojarse a un lado, les dijo; nada era importante, salvo el deleite de encontrar a Dios.
Empezaron a responderle aquí y allá. Monosílabos como gruñidos brotaron de ellos, gritos de asentimiento.
- Apartaos de esa vida falsa -chilló-. La entrega está a vuestro alcance. Lo único que tenéis que hacer es reconocerla. Acudid a Dios. Acudid a Dios, que os ama.
Ahora todos gritaban ya, alzados los brazos al cielo, hacia Daniel, llamándole. Tendió las manos hacia ellos, amándolos, y vocearon su nombre. Empezó a llorar. Los quería; quería el amor de Dios para ellos. Las lágrimas que inundaban sus ojos convirtieron aquella multitud en una sola criatura, que suplicaba que los condujese al Cielo.
- ¡Ved -chilló- cómo nos llama Dios! ¡Ved…!
De pronto, a través de sus ojos, que las lágrimas habían aclarado inopinadamente, contempló en el cielo una visión, una ciudad blanca, un conjunto de torres, muros y cúpulas que flotaban en el azul del Cielo, por encima de la urbe de Constantinopla.
Levantó los brazos hacia ella.
- ¡Ved la Ciudad de Dios, que desciende del Cielo! Dios baja a la tierra… ¡Dios nos conducirá a su Ciudad celestial…!
Ahora, todos la vieron también, y prorrumpieron en gritos. Giraron hacia aquella ciudad, que seguía suspendida en el cielo, entre las nubes, y muchos saltaron y corrieron hacia ella. Los rayos del sol relucían en las alturas de blanco deslumbrante, los tejados en forma de cúpula ascendían hacia la Gloria; y si algunos advertían a voces que sólo era una nube era sólo porque lo miraban con ojos carentes de fe. La mayor parte de la multitud lo veía. Aullaban, lloraban y rezaban para que los llevasen allí, a la Ciudad de Dios, y Daniel se acercó al borde delantero de la plataforma para convertirse en su gula.
Los soldados afluyeron de todas partes, le obligaron a retroceder hacia el interior del estrado, le empujaron y le derribaron boca arriba. Uno de ellos alargó las manos para sostenerle. El portavoz de Juan Cerulis se apresuró a avanzar para decir a la muchedumbre que Daniel entraría en Constantinopla el día de san Febronio, al cabo de una semana, y a continuación cubrieron a Daniel con una capa, le envolvieron en ella como un fardo, igual que se enrolla una alfombra para guardarla en el almacén hasta que se la vuelva a necesitar.
La esposa de Ismael aún estaba de rodillas, se balanceaba de atrás adelante, rezaba y lloraba. Ismael la tocó en el hombro. Se sentía completamente desorientado cuando la mujer adoptaba aquella tesitura, tan fuera de sí; no conseguía llegar a ella. Se inclinó para retirar los frascos de vino y los restos del almuerzo y para hacerse cargo del niño y de la niña, que jugaban en el suelo de tierra apisonada, cerca de la madre.
Comprendía la pasión de su esposa, porque él también la había experimentado, y aún le estremecía. Aquel hombre santo conocía a Dios. Al principio, Ismael había dudado de él, cuando, de entrada, habló contra la basileus; para alguien acostumbrado a los grandes predicadores de Constantinopla, había sido decepcionante. Pero en el momento en que Daniel empezó a hablar de Dios, Ismael oyó la verdad resonando a través de sus palabras. Tuvo la impresión de que el hombre santo se dirigía exclusivamente a él, sólo a él entre los centenares de personas congregadas allí, y cada palabra había caído como una gota de ácido en el alma corrupta de Ismael, abrasando y atravesando las capas muertas de mentiras y pecados hasta llegar con su escozor a la carne viva.
- Conoce a Dios -dijo a las personas que tenía al lado, que también estaban preparándose para marchar.
Lo mismo que su mujer, muchos integrantes de la multitud estaban sumidos en la profundidad de sus oraciones. Los que oyeron a Ismael inclinaron la cabeza en mudo asentimiento.
- Conoce a Dios. Tiene la palabra de Dios en el corazón y en los labios. ¡Qué sermón más maravilloso! Con su sermón hizo descender del Cielo la Ciudad de Dios.
- Pero… el basileus…
La mención del emperador impulsó a todos a dar media vuelta y afanarse diligentemente en la tarea de recoger sus pertenencias y apremiar a los seres queridos para volver a casa.
Ismael pasó la mano por la axila de su esposa, tiró de ella y la puso en pie. Sus hijos iban de un lado para otro, alegremente, pasando por entre las piernas de los adultos y provocando miradas de desaprobación entre las personas que andaban por allí.
Ismael les dio unas voces y unos pescozones, llamándolos al orden y, obedientes a la fuerza, se aprestaron a volver a su Ciudad.
Mientras caminaba, Ismael alzó los ojos al cielo. Durante todo el día, imponentes masas de nubes habían cruzado el horizonte, y aún llegaban, surcando las alturas, dejando atrás el sol y brillando al recibir sus rayos. La Ciudad Celestial había surgido momentáneamente entre ellas y luego desapareció.
El corazón se le caía a pedazos. Las palabras del hombre santo aún repicaban una y otra vez en su cerebro. Acudir a Dios -renunciar a todo menos a Dios-, una oleada de culpabilidad se abatió sobre él. Desde su victoria en el hipódromo el orgullo le había hinchado, como si gracias a él hubiese crecido enormemente; sólo apareció por la iglesia una vez, y su mente no prestó la debida atención a las oraciones; si había ido hoy allí fue por su esposa, no por él. Su triunfo le pareció suficiente, una perfección no necesitaba otra.
Tampoco era suficiente. En aquel instante ansiaba verse en la próxima carrera, esa vez para correr contra el campeón, contra Miguel, su rival. Volver a ganar. Superar de nuevo a otros hombres.
Le martilleaba la cabeza. Al pensar en la Ciudad Celestial, mientras apretaba el paso y metía prisa a su familia, que iba delante de él, Ismael se odiaba así mismo. Daniel tenía razón. Había dado la espalda a Dios, había hecho de la victoria un falso Dios. La Ciudad del cielo, blanca como la nieve, no era para él. Pero, ¡oh, cómo deseaba ir allí!, abandonar esta vida de esfuerzo, dificultades y preocupaciones constantes. En aquel momento se encontraba al borde de las lágrimas; desentendido de su esposa y de sus hijos, franqueó con larga zancada la puerta de Constantinopla.
Hagen había visto antes a Nicéforo: una vez en compañía de la emperatriz, otras varias en las proximidades del palacio Sagrado; no tenía la menor idea acerca de los honores apropiados para un funcionario de tal jerarquía, de modo que se abstuvo de rendirle alguno, ni se inclinó, ni le saludó con la mano. Nicéforo tampoco hizo ni dijo nada, y se contemplaron fijamente el uno al otro durante un buen rato, como si el administrador no hubiera convocado a Hagen para que le atendiese. Por último, el tesorero del Imperio suspiró, tomó asiento, posó las manos sobre los muslos e indicó con la cabeza la silla colocada frente a él.
- Tengo entendido que en vuestro país sois príncipe y, por lo tanto, me siento un tanto reacio a aparecer insensible a los honores que os corresponden, señor, aunque las circunstancias me obligan a requerir el uso de vuestras superiores aptitudes en determinadas esferas de acción.
Hagen no se sentó. Observó en Nicéforo un aire nervioso, como el caballo que resopla y se agita inquieto momentos antes de que empiece la carrera. Aguardó pacientemente a que el hombre de tez oscura le dijese lo que pretendía de él.
- Hoy han aparecido hombres muertos por toda la ciudad -explicó Nicéforo, y se levantó de la silla, impulsado por los nervios; se frotó las manos, intranquila la mirada-. Hombres de alta cuna, hombres ricos…, hombres a los que hubiera considerado invulnerables a una purga tan salvaje como ésa. Y… temo que traten de convertirme en uno más de esos cadáveres distinguidos.
- ¿Quién los está asesinando? -preguntó Hagen.
- Juan Cerulis.
- Ah.
- Pretende erigirse en emperador. Cree que el hombre santo le encumbrará al trono del Imperio y está eliminando a cuantos…, cuantos…
Nicéforo se llevó las manos a la cara.
- Alguien debería presentarse ante la basileus.
- Ah… ¿qué puede hacer ella? Los sicarios de Juan Cerulis atacan en jauría, dicen, como hienas.
- Matar a Juan Cerulis.
- ¡Matarle!
- Si la emperatriz me lo permite, yo mismo lo haría por ella… Aunque me fuera la vida en el asunto, le mataría con mis propias manos.
- ¿Podríais hacerlo?
Hagen encogió un hombro y sonrió a aquel hombre de ciudad, un hombre con tanto poder y con tanto miedo.
- Si lo deseáis con la intensidad suficiente, podéis matar a cualquiera.
- Ah, yo no digo eso.
- Lo lamento.
- ¿Me protegeréis? Me han dicho que, entre los guerreros de vuestro pueblo, sois el más feroz. Necesito… Quiero… -Nicéforo volvió a sentarse y encorvó el cuerpo, tenso y cubierto de arrugas el semblante-. Estoy aterrado. A pesar de ello, he de ir diariamente a la Ciudad, para llevar a cabo las gestiones inherentes al Imperio… Así que preciso protección.
Hagen se enderezó, sorprendido.
- Habré de consultárselo a la basileus. Se considera mi suprema señora mientras me encuentre aquí.
- Fue ella quién sugirió que os propusiera la misión.
- ¡ Ah!
Hagen se retiró unos pasos y vagó por la estancia, mientras pensaba con cierto enojo en Irene; le manejaba como si él fuese un esclavo, lo cual era fastidioso, aunque más irritante todavía era el hecho de que la emperatriz fuese incapaz de adoptar, en aquella crisis, la medida adecuada: liquidar a Juan Cerulis. Se inmovilizó ante una ventana y contempló el desierto patio de ladrillo situado abajo, en el que había unas cuantas jarras y botellas en fila, mientras pensaba en que podía salir a la amplia pradera del otro lado de Constantinopla, ir al encuentro de Juan Cerulis, clavarle un cuchillo y recordarle que aquélla no era su Ciudad. Él, Hagen, había renunciado a su venganza, en honor de Teófano, pero no existía razón válida alguna que le impidiera participar
en aquella operación.
Giró en redondo, para quedar frente a Nicéforo, dispuesto a rechazar su petición, y vio en el rostro del tesorero una expresión tan atormentada que el odio renació en su pecho. Si la emperatriz no podía o no sabia plantar cara a la maldad, alguien tendría que demostrarle cómo había que hacerlo.
- Acepto -dijo-. Haré lo que pueda.
- Gracias -respondió Nicéforo y, con gran sorpresa por parte de Hagen, se inclinó.
Por la mañana, Irene cumplió el rito sagrado del pozo de san Esteban, llevando el agua en procesión alrededor de la iglesia de la Sagrada Sabiduría y enviando pequeños fiales a todos los puntos de la Ciudad y del resto del Imperio, para purificar los altares levantados en todas partes. En pleno mediodía, descendió al jardincillo de debajo del Dafne y se hizo servir allí el almuerzo. Y allí estaba cuando se presentó Hagen, el franco, que se arrodilló ante ella y le pidió permiso para matar a Juan Cerulis.
- ¿Tan fácil es para ti matar a otro ser humano, Hagen? -preguntó Irene-. La muerte de Teófano, ¿no te ha imbuido ningún respeto por la vida?
- Juan Cerulis está matando por doquier -repuso Hagen-. Acabar con él no sería un asesinato, sino arrancar la cizaña, basileus.
Aquello le hizo gracia, pero no se rió, ya que no deseaba parecer frívola; después de todo, se trataba de un asunto muy serio. Las damas, a su alrededor, le servían una selección de platos de estilo árabe: el califa le había enviado un nuevo cocinero junto con las fieras. La emperatriz devolvió el tigre y el leopardo, pero conservó el cocinero.
La pequeña Filomela permanecía acurrucada al lado de Irene, con la cabeza sobre su falda, que le iba dando trozos de una cebolla rellena.
- Hagen -dijo Irene-, Dios me eligió para la dignidad de basileus. Dios me protegerá, lo mismo que protegerá a aquellos a quienes Dios desea que vivan. Quienes hayan perdido la consagración de Dios, perecerán, y Juan Cerulis no es más que un instrumento.
Así ocurre con la maldad; si el intento es ilícito, el acto no puede ser voluntad de Dios.
Fuera, al otro lado de la tapia baja que limitaba el jardín, Irene vio pasar a alguien; sus ojos le siguieron durante unos segundos. Era el príncipe Constantino, a quien no había castigado por sus trapisondas con las carreras de cuádriga.
Sin apartar los ojos de su primo, dijo:
- ¿Sabes una cosa, Hagen? En muchos aspectos, aún sigues siendo un mozalbete, impetuoso e inexperto. Cuando llegues a mis años, comprenderás lo poco que uno debe interferir en el flujo de las cosas. Eso significa que lo que ha de acontecer, acontecerá, querido. El éxito en la vida consiste en averiguar qué va a ocurrir y, entonces, adaptarse a la voluntad de Dios.
Le sonrió. Hagen no parecía convencido; se encontraba de pie, con las manos adosadas a los muslos y el semblante surcado de arrugas de insatisfacción.
- ¿Vas a proteger a Nicéforo?
- Alguien debe hacerlo.
- Estupendo. Deja el resto a Dios, Hagen. Ten fe. -Ahora estaba demasiado divertida como para no reír, de modo que soltó una carcajada-. ¿No oíste al hombre santo?
- Permitid que me retire -rezongó el franco.
- Tienes mi permiso para retirarte, querido.
Se retiró. Irene se inclinó, apoyado el codo en el brazo del sillón, y, mientras le veía alejarse, observó sus largos brazos, cuya elegancia natural acentuaban los puños de plata en torno a las muñecas. Decidió conseguirle algunos aros enjoyados para los brazos, tal vez alguna clase de collar. Lucía el granate que ella le había regalado. Irene adoraba los granates, de reflejos astillados, imperiales. Las damas revoloteaban a su alrededor; una roció perfume por la parte interior del codo, un efluvio de rosas, de almendras, los aromas del veneno sutil. La mirada de la emperatriz se desvió nuevamente hacia la tapia, pero el príncipe Constantino ya se había perdido de vista. Irene sonrío al pensar otra vez en el veneno sutil.
Ismael mataba el rato por la Explanada, observando a los caballerizos y mozos de cuadra que entraban y salían cargados con medidas de cereales hechas de cuero y cubos y redes llenos de heno, que llevaban de un lado a otro de los pasillos ocupados al completo por las caballerías. Le dolía la cabeza. La noche anterior se había emborrachado hasta quedarse dormido. Por la mañana, su mujer le amargó la vida, logró echarlo de la cama y se había ido a las cuadras, pero no tenía nada que hacer, ya no.
En el fondo del pasillo situado a su espalda, un caballo se agitaba y relinchaba, pero era Locura, el alero interior de Miguel, que, de todas formas, estaba loco y no había dejado de estarlo desde que llegó allí; no le hizo ningún caso. Seguía viendo mentalmente la Ciudad de Dios, que descendía de las alturas, blanca y pura a la luz del sol, con sus torres y tejados, con sus calles de oro macizo.
Detrás de él, un hombre chilló. Eso le devolvió a la realidad y giró en redondo, mientras un estremecimiento le hormigueó la espalda.
Por el pasillo en el que se albergaban los caballos de Miguel corría el caballerizo, Esad, que no paraba de gritar.
- ¡Constantino! -mugió, al pasar junto a Ismael.
Agarró por los hombros a un mozo de cuadras, lo puso de cara a la puerta y le dio un empujón.
- Ve a buscar al príncipe… Trae a Miguel, maldito seas, ¡rápido!
El muchacho salió a la carrera. Esad se acercó en dos zancadas a la pared y cogió de los ganchos un látigo y un ronzal.
Ismael dio un salto.
- ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
- ¡Constantino!
Esad volvió a adentrarse corriendo por el pasillo, con el látigo y el ronzal, e Ismael y una docena de hombres más le siguieron.
Dos de las antorchas del corredor se habían apagado. Sólo seguía encendida la del muro blanco del fondo y contra su espasmódica claridad se recortaba la silueta de la cabeza, el cuello y las crines de Locura. Esad corrió hacia la casilla del caballo, con el resto de los mozos de cuadra a la zaga, y abrió la puerta.
El caballo embistió. Era un animal notoriamente celoso de su territorio y no podía sufrir que un mozo de cuadra permaneciese mucho rato dentro de su casilla, pero Ismael nunca le había visto tan furioso. Esad no perdió tiempo. Dio dos pasos dentro de la casilla, dejó caer el ronzal y, con el látigo, mantuvo a raya a Locura. El gigantesco animal retrocedió, con las patas delanteras levantadas y agitándolas en el aire y los ojos echando chispas, dementemente furioso.
A espaldas de Ismael, alguien gritó: ~¡Constantino!~, y señaló con el dedo.
Ismael lo vio al instante. Detrás del caballo, contra la pared, medio enterrado en la paja, yacía un cuerpo inmóvil, de cara a la puerta. Era Constantino.
Ismael irrumpió dentro de la casilla, donde el caballo, levantado sobre Esad, lanzaba penetrantes relinchos. Las patas delanteras seguían golpeando el aire. Ismael recogió el ronzal del suelo y se apartó a un lado con rapidez. El caballo la emprendió con él, la cabeza por delante, y sus dientes se cerraron sobre el brazo del auriga.
Esad aplicó el látigo a la cabeza del caballo, con el mango primero, y medio retrocedió, apartándose lateralmente. Ismael saltó hacia adelante. Pasó el ronzal en torno al cuello e hizo otra pasada sobre los ollares. Agarró con fuerza al caballo por la cabeza, le obligó a bajar y echarse de costado encima de la paja. Le dolía el brazo en el punto donde el caballo le dio el mordisco.
Los demás irrumpieron en la casilla, cogieron el cuerpo de Constantino y lo sacaron de allí. El caballo temblaba violentamente, ultrajada su moral. Ismael le palmeó el cuello en rápidas y afectuosas caricias, mientras los dedos se deslizaban por la mezcla de sudor, sangre y mugre que cubría la piel del animal. Constantino llevaba allí bastante tiempo; y, desde luego, había muerto. Qué insensato, entrar sin látigo en la casílla de aquel caballo.
Un instante después de haber concebido tal pensamiento empezó a sospechar algo más profundo. Se levantó. Echado sobre la paja, Locura se estremecía, medio invisible en la penumbra, con la excepción del frenético brillo blanco que despedían sus ojos.
Ismael salió de la casilla y cerró la puerta. Se arremangó la camisa para inspeccionar la magulladura que se le estaba formando en el brazo. La tela le había protegido, librándole de una verdadera herida.
En la Explanada, un nutrido corro de hombres se había congregado alrededor del cuerpo de Constantino, tendido en el suelo. Esad estaba arrodillado junto a él y entre los reunidos figuraba Hagen, el franco.
Ismael se le acercó y el bárbaro dijo:
- También él. Sangre de Dios, no entiendo nada de esto.
- ¿Cómo? -Ismael alzó la mirada hacia el bárbaro.
- Hay personas muertas por toda la ciudad -dijo Hagen-. Pero no entiendo dónde encaja él en todo esto.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Ismael, de pies a cabeza; el frío le llegó al alma. Una corriente de aprensión y repugnancia sucedió inmediatamente a la ráfaga helada. La Ciudad Celestial resplandecía en su cerebro. Dio media vuelta y salió de las cuadras, a la calle.
Hagen fue tras él; sumidos en sus propios pensamientos, caminaron uno junto a otro bajo un sol cuyo tórrido calor no aliviaba el más leve soplo de aire. Por último, Hagen se volvió hacia Ismael.
- ¿Había algo que indicara que fue asesinado?… ¿Se veía alguna herida?
- No vi nada -repuso Ismael. Delante de ellos, un gentío se arracimaba en torno a la gran puerta del hipódromo y el auriga dirigió sus pasos hacia allí-. No, claro que no; todo lo que alguien tenía que hacer era darle un golpe en la cabeza y meterlo allí, con Locura. Todo el mundo conoce a ese caballo. Patearía a cualquier cosa que entrara en los dominios de su pesebre.
- ¿Incluido Miguel?
- ¿Miguel? ¿Crees que Miguel puede tener algo que ver con la muerte de Constantino? ¡Mira!
Se acercaban al numeroso grupo de personas reunidas ante la puerta del hipódromo. En la parte alta de los tablones colgaba un cinturón de eslabones de oro, con un enorme broche ovalado; el cinturón del campeonato obtenido por Miguel. Ismael se quedó con la boca abierta. Ahora sabia por qué estaba allí toda aquella gente. Es más, conocía el motivo que atrajo a la multitud allí; se le agitó el estómago.
- ¿De qué se trata? -Hagen contempló la puerta en la que estaba clavado el letrero; lógicamente, no podía leerlo-. ¿Qué es lo que dice?
- Que se celebrará una carrera con el Cinturón de Oro en juego -explicó Ismael, con voz apagada-. El día de san Febronio.
- ¿Una carrera entre tú y Miguel? -Hagen se puso en jarras-. ¿Cuándo es el día de san Febronio? ¡Ah!
Recordó, y la comprensión fue apareciendo en su cara como el sol naciente sale por el horizonte.
- La basileus quiere apartar del hombre santo la atención del pueblo -dijo Ismael-.
Así que dispone la celebración de una carrera. -Se alejó de la puerta, calle abajo-. Vamos a tomar un trago.
- Me parece que la he subestimado -confesó Hagen-. ¿Puedes vencer a Miguel esta vez?
- No voy a intentarlo.
- ¿Cómo?
Ismael eludió mirar al franco a los ojos, entró en la taberna y fue a ocupar su mesa favorita, en la parte delantera de la sala, junto a la puerta. Por lo menos, allí aún le fiaban. Carecía de importancia que corriese o no; de todas formas, no iban a pagarle.
Tomó asiento y hundió el rostro entre las manos. Qué falso era el mundo, qué lleno estaba de decepción. Constantino asesinado, tendido allientre la paja, mientras el viejo Locura le coceaba y le machacaba con los cascos, convirtiéndolo en pulpa. Todo falso, todo pecaminoso; ya no podía soportarlo más.
Se acercaba el momento de poner punto final a todo. Descendería la Ciudad Celestial y elevaría a la Gloria a los elegidos de Jesucristo, mientras sus propias faltas arrastrarían a los condenados al Infierno.
Hagen se puso una copa delante y la llenó de vino clarete.
- ¿Qué quieres decir con eso de que no correrás?
Se sentó en el banco, con la esquina de la mesa separándolos.
- ¡Oh, Dios, Hagen!… -Ismael se llevó a los ojos la parte inferior de la palma de las manos-. Ayer… ¿Lo viste? En el cielo.
- Lo único que vi en el cielo fueron nubes.
- El pecado ciega tus ojos.
- Uno de nosotros está ciego, si en el cielo viste algo que no fuesen nubes.
Una cólera inexplicable creció en el corazón de Ismael, rojo y ardiente como una llama.
- ¿Qué puede saber un bárbaro acerca de Dios?
Hagen le sonrió, sin sentirse insultado.
- Crees que Daniel lleva consigo la Ciudad Celestial. Sabes que está bajo el poder de Juan Cerulis, que es un hombre tan perverso como el más perverso que yo haya visto jamás…
- Dios elige sus instrumentos conforme a su voluntad.
- ¿Qué lógica tiene que haya elegido a Juan Cerulis?
- Empequeñeces a Dios… ¡tratas de acoplar a Dios en el marco insignificante de la razón humana! ¡No! ¡Dios está mucho más allá de nuestro conocimiento…! -Al tiempo que hablaba, Ismael sentía ascender en su corazón un casi insoportable anhelo de aquella maravilla, un lugar donde no importaban en absoluto las garras de hierro de tiempo y consecuencia. Cerró de nuevo los ojos-. Somos lo que Dios quiere que seamos.
Hagen le soltó un bufido, sorbió su vino y empujó la copa hacia Daniel.
- Bebe. Estás demasiado sobrio.
- ¡Se acerca el día de Dios!
- Vosotros, la gente de aquí… lo glorificáis todo.
- ¿Qué significa eso?
- Escucha, Ismael. Mi abuelo no fue un hombre de Cristo. Sacrificaba caballos en el solsticio y rezaba a los robles. Mi padre solía decir: «Deja algo para los dioses antiguos«. Vosotros, la gente de aquí, lo habéis entregado todo a Cristo…
- ¡Blasfemas! Cristo lo es todo, se lo debemos todo a Cristo.
- Quizá, pero me choca el hecho de que, si Cristo fuese todo, no tendría motivo para sentirse celoso y, sin embargo, El es celoso.
El genio de Ismael estalló como una burbuja.
- Criatura despreciable. Eres un blasfemo… ¡Quieres que consuma mi alma en las carreras de caballos, cuando el fin del mundo está al alcance de la mano! Algún demonio te envía…, algún demonio habla a través de ti, para seducirme y desviarme del camino recto. ¡Apártate de mi, Satanás!
Mientras hablaba, separó a Hagen de si, por el procedimiento de ponerse en pie y salir a toda prisa por la puerta.
En la calle, nada había cambiado; la gente iba de aquí para allá, ajetreada, afanada en sus triviales asuntos cotidianos, sin percatarse de que el día del Señor estaba cerca.
El aire le pareció a Ismael una irritación en sí mismo, mientras corría calle abajo, rumbo a la Ciudad Celestial.
Miguel no ignoraba quién había matado a Constantino, y comprendía el motivo.
Se sentó junto al cadáver de su tío, tendido sobre el piso del establo, sobre la paja mezclada con barro y estiércol. El caballo había reducido los huesos de Constantino a pequeñas astillas, triturándolos bajo la machucada carne que los envolvía; la cabeza estaba completamente desfigurada. Miguel posó el pulgar en cada uno de los párpados de su tío y, con firme movimiento, le cerró los ojos.
Era injusto, de cualquier modo: ella había aprovechado la purga, el horror que se había extendido por Constantinopla, para incluir un cadáver más; nadie se preocuparía, con tantas personas que estaban muriendo. Injusto y miserable. Y, sin embargo, ¿no había repudiado él también a su pariente? Constantino violó lo más sagrado: su honor, su reputación y la reputación de las carreras, lo único que realmente importaba.
Miguel había renunciado a su vínculo con Constantino; no tenía derecho a indignarse porque ella le hubiera castigado.
Pensó que en un mundo que se pareciese más al del hipódromo, tales cosas no sucederían. Deseó que no hubiese arrojado el cadáver a la casilla del establo. Deseó que no hubiera utilizado al viejo majareta de Locura para una faena tan sucia. Y, no obstante, había cierta rotundidad, cierta perfección. Miguel sabia por qué lo hizo la mujer.
Se dijo, una vez más, que aquello-ya no era asunto suyo. Se puso en pie y salió de la cuadra.
Si la emperatriz dedicaba sus días a ritos y procesiones, su ministro Nicéforo los pasaba yendo apresuradamente de un sitio a otro, reuniéndose con otros funcionarios, adoptando y poniendo en práctica las medidas adecuadas para atender las exigencias de la vida diaria en Constantinopla. Hagen le acompañaba por las calles, a un palacio o a un edificio público, y luego vagaba ociosamente durante horas, en la parte exterior, medio dormido bajo la solanera, de mal humor y fastidiado por el tedio.
Supuso que se merecía el castigo. De no haber entregado a Juan Cerulis aquella lista, la gente no estaría muriendo ahora por toda la ciudad, y Nicéforo no necesitaría protección.
Reflexionó en ello, en hasta qué punto tenía él la culpa de la muerte de aquellas personas, y su talante grisáceo se tomó negro. Consideró a Juan Cerulis una especie de vapor venenoso que invadía lentamente la ciudad. Con su vacio parloteo acerca de Dios y de hacer lo que Dios pretendía, la emperatriz era incapaz de hacer frente a tal infección; al final, la epidemia los destruiría a todos.
Una tarde, mientras Nicéforo mantenía dentro de un edificio una reunión con otros funcionarios, Hagen, de pie junto a la escalinata exterior, se preguntaba si no debería matar primero a Juan Cerulis y decírselo después a la emperatriz… Estaba pensando también en Teófano, que se había sacrificado sin vacilar por el bien de todos, cuando vio una mujer que circulaba por la calle.
La mujer aminoró el paso; le dirigió una cálida mirada. Hagen le sonrió y, automáticamente, ella se detuvo y le hizo una seña, indicándole el estrecho callejón situado entre el edificio de dos pisos donde estaba trabajando Nicéforo y el contiguo almacén de planta baja. Hagen se dispuso a seguirla y la mujer entró rápidamente en el callejón, al tiempo que emitía una risita tan provocativa que Hagen echó a correr.
En el callejón, la mujer se volvió de cara a él y se abrió con las manos el escote del vestido. Surgieron los dos pechos más hermosos que Hagen había visto en su vida, dos enormes globos de forma insuperable, con pezones erectos y rosados como labios fruncidos. Casi los tenía ya en las manos cuando le cruzó por la cabeza la idea de que aquello resultaba demasiado fácil.
Su oído captó en aquel preciso instante el roce de una bota sobre las tejas, casi directamente encima de él. Se lanzó a un lado; mientras cambiaba de sitio, una flecha zumbó por encima de su hombro y fue a estrellarse contra el duro suelo.
Rodó una y otra vez hasta alcanzar el muro del almacén en la parte lateral del callejón. La mujer se deslizaba hacia la calle. Hagen alargó las piernas y la mujer tropezó con ellas. Soltó un chillido al tiempo que caía de bruces y rodaba sobre si misma; Hagen se incorporó apoyándose en las manos y las rodillas y escudriñó las alturas.
En el techo plano del almacén, un hombre armado con un arco le buscaba con la vista.
Al localizar a Hagen, levantó el arco y se llevó la flecha a la mejillas. Hagen saltó hacia él. Se agarró al alero con ambas manos y se impulsó hacia el arquero, que disparó.
La flecha pasó de largo junto a la cabeza de Hagen y el arquero dio media vuelta para emprender la huida. En el instante en que Hagen se levantaba, otra flecha surcó el aire desde otro lado y se le clavó en el antebrazo. Había dos arqueros más en medio del tejado. Hagen se arrancó la flecha del brazo y la tiró.
El hombre que tenía frente a si estaba ajustando otra flecha en su sitio, desesperada la expresión del rostro. Hagen se precipitó sobre él. Los otros alzaban ya sus arcos para apuntarle, y Hagen cogió al individuo que tenía delante y lo elevó por encima del suelo. El arco, al caer, rebotó contra el tejado. El arquero golpeó a Hagen con los puños, pero Hagen se limitó a agachar la cabeza, golpear al rugiente soldado en el pecho, rodearle con los brazos, levantarlo en peso y lanzarse con él, a través del tejado, hacia los otros dos.
Tras nivelar los arcos, uno junto a otro, ambos arqueros tensaron las cuerdas, prestas las flechas. Pero titubearon, al no querer alcanzar a su compañero en su intento de acabar con Hagen. El hombre apresado entre los brazos de Hagen chillaba, pataleaba y daba puñetazos en la cabeza al franco. A Hagen le dolía el brazo en el punto atravesado por la flecha. Afirmó los pies en el suelo y, como quien acciona un látigo, arrojó al sujeto que llevaba en los brazos contra los dos arqueros que tenía delante.
El esfuerzo le hizo caer de rodillas, pero los tres soldados griegos salieron volando.
Como un estúpido, el primero que recuperó la verticalidad trató de utilizar de nuevo el arco. Su mano tanteó la aljaba que le pendía del cinto, en busca de otra flecha. Hagen se incorporó, vacilante, y desenvainó la espada.
Gritó. El tacto de la empuñadura de la espada en su mano fue como la sacudida de un trago de licor fuerte. El arquero, con la flecha sin encajar, dio media vuelta para huir, pero Hagen le alcanzó en la cabeza con la hoja de la espada, arrancándole la mitad de la cara.
Los otros dos individuos le atacaron desde direcciones opuestas, enarbolando hachas cortas de doble filo. Mientras Hagen rechazaba y desviaba con la espada los tajos del más alto de los dos, el más bajo le atacó por la espalda.
Hagen hizo un regate, abandonando su situación en línea entre uno y otro. Ambos siguieron acosándole. Cuando Hagen se detuvo, los atacantes trataron de colocarle de nuevo entre ellos, pero Hagen dio un salto lateral. Cruzaron así el tejado llano, yendo de un lado a otro: un corto desplazamiento, los dos hombres separándose para atacarle uno por cada lado, otro breve desvio. El tejado parecía sólido, al menos, pero los dos griegos eran hábiles y no iban a caer por el borde, además, su táctica mejoraría mientras él se lo permitiese.
El bajito era rápido, pero siempre atacaba por la izquierda. El alto era más lento.
Hagen se echó a un lado, a la espera de una abertura.
Le sorprendió el chillido que cruzó de pronto el callejón; volvió la cabeza para lanzar una rápida ojeada, y en una ventana del segundo piso del edificio del otro lado vio un grupo de hombres que daban voces y contemplaban la pelea. Nicéforo estaba entre ellos. Le animaron al observar que había vuelto la cabeza. Distraído, Hagen los estuvo mirando un poco más de la cuenta, lo que aprovechó el individuo situado a su espalda para alcanzarle.
El golpe resultó corto, y el fianco pudo retroceder, pero el extremo superior de la curvada hoja del hacha le cruzó la espalda. Saltó al centro del tejado, doblado sobre si mismo a causa del dolor, bien cogida la espada con ambas manos, por miedo a que se le cayera.
Lanzó un alarido; batió el aire con la espada, obligando a retroceder al miedo y la debilidad que acechaban en la herida. Las dos hachas trazaban círculos a su alrededor. Volvió a aullar y dio un salto en el aire, intentando alcanzar la mayor altura posible.
Le atacaron otra vez, el alto primero, con un hachazo de arriba abajo, mientras el bajo se deslizaba para, con un grito, lanzarse por detrás.
Los nervios de Hagen se sobresaltaron, pero el grito le indicó que debía esperar el ataque a fondo por parte del hombre que tenía delante. Cuando se produjo la arremetida de éste, el franco le recibió con un contragolpe en medio de la columna vertebral que casi cortó por la mitad al griego alto. Hagen soltó un alarido de triunfo, saltó sobre el individuo que acababa de abatir y le seccionó la cabeza. El bajito giró sobre sus talones y emprendió la huida. Hagen inició la persecución, pero al resbalar su pie en la sangre cayó de rodillas. Agil como un volatinero, el hombrecillo saltó al suelo desde el tejado y se alejó calle abajo a todo correr.
Hagen estaba sin aliento y no hizo el menor esfuerzo por perseguirle. El ardor combativo que le mantuvo firme durante el combate menguaba aceleradamente. Le dolía la espalda y el brazo le sangraba con profusión. Vivir en la ciudad le había ablandado y notó que el estómago se le alteraba. Se acercó a echar un vistazo a los hombres que acababa de eliminar; uno de ellos lucía numerosos anillos de adorno, pero no tomó ninguno; no quería nada que le recordase aquel asunto. Descendió del tejado y anduvo hacia la calle.
La muchacha había desaparecido. Gruñó al recordarla; ahora estaba de humor para arrancarle los pechos a mordiscos. Nicéforo salía por la puerta.
Al ver a Hagen, se dirigió rápidamente a él, con las manos tendidas.
- ¿Estáis muy malherido? ¡Oh. Dios mio, Redentor del género humano! Alejémonos de aquí. ¡Silla! ¡Silla!
- Me encuentro bien -dijo Hagen.
El tajo de la espalda era doloroso, pero superficial. Lo que más le hacia sufrir era la herida del brazo, que ya rezumaba y escocía.
Dos de los cursores de la ciudad estaban junto a la silla de manos de Nicéforo, hablaron con él y, al acercarse Hagen, se le quedaron mirando. Uno de los porteadores llevo el caballo del franco, que se volvió para montarlo.
- Estuvo magnifico -alabó Nicéforo-, no puedo deciros lo valeroso y formidable que es con las armas en la mano. Hubiera puesto en fuga al mismísimo Aquiles. Su voz era como el bramido de un volcán, estentórea como la furia del Todopoderoso.
- Vamos -articuló Hagen.
Los porteadores establecieron un trote fluido y uniforme. El caballo de Hagen tenía bastante práctica en mantener el ritmo de la litera y marchaba a la izquierda de la misma, sin que Hagen necesitara apremiarlo.
- Estuvisteis magnífico -repitió Nicéforo, con el mismo entusiasmo alborozado de antes.
- Eran griegos -le quitó Hagen importancia-. Vuestro pueblo no está dotado para esos menesteres.
Se dijo a sí mismo que había sido una buena pelea. Sufrió heridas, pero se las causaron inesperadamente y, por contra, él había matado a dos o tres atacantes. Y el último puso pies en polvorosa ante la perspectiva de enfrentarse cara a cara con él.
Estaba cansado. De verse en la obligación de luchar durante un momento más, puede que la fatiga hubiera sido excesiva. Se estaba volviendo griego: se reblandecía. Su humor se ensombreció nuevamente, como si negros y ominosos nubarrones descendieran sobre él. Pensó otra vez en Juan Cerulis, imaginándolo como una inmensa neblina pestilente que se abatía sobre la ciudad y la invadía a través del aliento. Le corroyó la sensación de la tarea macabada, de algo pendiente, de algo por justificar. ¿Por qué entregó la lista a Juan Cerulis? No había tenido en sus brazos a Teófano veinte minutos cuando
la asesinaron. Le dolía el corazón por la muchacha como una herida en carne viva.
Acompañó a Nicéforo al palacio y la puerta se cerró tras él.
El médico puso el brazo de Hagen a remojar en agua bendita y cubrió el corte de la espalda con una venda en la que se escribió el apropiado versículo de la Biblia.
Se encontraba el franco sentado en un banco del soleado patio cubierto, cuando oyó a Nicéforo describir a alguien la lucha del tejado.
- 'Ni un movimiento desperdiciado! Actuaba más como un gato gigante que como un hombre… Fue algo hermoso, como una especie de baile. Le hace a uno comprender por qué era tan popular, cuando formaba parte de los Juegos.
Por la puerta situada detrás de Hagen empezaron a salir diversas personas -pajes, uno con un abanico, otro con un quitasol adornado con plumas de avestruz, y, tras ellos, dos mujeres ataviadas con vestidos suntuosos, así como un grupo de damas que Hagen no podía ver- y comprendió que llegaba la emperatriz. Oyó su voz al cabo de unos segundos.
- ¿Quiénes eran? ¿Reconociste a alguno de ellos?
Hagen meneó el brazo dentro de la palangana de agua; la herida mejoraba, cerrando y cicatrizando al curarse. Le dolía todo el cuerpo, cada uno de los músculos, y aún estaba cansado.
Constantinopla le estaba viciando y, sin embargo, no podía marcharse. Tenía allí una deuda, una obligación. Una y otra vez, se veía mentalmente en el acto de doblar la curva de la oscura carretera, de detenerse para dar aquel último beso a Teófano.
Una y otra vez, llegaba la flecha. Teófano desaparecía; dio su vida por algo, por algo que Hagen no comprendía, pero en lo que se interfirió sin hacer nada a cambio del sacrificio de la muchacha.
En lo más profundo de aquella negra ensoñación captó un deslumbrante brillo de oro y se incorporó para mirar a la emperatriz a la cara.
- Dejadme que lo mate -pidió-. Llegaré hasta él aunque le rodeen cien hombres y, aunque acaben conmigo mientras lo matO, moriré alegre.
Las pupilas de Irene, más maravillosas que joyas, tenían un fulgor verde. Apoyó una mano en el brazo de Hagen y le instó a que volviera a sentarse en el banco.
- Cuida tus heridas. Te has ganado nuestra gratitud más profunda. No cabe la menor duda de que hubieran asaeteado a Nicéforo a través de la ventana, de no haber intervenido tú.
- Entregadme a Juan Cerulis.
- Muchacho, muchacho. -Alargó la mano y sus damas se arremolinaron en torno suyo al momento, una llevando una silla, otra el quitasol, otras alisándole las faldas de seda, arreglándole las mangas, atusándole la cabellera-. Debes tener fe en Dios, Hagen.
- Quizás Dios quiera que mate a ese cerdo.
- Tengo la sensación de que no es así, muchacho.
- Está asesinando a quien le parece, ya sabéis… Os matará a vos cuando decida hacerlo. ¿No os defenderéis? Permitidme que acabe con él.
- El pecado no tiene consecuencias de virtud. Mi paladín es el propio Cristo, del mismo modo que yo soy su basileus.
Hagen hundió la cabeza entre los hombros; se asfixiaba en el suave lujo de aquel lugar, donde una mujer podía ser rey.
- Cuando viajabas con Juan Cerulis -preguntó la emperatriz-, ¿averiguaste algo importante? ¿Descubriste algo? ¿Hablaste con él?
- Hablé con él un par de veces. -Se esforzó en recordar las palabras que intercambiaron-. Parecía interesarse principalmente por la comida, la bebida y la poesía.
- ¿Recuerdas algo de lo que dijo… cualquier cosa?
- Es una serpiente. No cree en nada, excepto en las palabras dichas con maldad. El…
Hagen recordó entonces algo y se echó a reír. Alzó la cabeza y su mirada encontró la de la emperatriz, que le sonreía, intensa.
- Quería enterarse del significado de lo que llevaba Miguel aquel día, en la carrera: un pañuelo alrededor del brazo. Le dije que era una señal para indicar que las pruebas se amañaban.
Durante un segundo, los ojos de Irene brillaron ardientes, muy abiertos; luego, como agua que borbotea, su carcajada resonó en el aire.
- ¿Y te creyó?
- Sí. Cree todo lo que es venenoso, nada que sea sano permanecerá en su cerebro, sólo conserva allí maldad. Le dije que el pañuelo amarillo significaba que la carrera no estaba arreglada, pero que si hubiera sido rojo, entonces, sí.
Irene se echó a reír de nuevo, una risa prolongada, musicalmente rica, y Hagen volvió a contemplarla como la preciosa mujer que era. Se preguntó si tendría hombres.
Supuso que no. No concedería a ningún hombre ese poder sobre ella. Se imaginó seduciéndola; ella amaba la lujuria y el contacto no sería difícil. Después, se la imaginó seduciéndole a él, comprendió que seria como verse devorado vivo y, súbitamente, la fría realidad le hizo darse cuenta de por qué Irene no tenía ningún hombre.
La emperatriz le estaba observando, con una amplia sonrisa decorando su cara.
- Perdona. Hubo un intento de amañar una carrera, ¿lo sabias? Durante tu ausencia. Afortunadamente, Ismael no se dejó comprar.
- Ismael.
Recordó a Ismael, que deseaba alejarse de este mundo, y vio allí una relación.
- ¿Qué tal van las heridas? ¿Crees que se curan con rapidez?
Hagen movió los hombros y desdeñó formular consideraciones inútiles. Cuando levantaba los hombros, le dolía la espalda.
- Se curarán, si Dios quiere.
- Si Dios quiere.
Irene se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el rostro del franco, una suerte de bendición maternal. Hagen hizo una reverencia; cuando volvió a alzar la cabeza, la emperatriz se había ido.
- Aquí, en lo alto del muro -dijo Nicéforo.
Empezó a subir los peldaños que ascendían por la parte interior de la gran muralla, agarrándose con una mano a una barandilla de hierro fijada a los ladrillos. Hagen le siguió.
La muralla estaba construida con la misma piedra de tono amarillo oscuro y los todavía más oscuros ladrillos utilizados en el resto de Constantinopla. Sobresalía por encima de un bosquecillo de arrayanes de fuerte olor, se elevaba cosa de siete metros y medio y su superficie era lo bastante ancha y llana como para que por ella pudiese cabalgar un caballo. Nicéforo llegó arriba y anduvo por ella en dirección contraria a la torre más próxima, hacia el mar de Mármara. Movía los brazos en torno al cuerpo al ritmo de sus pasos; empezaba a levantarse el viento de la inminente noche. Hagen marchó tras él, mientras se preguntaba por qué le habría llevado allí.
Recorrieron unos treinta metros por encima de la muralla. El sol acababa de ponerse. El crepúsculo se extendía sobre el mar como un velo transparente. La superficie de la muralla se descendía de pronto, en una empinada pendiente hacia la playa y, en la parte exterior del terreno no había más que matorrales, árboles que crecieron por su cuenta, en exceso, y prados silvestres, mientras que en la parte de dentro se veían pequeños grupos de casitas, rodeadas de huertos y pastos de cabras, en las que, ahora, al acentuar su oscuridad el ocaso, iban surgiendo en las ventanas los resplandores amarillentos de las lámparas que se encendían. Nicéforo se detuvo.
- Aquí fue -dijo- donde la Virgen se apareció en las murallas, cuando los arabes y su flota se disponían a asediar la ciudad; vino para avisarnos de que los infieles iban a lanzar un ataque por sorpresa. Podéis ver la caía, ahí abajo, donde vararon las pequeñas embarcaciones en que llegaban.
Señaló la ladera que descendía hacia el mar. Hagen asintió con la cabeza; había presenciado el sitio de Milán y vio las posibilidades que ofrecía aquel declive.
Nicéforo miraba a un lado y a otro de la muralla, de la zona yerma a la ciudad, moviendo la cabeza al trasladar la vista.
- He estado pensando en hacerme monje.
- ¡Monje!
El tesorero suspiró. Se frotó rápidamente con una mano le inmensa nariz arqueada.
- Veréis, he venido a este lugar porque, para mí, éste es el borde del Imperio. Ahora… tenemos territorios fuera de la muralla, naturalmente, pero son algo secundario. Aquí es donde acaba Constantinopla.
Hagen se puso de espaldas a la soledad cubierta de zarzas y contempló la gran urbe.
Aquí, en las proximidades de la muralla, las casas aparecían diseminadas y distantes entre si, en medio de campos y prados, pero a medida que el terreno se extendía, subiendo y bajando en la sucesión de colinas que poco a poco se acercaban a la cumbre del promontorio donde se alzaba el palacio, los edificios aumentaban en número e iban constituyendo una masa sólida de piedra labrada, cubiertas de tejas y cúpulas. Hacia allí pudo distinguir el Mesa. donde empezaban a encender las farolas callejeras, a partir de la puerta Carisia. Las humeantes llamas anaranjadas, por parejas, ascendían ya hasta la mitad de la irregular pendiente y, mientras miraba, fueron apareciendo más, elevándose a través de la crecientemente espesa oscuridad del anochecer como un manto
de estrellas caídas.
- Para mí -dijo-, Constantinopla es como una mujer, que me da la espalda, pero se me insinúa por encima del hombre, y parece fea y vulgar al principio, pero después resulta más guapa que cualquier otra, se porta bien y mal conmigo y…
Se interrumpió. No deseaba expresar lo que sentía, que la fascinación de aquella ciudad le aterraba. Pensó en Teófano. En su memoria, la muchacha era pura, blanca y buena como la propia Virgen, y Hagen sufría por lo que perdió al perderla a ella.
- Verdaderamente -comentaba Nicéforo-. Vaya: una confirmación, que llega de una fuente inesperada. También para mí es Constantinopla una ilusión.
Se cogió las manos a la espalda y su mirada rebasó la muralla para proyectarse cobre los espinos, las zarzas y los cantos rodados. Hagen oía el rumor del oleaje que rompía sobre las playas del mar de Mármara, y también percibió los ruidos de los animales que poblaban la maleza silvestre, de las aves que iban de una rama otra, el débil croar de las ranas nocturnas y de las rubetas, las ranas de zarzal. Por encima de las matas y arbustos, los murciélagos batían sus alas y giraban y descendían en picado persiguiendo a unos insectos que eran invisibles en la cada vez más espesa oscuridad.
Algo de mayor tamaño ramoneaba y hacía chasquear las ramas de las matas casi debajo de ellos. Un ciervo o una cabra salvaje, quizás.
Junto a Hagen, la voz del administrador general habló de nuevo, cargada de significativa intención.
- La vida, amigo mío, es un castillo de ilusiones. La única realidad es la muerte.
Podemos tratar con todas nuestras fuerzas de combatirla, crear enormes bastiones de arte, ciencia y fe para rechazaría, pero al final acaba llevándose a todos y cada uno de nosotros. El propio Jesucristo no pudo eludir la muerte.
Hagen le lanzó una mirada, extrañado; vio estampada en el semblante del tesorero una expresión de intensa determinación.
- Sin embargo, Jesucristo tuvo que vivir en la ilusión -continuó Nicéforo-. Vivió treinta y tres años en la tierra, a la espera del momento de su Divinidad y, mientras vivió, vivió en el Imperio.
En ese punto, respiró hondo, como sí se dispusiera a adentrarse por un camino difícil. Hagen guardó silencio. En la voz de Nicéforo, más que en sus palabras, notó Hagen el esfuerzo que le costaba seguir.
- Si uno vive en la ilusión, incluso cuando la realidad está en todas partes, lo que importa entonces es la calidad de esa ilusión. Se trata de esto o aquello. -Indicó primero el terreno baldío y después la ciudad-. De la vida bestial de los seres silvestres o la existencia racional, humana de los hombres cristianos.
- Pensáis demasiado, Nicéforo -opinó Hagen-, y actuáis demasiado poco.
- Ah, sí. Uno puede esperar tales críticas de una persona como vos, mi querido bárbaro: en vuestro reducido círculo cometéis errores y os enzarzáis en pendencias a discreción, sin hacer daño a nadie, salvo a vosotros mismos. Pero mis fallos y desastres los paga el Imperio.
- En tal caso, ¿por qué os hacéis monje?
- Yo… -Nicéforo levantó los brazos y luego los volvió a dejar caer. Su mirada fue del erial a la urbe y de nuevo al yermo. Por último, se encaró otra vez con Hagen, con semblante grave y comido por las dudas-. En tanto ella me necesite, continuaré aquí, naturalmente.
- Nicéforo, si abandonáis, si todos los hombres con cerebro y corazón abandonan, ¿quién realizará la tarea?
- Los payasos, los mentecatos, los pecadores perversos -repuso Nicéforo-. Muy poca diferencia habrá, me parece a mi.
De súbito, rompió a llorar. Hagen retrocedió, sorprendido por la vehemencia de las lágrimas del hombre.
- Lo lamento. -El administrador general del Imperio se esforzó en recobrar la compostura-. Un amigo mío falleció recientemente, ya no soy el mismo. -Sus pupilas ardían con brillo lunático tras el velo de las lágrimas. Susurré, como para sí-: Pero estoy vivo. ¡Vivo!
Hagen dirigió la vista de nuevo hacia la ciudad. Se aguantaba el impulso de tocar a aquel griego cuyas pasiones contendían tan noblemente, que luchaba con tal tenacidad para encontrarle lógica a lo inconcebible. A su lado, con cierto soberbio sentido práctico, Nicéforo se sonó la nariz.
- Rechazasteis a los árabes -recordó Hagen-. Constantinopla sobrevivirá también a esto.
Nicéforo se guardaba el pañuelo.
- El que los árabes desembarcasen aquf fue culpa mía. Como soldado no soy gran cosa… Ella me dio un ejército, y lo perdí. -Echó los hombros hacia atrás, sacó pecho y se irguió para adoptar una estatura, una postura viril, como si llevara uniforme-. En fin: regresemos. Queda mucho por hacer antes de la cena.
- Como queráis, Nicéforo.
Bajaron de lo alto de la muralla; volvieron al seno de la ciudad, resplandeciente con su mirada de luces nocturnas.
Ismael no estaba en la cuadra subterránea del hipódromo, ni en la taberna donde se reunían los miembros de los equipos de las carreras; nadie le había visto en los últimos días. Hagen bajó a la ciudad y dio con la casa del auriga.
Llamó a la puerta con el puño; no obtuvo contestación. Permaneció un rato allí, con la vista clavada en la lisa madera, a la vez que se preguntaba qué hacía allí; Ismael no era asunto suyo. Nada de aquello era asunto suyo. Sin embargo, volvió a golpear la puerta y, en esa ocasión, alguien acudió.
- ¿Sí? -La puerta se entreabrió. Una mujer, que se cubría el rostro con la mano, escudriñó desde el interior-. ¿Sí? ¿Quién es?
- Busco a Ismael. -Se esforzó en recordar el resto del nombre del auriga y lo que acudió a su memoria fue la parte inicial-. Mauros-Ismael.
- No está aquí. Largaos.
- Un momento. -Introdujo el pie en el resquicio de la puerta para impedir que la cerraran-. ¿Estuvo aquí recientemente?
- Marchaos.
- ¿Cuándo le visteis por última vez?
Ante aquella pregunta, la mujer se fundió en una riada de lágrimas, se derrumbá en el mismo unibral y la puerta se abrió de par en par. Siempre llorando, se acurrucó a los pies de Hagen y, por detrás de ella, apareció un niño que, sin lugar a dudas, era hijo de Ismael.
- Mi padre se fue hace dos días, señor -dijo el pequeño.
- ¿Dónde está?
- Con el hombre santo… Fue allá abajo, a esperar la llegada de la Ciudad Celestial.
La mujer levantó entonces la cabeza, manchado y enrojecido el semblante.
- ¡Dice que ya no está casado! Dice que, en adelante, debo valerme por mi misma…, que ya no va a cuidarse más de nosotros… -Sollozó-. Durante los dos últimos días, los vecinos me han dado pan para los niños, pero ¿qué voy a hacer ahora?
Alargó las manos hacia Hagen, que instintivamente se echó hacia atrás al ver la cruda necesidad que reflejaba el rostro de la mujer, la desesperación de sus ojos.
- No tengo dinero… En casa no queda ni una migaja… Por favor…
Detrás de la madre, el niño guardaba silencio, sin hacer otra cosa que mirar a Hagen y, en aquel momento, apareció una criatura algo mayor, una niña. No decían nada; se limitaban a mirarle fijamente, por encima de la cabeza de la mujer. Hagen pensó: 'Morirán y nadie se enterará de ello», y mentalmente, los vio girar, barridos por el viento, como hojas caídas que arrastraría un torrente tumultuoso. Tiró de la bolsa que llevaba al cinto.
- Tomad. Dadíes de comer. -Sacó las monedas, el dinero que Nicéforo le dio por haberle salvado la vida. Las monedas tintinearon al rebotar sobre las pétreas losas del umbral-. Me encargaré de que regrese. -Dio media vuelta y se alejó con largas zancadas hacia la calle, hacia su caballo.
Ismael estaba medio borracho. No había ninguna otra cosa que hacer, excepto beber; llevaba horas allí, sobre la hierba del prado, a la espera de alguna señal, de que el hombre santo. reapareciese y predicara otra vez, de que la Ciudad Celestial surgiese de nuevo en las alturas… Pero nada había sucedido, salvo que, desde Constantinopla, más personas habían llegado a los campos situados más allá del vivaque de Juan Cerulis.
Ismael supuso que debía rezar, pero no le era posible. Sin duda, el mundo se precipitaba hacia su fin; ya no habría más preparación, sólo quedaba el acontecimiento final.
Deseó que el hombre santo hablase de nuevo. Resultaba duro mantener enfocada la mente sobre la eternidad sin ayuda alguna por parte de Dios.
Levantó la bota y bebió otro trago. Le dolía el estómago.
A su alrededor, otros aguardaban también la Venida de Cristo, unos orando, otros hablando, otros durmiendo, comiendo o bebiendo… parecía un tanto incongruente que, en aquellos momentos, resultaran necesarias aquellas groseras funciones de la carne, pero tampoco podía esperar nadie que las personas se convirtieran en santos de la noche a la mañana. Ismael no observó al hombre harapiento que iba de un durmiente a otro, palpándoles las ropas y llevándose algún pequeño objeto que otro. De todas formas, nada de eso importaba. En la Ciudad Celestial, lo material desaparecería; irían de un sitio a otro en forma de pura llama. Apretó los párpados con fuerza e imaginó la Ciudad, sus calles blancas, sus torres y cúpulas abovedadas.
Con los ojos cerrados, se bamboleó, medio extraviado en su borrachera, pero no se tendió en el suelo. De hacerlo, le robarían.
A su espalda, un caballo resopló. El sonido familiar del establo atravesó la neblina del alcohol, cortó los lazos de la fe y tocó la parte más viva de su ser. Jadeo en tono alto. Llevaba días sin ver a sus caballos. Le costó un enorme esfuerzo superar un acceso de rencor hacia Dios, el descubrimiento de Dios significaba renunciar a su amor más querido, y aquella lucha interior le mantuvo rígido y retraído durante un buen rato, hasta que Hagen se agachó a su lado.
- Ismael.
- ¿Qué haces aquí, blasfemo?
El bárbaro se puso en cuclillas. No miró a Ismael, sino que dirigió la vista al frente, hacia el campamento de Juan Cerulis. Apretó las mandíbulas. Su mejilla aparecía tenuemente punteada por alguna antigua afección. Sus ojos claros y su pelo blanco brillaban a la luz del sol.
- Acabo de dejar a tu esposa, Ismael -dijo-. Está sola y tiene miedo.
Ismael se mordió los labios. Ah, aquéllas eran tentaciones del diablo, cuyo objetivo consistía en privarle de la Ciudad Celestial.
- Le di algo de dinero -añadió Hagen.
Allá arriba, en algún punto del campamento, estaba el hombre santo que podía hacer que descendiese la Ciudad; ¿por qué no rezaría otra vez? Cuando habló antes, Ismael estaba seguro de todo.
Hagen le preguntó:
- Eres un hombre, entonces, ¿vas a dejar que otro hombre se cuide de tu mujer y de tus hijos?
Ismael se lanzó de lado sobre el bárbaro, al tiempo que gruñía; el ataque fue tan inesperado que Hagen fue a parar al blando suelo, debajo de Ismael, que le asestó tres o cuatro fuertes golpes en la cabeza. El bárbaro rodó sobre sí mismo y se lo quitó de encima. Ismael resbaló haca atrás, entre el polvo.
- ¡Pelea! ¡Pelea!
A su alrededor, en el prado, se formó un círculo de gentes que afluían corriendo, alegres, hacia la diversión. Ismael se puso en pie. Sorprendido, volvió la cabeza hacia el corro de espectadores que le animaban, instándole a continuar.
Hagen estaba de rodillas, con las manos en los costados. Tenía el pelo sucio de polvo. Del grupo de recién llegados voló hacia él un puñado de tierra, pero no hizo caso. Se incorporó, despacio.
- Vuestra ciudad celestial -dijo, y soltó un escupitajo.
Ismael alzó los puños, frente a él, y el gentío gritó, encantado.
- ¡Mátalo! ¡Sacúdele una buena tunda!
A través de la exuberante seda de la estola de Hagen empezaba a filtrarse una mancha carmesí. Ismael luchó consigo mismo, esforzándose en dominar sus nervios, pero vio entonces que el bárbaro estaba herido. Y Hagen se marchaba. Contraído el rostro con desprecio, echó a andar hacia su caballo.
- Quédate con tu maldito sueño, Ismael.
- Espera -pidió el auriga.
Hagen no esperó. Se fue derecho a su montura, mientras las personas que se encontraban en su camino le abucheaban burlonamente, se tocaban la nariz con el pulgar, agitaban los dedos ante él y se separaban para que pasara entre ellas. La sangre se deslizaba por la mano de Hagen, para gotear desde la yema de los dedos corazón y anular.
- ¡Espera! -repítio Ismael, y fue tras el.
El franco hizo como que no le había oído. Llegó al caballo, tomó las riendas, apoyó el pie en el estribo y montó. Ismael cogió la brida.
- ¿Podrás volver al palacio? Estás herido.
- No te necesito para nada, Ismael.
Cerró el puño y lo apretó contra el brazo para cortar la hemorragia.
- Iré contigo.
Ismael condujo el caballo hacia la carretera.
Hagen no dijo nada. Sonó la tela al rasgarse; cuando Ismael volvió la cabeza, Hagen estaba aplicando un tapón de tela al agujero del brazo.
- ¿Qué ha pasado? -preguntó Ismael. Hagen y él estaban sentados en la taberna cercana al hipódromo.
- Me vi envuelto en una escaramuza.
La herida ya no sangraba. Repantigado en el banco, Hagen bebía vino tinto. Ismael había ido a las cuadras para echar una mirada a sus caballos y ahora albergaba la intención de volver a la pradera, para esperar la aparición de la Ciudad Celestial, aunque seguramente tampoco importaría mucho si se quedaba allí un poco más, en la taberna donde tantos ratos felices había vivido. Hizo una seña a la moza del establecimiento, indicándole que le sirviera más vino.
- ¿No correrás, pues? -preguntó Hagen.
- No volveré a correr jamás.
- Santo Dios, qué estúpido eres, Ismael.
- Cállate. No me creerás tan estúpido cuando la tierra se haya consumido, y tú con ella, mientras yo me encuentre sano y salvo en la Ciudad Celestial.
- Lo que vi allá abajo hoy no parecía precisamente una congregación de santos.
- Dios no realiza su obra según las reglas de los hombres.
- Eso ya me lo dijiste antes. ¿Cuándo es san Febronio?
- Dentro de tres días.
- Y entonces, el hombre santo entrará rezando en Constantinopla, y también se celebrará la carrera, ¿no?
- ¿Y qué?
- Y ese día, Juan Cerulis se convertirá en emperador.
- ¡No! En ese día, todo esto se derrumbará hecho pedazos y nosotros seremos santos -dijo Ismael.
Pero tenía que hacer un gran esfuerzo para creérselo. Allí, en aquel lugar que con tanta frecuencia visitaba antes, sus certidumbres se apartaban de Dios. Cerró los ojos.
Qué débil era, cómo le fallaba la fe. O él le fallaba a la fe. Pensó en su esposa, que dependía del dinero de algún extraño para dar de comer a sus hijos.
El diablo le jugaba aquella mala pasada…, atormentaba su cerebro de aquella forma.
- Ahí está el príncipe -observó Hagen.
Ismael se irguió. El príncipe Miguel entraba en la taberna.
El acostumbrado enjambre de parásitos lagoteros empezó instantáneamente a revolotear a su alrededor, pero Miguel parecía estar completamente solo en medio de aquella bandada. Anduvo derecho como una columna de mármol, abiertos y vivos los ojos.
Ismael le había visto así antes, en la víspera de una carrera, entonces siempre tenía aquel gesto, aquella intensa determinación, aquella soberbia altivez apenas reprimida.
Inconscientemente, Ismael se puso en pie ante el campeón. Miguel se detuvo y le miró.
- ¿Correrás? -quiso saber.
Ismael miró al príncipe a los ojos y su lengua entró en movimiento.
- Me he entregado a Dios, Miguel. No volveré a Mammon.
Por el rostro del príncipe un conato de oscura rabia centelleó como el trazo de un relámpago.
- Debí saber que te falta corazón para eso.
La frase flageló el alma de Ismael como un latigazo y saltó del punto donde estaba, para plantarse frente al príncipe Miguel.
- Es la voluntad de Dios, Miguel…
- ¡La voluntad de Dios! -bufó Miguel, despectivo-. Deberías saber, Ismael, que lo único que importa son las carreras. -Cambió la dirección de su mirada, que pasó por encima de Ismael, y su tono se alteró ligeramente; hablaba ahora a Hagen y en su voz se apreciaba cierto respeto reservado-. ¿Es que no puede uno hacérselo comprender?
Hagen refunfuñó. Estaba sentado, con los brazos extendidos sobre la superficie de la mesa y el vaso de vino entre las manos.
- No. No puede. si uno cree que lo único que importa son las carreras de caballos.
- ¿Ah, sí? Y si difiero de tu opinión, ¿me asestarás un tajo con tu espada, guerrero? ¿Es eso más honesto y justo que el hipódromo? Si lo crees así, es que vives en un mundo más simple que el mío.
Se volvió de nuevo a Ismael y los ojos de ambos se encontraron. Miguel bajó la voz hasta el murmullo:
- Si llega el Día del Juicio, Ismael, Él te aceptará por lo que eres, y donde mejor eres, donde más vales es en la arena.
- Hablas con la voz del diablo -protestó Ismael.
Se abrió paso a empujones a través el cordón de hombres que se interponían entre él y la puerta; era cuestión de salir de allí; se daba cuenta de que, si continuaba en la taberna, le convencerían para que volviera a correr, para que se lanzase de nuevo a la pasión de la lucha y la incertidumbre, de la muerte y el poder. Fuera, en la calle, el sol era tan fuerte que parpadeó y se llevó la mano a los ojos para interceptar el resplandor. Medio deslumbrado, se alejó cojeando calle abajo.
- ¡Ismael! ¡Ismael!
Su propio nombre le quemaba como un t1agelo. Dio un respingo al oírlo. Apareció en su camino un viejo harapiento, con la cabeza cubierta por una capucha parda y que llevaba un atadillo de hierbas en torno al cuello: era un adivino.
- Ismael. Ganarás. ¡Esta vez conseguirás el Cinturón de Oro! ¡Lo he visto!… ¡Vi los augurios en un sueño, Ismael!
El auriga vaciló; después echó a correr calle adelante, para alejarse del anciano, para alejarse de la taberna, y se dirigió hacia el Mesé, camino del hombre santo. Tenía que llegar hasta el hombre santo, que hacia la vida tan sencilla, tan soportable. Que llevaría la Ciudad Celestial hasta él. Esperaba que nadie le hubiese quitado su sitio en la eternidad. Se lanzó a todo correr por la calle repleta de gente.
En la taberna, Hagen vio marcharse a Ismael y se le cayó el alma a los pies. Cuando el príncipe entró en el local, Hagen captó en la expresión de Ismael el designio de volver, de aceptar el reto, de ser nuevamente un hombre. Lanzó una mirada furibunda al príncipe, que le observaba desde el otro lado de la mesa, gacha la cabeza, distanciado y arrogante.
- Me han dicho que eres un auténtico Aquiles -comentó Miguel-. Lo que me hace recordar que también él era un bárbaro.
- ¿Hay algún medio para que Ismael recobre la sensatez?
Miguel se echó a reír. Tiró de una silla y se dejó caer en ella, dejando media mesa entre Hagen y él.
- No hay que preocuparse. Cuando suenen las trompas convocando a los azules y los verdes, el día de san Febronio, Ismael estará allí. No sería Ismael si se comportase de otra manera.
Los gorrones aduladores continuaban mariposeando en torno suyo. Miguel volvió la cabeza y los hizo retroceder con la energía de su mirada. Cuando la zona inmediata, a su alrededor, estuvo un tanto despejada, ¡niró otra vez al franco.
- Permite que te diga una cosa, Hagen.
Al franco le sorprendió que Miguel supiese su nombre. Entrelazó los dedos.
- Habla, patricio.
- Príncipe -le corrigió Miguel-. Pertenecemos a la nobleza ateniense, no somos cortesanos de ciudad con largas uñas y flores en la ropa interior.
Se interrumpió. Una moza se inclinaba sobre la mesa para dejarle a Miguel una jarra de vino y una copa; le dedicó una zalema, pero el príncipe no pareció percatarse.
Hagen le miraba con curiosidad. A un hombre al que en la vida no le importaba otra cosa que no fuesen las carreras, le era precisa aquella pomposa arrogancia.
- Lo que quiero preguntarte… -Miguel levantó la cabeza-. ¿Sabes dónde está Teófano?
- Está muerta -informó Hagen.
- Muerta.
- Juan Cerulis se encargó de que la matasen. ¿Por qué lo preguntas?
- Oh, bueno. Fuimos amantes tiempo atrás. Me gustaba. Observé que no andaba por aquí, pero lo cierto es que se iba a menudo, a cumplir recados que le encomendaba mi prima.
Miguel frunció el entrecejo, enfocada la vista sobre el espacio vacío que tenía frente a sí. Toda su fachenda y aire de superioridad se habían volatilizado; perplejo, Hagen observó que Miguel era varios años más joven que él.
- ¡Era una muchacha tan bonita! -dijo Miguel.
- Pues, sí -replicó Hagen-. Casi tan interesante como una carrera de caballos.
El príncipe emitió una risita tan ligera como falsa.
- Oh, tendría que ser una carrera infernalmente extraordinaria.
Hagen lanzó el puño hacia él. Sosegadamente, Miguel giró, medio levantándose de la silla, y su mano se cerró en torno a la muñeca de Hagen. Fue como si una puerta que se cerrase le hubiese pillado el brazo; Hagen no pudo mover el puño ni hacia atrás ni hacia adelante. Miguel acercó su rostro al del franco.
- Deja de molestarme… ¡no se lo aguanto a nadie!
El aliento se le inmovilizó a Hagen en la garganta. Le maravilló la fuerza de Miguel; durante unos segundos eternos, con los ojos clavados en los del príncipe, su mente trató de encontrar alguna maniobra que le permitiese vencerlo, pero luego, tras exhalar en un suspiro el aire de sus pulmones, se relajó, echó hacia atrás el cuerpo y aflojó la tensión del brazo inmovilizado por la mano de Miguel.
- Aléjate de mi.
A través de la rasgada manga de la camisa brotó de pronto la sangre. Al verla, Miguel desorbitó los ojos. Soltó a Hagen y se deslizó nuevamente al asiento de su silla.
- Lo lamento. No sabia que estuvieses herido.
Hagen se bajó la manga.
- Eres fuerte, para ser griego.
- En consecuencia, quieres pelear conmigo, ¿no? Dios, vosotros, los bárbaros…
Hagen se echó a reír, al ver las cosas desde una nueva perspectiva, y meneó la cabeza.
- No tengo que demostrarte nada.
- Ni yo a ti -se apresuró a decir Miguel.
Hagen cogió su vaso de vino.
- Lo que tú digas.
Ismael le había dicho que estaba equivocado respecto al príncipe Miguel, y quizás lo estuviese. Debía de resultar duro ser hombre en Constantinopla, donde las ordenanzas legales regulaban hasta la respiración.
- ¿Cómo murió Teófano?
- Ya te dije que Juan Cerulis ordenó que la matasen.
- ¿Y tú vas a dejar que se vaya de rositas?
Hagen levantó las cejas al mirarle.
- Tu prima no me permitirá acabar con él.
Alzó la copa para un brindis.
- ¡Por Teófano!
- ¡Por Teófano! -correspondió Miguel levantando su copa.
Apuraron de un trago el contenido de las copas.
- De todas formas, no hubiera vuelto conmigo a casa -dijo Hagen-. Braasefeldt no le habría gustado.
- ¡Braasefeldt!. Vaya nombrecito. ¿Eres de allí? ¿Cómo es?
- No se parece a esto.
Evocó para si el lugar: el río de aguas oscuras, corriente rápida y numerosos brazos, que atravesaba campos y marismas, entre las húmedas y curvadas raíces superficiales de los árboles, y, en el terreno alto, las casas solariegas, las jambas de cuyas puertas estaban hechas de troncos de árboles aún con las raíces hundidas en el suelo.
Olió los juncos, el río y el mar, oyó el rumor del viento y sintió el frío helado de las mañanas de invierno, cuando las primeras claridades llegaban envueltas en humedad como fantasmas que se elevasen de las aguas.
- No, la verdad -dijo Miguel-, dudo de que Teófano se las hubiera arregla-
do bien en tu Brasa Fiel. -Apoyó los codos en la mesa-. ¿Quieres volver allí? ¿Por qué?
- Es mi patria. Allí tengo cosas que hacer… -Su molino, su dique, sus campos roturados, sus cosechas de avenas y heno, la riqueza de la que el dinero sólo era una falsificación-. Además, cuando Juan Cerulis sea emperador…
- Juan Cerulis nunca será emperador.
- Incluso en este momento va camino de serlo. Está asesinando, por toda la ciudad, a los partidarios de la emperatriz, sin que ella se muestre dispuesta a hacer nada. Le he hablado del asunto y lo único que he conseguido es una sarta de tonterías acerca de Dios y de la fe…
- Le vencerá -afirmó Miguel.
Hizo una seña y la moza les sirvió otra jarra.
- Es una mujer. ¿Qué puede hacer frente a un hombre tan decidido como Juan Cerulis?
Miguel se inclinó por encima de la mesa.
- No seas tonto, Hagen. No creas que tus pelotas están hechas de oro. Puede que mi prima sea una mujer, pero grábate esto en la cabeza: cuando nació, no era más que la hija de un pobre aristócrata provinciano; carecía de riquezas, de amigos, de educación, ni siquiera tenía residencia propia en la ciudad, pero hoy es la basileus.
Juan Cerulis es rico, pero por bautismo, por nacimiento, y aunque se ha pasado toda su vida conspirando, no cuenta hoy con más poder del que tenía cuando nació.
Hagen alargó la mano hacia su copa.
- Como dice Ismael, los caminos del Señor son inescrutables
Miguel se encogió de hombros.
- El agua aorre siempre colina abajo. No veo la necesidad de buscar la mano del Señor en cada río.
- Eres hombre razonable. Creí que eso iba aquí contra la ley.
- Se me permite serlo, ya que limito el empleo de la razón a las carreras de caballos.
Hagen empezaba a achisparse. Se dispuso a tomar otra copa, con ganas ya de coger la borrachera. Se habla equivocado respecto a Miguel; la pasión le nubló el entendimiento. Ahora, al encontrar los ojos del príncipe fijos en él, alzó su copa y formuló un conciso brindis.
- Pax.
Bebieron.
Por la mañana, con el resto del servicio imperial, Nicéforo oyó misa en la iglesia de la Sagrada Sabiduría y vio de nuevo ante sí al Cristo Coronado, en la persona de la basileus. Al igual que sus compañeros, se arrodilló, bajó el semblante hasta el suelo y la adoró. Por encima de sus cabezas, la gran cúpula parecía flotar sobre el resplandor luminoso que entraba por los ventanales, como si, cuando Justiniano construyó aquel monumento, consumara allí la unión de la Tierra y el Cielo.
En sus plegarias, Nicéforo pidió a Dios paz, guía y respuesta a sus preguntas. De su cerebro se había apoderado un demonio. Una y otra vez, la visión del prefecto de la ciudad, con la cuerda alrededor del cuello, se le presentaba ante los ojos de la imaginación; desde que se inició la matanza de las victimas de Juan Cerulis, el hombre estrangulado se había convertido en la imagen del imperio, que agonizaba bajo la presa de una malévola ambición.
Me haré monje, repetía, una droga verbal para narcotizar la acción de su cerebro; sin embargo, aquel recurso no le servia de nada; la claridad continuó sin empañarse, la intensidad sin diluirse, y la visión siguió apareciéndosele, no como algo completo y cabal, sino como un acertijo que debía resolver.
No tenía la solución. Me haré monje, se dijo, y cerró los ojos, y anheló dormirse, embriagarse o hundirse en el opio para sofocar aquel sueño.
Acabada la misa, fue al vestíbulo del templo, donde, detrás de unos biombos de madera decorados con pinturas, las damas de la emperatriz le quitaban la diadema y las galas de oro. Nicéforo se arrodilló, oprimió los labios contra el suelo y, tras sacar del interior de sus ropas una carta, se la ofreció a la basileus.
- ¿De qué se trata?
Irene contempló el rectángulo de papel que tenía ya en la mano.
- Lo escribió el prefecto de la ciudad -explicó Nicéforo en tono firme-. Me lo han entregado los albaceas testamentarios, que lo encontraron entre sus efectos, dirigido a mi.
La emperatriz le lanzó una aguda mirada, desdobló el papel y procedió a leerlo en voz alta:
- Querido Nicéforo -empezaba la misiva; Nicéforo ya la había leído varias veces, y la voz del amigo resonaba en su interior-: Cuando leas estas lineas, habré muerto.
Puede que te lo reproches, pero tú no tienes la culpa… Fui yo quien, al corromper mi cargo, se condenó al tormento eterno.
- Ahora, en el último extremo de mi vida lastimosamente destruida, tengo que confesarte un crimen más. Porque, querido Nicéforo, estabas equivocado respecto a mí. Lo que hacia imposible para mi presentarme ante la basileus y mirarle a la cara no era la malversación, el mal uso de los fondos de mi departamento oficial. Era algo mucho peor… el conocimiento de que había participado en una conspiración contra ella y el temor de que ella, que lee el alma de los hombres con la misma facilidad con que los hombres leen los libros, viese lo que yo estaba haciendo. Sí, di mi apoyo a la causa de Juan Cerulis.
- ¿Por qué? Lo ignoro. Aburrimiento, supongo. Falso orgullo, al pensar que un hombre no debe inclinarse ante una mujer. Amor a la intriga. La incapacidad de cumplir adecuadamente mi propio trabajo. ¿Quién sabe? Lo hice. Y hecho está.
En aquel punto, la basileus interrumpió la lectura y sus ojos apuñalaron a Nicéforo; su rostro tenía una expresión tan dura como la máscara de una Gorgona. Nicéforo desvió la vista.
- Ahora -reanudó Irene la lectura-, haré lo que pueda para redimir mi desgracia.
Lo que seguía era una traición en toda regla a Juan Cerulis. En tres o cuatro rápidos párrafos, el prefecto describía los entresijos fundamentales de la conspiración; contraseñas, recompensas, identidad de los que tenían atribuciones y poder, así como la señal para emplearlos. La situación del tesoro; quiénes eran los espías… Todo estaba allí.
- Demasiado tarde, quizás -articuló Nicéforo-. Sin embargo, al final, actuó honorablemente.
- Demasiado tarde -repitió Irene, con voz pensativa.
Plegó la carta, despidió a sus damas con un gesto e hizo una seña con la cabeza a Nicéforo, indicándole que la acompañase al fondo del vestíbulo, donde una pequeña ventana se abría a un jardín: fuera, un moral entregaba su fruto, alfombrando el suelo bajo su enramada.
- De haber sabido esto una semana antes -dijo Nicéforo-, podríamos haber salvado muchas vidas.
- Tal vez. -La voz de la emperatriz aún sonaba débil, contenida; Nicéforo pensó que disimulaba su rabia-. Mañana es el día de san Febronio. Mañana entrará Juan Cerulis en Constantinopla, con su hombre santo. Pero todas las almas de la ciudad se encontrarán en el hipódromo, impacientes porque se dé la salida a la carrera por el Cinturón de Oro.
La respuesta de Nicéforo fue una reverencia. Guardó silencio, mientras pensaba que, con toda seguridad, Juan Cerulis lo sabía tan bien como ellos y, cuando la atención de todos estuviese concentrada en la carrera de cuádrigas, seria el momento perfecto para tomar el control del gobierno, ahora diezmado y medio paralizado por los asesinatos de las últimas fechas.
- Dará el golpe, pues -dijo la basileus, con voz fría y tensa, baja la vista sobre la carta que tenía en la mano.
- Desde luego -confirmó Nicéforo.
- No obstante, puede que este último y lastimoso gesto, este esfuerzo expiatorio, no sea en vano. Mira, Nicéforo… -Puso la carta en la mano del tesorero-. El día de la carrera tomarás lo que esta carta te proporciona. Te haces cargo del tesoro y de la fortaleza de Juan Cerulis, confiscas todas sus pertenencias, en nombre de la basileus.
- Si, augusta.
- Luego, si al día siguiente de san Febronio Juan Cerulis y el basileus resultan ser la misma persona…
Irene se encogió de hombros. Su rostro tenía una expresión dura, chupada y seca, parecía más vieja de lo que Nicéforo recordaba haberla visto jamás. Se la quedó mirando durante un momento, asustado. Era la primera vez que veía tal delgadez en ella.
Los ojos hundidos, cuencas de hueso apenas cubierto de carne debilitada, que el maquillaje pretendía disimular. El parakoimomenos había dicho que estaba enferma. Nicéforo contuvo la respiración y combatió el pánico que le estremecía el abdomen: vio muerte en el semblante de Irene.
- Tal vez disfrute de la carrera desde el palco imperial -dijo la emperatriz.
- ¡Cómo! -se sobresaltó Nicéforo.
- Le enviaremos una invitación. Acaso esta vez no la decline, si el mensajero va limpio. -Se echó a reír, una carcajada que puso de punta los pelos de la nuca del administrador; los ojos de Irene eran demasiado brillantes, demasiado intensos, como una llama que lucha contra el viento-. Es posible que presencie la carrera debajo de la púrpura.
- Si, basileus.
¿Se había vuelto loca al final? Con el poder cayéndosele a pedazos a su alrededor, ¿invitaría al causante de su desgracia a ocupar un sitio de honor a su lado? La mirada de Irene cayó sobre Nicéforo y los labios de la mujer se plegaron en una sonrisa afectuosa.
- Nicéforo, viejo estúpido. ¿Te consideras culpable de la muerte del prefecto? Si, ya veo que sí. Qué viejo estúpido eres.
Extendió la mano y le tocó la mejilla. Confundido y sintiéndose desdichado, Nicéforo cayó de rodillas, con la carta todavía en la mano. Cuando alzó la mirada, la emperatriz se había ido.
Ismael aguardó hasta que hubo caído la oscuridad y entonces se desplazó subrepticiamente hasta la orilla del campamento de Juan Cerulis, extendido sobre la cresta baja de un altozano situado al norte de las murallas de Constantinopla. Un aro de fogatas, para alimentar las cuales los soldados habían desprovisto de leña y maleza toda la zona, ardía a lo largo del borde del campamento y se daba por supuesto que los centinelas encargados de la guardia recorrían los espacios entre un fuego y otro, pertrechados de hacha y espada. Últimamente, sin embargo, se habían vuelto confiados y descuidados y ahora charlaban y bebían sentados en grupo alrededor de la hoguera mayor. Ismael deambuló por la parte exterior del círculo hasta encontrar un punto sin
vigilancia y entró por allí en el campamento.
Tres grandes tiendas de seda se alzaban en el terreno llano, mientras que numerosos cobijos más pequeños cubrían los espacios inclinados. Cuando atravesaba aquella aldea de tela, un ruido le avisó y se detuvo en la sombra para ver a Juan Cerulis, en el centro de una cabalgata, que avanzaba hacia su cena. Le precedían unos saltimbanquis, flautas y tambores. Juan Cerulis llevaba una túnica de tejido dorado que rielaba a la claridad de las antorchas de la procesión. Ismael comprendió que aquel hombre se creía ya emperador.
Había pensado poco en Juan Cerulis como tal. Si el mundo iba a acabarse, carecía de importancia quién fuera emperador. Pero resultaba muy duro conservar la fe. El mundo estaba allí, obligándole insistente, imponiéndose a sus sentidos, llenándole la cabeza de cosas triviales, como comer, desear de nuevo a su esposa y, por encima de todo, la carrera, el Cinturón de Oro, aquel desafio al que con tan dolorosa intensidad quería hacer frente. Habían transcurrido varios días desde que vio la Ciudad Celestial, desde que oyó a Daniel, y necesitaba oírle ahora de nuevo, cara a cara.
Fue de un lado a otro del campamento, llegaba a cierta distancia de una tienda, se detenía para observar quién iba o venía y, si no veía movimiento, entraba a echar un vistazo y, después de comprobar que el hombre santo no estaba allí, se marchaba.
La mayor parte del personal del campamento se afanaba en servir la cena a Juan Cerulis; nadie le dio el alto ni se molestó siquiera en mirarle.
Al final, encontró al hombre que buscaba, pero no bajo techo, sino en el extremo del campamento, cerca de las letrinas y los caballos atados a estacas, sentado y con la espalda apoyada en el tronco de un árbol seco. Ismael casi pasó de largo sin verlo.
Se detuvo, contempló al anciano durante un buen rato, inseguro, sin atreverse a dirigirle la palabra.
- ¿Quién eres? -preguntó Daniel por último.
- Soy… -Ismael se arrodilló, juntas las manos-. Maestro, soy alguien que os necesita desesperadamente.
- Acércate un poco más.
Ismael se aproximó, andando de rodillas, el hombre santo le escudriñó, fruncido el entrecejo.
- Y bien, ¿qué es lo que quieres?
- Quiero…
Bajó la cabeza, junto al anciano, y sollozó.
- Quiero la Ciudad Celestial. La vi, cuando la hiciste descender…, pero ahora, no puedo… He perdido la fe. Necesito que me digas que la Ciudad va a volver, que puedo entrar en ella, que me habré salvado para siempre.
Durante un momento, silencioso, con la cara contra el suelo, esperó las tranquilizadoras palabras paternales. Luego, algo le golpeó bruscamente en la cabeza. Aulló, sorprendido, y se llevó la mano a la cabeza. El anciano le fulminó con la mirada. Blandía el bastón para castigar de nuevo a Ismael.
- Desgraciado. Quieres que te lo facilite, ¿verdad? ¿Quieres la Ciudad de Dios? Entonces acompáñame, muchacho, vuelve conmigo al desierto, a las áridas montañas. Ahméntate de espinos, bebe álcali, deja que el sol te abrase, que el viento de la noche te congele… ¡porque allí está la Ciudad de Dios! ¡En la Ciudad de Dios no hay comodidad ni lujo, muchacho, sólo sufrimiento y muerte! ¡Dolor y sufrimiento, esfuerzo y muerte!
Propinó a Ismael otro garrotazo en la cabeza y el auriga se encogió sobre sí mismo y alzó las manos para protegerse de los golpes. El hombre santo bajó el bastón. Tras una mirada despectiva, volvió la cara, se apartó despacio de Ismael y se sumergió nuevamente en sus meditaciones internas, aislado del mundo.
Ismael se enderezó poco a poco. Como si los golpes hubieran abierto una brecha en la concha de sus ilusiones, vio un nuevo camino, limpio y despejado. Comprendió que le habían engañado, mejor dicho, que se había dejado engañar.
Cuando la Ciudad Celestial se desvaneció de su cerebro, surgió entonces allí, poderoso e irresistible, otro lugar: el hipódromo, el crujido de la arena, el olor de los cabalíos excitados, el rugir de la multitud, la pasión de la carrera. Retrocedió, apartándose del anciano, con repentina prisa; el atractivo, el aliciente del hipódromo se acentuó de segundo en segundo. ¿Qué estaba haciendo allí, si sólo faltaban unos días para la carrera? En el borde del campamento, giró en redondo y echó a correr.
Daniel escapó una vez y huyó velozmente hacia el desierto, pero los hombres de Juan Cerulis le atraparon y devolvieron al campamento. Cosa que el anciano interpretó como una señal de que Dios aún tenía una misión para él en los asuntos del nuevo emperador.
El día de san Febronio entraría en Constantinopla y predicaría de nuevo a la muchedumbre. Decidió que entonces denunciaría a Juan Cerulis y provocaría su caída. Sin embargo, Juan Cerulis le convocó a su presencia y le informó de que, después de todo, no habría entrada espectacular en la ciudad.
- La usurpadora ha programado para ese día una carrera en la que se pone en juego el Cinturón de Oro en el hipódromo -manifestó Juan, sonriente, sentado en su silla de marfil-. Nadie acudiría a verte ni a escuchar tu prédica y, por lo tanto, seria perder el tiempo. Creo, de todas formas, que tu objetivo en cuanto a mi elevación se ha cumplido. De momento, te mantendremos con nosotros, y cuando me hayan coronado y entronizado, te buscaré un monasterio tranquilo para que te retires a él.
- ¿Por qué no puedo volver a mi montaña? -preguntó Daniel.
La delgada y pálida faz del emperador se alargó un poco más con su sonrisa.
- Creemos que tal vez sea mejor que no dispongas de mucha libertad. Las tentaciones del mundo pueden abrumar tu tierno espíritu. Nos encargaremos de que tu santidad se mantenga apropiadamente.
Daniel retrocedió, repelido, como si el hombre que estaba ante él, recostado en la silla, se hubiera transformado de pronto en una gigantesca babosa con forma de reptil. Otro hombre se acercó al nuevo emperador, se arrodilló a un lado de la silla y le susurró algo al oído. Juan Cerulis soltó una carcajada.
- Esta vez me ha hecho el juego. El garrote se cierra ya alrededor de su cuello y ahora me está proporcionando el oportuno ajuste final…;El día de la carrera por el Cinturón de Oro dejará de llevar mi corona!
Daniel salió disimuladamente de la tienda. Nadie le molestaría, mientras no tratase de abandonar el campamento. Se retiró a la parte posterior del mismo, cerca de donde se encontraban los caballos, se sentó junto a los despojos de un árbol que los soldados habían derribado a hachazos y meditó profundamente en sus pecados.
Todo aquello lo había hecho posible él. Fue él quien proclamó emperador a Juan Cerulis. Ahora, Dios le recordaba a Daniel. una y otra vez, que debía rectificar su yerro.
Mientras estaba sentado allí, Dios le envió un mensajero. En forma de ciudadano de Constantinopla, se le apareció un ángel y le recordó duramente el sermón que había predicado y la equívoca ilusión que ofreció a los constantinopolitanos. Despidió al santo tras asegurarle que lo había entendido y se dispuso a establecer su plan para la destrucción de Juan Cerulis.
El día de san Febronio, no muy temprano, porque Juan Cerulis no solía madrugar, se aprestaron a entrar en Constantinopla. Lo hicieron por la puerta situada al pie del Mesé. Daniel iba a lomos de un burro blanco, conducido por dos guardias, uno a cada lado del asno. Detrás marchaba la comitiva del nuevo emperador.
Franquearon la puerta, para encontrarse con la pequeña multitud que había acudido a saludarlos con algunos vítores y música de flauta. Cierto número de chiquillos, que llevaban guirnaldas de flores en la cabeza, esparcieron pétalos de rosa por la calzada, al paso de Daniel y del emperador, mientras tocaba la música.
Ascendieron despacio por el Mesé. Daniel veía la ciudad por primera vez y miraba a su alrededor, boquiabierto, maravillado ante la amplitud de la blanca calle, las hileras de columnas, los foros que se abrían en espaciosas glorietas de pavimento, tiendas, fuentes y estatuas. Pasaron por delante de una iglesia con tejado de oro y de otra en cuyo interior sonaba música. De manera uniforme, la calle ascendía hacia el palacio, visible ya en la parte alta, recortándose contra el cielo, un conjunto de lineas horizontales blancas, con la gran cúpula de la iglesia de la Sagrada Sabiduría, seno redondeadoentre rígidos ángulos.
Allí, cuando cubría los últimos metros de la subida que llevaba a la puerta de bronce del palacio, la pequeña procesión encontró gentíos verdaderamente nutridos; los rezagados que iban camino del hipódromo llenaban el último tramo de calle que recorría la comitiva; algunos volvieron la cabeza para observar con curiosidad a Daniel, a lomos de su bonito jumento, así como a Juan Cerulis, con su parasol de plumas y su enjambre de aduladores, pero la mayoría siguió su camino sin dejar de discutir vocingleramente acerca de las carreras y de formalizar apuestas sobre las mismas.
Entraron en el palacio por la enorme puerta de doble hoja del Chalke y pasaron entre mosaicos que representaban animales extraños y guerreros con armadura. Acudió a recibirles un reducido grupo de llamativos individuos, que se inclinaron reverente y obsequiosamente ante Juan Cerulis, al que después escoltaron. A Daniel le introdujeron en una capilla, acompañado de algunos guardias, como un personajillo de tres al cuarto.
El hombre santo se acercó al altar. Allí, en el techo en forma de cúpula, había una gigantesca imagen de Dios, la blasfemia máxima, como si Dios pudiera contenerse en la forma de un ser humano; Daniel apartó los ojos. Se sintió contaminado por aquel lugar. Pronto, se dijo, todo aquello habría terminado. Al llevar a Juan Cerulis allí, compensaría al Señor del daño que él, Daniel, ocasionó y luego regresaría a la montaña, a las duras rocas, el agua amarga y los halcones en el cielo inmenso. Se sentó en el suelo de pizarra y esperó.
La muchedumbre hervía en el hipódromo Oleadas frenéticas de cuerpos y ruido que subían rápidamente por las gradas de asientos llenaban las filas inferiores y se extendían inexorablemente, cada vez más y más arriba por los graderíos laterales. Hagen subió al nivel superior del hipódromo, donde estaban las estatuas rotas, y avanzó entre los pedazos de mármol desgastado, los trozos de cuerpos y los pedestales sin figura, hasta situarse encima del palco imperial.
El gran dosel purpúreo flotaba sobre la tribuna, sujeto en las esquinas por clavos dorados, abombado en el centro por la brisa que llegaba del mar. Nadie ocupaba aún el estrado. Hagen se puso en cuclillas, a la espera.
Ocurriera lo que ocurriese aquel día, estaba dispuesto a matar a Juan Cerulis. Le tenía sin cuidado quien fuera emperador, pero Juan Cerulis no iba a serlo. Hagen pretendía arrancar de raíz aquella mala hierba y, si ello requería que él muriese también, no dejaba de ser un justo precio.
Los espectadores habían cubierto ya sus localidades. Abajo, en el óvalo de arena, varias personas corrían de aquí para allá, simulando ser caballos, como el franco vio que hacían la primera vez que acudió a las carreras. La gente acomodada en los asientos próximos a donde se encontraba él engullía la comida que iba sacando de las cestas, hablaba a grito pelado con sus vecinos y extendía almohadones y prendas sobre el duro asiento de los bancos.
No cabía duda de que aquel sector era de azules. Todos los espectadores lucían ese color en el brazo, un aleteo de seda, y los más jóvenes y jaraneros, los de las primeras filas de bancos, llevaban una gran bandera azul, que habían desplegado por toda la grada. Del otro lado del hipódromo llegó un abucheo, acompañado de gritos de burla y, a guisa de adecuada respuesta, se extendió allí una larga bandera verde.
El rugido de la multitud aumentó de volumen hasta hacerse estruendoso. La emperatriz aparecía en el palco. Una figura rutilante, vestida de oro, que bendijo a los asistentes; sus brazos centellearon al sol cuando dibujó en el aire el signo de la cruz. Su pueblo la vitoreó con voces entusiastas. Luego, a espaldas de la mujer, entrando por la puerta de atrás del palco, llegó Juan Cerulis.
La mano de Hagen descendió por su costado hasta la empuñadura de la espada.
No había visto al asesino de Teófano desde aquella noche, en la tienda del patricio, cuando él, Hagen, mató a Karros. El pretendiente al trono del Imperio iba vestido inmaculadamente de blanco, con adornos de joyas y bordados de oro en puños y pechera.
Un manto granate, sujeto por un broche de filigrana, le cubría un hombro. Tras él, en la tribuna, llegó un hombre inmenso.
Aquel hombre llevaba armadura y empuñaba un hacha para dos manos. Parecía un gigante salido de una vieja fábula, su rizada barba era negra y una banda roja le rodeaba la cabeza. Iba a constituir un problema más grave de lo que le hubiese gustado. Hagen se agachó entre un mozalbete de mármol y una cabeza de toro, sin apartar la vista de las figuras que se encontraban abajo; tan cerca estaban que podía oir las voces bajas y armoniosas de las damas de la emperatriz, mientras la ponían cómoda en el asiento.
No faltaba la niña, Filomela, con su laúd, encendidas de rojo las mejillas.
Sonaron las trompetas. Las cuádrigas salían a la pista.
Hagen se levantó y sus ojos se posaron en los pequeños vehículos raqueteantes y en los saltarines caballos. El bramido con que el público saludaba a cada uno de los participantes resonó como un trueno en los oídos del franco. No había vuelto a ver a Ismael desde el día en que, en la taberna, le dijo que no iba a correr.
La primera cuádriga que salió llevaba el color verde, la pincelada de un pañuelo en la gorra de cuero, pero no era Ismael. Los animales eran dos parejas de bayos que, ante el estruendo de la multitud, se encabritaron y retrocedieron, temerosos como virgenes en una boda. A continuación, llegó el príncipe Miguel.
La voz de la muchedumbre se hinchó e hinchó hasta el punto de que Hagen creyó que le iban a estallar los oídos, y aquel fragor colosal se fundió en un rugido que pronunciaba un nombre: ¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel!". Parecía que el hipódromo iba a venirse abajo. A Hagen se le erizó el pelo de la nuca; fue un insensato al pensar que Miguel carecía de poder.
Abajo, en la pista, el príncipe acució a su tronco, adelantó al que había salido en primer lugar y galopó airosamente, al tiempo que agradecía el aplauso lisonjero de la multitud. Dio media vuelta al llegar a la curva del extremo del óvalo y regresó a su puesto en la línea de salida. Un pañuelo rojo ondeaba en su brazo.
Hagen soltó un gruñido; se preguntó qué significaría; creyó que aquello se lo había inventado en el campamento de Juan Cerulis, pero allí estaba, sucedía en la realidad, como si la energía de su cerebro le hubiese hecho cobrar vida.
Era obra de alguien. La mirada de Hagen se deslizó lateralmente, bajó hacia la única persona que estaba enterada del asunto, se posó en la emperatriz.
Estaba sentada con las manos en el halda, sonriente. En la corte de Aquisgrán, Hagen había visto mujeres en la misma postura, sentadas con aire de matronas, el encaje de hilo en el regazo, mientras contemplaban las travesuras de los críos y sonreían bonachonamente. Miguel dijo que la basileus era capaz de todo. Hagen no la había creído. Pero ahora abrió su mente a la sospecha y, en aquel espacio, Irene parecía aumentar de volumen y estatura.
El griterío de los espectadores pareció menguar un segundo, para en seguida convertirse en un alarido penetrante, agudo, salvaje, compuesto por un solo nombre.
- ¡Ismael! ¡Ismael!
Hagen volvió la cabeza raudo; su mirada descendió hasta la pista y vio los caballosnegros y grises que aparecían en el hipódromo. El auriga alzó la mano hacia la multitud y, Hagen, exaltado, batió palmas, rebosante de placentera satisfacción.
Los cuatro tiros ya habían salido, formaron una hilera que avanzó hacia la cinta, arqueados los cuellos de las caballerías. Estas corvetearon e hicieron cabriolas con sus finas patas y los carruajes traquetearon detrás de los troncos. Se acalló la multitud.
Los espectadores se inclinaron hacia adelante, medio incorporados sobre el borde de los asientos, expectantes.
Ismael se echó hacia atrás, cargó el peso sobre el cuero y lanzó una rápida ojeada a la izquierda. El conductor que tenía al lado era un novato procedente de alguna zona del este de la ciudad, que lo más probable era que no tuviese la más remota posibilidad de clasificarse. Más allá de aquel principiante, Miguel se erguía en su cuádriga, alta la cabeza.
Los ojos de Miguel y los de Ismael se encontraron durante unos segundos. Ambos hombres volvieron a mirar al frente e Ismael sintió que. por todo el cuerpo, un escalofrío le recorría la piel, inaguantablemente sensible. No pudo evitar la sonrisa. Ante él se extendía la pista; tenía los caballos en sus manos.
- ¡Yiaaaa!
El joven situado entre Miguel y él se lanzó a una salida en falso. Los caballos de Ismael trataron de seguirlo, pero Ismael los sujetó con las riendas. Entre los silbidos y la rechifla de los espectadores, el muchacho, sonrojado el rostro, hizo dar media vuelta al tronco y volvió a ocupar su puesto, entre Miguel e Ismael. Murmuró unas frases de excusa y entonces, antes de que nadie tuviese tiempo de decir nada, sonaron las trompetas.
Los caballos salieron disparados. Ismael se balanceó hacia atrás, casi perdió el equilibrio, jadeó y a punto estuvo también de caérsele el látigo de la mano. A su izquierda, el joven avanzaba a la misma altura que él; al otro lado, Miguel, al que asimismo había cogido por sorpresa la rápida salida, marchaba ligeramente detrás. El tiro situado a la derecha de Ismael se quedó inmóvil ante la cinta.
- ¡Arre! -gritó Ismael.
Empuñó las riendas, gobernó y apremió a los caballos. Si aquella constituía una ventaja, estaba decidido a aprovecharla.
La arena salpicaba delante de la cuádriga. Las colas de los caballos le azotaban las muñecas como pequeños látigos. Alcanzaron la curva e Ismael retuvo un poco los caballos interiores y arreó a los aleros externos. Tomaron la curva en una línea perfecta.
El muchacho también era bastante bueno en aquella maniobra; dobló la curva con la misma habilidad que Ismael, aunque no más rápido, y en la pista no ganó un solo centímetro. Por la cuerda, Miguel salió en cabeza, con la corta ventaja que le proporcionó la menor distancia que tuvo que cubrir. Cuando salieron a la recta, la atacaron a toda velocidad, Miguel, el joven e Ismael, una docena de caballos que marcharon cabeza junto a cabeza a lo largo de la pista.
Ismael chilló. Sentía la potencia de su tiro como un llamamiento irresistible. Avanzaron por el centro de la pista como si el viento los llevara en volandas, y al llegar al otro extremo, al tomar la curva, había sacado medio largo de ventaja a Miguel y al muchacho.
Doblaron la curva y el chico, al azotar a los caballos, sobrevaloró su rapidez. Perdieron el ritmo de zancada, vacilaron, e Ismael los dejó claramente atrás, mientras Miguel tomaba la cabeza por el otro lado. La pista se curvó y enderezó de nuevo frente a ellos, y ahora, mientras la multitud aullaba y pateaba el suelo, chillaba y lloraba, suplicaba y bramaba triunfal, Ismael y Miguel corrían con las cabezas al mismo nivel y los caballos entregados por completo a su misión.
Tranco a tranco cubrieron la recta y, en la curva, despidieron al girar una rociada de arena en semicírculo, las caballerías de Ismael convertidas en sombra del tiro que corría por dentro. Sostenía las riendas con puños tan suaves y flexibles como arcilla, y extraía el máximo de cada movimiento de las cabezas de los animales, con una mano fuerte como el hierro que los llamaba al orden y los imbuía firmeza cuando era necesario.
Nunca se sintió tan vivo. Sabia que iba a ganar.
Las cuádrigas rodaron de nuevo recta adelante, todavía cabeza junto a cabeza, e Ismael pidió entonces a su caballos más velocidad, un poco más, todavía un poco más, y al dársela los animales, recurriendo a las reservas que quedaban en lo más profundo de su sangre, de su fortaleza, del valor de generaciones de campeones, Ismael admínístró ese poderío, mezclándolo, conjuntándolo y volviendo a pedir un poco más.
Respondieron. Centímetro a centímetro, despacio, se adelantaron hasta tomar la delantera. Ismael observó que Miguel volvía la cabeza, se daba cuenta de que los negros y grises adelantaban a sus propias caballerías y se aprestó a poner a su campeón al trabajo. Levantó las manos, pidió más y su tiro atendió la petición. Sacaron a relucir los restos de su potencia y, durante la mitad de la longitud del hipódromo, aunque no recuperaron ni un centímetro de la ventaja obtenida por las caballerías de Ismael, tampoco cedieron un centímetro más.
Atacaron la última vuelta. Ismael notó que su alero interior cedía un poco y supuso que el animal empezaba a estar cansado; los refrenó a todos levemente, para que se tomaran un fugaz respiro, antes de lanzarse a la última recta, camino de la meta. A su lado, el tronco de Miguel volvió a tomar la cabeza. Miguel llamaba a sus animales, los imploraba. Los caballos echaron las orejas hacia atrás para captar su voz y se esforzaron con vistas a conseguir un poco más de velocidad.
Al entrar en la recta, volvían a ir igualados, el azul y el verde, y la muchedumbre se puso en pie. El ruido era como un océano que lanzase sus olas sobre los corredores.
A través de las riendas, Ismael percibió el temblor de sus caballos al encogerse. Los mantuvo en línea. No necesitaba el látigo. Salieron de la curva y ante ellos apareció la línea de llegada. Corrieron hacia aquella meta, aplicando a esa última punta de velocidad todo el vigor y el corazón que quedaba en sus cuerpos.
El tiro de Miguel aguantó el ritmo, y las cabezas de las ocho caballerías se movieron al unísono. Ismael chilló y rió, cantó y lloró, con el fuego de Dios bailándole en las venas. La línea de meta se precipitaba hacia él. Con todo, los caballos del príncipe se mantenían aferrados a una ventaja tan mínima como el grosor de un cabello. Sin embargo, el tiro de Ismael se disparó hacia adelante, incrementando la velocidad de una zancada a la siguiente, lanzado decididamente a la victoria. Los caballos de Ismael se colocaron por delante del tronco azul, una cabeza, medio cuerpo, un largo completo, y volaron rumbo a la línea de llegada, en plan de vencedores.
Irene se recostó en la silla, medio sin aliento.
- ¡Ah, qué carrera!
- Un final emocionante -sonrió Juan Cerulis. Se pasó la toalleta por entre los dedos, con la mirada fija en la mujer-. Naturalmente, ese final ya lo conocías por anticipado.
- ¿Yo? Ni por lo más remoto. Jamás se me pasó por la cabeza la posibilidad de que hombre vivo alguno derrotase a Miguel.
Juan bufó, desdeñoso.
- Con tus conocimientos íntimos, engañas a cualquiera, señora. Me consta que el pañuelo que lucía tu valioso primo indicaba que iba a perder la carrera y que sin duda iba a obtener un buen beneficio a costa de los apostadores.
Irene se echó hacia atrás y emitió una carcajada, larga y musical.
- Oh, no, tonto. En eso te equivocas de medio a medio, aunque conozco el camino por el que has llegado a ese error. No, buscador de ilusiones. El pañuelo es una señal para mi gente y les indica que tu conjura se ha venido abajo.
- ¡Mi conjura! Te aseguro. mujer de baja extracción…
- ¡Un momento! ¿Qué es eso?
Irene se inclinó hacia adelante. al captar sus ojos cierto movimiento en la pista.
La muchedumbre se removía en sus asientos, tan contenta como un gordo glotón en un festín, pero abajo, en la dorada arena, había surgido una figura estrafalaria, que gritaba y giraba sobre unas piernas esqueléticas.
- ¿Qué es eso? -repitió la basileus y. al volver la cabeza, observó que Juan Cerulis, con el ceño fruncido, adelantaba el cuerpo para verlo.
- Ese imbécil -articuló, entre dientes-. Es Daniel, el hombre santo.
Irene apretó los puños. Los numerosos hilos de aquella trama empezaban ya ajuntarse; sintió un hormigueo de alarma ante la posibilidad de que la inesperada intromisión de alguna fuerza que no había previsto destruyera todos sus planes.
Abajo, en la arena, el hombre santo elevaba los brazos al cielo. Pedía atención con voz tenue y atiplada, aunque audible a pesar de las distancia. La multitud se acalló y el anciano empezó a hablar.
- Ese Juan Cerulis -voceó-, ese hombre que quiere ser emperador… ¡tiene tanto de emperador como cualquiera de vosotros!
Irene miró al hombre que estaba a su lado y comprobó que su rostro se endurecía.
La emperatriz contuvo la sonrisa.
- ¡Cometí un error! -chillaba el hombre santo-. ¡Cuando le proclamé emperador… no fue ninguna elección divina, sino un error!
Los que habían oído las palabras del hombre santo las transmitían ahora a los demás y, a través del gentío congregado en el hipódromo. empezó a extenderse una ondulación de risas.
- ¡Yo denuncio a esos hombres perversos! -gritaba el hombre santo-. Acudid a Dios, renunciad a los innecesarios adornos del orgullo, del poder y de la riqueza. No necesitáis ninguna Ciudad, ni ningún emperador… - sólo necesitáis a Dios. Estas carreras con las que llenáis vuestros ojos y vuestros oídos ¡no son más que oropel destinado a deslumbraros y engañaros!
Aquello no le hizo gracia a la muchedumbre, que empezó a gruñirle. Pero Daniel no hacia caso a nada; bailoteó de un lado a otro, sobre aquellas piernas nudosas, a la vez que agitaba los brazos.
- Estos campeones, este Cinturón de Oro…, es pecado. Es obra del demonio.
La multitud, malhumorada ya, convirtió sus gruñidos iniciales en un tormentoso rugir de desaprobación. De los bancos se disparó una andanada de proyectiles: sobre el hombre santo cayó un diluvio de frutas, frascos de vino vacíos…
El anciano continuó. Desviando los objetos que caían a su alrededor, gritó de nuevo:
- Dios os dará vida eterna, si le abrís vuestros corazones a Él, que os creó del polvo…
Algo le golpeó con tal violencia que el anciano cayó sobre una rodilla. A Irene se le formó un nudo en el estómago.
El hombre santo volvió a ponerse en pie y abrió la boca para seguir con su prédica, pero la muchedumbre había olido sangre. Con un aullido de bestia cruel, el público se levantó. Rompieron los bancos y lanzaron los trozos de madera contra el anciano; le arrojaron zapatos y botellas, platos vacíos y corazones de manzana.
El viejo continuaba allí, tratando de argumentar, pero su voz se perdía bajo el ruido de los gritos y maldiciones del público. Irene vio que le golpeaban astillas y diversas piezas y, aunque el hombre se esforzaba en mantenerse en pie, poco a poco se iba derrumbando sobre la arena. A pesar de todo, insistía en hablarles. Pero la multitud ya no oía nada, ya no veía en él más que un motivo de diversión momentánea, un blanco para sus golpes. Bastante tiempo después de que el anciano yaciese inmóvil encima de la arena, aún seguían arrojando sobre su cuerpo los proyectiles que encontraban a mano.
- A veces me pregunto -dijo Irene, temblorosa la voz- por qué elegí gobernar a este pueblo.
Juan Cerulis le dirigió una sonrisa afectada.
- Después del día de hoy, señora, ese problema ya no lo tendrás.
- ¿De veras? Has de saber, iluso, que en este preciso momento mis curzores están confiscando tus palacios y ciudadelas, así como todas tus riquezas, por haberte atrevido a conspirar contra mí.
- Por haberme atrevido a conspirar -dijo Juan Cerulis, imperturbable-, y por haber osado triunfar, ramera. En el día de hoy, los departamentos, instituciones y oficinas de poder están en manos de hombres que juraron respaldarme.
- ¿En serio? Me parece que no. -Irene se inclinó hacia él, con expresión intensa.
A diferencia de la fogosa muchedumbre, sumida ahora en un soñoliento murmullo sensual como un gato recién alimentado, Irene sólo descargó un golpe, pero un golpe definitivo-. Ah, no, embaucado ingenuo. Creíste que al matar a cuantos figuraban en la lista de Teófano eliminabas de mi administración a los que me apoyaban en contra tuya. Pero estabas equivocado, como siempre lo estuviste, asesino de mujeres y niños.
La lista de Teófano no era la de tus enemigos, sino la de los míos. Mi intención consistía en que la consiguieras y la utilizases como la utilizaste. En esa purga, quitaste de en medio a tus propios amigos. Y me desembarazaste de todos los que yo temía en mí gobierno. Te destruiste tú solo.
Se estremeció el semblante de Juan Cerulis, incoloros los labios, y en sus ojos desorbitados apareció el brillo del miedo. Recostada en la silla, Irene le sonreía. En aquel momento, captó su atención un movimiento que se produjo en la repisa situada encima de Juan Cerulis y desvió la mirada en aquella dirección.
Era Hagen, agazapado entre las estatuas rotas. Hagen, que la fulminaba ahora con unos ojos tan centelleantes y abrasadores como oro en fundición. Hagen, que lo había oído todo y, lo que era peor, que había entendido que Irene siempre tuvo la intención de procurar la muerte de Teófano.
La emperatriz se irguió, al tiempo que apartaba su mirada de Hagen. Al fin y a la postre, aquel hombre no era más que un bárbaro.
Pero un escalofrío recorrió las carnes de Irene. Aquello se estaba torciendo. Abajo, los empleados del hipódromo recogían lo que quedaba de Daniel. Cargaron los restos mortales en un carro y luego le echaron encima, con palas, los montones de desperdicios y demás objetos con los que el público le provocó la muerte. La competición se reanudaría en seguida. Junto a Irene, por fin, Juan Cerulis estaba sentado, blanco e inerte, un hombre derrotado. Irene se cogió los puños en el regazo, mientras respiraba entrecortadamente. La carrera estaba a punto de comenzar. Le latían las sienes; clavó la mirada en el óvalo dorado de la pista.
Por primera vez, Miguel se sorprendió echando de menos al príncipe Constantino.
Tras comprenderlo, rechazó la idea, confinándola de nuevo, a la fuerza, en lo más recóndito de las profundidades de su mente.
Él era el campeón. Podía perder una manga, pero no perdería la carrera. La multitud aullaba, aplaudía y animaba, frenética; volvería a ponerlos en pie, cuando venciese a Ismael.
Se encaminó rápidamente hacia sus caballos, que los palafreneros llevaban de un lado a otro por el pasillo. Esad le estaba esperando y le llamó a un aparte.
- Miradlo -señaló el mozo de cuadra-. Vuelve a cojear.
A Miguel se le contrajo el corazón. Se acercó a la cabeza de Locura, cogió la brida, evitó que el caballo le mordiese y condujo al excitado animal durante unos pasos, mientras echaba una ojeada a sus patas. A Miguel le parecieron bastante sólidas, aunque el paso era algo más corto de lo normal, pero cuando el príncipe lo detuvo, el caballo volvió a descansar su peso sobre tres patas y avanzó ligeramente una de las delanteras, con el casco en punta.
- No puede correr ahora -dijo Esad-. En las condiciones en que está, no.
- Correrá -aseguró Miguel.
Se inclinó para deslizar la mano por la fina pata. Al contacto de los dedos, Locura dio un pequeño salto hacia un lado y Miguel le habló con voz tranquilizadora.
- No tiene la pata firme -dijo Esad-. Lo destrozaréis.
- Correrá. Dos series más, eso es todo.
- No podéis…
Miguel giró en redondo; su rostro se adelantó con gesto duro hacia el de Esad y el mozo de cuadras enmudeció. Miguel le estuvo mirando airadamente, hasta que Esad apartó los ojos. El príncipe se enderezó y apoyó las manos en las caderas.
- Ponle los arreos.
Temblaron los labios de Esad. No dijo nada, pero tampoco hizo el menor movimiento para obedecer.
- Engánchalo, Esad, o por la palabra de Dios que lo haré yo mismo.
Se hundieron los hombros del caballerizo: se alejó con Locura en dirección a los estantes donde estaban los arneses. Miguel caminó hacia la parte delantera de los establos.
En la primera eliminatoria, el tiro no le dio lo que le hacía falta, cuando se lo pidió. En aquel tramo de la recta, con los animales de Ismael apretando, el príncipe pidió más rapidez a los suyos y ellos intentaron proporcionársela, pero no lo consiguieron.
Esta vez no iba a permitir que aquello se repitiese. Esta vez iba a acumular energías, en reserva, hasta que llegase el momento oportuno, y entonces haría morder el polvo a Ismael de una vez por todas, para siempre.
Marcharía por la parte interior de la pista, la cuerda, una ventaja que su rival le cedería, puesto que había terminado detrás de él en la serie anterior. Si tomaba la cabeza, controlaría el ritmo. Ismael tenía unas manos estupendas, pero Miguel contaba con la experiencia y la habilidad precisas para derrotarlo.
A su espalda, los mozos trabajaban como dementes con los caballos, les cepillaban el cuerpo para limpiarlos y secarlos, les revisaban los cascos por si se les había introducido alguna pequeña piedra, examinaban los arneses… Los moz~os de Ismael también hacían lo propio, en el pasillo contiguo y, mientras Miguel estaba inmóvil allí, hundido en la profundidad de sus pensamientos, Ismael pasó apresuradamente junto a él, con un cubo de agua.
Miguel apartó la vista de su adversario. No podría soportar su mirada, en el caso de que percibiera en los ojos de Ismael algún asomo de desprecio, de triunfo o… peor aún, de lástima. Miguel clavó la vista en el suelo.
A todo el mundo exigía perfección, a todos los que deseaban estar a su servicio; nunca había tolerado el menor fallo. Y ahora tenía que afrontar él la prueba.
Un hombre entró corriendo en el establo, procedente de la pista, y grito:
- ¡Están lapidando a muerte al hombre santo!
- ¿Cómo?
- ¡Ese hombre santo! Salió, intentó predicar y la muchedumbre le está apedreando.
- ¡Jaaa!
Miguel dio un paso hacia el portón, para echar una ojeada, pero se detuvo. No había nada extraordinario en aquello: a menudo ocurrían ejecuciones públicas en el hipódromo, entre una y otra eliminatoria, y seguramente el santón seria un criminal, porque el asunto de la Ciudad de Dios debía de ser algún delito. De todas formas, no importaba. Lo que importaba era la carrera.
Veía la carrera como un sacramento. Como Jesucristo muerto por los pecados de la multitud, así corría él con los sueños y esperanzas de la muchedumbre descansando sobre sus hombros. El público no podía ganar, de manera que él ganaba por el público.
Por eso le adoraban y, hoy, estaba decidido a obtener la victoria para ellos. Era bastante sencillo. Aquello era el mundo real, la pista, la carrera. Todo lo demás era simplemente el aparato para llevar las almas a la eternidad, a través del tiempo.
Las trompetas estaban tocando, le convocaban a su epifanía. Los caballos se le acercaban, cada uno con sus arneses y las riendas echadas hacia atrás, sobre la cuádriga.
Acudió a su encuentro, los palmeó a todos uno por uno, les habló y les dijo cómo iban a lograr el triunfo. Locura le tiró una dentellada, recuperado su viejo espíritu, selváticos los ojos. Miguel subió al vehículo y salió a la pista, entre los ensordecedores vítores y aclamaciones de la multitud.
Hagen observaba desde la grada de las estatuas, vio alinearse las cuádrigas para la salida y las vio salir disparadas pista adelante; pero el cerebro del franco era un impetuoso torbellino y lo que menos le preocupaba era la carrera.
Ahora conocía el motivo por el cual la emperatriz le impidió matar a Juan Cerulis y poner coto a la purga. Sabía por qué le envió en pos de Teófano, no para rescatarla, sino para que él muriese mientras lo intentaba. Irene estaba enterada de que él, Hagen, tenía la lista: contaba con que los hombres de Juan Cerulis le matasen y encontraran esa lista entre sus ropas.
Para autentificar aquella lista falsa, Irene había ofrendado la vida de Hagen, la de Teófano e, indirectamente, la de Rogelio.
Juan Cerulis no era nada, un pobre payaso, el incauto, la excusa para el juego. Era ella la que en aquel lugar estaba infectada con el hedor de la maldad.
Poco a poco, los chillidos de la muchedumbre fueron atravesando el espeso muro de su concentración interior. Levantó la cabeza.
Allá abajo, en la pista, las cuádrigas corrían por el óvalo del hipódromo, despidiendo nubecillas de arena con cada giro de las ruedas. Miguel iba en cabeza, con Ismael muy cerca y los otros tiros a su zaga. Llegaron a la curva, la tomaron, Miguel e Ismael casi igualados, porque Miguel perdía terreno en el giro y, además, refrenaba su tronco.
El público se dio cuenta. Ahora había suspendido su clamor entusiasta. Ahora pedía más velocidad, una carrera de verdad, y sus rugidos eran desagradables y ultrajados.
El campeón caía; un nuevo campeón se elevaba sobre el terreno; pero, aquella jornada, la gente había probado ya el sabor de la sangre y no les satisfacía nada inferior. Deseaban una auténtica lucha; querían una guerra.
Miguel lo captó. Cuando los tiros tomaban la curva del fondo de la pista, apremió a sus caballos para que aceleraran el ritmo. Respondió así a la multitud; cobró velocidad e Ismael se mantuvo a su altura, ajustando su marcha a la de él, zancada por zancada.
La multitud manifestó entonces su aprobación. Los gritos de protesta se trocaron en silbidos y aplausos. Los caballos volaron por la recta. Rápidamente, los dos primeros troncos pusieron tierra de por medio entre ellos y los que iban en tercer y cuarto lugar y cuando entraron en la siguiente curva, Miguel iba por la cuerda y sacaba medio cuerpo o más a Ismael.
Los negros y grises de Ismael se excedieron un poco. Al girar en la curva, inclinaron la cuádriga, levantándola sobre la rueda interior, e Ismael tuvo que echarse al lado contrario para mantener el vehículo en la pista. Perdió más terreno, se desvió hacia el centro y, cuando ambas ruedas estuvieron nuevamente en el piso, los caballos se lanzaron detrás de Miguel, con cascos y patas que se deslizaban sobre la arena casi como pequeñas alas.
Miguel los oyó acercarse; miró por encima del hombro y recurrió al látigo. Las caballerías tensaron sus músculos bajo los arreos. Al recibir el golpe del látigo se aplastaron todavía más. Sin embargo, Ismael seguía ganando terreno. Al llegar a la curva siguiente, Miguel volvió a mirar por encima del hombro y volvió a utilizar el látigo.
Ismael tomó la curva por la parte exterior, colocándose a su nivel incluso durante el giro.
Por la recta, los dos troncos galoparon pegados como si constituyesen un solo tiro de ocho animales. Durante tres zancadas, uno parecía la sombra del otro; el reto que les planteaba los caballos surgidos por detrás impulsó a los de Miguel a sacar a relucir una última reserva impetuosa de velocidad. El público se puso en pie, se agitó, chilló, miles y miles de brazos oscilando en el aire, miles y miles de gargantas elevando al cielo su voz tonante.
Durante un penoso tranco más, los caballos de Miguel respondieron; recuperaron un metro de pista. adelantaron la cabeza y resistieron el ataque de los negros y grises de Ismael. Luego, la cadencia uniformemente constante de sus zancada se interrumpió y los animales avanzaron a trompicones; el alero interior de Miguel perdió el paso dos veces en dos zancadas y acabó yendo a parar de cabeza a la arena.
El cuerpo del caballo dio una vuelta de campana, golpeó a sus compañeros de tiro, que, naturalmente, también cayeron. La cuádriga volcó. Miguel saltó del vehículo y aterrizó en la pista entre sus coceantes caballerías.
Los tiros que marchaban detrás se desviaron para eludir el choque con la cuádriga volcada. Los caballos de Ismael pasaron rozando la muralla del fondo. Aún atrapados por los arneses, los animales de Miguel trataron de incorporarse, pero lo único que conseguían era chocar entre sí una y otra vez, caer uno encima del otro y encima de su auriga, al que aplastaron.
La muchedumbre era un alarido impresionante. Enardecido por el olor de la sangre, el público se inclinó en masa sobre la pista. Hagen se puso en pie, con el corazón martilleándole en el pecho y las palmas de la mano pegajosas de sudor. El personal de las cuadras había acudido al punto del accidente y los mozos liberaban de sus arreos a los enloquecidos caballos; uno de los animales corrió por la pista en sentido contrario al de la carrera, vio a Ismael cuando salía de la curva y entonces volvió grupas y galopó delante de él. Ismael no se detuvo; lo suyo era ganar el Cinturón de Oro. Se desvió lo suficiente para esquivar el destrozado vehículo y los cuerpos caídos en la pista y condujo su tronco hasta la línea de meta.
De la pasajeramente asombrada y silenciosa multitud empezó a remontarse un rugido cada vez más estentóreo. Todo el hipódromo empezó a estremecerse. Los ocupantes de las primeras filas empujaron hacia adelante y los que se encontraban ante las barandillas las franquearon, saltaron a la arena y corrieron hacia los aurigas, el vencedor y el muerto. El inmenso graderío se despejó; en cuestión de minutos, la superficie del hipódromo, la pista y la parte central, estuvo llena de personas que se peleaban entre sí, chillaban, bregaban: un caldero de gente en ebullición. Como si con la muerte de Miguel hubieran perdido su sentido del orden, la inmensa turba en pleno corría de un lado para otro caótica y salvaje.
Hagen continuó inmóvil donde estaba. En el palco, a sus pies, Irene permanecía sentada en su silla, con Juan Cerulis ocupando también su asiento, junto a ella. Fuera lo que fuese lo que la emperatriz hubiera planeado, seguramente aquel motín no figuraba en sus previsiones y a Hagen se le ocurrió que el azar, Dios o algún diablo burlón que estaría riéndose en alguna parte proporcionaba a Juan Cerulis una oportunidad más de hacerse con las botas de púrpura. Si pudiera apoderarse ahora de Irene, podría llevársela y arramblar con todo aprovechando el tumulto.
En el preciso instante en que a Hagen se le ocurría aquello, los ocupantes del palco imperial lo comprendieron a 5u vez. Las damas de la emperatriz corrieron a rodearía, y Juan se levantó e hizo una seña a su guardia de corps, el ciclópeo bárbaro armado de hacha.
El hombre avanzó pesadamente, al tiempo que se echaba el hacha al hombro. Hagen lanzó un grito de aviso, pero 5u voz se perdió en el estrépito de la asonada. Vio alzarse el hacha y que la emperatriz encogía el cuerpo y retrocedía ante la amenaza. Luego, de entre las damas, la niña Filomela saltó hacia adelante, alzados los brazos, en defensa de su señora.
El hacha alcanzó a la criatura en el punto donde el cuello se une al hombro y la lanzó a un lado. El chorro de sangre tiñó de rojo todo el palco. El gigante avanzó hacia la emperatriz, al tiempo que blandía el hacha: otra de las damas, y otra más, se adelantaron con las manos desnudas y almohadones para defender a Irene. El hachero las eliminó.
Hagen soltó un rugido. Desenvainó la espada, la empuñó con ambas manos, saltó a través del espacio y descendió a plomo los cinco metros que le separaban de la tribuna. Aterrizó sobre la base de la parte delantera de los pies, sobre la balaustrada, y vaciló durante unos segundos~ aturdido, desequilibrado, con la hirviente masa de público alborotado abajo, a su espalda. Por delante, el guardaespaldas del hacha se volvió.
Sobre la rizada barba negra. unos minúsculos ojos porcinos entornaron los párpados para mirarle. El hachero abrió la boca, profirió un alarido y se lanzó a la carga.
Hagen brincó al interior del palco. El hacha silbó rumbo a su cabeza y él se dejó caer sobre una rodilla y la hoja pasó de largo. En un rincón, las mujeres habían formado una apretada piña contra Irene. una protectora pared viviente. Irene gritó su nombre.
- ¡Hagen! ¡Hagen!
El coloso de barba negra agarró el mango del hacha con las dos manos y la levantó en el aire. Llamearon sus ojillos. Con torpes andares se acercó a Hagen, que una y otro vez esquivó los sibilantes mandobles de la curvada hoja, que siempre pasaban cerca de su rostro.
Le tocó el turno de atacar y lanzó un tajo hacia las piernas del gigante, que bajó el hacha y paró el golpe. El impacto dejó entumecidas las manos de Hagen. Dio un salto hacia atrás y tropezó co~ la pared, no tenía espacio a la izquierda para quebrar al titán que, a diferencia de los griegos, sabia combatir. Un gusano de pavor empezo a tirar mordiscos al corazón de Hagen.
Descomunal, pausado y tranquilo en su confianza, el sujeto de negra barba avanzó sobre Hagen. Goteaba la sangre del filo azul metálico de su hacha. La enarboló por encima del hombro y lanzó otra tarascada a Hagen.
Hagen vio descender la hoja, inició el regate para eludirla e, incluso cuando ya se movía, adivinó la finta. Se dejó caer de rodillas y el gigante hizo girar la hoja para el contragolpe. Hagen alzó la espada rápidamente y el hacha se vio desviada y fue a estrellarse contra el mármol de la pared. detrás de Hagen. El coloso chilló, sorprendido. A la desesperada. Hagetl se lanzó en tromba contra el estómago del gigante.
Quedó entre su brazos, hundió la rodilla en el enorme vientre y logró levantar el brazo y asestar un violento codazo a la garganta, que carecía de protección. El coloso gruñó. El hacha chocó estrepitosamente contra el suelo y ambos hombres cayeron también entre alfombras y cojines.
Hagen se retorció e intentó levantar la espada; la hoja se había enredado en los pliegues de una alfombra arrugada. El cíclope le asestó un golpe inesperado, con el dorso de la mano, y lo despidió contra la barandilla.
Sin resuello, Hagen empezó a andar en círculo. El gigante había recuperado su hacha y ya se ponía en pie. Quedaron frente a frente, separados por la anchura del palco, con Irene y sus damas a la derecha de Hagen, y Juan Cerulis a su izquierda. El coloso agachó la cabeza y embistió.
Hagen circuló hacia un lado, a fin de quitarse del camino de su enemigo, y soltó un mandoble con la espada. Vio por el rabillo del ojo que Juan Cerulis se movía para situarse a su espalda y entonces retrocedió. El gigante se precipitó sobre él. Hagen supuso que, por retaguardia, Juan Cerulis estaba presto a golpear, pero no podia volver la cabeza para comprobarlo; plantó cara al titán y lanzó un cintarazo horizontal, con todas sus fuerzas, mientras sentía en la espalda el hormigueo que le producía temer que, de un momento a otro, se le clavase allí un cuchillo.
La puñalada por detrás no llegó. Desde la parte lateral de la tribuna, gritando como un auténtico guerrero, Irene acometió rauda, con las manos por delante. Unas manos que golpearon a Juan Cerulis en el pecho, justo cuando alzaba el brazo contra Hagen.
El empujón despidió al patricio que, de espaldas, pasó por encima de la balaustrada del palco y fue a caer sobre la multitud que se agitaba abajo.
Hagen emitió un grito de triunfo; el hacha siseó camino de su rostro, pero echó la cabeza hacia atrás y su contraataque surcó el aire como un relámpago, atravesó la armadura del gigante en el punto donde las tiras de cuero unían el peto y se hundió, profunda, profundamente en la carne que había debajo.
El coloso jadeó. Cayó sobre una rodilla, mientras la sangre manaba como una fuente, se le hundieron los ojos en el fondo de las cuencas y se desplomó de bruces, a los pies de Hagen.
El franco respiró hondo, con los brazos colgándole inertes; el sudor le picaba en los ojos. Retrocedió, se apartó del enorme cuerpo tendido a sus pies y alzó los brazos hacia la emperatriz.
- Una vez más me has demostrado tus aptitudes, Hagen -dijo Irene.
- Ja -replicó el franco. Observó el fulgor de basilisco que brillaba en las pupilas de la basileus-. Sois vos quien se ha dado pruebas a si misma de las aptitudes que posee, señora. Ahora os conozco tal como sois.
- ¿Ah, sí? ¿Y cómo soy, según tú?
- Vos la matasteis. La enviasteis a la muerte.
- Teófano murió por el Imperio. No hay mayor gloria. - -
- No -protestó Hagen; la pena y el dolor le hicieron sollozar-. No, Teófano murió por nada, murió para que vos pudieseis seguir matando, murió para que vos ganaseis la partida en ese juego que manteníais con Juan Cerulis.
- Eres un bárbaro, Hagen. No lo entiendes.
- Lo entiendo muy bien -repuso Hagen-. Comprendo perfectamente que habéis dilapidado lo mejor y más noble de vuestro Imperio, pero que ya no seguiréis.
- Hagen, te enriqueceré. - -
Dio un paso hacia ella, dispuesto a matarla, aunque se le encogería el alma antes de cometer un acto así. Irene gritó otra vez:
- ¡Hagen!
Interpuso el brazo entre ambos y, en ese instante, la puerta del palco se abrió de golpe, con enorme estruendo, e irrumpió Nicéforo, con casco y peto, que se colocó entre ambos.
Mientras miraba a Hagen con el ceño fruncido, Nicéforo se quitó el casco de la cabeza. Al mismo tiempo. se desplazó un poco para distanciarse de la basileus. Hagen bajó la espada y se mantuvo a la expectativa.
- Basileus -manifestó el administrador general en tono neutro-. Debo informaros de que los cursores mantienen a raya a las turbas y que en la ciudad reina el orden, todas las posesiones de Juan Cerulis se han confiscado y ahora pertenecen al trono.
- Excelente -comentó Irene-. Nicéforo, has cumplido mis mandatos mucho mejor de lo que ningún otro hombre lo hubiera hecho. Ahora, ¡prende a este bárbaro y te convertiré en la persona más poderosa del Imperio, salvo yo misma!
- ¿Prender a Hagen? -se extrañó Nicéforo.
- Nicéforo, nos ha traicionado -murmuró Hagen-. Nos ha traicionado a todos.
La lista, los asesinatos, fue obra suya. Engañó a Cerulis para que realizara ese trabajo sucio. Ella es la causante de todo.
Nicéforo volvió la cabeza hacia la emperatriz, que permanecía allí, que jugueteaba con el broche de su manto mientras fulminaba a Hagen con ojos duros y centelleantes.
- ¿Vos hicisteis eso? -preguntó Nicéforo en voz baja.
- Arréstale, Nicéforo.
En voz más alta:
- ¿Lo hicisteis?
- Yo…
- ¡Contestadme! -chilló el tesorero-. En el nombre (leí Señor.
Irene retrocedió ante él. La mano tiró del broche.
- Soy la basileus, Nicéforo. - - ¡Puedo hacer lo que me plazca!
El administrador general se irguió, abandonando su posición encorvada de costumbre. De pronto, fue más alto que Irene, tan alto como el propio Hagen. Su mirada se clavó en la mujer, con intensa y renovada energía.
- Entonces eres las manos que aprietan la garganta del Imperio.
- Nicéforo -dijo Irene, en voz tan baja como temblorosa-. Apresa a este bárbaro.
- No por orden vuestra, señora. - - Habéis dejado de ser la basíleus.
Nicéforo avanzó unos pasos, en dirección a la puerta que daba a la escalera.
- ¿Quién va a serlo, entonces? -chilló Irene-. ¿El? ¿Este bárbaro patán, con su espada tinta en sangre…
- Seré yo el basileus -respondió Nicéforo-. Llevo semanas escuchando la voz del Imperio, que me llamaba para que me hiciese cargo de él. He luchado contra esa convocatoria, como Jonás en la ballena, pero ahora lo he comprendido todo, y atenderé la llamada.
Abrió la puerta.
- ¡Guardias! ¡Venid a arrestar a esta mujer!
- Bueno -dijo Hagen-. Así sea.
Bajó la espada.
Irene chilló. En cuando vio bajar la hoja, se precipitó hacia adelante, pasó junto a Nicéforo y atacó a Hagen con tal rapidez que el franco no tuvo tiempo de retroceder.
El peso de Irene se le echó encima. La mujer llevaba el broche en la mano, abierto, con el alfiler entre los nudillos. Al tiempo que lanzaba un alarido, hundió el alfiler honda, profundamente en el ojo de Hagen.
El impacto y el dolor hicieron caer a Hagen sobre una rodilla. Cruzó los brazos delante del rostro, para mantener a Irene a distancia, pero los guardias ya estaban allí.
Entraban corriendo en el palco y se aprestaron a cumplir las órdenes directas de Nicéforo. Una oleada de sangre y de liquido ocular se deslizó por la mejilla de Hagen.
En cuclillas, respiró hondo, mientras se esforzaba en superar el dolor y se cubría el ojo con la mano.
Irene chillaba; los guardias la sujetaban, manteniéndola en posición casi horizontal, en tanto le desataban los cordones de las botas púrpura para descalzaría. Luchaba como una bestia salvaje, arañándolos, dándoles patadas, mordiéndolos. Cuando le quitaron las botas de los pies y, con ellas, el símbolo de su poder, el espíritu de lucha de Irene se esfumó. La mujer se vino abajo, lloriqueante, inerte en los muchos brazos que la sostenían. Hagen se puso en pie; le temblaban las piernas con violencia. Tenía el ojo destrozado. Vio cómo se la llevaban, cómo la sacaban del palco para conducirla al palacio.
- Que Dios os conceda vientos favorables en vuestro viaje a Italia, Hagen -deseó Nicéforo.
- Con vientos favorables o con vientos desfavorables, en invierno estaré en casa -respondió Hagen.
Los médicos griegos le habían suturado el ojo perdido con hilo de seda. Ahora le dolía sólo un poco. Contempló la operación de carga de sus caballos en la galera -Nicéforo le había regalado dos sementales de raza y se los llevaba junto con la pareja que había traído de Siria- y el prurito de marchar era tan intenso como el hambre.
- ¿No querréis cambiar de idea y quedaros? -tentó Nicéforo-. Aquí disfrutaríais de una vida fácil saturada de placeres, aparte de contar con mi eterna gratitud… - La mía y la de mi pueblo.
- Vuelvo a mi patria -dijo Hagen-. Vuestra vida no será nada fácil ni estará llena de placeres, me temo, si es que pensáis ser un basileus digno.
- Seré tan grande como pueda. No olvidaré lo que ha costado mi diadema.
Hagen se tocó el parche que le cubría el ojo.
- En mi pueblo tenemos una vieja historia… - La de un dios que entregó su ojo a cambio de la sabiduría. A mi no me importaría haber perdido éste, si ganara algo de sabiduría. -Tendió la mano-. Que Dios os ayude, basileus.
Subió a bordo; media docena de servidores del emperador se encargaron de trasladar su equipaje, así como los regalos que Nicéforo prodigó sobre él. Los caballos estaban nerviosos y se acercó a sus casillas para calmarlos. Cuando volvió la cabeza, vio que Nicéforo y su séquito subían por la escalera del puerto imperial, hacia el Bucoleón y el resto del palacio, que relucía de puro blanco, bajo el sol, en lo alto del promontorio. Hagen miró de nuevo al frente. El mar se agitaba levemente a impulsos de una brisa vivaz y alegre. En el otro extremo de aquel viento se encontraban, esperándole, su río, su casa solariega, lo que le quedaba de vida. No tenía más que llegar y cogerlo.
Nunca hubiera podido casarse con Teófano; ella no se habría ido a vivir allí con él.
La habría perdido de todas formas, hubiera hecho lo que hubiese hecho. En su corazón, aquella herida se cerraba y se curaba sin cicatriz. Miró hacia adelante, al futuro; se inclinó anhelante por integrarse en el viento del oeste.
La basileus Irene murió exiliada en Lesbos, en 803, al cabo de un año de su derrocamiento. La canonizaron posteriormente, corno santa, en recuerdo de los favores que prestó a los monasterios. Nicéforo, elevado a la dignidad de emperador, gobernó con notable acierto durante nueve años. Fue un buen emperador, pero un mal general, y en el curso de una expedición organizada contra los búlgaros, en 811, resultó muerto.
Limpiaron y vaciaron su calavera que, cubierta de joyas, el jan búlgaro utilizó luego como copa para beber.
Hagen regresó a Braasefeld, donde vivió una existencia larga y dichosa, se casó tes veces y engendró numerosa prole. Falleció apaciblemente, junto al fuego del hogar, en los años de su ocaso, rodeado de amigos, a los que hablaba de Constantinopla.