- Tengo aquí la relación.

Pese al revoltijo documental, el parakoimomenos tuvo en su mano inmediatamente la hoja de papel que deseaba. Se aclaró la garganta.

- Esta tarde esperamos hacer vuestras delicias con un recital de poesía en la rosaleda. A continuación, una visita a las reliquias sagradas de la Capilla de la Virgen…

Ibn-Ziad recogió la bolsa y la devolvió a su lugar, bajo la ropa.

- Excelente -comentó. Le zumbaba la cabeza.

- Y disfrutaremos del honor de vuestra presencia en la cena de gala que se celebrará en el Triclinio. Mañana…

Siguió un calendario de diversiones y acontecimientos en los que se confiaba apareciese el embajador del califa: cómplice y participe de la gloria de la basileus; testigo del poder de aquellos a quienes había ido a someter. Ibn-Ziad tuvo la sensación de que Constantinopla se cerraba en torno suyo, lisa y llana como una jaula.

Pensó: "Os hemos conquistado. Hemos vencido a vuestros ejércitos y ocupado vuestras provincias…, algunas, por lo menos. Deberíais postraros de bruces e implorar nuestra clemencia. En cambio…

El parakoimomenos continuaba recitando la agenda.

- Y después asistiremos al servicio religiosa en la iglesia de la Sagrada Sabiduría, donde la basileus…

- Un momento -interrumpió Ibn-Ziad, tratando de aferrarse a la escurridiza superficie del protocolo-. ¿Cuándo tendré el honor de hablar sincera y cordialmente con la emperatriz?

El eunuco se recostó en la silla y abrió mucho los ojos.

- Os ruego me perdonéis, mi querido príncipe.

- Necesito tratar a fondo un asunto con la emperatriz. De inmediato. Respecto al pago del tributo que nos debe.

- Respecto al tributo, hablaréis hoy mismo con el administrador general del Imperio, el gran Nicéforo. -El parakoimomenos levantó de nuevo su papel-. Después de la ceremonia en la Sagrada Sabiduría…

- No -insistió Ibn-Ziad obstinadamente-. Debo tratarlo cara a cara con la emperatriz. Mi señor, el califa…

- Bueno, claro -dijo el eunuco, y depositó cuidadosamente el papel a un lado-.

Se espera que acompañéis a la emperatriz al hipódromo, con motivo de las carreras.

Un gran honor, puedo asegurároslo, y una ocasión en la que, con toda certeza, surgirá la oportunidad adecuada para que intercambiéis unas cuantas palabras de sosegada conversación con la basileus.

- Las carreras -evocó Ibn-Ziad. Recordaba el hipódromo de una visita anterior, la emoción electrizante de la competencia-. Muy bien. ¿Es una prueba de campeonato? -Se acordó, tardíamente, del nombre que la daban-. ¿Una carrera por el Cinturón de Oro?

- ¡Ay, no! -El eunuco desplegó las manos. Su rostro, pálido y tranquilo, con el noble arco de las cejas como un risco sobre los ojos amables, tenía una expresión de grave lamento-. Por desgracia, en el transcurso de vuestra visita sólo se celebrarán series clasificatorias. Pero confiamos en que asistáis a una carrera excelente. Además, el divino Ismael…

- ¿Ismael? ¿Hay un auriga árabe?

- Oh, no, es un cristiano devoto. Aunque de antepasados sirios y árabes, según creo. Ya sabéis que Constantinopla atrae a su seno a hombres de todo el mundo, deseosos de afrontar los desafíos y disfrutar de las recompensas de la civilización. -Las manos del parakoimomenos empezaron a moverse, a trajinar entre los papeles y pequeños objetos que cubrían su mesa-. No obstante, en las mangas de clasificación si que participa un tronco árabe.

- ¿En serio?

Si iba a tener que pasarse una día tras otro recorriendo iglesias, viendo reliquias y escuchando poesía extranjera, las competiciones hípicas serian algo digno de presenciarse. Y si uno de los equipos era árabe…

- Si, hay un tronco nuevo procedente de Cesarea -el eunuco suavizó más su ya de por si bajo tono de voz-. Todo el mundo sabe, aunque no se acepte oficialmente, que el conductor del carruaje es devoto de la fe del islam. Si yo fuese vos, querido, cogería el dinero de esa bolsa y lo apostaría por el tronco de Cesarea. Tengo entendido que es un ganador seguro.

- Hummm. -Ibn-Ziad se arrellanó en la silla.

Le utilizarían para gloriarse; tendría que permanecer allí y ver a la basileus proclamarse señora del cosmos y valerse de la presencia del emisario del califa, dando a entender que era un testimonio más del poderío de la emperatriz. Claro que una carrera de caballos era otra cosa, algo que él podía entender, algo que él podía aprovechar.

Dirigió una sonrisa al parakoimomenos y el eunuco correspondió con otra, más bien demasiado cálida, como si leyese en la mente de Ibn-Ziad.

- Gracias -dijo éste-. Habéis servido con honor a vuestra basileus y a mi, os estoy muy agradecido por vuestra ayuda.

- Me abruma la generosidad de vuestras alabanzas.

El parakoimomenos hizo una reverencia por encima de la mesa. Ibn-Ziad se retiró.

Desde la ventana, el mayordomo le vio salir. Le divertía el hecho de que, en su intento de soborno, Ibn-Ziad hubiese sido tan directo; un romano habría presentado el dinero como un regalo o como un reto. Los árabes eran niños, después de todo.

Y, al ser un niño, unas manos sabias podrían guiar fácilmente a Ibn-Ziad por donde ellas quisieran. No dejaba de resultar una desgracia el que la basileus, la adorada, hubiese preferido poner al árabe en manos de Nicéforo, que no explotaría la oportunidad, salvo en los fines más obvios y pedestres.

Necesitaba otro guía, Ibn-Ziad, alguien que le presentase Constantinopla de un modo más profundo que mediante las simples palabras. Alguien a través del cual el parakoimomenos pudiera alcanzar objetivos propios. El eunuco deslizó la lengua entre los dientes, mientras meditaba en su posibilidad, y llamó a un paje.

- Nobilísimo parakoimomenos…

El paje hizo una reverencia.

- Envíame al príncipe Constantino -dijo el eunuco.

Irene se despertó en mitad de la noche, con la cama estremeciéndose violentamente en torno suyo. Se sentó en el lecho y extendió los brazos en busca de apoyo. Las sacudidas de la cama se prolongaron un momento más, lo mismo que los temblores de las cortinas y. a través de la oscuridad del cuarto, llegaron los gemidos de un paje aterrorizado; bajo los lloriqueos del chico y los siseos de otra mujer. la voz retumbante del seísmo se fue apagando.

- ¡Ah! -Irene pasó las piernas por el borde del lecho-. ¡Helena! Mi salto de cama.

Le encantaban los terremotos; aquél dejó en sus venas un residuo de trepidante excitación; se daba cuenta de que acababa de ser testigo de un secreto detalle de los propósitos divinos. Helena se acercó, con una bata extendida en las manos, y envolvió con la gasa los hombros de su señora.

- Vamos -dijo Irene-. Subiremos al katismo…, para comprobar los daños sufridos.

Helena bostezó.

- Señora…, sólo fue un ligero temblor. Salvo unas cuantas viviendas, no se habrá caído nada… -El paje, aún estremecido, se colgaba del camisón de la mujer con ambas manos y Helena se agachó repentinamente, cogió al chiquillo por las muñecas y le dio unas cuantas sacudidas, bastante más violentas que las del terremoto-. ¡Estáte quieto! Deja ya de pensar por tu cuenta, animalito… Formas parte del séquito de la emperatriz, compórtate de acuerdo con ello.

El mozalbete chilló. Irene, al tiempo que se recogía la bata en torno al cuerpo, echó a andar hacia la puerta.

El guardia de la puerta había pasado el interior del katismo, la escalera de la torre que conducía al palco imperial del hipódromo. Detrás de sus doncellas, Irene subió rápidamente la escalera y salió al aire libre. Habían retirado los cortinajes de seda, que no volverían a colocar hasta la siguiente competición; la luna derramaba su claridad sobre el palco, confiriendo al mármol una tonalidad blancoazulada. El centinela ya estaba allí, en la parte delantera de la tribuna, con la escudriñadora vista al frente, y cuando la emperatriz irrumpió, procedente de la escalera, el guardia se agachó sobre

las manos y las rodillas.

- ¡Ah! -Irene pasó por delante del guardia, como si no estuviera-. Veamos lo que la Mano de Dios ha lanzado sobre nosotros, para advertirnos de la fragilidad de la vida y de Su poder sobre nosotros!

Las mujeres se agruparon a su alrededor. Se asomaron por encima de la balaustrada en la cálida noche estival. Allá, al otro lado de la gran curva del muro del hipódromo, la Ciudad se extendía a lo lejos: el Mesé era una blanca corriente que se desplazaba a lo largo del espinazo de la loma y grandes rosetones dorados estallaban en la noche, lanzando llamaradas. Como de costumbre, el terremoto había provocado numerosos incendios en las medio derruidas casas de vecinos de Constantinopla.

Junto a Irene, la cansina Ida empezó a rezar. Helena rezongaba de nuevo su protesta por haberse visto arrancada de la cálida cama; las demás permanecían silenciosas, o lloriqueaban. Irene extendió los brazos. Aquella escena la enardecía. Las llamas saltarinas tiñendo el cielo de rojo sofocante y disparando al viento andanadas de chispas; de las oscuras profundidades donde todo era conmoción se elevaban los gemidos y gritos de las personas atrapadas en la catástrofe. Se apretó contra el frío mármol de la balaustrada, con el corazón martilleante. Allá afuera, la única verdad volvía a manifestarse una vez más, las vidas vulgares de las personas corrientes se disolvían en las arrítmicas e irresistibles mareas del cosmos.

Algo se oprimió contra ella; bajó la mano, nada dispuesta a separar los ojos del espectáculo de vida y muerte que flameaba en la oscuridad ante ella. Era Filomela la que estaba a su lado. La chica apoyaba la mejilla en la mano de la emperatriz e Irene la acarició prestamente, para tranquilizarla.

Los incendios arderían durante toda la noche; en aquella época del año, con los caldeados vientos del este y el nivel del agua descendiendo en todas las fuentes de Constantinopla, muy poco podría hacer nadie para apagarlos. Irene hizo una seña al guardia, que continuaba postrado a sus pies.

- Tú. Ve a avisar al prefecto de la ciudad, dile que convoque a todos los cursores, que dé la orden de impedir que se extiendan todos esos fuegos.

- Mi basileus me manda.

El guardia se lanzó escaleras abajo a toda velocidad.

Cuando bajaba, se cruzó con alguien que subía. Irene se volvió, para quedar frente a una partida de hombres que entraban en la tribuna atropellándose unos a otros. Sorprendido, el guardia vio que el embajador del califa se las había arreglado para abrirse camino hasta allí, rodeado por sus hombres.

Ibn-Ziad llegó hasta la baranda y su mirada contempló la Ciudad; silbó el aire al pasar entre los dientes, cuando el hombre dejó escapar un suspiro de alivio. La emperatriz le observó con calma.

El hombre se volvió; dedicó una reverencia a Irene y aletearon las amplias mangas árabes.

- Augusta. Permitidme el placer de presentaros mis disculpas… Sabía que éste era el único punto desde el que era posible efectuar una evaluación de los daños causados por el movimiento sísmico y, ciertamente, no esperaba encontraros aquí.

- Vuestras disculpas son innecesarias, nieto del gran Yahya -repuso la emperatriz-. Más bien, soy yo la que se siente complacida al comprobar que disfrutáis tanto como yo del espectáculo cósmico.

- «Disfrutar» -articuló Ibn-Ziad, tajante; volvió el rostro hacia la urbe. El tenue resplandor rojo de los incendios danzó sobre el ganchudo perfil que presentó a la basileus-. Dios, Dios, creí que el mundo se derrumbaba hecho pedazos.

La emperatriz se echó a reír, encantada ante su temor infantil.

- Si, Dios es maravilloso en su prodigalidad.

Una ráfaga de viento estival llevó hasta ellos el olor del humo y los gritos y lamentos de la gente que sufría los efectos de la calamidad sísmica. Una cortina de cenizas chispeantes flotaba en el aire, una capa de color rojo dorado que descendía y ondulaba rutilante. Ibn-Ziad alargó la mano de repente y sacudió un ascua que acababa de caer en el brazo de la emperatriz.

- No os preocupéis por mi -dijo la basileus-. Jesucristo es mi protector. -Le sonrió; el hombre estaba ahora frente a ella, con la frente surcada por una arruga de meditación-. En mi ciudad, Ibn-Ziad, no debéis temer a nada, ni a nadie.

Al tiempo que hablaba alargó la mano y apretó la del árabe, como si fuera un chiquillo y hubiera que consolarle. Ibn-Ziad se le acercó un poco, miró de nuevo la urbe y cuando volvió el rostro hacia la mujer, algo en su expresión había cambiado, la desnudez de sus temores estaba ahora celada por el velo de alguna intención oculta.

- Señora -dijo-, la Mano de Dios ha hecho que nos encontremos; tal vez sea el momento de debatir esas amplias cuestiones políticas que constituyen el motivo de la embajada que se me ha encargado cumpla aquí.

- Estamos en mitad de la noche, hijo mío -repuso Irene-. Pero, si tenéis preguntas que no pueden esperar la respuesta de mis ministros, las escucharé.

- Requerimos el pago del tributo…

- Ah, no. -La basileus levantó la mano, con la palma hacia Ibn-Ziad-. Eso ha de tratarse con Nicéforo.

- Luego está el asunto de las incursiones fronterizas…

- No sé nada de eso.

- Y el comercio de las sedas.

- Eso es cuestión del prefecto de la ciudad y su equipo. -Irene se apartó, sonriente, y su atención se proyectó otra vez sobre los incendios.

Ibn-Ziad guardó silencio unos instantes. Tal vez llevaba aprendido lo que tenía que decir y estaba recordándolo. Abajo, en la ciudad, en el barrio de Zeugma, el fuego se extendía; el reflejo de las llamas rielaba sobre las aguas del Cuerno de Oro.

- Me he entrevistado con el parakoimomenOs -informó.

- Estupendo.

- Intenté sobornarle.

- ¡Vaya! -Estupefacta, giró hacia el árabe, aunque éste seguía de cara a la sombría ciudad; Irene se preguntó qué clase de mentecato sería para confesarle a ella algo así, algo que ni siquiera el propio parakoimemenos le habría contado-. ¿Y aceptó?

- Me dijo, señora, que apostara el dinero en las carreras de caballos. -El joven árabe, sonriente, se volvió entonces hacia la emperatriz-. De modo que tengo un desafio para vos, señora…, el reto de que nos enfrentemos en singular combate. Un combate, mi querido muchacho!

- No se trata de vuestros brazos contra los míos, sino de vuestro tronco contra el mio. Me han dicho que en la carrera a la que estoy invitado se oponen entre si dos espléndidos tiros, uno cristiano y otro árabe. Yo pondré mi apuesta a favor del tiro de Cesarea si vos tomáis la otra punta de la cinta y apostáis por Mauros-Ismael.

- Hecho -aceptó Irene, y le tendió la diestra.

Ibn-Ziad estrechó la mano de Irene y se inclinó en una especie de reverencia galante.

- Encantadora oponente. -Ibn-Ziad depositó un beso en los dedos de la emperatriz.

- Excelente.

La idea le parecía deliciosa; se dijo a si misma que debía obsequiar al parakoimomenos con algún presente, por haber plantado en el cerebro de Ibn-Ziad una semilla que había germinado y producido una flor tan agradable. Un combate: un desafío.

El árabe se dispuso a marchar; lanzó una mirada por encima de la balaustrada a los incendios de la urbe y, tras otra inclinación, retrocedió hacia la puerta que daba a la escalera del katismo. Irene se puso de cara a la ciudad, para seguir contemplando las llamas. Sus manos golpearon la baranda de mármol con exaltado entusiasmo. Lo malo de ser mujer era que se originaban pocas situaciones como aquélla, un singular combate. Se trataba de un singular combate, incluso aunque fuera por delegación. Se inclinó sobre la balaustrada, anhelante ya de que amaneciese el día de la carrera.

Por la mañana, Constantinopla aún parecía seguir temblando. Las calles estaban abarrotadas de personas que, en grupos compactos, departían exaltadamente, lloriqueantes los ojos de miedo y excitación; todas las iglesias rebosaban de measalves. Hagen pasó por delante de uno de los edificios incendiados: el espacio entre aquella calle y la contigua era un montón de escombros ennegrecidos por el fuego, la mampostería de una esquina seguía en pie, una pila de ladrillos, unas cuantas tejas, todo oliendo a humo. Una docena de personas revolvían las ruinas, unos a la búsqueda de algo de valor que saquear, otros temiendo encontrar algún amigo o pariente muerto. A un lado de aquellos confusos restos de desastre se extendía una sábana con varios cadáveres.

Hagen imaginaba que el suelo de Constantinopla se había abierto para que las llamas del infierno ascendieran disparadas hacia la superficie. Se estremeció ante aquella visión.

Cabalgó hasta el palacio de Juan Cerulis y observó que el patio estaba repleto de carros, unos se encontraban ya cargados, otros recibían su asignación de cajones y vasijas. Se alejó rápidamente por el Mesé, rumbo al palacio Sagrado.

Allí nada se había venido abajo. Ni la menor señal de fuego. La residencia de la emperatriz, encaramada en lo alto del cerro, por encima del mar, permanecía tan inviolada como un trozo del Cielo. Entró en el recinto, donde se sintió niás seguro, y se aprestó a dar cuanto antes con la basileus.

La sala matutina estaba concluida, con todos los cirios encendidos. Irene anduvo por debajo de ellos y miró, enarcadas las cejas, la lámpara suspendida del techo. Le pareció más interesante en el plano que ahora, colocada ya.

- Bueno, creo que es fascinante -dijo Helena-. Y, por fin, la habitación está limpia.

Irene paseó de un lado a otro de la alfombra, nerviosa e insatisfecha.

- Tengo apetito. Encarga a alguien que traiga vino y unos pasteles, Ida. Y quiero también un poco de música. Ah…

Había olvidado que no estaba Teófano, que era quien tocaba el laúd. Desilusionada, se hundió en el sofá, atrajo a la pequeña Filomela a su regazo y empezó a acariciarla; la chiquilla le dirigió una radiante sonrisa.

- ¿Te asustaste mucho cuando se produjo el terremoto, querida mía?

- Oh, no, mamá -contestó la niña, muy orgullosa-. Ni siquiera me desperté.

Las mujeres prorrumpieron en una carcajada general.

- ¿Hiciste todos los deberes del día?

La emperatriz palmeó la cara de la chiquilla por encima de la reluciente cabellera.

- Ya terminé Homero.

- ¿Y tu música?

La mano de Irene se retiró al notar que la cálida carne de la mejilla infantil se ponía tensa. Una nube ensombreció la expresión de la pequeña, que hundió la cabeza en el hombro de Irene.

- ¡No sé tocar el laúd, mamá, no puedo!

Helena se abalanzó sobre ella, con las manos como tenazas.

- ¡Eso no se hace! ¡Niña mala, vas a arrugar su vestido, y entonces vas a ver…!

Tiró de la chiquilla y se inclinó para alisar los pequeños pliegues formados en la seda de la estola de Irene.

- El hombre del pelo blanco está aquí -avisó, por lo bajo.

- ¿Sí? -Irene irguió el busto-. Muy bien. Hazle pasar. Ven aquí, Ida.

La servidora llegaba con un plato de porcelana de Catay, en el que había un pedazo de pastel de manzana. A Irene se le hizo la boca agua.

Entró en la estancia el corpulento franco. Se había agenciado en alguna parte una túnica romana, debajo de la cual aún llevaba las polainas y las botas bárbaras. Lanzó una mirada llena de curiosidad alrededor del cuarto un segundo antes de hincar la rodilla frente a Irene.

- Juan Cerulis se dispone a salir de la ciudad -informó, sin más preámbulo.

- ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

- Muy pronto. Estaba presente cuando lo anunció, anoche. Seguramente se irá el día anterior a la carrera de cuádrigas.

Irene se aclaró la garganta. Era preferible que sus pensamientos los conociesen las menos personas posibles, especialmente en lo que concernía a Juan Cerulis. Arrodillada junto a ella, Ida le iba dando con una cucharilla bocado tras bocado de pastel. Irene se volvió hacia la mujer y le quitó el plato de las manos.

- Gracias, seguiré yo sola. Puedes retirarte un rato. Llévate a Filomela y escucha sus ejercicios de práctica de laúd.

Barrió la estancia con la mirada y todas las demás mujeres se pusieron tensas, preparadas para cumplir sus órdenes.

- Helena, a los telares, ten la bondad, ya sabes lo importante que es eso. Zoe, tienes la tarde libre, puedes pasarla con tus niños.

- Gracias, señora.

Entre murmullos, fueron acercándose por turno, una tras otra, para besarle la mano y la mejilla, luego se retiraron silenciosos los pies sobre las mullidas alfombras. A solas con el franco, Irene le tendió el plato.

- Toma. Cómetelo, es demasiado dulce para mi gusto.

Hagen cogió el plato y separó con la punta de los dedos un trozo de pastel.

- Enviasteis a Esad con la orden de que Juan Cerulis asistiese a las carreras,¿verdad? Fue muy divertido.

- Es un hombre fastidioso. Se me ocurrió gastarle una broma.

- Fuisteis demasiado lejos… A causa de esa broma, se marcha de Constantinopla.

- Se va. Sí, tal vez tengas razón, me excedí. ¿Y adónde se marcha?

- En busca de ese hombre santo del que todo el mundo habla. Daniel creo que se llama.

- Si, ya sé eso de Daniel -dijo Irene.

Hagen daba cuenta del pastel; su barba clara retenía unas cuantas migas.

- ¿Sabéis una cosa? Esa damisela vuestra está con Juan Cerulis.

- ¿Mi damisela? ¿Te refieres a Teófano?

- Si.

Irene se recostó en la pila de cojines que tenía a la espalda, se cogió un mechón de pelo y lo retorció alrededor del índice.

¿Y a ti qué te parece eso?

- No sé qué opinar. Estaba sentada junto a él en la cena… -Hagen apartó la vista de la emperatriz; consumió rápidamente el resto del pastel yconservó el plato en la mano; lo miraba, sin verlo, fruncido el ceño. Murmuró-: El retenía su mano.

- ¿Crees que Teófano me traiciona?

- Ya digo que no lo sé -repuso Hagen, que se irritaba por momentos.

- Vamos, vamos, hombre, tendré que recordarte que soy la basileus.

Nada impresionado por ello, Hagen le dedicó un gruñido. Depositó el plato en el suelo, junto a él.

- Bien, pues, Hagen -dijo Irene, divertida por el talante del franco-, si no quieres dispensarme el honor de los buenos modales, considera que basta que dé la orden para que te abran en canal, públicamente, en el hipódromo, con lo que toda tu espléndida fuerza física y todo tu valor no te habrán servido de nada.

Hagen se sacudió las migas enredadas en la barba.

- Si, ya lo sé, augusta. ¿Qué deseáis que haga?

- De momento, nada. Me enteraré del punto al que se dirige Juan y de sus designios cuando esté allí. En cuanto a Teófano…

Continuó rizando el mechón de pelo en torno al dedo, mientras observaba al franco y se preguntaba cuánto necesitaría saber aquel hombre.

- Teófano está a mi servicio, incluso cuando parece que me traiciona, como ahora.

- ¿Ah, si? -Todavía sobre una rodilla, Hagen apoyó los antebrazos en el muslo y miró a la emperatriz-. ¿O está al servicio de Juan Cerulis incluso cuando parece traicionarle?

- Si, hay cierta simetría clásica en ese problema. En cualquier caso, resulta fundamental que se me devuelva la muchacha, una vez realizada su tarea, tanto si quiere volver como si no.

- ¿Cómo sabré yo que ha cumplido su tarea?

- Si Teófano es sincera, te lo dirá ella misma. Si no lo es… -Irene apretó los labios, mientras reflexionaba acerca de la posibilidad de que realmente Teófano la hubiera traicionado. El franco así lo creía. O lo temía: compartieron la cama una vez; quizás el sentimiento desarrollado entre ellos era más fuerte que el que nace de un simple revolcón.

- Si he de incluir a Teófano en el número de mis enemigos, lo sabré. En el caso de que se negara a que la salves, te la traes a la fuerza.

- Si, augusta.

El tratamiento llegaba más fácilmente a sus labios a medida que lo empleaba. Irene sabia que, con el tiempo, el franco acabaría besando el suelo a los pies de la basileus.

- Cuando tropezó contigo por primera vez, Hagen mio -dijo-, Teófano estaba en posesión de cierta lista de nombres, que para mi tiene una gran importancia. La perdió en el curso de su huida de los esbirros de Juan Cerulis. Es posible que ahora esté intentando recuperar esa lista.

Mientras hablaba, Irene observó en el semblante del franco un relámpago de comprensión, de conocimiento oculto, y pensó, estimulada: «¡Oh, si, la tiene él!«. Experimentó automáticamente una dulce sensación de rotundidad, de plenitud de la verdad; Dios lo medía todo, no perdía nada, lo proyectaba todo, y las cosas iban a salir de acuerdo con los deseos de Irene, ahora no escatimaría el menor esfuerzo, prueba de que iba por el buen camino.

- Toma -dijo. Se quitó el anillo adornado con un granate que llevaba en el pulgar y se lo ofreció a Hagen-. Me has servido muy bien, sin pensar en la recompensa; he encontrado en ti un hombre honrado y me siento muy agradecida por ello. Acepta esta prueba demostrativa de la estima en que te tiene la basileus.

Hagen se fue probando el anillo en cada uno de los dedos, hasta que encontró uno en el que encajaba bien.

- Augusta -articuló.

No parecía agradecido, sólo satisfecho. Así era como había que manejarle, con adornos y elogios de la más simple laya. Y Hagen no había negado ser hombre suyo, a su servicio. Irene inclinó la cabeza.

- Puedes retirarte.

Ismael conducía dos animales negros y dos grises, no porque los hubiese elegido así, sino por pura casualidad, puesto que seleccionaba sus caballerías no por el pelaje, sino por sus habilidades físicas, su fortaleza y velocidad. En el lado de la cuerda, el caballo de tronco era negro, el alero, gris moteado; Los de la parte exterior: gris oscuro el alero y negro el de tronco. Tenían prácticamente la misma alzada y cuando estaban juntos y con sus arreos, enganchados a la cuádriga, las crines se elevaban desde sus cuellos, ondulantes como las olas del mar, y eran tan hermosos como los corceles de

Aquiles, el que lloró sobre el cadáver de Patroclo.

Los dos mozos de cuadra sostenían la cinta delante de ellos. Eran salidas de entrenamiento, en la pista, dado que Ismael daba por hecho que ganaría la primera manga.

- ¡Riáaaaa!

Los grandes cascos batieron la arena, arrojando un rocio de pequeñas partículas sobre el vehículo y su conductor, y salieron disparados por la pista. El lateral de fuera, que era el más rápido, se adelantó ligeramente a los demás, pero un toque de las riendas le hizo rezagarse hasta quedar a la altura de los otros. Ismael les dio rienda suelta durante todo un largo de pista, antes de intentar refrenarlos, pero entonces no quisieron moderar la marcha; tascaron los bocados de las bridas, agitaron la cabeza de un lado a otro y sus relucientes crines parecieron entremezclarse en un revoltijo de plata y azabache. Ismael tuvo que esforzarse para ponerlos al paso y entonces dieron una tranquila vuelta a la pista, con los cuellos inclinados y las patas braceando.

Acomodado en [a primera fila de asientos del hipódromo, inmediatamente debajo de la tribuna imperial, el príncipe Miguel observaba el entrenamiento, con las manos juntas, apoyadas en la barandilla que tenía delante. Ismael trató de pasar por alto su presencia. No pudo evitar sin embargo, cuando pasó por delante de él, erguir el cuerpo y cuadrar los hombros.

Detuvo el tiro ante la puerta de la cuadra y los palafreneros se acercaron a coger los cabezales. Ismael se apeó de la cuádriga.

- Leo…

Le tendió las riendas y el aprendiz las tomó y subió al carruaje. Daría vueltas a la pista, llevando los caballos al trote hasta que empezaran a cansarse. Ismael retrocedió, sin apartar la vista de los animales, al tiempo que soltaba los puños de cuero que envolvían sus muñecas.

Se quedó de pie delante de la baranda que separaba la pista de la primera fila de localidades y, al cabo de unos instantes, Miguel apareció a lo largo de los bancos que Ismael tenía detrás. Este siguió de espaldas al príncipe, aunque conocía la presencia de su rival como si la aproximación de Miguel hubiera estado precedida por una tropa que marchase al ritmo de tambores y trompas.

El príncipe se apoyó en la barandilla, junto a él.

- ¿Cuándo llega ese nuevo tronco de Cesarea?

- No lo sé -respondió Ismael.

Se secó el sudor de las manos y de la cara con una toalla limpia, que luego arrojó a uno de los mozos de cuadra. Los caballos pasaron al galope; ambos aurigas se quedaron observándolos, vueltas las cabezas simultáneamente.

- Parecen buenos -opinó Miguel-. Ese alero exterior se ha comportado estupendamente.

- Es un marchador formidable -dijo Ismael.

- No daba la impresión de ser gran cosa cuando lo compraste -dijo Miguel-. Un montón de huesos y nada más. Tienes buen ojo para las caballerías.

Desde el fondo de la pista, avanzando por la parte contraria, se acercaba aquel franco corpulento. Ismael le observó, mientras valoraba las últimas palabras del príncipe Miguel; si el elogio lo hubiese pronunciado otra persona, Ismael lo habría puesto en tela de juicio, recelando alguna intención oculta, pero Miguel decía siempre exactamente lo que pensaba.

El franco saltó la barandilla, se apartó del camino de los caballos y los miró cuando pasaron galopando por su lado. Ismael movió la cabeza en dirección al hombre.

- Ahí está…, ¿cómo se llama? Hagen. ¿Ha tenido algún problema más con Esad?

- La impresión que yo tengo es que es Esad quien ha tenido problemas con él.

- ¿Has hablado con ese hombre?

- Es un bárbaro. -Miguel apoyó los antebrazos en la baranda y sus cejas descendieron hasta rozar el puente de la nariz-. ¿Qué tendría yo que decirle a un bárbaro?

Ismael no replicó; de cualquier forma, toda persona que no se relacionara con las carreras le tenía a Miguel absolutamente sin cuidado. Hagen caminaba hacia ellos, evidentemente con la idea de entablar conversación.

Pasó por delante de Miguel, se llegó a Ismael y, sin andarse por las amas de los formulismos, le dijo:

- Necesito que me eches una mano, si no tienes inconveniente.

Ismael se enderezó.

- En lo que de mi dependa, a tu disposición. ¿Qué ocurre?

Hagen lanzó a Miguel una mirada cargada de hostilidad. El príncipe echó la cabeza hacia atrás y deslizó la vista por su larga nariz de patricio, en dirección al franco, cosa que a Miguel no le resultó tan fácil como de costumbre, al ser Hagen más alto que él.

- Vuestros insignificantes manejos no me interesan. Buenos días, Ismael. -Miguel dio media vuelta, para marcharse, y, al hacerlo, chasqueó los dedos ante la cara de Hagen-. También te deseo un día excelente, bárbaro.

Se alejó despacio, accionando los brazos a los costados y acompañando cada paso con el correspondiente contoneo.

- Héroe de juguete -comentó Hagen en voz baja.

- Te equivocas -dijo Ismael-. Respecto a él, te equivocas de medio a medio, en todos los aspectos.

Hagen murmuró algo que Ismael no llegó a entender; acaso lo dijo en su propia lengua. Ismael trató de ver a Miguel desde el punto de vista de aquel forastero de tosco hablar… Lo que molestaba tanto a Hagen, ¿eran los modales del príncipe?, ¿sus ropas finas y elegantes, su titulo? Se preguntó, de pronto, cómo seria la patria del gigantesco bárbaro, qué aspecto tendrían los otros francos.

El albino sacaba un papel de debajo de su camisa.

- ¿Puedes leer esto?

Hagen puso el papel encima de la piedra de la baranda.

Ismael lo alisó con los dedos. El papel estaba bastante estropeado, roto en los bordes y dobleces y con borrones de tinta. Leyó rápidamente los nombres relacionados allí.

- No es nada más que una serie de nombres de personajes del Imperio. -Golpeó con la punta del dedo uno que figuraba hacia la mitad de la hoja de papel-. Éste es el del prefecto de la ciudad, que es el encargado de pagarme.

- ¿Quieres decir que se trata de funcionarios de la corte?

- Algunos de ellos.

La frente de Hagen se surcó de arrugas meditativas y las lanosas cejas blancas se unieron en una línea recta, mientras los ojos azules se quedaban mirando el vacío.

- Humm.

Mantenía la lista en la mano y la contemplaba como si pudiera obligar a las letras a hablarle.

«Vaya artificio, este de leer», pensó Ismael. «A su modo, es un hombre inteligente y, sin embargo, ese trozo de papel le convierte en un bruto.»

Hagen se apoyó en la balaustrada, con toda su atención todavía dirigida hacia el papel. Ismael se pellizcó la nariz. En las tribunas superiores se produjo un movimiento que captó su atención y, al llevar la vista hacia allí, observó que un reducido grupo de hombres caminaba por aquella zona. Uno de aquellos hombres era Constantino, el tío de Miguel, a quien se le había asignado la tarea de escoltar al embajador del califa en aquella gira por la Ciudad.

Hagen doblaba de nuevo el papel de la lista; se lo introdujo debajo de la ropa.

- Voy a estar ausente unos días -dijo-. ¿Puedes encargarte de mi otro caballo? Hay que sacarlo para que se desfogue corriendo un poco, si no, destrozará la casilla del establo.

- Lo haré.

- ¿No será demasiada molestia? Me han dicho que tienes una carrera en perspectiva. Pronto.

- Si, dentro de una semana o así.

- Buena suerte, pues. Espero estar aquí para presenciarla.

Hagen le tendió la mano e Ismael la estrechó; el vigoroso apretón del bárbaro le recordó, lo que no dejaba de ser extraño, al príncipe Miguel. Pensó: «Tienen mucho en común, Miguel y este hombre, y por eso chocan». Al momento, perversamente se sorprendió deseando que el bárbaro contendiese con él.

- ¿Adónde vas? -preguntó.

- Lejos -sonrió Hagen, y echó a andar hacia la cuadra.

Ismael se apresuró a alcanzarle y ponerse a su lado.

- Maldita sea, Hagen, ¿no crees que me debes una explicación más concreta?

La garganta del bárbaro produjo un sonido que era mitad risa y mitad gemido de desesperación. Sacudió la cabeza.

- Si comprendiese una mínima parte de lo que está ocurriendo, Ismael, necesitaría toda la noche para contártelo. -De pronto, se detuvo y miró fijamente al auriga, con expresión preocupada-. Vuestras mujeres griegas, ¿dicen alguna vez la verdad?

- Mi esposa es árabe, como yo -respondió Ismael-. Nunca la dejo salir de casa, no tiene por qué mentirme en nada. ¿A qué mujeres te refieres?

- Esa emperatriz… Y hay otra…

Se interrumpió, miró a lo lejos y, tan bruscamente como se había detenido, reanudó la marcha hacia la cuadra. Ismael le siguió, con la curiosidad cosquilleándole de modo demencial.

- Esa emperatriz es una Jezabel -dijo-. Todo el mundo lo sabe. En cuanto a la otra mujer…

- Esa otra me tiene sin cuidado -afirmó Hagen. Dio la espalda a Ismael y entró en la penumbra de los establos.

Teófano esperaba una oportunidad para matar a Juan Cerulis, pero la ocasión no llegaba. Ya no se veía nunca a solas con él. Cada vez que se encontraba en su compañía, uno u otro de sus guardaespaldas andaba por las proximidades, casi siempre el despreciable Karros. Y cuando no estaba cerca de Juan, una de las tías de éste, una vieja parlanchina, se erigía en escolta de Teófano y vigilaba todos los movimientos de la muchacha.

La mañana que siguió a la noche en que viera a Hagen, mientras Teófano le daba vueltas en la cabeza a la estupidez de enamorarse de un bárbaro que la odiaba, Juan Cerulis, con una modesta comitiva de trescientas personas, partió de Constantinopla.

Cruzaron los estrechos en barcaza, desembarcaron en la costa asiática y avanzaron por carretera hacia Sinop. Teófano iba en una silla de manos con la tía, Eusebia, la cual bordaba una pieza de seda en un bastidor ovalado y mantenía un constante nivel de cháchara insustancial. Era evidente que su misión no consistía en sonsacar a Tófano revelaciones más o menos ociosas, sino en no quitarle la vista de encima.

Pasaron la noche a orillas del Euxino, el mar Negro. La numerosa nómina de servidores montó tiendas, encendió fogatas, dispuso mesas y distribuyó sillas; en un hogar de adobes, los cocineros de Juan Cerulis prepararon una comida que resultó algo así como una parodia de los festines a que estaba acostumbrado.

En la alta mesa instalada en la tienda mayor, sobre un estrado de madera cubierto de brocados y alfombras persas, Teófano se sentó a la izquierda de Juan. La cena se sirvió con elegancia y a la muchacha le gustaron las carnes que, asadas simplemente en espetones, tenían un sabor recio y delicioso; pero el pan era un crimen de lesa humanidad y el pescado brilló totalmente por su ausencia.

Juan Cerulis permanecía allí con ojos vidriosos y la sonrisa estampada en sus labios blancuzcos. Una sabrosa torta de harina de trigo, acompañada de una cazuela de caza de monte, guarnecida con una salsa de cerezas, hizo que recobrase un poco de color.

Luego, cuando la quinta ronda de vino se volcó sobre aquel sedimento, el hombre volvió la cara hacia Teófano y saltó:

- Pareces un erizo…, desvaneciéndote en la sombra de ti misma. Al menos podrías preocuparte un poco de tu aspecto, aunque sólo fuera para contentarme.

La muchacha enarcó las cejas. Tenía plena consciencia de su aspecto. Resignada a morir, no sentía miedo alguno y el odio aumentaba su malevolente rencor.

- La verdad, patricio -silabeó con voz cansina-, es que quisiera que encargaras a alguno de tus sicarios que me arrancase los brazos y las piernas uno tras otro, que me hirviera en aceite o que llevase a cabo alguna otra ejecución por el estilo; eso, al menos, me proporcionaría cierto entretenimiento. Te prometo que rara vez he estado tan aburrida.

- ¡Que conste que esta excursión fue idea tuya, reidora Teófano'

- ¡Idea mía! -Le miró, pausadamente, deslizando la vista a lo largo de la nariz, tal como había visto a menudo al príncipe Miguel fulminar a alguien-. No hice más que sugerir que ganases para tu causa al hombre santo. Fue idea tuya, si semejante decisión puede glorificarse como obra de la inteligencia, abandonar Constantinopla.

- ¿Ah, sí? ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?

Terófano reflexionó sobre ello. De todas formas, iba a matar a aquel hombre, asi que carecía de importancia el que le proporcionase una información útil. Daba igual.

- Habría aceptado la invitación -dijo-. El palco imperial es el único sitio al que acude Irene sin el acompañamiento protector de sus guardias. Podrías haber planeado tu asalto al gobierno para desencadenarlo en el instante en que empezara la carrera, cuando la mayor parte de Roma se interesara sólo por lo que sucedía en la pista y entonces, en el momento oportuno, te apoderarías de la persona de Irene, la obligarías a renunciar al trono en favor tuyo y toda la Ciudad, congregada en el hipódromo, escucharía su abdicación.

La boca de Juan Cerulis formó un puchero reflexivo. Meditó un poco antes de hablar y, cuando lo hizo, dedicó previamente a Teófano una leve inclinación de cabeza.

- Un plan excelente. Deberías haber nacido hombre, Teófano.

- ¡Dios mio! -exclamó la joven, a dos centímetros de las lágrimas-. ¿Eso es un piropo? ¡Qué majadero eres, patricio! Ser hombre… crees que significa tenerlo todo, ¿verdad? Pero ser hombre en este mundo no es más que ser un instrumento: Dios lo utiliza para su gloria; la Ciudad, para su mantenimiento. Por lo menos, una mujer puede tener amor, puede alumbrar y criar hijos, ¡pero un hombre! ¡Puafffi -Escupió en el plato que Juan Cerulis tenía delante. Brotó un jadeo sobresaltado de las gargantas de todos los presentes-. No me apliques insultos tales, Juan Cerulis. Seré sólo, y para siempre, lo que soy.

Se puso en pie, pese a que Juan Cerulis agitó el brazo ordenando a sus guardias que se adelantaran.

- Apartaos. -Teófano alzó la mano para detenerlos-. Me encantará salir de aquí. Jamás me han servido de una manera más abominable.

Se fue derecha a la puerta, con rápidos movimientos, de modo que los guardias tuvieron casi que correr para mantenerse a su altura. Durmió aquella noche en el suelo de la tienda destinada a almacén de intendencia.

Durante toda la jornada siguiente viajó en la litera, junto a la tía de Juan Cerulis.

El polvo del camino, el calor y el tedio le destrozaban los nervios; se sentía destroza- da. El insulso parloteo de su acompañante era enloquecedor.

La torturaba todo cuanto hacia Juan Cerulis. La única salida era acabar con él.

Soñaba con matarle de algún modo lento y doloroso, pero sabía que eso era imposible: tendría que hacerlo de manera rápida y, desde luego, ella también moriría. Conformada con ese destino, se mantenía echada sobre los cojines, mientras discurría sistemas para acabar con la existencia de Juan Cerulis.

A su lado, la tía exclamó:

- Ah! -se contrajo.

- ¿Qué ocurre?

- ¡Ay!… Qué torpe soy.

Se había pinchado con la aguja de bordar; la mujer se llevó el dedo a la boca. Intrigada, Teófano se quedó mirando mientras la aguja, que había caído sobre la falda de seda negra de la anciana, se deslizaba hasta los cojines como una rayita de plata. Eusebia se quejó para sus adentros; había manchado de sangre su labor y con un raudal de lamentos y recriminaciones soltó la tela del bastidor y la guardó.

Teófano introdujo la mano entre los cojines, se revolvió como si tratara de ponerse cómoda, y localizó la aguja. Con sumo cuidado, la ocultó en el puño de la manga.

Hagen montó en su bayo y cabalgó en pos de Juan Cerulis. No siguió las huellas de la caravana, sino que marchó por una colina, evitando así el polvo. En una o dos ocasiones, su trayectoria le hizo perder de vista la larga hilera de vehículos, pero volvió a dar con ella sin dificultad.

La carretera corría a lo largo de la costa, entre la playa sembrada de guijarros y las redondeadas formas pardas de los cerros. No había árboles, sólo arbustos y matorrales retorcidos, agitados por el viento, y algún que otro trecho en el que ondulaba la hierba a impulsos del aire. Torres de piedra se erguían en lo alto de los montes y una vez, a lo lejos, avistó una aldea o un pueblo pequeño, pero los únicos habitantes de aquel territorio parecían ser unas pocas ovejas y cabras, que pastaban en las laderas rocosas y a las que mozalbetes armados de estacas ahuyentaban y ponían a buen recaudo al divisar la caravana que se acercaba.

Hagen vio a Teófano en la litera, con la arpía que iba a su lado; se aproximó todo lo que le fue posible y estuvo observándola, mientras la seguía, durante largo tiempo.

Aquella noche durmió al raso, en el cerro que dominaba el campamento. Por la mañana, bajó a la carretera, que ahora trazaba una curva para alejarse del mar y avanzar tierra adentro. El camino estaba atiborrado de caballos y carretas, de criados que iban a pie y de servidores que conducían jumentos; Hagen se abrió paso entre aquella muchedumbre, hasta que encontró a Karros, que montaba un gigantesco caballo castrado de pelaje castaño, con una estrella blanca en la cara.

Karros no vio a Hagen casi hasta el momento en que ambos estuvieron estribo contra estribo y, durante unos segundos, el rostro del griego empalideció hasta parecer el de un fantasma. Pero luego reaccionó y una sonrisa saltó al lugar que le correspondía.

- ¡Ah, mi amigo Hagen! Me alegro de verte, hombre…, me alegro de verte.

Se inclinó para palmear a Hagen en el brazo, como si fueran amigos de toda la vida.

Hagen se removió ligeramente en la silla, y exploró el panorama de personas que les rodeaban. Teófano iba inmediatamente delante de ellos, en la silla de manos, que ahora llevaba corridas las cortinas para evitar el polvo. A medida que se alejaban del mar, el calor se hacía más abrasador, y Hagen supuso que, dentro de muy poco, el polvo seria una incomodidad menos molesta que el calor que reinaría entre los cortinajes.

Miró a Karros de nuevo.

- He venido a aceptar tu oferta, Karros.

- Mi oferta -articuló Karros, con el cerebro en blanco.

- Dijiste que tu señor me contrataría como uno de sus guardias.

- ¿Ah, si? Oh. Si. naturalmente, no me acordaba. Bueno, desde luego, siempre tiene plaza para un buen luchador. -Los ojos de Karros cayeron sobre la espada de Hagen, en la vaina de cuero colgada de la cintura-. Te llevaré ante él cuando hagamos un alto.

Sacó a relucir otra de sus sonrisas gozosas y otra de sus cordiales palmadas en la espalda. Llamó a los hombres que le rodeaban y pronunció sus nombres, así como el de Hagen. A ninguno de ellos pareció complacerle tanto como a Karros la repentina aparición de Hagen en su circulo. Constituían una partida desagradable, unos de la misma edad de Hagen, otros, más jóvenes, torpes y desmañados a lomos de sus caballos y embutidos en sus armaduras de cuero. Karros lucía en los hombros las escarapelas rojas, la insignia de su rango, quizás. Aquellas rosetas coloradas de las hombreras atraían la vista de Hagen una y otra vez. Le recordaban a Rogelio.

Entre la cuadrilla de soldados estaban los hombres que habían matado a Rogelio.

Aunque Teófano hubiese acabado con la vida de Rogelio, algunos de aquellos hombres también le habían herido.

Mantuvo la mirada lejos de ellos. Temía que, si los observaba con demasiada atención, reconocería a los individuos que acompañaban a Karros aquel día, en el pórtico de la iglesia situada al borde de la carretera de Calcedonia, y caso de reconocer a alguno, golpearía.

No se atrevió a atacarlos en aquel momento. Eran demasiados y tenían demasiada gente a su alrededor. De todas formas, si hubiese estado seguro de que se llevaba por delante a los asesinos de Rogelio, habría corrido el riesgo. Pero quedaban muchas preguntas por contestar.

Percibía claramente el recelo de los hombres entre los que se encontraba. Podía percatarse igualmente de que Karros no le deseaba ningún bien. Ahora cabalgaba con ellos, solo, vulnerable. Pero tenía que ver de nuevo a Teófano.

Reanudaron en torno suyo la amigable charla de camaradas, aquellos griegos integrantes de la guardia de Juan Cerulis: hablaban de mujeres, de carreras de caballos, de pendencias, de borracheras, de las personas a las que odiaban y de las personas a las que temían. Hagen no intervino en la conversación. Cabalgó en medio de ellos, sumido en un pozo de silencio, con la vista al frente, evitando sus miradas. Había permanecido mucho tiempo en la ciudad, desconcertado por sus costumbres y laberintos.

Ahora iba hacia la lucha, y sabía luchar. Deseó, impaciente, que sonase la hora de volver a empuñar la espada.

Cuando se detuvieron para pernoctar, se alejó solo y escondió el papel griego debajo de una peña en el desierto.

La aguja de bordar tenía siete centímetros y medio de longitud. Teófano se la guardó en un bolso, previamente clavada en un trozo de cuero para poder retenerla bien.

Durante toda la tarde, mientras avanzaban hacia la línea oriental del horizonte, bajo el calor y el polvo, no hizo más que pensar en el modo en que atacaría, en la forma en que mataría a Juan Cerulis.

Si le clavara aquella aguja en el pecho, lo más probable era que no pudiese hundirla lo bastante como para quitarle la vida. Pero el punto preciso de la garganta era demasiado pequeño, podía fallar y eso equivaldría a morir por nada.

Se tocó el cuello, en busca de sus propias pulsaciones. Allí estaba, justo debajo del maxilar, casi junto a la oreja. Deseó disponer de un cuchillo.

Al ponerse el sol, cuando la caravana se detuvo para pasar la noche, los porteadores llevaron la litera hasta donde se encontraba Juan Cerulis, y Teófano encontró a Hagen allí.

Le había llevado Karros, el muy cerdo. Juan ocupaba su silla de viaje pródigamente colmada de cojines, mientras Karros se inclinaba ante él y señalaba al alto franco, que permanecía silencioso a su espalda.

- Patricio, vuelvo a presentaros a mi buen amigo Hagen, el bárbaro, que aspira a entrar a vuestro servicio.

- Bueno -dijo Juan Cerulis. Apoyó la cabeza en uno de sus puños y su mirada fue hacia la mujer que estaba a su lado. Tengo entendido que ya te relacionaste con este muchacho, ¿no es así, reidora Teófano?

Hagen hizo como si la muchacha no existiese. Teófano no apartaba los ojos de él.

Desde el mismo instante en que le vio allí, todas las demás personas desaparecieron para ella. Todos los detalles de su aspecto, hasta el más mínimo -los rizos de su pelo, el arco de la clavícula, perceptible a través del cuello de la camisa-, absorbieron su atención; el esfuerzo que necesitó para captar las palabras de Juan Cerulis hizo que aflorara en sus manos un fino sudor.

Emitió una breve y discordante risita.

- Vaya, patricio. Yo no me relaciono, como lo expresas, con las órdenes menores. Las utilizo, como le utilicé a él. -Dirigió a Hagen una sonrisa afectada; nerviosamente, sobre el regazo, removió los dedos de una mano y los entrelazó una y otra vez con los de la otra-. ¿Has comprado últimamente algunas astillas, peregrino?

Si Juan Cerulis llegase a sospechar lo que ella sentía por aquel hombre, Hagen seria hombre muerto.

Había cierto número de personas en torno a ellos, y todas, incluido Juan Cerulis, se echaron a reír ante la tonta burla de Teófano. Hagen le clavó una mirada asesina.

Contra su voluntad, la muchacha levantó una mano hacia él, con la palma hacia arriba: una súplica instintiva, que se apresuró a interrumpir.

- Tú, bárbaro -intervino Juan; en aquel instante, un criado le llevaba agua en una palangana de plata, para que se refrescase la cara y las manos. Juan Cerulis se inclinó sobre el recipiente, juntas las manos como en una especie de parodia de oracion-. ¿Qué me traes?

- Karros, tu hombre, afirma que mereces la pena como señor, patricio.

- Recompenso con mano generosa a quien me sirve lealmente. También castigo con celeridad el fracaso. -Mientras Juan hablaba, un criado le lavó las manos y se las secó con una toalla perfumada-. Tendrías un aspecto estupendo con uniforme -continuó el patricio, al tiempo que lo inspeccionaba de pies a cabeza-, pero ¿posees conocimientos de Homero? Hay bueno y hay malo en todo.

Dejó que le lavasen la cara.

- Respondo por él -terció Karros-, señor… Es un individuo valeroso. Cruzamos nuestras espadas una vez, en la carretera de Calcedonia.

Teófano soltó una carcajada al oir aquello. Juan Cerulis apartó el rostro de la toalla y miró con expresión inquisitiva a la muchacha.

- Yo no lo recuerdo así -dijo Teófano. Con los ojos clavados en Hagen, añadió-: Patricio, debes deshacerte inmediatamente de este franco, casi con toda certeza es agente de la emperatriz.

Hagen puso unos ojos como platos, las pupilas se convirtieron en fuego verde, y la mirada que lanzó a Teófano fue asesina. No importaba que la odiase, siempre que se viera libre de la maldición de estar relacionado con ella. El interés por aquel juego animaba el semblante de Juan Cerulis. Inclinado sobre el brazo de la silla, su mirada iba de uno a otro.

- Evidentemente, conoces a esta dama, bárbaro.

- En cualquier lenguaje -repuso Hagen-, conozco a una puta en cuanto la veo.

Un jadeo excitado brotó de las gargantas de todos los presentes; tía Eusebia cayó hacia atrás sobre los cojines, desmayada, y Juan Cerulis se retorció como si acabara de recibir un golpe.

- Vamos, vamos -se apresuró a terciar Karros-, el patricio aborrece las palabras groseras.

Entre dientes, Teófano propuso:

- Mátalo, mi señor.

Pudo comprobar que, tal como daba por supuesto, todo cuanto dijese impulsaría a Juan hacer lo contrario.

- Calma, calma -tranquilizó Juan los ánimos-, al fin y al cabo, estamos en el campo, donde las cosas se hacen de un modo algo distinto. No nos precipitemos. -Sonrió a Teófano. Llevaba un delgado puntero de madera con el que dirigía a los porteadores de la silla.

Lo cogió y pinchó levemente con él las nalgas de Teófano-. Ese hombre te asusta, ¿verdad?

- En absoluto -rechazó tal idea la muchacha, pero había alzado la voz en exceso y, para disimular, volcó luego todo su interés en su vestimenta.

- Karros, permite a este nuevo amigo tuyo que disfrute de la hospitalidad de tu fogata. La vara de Juan siguió pinchando y pinchando.

Teófano se negó a apartarla y, bruscamente, Juan Cerulis la clavó con fuerza en la entrepierna de la joven. Ante el ramalazo de dolor, Teófano gimió y Hagen, que se alejaba con Karros, volvió la vista al oírlo; por encima de las cabezas del gordo guardia de corps y de los criados y porteadores de Juan Cerulis, la mirada del franco tropezó con la de la muchacha. No había condescendencia en las pupilas de Teófano, ni afecto, ni amistad; fue como si él chocase con sus propios ojos. Se alejó. Teófano se dejó caer sobre las almohadas y cojines, con la mano en la vulva lastimada, repentinamente a punto de estallar en lágrimas.

Karros se mantuvo muy cerca del franco durante el resto de la velada, aunque el coloso no daba pie para entablar ninguna clase de conversación. Karros se preguntó si es que carecía de suficientes conocimientos de griego o si simplemente era un estúpido.

Fueron los demás quienes inclinaron a Karros a favorecer a Hagen. Los otros guardias empezaron de pronto a tratar al obeso oficial con mayor deferencia, al ver que Hagen le acompañaba.

Karros aludió unas cuantas veces más al encuentro que tuvieron en la carretera de Calcedonia, al modo en que cruzaron sus espadas, sin que hubiese vencedor ni vencido y, tal como se manifestaba en su memoria, no parecía que aquella versión difiriese mucho de la verdad. A los otros guardias les impresionó. Karros sabía por qué: eran soldados de juguete, él y sus hombres, que apenas habían ejercitado sus dudosas habilidades castrenses en pro de la causa de Juan Cerulis, aparte de meter un poco de miedo a unos ciudadanos asustados ya de por si y de escoltar a su señor en las ceremonias.

Hagen era otra cosa, procedía de un mundo más oscuro, violento y cruel, donde las personas tenían que luchar para sobrevivir.

El hermano también había sido otra cosa. Un estremecimiento de temor sacudió a Karros al recordar la pelea en la posada de Crisópolis; él y sus tres secuaces sorprendieron al hermano desnudo y en plena cópula con Teófano, lo que no fue óbice para que el franco saltase del lecho con una espada en la mano y se enfrentase a los cuatro. Y si Karros no se hubiera caído al suelo y no hubiera simulado estar muerto, y si el franco no le hubiera dado la espalda, es muy posible que el hermano de Hagen hubiera vencido.

El otro franco creía que aquella muerte era obra de Teófano. Otra razón para mantenerlo cerca, para evitar que se separase de Karros, puesto que dos de los hombres que irrumpieron en aquella habitación de Crisópolis estaban ahora sentados frente a ellos, al otro lado de la fogata. Karros no se fiaba de ellos; a decir verdad, no se fiaba de nadie. Empezó a buscar la ocasión propicia para matar a Hagen.

Nada ocurrió aquella noche, ni en el curso de la marcha del día siguiente, durante la cual Hagen cabalgó en silencio, hacia el centro de la caravana; pero al atardecer, concluida la jornada, cuando hicieron un alto para acampar, Karros decidió pasar a la acción.

Hagen se había alejado solo. Karros y sus hombres estaban montando su campamento en el suelo arenoso de una torrentera, cuya garganta obstruían unos arbustos achaparrados y retorcidos. Karros empuñó de pronto su corta espada, lanzó un alarido dramático, se lanzó sobre aquel manojo de arbolitos y empezó a cortarlos.

- ¡Ajá! Probaré mi espada con cualquiera de vosotros… ¡Atención!

Mediante un seco mandoble, truncó uno de los arbustos y lanzó la nudosa copa del mismo unos tres metros a través del aire. Hagen se aproximaba por la parte superior de la orilla de la torrentera y algunas ramas cayeron cerca de él.

- ¡Vamos! -le animó Karros, curvados los labios en una amplia sonrisa amistosa-. Muestra la fuerza y pericia de tu brazo a estos tipos de ciudad.

Hagen no se movió, pero los demás guardias se lanzaron precipitadamente hacia la maleza, desenvainadas las espadas, mientras proferían gritos y silbidos excitados, cantando victoria cada vez que lograban romper una parte de aquellos matorrales y arbustos que, aunque pequeños, no dejaban de ser bastante duros. Trozos de ramitas verdes volaron por los aires y salpicaron la arena. Karros aulló, al tiempo que descargaba un golpe mortal a un arbusto.

- ¡Vamos, Hagen…, participa! ¡Demuéstranos tu poderío!

El franco se encaminó al terreno arenoso de la entrada de la torrentera, donde ardía la fogata, y se sentó de espaldas a la batalla que se desarrollaba en la maleza. Un par de guardias le abuchearon.

- ¿Qué pasa…, te asustan unos cuantos palos?

Hagen continuó dándoles la espalda. Karros hizo una pausa, jadeante, con las manos moteadas de verde y de savia. Si lograra inducir a Hagen a integrarse en aquel simulacro de batalla, durante la mélée podría situarse detrás del franco y atacarle. Un golpe en un tendón, en la nuca, incluso en el brazo, si se asestaba con fuerza suficiente, y Hagen quedaría a su merced; le costaría poco conseguir que los demás se abalanzaran sobre él y le mataran en cuestión de segundos.

- ¡Vamos, Hagen!

El franco no se movió. Los otros guardias saltaban ya entre la maleza, sin dejar de emitir chillidos; habían cortado la mitad de aquel denso bosquecillo, cuyas ruinas vegetales yacían sobre la seca arena. Karros se adentró más entre los arbustos, enarbolada la espada. Algo vivo protestó y se alejó al acercarse él y Karros dio un paso atrás, sobresaltado, mientras se le ponían los pelos de punta.

Con voz estridente, los compañeros de armas de Karros provocaban y lanzaban pullas a Hagen. La batalla contra los matorrales y arbustos había elevado su espíritu combativo. Unos cuantos incluso se llegaron hasta la fogata y bailotearon alrededor del franco, al tiempo que blandían la espada ante su rostro, le gritaban y lanzaban con el pie arena en su dirección. Hagen mantuvo una inmovilidad perfecta; sentado allí, encorvada la espalda, con las rodillas tocándole el pecho, fija la vista en la oscuridad y, después, en las llamas de la lumbre. Karros se le acercó una vez, se puso tan próximo que llegó a rozarle, pero el franco no le hizo el menor caso, como si no existiera.

¿Había sido un farol, pues? Karros recordó, ahora que rebuscaba en su memoria, que en su trato con Hagen, el franco nunca demostró ser capaz de llevar a cabo proeza alguna. Karros había reaccionado como un conejo, simplemente al olor del peligro que el gigantesco bárbaro parecía despedir. Tal vez sólo era fachada. Acaso detrás no hubiese nada, salvo los miedos e ineptitudes comunes de los hombres corrientes. Los hombres como Karros. Quizás no era mejor que Karros. El gordo se animó, radiante; tuvo la sensación de que se le caía de los hombros el pesado manto de los malos augurios. Hagen no era nada. Karros se las había visto muchas veces con personas como

él. El hermano, vaya: había eliminado al hermano. Se dio una vuelta por el campamento, sacando pecho, optimista y feliz de puro alivio.

Hagen estaba sentado frente a la fogata, con la mente puesta en Teófano. Cada palabra que la muchacha le dirigía era como un dardo de fuego; sin embargo, todo lo demás -sus miradas, sus actos, e incluso el propio Juan Cerulis- tenía un cariz radicalmente opuesto.

Le había traicionado ante Juan, denunciando el hecho de que Hagen era agente de la emperatriz. Sólo eso bastaba para convertirla en enemiga de Hagen. Y, no obstante, él recordaba, una y otra vez, el leve gesto de la mano de Teófano, con la palma levantada y los dedos curvados para formar un hueco: una especie de súplica, disimulada rápidamente.

Allí sentado frente a la candela, trató de poner en claro aquellas posibles contradicciones. Juan estaba empeñado en una especie de contienda con Teófano: no, contienda no, era el juego del gato con el ratón. La pinchaba con el puntero. Si fuesen amantes, incluso si conspirasen conjuntamente, Juan Cerulis no le clavaria de aquella forma la vara.

La chica había gemido de dolor una vez. Hagen no había visto por qué. El pequeño grito que brotó de los labios de Teófano le atravesó como unas agujas.

Le había traicionado. Si Juan llegaba a creerle agente de la emperatriz, no viviría mucho tiempo en aquel vivaque.

Y luego estaba Karros.

Cuando la caravana se detuvo, él se alejó del campamento, hizo aguas al margen de los demás, escondió el papel griego donde nadie pudiera hallarlo y volvió al punto donde habían acampado, para encontrarse con que Karros y sus hombres se dedicaban a destrozar alegremente un bosquecillo de arbustos.

Eso le había producido una extrañeza peculiarmente intensa. Su abuelo, cuya alma no perteneció a Cristo, había adorado a los árboles, no a aquellos lastimosos arbolitos, sino a los grandes robles y fresnos del norte, hijos del árbol sobrenatural que era el eje del mundo. Hagen comprendía el objetivo de Karros; del mismo modo que sabía también la clase de guerrero que era el que empuñaba la espada para abatir un arbolito canilo.

No habla árboles en aquella región, sólo estatuas de árboles, se dijo, mientras recordaba las blancas columnas de mármol del Mesé. Tampoco había allí guerreros. Hagen supuso que existía una relación entre aquellas dos circunstancias, y llegar a esa consecuencia le dejó muy satisfecho; no volvió a pensar más en el asunto.

- ¡Habéis estado en Bagdad! -exclamaba Ibn-Ziad en aquel momento, en tono de sorpresa.

- De joven -confirmó Nicéforo. Agachó la cabeza para eludir la fronda de una palmera. Paseaban por el palmar próximo al Fiale de los Verdes-. Estudié unos meses en la escuela de aritmética de Al-Ghazi, antes de recibir el cinturón del servicio imperial.

- Estaba bajo la impresión de que el resto del cosmos carecía de valor para Constantinopla.

Tras ellos dos, caminaba el parakoimomenos, con los brazos cruzados y el oído atento a lo que decían; sonrió al captar el sarcasmo de la voz del árabe. Naturalmente, a Nicéforo no le divirtió la envidia que se ocultaba bajo el comentario.

- Aprendí mucho en la escuela de Al-Gazhi.

- Entonces, debéis haber aprendido también que los árabes cumplimos la palabra empeñada, tanto con los amigos como con los enemigos. El tributo que nos debe la basileus ha de pagarse.

- Ah -articuló Nicéforo.

Paseaban ahora por la orilla del jardín de palmeras. Era pleno día, el siguiente a la noche del terremoto, y el intenso calor húmedo característico de tal fenómeno se cerraba sobre ellos como un párpado. A su alrededor, en macetas, tinajas, tiestos y cajas de madera, se alzaba un centenar de clases distintas de palmeras -altas unas, pequeñas otras, tupidas y breñosas las demás-, algunas cargadas de dátiles, con las sombras proyectadas sobre el suelo como afiladas dagas negras.

- Si tenéis dificultades financieras, podemos acordar el pago aplazado en varias cuotas, pero nosotros hemos de cobrar lo que nos corresponde, u ofenderemos a Dios.

- Me hago perfecto cargo de vuestra postura -dijo Nicéforo.

Ibn-Ziad era un hombre corpulento y socarrón, cuyos hábitos de talante traicionaban las redes de arrugas trazadas por la risa en las esquinas de los ojos y las profundas marcas que se producían en las comisuras de su boca cuando sonreía; el parakoimomenos imaginaba que era un optimista, por encima de todo, un hombre al que resultaría facilísimo inducir a creer lo que deseaba creer, debido al sitio especial que ocupaba en el amor de Dios.

Descendían despacio por los jardines de palacio, hacia el Faro, junto al cual se encontraba la pequeña capilla de la Virgen, donde se suponía iban a ver las sagradas reliquias. Desde el palmar, un breve tramo de escalones llevaba al siguiente nivel; junto a la escalinata se erguía una estatua de Venus e Ibn-Ziad hizo una pausa para admirar la figura. Junto al árabe, Nicéforo se permitió esbozar una de sus contadas sonrisas.

- Encantadora -comentó Ibn-Ziad, al tiempo que, con un movimiento de la mano, señalaba la estatua, que tenía un tamaño de tres cuartos de persona normal; la diosa tenía la cabeza vuelta sobre el hombro y un antebrazo se curvaba sobre los insolentes y pequeños pechos, tratando tímidamente de cubrirlos.

- Vuestro pueblo se niega a sí mismo una enorme cantidad de gracias y de placeres al no permitir a los artistas y artesanos que modelen figuras -dijo Nicéforo-. Es un regalo de Dios, poner la mirada en algo encantador; proyecta el alma hacia fuera y proporciona reposo tras el constante examen de conciencia.

- Creemos en la blasfemia -dijo el árabe-. Lo que no impide que varias de las obras de los paganos que he visto hayan conmocionado mi corazón.

- Quizás -dijo el parakoimomenos, que se adelantó para ponerse a la altura de los otros- nuestro amigo prefiera mujeres menos impermeables.

- Eso también -convino Ibn-Ziad, y soltó una sonora carcajada que sacudió sus elegantes ropas.

Nicéforo se rascó la nariz.

- Seguramente nuestro invitado no tendrá dificultad alguna en cultivar las mujeres que prefiera. Deberíamos continuar.

Reanudaron la andadura, bajaron la escalinata. En el nivel siguiente, en la curva del paseo pavimentado, les aguardaban sus servidores; el denso aire saturado de sol se movía perezosamente en torno suyo, convirtiendo la marcha en una labor contra natura. Al otro lado de los cipreses que bordeaban la terraza se elevaba el faro, transparente al sol la llama de su fuego. Avanzaron rumbo a la capilla, con sus conjunto circundante de columnas estriadas y su cúpula de plata.

El parakoimomenos se rezagó para caminar junto a Nicéforo.

- ¿No damos esta noche una cena de gala en honor de nuestro invitado? Podíamos procurarle una acompañante. Esa mujercita de la emperatriz, Teófano…

- Creo -dijo Nicéforo entre dientes- que lo mejor que podemos hacer es permitirle que esa compañía se la busque él por su cuenta.

- Perdonadme -se excusó Ibn-Ziad, y se distanció lo suficiente como para no oír a los dos hombres y su discusión.

- Un hombre necesita una mujer -sentenció el mayordomo, con una reverencia.

- ¿Cómo lo sabes? -repuso Nicéforo-. El no necesita un alcahuete. Ni tampoco necesita ninguna ayuda en lo que se refiere a seducción, ni por tu parte, ni por la de Teófano, ni por la de nadie.

Nicétbro giró sobre sus talones y marchó en pos del invitado, que se encontraba ya en medio de un grupo de personas tranquilas que se disponían a cruzar la doble puerta de la capilla. El parakoimomenos se quedó donde estaba. A pesar de la cólera de su corazón, sonrió, y se prometió que, cuando sonara la hora de la caída de Nicéforo, procuraría por todos los medios enterarse de quién la propició. El parakoimomenos se irguió en toda su estatura, liberó de toda expresión las facciones de su rostro y echó a andar detrás de los otros. El paso preciso para mantener la distancia entre él y ellos.

Ibn-Ziad adoraba Constantinopla. Había ido allí regularmente desde la infancia, cuando acompañaba a su padre en su embajada sin protocolo ante el emperador León. Cada vez que volvía a la Ciudad se sentía más a gusto, como en casa.

Desde luego, en la capilla de la Virgen estaba en casa. Varios extranjeros más se habían sumado al grupito y un guía, ataviado con prendas de sacerdote cristiano, estaba teóricamente encargado de escoltarlos por allí, pero antes de que tuviesen tiempo de poner los ojos en alguno de los maravillosos objetos de la Sala del Tesoro, Ibn-Ziad ya había iniciado su propio discurso.

No pudo evitarlo. Conocía las reliquias tan bien como cualquier griego y le encantaba enseñárselas a los huéspedes y dárselas de gran entendido ante sus compañeros bárbaros. Las caras de asombro y maravilla de los romanos le espoleaban. Estaba dispuesto a demostrarles que no tenían el monopolio de la cultura.

- Ah -explicó-. La costilla de san Pablo. El relicario -hizo una pausa para que los integrantes del grupo que fuesen tan desdichados como para desconocer esa palabra pudieran aprehender lo que significaba- se creó en la época de Justiniano, ¿no fue así?

El guía se inclinó, con un floreo.

- El excelentísimo señor embajador nos halaga con sus conocimientos.

Ibn-Ziad también hizo una reverencia; a su alrededor siseó y crujió la seda, cuando todos los presentes se inclinaron a su vez. Se adentraron en aquella magnífica sala.

Después del justiciero calor del día, la fresca piedra de la capilla transformaba aquel espacio en un santuario bienaventurado. Los mármoles del piso y de las paredes eran una maravilla en sí mismos, de un tono pardo oscuro, con las exuberantes formas de la naturaleza veteadas en blanco y oro; pinturas realizadas por Dios, pensó Jbn-Ziad, sentimentalmente. En urnas de cristal y cajas de madera pulimentada, dispuestas por toda la sala, se exhibían las reliquias de la colección imperial, fragmentos de hueso y madera con su montura de oro o esmalte, pomos de cristal con tapones de filigrana, todas las piezas presentadas en cojines de terciopelo e iluminadas delicadamente por

lámparas cuyo brillo deslumbrante reducían perforadas pantallas de oro, que lo tamizaban y convertían en reverente resplandor.

Para Ibn-Ziad, aquello era auténticamente romano: aquellas pequeñas obras maestras, aquella atención detallista, aquella elegancia. Pasaban de una arqueta a la siguiente; a veces, el árabe dejaba hablar al cicerone, pero casi siempre era él quien se adelantaba, encantado de su erudición, y explicaba las circunstancias en que la madre de Constantino el Grande descubrió la Verdadera Cruz o se extendía en la relación de los milagros que había dispensado el pequeño vaso lacrimatorio, coronado por un enorme diamante, que contenía las lágrimas de la Virgen. Los demás le escuchaban con tal atención que Ibn-Ziad se sintió libre de todas las inhibiciones; se consideraba el más elocuente de los oradores y, cuando terminó su parlamento, el auditorio estalló en un cerrado aplauso, lo que hizo que el calor le ascendiese al rostro y que no pudiera reprimir la sonrisa.

Pero cuando lo hubieron visto todo y los demás se congregaban ante la puerta, preparados para dirigirse a otra exposición, Ibn-Ziad volvió sobre sus pasos, se plantó delante de la urna y contempló a través del cristal el maravilloso relicario de la Verdadera Cruz: una réplica minúscula de la propia capilla, con puertas que se abrían de verdad y un trabajo en oro tan ornamentado y tan exquisitamente realizado que el árabe tuvo que entornar los párpados para distinguir los detalles de la filigrana.

Mientras permanecía allí, se le acercó el príncipe Constantino, que se detuvo, a un paso o dos, a la espera de que reparase en él. Ibn-Ziad se volvió, sonriente.

- Buenas tardes, señor. Confío en que me traigáis alguna noticia feliz.

Los labios de Constantino se curvaron en una sonrisa y parpadeó.

- Tengo las chicas, la habitación y el vino. ¿Cuándo habrán concluido vuestros deberes oficiales?

- Preguntadle al parakoimomenos.

Constantino soltó una carcajada espontánea; ambos hombres compartieron otra sonrisa: de complicidad. Ibn-Ziad se enderezó, echó los hombros hacia atrás y levantó la cabeza; mofarse del parakoimomenOs alivió las heridas causadas a su orgullo y se volvió para mirar al alto eunuco, que se encontraba entre el grupo que aun colmaba el otro extremo de la capilla. De súbito, otro recuerdo, algo mucho más divertido y estimulante, acudió a su mente.

Se volvió de nuevo hacia Constantino.

- La carrera… ¿recordáis? Me dijisteis que… un tronco árabe venia a correr en el hipódromo, ¿no?

- ¿Un tronco árabe? Yo no os he dicho tal cosa.

- Pues alguien lo hizo. -Ibn-Ziad hinchó el pecho y dio unos saltitos sobre los talones-. Un tiro de Cesarea, eso es.

- ¡Ah, si!

- Bien, he cerrado una apuesta con la augusta. Eso sin duda hará más acuciantes estos momentos, ¿no creéis?

Constantino gruñó:

- ¿Habéis apostado por los caballos de Cesarea? ¿Cuánto?

- Nada importante. De todas formas, tengo entendido que no perdere.

La sonrisa de Constantino, sin embargo, no le tranquilizó; Constantino tenía el ceño fruncido.

- Lo siento -dijo Ibn-Ziad, rígido-. ¿He cometido algún error?

Constantino meneó la cabeza.

- No, claro que no. Una apuesta es una apuesta, ¿verdad? El juego consiste en arriesgarse.

- Tenía la impresión de que ese tronco árabe iba a barrer a cuanto se le pusiera por delante.

El entrecejo de Constantino subió y bajó por encima de su nariz.

- El tiro de Cesarea corre en la prueba en que participa Ismael… Mauros-Ismael, le visteis ayer, ¿os acordáis? En el hipódromo, el de los caballos negros y grises.

- ¿Ah, si? -dijo Ibn-Ziad, alarmado. ¿Quién le había hablado de aquella carrera? No lograba recordarlo; alguien le dijo que el tiro de Cesarea ganaría casi con toda certeza.

- Naturalmente, todos tienen su oportunidad -dijo Constantino-. Y, según dicen, los animales de Cesarea son muy buenos.

Ibn-Ziad miró al príncipe con expresión hostil. Ahora veía las trampas ocultas debajo de los cojines de terciopelo, las palabras melosas y los instantes llenos de placeres. De una forma u otra, le hicieron picar en el anzuelo de aquella apuesta y comprendió entonces que estaba destinado a perderla.

Volvió a sacar pecho y alzó el mentón. No tenía la menor intención de perder.

- Mi querido príncipe -aventuró-. Seguramente existirá algún modo de asegurar se de que mi tronco llega a la meta por delante de los demás.

- ¡Aaah!

La sonrisa de Constantino volvió a florecer en sus labios, apareció despacio como se desliza el aceite, y los ojos del príncipe encontraron los del árabe. Con un floreo del brazo, se inclinó en dirección a Ibn-Ziad.

- Lo que deseéis, mi señor.

- Encargaos de que se haga así -dijo Ibn-Ziad altaneramente.

Nicéforo había recorrido la capilla con todos los demás y. lo mismo que ellos, contempló las reliquias; le encantaban aquellas exhibiciones y siempre esperaba que la proximidad de tan sagrados objetos concebiría algún pequeño milagro en su corazón y le proporcionaría paz.

Una paz que le faltaba. El enfrentamiento en los baños de Zeusxippus con el prefecto de la ciudad le había dejado dolido y bajo de moral. Pedro le agradaba y conocía bastantes personas más a las que él también les resultaba simpático, de modo que le inquietaba que la basileus pusiera en peligro aquella amistad convirtiendo a Nicéforo en la arpía del prefecto. Aparte el simple hecho de tener que tratar la cuestión de los delitos contra el departamento cometidos por su amigo subsistía una verdad innegable en el argumento de Pedro: Nicéforo podía prestarle el dinero para arreglar el asunto.

Nicéforo no podía expresar en palabras su aversión a hacer tal cosa; lo que le atormentaba era una negra punzadura en el cerebro, la idea de que debía rescatar al amigo, la sospecha de que lo que esperaba la basileus era que hiciese precisamente eso, y, sobre tales sentimientos, la dura y desagradable repugnancia a hacerlo.

Todo ello avinagraba cuanto hacía. Ya no encontraba solaz en los números, ni placer en el sencillo cumplimiento de sus deberes, ni regocijo en Cristo. Además, sabia que el parakoimomenos conspiraba contra él.

En aquel momento, el eunuco conversaba con Ibn-Ziad, en el otro extremo de la Sala del Tesoro. Junto a él se hallaba el príncipe Constantino. Los ojos de Nicéforo descansaron sobre el trío y. casi contra su voluntad, la marea de recelos y temores de una existencia vivida en la corte atravesaron las húmedas y malhumoradas profundidades de la mente e inundaron la totalidad de sus pensamientos.

Intrigaban contra él. La basileus estaba detrás. Irene deseaba su desgracia. ¿Por qué seguía adelante? Nada de lo que hiciese saldría bien. Se dispuso a alejarse, descorazonado.

Junto a él, a la espera asimismo de que concluyese la visita, se encontraba uno de los visitantes extranjeros: evidentemente, se trataba de un monje, a juzgar por su tonsura, la sotana de tosco tejido gris, las manos, entrelazadas frente a sí, la ausencia de todo adorno. Por encima del cuello encapuchado de la prenda, el pelo gris de la cabeza aparecía casi rapado, pelado al cero; el rostro delgado, curtida la piel por la intemperie, separados los ojos, claros e inocentes cual los de un animal, como si no tuviese pensamiento alguno que disimular.

El sencillo y severo aspecto de su persona resultaba tan distinto al de los demás, que Nicéforo no pudo reprimir el impulso de aproximarse a aquel hombre y abordarle, al tiempo que ejecutaba una reverencia:

- Permitidme, padre, el honor y el privilegio de presentarme a vos: soy Nicéforo, el administrador imperial.

El monje le miró con aire grave, sin alterar la expresión. Sus ojos eran claros como el agua. Daba la impresión de que nada podía sorprenderle. Pero, cuando habló, lo hizo en latín.

Nicéforo rechinó los dientes. Desconocía el latín. Mediante unos cuantos gestos más y otra reverencia, manifestó a su fallido interlocutor esa triste circunstancia y el monje, a juzgar por su rostro, no se sintió inclinado a lamentar la pérdida de aquella posible conversación. Nicéforo habría dado entonces por concluido el encuentro.

Por desgracia, el guía no dejó de reparar en aquel intento de diálogo con el monje bárbaro y, como la extraordinaria muestra de cultura de Ibn-Ziad había usurpado sus funciones, el guía ansiaba ser útil. Se acercó rápidamente a los dos hombres y le soltó al monje un rosario de palabras en latín.

El bárbaro respondió en voz baja, y el cicerone tradujo:

- Es un monje de Eire, mi señor…, o sea, de Hibernia, que está en el fin del mundo.

- Hibernia -repitió Nicéforo. Una tierra que nunca había formado parte del Imperio; se hallaba muy lejos en las aguas del océano, totalmente rodeada por ellas, como si Dios, después de crear el mundo, al mirarlo de nuevo para recrearse en su habilidad, hubiera dejado caer un puñado de arcilla en el mar-. En el Sacrosanto Nombre del Altísimo, ¿qué está haciendo aquí?

Otro intercambio de frases entre el guía y el monje, durante el cual Nicéforo oyó que se pronunciaba su nombre. El monje le miró una vez, se inclinó y luego hizo el signo de la cruz sobre él: ejecutado al estilo bárbaro, de izquierda a derecha, con tres dedos.

- Dice -transmitió el guía- que su monasterio quedó destruido como consecuencia de un ataque de los normandos. Está aquí para rogar a la basileus que conceda a su orden un terreno sobre el que construir un nuevo monasterio.

- ¿Aquí? ¿Por qué no en Roma? ¿Quiénes son esos normandos?

El guía y el monje dialogaron un momento.

- Dice que su orden tuvo en el pasado algunos contactos con Roma y que a causa de ellos no desean tratar con Roma cuestiones de fe. Dice que, al ser esto el centro del mundo, nos encontraremos a salvo de los normandos durante largo tiempo.

Nicéforo examinó el semblante del monje bárbaro, curioso a pesar de sí mismo: parecía ser la clase de hombre residente en el borde del mundo, el viento del abismo le había desgarrado, la oscuridad parecía dispuesta a abrumarle; seguramente en aquella faz lúgubre e implacable no quedaba el más ínfimo espacio para el alivio de un gusto o un placer de los que ofrece la vida.

- ¿Quiénes son esos normandos? -insistió.

- Dice -informó el guía, tras el correspondiente coloquio con el monje- que son los lobos del mar. Surgen de la niebla, de la noche, de la tormenta, atacan a todo lo que se les pone por delante y arrasan cuanto encuentran a su paso. Son los instrumentos que Dios ha elegido para destruir el mundo y, según dice el monje -el guía sonrió, mostrando los huecos de su dentadura-, un día caerán sobre nosotros y será el fin de todas las cosas.

- Hummm -rezongó Nicéforo.

Miró hacia la sala. Por algún motivo, las simples palabras del monje le habían impresionado. La estancia le pareció extraña, como si se tratara de otro lugar. Las espléndidas paredes de mármol, las arquetas y urnas de cristal con los diversos resplandores que les arrancaba la luminiscencia de las lámparas con pantalla, el bajo tono rumoroso de las conversaciones…, todo parecía tan a salvo, tan seguro, tan normal, tan cultivado y tan frágil; súbitamente, se estremeció de pies a cabeza. Vio en su imaginación las paredes derruidas, todo el lugar sacudido hasta los cimientos, mientras que por cada grieta que se iba abriendo en el suelo aparecía una manada de voraces lobos selváticos.

La imagen puso su estómago al hilo del vómito; se dispuso a salir. Mediante unas cuantas palabras dirigidas al guía, manifestó al monje irlandés, cuyos ojos pálidos seguían fijos en él, sus mejores deseos y esperanzas. Nicéforo pensó: «No llegará nunca ante la basileus. Pero aunque lo consiga, ¿qué utilidad pueden tener el uno para el otro?».

Nicéforo dio media vuelta y regresó despacio a la Sala del Tesoro. Maravilloso, magnifico, integro, intacto, el tesoro rodeaba a aquellas personas entregadas a sus mundanas conversaciones, que las preservaban de aquella omnímoda verdad superior. ¿Era posible lograr la vida sólo con aislar a los hombres de la realidad?

¿Qué realidad? Estaba tan bajo de moral que se veía abocado a tan ulcerosas ensoñaciones. Nicéforo giró en redondo y abandonó la estancia. Salió a la terraza, sobre la que caían a plomo los abrasadores rayos del sol.

- Quiere que le amañe la carrera -dijo Constantino.

Estaban de pie en la linde de la rosaleda, por la parte exterior del Dafne; desde detrás del parakoimomenos llegaban las fatuas risas de los asistentes a una estupenda fiesta. La voz de Ibn-Ziad se oía con toda claridad a través del hueco de la puerta: hablaba a gritos, sin recato, con otro integrante de la reunión. Ya habían visto titiriteros y malabaristas; en cuestión de media hora actuarían las bailarinas.

- ¿Podéis arreglarlo? -preguntó el eunuco al príncipe Constantino.

- Ismael necesita dinero. Probablemente se deje convencer, si. -Constantino le dirigió una sonrisa.

El mayordomo dejó escapar un bufido, nada inclinado a aquel pequeño ejercicio de rectificar lo posible.

- No lo creo yo así, la verdad, mi buen hombre, ¿vos sí?

A su lado, Constantino se movió, un gesto fugaz, rabioso, dominado con rapidez, y dijo entre dientes:

- ¿Sabes? Podemos sacar un pequeño beneficio de todo esto. ¿Por qué no? Digo…

Lo que quiero decir es que no perjudica, en realidad, ¿verdad que no? Si la basileus pierde una apuesta…, ¿qué importa eso?

El parakoimomenos levantó una mano. Había pensado en un contexto en el que la propuesta de Constantino adquiría las insinuaciones de un acto divino. Incluso en aquel momento, desde la alborozada algarabía que se celebraba a su espalda, le llegó la voz del prefecto de la ciudad, impregnada de buen humor, que respondía a un comentario de Ibn-Ziad.

- El juego es pecado, mi príncipe. Un vil pecado de corrupción, como algunas de las personas que están ahora entre nosotros han tenido oportunidad de comprender.

Sin embargo, quizás, dadas las circunstancias, pudiera ser preferible que Ibn-Ziad ganara su apuesta. Si. Haced lo que podáis.

- Excelente -replicó Constantino vivamente, y se alejó, de vuelta hacia las luces y la música.

El parakoimomenos permaneció allí solo un buen rato. El atardecer era luminoso y las rosas despedían su perfume en efluvios embriagadores, mientras los insectos del crepúsculo infestaban el aire purpúreo y lo llenaban de zumbidos y chirridos. Otra persona salía de la fiesta hacia la terraza.

Era Nicéforo. Alto y anguloso, el sirio llegó al borde de la glorieta, introdujo la mano por la abertura de la túnica, se sacó el arbor vitae y alivió la vejiga entre los arbustos. Hizo caso omiso del parakoimOmenO5~ pero el eunuco no le quitó ojo.

Una vez las prendas arregladas, Nicéforo se volvió y ambos rivales quedaron frente a frente. Nicéforo parecía malhumorado y medio borracho. Al mayordomo no se le había escapado que el prefecto de la ciudad y él, amigos hasta entonces, ahora se evitaban sistemáticamente. El administrador general gruñó.

- ¿Qué pasa…, has olvidado tu pluma?

La cabeza del eunuco dio un respingo ante el insulto. Con pesado andar, Nicéforo regresó a la fiesta. Una mano de hielo se cerró en torno al corazón del parakoimomenos. Había sido un necio antes, cuando, contando con un sistema que le garantizaba el triunfo, renunció a aprovecharlo. El prefecto de la ciudad caeria, y con él, Nicéforo.

El eunuco se lo juró a si mismo, por los testículos que había perdido en la infancia, cuando su familia determinó que emprendiese una carrera en el servicio civil. Era el juramento más sagrado que conocía. No volvió a la fiesta, sino que se alejó de allí.

Prefería estar solo.

- Sabes lo que dictamina la ley -dijo el prefecto de la ciudad, y, con la punta del bastón de su cargo, golpeó en el pecho al propietario de la ruinosa vivienda-. Permitiste que residieran aquí demasiados inquilinos… ¿Qué te crees que tienes…, un corral de ganado?

La contera de marfil del bastón señaló el ennegrecido esqueleto del edificio, a la izquierda. Se encontraban en la zona de los malecones; a su espalda estaba el puerto, un hormiguero humano. Los rayos del sol brillaban sobre las aguas del Cuerno de Oro y sobre los cuerpos sudorosos de las hileras de esclavos y delincuentes que descargaban los barcos atracados en los muelles.

Montones de mercaderías se apilaban a lo largo de las calles, especias y tejidos, madera, pieles y cereales. Los refunfuños y los cánticos de los trabajadores llegaban a sus oídos, lo mismo que el chillar de las gaviotas y los gritos de los gordos arrendatariosde cada escollera o intermediarios de cada pila de mercancías. Rebosaba la vida.

Frente a él, la casa de vecindad era un pozo de silencio, un lugar de muerte. Dentro de aquella inmensa estructura de ladrillo no quedaba nada. Ya habían limpiado la mayor parte de los escombros, y se habían llevado todos los cadáveres; más de cuatrocientas personas, hombres, mujeres y niños, habían muerto en aquel incendio. El prefecto se lo imaginaba con más detalle de lo que le hubiera gustado: los temblores de la tierra, que arrojan al piso los pucheros; las llamas que prenden en las resecas maderas del suelo y se desplazan velozmente por las diminutas habitaciones en las que se hacinan

los vecinos, que atraviesan techos y suelos, queman los lechos de paja y las andrajosas sábanas, consumen las reservas de carbón, vino y aceite, abrasan el pelo, los ojos y la piel de las personas.

Se le revolvió el estómago. Se enfrentó de nuevo al dueño de las viviendas.

- ¿A qué otro lugar pueden ir si no es a sitios como éste? -El casero hizo una mueca, como si tal cosa, nada preocupado; el prefecto pensó que probablemente tendría amigos en las altas esferas. Y acababa de pasar el primero de mes: ya había cobrado todos los alquileres-. La Ciudad está llena de pobres…, ¿en qué otro sitio pueden vivir?

- Se supone que has de mantenerte dentro de la ley.

- No puedo venir aquí todos los días. Las familias que ocupaban los pisos eran las que permitían que otros inquilinos se cobijaran con ellos.

- Y a ti te correspondía encargarte de que no guisaran en las habitaciones. Así pasan estas cosas…, encienden fuego en sus cuartos…

- Mira -dijo el casero, que ya empezaba a fruncir el ceño, mientras surcaban su frente arrugas sudorosas-, cuando se construyó el edificio traje a los sacerdotes, hice que se inscribieran versículos en todos los postes y vigas. ¡Esta casa era tan segura como una iglesia!.Keiin gran pecador vivía ahí, por eso ha ocurrido… Con el terremoto, Dios nos ba librado de algo horrible.

El preiceto se santiguó. Una pequeña muchedumbre se había congregado alrededor de los dos hombres, para presenciar el enfrentamiento y en aquel instante, al oir las palabras dcl casero, comenzaron a murmurar.

- Es la voluinad de Dios, es la voluntad de Dios.

Parecían sentirse satisfechos, reducidas sus inquietudes a un vulgar tópico.

El prefecto se irguió y. considerando que aquélla era la voz de la sabiduría popular, llevó la mirada por encima de la costra de cascotes hacia la calle siguiente, y la elevó para franquear almacenes y otras casas de vecindad, que probablemente pertenecerían al mismo hombre y que, desde luego, también estarían superpobladas, con todas las habitaciones atestadas de indigentes y apestando a las brasas encendidas de pequeñas lumbres sobre las que se cuece la comida en pucheros de hierro que aguardan el pie que los vuelque de una patada o el movimiento sísmico que esparza las brasas e incendie todo el lugar y lo convierta en una antorcha llameante.

- La voluntad de Dios -susurraban las personas reunidas allí-. Hágase la voluntad de Dios.

Algunas viejas envueltas en chales negros se arrodillaron y empezaron a rezar.

El prefecto había dejado de entender la voluntad de Dios. No veía propósito divino alguno en el achicharramiento de cuatro centenares de personas. Tampoco veía utilidad ninguna en el sufrimiento de alguien, especialmente si en ese alguien que sufría contemplaba el reflejo (le si mismo.

En aquel individuo que tenía ante sí, que sonreía nerviosamente y que manifestaba: "Lo hizo Dios, no yo”, el prefecto veía también a un hombre corrupto y malvado.

Alzó una mano y decretó:

- Reconstrúyelo.

Y se dispuso a marchar.

Al volver la cabeza vio, más allá del grupo que se dispersaba. una elegante litera encortinada, que reconoció tanto por la propia silla como para la larga hilera de criados que la seguían. Se detuvo. Los porteadores se agachaban para soltar las varas, pero en aquel momento, sin duda obedientes a una orden que les dieron desde dentro, se enderezaron, levantaron la carga hasta apoyar las varas de nuevo en los hombros y avanzaron hacia el prefecto de la ciudad.

Era el parakoiniomenos. El eunuco descorrió las cortinas, suspiró y aspiró una larga y profunda bocanada de aire.

- Este calor es lo que se dice insoportable. Voy camino de Blaquerna, te he visto y, como he de hablar un momento contigo… ¿puede ser ahora?

- Faltaría más -accedió el prefecto-. Dime en qué puedo servirte.

- Tengo entendido que anoche prestaste un gran servicio. Ibn-Ziad se hace lenguas de ti.

- Es un sujeto fascinante, para ser árabe.

- Sin duda sabes que hizo una apuesta con la emperatriz, sobre el resultado de la siguiente carrera… Mejor dicho, la apuesta es entre Ismael y el tronco de Cesarea.

- Se lo oi decir anoche.

- Bueno. Entonces mi tarea es sencilla. Para su apuesta, la emperatriz desea un objeto, una obra de arte tan preciosa que maraville a un califa.

- Naturalmente.

- Tienes un gusto exquisito y tus conocimientos de los recursos de la ciudad son ilimitados… ¿Puedes encontrar algo?

El prefecto respondió con una reverencia. Se sentía muy halagado por el hecho de que le eligiesen a él para aquel encargo, aunque no le sorprendía.

El parakoimomenos le sonrió, con un brillo de complicidad en los ojos.

- La pieza debe ser algo perfecto, puesto que, desde luego, encontrará su camino hasta el califa. Si entiendes lo que quiero decir.

- ¡Ah! -exclamó el prefecto.

El mayordomo hizo una señal a los porteadores, que levantaron la litera y reanudaron la marcha.

- Lo dejo en tus manos, señor. Buenos días.

- Buenos días, querido parakoimomenos.

Rápidamente, la roja silla de manos se abrió paso bamboleante entre los numerosos peatones; los servidores del eunuco apretaron el paso tras él. El prefecto permaneció donde estaba. Tenía el cerebro hecho un lío. Una parte revisaba a toda velocidad un indice de posibles objetos artísticos; debería ser, lo comprendió ipsofacto, una pieza de ese artificio extremo que tiene como meta la reproducción exacta de la naturaleza.

Otra parte de su mente decía: "Han amañado la carrera”.

Dio media vuelta y emprendió el regreso, despacio, por la calle, en dirección a la oficina del puerto situada en el lado contrario, donde debía encontrarse con varios miembros de su equipo de colaboradores. Conocía a todos los orfebres de Constantinopla. Estaba pensando sólo en unos cuantos, especializados en aquella clase de piezas, y de ellos sólo uno producía obras de calidad suprema.

Si habían arreglado la prueba, entonces todo lo que necesitaba saber era por quién apostaba Ibn-Ziad.

Su paso se fue haciendo progresivamente más rápido. Empezó a faltarle resuello.

Levantó la cabeza. Podía salir del apuro en que se encontraba. Una última apuesta y se habría recuperado. Y cuando hubiera saldado las deudas, no volvería jugar en la vida, Dios era testigo; lo juraba. Con zancada todo lo veloz que le era posible se encaminó. a las oficinas, mientras se permitía el sencillo lujo de una sonrisa dichosa.

Ismael sacó el semental negro de Hagen a la pista del hipódromo y lo dejó correr.

Aunque no era ningún pura sangre, aquel caballo se ¡novia bastante bien y, en opinión de Ismael, mejoraba ostensiblemente a medida que se le trabajaba.

Mientras iba tras el animal, arreándole con el látigo para que se mantuviera en acción, vio que el príncipe Constantino bajaba de los palcos y cruzaba la arena, a su encuentro.

Años atrás, Constantino había lucido el Cinturón de Oro, y los ancianos del lugar le habían dicho a Ismael que el príncipe fue un magnífico auriga; Ismael nunca le vio correr y no lo creía. Observó a Constantino por el rabillo del ojo. El caballo negro se deslizaba por la pista, enhiesta la cola y dilatados los ollares, y cuando Constantino pasó junto a él, salió disparado y sus cascos despidieron una rociada de granos de arena;

- ¿De qué utilidad puede serte este asno? -preguntó Constantino, al llegar junto a Ismael.

- Ese caballo no es mio -respondió Ismael.

- Es un alivio saberlo.

Ismael marchó en pos del garañón, que había doblado la curva del otro extremo de la pista. Constantino le fue a la zaga, mientras silbaba entre dientes.

- He oído por ahí que tienes problemas económicos.

- ¿Por qué os interesáis en ello?

- Ah, pues no lo sé. Quizás pudiera ayudarte.

- Podríais.

Dejaron atrás la curva y, al verlos, el semental dio un salto en el aire y, con las cuatro patas despegadas del suelo, ejecutó una especie de tirabuzón.

- Da la casualidad de que estoy en situación de proponerte algo que te proporcionaría una buena suma de dinero -dijo Constantino.

- ¿De verdad? ¿Cómo?

- No tienes más que dejar que el nuevo tronco de Cesarea gane tu carrera.

Ismael giró en redondo y miró al príncipe a la cara.

- No puedo creerlo. ¿Estáis proponiéndome que pierda una carrera?

- No es más que una eliminatoria. Siempre puedes clasificarte en la siguiente manga. Lo conseguirás en la prueba que realmente importa.

- No lo creo.

- Sé de ciertas personas que te entregarían una respetable cantidad de dinero ahora mismo, y podrías ganar mucho más apostando contra ti mismo.

- No estoy tan desesperado, Constantino.

- Piénsalo -aconsejó Constantino, sonriente, y se alejó a través de la pista, en dirección a los asientos.

Ni siquiera tuvo el detalle de parecer violento. Ismael se retorció las manos, con todos sus pensamientos arremolinados.

Era verdad que necesitaba dinero. Todo el mundo necesitaba dinero, hasta la emperatriz, según decían los rumores. Se preguntó si no seria aquélla alguna de sus maquinaciones…, si realmente le hacia falta tanto dinero como para recurrir al juego.

El negro semental trotaba pista adelante e Ismael movió los pies tras él. Era cierto: podía dejar que le ganase el tiro de Cesarea y luego tendría la oportunidad de clasificarse en la siguiente manga. ¿Y quién saldría perjudicado? Probablemente, el tronco de Cesarea seria bueno, lo decían todos, todos los rumores, todos los augurios. Un montón de dinero. Constantino no había especificado cuánto. Ismael seguía debiendo dinero al dueño de la casa, a los mercaderes. Su esposa necesitaba tela con la que confeccionar prendas de vestir, tanto para ella como para los niños, y la mujer también deseaba otras cosas: algunos muebles, una alfombra. Llevaba meses quejándose, argumentando que un hombre tan importante como Ismael debía vivir mucho mejor de lo que vivía.

Estaba cansado de ser pobre. Estaba harto de esperar a que quisieran pagarle, para que después el dinero se le fuera de las manos en un santiamén, al liquidar las deudas acumuladas mientras esperaba a que le pagasen.

Una respetable cantidad de dinero, había dicho Constantino. Miles de irenes, tal vez. Podría pagar sus deudas y aún le quedaría dinero en la bolsa para los meses futuros.

Si le sorprendían…, si la noticia se difundiera por la Ciudad…

Era en Miguel en quien pensaba, en lo que el príncipe Miguel opinaría de él, Si llegara a enterarse.

Constantino también era príncipe, y se trataba de una idea de Constantino. No. Alguien estaba detrás de aquel asunto. ¿Quién? La emperatriz.

Improbable. Si la emperatriz deseara amañar una carrera no recurriría al tosco procedimiento del soborno, que podía fallar con suma facilidad y exponerla al ridículo tanto como al fracaso.

Ismael deseó que Constantino hubiese especificado la cantidad de dinero.

Taciturno, cogió al garañón negro y lo condujo de vuelta al establo. Sus mozos de cuadra estaban limpiando las casillas e intercambiando comentarios triviales; en circunstancias corrientes, se hubiese integrado en la cháchara, en las pullas y bromas, pero la oferta de Constantino le había atado la lengua. Eso era todo lo que ocupaba su mente y no podía permitir que se le escapase algo y que los mozos de cuadra, con lo boquiblandos que eran, se enterasen del asunto. Salió del hipódromo, pasó por delante de los baños y caminó hacia su casa.

Su mujer le sirvió la comida, entre lamentos por lo caro que estaba el cordero.

Era una muchacha esbelta, con ojos de gacela, más joven que Ismael y dotada de una voz musical como un laúd, incluso cuando suspiraba o se sentía irritada. Desde el inicio del noviazgo, Ismael la había enseñado a depender totalmente de él, y ahora no era cuestión de exponerla a la cruda realidad de situaciones como las que estaba viviendo.

Mientras engullía las alubias con cebolla, le daba vueltas en la cabeza la idea de llevar a casa un saco lleno de dinero; ella no le preguntaría de dónde había salido, simplemente compraría la alfombra, los muebles y cordero para servirlo en todas las comidas. Ni siquiera aunque recelase algo turbio se atrevería a decir palabra.

Ismael casi había llegado a la determinación de presentarse ante Constantino para comunicarle que aceptaba, pero en aquel momento irrumpió su hijo, dando gritos, con una espada de madera al cinto, se echó en brazos de Ismael y se le colgó del cuello.

Y el auriga comprendió que no podía hacer nada deshonroso; jamás podría volver a mirar a la cara a su hijo, el tesoro de su vida.

Después, sin embargo, cuando se dirigía al hipódromo, el casero le abordó en mitad de la calle, para pedirle dinero, y la incertidumbre volvió a quedar abierta. Se pasó la tarde contemplando la tarea del herrero, que le arreglaba los cascos de los caballos, y reflexionando acerca de toda la proposición.

Miguel se presentó en las cuadras al anochecer. Siempre visitaba a sus animales a esa hora, mientras comían el heno, como una madre que fuera a dar a sus hijos un beso antes de que se acostaran. Sentado encima de un montón de paja, Ismael remendaba con la lezna una brida, al resplandor de una antorcha. Todos los palafreneros se habían ido ya a casa, o a la taberna, que venía a ser lo mismo; a Ismael no le apetecía ir a ningún sitio donde tuviera que hablar con el prójimo.

Por desgracia, Miguel si tenía ganas de charlar. Se llegó a Ismael en dos saltos, con las manos apoyadas en las caderas.

- Ese tronco nuevo de Cesarea llega mañana.

- ¿Ah, si? -comentó Ismael, sin levantar los ojos de la brida.

- Cuando termines con eso, acompáñame a tomar un vaso. Quizás pueda darte un consejo ganador.

- En lo que se refiere a conducir caballos, no necesito ningún consejo tuyo.

- Si piensas eso, no me vencerás nunca. Anda, deja esa brida, los mozos son los que tienen que encargarse de tales trabajos. Vamos, echa un trago conmigo.

- No me lo puedo permitir -rehusó Ismael.

- Yo invito. No me importa alternar con las clases inferiores, es un deber de la aristocracia.

- Déjalo -gruñó Ismael-. Beberé con los de mi clase, príncipe.

Se estaba acordando de Constantino, un príncipe, que le ofrecía dinero a cambio de una mala acción. Se preguntó si Miguel lo sabría. Siempre pensó que Miguel era honesto pero, al fin y al cabo, el intento de soborno provenía de su tío.

- Vaya genio hosco que te gastas esta noche, Ismael -decía Miguel-. ¿Te preocupan un poco los animales de Cesarea?

Ismael hundió la lezna en el cuero de la brida, con la mente hecha un torbellino.

Le entraron unos deseos locos de preguntar a Miguel qué sabia del soborno, pero, si hacia tal cosa, ¿no se condenaría un tanto a sí mismo? Habían intentado comprarle a él…, quizás pensaban que era débil. Sabían que necesitaba dinero. ¿Y por qué no debía tener dinero? Miguel disponía de cuanto necesitaba, caballos, mozos de cuadra, buen nivel de vida, todo lo que precisaba… Y lo tenía a cambio de nada. Por un accidente, por las inescrutables razones de Dios. ¿Por qué no tenía Ismael que estrechar un poco la brecha social existente entre ellos?

Se dio cuenta de que estaba mirando al auriga de un modo directo, pero sin pronunciar palabra, y ahora Miguel le dirigía un refunfuño, retorcidos los labios.

- Está bien, Ismael. Buenas noches.

Se alejó, muy estirado y rígido, a través de la Explanada.

El tiro de Cesarea entró en Constantinopla por la mañana, y la mitad de la población acudió a ver aquellos caballos. Eran cuatro castaños perfectamente emparejados, de braceo alto y elegante y crines como hilo de oro. Cintas y gallardetes festoneaban la cuádriga. El auriga y sus ayudantes habían contratado a unos cuantos mozalbetes para que corriesen delante del vehículo y lanzaran vivas y gritos jubilosos. Y así fueron hasta el Mesé, entre el clamor salvaje de la multitud que los ovacionaba y jaleaba.

En las cuadras del hipódromo ocuparon un pasillo completo, entre el que albergaba a los animales de Miguel y el que daba a la parte del palacio. El conductor era un individuo alto y corpulento, de cuerpo esférico y espesa barba negra, que no paraba de recorrer la Explanada de un lado a otro, de lanzar tacos e improperios a los mozos de cuadra cada vez que pasaban por su lado con algún caballo y de quejarse del tamaño de los establos, de la calidad del forraje, de lo deficiente de la luz y del mal olor de las antorchas. Con aquellas nuevas caballerías en las casillas, todos los animales, nerviosos, relinchaban, piafaban y coceaban los portillos y tabiques de separación. El negro garañón de Hagen se soltó y trotó a sus anchas por los pasillos, entre resoplidos y gañidos cuyos ecos devolvían las paredes.

Con ayuda de sus mozos de cuadra, Ismael lo acorraló y le puso una cabezada.

Volvía con él hacia su establo cuando el auriga de Cesarea se interpuso en su camino.

- ¿Eso es uno de tus caballos? -preguntó en tono burlón, a través de los rizos del bigote, el conductor de Cesarea-. Creí haber oído que, en teoría, tu tiro era bueno.

El negro semental bailoteó hacia un lado y erizó las orejas. Ismael le pasó el brazo por el cuello, le acarició la frente con la mano y mantuvo baja la cabeza del animal.

- Quitate de mi camino -dijo Ismael.

- ¡No! -replicó el auriga de Cesarea con voz tonante; todos cuantos estaban en la cuadra volvieron la cabeza al oir aquel tono-. Eres tú el que se ha de quitar de mi camino, hombrecillo, en la pista, el día de la carrera. Cuidadito conmigo allí!

Se apartó para entrar en el circulo de sus compañeros, que le rodearon, le aplaudieron, le palmearon la espalda y le contemplaron con expresión arrobada. Ismael se alejó con el caballo negro. El soborno del príncipe Constantino se convirtió en un puñado de cenizas. Le importaba un comino que el casero le pusiera de patitas en la calle, dejaría clavado en la pista al tronco de Cesarea.

El laúd estaba desafinado. De aquel espanto cotidiano que era la lección de música, nada resultaba más tedioso que afinar el laúd. Filomela encorvó los hombros. Estaba sentada en un banco de mármol, debajo de una morera, esperando a Helena, y el instru mento yacía a su lado, símbolo de lo sublime y de lo femenino, elaborado a base de plata y madera de peral, y, para Filomela, fuente inagotable de infortunio.

La niña, sin embargo, disponía de una moneda con la que comprar una jornada de libertad que la eximiera de tal tortura; tomó la decisión de que aquél iba a ser el día. Amaba a la basileus, pero el laúd era algo insoportable de todo punto.

Alzó la cabeza. En medio de la redondez infantil se moldeaban ya unas formas más ahiladas, y a veces, de manera vacilante, la chiquilla, como quien se pone una máscara, probaba expresiones y actitudes de mujer; estaba haciendo el cambio, le había dicho la emperatriz, como si se tratara de un rito intimo femenino, un antiguo misterio.

El cambio ¿a qué?, se preguntaba la pequeña. Vio que a través de las moreras se acercaba la alta y serena figura de la azafata principal y, en su cerebro, una voz dijo: -Eso-

Recogió el laúd y sus dedos pulsaron las cuerdas para tocar un tresillo, y, como si se percatara en aquel preciso instante de que el instrumento estaba desafinado, se inclinó aplicadamente sobre él, enarcadas las cejas.

- Bueno -dijo Helena, que llegaba ya-. No hace falta que te diga lo que vamos a hacer durante esta media hora.

Tomó asiento en el banco contiguo, bajo la siguiente morera, y dejó caer las manos sobre el regazo como si fuera algo de lo que ahora podía olvidarse.

Filomela tocó con las clavijas de plata.

- Temo romper alguna cuerda, Helena.

- Bobadas. Actúa con cuidado, niña.

- Sí, señora.

Con la peor de las intenciones, torció la clavija más y más, pero la cuerda no quería saltar. El valor se le fue acabando también; empezó a pensar en la moneda con la que podía comprar su escapatoria.

- Señora, ¿qué significa arreglar?

- No seas tonta, niña. Ya lo sabes. Reparar algo que se ha roto.

- Bueno -dijo Filomela, por encima del laúd-, debe querer decir alguna otra cosa, porque una carrera no puede romperse, ¿verdad?

Mantuvo baja la cabeza; no vio la reacción de la mujer ante sus palabras, pero Helena no dijo nada durante un buen rato, lo cual era bastante elocuente. Por último, se produjo un crujido de sedas, acompañado de una vanguardia de perfume, y Helena se sentó junto a Filomela.

- ¿Dónde oíste eso?

- A unos hombres que estaban hablando. Eran sólo habladurías.

- ¿Qué hombres?

- No estoy segura. No sé quiénes son, Helena. Sólo unos hombres.

- Ah, los muy canallas -dijo Helena.

Cogió a Filomela por una muñeca y la obligó a ponerse en pie.

- Vamos.

- ¿Y mi lección de música?

- Me parece que hoy, diablillo, pasaremos por alto la lección de música.

Irene escuchó la historia de Filomela de espaldas a la niña y a la dama de honor; se alegró de esa circunstancia, ya que las manos empezaron a temblarle a causa de la violencia de sus sentimientos. Habían comprado la carrera; le habían planteado un desafío, ella lo aceptó honestamente y luego la habían engañado.

- Es posible -articuló, sorprendida de oír su propia voz expresándolo.

- Tal vez Filomela se lo ha inventado -dijo Helena-. Ya sabéis que su imaginación se desboca cuando la niña está ociosa.

- No -repuso Irene-. No me mentiría. ¿Me mentirías, Filomela? No.

La niña la miró a la cara, alta la barbilla.

- No estoy mintiendo, mama.

Irene las despidió con un movimiento de la mano.

- Podeis retiraros. Gracias por traerme la noticia.

Cuando hubieron salido, Irene desfogó su pasión con un juramento y un golpe furioso contra una colgadura. ¡Cómo se atreven! Los hombres, que siempre están blasonando del honor, la gloria y la nobleza del riesgo; los hombres, siempre pavoneándose de su superioridad respecto a las mujeres. Todo era falso. Ella siempre lo supo. Le tenían miedo, se vanagloriaban, hacían cabriolas, alardeaban y hablaban homéricamente, pero cuando ella les plantó cara, se acobardaron y recurrieron a comprar una victoria.

Bueno, ¿qué se podía esperar de un árabe?

Paseó de un lado a otro de la estancia, mientras se retorcía las manos; antes de una hora tenía que asistir a la reunión de su consejo, para oir las noticias de la campaña contra los búlgaros. Para comprar la carrera, Ibn-Ziad tendría que comprar a Ismael, el campeón de los Verdes. Todo el arreglo, pues, giraba en torno a si podían sobornar a Ismael, lo lisiaban o acababan con él de alguna forma.

Irene ignoraba si ello era posible, pero Miguel lo sabría. Salió del Dafne y, sola, recorrió la pendiente de los extensos jardines del palacio, rumbo al Bucoleón.

Eran las primeras horas de la tarde y la mayoría de la gente estaba en sus hogares, descansando después del almuerzo y poniéndose a cubierto del sol. Era otro despiadado día de verano, tórrido y sin un sopío de aire, igual que un horno. Irene nunca permitió que las condiciones meteorológicas le afectasen; anduvo con paso vivo por los descendentes paseos de gravilla, bajó las escalinatas que llevaban a los niveles inferiores. Directamente frente a ella se alzaba el faro, una enorme columna resquebrajada, que elevaba su gran cubeta de bronce llena de carbones encendidos doce metros por encima de la punta del promontorio. Abajo, el mar extendía su superficie de seda arrugada. A la izquierda, el palacio de Bucoleón.

Miguel estaba tendido al sol delante de la fuente, boca abajo. Uno de sus esclavos le frotaba la espalda, aplicándole un masaje de aceite. Irene le contempló durante un momento, inmóvil allí. Miguel era una especie de talismán para ella; ganó el Cinturón de Oro por primera vez el mismo mes en que ella derrocó a su hijo Constantino y ascendió a la cumbre del poder absoluto y, en todo el Imperio, sólo el poder que Miguel tenía sobre las multitudes podía rivalizar con el poder de ella. Sin embargo, se compenetraban a la perfección. Él no quería más que caballos de primera y oponentes que le obligaran a esforzarse al máximo y sacar lo mejor de si mismo, y la multitud necesitaba un héroe en el que depositar sus esperanzas.

Irene se expresó en el dialecto de Atenas, que no había hablado en varios años:

- Bueno, bueno, sobrino carnal, ¿por qué malgastas las horas de sol dedicado a la holganza? Arriba: los días son cortos, la noche llega deprisa.

Miguel levantó la cabeza y torció el cuello para mirarla. El esclavo dio un salto hacia atrás de cosa de un metro y se puso a gatas. El príncipe se apoyó en un codo y se echó una sábana por encima de la desnudez.

Irene cubrió la mitad de las distancia que los separaba y permaneció de pie, con la vista sobre Miguel.

- Necesito tu opinión, querido -dijo-, pero lo que voy a decirte puede que derive en el destrozo de tu cena, me temo.

- ¿Ah, si?

- ¿Sería posible sobornar a Ismael?

- ¡Ismael! -Se sentó, vívida la cólera en su rostro-. ¿Quién ha intentado comprar a Ismael? -De súbito, respiró hondo, y por su semblante cruzó una expresión de repentino entendimiento. Apoyó las manos en las rodillas-. Oh… si.

- ¿Se le puede sobornar? -insistió Irene, firme el tono.

Miguel le disparó una mirada tenebrosa.

- Dios, era un día estupendo, hasta que apareciste dispuesta a estropearlo con tus juegos de poder.

La emperatriz le dirigió un bufido. Le colgaban los brazos a los costados; a diferencia de Miguel, ella no necesitaba ningún agente físico para manifestar su poder; permaneció erguida sobre él, fulgurante, resplandeciente en su túnica dorada.

- Creas un mundo falso cuando crees que esto es cosa sacada de juegos de poder.

Contéstame.

- No. ¡Dios! ¡Dios! Aún no han extraído del subsuelo la suficiente cantidad de oro, basileus, que compense a Mauros-Ismael de la pérdida de una sola carrera. Pero silo han intentado…, lo comprobaré. Ahora comprendo por qué últimamente se comportaba como se comportaba.

Irene le sonrió, radiante.

- ¿Le crees, entonces, a prueba de corrupción?

- Como me conozco a mi mismo.

- Gracias.

Irene dio media vuelta y se alejó.

Rutilaba el sol en la parte occidental del cielo. La basileus tenía que asistir a la reunión del consejo, y la hora volaba; se apresuró escalones arriba y ascendio por la cuesta del promontorio. Bajo las gruesas prendas, la piel se fundía en un viscoso limo de sudor. Atravesó el jardín de palmeras y tuvo que hacer un alto en la grada siguiente, junto a una fontana, para recobrar el aliento. Le temblaban las piernas. Había experimentado lo mismo en otras ocasiones anteriores, lo recordó e hizo acopio de fuerzas, dispuesta a continuar a toda costa. Se precipitó hacia el Dafne como una liebre que corriese hacia el abrigo de su madriguera.

En el borde del patio pavimentado, delante de su entrada particular, se había congregado un grupo de mujeres. Se lanzó entre ellas ciegamente, se abrió paso sin contemplaciones, hacia la puerta, y las mujeres se esparcieron. Sus voces repicaron en los oídos de Irene. Se había quedado sin aliento y los latidos de su corazón eran como las pisadas de alguien que pateara el suelo. Llegó a la puerta y se deslizó al interior del palacio.

El dolor la atacó. Se abatió sobre ella como una halcón que hubiese descendido en picado desde el centro del sol, para hundirle las garras en el esternón y apabullaría con su peso. Llegó a la sala matinal y allí se dejó caer encima de un sofá.

Llegó Helena. Querida Helena.

- ¡Oh, Dios mío, Dios mio…!

Irene cerró los párpados. Cuando se echaba allí, el dolor desaparecía. Siempre desaparecía. Si permaneciese tendida allí el tiempo suficiente, también desaparecería ahora.

Aún lo tenía aferrado a ella, un peso como el de un yunque le aplastaba el pecho.

Percibió la presencia y los murmullos de las damas que la rodeaban, y oyó a Helena conminarías a retirarse. Helena tenía manos de ángel. El instinto médico de Esculapio.

En torno a Irene se hizo un silencio curativo, una sensación de seguridad absoluta.

Cerró los ojos, perdida en el dolor.

- Llevamos aquí más de una hora -observó el parakoimomenos

Los demás volvieron hacia él sus blancos semblantes, pero nadie formuló el menor comentario. En el rincón, Nicéforo se inclinó sobre el tablero de ajedrez y, adormilada pero meticulosamente, movió un caballo.

- ¿Dónde están las mujeres? -El gran drungario iba de un lado a otro por el centro de la sala-. La dama Helena seguro que sabe…

- Helena no dirá nada.

El parakoimomenos dio una zancada hacia adelante. Más alto que todos los demás, estirado y estilizado por su deformación, parecía una figura de cera, reblandecida por el calor. Nicéforo desvió la mirada prestamente, revuelto el estómago.

- Debemos pedir que nos reciba. -En el centro del grupo, el parakoimomenos giró sobre sí mismo y onduló en el aire el vuelo de su manto-. Hemos de verla. Si está… Que Dios se apiade de nosotros… Si va a… pasar a mejor vida…

- ¡No! -Nicéforo se puso en pie y avanzó hacia el grupo, nada deseoso de escuchar aquellos augurios-. Es la basileus. Hemos de tener fe en ella, la misma fe que tenemos en el propio Imperio. Nos informará de lo que crea conveniente hacernos saber.

Hasta para él resultaban aquellas palabras una queja débil y poco convincente ante la tormenta. Se llevó las manos a la cara. ¿Era posible que Irene estuviese agonizando?

Se había entrevistado con ella durante el desayuno, cuando trataron de la conveniencia de presionar a los monasterios para que cediesen una parte de su tesoro. Tenía buen aspecto, saludable incluso. Nicéforo había conocido personas a las que el cólera se llevó de este mundo en menos tiempo del transcurrido desde que él viera por última vez a la basileus aparentemente rebosante de lozanía; en pleno verano, cuando la peste ataca con más saña, hombres jóvenes y robustos pasan de la flor de la vida a la condición de cadáveres ennegrecidos en cosa de doce horas.

Pero no Irene. Irene no.

La emperatriz avanzó entre ellos, en medio de un silencio que el rumor de sus pasos, apagado por la espesura de la alfombra, no hizo más que acentuar. No tocó a ninguno de aquellos hombres. Nicéforo pensó: ~¿Nos habrá oído?".

- Parakoimomenos.

Al llegar al fondo de la sala, la basileus dio media vuelta rápida y la falda de la túnica giró en el aire, resplandeciente al recibir los rayos de sol que penetraban por la ventana abierta a su espalda.

- Si, augusta -respondió el eunuco.

- Dime, ángel mio… ¿todavía tienes emperatriz?

Los había oído, pues. Nicéforo agachó más los hombros, casi tocaban ya la alfombra.

El tono de voz del mayordomo resultó media octava más alto de lo normal.

- Augusta, predilecta de Dios, sólo vos sois la gloria del Imperio…

- ¡Silencio!

Hubo silencio.

- ¡Yo soy la basileus! -gritó Irene y. detrás de Nicéforo, alguien gimoteó.

El parakoimomenos farfulló:

- Augusta, predilecta de Dios, sólo pretendíamos…

- ¡Silencio!

La mejilla de Nicéforo se apretaba contra la alfombra. El tesorero pensó: "No se manifestaría tan colérica si no estuviese asustada", y el corazón le dio un vuelco. ¿Perdía Irene su hechizo? Alzó la cabeza cautelosamente para mirarla.

Estaba erguida allí, envuelta en los resplandores del sol, sus galas relucían con tal brillo que los ojos de Nicéforo se deslumbraron. Enhiesta sobre él, la emperatriz parecía recién descendida del Cielo. Irene levantó un brazo y el administrador general tembló ante la amenaza.

- ¡Soy la basileus! -voceó Irene de nuevo, y todos respondieron a coro:

- ¡Salve, augusta, predilecta de Dios, par de los apóstoles, salve!

La emperatriz bajó el brazo, aplacada. Ahora, entre parpadeo y parpadeo, Nicéforo pudo distinguir sus facciones detrás del velo dorado de la luz solar: vio los ojos magníficos, muy abiertos y rutilantes de vida, y se sintió furioso consigo mismo por haber dudado de ella.

- Podéis incorporaros -concedió Irene.

Igual que los demás, Nicéforo se puso en pie, agradecido por el hecho de que Irene hubiese recuperado su temple; a él le abatía verla a ella abatida.

Ahora, tal como tenía por costumbre, la basileus se mezcló con sus funcionarios, fue de un hombre a otro, los saludó uno por uno, tocó a cada uno de ellos… Miró a Nicéforo a la cara y le sonrió; el tesorero bajó los ojos, alentado por aquella aceptación. Irene le tocó el brazo: una presión que él continuó sintiendo mucho tiempo después de que la basileus se hubiese alejado.

Irene llegó al parakoimomenos. No posó la mano sobre el eunuco, ni tampoco le sonrió.

- Angel mío -preguntó Irene-, ¿no fue tuya la idea de que hiciese una apuesta con Ibn-Ziad sobre el resultado de la carrera?

- Si, augusta, predilecta de…

- Entonces, dado tu interés, ¿no resultaría divertido, quizás, que intercambiásemos la apuesta, en cuanto a los ganadores de la prueba?

- Augusta…

- Yo apostaré por Ismael y tú por el tronco de Cesarea.

- Augusta.

- Sí. Y la apuesta, ángel mío…

Irene alargó la mano y dio un tirón al ceñidor que rodeaba la cintura del mayordomo, hecho de eslabones de oro y que simbolizaba su cargo en el servicio imperial.

- La apuesta es tu cinturón, ángel mío.

- Augusta, yo…

Irene se irguió, airada.

- ¿Aceptas?

- Yo…

El eunuco estaba blanco como el marfil y, de pronto, se puso rojo como una criatura recién nacida. Susurró algo.

- ¡Más alto!

- ¡Acepto!

- Excelente.

La emperatriz dio media vuelta y echó a andar hacia su sitio. Detrás de ella, los miembros del consejo permanecieron rígidos. Todos los ojos caíansobre el parakoimomenos. Como un solo hombre, los hombres se movieron, apartándose de él, dejándole aislado como si tuviera la peste y fueran anunciando su presencia a golpe de campanilla.

La basileus se situó frente a ellos: un fúlgido icono.

- ¡Se abre la sesión del Consejo!

La basileus bendijo al pueblo y se inició el desfile de los participantes en la primera manga. Sonriente, Irene tomó asiento en el extremo de la parte delantera del palco imperial, rodeada de sus damas y con la pequeña Filomela en el halda.

Por la puerta del fondo de la tribuna entraron dos pajes cargados con guirnaldas, saludaron con una reverencia y procedieron a esparcir las flores por el suelo del palco.

Después, tras una inclinación, se volvieron para acompañar a su señor. Resonó la estridencia de las trompetas y el emisario del califa hizo su entrada.

Lucía una larga y magnífica túnica, con una banda de encaje dorado, y, en la cabeza, turbante de varios pliegues. Le escoltaba el príncipe Constantino, que, en comparación, parecía ataviado con ordinaria sencillez: una figura de la nobleza provinciana.

La basileus los observó con aire grave, mientras llenaban el palco con su charla y susjactancias masculinas. La camaradería con que se trataban despertó en Irene algo más que sospechas. Tres o cuatro servidores del embajador se afanaron por la tribuna, colocaron diversos cojines en la silla de su amo y, cuando el señor se sentó, se alinearon detrás de él.

Todos, excepto uno, que llevó un pequeño cofre de plata al emisario del califa, que se hizo cargo del mismo y se lo puso sobre las rodillas.

- Mi parte de nuestra apuesta -declaró Ibn-Ziad, a la vez que levantaba la tapa del cofre.

Todos dejaron escapar una exclamación maravillada, todos menos la emperatriz.

El cofre estaba lleno hasta el borde de joyas, la mayoría pulidas, aunque sin engastar, mezcladas con perlas tan luminosas como la luna. Irene alargó la mano e introdujo los dedos en aquel rutilante conjunto, elevó la palma y dejó que las gemas resbalasen de nuevo al interior del cofre; era una forma elegante de comprobar que la arqueta estaba llena. Al otro lado de aquella fortuna, el hombre del califa le sonrió, brillantes las pupilas como piedras preciosas.

- Helena -llamó la emperatriz, y alzó una mano.

La expectante dama se adelantó. Llevaba algo cubierto con un paño de terciopelo. Irene asintió con la cabeza y retiraron el paño.

Posado en una rama de jade verde apareció a la vista un pájaro de oro, cuyos ojos eran un par de rubíes y cuyo pico y garras estaban hechos de alabastro; esmaltes verde y azul recubrían las alas. Irene tocó la base de la rama y el ave volvió la cabeza, extendió las alas, abrió el pico y empezó a cantar.

Al embajador del califa se le borró la sonrisa. Los ojos amenazaron con salírsele de las órbitas y todos los miembros de su cortejo emitieron gritos de admiración, alzadas las manos.

- ¡Un portento!

- Una pequeña muestra del trabajo de nuestros artesanos -explicó Irene. El pájaro volvía a plegar las alas y Helena lo recogió y lo puso en el taburete situado a la derecha de Irene.

En la pista, los tiros se acercaban a la cinta. Irene se inclinó hacia adelante, con la mano apoyada en la baranda. Por el rabillo del ojo observó que Constantino y el emisario del califa se recreaban hablando del premio que la basileus les ofrecía. Ella sonrió, en honor de su pueblo, aguda la mirada, sin pestañear los ojos, fijos en las cuádrigas alineadas abajo.

El príncipe Miguel presenciaba la carrera desde el portón de los establos. Aborrecía ver las pruebas en las que participaban otros corredores y generalmente le tenían sin cuidado, pero deseaba comprobar con sus propios ojos si Ismael se había dejado sobornar para ceder la carrera al tronco de Cesarea.

Mientras las cuádrigas se aproximaban a la cinta de salida, la envidia hizo un nudo con los intestinos del príncipe Miguel, que engarfió los dedos y en un tris estuvo de dar media vuelta y marcharse, incapaz de sufrir el ver a alguien haciendo algo por lo que él se perecía. Se obligó a mantenerse impasible. Estuvo mirando a los tiros situados en la cinta de salida hasta que le dolieron los ojos y todas las figuras se disolvieron en una mancha de luz oscilante.

- ¡Yiaaaaah!

Cayó la cinta. Cuando los caballos se lanzaron hacia adelante, la multitud estalló en un rugido que hizo temblar el hipódromo.

Miguel gritó también, sin darse cuenta. Junto con la mitad de los mozos y aprendices, se adelantó hasta la arena para ver a las cuádrigas pasar y alejarse a toda velocidad por la pista.

Los caballos llegaron a la curva y desaparecieron de la vista. Miguel apretó la espalda contra el muro, fija la mirada en la salida de la curva más próxima, por donde volverían a aparecer. De la muchedumbre llegaban oleada tras oleada de gritos de ánimo.

Miguel tuvo la impresión de que transcurrían horas antes de que los animales doblasen la curva y se disparasen por la recta de tribuna.

El tronco de Cesarea iba en primer lugar, corría por la parte interior, pegado a la cuerda, y el auriga empleaba el látigo con furia. Las pálidas crines y colas de los caballos parecían estelas al viento; el sudor oscurecía los costados áureo rojizos de los animales. A medio cuerpo de distancia, con la cabeza a la altura del conductor de Cesarea, corrían las caballerías grises y negras de Ismael.

Isamel no empleaba el látigo. Iba inclinado sobre la barra de la cuádriga, con las riendas sujetas con mano firme y los pies bien asentados en el piso del vehículo. Se dirigía a sus caballos llamándolos por su nombre. Los animales le oían. Levantaban las orejas para captar su voz y, centímetro a centímetro, recuperaban terreno a los castaños dorados.

Los otros dos tiros estaban ya fuera de competición. Pero no se habían retirado.

Uno detrás de otro, corrían por la cuerda, en fila india, mientras se ampliaba cada vez más el terreno entre ellos y la parte trasera de la cuádriga de Ismael. Miguel meneó la cabeza en leve movimiento. Los dos tiros de retaguardia representarían un problema al cabo de un par de vueltas. Se acercaron entonces a la curva, la tomaron y volvieron a perderse de vista.

Los ojos de Miguel se trasladaron a la salida de la curva del extremo próximo de la pista; contuvo la respiración. A su alrededor, los hombres soltaban tacos en voz más bien plañidera e invocaban a sus troncos para que apareciesen cuanto antes por la curva. El público chillaba a ráfagas. Los rugidos disminuían ligeramente y en seguida aumentaban el volumen hasta hacerse ensordecedores.

Los caballos asomaron finalmente por la curva, los castaños pajizos en cabeza, con unos escasos treinta centímetros de ventaja. El tiro de Ismael reaccionaba. Con trancos que apenas tocaban la arena volaban por el centro de la pista, decididos a tomar la delantera.

El auriga de Cesarea lanzó un vistazo rápido a Ismael y recurrió de nuevo al látigo. Los caballos respondieron. La espuma se desprendía de sus cuellos; las cabezas se estiraban casi en horizontal; resistieron el ataque de los negros y grises de Ismael hasta la curva siguiente, donde la vuelta les permitió un respiro momentáneo. A muchos largos por detrás, distanciados y sin esperanza, los otros dos troncos continuaban con su inútil esfuerzo.

- Parece que el de Cesarea se va a llevar el triunfo -comentó alguien, detrás de Miguel.

El príncipe no dijo nada. Después de todo, aún quedaban dos mangas. La multitud había reanudado su griterío, y allí estaban otra vez los dos troncos de cabeza, tomando la curva a toda velocidad. Si Ismael iba a entregar la carrera, allí era donde le resultaría evidente al ojo de un experto.

El tronco cesareo seguía sin ceder cuando salió de la curva, con Ismael acosándolo.

Ahora iban cabeza con cabeza. Los castaños se cansaban. Al encarar la recta de tribuna se desviaron hacia el centro de la pista, pero, como corría por la parte exterior, a Ismael no le era posible coger la delantera. Empeñados en su batalla, los dos tiros alcanzaron la curva del fondo y desaparecieron de la vista, mientras las otras dos cuádrigas aparecían por la curva cercana, con los aurigas renunciando a la lucha.

Se daban cuenta de que habían perdido; aflojaban el paso, tomándoselo con tranquilidad. Miguel silbó en tono bajo. Los aullidos de los espectadores cambiaron ligeramente, chispeados por las risas burlonas, saturadas de alegría denigrante para los perdedores.

Los troncos rezagados aún estaban en la recta cuando los dos de cabeza doblaban nuevamente la curva y se les acercaban con rapidez. El de Cesarea había recuperado la cabeza y llevaba casi medio cuerpo de ventaja. Sorprendido, Miguel dejó escapar un grito. Ismael se estaba dejando ganar; iba a ceder la carrera, se inclinaba hacia atrás, flojas las riendas, con los caballos reduciendo el ritmo de su zancada. Disparado, el tiro de Cesarea avanzaba como un alud.

Pero los troncos perdedores le obstruían el paso. El conductor de negra barba los azotó con el látigo y los dos tiros doblados se desviaron hacia la derecha, a fin de dejarle espacio. Chilló la multitud. Miguel lanzó un grito de júbilo, encantado, al ver la maniobra de Ismael. Al apartarse las cuádrigas más lentas, los caballos de Cesarea perdieron el ritmo; vacilaron, e Ismael, que llevaba sus animales a tren, concediéndoles un momento de descanso, los volvió a arrear y, súbitamente, los condujo hacia la parte interior de la pista y los lanzó disparados entre la cuerda y el tronco de Cesarea, entre los que iban a acabar en último lugar y la curva. Y no sólo tomó la cabeza, sino que sacó seis largos de ventaja.

Miguel rugió; se golpeó el muslo con los puños.

- ¡Qué auriga!

Estalló en carcajadas y agitó los brazos, sin pensar en quién era, sin pensar en que podían estar observándole, y cuando Ismael salió de la curva y cubrió la recta final, claro vencedor de la prueba, Miguel se dispuso a ir a su encuentro.

Se acordó a tiempo; pudo dominarse. Echó los hombros hacia atrás, aguantó el impulso y, alta la cabeza, permaneció por allí, cerca del portón, mientras los aprendices pasaban corriendo por su lado y se arremolinaban en torno a Ismael, dando saltos, vitoreándole y acompañándole de vuelta a los establos.

- Buena carrera -apreció Miguel, en tono normal, e Ismael le sonrió, como un niño, con ojos como platos. Entraron en las cuadras.

Llegaron a continuación los caballos de Cesarea, colgantes las cabezas. Como grandes animales de competición, comprendían que eran los perdedores. Su conductor maldijo y gruñó a sus palafreneros.

- ¡Ha hecho trampa! ¡Me ha engañado! Exijo que se repita la carrera.

- Gana la siguiente manga, pues -dijo Miguel, y ocultó su sonrisa adentrándose por la penumbra de los establos.

La muchedumbre se apaciguaba. Una conjunto de malabaristas había salido a la arena para entretener al público durante el intervalo entre aquella manga y la siguiente. Irene se echó hacia atrás en el asiento. Una de sus azafatas le sirvió una copa de vino y la emperatriz la alzó en leve saludo al embajador del califa.

- Una manga magnífica -articuló el emisario friamente.

Lanzó una fugaz y áspera mirada al príncipe Constantino, que miraba atentamente a otro sitio. Se amplió un poco la sonrisa de Irene. Se preguntó qué habría corrompido a su primo Constantino.

- Naturalmente, ese Ismael es de sangre árabe -comentó el embajador.

- Es ciudadano de Roma -puntualizó Irene.

- Comprobaremos si ello ha diluido su habilidad.

- O si la ha concentrado, tal vez. -Los ojos de Irene no se apartaban del príncipe Constantino. Dijo en tono uniforme-: Aunque el ciudadano romano, incluso el de sangre noble, tampoco puede estar hecho a prueba de mal juicio. pecado y traición.

El príncipe Constantino se aclaró la garganta.

- No es más que una carrera de cuádrigas. -Su mirada pasó por encima de la baranda del palco, para descender hacia los malabaristas-. Ahí va un romano digno de su nombre -dijo, al tiempo que señalaba con el índice.

El público también había reparado en él y elevó su inmensa voz en retumbante saludo de bienvenida a su ídolo. El príncipe Miguel dirigía su tronco hacia la pista.

- El cinturón de oro -dijo Irene.

El campeón conducía sus caballos con una mano. Con la otra levantaba en el aire la insignia de su clase, su cinturón de eslabones de oro. Lo mantenía por encima de la cabeza, extendido el brazo en toda su longitud. Los animales piafaron y retozaron moviendo sus patas delanteras, protestando porque se les llevara a un paso tan tranquilo, así que Miguel los soltó un poco y se encaminaron al centro de la pista, curvados los grandes cuellos contra el bocado, enhiestas las colas.

El público le adoraba. Voceaban su nombre y el nombre de sus caballos; movían el cuerpo y agitaban los brazos cuando pasaba, como si el aire de su paso los inclinara como troncos de árboles jóvenes, y una lluvia de flores caía sobre la arena de la pista.

Miguel dio otra vuelta al hipódromo y refrenó los caballos al acercarse al portón, pero el entusiasmo desbordado del público le obligó a cubrir el circuito otra vez, y proporcionó a sus incondicionales lo que deseaban.

- Dicen que en la memoria humana no hay auriga que pueda rivalizar con él -dijo el hombre del califa-. ¿Podría verle correr?

- Quedaos y lo veréis -repuso Irene-. Cuando hayan terminado las pruebas eliminatorias y tengamos los competidores clasificados para correr contra él.

- ¿Cuándo? -terció, presto. Constantino.

- Ya lo decidiré -sonrió Irene.

- Ahí salen -observó el hombre del califa, en tono excitado, y estiró el cuello.

Por el portón de las cuadras salieron los troncos, en fila india; primero el último

clasificado. Vítores y gritos de ánimo acogieron a cada uno de los tiros, pero la aclamación que recibió el primero no fue nada en comparación con los alaridos, ovaciones y vítores que atronaron el aire al aparecer los caballos grises y negros de Ismael.

Ocuparon sus puestos tras la cinta de salida y la muchedumbre se acalló.

Empezó la carrera. Los tiros corrieron pista adelante, hacia la primera curva, y los caballos más lentos se mantuvieron en la parte interior. Los troncos que corrían por fuera se adelantaron en mitad de la recta, rueda contra rueda, cabeza junto a cabeza.

Los castaños cesareos, por dentro respecto al tiro de Ismael, contaban con la ventaja de correr más cerca de la cuerda y tener que cubrir menos distancia, por lo que salieron de la curva con medio cuerpo de delantera. Los caballos de Ismael plantaron batalla y fueron recuperando terreno, centímetro a centímetro, de forma que, al entrar de nuevo en la curva, los dos tiros iban a la misma altura.

Una vez más, la ventaja de correr por la parte interior dio la cabeza al tronco de

Cesarea; una vez más, los animales de Ismael recuperaron en la recta el terreno perdido. Los otros participantes ya no contaban. Esta vez, sensatamente, se apartaron a un lado y dejaron que las dos cuádrigas de cabeza les adelantasen.

Ambas cubrieron dos vueltas más, volando una junto a otra, codo con codo, zancada por zancada, con la distancia abriéndose en la curva, para reducirse a la nada en la recta. La multitud rugía y gritaba el nombre de Ismael. Los caballos de éste respondieron y, en la quinta vuelta, cuando doblaron la curva sólo perdieron medio largo.

Los castaños ya no daban más de si y empezaron a ceder. En la recta siguiente el tronco de Ismael tomaría la delantera.

El auriga de Cesarea también lo comprendió así; volvió la vista hacia las cabezas grises y negras que corrían a su altura, levantó entonces el látigo, fustigó en la grupa a sus castaños y luego, girando bruscamente, dio un trallazo en la cara a los caballos de Ismael.

El público lanzó al aire un vocerio de dolor, como si aquel látigo hubiese caído sobre sus propios ojos. Los animales de Ismael titubearon y agitaron la cabeza. A Irene se le escapó un juramento, se incorporó en la silla y apretó los puños. Solo, el ganador, el tronco de Cesarea, cruzó la línea de llegada mientras los caballos de Ismael lo hacían después, al paso.

Irene volvió a sentarse. Endurecidas las pupilas, fulminó al hombre del califa con una mirada centelleante.

- ¿Qué es esto…, ganar a toda costa?

El embajador se encogió de hombros.

- Es una forma de guerra, ¿no?

A su lado, el príncipe Constantino se fue retirando poco a poco, mientras miraba a otro lado.

- Veremos el éxito que tienen tales tácticas -dijo Irene-. Mi corazón sigue estando con Ismael.

- Si -comentó el hombre del califa en tono sosegado-. La obra de arte que apostáis, sin embargo, es posible que tenga pronto otro dueño… ¿Qué caballos son capaces de recobrarse de semejante golpe?

- Ya veremos -dijo Irene.

El alero exterior, el de pelaje gris oscuro, estaba entre Ismael y su caballerizo, agachada la cabeza; el latigazo le había rasgado la piel de la cara, entre los ojos. Ismael acarició con ambas manos el tembloroso cuerpo del animal. Sólo disponía de escasos momentos para poner al caballo en condiciones de volver a competir.

- Pásame un cepillo. ¿Se recuperan los otros?

Los mozos de cuadra le contestaron desde el fondo del pasillo; los demás animales no habían sufrido ningún daño. El palafrenero encargado del gris le llevó un cepillo, un cubo y un paño suave. Ismael procedió a eliminar la arena pegada al pelo gris empapado de sudor.

Mientras limpiaba al animal, Ismael le recordó de viva voz el arrojo y el orgullo de sus antepasados, le habló de sus propias victorias, y el caballo erizaba las orejas, atrás y adelante, escuchándole. Poco a poco, sus temblores se calmaron. Caída la cabeza, la sangre goteaba de sus mejillas. El mozo llegó con un paño y le limpió la cara.

- No puede correr. ¿Cómo va a correr tuerto como está?

Ismael se hallaba de rodillas, frente al caballo, dedicado a cepillarle las patas delanteras.

- Tráeme un pañuelo.

Su mano descendió por los alargados tendones de la parte posterior de las finas patas negras, con intención de localizar cualquier arqueamiento, fallo o indicio de debilidad, pero el caballo parecía bastante sólido.

- ¡Alto! Oyó al auriga de Cesarea, que hablaba en el pasillo contiguo, ahora en tono más y satisfecho, gracias triunfo. Los labios de Ismael se separaron de los dientes y soltó un taco en voz baja; el caballo alzó la cabeza y resopló, al notar el cambio experimentado por el tono de Ismael. Éste se incorporó. Pasó el brazo alrededor del esbelto cuello del animal y apretó la cara contra la plana mejilla.

- Ganarás. Le superarás. Acuérdate de tu padre, que corrió por la pista hasta que se le reventó el corazón. Acuérdate del gran Jarayún, tu tatarabuelo, que corrió ocho mangas en un solo día.

El caballo emitió un conato de relincho y su cuello se dobló, recuperando el orgulloso arco de su raza. Reapareció el mozo con el pañuelo: un metro de seda amarilla.

- Tenemos que empezar a engancharlos, si vamos a salir para la última manga.

- Engánchalos -ordenó Ismael.

- Este no volverá a correr hoy, Ismael. Le han dejado sin ánimo.

- No. Echale una mirada.

El caballo alzó la cabeza; su frente presentaba una amplia abertura en la piel y la sangre se había coagulado en los bordes de la herida y en las protuberancias. Las nubes de moscas se precipitaban sobre aquel punto. Ismael las ahuyentó. El mozo de cuadra murmuró al caballo palabras tranquilizadoras, alargó la mano y la bestia proyectó las orejas hacia adelante y pateó el suelo.

- Puede que tengas razón.

- Tengo razón.

- Si te equivocas, dejarás destrozado a todo el tronco.

- Correré -insistió Ismael, apretados los dientes-, ¡y ganaré! Ahora, haz lo que te digo, engancha los otros caballos y vuelve a por éste cuando te llame.

El palafrenero se alejó por el pasillo.

- Eh, eh, viejo amigo. -Ismael pasó el pañuelo por la cara del caballo y le tapó ambos ojos-. No necesitas los ojos para nada. Has cubierto esa pista miles de veces y ya sabes quién corre contigo. Confía en tus hermanos, confía en ti mismo y dame cuanto puedas darme. Olvidate de tu cara, viejo amigo.

Anudó fuertemente el pañuelo alrededor de la cabeza del caballo y, con gran alivio, observó que el animal se recobraba un tanto, levantaba la cabeza y sus orejas iban de un lado a otro, tiesas. Volvió a alzar las patas delanteras para golpear el piso, resopló y frotó el cuerpo de Ismael con los ollares.

Ismael pasó los brazos en torno al lustroso y negro cuello, lo abrazó y le dijo al oído:

- Escúchame, atento a las riendas, viejo amigo. Ganaremos otra vez, tú, tus compañeros y yo, sólo con que tengas fe y, al derrotarlos en toda la línea, vamos a romper el corazón a esos hijos de mala madre.

El caballo volvió a soltar un bajo relincho. Ismael lo condujo al punto donde se encontraban los demás.

Al subir a la cuádriga estaba tan nervioso como la primera vez que había corrido.

Tomó las riendas en las manos y separó y estiró las tiras de cuero entre los dedos.

El corazón le latía con fuerza. Era una locura intentar aquello; los caballos, tan maltra tados, se arrugarían ante el látigo del conductor de Cesarea; haría el ridículo y destruiría su tiro. Levantó las riendas y habló a los animales.

Respondieron. Criados para derrochar valor y desarrollar velocidad, los desafíos eran su vida y, animados por el sonido de la voz de Ismael, avanzaron hacia el portón, la cuña de luz y la pista.

En cuanto salieron, el público se puso en pie y un aplauso atronador saludó su aparición en el hipódromo, y también eso espoleó a las caballerías; hasta el animal de pelaje gris oscuro, con la cabeza rodeada por un pañuelo amarillo, empezó a piafar. Marcharon pista abajo. Las multitudes clamorosas les encantaban tanto como ellos a la muchedumbre. Ismael comprobó que el cansancio los abandonaba; irguieron la cabeza mientras tascaban los bocados. Ismael tiró de las riendas, al tiempo que les dirigía la palabra.

Al haber vencido en la última manga, el conductor de Cesarea saldría por la parte exterior; las otras dos cuádrigas se habían retirado. Ismael se enfrentó a la larga recta, de cara a la arena, una superficie de partículas de oro, y a la muchedumbre que se removía, agitaba los brazos y vociferaba.

- Quitate de en medio cuando vaya a ocupar la cabeza -dijo el auriga de Cesarea, y soltó una risotada.

Ismael le dirigió una mirada larga y desenfocada. Levantó las riendas y cayó la cinta.

Los caballos se lanzaron hacia adelante. Durante un segundo, Ismael percibió que el alero exterior vacilaba, pero los del otro lado reaccionaron, le apoyaron y el animal siguió con ritmo y energías renovados. Llegaron a la curva junto con el tronco de Cesarea e Ismael tiró levemente de las riendas para aflojar un poco la marcha y mantenerse a la altura de la otra cuádriga.

El conductor de Cesarea rugió. Hizo chasquear la tralla en el aire y fustigó los lomos de sus castaños, para luego inclinarse lateralmente y azotar también a los cabalíos de Ismael. Éstos se lanzaron a la carga. Con el fuego del látigo aún abrasándoles el cuerpo, continuaron adelante, sin hacer caso, impulsados tanto por su enorme corazón como por sus patas. Doblaron la curva y atacaron la recta, mientras Ismael seguía manteniéndolos al mismo nivel que los de Cesarea, cabeza contra cabeza, a pesar de que hubiesen podido muy bien ponerse por delante.

El otro auriga también lo sabia. Disparó una mirada feroz a través del espacio que los separaba. Se inclinó sobre sus caballos, apremiándolos. Zancada tras zancada, cubrieron velozmente la recta inmediata y tomaron la curva.

Cuando entraban en ella, sucedió lo que Ismael había estado esperando: los caballos de Cesarea empezaron a desviarse ligeramente, demasiado rendidos para seguir la línea de la pista. El conductor cerró los puños con fuerza alrededor del cuero de las riendas, tiró de ellas y eso hizo que los animales aún se apartaran más de la línea.

Mientras los chillaba para que mantuvieran el paso, intentó enderezar su rumbo y condujo los castaños más próximos a él a través del hipódromo.

El auriga de Cesarea se percató de lo que iba a ocurrir. Fustigó al tiro de Ismael; levantó el látigo y golpeó al propio Ismael. La larga tira de cuero se enrolló en torno a la cintura y el pecho de Ismael, se tensó y produjo una sacudida que hizo perder el equilibrio al conductor cesareo.

Soltó la tralla, soltó las riendas. Gemebundo, se aferró a la barra de su cuádriga, que traqueteaba demencialmente a través de la pista; los caballos la llevaron hasta el muro de la parte exterior y, después, viraron hacia dentro. Se agarraron las ruedas del vehículo. Ismael fustigó a los castaños para que se apartaran de su tronco y, galopando a la deriva, sin la dirección de las riendas, lanzados y enloquecidos, los animales de Cesarea viraron nuevamente y el alero exterior fue a tropezar contra el muro.

El caballo se vino abajo. Los demás se vieron arrastrados también al suelo y la cuádriga, cuya velocidad era excesiva para un frenazo en seco, se estrelló contra los cascos de las caballerías y lanzó por el aire al auriga, que acabó cayendo de bruces sobre la arena.

La multitud lanzó al unísono un grito alborozado. Rugiente de júbilo, el público se puso en pie y aclamó a Ismael mientras cubría la última vuelta, solo, con los caballos recorriéndola a un galope tranquilo y pausado, altas las cabezas, enhiestas las colas como estandartes, hasta cruzar la línea de meta erigidos en vencedores.

Al anochecer, Miguel cenaba sentado en el patio del Bucoleón, junto a la fuente; le atendía un solo sirviente. Tomaba un trago de vino cuando apareció su tío Constantino, que pasó por delante de la fuente y se le aproximo.

- ¿Qué haces aquí? -interpeló Miguel, gélida la voz.

Constantino se detuvo en seco.

- Hablas como si no desearas yerme.

- Pues, no.

- Pero… ¿qué…?

- ¿Intentaste sobornar a Ismael para que se dejase ganar en esa carrera?

Los párpados de Constantino se abrieron y cerraron varias veces. Aventuró una risa falsa y desprovista de humor.

- ¿Quién te lo ha dicho? ¿Ismael? Es un embustero.

- No quiero volver a verte más por aquí, no alrededor de mis caballos, ni cerca de mis mozos de cuadra, tío. Fuera.

De nuevo la resquebrajada risa.

- No lo dices en serio.

- Lo digo en serio. Vete.

- Pero…

- Corrompiste las carreras -acusó Miguel, con un arrebato de calor haciéndole hervir la sangre-. Aunque fracasaras en tu intento de comprar una prueba, has lanzado la sospecha sobre las carreras. Ahora nadie presenciará una competición sin preguntarse, aunque sólo sea fugazmente, si no estará amañada. Me has desacreditado. Vete.

El rostro de Constantino se puso rojo y los labios empezaron a temblarle.

- ¿No te estás volviendo un poco mojigato, Miguel? -preguntó-. Quiero decir que, seguramente, cierta tolerancia…

- Eso no va conmigo -saltó Miguel, y avanzó hacia su tío, apretados los puños-. No sufriré baldón alguno sobre mi nombre, Constantino, ¡mi honor tiene que ser perfecto, inmaculado, o no tendré honor!

- ¡Tu honor! No fue más que una carrera, Miguel… -El príncipe le abofeteó la cara, dos, tres, cuatro veces, con toda la violencia que pudo-. ¡Fuera de aquí!

Constantino dio paso atrás, tambaleándose a causa de los golpes; brillantes los ojos.

No dijo nada más. Giró sobre sus talones y se perdió en la oscuridad. Miguel volvió a sentarse. Temblaba de pies a cabeza; hubiera deseado que su tío le devolviera los golpes, lo que le habría permitido desfogar toda la vehemencia que fluía en él como la irresistible perentoriedad de sexo. Hundió la cabeza entre las rodillas, desconsolado.

Desde aquel lamentable espectáculo que dio Teófano, insultándole delante de todos, Juan Cerulis había cenado todas las noches a solas en su tienda. Una fila de criados permanecía en pie junto a la mesa, con algunos platos en la mano y otros sostenidos en paños; la atmósfera de la tienda estaba impregnada de los aromas de las comidas.

Karros ejecutó una profunda reverencia ante el hombre acomodado en la silla.

- A vuestras órdenes, patricio.

- Mañana -dijo Juan Cerulis, y bajó la cuchara- te adelantarás a nuestra comitiva, darás con ese hombre santo y volverás con un informe sobre él.

- Como mandéis, patricio.

- Puedes llevarte a tu nuevo amigo. Tú, bárbaro, ¿por qué nombre se te conoce?

- Hagen -respondió el franco-. En mi país me llaman Hagen el Blanco.

- ¡Qué imaginación! Tengo entendido que has pasado bastante tiempo en compañía de los equipos que participan en las carreras… ¿conoces al príncipe Miguel?

Hagen guardó silencio durante un momento; Karros le dio un codazo, tratando de animarle a hablar, y el bárbaro se apartó de él vivamente. Por último, en tono reflexivo, declaró:

- Un poco.

- Tal vez sepas, entonces, el significado de ciertos actos misteriosos suyos. Lo del color amarillo que lucía en la última carrera, por ejemplo.

- Oh, patricio -intervino Karros-, éste no…

- ¡Silencio!

Hagen apoyó las manos en el cinto y ladeó la cabeza.

- ¿El pañuelo que llevaba en el brazo?

- Si, si. Estoy convencido de que se trataba de alguna especie de señal.

- Una señal -repitió Hagen; en su voz hubo algo subterráneo que Karros no pudo identificar-. Si, naturalmente, ¿no lo sabíais, patricio?

Juan Cerulis se inclinó hacia adelante, interesadisimo.

- ¿Tú silo sabes?

- Amañan las carreras -explicó Hagen-. Ésa es la señal. Para hacer dinero con las apuestas.

Karros apretó los dientes, al tiempo que se preguntaba cómo era posible que él no hubiese oído nada de eso; el rostro de Juan Cerulis se tomó radiante con aquella noticia. Un momento después, fruncía el entrecejo.

- No pueden hacer dinero si Miguel gana.

- No, no, no -repuso Hagen, desdeñoso-. El pañuelo amarillo significa que no se ha arreglado la carrera.

- ¡Ah! -la expresión de Juan Cerutis se aclaré, animada al comprenderlo todo. Se volvió hacia Karros con un movimiento propio de serpiente que ataca-. ¿Por qué no lo averiguaste tú? ¿Qué diablos pasa contigo?

- Patricio, fui diligente, pregunté a cuantos pude…

- Mantén los labios cerrados, cerdo, no me ofendas con tus excusas. ¡Vete! No quiero volver a verte antes de que hayas cumplido mis órdenes adecuadamente por una vez.

Karros se mordiá el bigote, humillado. Tras una cortante indicación a Hagen, salió de la tienda y se cruzó con una hilera de servidores cargados con el servicio del siguiente plato.

Había caído la oscuridad sobre el campamento. Caminaron a través de~ mismo, rodearon el círculo de las fogatas donde se guisaba la cena y cruzaron los pequeños grupos de personas atareadas con su propia comida nocturna. Karros se volvió hacia Hagen.

- ¿Cómo lo sabías? Lo de Miguel.

Hagen dio unos cuantos pasos antes de responder.

- Creí que era de dominio público -respondió al final.

- Pues no era de dominio público. -Karros le agarró por un brazo, deteniéndole-. Te lo inventaste, ¿verdad? ¡Le has mentido!

El franco se desasió, apartando la mano con gesto brusco. A la tenue claridad, su sonrisa produjo un centelleo de blanca dentadura.

- No me toques, gordo.

Se alejó por la oscuridad y, al pasar junto a las ondulantes llamas de los fuegos, su negra figura resaltaba contra el rojizo resplandor. Karros volvió la vista hacia la tienda de su señor; las lámparas del interior formaban círculos cárdenos, blancos y amarillos en la seda de las paredes. Sabía que, de presentarse ante Juan Cerulis para acusar a Hagen de mentiroso, su señor creería que no se trataba más que de una calumnia propiciada por la envidia. Juan Cerulis quería saber algo acerca de Miguel y ahora ese deseo estaba cumplido.

No obstante, aquella mentira aliviaba a Karros. Hagen era taimado, falso, un embustero, un tramposo como todo el mundo. No era valiente, sólo alto y corpulento.

Karros se hinchó, se sentía cada vez mejor. Marchó en pos de Hagen, hacia la fogata de los guardias.

Antes de la aurora, Hagen obligó a Karros a salir de las mantas y, a pesar de las protestas del hombre, lo puso a caballo y echaron carretera adelante, en busca del hombre santo. El campamento, con sus enjambres de personas, ponía nervioso al gigantesco franco; una larga cabalgada le parecía un cambio agradable, y necesitaba acción.

Se mantenía a la suficiente distancia de Karros para eludir todo intento de entablar conversación. El día amaneció espléndido, el sol se elevaba a través de la neblina del horizonte y el calor de los primeros rayos prometía una tarde abrasadora. Hagen dobló su capa y la ató detrás de la silla. Después, cuando el sol ascendió más, el franco hizo un alto y se quitó la camisa.

Karros, que iba a su lado mientras efectuaba aquella maniobra, se hizo sombra con la mano sobre los ojos y oteó la carretera tendida ante ellos, que serpenteaba entre las monótonas y bajas colinas.

- No puede estar muy lejos.

Hagen inclinó la cabeza en dirección al horizonte. Una tenue nube de humo flotaba sobre un pliegue de los montes, donde la carretera se perdía de vista en la distancia.

- Allí debe de estar lo que estarnos buscando. -Miró a Karros-. ¿Qué estamos buscando?

- Un predicador del desierto que se llama Daniel. Ha causado cierta sensación con su llamamiento a una nueva destrucción de imágenes. Mi señor cree que puede ayudarle a volver las masas contra la basileus. -Karros se pavoneó un poco y se atusó el bigote con el pulgar-. Si uno manifiesta ciertos modales, ¿quién sabe? Lo mismo puede servir a un emperador cualquier día, bárbaro.

- Dios lo quiera.

Hagen cogió las riendas~ el sol se encargaba ya de que le brotase el sudor en los hombros y la espalda. Continuaron por el polvoriento camino, que se adentraba entre las colinas.

La nube de polvo era cada vez más densa a medida que avanzaban y, a primera hora de la tarde, encontraron la vanguardia de un abigarrado ejército, un gentío a pie que avanzaba hacia ellos por la carretera, pobre chusma a juzgar por sus harapos y su derrotado aspecto. que sin duda recogía cuanto encontraban a su paso: raíces, frutas y flores, leña, unas cuantas cabras extraviadas que debieron encontrar y que se apresuraron a sacrificar. A un trote sostenido, Hagen y Karros se metieron entre aquella masa humana y la muchedumbre fue haciéndose cada vez más espesa, colmando la carretera

y obligándoles a desviarse a un lado del camino. Por fin, llegaron a la vista del hombre santo.

Iba por el centro del camino, en medio de un conjunto de personas que cantaban, agitaban los brazos y bailaban a su alrededor. Un pesado manto hecho jirones era la única prenda que le cubría, apenas lo suficiente para rendir culto al honesto decoro.

Caminaba con un cayado. La barba era larga, amarillenta, enmarañada y llena de nudos y espinas la cabellera era una mata que le caía por la espalda. Mientras avanzaba, numerosas personas se apresuraban a adelantarle, arrojaban flores a su paso y luego, después de que él las hubiera pisado, otras personas iban por detrás las recogían y las besaban.

En lo alto de una eminencia que dominaba la carretera, Hagen se detuvo y observó el paso del hombre santo.

- Ahí está. ¿Quiénes son los otros?

- Discípulos -informó Karros.

- ¿Hemos de Ilevárselo a Cerulis?

- ¡Por el Cuerpo Corruptible del Hijo! -repuso Karros, horrorizado-. ¡Es un mensajero de Dios! ¿Crees que podríamos llevarlo a la fuerza impunemente ante alguien, incluso aunque ese alguien sea tan importante como mi señor? Bárbaro!

- Supongo que no -dijo Hagen.

- Vosotros los bárbaros vivís en la oscuridad. -Karros volvió grupas-. Marcharemos con ellos durante un trecho, probablemente el hombre santo no tardará en hacer un alto para rezar.

Hagen le siguió. Aquel hombre santo le desconcertaba. Tenía noticia de otros predicadores exaltados, hombres que se adentraban por las soledades del desierto y salían con los ojos rebosantes de fuego y la palabra de Dios saltando de sus labios; en Franconia, durante el gobierno de Pepino, había aparecido un hombre de Bourges, quien afirmó que era Jesucristo, que volvía para redimir al mundo y que traía juicio y eternidad para los fieles y los falsarios. Reunió una banda de secuaces y llevó una vida de robo, saqueo, violación y asesinato hasta que el conde local acabó con él. En aquel tal Daniel, Hagen no veía utilidad ninguna para Juan Cerulis, sólo peligro.

A pesar de todo, no dejaba de tener presente la pasión que ponían los griegos al discutir sobre la fe, la ardorosa reverencia con que iban a la iglesia, y se le ocurrió que la palabra de un hombre andrajoso podía derribar a un emperador.

Al permitir que sucediera aquello, la emperatriz demostraba ser una insensata, pensó Hagen. Claro que sólo era una mujer. Si Hagen ciñiese la corona, habría enviado mucho tiempo atrás a alguien para que se encargase de seccionar la garganta de aquel hombre.

Al pensar en matar, pensó en Teófano.

Ella le odiaba. La última vez que se encontraron le lanzó sus dardos con la salvaje voluntad de hacerle daño. Había buscado su muerte. Le dio vueltas y vueltas en la cabeza a esa idea, porque, sin embargo, la evidente inquina que la joven manifestó hacia él había inclinado a Juan Cerulis a favor del franco. Si lo que Teófano pretendía era…

De cualquier modo, si tanto se despreciaban el uno al otro, ¿qué hacia ella junto a Cerulis?

Rememoró el momento en que la joven se dirigió a Cerulis, clara e implacable la expresión del rostro, como la de un santo, y el leve movimiento de su mano, que pedía algo, retirándose incluso mientras la extendía. Una y otra vez, el cerebro de Hagen veía aquella súplica expresada a medias. Pedía la muerte de Hagen; y, simultáneamente, solicitaba la ayuda del franco.

La mente de Hagen daba bandazos, sin saber qué dirección tomar.

Su cuerpo desconocía tal laberinto. Su cuerpo la quería, y cuanto más pensaba, más se veía impulsado su cuerpo a mostrarse favorable a la muchacha, músculos y tendones, huesos y sangre, como las cuerdas de un laúd tienden a la armonía. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos, levantado el rostro hacia el sol, doliente de deseo.

- Ahora va a empezar -anunció Karros.

Los dos hombres frenaron sus caballos. A sus pies, en el camino, el hombre santo se había detenido y sus prosélitos se arremolinaron en torno suyo. Alzó los brazos y les dirigió la palabra.

En aquel aire cálido e inmóvil, las frases se propagaban fácilmente. El hombre santo habló del amor que Dios sentía por cada uno de sus hijos y de la falta de fe que mantenía a los hijos de Dios apartados de El. Una falta de fe que inducia a los hijos de Dios a creer que necesitaban otro Dios. Se construían casas, cubrían sus cuerpos con ropas caras, erigían ídolos a los que adorar y llevaban una existencia construida sobre la escoria material de la tierra, mientras a su alrededor, como el ardiente cielo, sin que nadie se percatase de ello, Dios extendía su amor, que lo abarcaba todo y a todos.

Sólo necesitaban a Dios. Sólo Dios los salvaría. Si ellos se entregaban a Dios, en aquel mismo momento entrarían en el Reino de los Cielos.

En la garganta de Hagen se produjo un murmullo. Antes de que se diera cuenta, había cubierto la mitad de descenso hacia el camino, al responder el caballo al peso del cuerpo del jinete, que se había inclinado hacia el predicador. Karros marchó tras él.

- Habla como los ángeles, ¿verdad?

Con un estremecimiento, Hagen abandonó su estado de fascinación. Se dijo que el mundo era más complicado que eso: uno no podía renunciar a todo y entrar caminando desnudo en el Cielo.

Los seguidores del hombre santo se apretaron a su alrededor, rezaron y, algunos, empezaron a cantar. Entrelazaron los brazos y emprendieron un movimiento rítmico, a derecha e izquierda, alternativamente, en corro ondulante, altas las voces, y el anciano fue de un lado para otro, frente a ellos, y los bendijo, mientras los llamaba por sus nombres, denunciaba sus pecados y los remitía a Dios. Su voz era notable, suave y, sin embargo, convincente, flexible como la seda. Hagen quiso hablar con él, conocer su nombre, que le introdujera personalmente en el Cielo; anhelaba aquella paz, aquella certidumbre, aquella finalidad en la vida.

Pero aún no. El alma de Rogelio seguía sin apaciguar en la tumba. Teófano…

La muchacha fue más fuerte que el hombre santo. Pensar en ella le hizo apartarse del precipicio, de la influencia que el anciano ejercía y que era como una sima abierta ante él.

- Vamos -dijo a Karros.

Volvió grupas y se alejó al galope por la ladera cubierta de espinos.

- Debes de estar muy aburrido -comentó Teófano-, para dignarte buscar la compañía de una simple mujer.

Juan Cerulis apoyó elcodo en el brazo del sillón y se inclinó, con el pequeño puntero apoyado en el mueble.

- Medito en la forma de ajustarte las cuentas, Teófano: quiero tenerte delante mientras intento que se me ocurra algún sistema adecuado.

Agitó la varilla con brusco movimiento y golpeó con ella a Teófano en el brazo.

En el fondo de su litera, tía Eusebia dejó el bordado, se reclinó y cerró los párpados.

Teófano sonrió. En el punto del brazo donde había caído la vara, el dolor le llegaba al hueso.

- Quisiera que avanzaras a ritmo más vivo, patricio -dijo la muchacha-. Tanto tu compañía como esta empresa empiezan a resultar tediosas en grado superlativo.

Deslizó los dedos por el puño de la manga donde llevaba escondida la aguja. Si pudiera atraerle hasta tenerlo al alcance de la mano, le atacaría, le hundiría la aguja una y otra vez hasta que estuviese muerto.

- Ahí está Karros -dijo Cerulis- y esa bestia salvaje amante tuyo. -Lanzó una lánguida mirada lateral, cogida la lengua entre los dientes-. Parece que tiene pulgas.

- O algo peor. ¿Cambias un prurito por otro, corazón mío?

- Es un hombre completo en todas sus partes -replicó Teófano-, lo que resulta para él una vergúenza tanto como un timbre de gloria, ya que, al ser hombre, es también tosco, necio y carente de gracia. Debes saber, patricio, que con la simple amputación de ese miembro que no parece tener utilidad alguna para ti, podrías convertirte en la imagen de una mujer, por lo menos, si no en la perfección misma…

El puntero golpeó; Teófano lo vio llegar, pero se abstuvo de esquivarlo. La dura vara de madera se abatió sobre la mejilla de la muchacha, con tal violencia que el bastoncillo se quebró por la mitad. Inmóvil. Teófano se quedó mirando a Juan Cerulis y consideró el dolor como algo honroso. Juan Cerulis desvió la vista. Su cuello estaba rojo.

Los dos jinetes ya casi habían llegado hasta ellos. Teófano se recostó en los almohadones, con la cara vibrante de sufrimiento. Se imaginaba ya la hinchazón que aparecería debajo del ojo. Pronto seria una mujer fea, deforme como una bruja. Se sintió agotada, casi drogada, mientras una debilidad semejante a la propia muerte se le deslizaba piernas arriba. Durante cuatro días no hizo otra cosa que ir en la litera, acumulando en el cuerpo polvo del camino, sin poder lavarse la cabeza ni peinarse la cabellera; pensar que moriría así, hecha un adefesio, aniquilada su belleza, casi la hacía estallar en lágrimas. Cogió la aguja entre los dedos, dispuesta a utilizarla en la primera ocasión que

se le presentara. Y entonces, súbitamente, algo gigantesco se interpuso entre ella y el sol.

Era Hagen. Teófano parpadeó al mirar al aquel hombre que, a lomos de su caballo, se había situado entre ella y Juan Cerulis. Al otro lado de la silla del patricio, Karros saludaba a su señor empleando los cumplidos más obsequiosamente estúpidos. Desde su gran altura, encima del corcel, inescrutable el rostro, Hagen bajó la mirada sobre Teófano.

A ella le enfureció que la viera así. Le gruñó:

- La caravana del servicio está allí.

- ¿Esta es la de las mujerzuelas y la de los que apuñalan por la espalda?

La punta de la aguja le pinchó los dedos. Hagen estaba entre ella y su víctima.

A Teófano le dolía la cara.

- Me estás quitando el sol, cerdo -insultó la joven.

Hagen alzó la cabeza para mirar el sol y se colocó exactamente entre el astro rey y la muchacha. Ahora se interponía por completo entre ella y Juan Cerulis.

- Patricio, este hombre me está ofendiendo.

Juan Cerulis no contestó. Escuchaba el informe de Karros sobre el hombre santo.

El caballo de Hagen se acercó un poco más, mientras Teófano concebía en su cerebro un insulto lacerante. Inopinadamente, la mano de Hagen salió disparada e inmovilizó la muñeca de Teófano contra el marco de madera de la silla de manos.

La joven no emitió sonido alguno. Trató de retorcer la muñeca para liberarse, pero no pudo moverla, y celéricamente, como si sus dedos fueran el pico de un pájaro carpintero, Hagen le arrancó la aguja de la mano. Ante eso, a Teófano se le escapó un gemido de desesperación. Levantó los ojos para fulminarle con la mirada y se encontró con que Hagen le sonreía, más con los ojos que con los labios. Cuando la soltó, la yema de los dedos de Hagen acariciaron la parte interior de la muñeca de Teófano, donde late el pulso.

Erguida en la silla, la joven desvió la mirada, empavorecida. Le había arrebatado su única arma. Sin embargo, le había sonreído. Aún la quería. O acaso la odiaba tanto que desarmaría le producía el más inmenso de los placeres.

- Cuéntanos tu impresión del hombre santo, bárbaro -pidió Juan Cerulis.

Hagen permaneció silencioso durante unos segundos, cosa que Teófano había observado que solía hacer cuando le interpelaban directamente; quizás estaba traduciendo las frases para sí, aunque su griego había mejorado mucho.

- Bueno, habla ya, imbécil -apremió Juan.

- Me fío de él -confesó Hagen-. Creo que siente lo que dice.

- Eso no es demasiado notable.

- Lo es entre vosotros, los griegos -repuso Hagen.

- Tienes una manera muy desagradable de expresarte y te aconsejo que te reformes, si deseas formar parte de mi servicio.

Hagen no dijo nada. Apoyada una mano en la cadera, parecía más divertido que asustado. Teófano observó que, en el dedo meñique de la mano izquierda, llevaba un anillo con un granate engarzado, que ella no había visto antes.

- Ordénale que se aparte de mi, patricio -manifestó-, antes de que vomite sobre vosotros dos todo lo que llevo en el estómago.

- Ya me voy -dijo Hagen-. El olor femenino que se respira aquí me está poniendo enfermo.

Se adelantó, dejando en el espacio entre Teófano y Juan Cerulis un remolino de polvo acre. El aspirante a emperador dirigió a la chica una fría mirada.

- Ese hombre santo no me parece que justifique tanto esfuerzo. No lo vale. Y he descubierto, Teófano, que tu talento de animadora está en pleno declive. Una vez encontremos a ese Cristo del desierto, creo que tendremos un espectáculo más a costa tuya… Sé de cierto número teatral a base de un recipiente de cobre, una rata y una olla de brasas… ¿Has oído hablar de él? Seguramente nos obsequiarías con una función espléndida.

- Claro que he oído hablar de ese número -dijo Teófano, furiosa y al borde de las lágrimas; su aguja, su aguja. Ahora lo tenía al alcance de la mano y podía matarlo, pero ya no contaba con el arma-. No posees el don de la imaginación y es imposible que se te ocurra algo original, ¿eh, Juan? -Alzó la cara-. Dios mío, quisiera morir, ahora mismo, antes que tener que pasar otro día sin lavarme la cabeza.

- Te concederemos ese deseo -declaró Juan Cerulis-. Mañana, después de que el hombre santo me haya decepcionado.

Daniel se acostó al pie de un espino, junto a la carretera, envuelto en su capa. Alrededor suyo pernoctaban también sus seguidores, una multitud compuesta por cerca de un centenar de personas. Algunas tenían tiendas, otra contaban con sirvientes que guisaban para ellas, a otras no les faltaba el vino y. por culpa de esas personas, el hombre santo se pasó despierto la mitad de la noche y, a la mañana siguiente, cuando se presentó Juan Cerulis, Daniel se encontraba lleno hasta el mismo borde de ira divina.

Con el cayado en la mano y el capote bien ceñido en torno al cuerpo, de pie en mitad del camino, observó aproximarse la caravana del noble. Un estridente viento de la montaña le dividía la barba y comprimía el borde del capote contra sus piernas, donde aún se apreciaban las cicatrices de color púrpura desvaído resultantes de sus forcejeos con el Maligno. En forma de media luna, se arracimaban junto a él los cuerpos de una densa masa de personas; sus incondicionales también observaban la llegada de los hombres de Constantinopla.

Su número era mayor que el de los que rodeaban a Daniel. Iban a caballo. Un portaestandarte, a la cabeza de la comitiva, llevaba una enorme bandera de seda, y otros redoblaban tambores y tocaban címbalos y flautas; en el centro, en una litera llena de almohadones, viajaba un hombre de cabello plateado.

Daniel reconoció instantáneamente a aquel hombre: el emperador acudía a su encuentro, en busca de su sabiduría, para hallar el camino hacia Dios y conducir a la Cristiandad al Reino de los Cielos.

Daniel arrojó el bastón y gritó con voz terrible:

- ¡Alto! Deteneos donde estáis y dejad que el emperador venga a pie hasta mi!

Al pie de la ladera, el alegremente clamoroso y colorista ejército se paró en seco.

En tono excitado, los jinetes se dirigieron unos a otros palabras llenas de sorpresa.

- ¡Le ha llamado emperador!

- ¡El emperador!

- Es un presagio… ¡El hombre santo ha tomado a Juan Cerulis por el emperador!

Daniel los oyó y se apresuró a apretar los labios, disgustado consigo mismo. Le hormigueó en la nuca un sarpullido húmedo. Se preguntó si le habrían oído los demás, si en adelante dudarían de sus palabras. Los porteadores le acercaban el hombre de la litera. Ahora, al mismo pie del monte, bregaba para levantarse y surgir de los confines de sus almohadones de seda y un grupo de guardias con armadura de cuero se adelantaron prestos para ayudarle. Apoyándose en sus manos, Juan Cerulis echó pie a tierra.

Apartó las manos de los guardias que le ayudaron. Resbalando y tropezando por el áspero suelo, ascendió ladera arriba hacia Daniel. Se cayó una vez y volvió a incorporarse, no sin pisar el dobladillo de su túnica de seda. Perdió una de sus enjoyados escarpines. Alcanzó la cima del monte y se echó a los pies de Daniel.

- Soy el emperador. Soy el emperador. -Agarró los tobillos del hombre santo, rompió a llorar y sus lágrimas rociaron los pies descalzos de Daniel-. ¡Soy el emperador!

Daniel le dio un empujón, furioso. Pero se aproximaban ya otras personas, con los brazos extendidos, para cogerle. Los dedos se cerraron sobre los verdugones de sus piernas, le desgarraron el capote y, en medio de aquella bandada, el hombre del cabello plateado se alzaba en toda su estatura, con semblante tan resplandeciente como una lámpara encendida, mientras gritaba:

- ¡Soy el emperador!

En el desierto, a solas, Daniel había notado a Dios en su interior, pero ahora se sintió horrorizado, profanado por aquellas manos. El estruendo que originaban le impedía pensar. Si no era el emperador, ¿quién era aquel hombre? Si no era el emperador, ¿por que acudía al encuentro de Daniel? ¿Le enviaba Dios? ¿Quería Dios que él lo proclamase? ¿O el Diablo ponía ante él otra tentación? ¿Por qué Dios no le contestaba?

Si Dios estuviese verdaderamente con él…

Súbitamente, perdió el sentido y cayó desmayado, allí, a los pies de Juan Cerulis.

La bañaron de pies a cabeza; sólo tuvo que permanecer quieta y dejar que las demás trabajasen. Calentaron el agua en recipientes colocados sobre el fuego, la filtraron después con tela de Gaza y la perfumaron con esencias, almendras y lima. Le lavaron las manos y los pies, todos los dedos, uno por uno, y la ungieron con finos aceites para eliminar la áspera y seca limosidad que el desierto había asentado en su piel.

Estaba tendida de espaldas mientras le aclaraban el pelo, con el agua corriendo entre el pelo como un cálido río de dulce aroma y los mechones flotando sueltos. Le secaron la cabeza con gruesas toallas y por último le frotaron los cabellos con un paño de seda hasta que adoptaron un sedoso y brillante tono negro azulado, curvadas las puntas en húmedos rizos.

Se sentó frente a un espejo de plata pulimentada y volvió a verse guapa. Le pintaron la cara con los afeites más delicados, aplicándole una sombra de ojos azul y violeta, un tono de rosa en las mejillas y en los labios. Después le rizaron el pelo y le adornaron la cabellera con peinetas y flores de esmalte, le pusieron vestidos de gran gala y alta costura y le calzaron los pies con zapatillas de terciopelo.

La única imperfección era la enorme magulladura de la mejilla, que ni siquiera el denso colorete egipcio podía disimular del todo.

Continuó sentada allí y, mientras se admiraba en el espejo, pensó que envejecía muy bien; a sus veintidós años aún conservaba el vital aspecto de la juventud. Volvió cuidadosamente la cabeza a un lado, para ocultar la contusión. Seguía probando diversas posturas cuando Juan Cerulis entró en la tienda.

- Corazón mío -se situó detrás de ella, de pie, con las manos en los hombros de la mujer y se inclinó para rozarle las mejillas con los labios-. Te lo perdono todo.

Ni siquiera con toda su fuerza de voluntad pudo Teófano abstenerse de volver la cabeza con rapidez; tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no pronunciar las palabras que la mera vista de aquel hombre llevaban, como bilis, a sus labios. En el espejo, las dos caras estaban mejilla contra mejilla.

- Entonces, el hombre santo te sirve, ¿no? -dijo.

- Me ha nombrado emperador -respondió Juan. Enderezó el cuerpo. Se entrelazó las manos por delante, paseó de una punta a otra de la tienda, con una expresión de altivo éxtasis en el semblante-. Dios ha enviado este hombre en calidad de mensajero para apremiar a la Ciudad a que se desembarace de la usurpadora Irene y coloque en el trono de Constantinopla a quien es digno merecedor de la diadema.

Se santiguó. Teófano contempló en el espejo la profundidad de sus propios ojos.

- Y tú serás mi emperatriz -añadió Juan Cerulis. Apoyó de nuevo las manos en los hombros de Teófano y puso su mejilla izquierda junto a la derecha de la joven-. Has demostrado ser digna de mi y te acepto como compañera.

- Creo que formamos una buena pareja -comentó Teófano.

- ¡Una buena pareja! -exclamó él, sorprendido-. Bueno, tal vez… Más bien ornamental, pienso, pero, si, supongo que puedes considerarlo como una pareja. -Su voz volvía a ser sosegada, lubricado el corte fogoso de la convicción-. Vamos, esta noche debemos cenar juntos, para celebrar lo que hoy me has dado.

Se trasladaron a la mayor de las tiendas y tomaron asiento uno junto al otro, mientras la doble fila de guardias se alineaban a su espalda. Teófano no vio a Hagen entre ellos. ¿Qué pensaría el franco de aquello? Se preguntó si conseguiría un arma gracias a él. Ahora que Juan volvía a confiar en ella, no tendría dificultad en matarle, si contara con un cuchillo, por lo menos. Presentaron los primeros platos. El cocinero avanzó hasta el otro lado de la mesa, a la cabeza de sus ayudantes, cada uno de los cuales esgrimía en la mano derecha una cuchara, como si se tratase de una lanza. Aguardaron

la llegada de la fila de sirvientes que llevaban los platos y cuencos. Las sopas, una clara, otra ligeramente más espesa, fueron excelentes.

Salió un conjunto de acróbatas, que ejecutaron sus vuelos y piruetas. Juan se inclino en el asiento, con cara de aburrido; tomó un mordisco de pan y lo escupió.

- ¿Por qué no pueden cocer una pan decente? -Descargó un puñetazo en la mesa-. ¿Para qué sirve ser emperador si uno tiene que comer como un campesino?

- Desuella al cocinero -sugirió Teófano.

El cuchillo del pan estaba bastante afilado, desde luego. Se hallaba a poco menos de dos metros de ella y Juan estaba a tiro. Pero en aquel instante la miraba con ojos centelleantes, malhumorado.

- Tu carita no está muy bien maquillada, querida.

- Es la contusión -repuso ella-. Está negra como un africano y no hay forma de enmascararía.

- Insisto en que te sientes a mi izquierda, entonces, de forma que no tenga que verla cada vez que te mire.

- Como gustes, basileus.

Si se trasladara a su izquierda, quedaría justo delante del cuchillo del pan. Se levantó y, prestamente, un tropel de criados se precipitó a retirar su silla y arreglar la mesa. En el momento en que se volvía a sentarse, entró Hagen.

Se detuvo al otro lado de los acróbatas y Juan Cerulis le vio.

- Ven aquí -le llamó, y se pasó la servilleta por los labios-. Tengo una pequeña sorpresa para ti, Teófano, una prueba de mi cambio de opinión respecto a ti.

Despidió con un gesto a los acróbatas y Hagen avanzó hacia la mesa.

- Bienvenido, bárbaro -dijo Juan Cerulis-. ¿Recuerdas que te dije que castigo el fracaso con mano implacable? ¡Karros!

El gordo rodeó la mesa para colocarse junto a Hagen y ejecutó una reverenda.

Su voz retumbó, tan oronda como su barriga:

- ¡Si, patricio!

- Últimamente has sido una continua desilusión para mí, Karros. Te encargué que descubrieras los secretos de Miguel y fracasaste; te envié a recobrar lo que me pertenecía, que estaba en manos de una simple mujer, y volviste a fallarme. Despues mataste al hermano de este hombre y lograste despertar su interés por introducirse aquí, aunque está tan absolutamente desprovisto de refinamiento que no merece puesto alguno en mi sociedad. -Juan se inclinó hacia adelante, con el mentón proyectado al frente-.

Sólo tienes un modo de evitar la muerte, Karros, ¡y es matar por mí al franco!

Hagen retrocedió velozmente hacia el centro de la tienda, al tiempo que miraba a uno y otro lado y extendía las manos. Teófano cerró los puños. Hagen iba sin espada, sólo la daga del cinturón. Karros avanzó sobre él, desenvainó y esgrimió la espada.

- ¡No huyas, bárbaro!

Karros se lanzó al ataque y los ocupantes de aquella parte de la tienda gritaron y retrocedieron, mientras se apresuraban a levantar las manos. Teófano se puso en pie, apretados los dientes sobre el labio. Sobre las alfombras del centro de la tienda, los pies de Hagen no produjeron ruido alguno; dio un salto hacia atrás, para eludir el mandoble horizontal de la espada de Karros, efectuó un regate lateral que le permítio hacer lo propio con el segundo golpe y se agachó para esquivar el tercero. A una orden de

Juan Cerulis, los guardias dieron rápidamente la vuelta a la mesa y formaron un circulo de cuerpos alrededor de los combatientes.

Karros aún estaba en el centro del espacio, jadeante, alzado el espadón por encima del hombro. Hagen se movió raudo, saltando sobre la punta de los pies, a fin de buscarle las vueltas. Cuando Karros giró para seguirle, Hagen le embístio.

La espada de Karros silbó en el aire, pasó junto a la blanca pelambrera del bárbaro, y éste, revolviéndose, alcanzó el antebrazo del gordo. La espada se desprendió de la mano de Karros. Hagen dio un tirón del brazo y el adiposo guardia perdió el equi1ibrio, se tambaleó y osciló hacia un lado, de espaldas al franco. Hagen le pasó un brazo alrededor del cuello, con el hueco interior del codo engarfiándole la garganta, y le inmovilizó.