Debía mantenerlos a raya, fuera como fuese. Abajo, su parakoimomenos chismorreaba con Helena, a la que si le tiraban de la lengua muy bien podía escapársele el secreto de la debilidad de su señora; detrás de Irene, Nicéforo anotaba algo en una de sus hojas de papel.
Podía lanzarlo uno contra otro, cosa fácil de lograr, puesto que ya rivalizaban por el poder y se odiaban por naturaleza. Irene los conocía muy bien a ambos. No le resultaría nada complicado prepararles unas trampas bien tramadas, en las que su propio carácter los induciría a caer.
El cuerpo volvía a torturaría, a impulsarla a andar, a moverse, a utilizar el desbordamiento de energías que la inundaba. A sacar partido de si misma, comprobar lo que podía hacer, hasta dónde podía llegar, cuánto podía resistir esforzándose al máximo, antes de que el dolor la atacase de nuevo. Determinar sus limites.
Cruzó la habitación.
- ¿Y bien, Nicéforo? Seguramente tendrás en la cabeza alguna idea para extraer una parte de esas reservas de Estudio, ¿no?
- Sí, augusta.
- Estupendo -dijo Irene-. Estoy impaciente por oírlas. Adelante.
- Deberías asistir a las ceremonias -dijo Constantino, al tiempo que se quitaba la capa.
El príncipe Miguel rezongó:
- Locura necesitaba un remojón.
- Por la mismísima esencia de la Trinidad, Miguel, no irás a decirme que te has pasado la tarde remojando la pata de un caballo. Debes saber que en la vida hay algo más que las carreras. -Constantino avanzó por el pasillo de los establos y asomó la cabeza por el que ocupaba Locura. El animal le tiró un bocado, aplastadas las orejas sobre el cuello-. ¿Está mejor?
- No lo sé. Supongo que se hace viejo…, o quizás algo le funciona mal en la pata, o en el brazuelo.
Miguel echó a andar en pos de Constantino. Los mozos de cuadra se habían reunido en el extremo del pasillo, probablemente para jugar a los dados, y los caballos masticaban su ración de heno. Hasta la hora de la cena no había nada que hacer y Miguel estaba aburrido. Se inclinó por encima de la media puerta del establo e indicó la pata delantera del alero de pelaje bayo oscuro.
- ¿Ves? Ahí lo tienes, alargando otra vez el pie. Me fastidia mucho verle hacer eso, creo que se siente inseguro. -Parecía encontrarse bastante bien durante la carrera.
Miguel suspiró y se mordió el labio, sin apartar la vista de la negra pata, que el caballo mantenía ligeramente extendida hacia adelante, a fin de que el peso del cuerpo descansara sobre la punta del casco. Constantino tenía razón. El caballo había corrido bien, pero durante la mañana empezó a cojear.
- ¿Cómo fue la ceremonia?
- Irene estuvo perfecta. -La voz de Constantino se tomó suave, velada por la emoción-. Adoro ese rito, y ella tiene el don de glorificar esa ceremonia, uno siente que las manos de Dios le rodean.
Junto a Constantino, Miguel se inclinó hacia el interior del establo y empezó a soltar el ronzal a Locura. Eso era lo que le ocurría a un hombre cuando dejaba de estar en condiciones de competir en las carreras; se ablandaba y se ponía a pensar en las ceremonias. Miguel pensó que también podía ingresar en un monasterio. Retiró el ronzal del bayo.
- Siempre les estoy diciendo que no les dejen los ronzales por la noche. -Su mirada recorrió los cuatro compartimientos en los que los caballos se habían pasado la tarde moviendo las mandíbulas-. Le dieron un buen repaso a los jorasan de Ismael.
- En la pista, se dejarían la vida por ti. Tienes las manos de Cástor, para quien no tenía secretos el arte de domar caballos. Sin embargo, en mis buenos tiempos, mi tronco y yo te habríamos dado alguna tollina que otra.
Miguel cerró los oídos. Aquello salía a relucir cada dos por tres en boca de su tío y se sabía de memoria todas las hazañas que iban a seguir. Continuó mirando la adelantada pata delantera de Locura, preocupado por el animal, por la posibilidad de tener que sustituirlo o acabar con él. Amaba a aquel caballo. Constantino seguía recitando los avatares de unas eliminatorias celebradas tiempo atrás. En un punto del pasillo de al lado, un hombre vociferó.
Miguel apenas hizo caso, pero al cabo de unos segundos, el grito se repitió, más cerca, y Miguel alzó la cabeza. Uno de los mozos de cuadra dobló el recodo, con la boca muy abierta y los ojos desorbitados.
Príncipe, mi príncipe!… ¡Esad! ¡Se está peleando ahí detrás con un salvaje de
las estepas!
Miguel soltó un taco por lo bajo.
- Maldito sea, déjale que le zurren la badana. Siempre está metiéndose con tipos que le vienen grandes.
El mozo de cuadra bailoteaba de un lado para otro, delante de Miguel.
- Señor, ese hombre va a matarlo.
Constantino siseó entre dientes:
- No lo creo.
Pero Miguel y él echaron a correr pasillo abajo.
En la parte posterior de los establos había una puerta que daba a los terrenos de palacio; alguien había llevado allí dos caballos desconocidos, evidentemente criados en el campo, y abierto la mitad superior de la puerta para proporcionarles algo de aire.
En aquella línea de establos, media docena de mozos de cuadra de los otros tiros habían arrinconado al propietario de los caballos e intercambiaban con él frases acaloradas.
El encargado de todos los mozos de cuadra era Esad, que siempre andaba a la greña, pero cuando Miguel y Constantino llegaron allí, nadie peleaba. El forastero permanecía tranquilamente sentado encima del borde de la mitad inferior de la puerta del primero de los establos. Sonreía y contestaba sin alterarse a los indecorosos insultos que los mozos de cuadra lanzaban contra él y contra sus caballos.
Miguel se detuvo en seco y un arrebato de cólera abrasadora se disparó por sus venas. Era el individuo que la noche anterior había estado coqueteando con Teófano en el Bucoleón.
- Mira, palafrenero -le decía a Esad en aquel momento, en un griego acentuadamente coloquial-, en mi tierra, sólo los esclavos pelean a puñada limpia. Si quieres vértelas conmigo, vete a buscar una espada.
- ¿Ah, si?
Esad sacó pecho y se pavoneó un poco. Era hombre corpulento, fornido, un canaanita, de encrespado pelo negro, cuadrada mandíbula y puños como adoquines. No se dio cuenta de la llegada de Miguel y Constantino, que ahora estaban a su espalda.
- Si la espada se te da igual que la elección de caballos a la hora de comprarlos, no creo que tenga que preocuparme mucho. Baja y pelea, extranjero, si es que tienes agallas.
Los demás mozos de cuadra le animaron a gritos, a la vez que silbaban y abucheaban al forastero. Siempre estaban dispuestos a fanfarronear en nombre de cualquier otro. Esad ejecutó unas cuantas cabriolas por el corredor, mientras el gigantesco bárbaro, tan rubio como moreno era Esad, tamborileaba con los talones sobre el paño de la puerta del establo y sonreía mirando al caballerizo. Luego, Esad se acercó a la pared y cogió un largo látigo.
- Bueno, si no quieres bajar, tendré que echarte de ahí, ¿no?
El grupo de mozos de cuadra emitió un coro de murmullos y retrocedió en precipitado bloque. Uno o dos pusieron cara de alarma. Miguel se cruzó de brazos. El corpulento bárbaro de alba cabellera le pareció bastante duro la noche anterior, en el Bucoleón; seria interesante comprobar si sus hechos estaban a la altura de sus palabras.
Esad desenroscó el látigo y golpeó el suelo con él.
- Ven aquí y recibe tu castigo -dijo, arrastrando las sílabas, brillantes los ojos, y lanzó un latigazo al bárbaro.
El hombre de cabello blanco bajó de lo alto de la puerta del establo, con ágil y ligero salto. Esquivó el primer viaje del serpenteante látigo, y cuando Esad lo echó hacia atrás, pasándoselo a la espalda por encima del hombro, el bárbaro se precipitó sobre el caballo rizo y agarró la punta de la tralla.
Esad chilló. Dio un tirón al mango del látigo, y el bárbaro albino soltó un poco de cuero, para luego echar con fuerza el brazo hacia atrás y arrastrar a Esad hacia él, sobre la punta de los pies, para, con celérico movimiento circular de la mano, pasar el sen o del látigo alrededor del cuello del jefe de los mozos de cuadra.
Miguel profirió un grito ronco. Irrumpió en medio del grupo de espectadores, se interpuso entre el bárbaro y el mozo de cuadras. que emitía espantosos sonidos, medio estrangulado ya. La mano de Miguel se cerró en torno al látigo, a dos centímetros y medio de la del bárbaro. Cara a cara, pecho contra pecho, ambos hombres se miraron, con el látigo, agarrado con fuerza, entre ellos.
Los ojos del hombre de blanca cabellera se desorbitaron a causa de la sorpresa.
- ¿De dónde infiernos sales? -articuló, pero soltó el látigo y retrocedió unos palmos.
Miguel dejó caer el látigo. Lanzó una rápida mirada por encima del hombro, para comprobar que Esad se encontraba bien. Los otros mozos de cuadra se habían arrodillado junto al caballerizo y le desprendían el látigo de la garganta. Miguel volvió a mirar al bárbaro.
Este se acomodó de nuevo en el borde superior de la media puerta del establo. El caballo alojado allí le hocicó la espalda.
- ¿Por qué has mediado en esto? -preguntó a Miguel-. No hay presente ninguna mujer a la que impresionar, ¿eh?
- Mira -dijo Miguel, y su dedo indice punteó en el pecho del bárbaro-, no te metas con mis palafreneros.
El bárbaro le asestó un golpe a la mano, obligándole a bajarla.
- Ni se te ocurra ponerme las manos encima.
Se fulminaron con los ojos. Los mozos de cuadra se llevaban a Esad, que se acariciaba la garganta con las manos: habían aparecido allí rojos verdugones como collares de sangre. Miguel se agachó, recogió el látigo del suelo y lo enrolló en sus manos.
Odiaba a aquel bárbaro con una intensidad al rojo vivo. El era el campeón; se había ganado la admiración y el respeto de todo el mundo en Roma, y ahora llegaba aquel vulgar patán, al que apenas podía considerársele hombre, y se burlaba de él.
- Lárgate de aquí -ordenó Miguel-. Llévate esos rocines a otro sitio. Aquí, lo único que vas a encontrar son complicaciones.
- Gracias por el aviso.
- Si tienes un mínimo de cerebro, lo atenderás.
El hombre corpulento no respondió, pero su desagradable sonrisa declaró que no albergaba la más remota intención de abandonar el hipódromo. Miguel se alejó por el pasillo.
- ¿Qué le ha pasado? -Ismael se ladeó para ver al caballerizo Esad, que entraba en la taberna dando traspiés y sostenido por varios hombres, entre los que se encontraban los mozos de cuadra de Ismael.
- Se ha enzarzado en otra pendencia -informó uno de éstos.
Ismael soltó una carcajada y se acomodó en el taburete. El jefe de los palafreneros de Miguel siempre estaba buscándole tres pies al gato y recibiendo palizas. Volvió a ponerse de cara al hombre que le estaba pagando el vino.
- ¿Cuándo habrá otra carrera?
- Cuando la basileus la convoque.
Ismael observaba la escena que ofrecía Esad, aposentándose con movimientos vacilantes a una mesa del fondo de la taberna. Le habían desollado el cuello, como si su piel fuera la cáscara de una naranja, y a duras penas podía mantenerse derecho.
Aquella cantina estaba a una calle del hipódromo y los miembros de los equipos se pasaban allí buena parte de su tiempo libre. Desde donde estaba sentado, Junto a las cubas de vino, Ismael veía a veinte conocidos, la mayor parte de los cuales se apiñaban en torno a Esad y le pedían que contase la historia de las heridas que sufrió en la batalla. Piezas de aparejos, arreos y arneses colgaban de las paredes; encima de los toneles, suspendido del gancho clavado en una viga, había un polvoriento cinturón de cuero, tachonado de adornos de oro, que algún campeón de otra época, largo tiempo olvidada, ganó en las competiciones. La leyenda decía que cuando aquel cinturón cayese, los muros del hipódromo se desmoronarían y las hierbas crecerían en la pista. La
leyenda también afirmaba que los adornos de aquella correa eran de latón.
- Es uno de los hombres del príncipe, ¿verdad? -dijo Karros, sentado frente a Ismael, al otro lado de la mesa. Cogió la jarra de vino y llenó otra vez el vaso del auriga.
Éste tomó un largo trago. El guardaespaldas de Juan Cerulis le había abordado por alguna razón, y ahora quizás descubriese cuál era dicha razón.
- Si, es el encargado de los mozos de cuadra.
- Es un héroe de multitudes, Miguel, quiero decir.
- Cierto. Todo el que gana es un héroe. En tanto siga ganando.
Karros se acarició la barba. Era armenio, al menos una buena parte de él, y su rizada barba negra denunciaba su sangre oriental. Para ser un individuo que vivía en plan de matón, parecía un poco blandengue, el estómago proyectaba una hinchada curva sobre la cintura, el cuello y los brazos eran más bien regordetes, tirando a fofos, y estaban pálidos. Alzó los pulgares y su mueca de soslayo dejó ver unos dientes amarillentos y separados entre si.
- Te gustaría disfrutar de eso, ¿verdad? Aunque sólo fuera una vez.
- Ujú -Ismael dejó el vaso de vino, que volvía a estar vacio-. ¿Tienes algo que decirme que tenga sustancia? Una vez sólo no seria suficiente. Ni mucho menos. (Sabes lo de la carrera de ayer?
- Si, creo recordar que ayer sucedió algo en el hipódromo.
La sonrisa de Karros no tenía el menor asomo de humor.
- Durante la carrera, Miguel lucía algo de color en el brazo.
- ¿Ah, sí? No lo recuerdo.
- Sí. Llevaba un pañuelo amarillo.
- Para que le diera suerte, tal vez.
Ahora que se le refrescaba la memoria, Ismael recordó que, mientras azuzaba desesperanzadamente a su tronco, entre el polvo que dejaba la cuádriga del príncipe, un pañuelo amarillo onduló como un insulto ante su cara.
- ¿Por qué le da ahora por eso? Nunca recurrió a amuletos de la buena suerte. ¿No te parece que podría ser una señal?
- No sé qué era, Karros. ¿Por qué no se lo preguntas a él?
Los labios de Karros se fruncieron en una torcida sonrisa. Puntitos castaños moteaban el blanco de sus ojos.
- Piensa en esto, Ismael. Es el favorito del pueblo. Si quisiera ser emperador, nada le detendría.
- "Emperador” -repitió Ismael, atónito-. Estás loco, Karros. ¿Qué tontería es ésa?
- El pañuelo amarillo…, creemos que es una señal dirigida a sus seguidores.
¡ -Estiércol de caballo -Ismael observó recelosamente el semblante de Karros, mientras se preguntaba de dónde diablos sacaría aquellas historias.
- ¿Por qué iba a desear ser emperador -estalló-, cuando es el campeón del hipódromo?
- Vosotros, los aurigas de carreras, tenéis una visión del mundo bastante estrecha, ¿no crees? -dijo Karros. Meneó la cabeza en dirección a la puerta-. Ahí viene el hombre en cuestión. La última manga fue una media carrera de todos los demonios.
Ismael perdió los estribos.
- Gracias por la invitación.
Se puso en pie con brusquedad, lanzó a Karros una mirada centelleante y atravesó la taberna, en dirección a la gran mesa del fondo donde el príncipe Miguel acostumbraba a sentarse.
Miguel se había detenido para decirle algo a Esad, que se palpaba la garganta y hablaba con voz áspera. Ismael aguardó hasta que el príncipe se apartó del lastimado caballerizo.
- ¿Qué le ha ocurrido?
Miguel se encaminó a su mesa.
- Se fue de la lengua con quien no debía. Siéntate y comparte una jarra conmigo.
Ismael acercó un taburete a la redonda mesa de madera sembrada de cortes y cicatrices. La lámpara suspendida encima de la mesa despedía oleadas de nubecillas de humo y el hollín había ennegrecido el techo; la sombra de la lámpara caía sobre la mesa. Ismael pasó los dedos por las profundas marcas de la desgastada superficie de madera, donde varias generaciones de clientes habían entretenido sus ratos de ocio utilizando el cuchillo.
- ¿Dónde tuvo lugar esa pelea en que se metió Esad?
- En las cuadras. Hay en la parte de atrás un extranjero. un hombre de pelo blanco, ¿le has visto?
- ¿Tiene dos sementales sirios…, uno bayo y otro negro? Sí. Parece bastante chapucero con los arreos. ¿Para quién trabaja?
Miguel ya había hecho la correspondiente seña a una de las mozas que servían a los parroquianos, la cual llevó una jarra de doble asa llena de estupendo vino occidental y colocó un vaso delante de cada uno de los aurigas.
- Al parecer está al servicio de la basileus. Tal vez sea uno de sus espías.
Ismael acarició su vaso. Karros le había atiborrado el cuerpo de bebida y no le gustaba achisparse demasiado. La idea de los espías le sedujo. Karros estaba en lo cierto: miraba demasiado poco el mundo existente fuera del hipódromo. Eso le recordó lo del pañuelo amarillo y miró al príncipe Miguel.
Lo ojos del otro hombre le observaban especulativamente.
- ¿Sabes algo acerca de ese nuevo tronco de Cesarea?
- He oído que es muy osado, pero que tiene unas manos demasiado pesadas.
- ¿Qué clase de caballos lleva?
- Cruces de Ferghana, probablemente.
Los demás troncos no le interesaban gran cosa. Tenía la absoluta certeza de que derrotaría a cualquiera de ellos en las mangas. Ismael se había ganado el derecho a correr por los verdes de Constantinopla en el curso de una competición que duró todo el verano y en la que no perdió una sola eliminatoria; sabia que era el mejor, y las pruebas de clasificación para participar en el campeonato no le preocupaban lo más mínimo. Todos los troncos, salvo el de Miguel, tenían que luchar por un lugar en la pista contendiendo con el campeón; las pruebas clasificatorias se desarrollarían a lo
largo de casi todo el verano, de acuerdo con el deseo de la emperatriz.
- ¿Cuándo volveremos a correr tú y yo?
- Antes de que acabe la canícula, desde luego. -Miguel se echó hacia atrás, con los largos brazos extendidos a través de la mesa. La túnica blanca que llevaba, de la seda más suave y elegante, no podía ocultar la perfecta estructura de su pecho y de sus hombros; los brazos eran tan gruesos como los muslos de un hombre corriente.
Cuando movía los dedos, los enormes músculos de los antebrazos parecían saltar bajo la piel-. Cuando más riguroso es el verano, más a menudo se celebran carreras. -Dirigió a Ismael una sacudida de cabeza-. Nunca me vencerás, ya lo sabes
Ismael se enderezó, rígida la espalda.
- Algún día.
- No me ganarás nunca.
Agraviado, Ismael se puso en pie; el taburete chirrió al arañar sus patas el piso.
Peor que perder era estar oyendo cómo se lo recordaban continuamente. Se retiró y, al cabo de unos pasos, giró en redondo.
- ¡Miguel!
Se hizo el silencio en la taberna. Todo el mundo volvió la cabeza para mirarles.
- Príncipe Miguel -corrigió calmosamente el hombre sentado a la mesa.
- Ese trapo amarillo, príncipe, que llevabas durante la carrera, príncipe…, ¿qué significaba?
El otro auriga se echó a reír.
- Era un regalo. Un regalo que me hizo una amiga.
La blancura de sus dientes resaltaba en medio de la recortada barba negra. Apuró el vino y depositó el vaso encima de la mesa.
Ismael se encaminó a la puerta. Pasó junto a Karros, que seguía sólo en la mesa contigua a los toneles de vino. Se detuvo para comentarle:
- Ya ves. Oíste, ¿no?
- No iba a decirlo delante de todo el mundo, ¿verdad? -respondió Karros.
- Me rindo -dijo Ismael-. No hay respuesta.
Salió a la calle.
Karros se pasaba en la taberna todo el tiempo que le era posible, o sea, la mayor parte del día, dedicado a beber y escuchar chismes. Le gustaba aquel trabajo; lo que no le apetecía en absoluto era regresar ante su señor sin noticia definitiva alguna acerca de las intenciones del príncipe Miguel. Aguantaba bien la bebida, de modo que sólo estaba ligeramente alumbrado cuando, a media tarde, un golfillo callejero le entregó una nota escrita en papel perfumado.
Aquella fragancia le resultaba familiar. Supo quién había redactado la nota incluso antes de desdoblar el papel y ver los firmes rasgos de la caligrafía. Al terminar de leerla, empezó a sonreír.
Era una lianta, aquella zorrita; ahora pensaba que podía entrometerse de nuevo.
Se levantó rápidamente de la mesa, recogió la capa y las botas, que había empujado debajo de la silla, y franqueó la puerta de la calle.
Casi anochecía. Fuera de la taberna, las prostitutas se congregaban ya, dispuestas a la tarea nocturna. Karros se abrió paso entre ellas, sin mirarlas. Se había prometido a sí mismo, una vez, que cuando Teófano perdiese la protección de la noble, él la tomaría para sí. Ahora, la chica volvía a él.
Pasó por delante de los baños públicos, camino de una pequeña iglesia que había en la cuesta, rodeada de viviendas habitadas por los pobres. Un enjambre de trabajadores y de amas de casa esperaban en el patio del templo a que empezara la misa. Karros pasó junto a ellos y entró por la puerta principal.
La iglesia olía a incienso rancio. Los acólitos corrían irreverentemente de un lado a otro, bajo la cúpula, llevando velas al altar y, de regreso, jugando, patinando sobre el liso suelo y riendo tontamente. Al ver acercarse a Karros, adoptaron un paso exageradamente sobrio. Karros se desvió hacia una de las alas del templo, por la parte exterior del círculo de columnas con pie que soportaban la cópula, hacia un banco en el que permanecía sentada una mujer con el rostro cubierto por un espeso velo.
Era Teófano, que fingía rezar. Karros se acomodó a su lado. El perfume de la muchacha le excitó.
- Buenas tardes, Teófano. -Karros se pasó la lengua por los labios y saboreó el gustillo salado del sudor, mientras rememoraba la última vez que había visto a la muchacha-. Llevas ahora bastante más ropa encima que aquel día en la posada de Crisópolis, querida.
Teófano se santiguó, sin decir palabra, como si no le hubiese oído. Karros no podía ver la expresión del rostro, cubierto por el velo.
- ¿Sigues acostándote estos días con sudorosos bárbaros enemigos del baño? -probó de nuevo Karros.
Ella tampoco dio muestras de haberle oído y, durante un momento, Karros se sintió mareado y se preguntó si no se habría equivocado de mujer…, si no estaría cometiendo un terrible error. Pero Teófano se recostó entonces en el respaldo del banco, alzó el velo y volvió hacia él una carita en forma de corazón, maravillosamente enmarcada por la gasa negra, candorosas las pupilas azules.
- Dime, Karros, ¿está el patricio muy desencantado de mí?
El gordo sicario parpadeó, cogido a contrapié por la inesperada pregunta.
- ¿Quieres volver con él?
Aletearon las pestañas de Teófano; en sus mejillas apareció un nuevo color. Karros carraspeó. Se daba cuenta de que debía inducirle a pensar que iba a ser bien recibida. Juan Cerulis daría algo bueno por volver a tenerla en sus manos.
- Creo que te ama, querida -dijo Karros-. Se lo perdonará todo a cualquier persona a la que ame.
Parecía imposible conseguir que aquellas palabras salieran a través de sus labios sin que se le trabara la lengua. Se acarició la boca con los dedos y deseó no haber bebido tanto.
- ¿Tú crees, entonces, que me aceptará si vuelvo? -preguntó la muchacha.
- Te facilitaré las cosas -prometió Karros. Se preguntó por qué hacia aquello Teófano. Desde laego, estaba cumpliendo órdenes de la emperatriz. Pero, ¿qué más daba?
Una vez Juan Cerulis la tuviese cogida, nunca volvería a escapársele.
- No tuve más remedio que acompañarlos, ¿sabes? -explicó Teófano-. La verdad es que deseaba servir al patricio~ pero Simón me arrastró al encuentro con Targa. Y entonces, aqtellos francos…
¡Ah, sí, sí, querida! Ya vi cómo les plantabas cara a aquellos francos.
Teófano abrió mucho los ojos; con voz temblorosa, como si la agitaran unos sentimientos que distaba mucho de experimentar, dijo:
- No sé cómo agradecértelo, Karros… De no haber entrado tú en aquel momento preciso, mucho me temo que el franco me habría violado…
Karros estalló en una sonora carcajada; los fieles entraban ya en la iglesia y aquel jactancioso regocijo hizo que dirigiesen la vista hacia la pareja. Se contuvo. En el altar, los monaguillos encendían las velas. Karros se llevó la mano a la boca.
- Aquellos bárbaros. -Recordó al hombre que le había parecido ver en la zona superior del hipédromo, un hombre al que no deseaba tener de nuevo frente a si-. No sabrás, por casualidad, dónde se encuentran ahora, ¿verdad?
- Bueno, sucede que…
¿Sí? -Bueno, no. -Le obsequió con una sonrisa, dulce e inocente como una niña-. ¿Los has vuelto a ver tú desde aquel día en Crisópolis?
- Creí… -Enarcó las cejas y miró a Teófano con atención; ¿de verdad no sabia que uno de ellos había muerto?-. Me pareció ver el más grande de los dos el otro día en las carreras. Es probable que me equivocara.
- Desde la posada, no he visto a ninguno de los dos -mintió Teófano-. Tampoco deseo verlos, y tú tampoco deberías desearlo… Esos dos son poco menos que delincuentes comunes. -Con ambas manos, se recogió el velo sobre la frente-. Dile al patricio Juaa Cerulis que pronto me presentaré ante él, y que confio en recuperar un sitio de favor a su lado.
- Transmitírselo será un privilegio para mi. -Karros le dirigió una mirada maliciosa, de reojo, encantado; esa nueva compensaría el fracaso de no haber descubierto nada acerca del asunto del príncipe Miguel-. Si te presentases ante él con la lista, ciertamente te recibirla con todos los honores.
- La lista ha desaparecido -dijo la joven-. Olvídate de ella.
Volvió a cubrirse el rostro con el velo. Karros se puso en pie, con la esperanza
de que Teófano, al abandonar el banco, pasaría junto a él, se rozarían y él podría sentir el cuerpo de la muchacha contra el suyo, pero ella salió por la otra parte. Decepcionado, Karros se abrió paso entre la gente, y se encaminó hacia la puerta.
La emperatriz tenía un mapa del mundo, tejido con hilo de seda y en el que una esmeralda representaba a Constantinopla y una gran perla blanca simbolizaba a Jerusalén; el mar era de color azul lapislázuli, el Imperio tenía el tono del oro, y las orillas de la tierra estaban señaladas en pardo o en verde. Aquella mañana temprano, al entrar en el salón de consejos, Nicéforo vio aquella preciosa obra expuesta y se acercó a la pared donde colgaba, para admirarla.
Era de sangre siria, el administrador del Imperio, nacido cerca de Damasco; le habían llevado a Constantinopla de niño, cuando sus padres huyeron para sustraerse a la opresión del califa, pero la impronta de su sangre aún seguía marcada en el matiz de su piel, en el imponente gancho de su nariz y en su pasión por los números. Durante la infancia y adolescencia, sentado con las piernas cruzadas delante de su tutor y de la vara de su tutor, había sufrido lo suyo con Homero y Píndaro, había luchado ferozmente con la geografía y la astronomía y había exultado trabajando con las cifras. En sus
abstracciones encontraba una paz que estaba más allá de la controversia y sus claves de las relaciones entre las cosas aparentemente disparatadas le parecían revelaciones del cosmos.
Nunca había logrado captar el concepto de lo que era el orden; le bastaba, normalmente, con saber que el orden existía. Especialmente en la administración del Imperio, era imprescindible creer que bajo el caos había una pauta, aunque la comprensión de esa norma estuviese fuera del alcance de la comprensión de los hombres.
Permaneció frente al mapa y vio en la disposición de los colores un problema de geometría; se abrió una puerta, a su espalda, y giró sobre sus talones, listo para postrarse. Pero sólo era el parakoimomenos.
El alto eunuco avanzó por la sala con paso majestuoso. Tenía la piel suave y blanca como queso de cabra.
- Nicéforo -dijo-. Examinando el libro del mundo, ¿eh?
Nicéforo saludó a su colega con una reverencia.
- Se me ha asegurado que estamos aquí para tratar cuestiones de guerra y del gobierno bárbaro. Deseaba refrescar mi conocimiento de los detalles de la estructura terrestre.
Olfateó el aire. El parakoimomenos se aplicaba una fragancia sutil que no lograba identificar, turbadoramente femenina. Acorde con el salón de consejos, con su áureo almohadillado y su lujo blanco.
- Es posible que la basileus no aparezca hoy -manifestó el mayordomo. La voz le vibró musicalmente en los fuelles del pecho.
- ¿Ah, no? -Nicéforo alzó las cejas.
- Tengo entendido que ha pasado muy mala noche. -Un dedo largo y amarillento se extendió y tocó con la punta la perla que representaba a Jerusalén. La uña era un óvalo perfecto, color de piedra lunar. Con voz apagada, el mayordomo añadió-: Ya sabes que no está muy bien.
- No sé tal cosa -repuso Nicéforo, y le miró por encima del hombro.
La respuesta provocó en el eunuco una generosa carcajada.
- Pues, si, está enferma. Quizá se trate de algo pasajero, una simple indigestión, un trastorno propio del periodo… Debemos tener presente que, pese a todo, sigue siendo una mujer…
Venteó el aire; sus negros ojos fulguraron apasionadamente durante unos segundos.
No era sensato intercambiar confidencias con un eunuco, ni con un hombre completo, para el caso.
- No ha nombrado heredero -señaló el parakoimomenOs. Acaso ha llegado el momento, para nosotros, en que deba hacerse.
- Jamás nombrará heredero -dijo Nicéforo, y apretó los labios automáticamente, irritado consigo mismo por haber dejado escapar tan revelador comentario.
- ¿Cómo? ¿Por qué has dicho eso?
El tesorero general se encogió de hombros y dio media vuelta, dispuesto a retirarse.
- Simplemente una ocurrencia fugaz, mi querido compañero. No pienses más en ello.
- No, no. -El mayordomo le persiguió sosegadamente a través de la estancia. Las gruesas alfombras silenciaron el ruido de sus pasos, como si anduvieran sobre nubes-. Tu opinión sobre tales asuntos es aguda y edificante, Nicéforo… Por favor, amplia tus observaciones.
Nicéforo le hizo una reverencia, unidas las manos, palma contra palma.
- No quisiera hacerte perder tu precioso tiempo con mis ensoñaciones ignorantes, querido parakoimomenOs…
- Oh, pero…
La puerta volvió a abrirse hacia adentro e invadieron el salón varios miembros más del consejo imperial; frustrado, el mayordomo se apartó de Nicéforo y acudió a saludarlos. Nicéforo se sentó, enormemente aliviado. Con el pulgar y el indice se pellizcó el puente de su enorme y huesuda nariz.
La emperatriz no nombraría heredero, porque asociar otra persona a la dignidad imperial significaría proporcionar a sus enemigos un nuevo ángulo de ataque. Levantó la cabeza y miró el mapa otra vez, con las manos descansando sobre el regazo. Y por idéntico motivo, también, si estaba enferma, haría todo lo necesario para disimularlo.
Razón por la cual, suponer la existencia de la enfermedad, aun estando en lo cierto, o presionarla para que nombrase heredero, provocaría sus sospechas; Nicéforo no albergaba el menor deseo de darse cuenta de que era blanco de los recelos de su emperatriz.
El parakoimomenOs sabia eso tan bien como cualquier otro. ¿Por qué, entonces, lo murmuraba en los oídos de otros hombres? La mirada de Nicéforo cruzó la habitación para posarse en el eunuco, que se encontraba en medio del grupo de funcionarios, yendo de uno a otro, estrechando manos y dirigiéndoles la palabra con su voz melodiosa. Se daba por supuesto que los eunucos no tenían ambiciones propias. Pero también se suponía que las mujeres tampoco.
Ahora, Irene apareció allí, entre todos ellos, como si repentinamente hubiera caído del cielo. Nicéforo se incorporó como impulsado por un resorte y cayó al instante de rodillas. La luz de la lámpara arrancó mil centelleos al oro y a las perlas de su túnica, cuando la emperatriz avanzó hasta el centro del salón, donde dio media vuelta. Contra el suelo, la cara a los pies de Irene, Nicéforo saludó:
- ¡Ave, basileus, augusta, predilecta de Dios!
Algunos ni siquiera la habían visto; boquiabiertos, se vieron sorprendidos, de pie, por el rumor que produjeron las prendas de los que se apresuraron a ir al encuentro del suelo y por las voces con que acogieron a la emperatriz. Al levantar la cabeza, Nicéforo observó que Irene le sonreía.
¿Habría enviado al parakoimomenos para probarle? Tal vez.
- Podéis levantaros -permitió la emperatriz en tono frío.
Dio unos pasos impacientes por el centro del salón y el vuelo del vestido crujió
y onduló en torno a su cuerpo. Si estaba enferma, debía de ser algo sin importancia; rebosaba energía, la vida relucía en su semblante, los ojos lo captaban todo. Nicéforo y los demás se incorporaron y fueron ocupando los puestos que el protocolo les asignaba, según su rango, con el parakoimomenos en primer término. Irene fue pasando por delante de ellos y dirigiendo la palabra o la sonrisa a cada uno de los funcionarios, al tiempo que alargaba la mano para que la rozasen al tiempo que ejecutaban la reverencia de rigor… Era un pequeña ceremonia íntima establecida por Irene; la practicaba siempre. Cuestión femenina: confiaba en su sentido del tacto hasta el punto de creer que le permitía detectar la falsedad. Nicéforo apretó con los suyos los dedos de la emperatriz y la sonrisa de Irene cayó sobre él como la mirada de un amante. Nicéforo alzó la cabeza, súbitamente alta la moral.
- Estupendo -comentó la basileus, una vez hubo pasado por delante de todos y cada uno de los funcionarios-. Veamos. ¿Qué nuevas hay de Europa? ¿Drungario?
El gran drungario dio un paso al frente y flexionó el brazo en saludo militar.
- Basileus, tenemos noticias de Estauracio, según las cuales está reconquistando las aldeas de la costa adriática que perdimos hace tres inviernos. Los búlgaros se retiran a sus fortalezas de las montañas. Pero es una labor lenta, basileus.
- Ah. Poco a poco, recuperaremos lo que nos pertenece -dijo Irene-. Muy bien. Puedes escribir a nuestro general Estauracio y decirle que nos sentimos muy complacidos.
- Necesita dinero, basileus.
- Lo tendré en consideración.
- Basileus, Estauracio es un general brillante…,¡si le enviásemos más hombres y más fondos expulsaría totalmente del Imperio a los búlgaros en cuestión de meses! Creo…
- No -le cortó Irene, y dio media vuelta; se acercó al mapa de la pared y señaló la masa terrestre en forma de mano que constituía Grecia-. Lo está haciendo bien.
Palmo a palmo, así es como se ganan las guerras. De ese modo, siempre sabemos lo que hemos ganado y, si perdemos, sólo perdemos un poco. Dejemos que Estauracio haga lo que pueda con las fuerzas de que dispone.
Nicéforo pensó que, además, concentrar tanto poder en manos de un hombre podía convertir a ese hombre en un rival por el trono. La basileus desconfiaba de los ejércitos y siempre había desconfiado. Los soldados no obedecerían a una mujer, siempre tratarían de colocar a un hombre el mando; a ella no le quedaba más remedio que seguir sola.
- Bien -dijo Irene-. Nicéforo, ¿tienes algún informe sobre las finanzas del Imperio?
El administrador general se aclaró la garganta; sintió que todos los ojos se proyectaron sobre él. Se adelantó hasta ponerse frente a la emperatriz.
- Basileus -declaró-, el más diligente de los recaudadores de impuestos no ha sido capaz de cobrar sus cuotas este año. Por si fuera poco, en Paflagonia y Chaldia las cosechas han sido muy malas y las plagas han vuelto a causar estragos, la gente huye de las aldeas de esas regiones.
A su espalda, las gargantas de los demás formaron un coro de murmullos cuando mencionó la plaga, y la emperatriz lanzó una mirada que cubrió todo el ámbito del salón y dio un paso hacia Nicéforo.
- Nicéforo, el portador de malas noticias. Lo más lamentable es que debemos reunir el tributo del califa, cuyo emisario llegará dentro de poco para recogerlo.
Nicéforo no vio razón alguna para seguir hablando del asunto. Sabia que contaban con poco dinero para el califa, pero también sabía que la basileus estaba decidida a hacer otra cosa, antes que entregar dinero a los árabes. Retrocedio, para regresar a la protectora compañía de los demás.
- El califa nos envía al emir Abdul-Ha55an ibn-Ziad -anunció la emperatriz-, al que muchos de vosotros recordaréis de su última misión como embajador de Bagdad.
Es un hombre cordial, hijo de los Barmasidas, la clarividente e industriosa familia, que realiza magníficos trabajos para el califa. Durante su estancia aquí… -Irene se volvió suavemente de nuevo hacia el mapa y la punta roja de su dedo extendido llamó la atención de todos sobre Bagdad-, pretendo seducirle.
Detrás de Nicéforo, un estúpido jadeó. Nicéforo se echó a reír; otros acallaron al mentecato con un alud de siseos, mientras la emperatriz giraba en redondo, brusco movimiento que hizo que su vestido produjera una furiosa danza de destellos.
- ¡Qué! Bardas Tenas, ¿no me consideras capacitada para ello? No, mi buen camarada, lo dije simplemente como figura retórica. -Avanzó unos pasos, con las manos ante sí y los labios curvados por una sonrisa-. Abdul-Hassan ibn-Zaid ya ha estado aquí, habla nuestro idioma, más o menos, y posee cierto conocimiento de nuestras costumbres. Esta vez, le enseñaremos cómo puede ser la vida de un hombre. Le permitiremos comprender lo que significa ser romano, y entonces ya no querrá ser otra cosa.
En torno a Nicéforo, todos susurraron en honor de Irene los elogios de rutina. Nicéforo volvió la cabeza y buscó entre las filas de funcionarios al prefecto de la urbe, cuya misión consistía en gobernar los asuntos de la propia Ciudad de Constantinopla; el prefecto no había hecho aún acto de presencia, aunque sería el siguiente al que le tocara presentar el informe. La emperatriz estaba de nuevo ante el mapa, con la mente todavía proyectada sobre los planes relativos al embajador barmasida.
- Son muy ricos, en Bagdad -comentó, y su mano señaló las líneas azules de los dos ríos gemelos-. La mera riqueza no inclinará su voluntad hacia nosotros. En su país puede disponer de cuanto desee, disfrutar de cualquier cosa que se le ocurra. El superior empleo de nuestra riqueza será lo que le infecte la enfermedad más útil para nuestros fines: civilización. ¡ Nicéforo!
El administrador se inclinó, extendidas las manos en gesto de sumisión.
- Basileus…
- Has estado en Bagdad…, sabes que nuestra Ciudad sale ventajosamente favorecida cuando se compara con la suya. Escoltarás a ibn-Ziad hasta Constantinopla.
- Basileus. -La alarma cundió en el ánimo de Nicéforo; sus obligaciones le consumían todas las horas diurnas.
El parakoimomenos se doblaba también sobre sí, apremiante, atento.
- Tienes la palabra -le concedió la basileus.
- Basileus, augusta, predilecta de Dios… -La alta y flexible figura del eunuco se plegó en varias reverencias, tan elegante como una palmera que el viento combara grácilmente; en el curso de su manifestación de acatamiento se acercó unos palmos a la emperatriz.
- Basileus, el muy noble y glorioso Nicéforo está profundamente inmerso en los problemas de la recaudación de impuestos y en las dificultades económicas del Imperio… ¿Me consideraríais demasiado atrevido si sugiriese que la carga de esta abrumadoramente ceremoniosa obligación de acompañar al visitante árabe debería aliviarse de sus hombros para trasladarla a los de alguien que dispusiera de más tiempo libre a disposición de su augusta emperatriz?
Irene le sonrió; una sonrisa que se hizo extensiva a Nicéforo, sorprendido ahora en un penoso conflicto: atender a ibn-Ziad era una misión que no deseaba ni para si ni para el parakoimemonos. Las pupilas de la emperatriz fulguraron. Seguramente disfrutaba convirtiendo en rivales a aquellos dos hombres.
- Compartiréis la tarea -decidió-. Nicéforo aportará su experiencia, el parakoimomenos, sus propios recursos; de ese modo, nuestros esfuerzos no impugnarán de ninguna manera nuestro objetivo. Así sea.
- Así sea -entonó el coro de funcionarios, y muchos subrayaron la expresión con un aplauso cortés.
Nicéforo ejecutó otra reverencia, aceptando la tarea, oculta la expresión. El mayordomo nunca debió dar aquel paso adelante; sin embargo, ésa era una falta de decoro insignificante, en comparación con el hecho de que Irene permitiese que el hombre dictara su voluntad. La emperatriz había ofendido a Nicéforo al encomendarle una misión importante y luego retirársela, incluso a pesar de que él no la deseara. Se le removían las tripas. Odiaba al parakoimomenos y era una perversidad, por parte de la basileus, obligarle a cumplir una tarea a medias con el eunuco. ¿Y dónde infiernos estaría el prefecto de la ciudad?
Allí, no. E Irene tampoco lo esperaba, porque ya pasaba a otro problema de gobierno, saltándose tranquilamente el espacio que debería dedicarse al informe sobre los asuntos de la ciudad.
Nicéforo se enderezó. Era un servidor del Imperio; llevaba la banda de servicio a la basileus y los deseos de la basileus eran la voluntad de Dios. No tenía derecho alguno a experimentar aquellos ponzoñosos sentimientos en contra del parakoimomenos. El eunuco era otro de los servidores, también con banda, su colega, su compañero.
Además, carecía de testículos. Nicéforo tenía las manos cogidas ante sí y, con disimulo, las apretó suavemente contra la parte delantera de la túnica. Le tranquilizó comprobar aquel testimonio de su virilidad. La emperatriz le necesitaba. La serviría, como siempre había hecho, sin pensar en si mismo.
Concluida la reunión de la cámara del consejo, Nicéforo salió al patio denominado el Fiale de los Verdes, una amplia terraza en los jardines del palacio, donde una fuente de caprichosa forma refrescaba el aire con el rocío de sus aguas. Era el primer día realmente estival del año, y el pesado calor, sin la más leve brisa, oprimía el espíritu y dejaba el cuerpo sin recursos de fortaleza y energía; el paseo por la terraza dejó empapadas las axilas y la espalda de Nicéforo. La frescura de la fuente resultaba toda una bendición. Tomó asiento en un banco de piedra, a un lado de la terraza, y se dispuso a tomar su comida del mediodía.
La terraza tenía un pavimento de redondos adoquines de piedra gris, con los espacios intermedios atochados con guijarros de colores rojo, verde y azul. Ajetreados racimos de palomas y pichones revoloteaban acuciosos por el jardín; sobrevolando la tapia baja que circundaba aquella zona en la que crecían profusión de rosas silvestres. Contemplar aquello era un tónico para la moral de Nicéforo, y permaneció allí sentado, con las manos en el regazo, sonriente ante aquella hermosura perfecta y natural.
Los pichones. intrépidos como bandidos, se lanzaron hacia él en cloqueante bandada. Separó un trozo del pan de su almuerzo, lo desmigó y lo esparció alrededor de sus pies. Se echó a reír al ver las peleas que organizaban los pichones para apoderarse de las migas mayores. Además del pan, llevaba un trozo de queso envuelto en una servilleta empapada de vino, una jarra pequeña del mismo vino y unas cuantas aceitunas y setas adobadas. Mientras disponía aquella colación sobre el banco de piedra, apareció su amigo el prefecto de la ciudad.
- Buenos días, querido Nicéforo. ¿Te importa si te acompaño?
Nicéforo levantó la cabeza, sorprendido; había dado por supuesto que su amigo estaba enfermo.
- No, claro que no… Siéntate conmigo. Te eché de menos en el consejo.
El prefecto se levantó los faldones de la túnica, los recogió en su torno y se sentó.
Era más joven que Nicéforo, natural de la misma Constantinopla, alto y bien parecido, con rizada cabellera y espléndida barba, ambas morenas, y atrayente sonrisa presta siempre a flor de labios; en su rápido ascenso por el escalafón gubernamental hasta el destacado cargo que desempeñaba entonces, aquella rara y deliciosa combinación de encanto zalamero e impecable refinamiento le resultaron más valiosos que cualquier talento y habilidad para la administración.
- ¿Puedo pedirte un favor, Nicéforo? -preguntó, sin más preámbulos.
- Lo que quieras, Pedro.
El prefecto picoteaba ya en el almuerzo de Nicéforo; mordisqueó una aceituna y asintió, complacido.
- Hummm. No está mal. ¿El queso es tan bueno?
- Pruébalo -invitó Nicéforo, paciente.
- Gracias. -Los dedos aristocráticos del joven funcionario le dieron un pellizco al trozo de queso desmenuzable, que desprendió efluvios de fragancia salobre como protesta por el rudo trato al que le sometían. El prefecto se inclinó sobre un brazo, postura no por estudiada menos agradable en su efecto, con los pliegues de la manga cayendo matemáticamente en la línea precisa para acoplarse al puño-. El presidente de los gremios se me ha presentado con una petición monumental, Nicéforo: solicita la lista completa de la larga serie de cambios de la ley de comercio. Por el Día del Juicio, no lo creerías si no lo leyeras… quieren nada menos que el derrumbamiento de toda la economía. -Inocentes como los de un niño, los ojos del prefecto se levantaron hasta los de Nicéforo-. Es una catástrofe. La basileus no accederá en absoluto.
- Díselo así -recomendó Nicéforo.
- No puedo hacerlo, Nicéforo. No es tan sencillo como todo eso. Ya conoces a los gremios… Lo difícil que resulta hacer algo en concierto con ellos. Preparar esa peticiónies ha llevado semanas. Cada una de las páginas lleva el sello y la firma del presidente correspondiente. No puedo arrojarla al cesto de los papeles y decir:
- No es el momento-.
Se estaba comiendo el queso a base de trozos respetables; Nicéforo vio cómo se llevaba a la boca otro apetitoso taco, que desapareció instantáneamente al otro lado de los labios del prefecto. Lo que éste decía no era lógico. Mediante los Gremios de Constantinopla, la basileus regulaba todos los detalles del comercio: quién compraba, a qué precio y con qué objeto; en circunstancias normales, esas reglas permitían que la industria funcionara como la seda, que todo el mundo pudiera vivir decentemente y que la basileus recaudara por contribuciones e impuestos lo suficiente para sufragar los gastos de la corte. Por desgracia, las condiciones casi nunca eran normales en Constantinopla. La iconoclasia había despertado en el pueblo pasiones antinaturales, que ahora salían a la superficie con pujante violencia en cuanto algo excitaba un poco los ánimos, y la uniforme reducción del propio Imperio sufrida durante el siglo anterior había hecho perder a los gremios de la ciudad importantes mercados y fuentes de materias primas, a la vez que atrajo miles de nuevos ciudadanos a Constantinopla. La corte del califa de Bagdad competía ya con los romanos en cuanto a primeras materias propias de la civilización, oro y cera, joyas e incienso, maderas, pieles y esclavos, competencia que había provocado la subida de los precios.
- Tiene que comprenderlo y dar una respuesta -dijo el prefecto-. Es lo menos que puede hacer.
- Estoy de acuerdo contigo -dijo Nicéforo. Ya no quedaba queso. Puso la jarra de vino delante de su amigo-. Lo que aún no alcanzo a entender, Pedro, es qué favor exactamente se requiere de mi en este contexto.
- No puedo decírselo cara a cara, Nicéforo.
- Pedro.
- Hablo en serio. -El prefecto se inclinó hacia él, como si acortar la distancia intensificara la fuerza de sus palabras-. No soy capaz de plantearle esta petición, Nicéforo.
El administrador se echó a reír, incrédulo y asombrado; pero la expresión del rostro de su amigo le condujo a la todavía más sorprendente conclusión de que, en efecto, su amigo hablaba en serio.
- La basileus me aterra -reconoció el prefecto, y se le quebró la voz-. Y sabes…, te consta, Nicéforo, que no puede conceder los cambios. Me tomará por tonto, o por algo peor, sólo por irle con semejante embajada.
Nicéforo bebió un trago de vino; desvió la mirada hacia el agradable rocío que lanzaba la fuente. El administrador estaba tan seguro de que la alarma del prefecto era real como de que la razón de ese temor a la basileus no era la que confesaba.
- ¿Se lo plantearás tú? Podrías defenderlo, al fin y al cabo, esto cae dentro de tu provincia y es posible que ella se lo explicara mejor, y argumentarlo desde tu punto de vista. ¿Me harás ese favor, Nicéforo?
- Haré lo que pueda. Encárgate de que envíen la solicitud a mi secretario.
Un cálido resplandor de alivio iluminó automáticamente el agraciado rostro del prefecto.
- ¡Qué maravilloso eres, Nicéforo! ¡Nunca podrá pagártelo…!
- Ya se me ocurrirá algo, Pedro, no te preocupes.
- Lo que sea, Nicéforo… Cualquier cosa, por extravagante que sea, puedes estar seguro de que la tendrás. No tendrás más que citarla.
Nicéforo gruñó. Nada de todo aquello tenía para él un sabor dulce. Alargó de nuevo la mano hacia la jarra de vino.
- ¡Mira…, ahí está el príncipe Miguel!
El prefecto volvió la cabeza. La tapia situada detrás del banco donde estaban sentados los dos hombres concluía a cosa de tres metros sobre un paseo que atravesaba los densos setos que limitaban los morales de la emperatriz. A lo largo de aquella senda caminaban dos personas, cogidas de la mano: el auriga y una muchacha.
- Ciertamente, es el mejor conductor de cuádrigas que jamás haya tenido el privilegio de ver jamás -dijo Nicéforo.
El prefecto miraba con aire sombrío al pariente de la emperatriz.
- A mi me gustaría que perdiese.
- ¿Ah, sí? Pues me temo que va a tardar bastante en caer. La multitud le adora. La propia emperatriz se echará a temblar cuando Miguel pierda.
El prefecto se dio media vuelta, para ponerse de espaldas a Miguel, que caminaba directamente por detrás de ellos, en un nivel más bajo. Sus pisadas hacían crujir la gravilla.
- Si, pero las apuestas a su favor están a la baja.
- Ismael tiene un ardor y un estilo extraordinarios. Ganará a todos, menos a Miguel. Apuesta por él.
- También están bajas las apuestas a su favor.
Nicéforo daba cuenta de las setas en adobo, que, fiel a sus gustos de paladar refinado, el prefecto despreciaba.
- Los jugadores sólo ganan en sus sueños, Pedro. Cuida tu bolsa mientras estés despierto.
El prefecto se rascó la nariz y preguntó con un murmullo:
- ¿Hablarás a la basileus?
- Sí, sí.
- Eres un hombre estupendo, Nicéforo.
- Sí.
- Augusta -dijo el parakoimomenos, con su voz armoniosa y trémula, al tiempo que golpeaba con la punta del dedo una línea de la carta que estaba redactando-, ¿no es acaso indebidamente, pongamos, provocativo, incluir África entre las provincias imperiales?
- Lo he meditado mucho, antes de decidirlo -declaró Irene.
Helena le estaba arreglando las uñas. La emperatriz permanecía echada sobre un diván bajo, cubierta de cojines de seda rojos, azules y verdes, con el parakoimomenos junto a ella, de rodillas en el alfombrado suelo, y la carta entre ambos. Aquel rincón de la sala diurna era el único tranquilo. La onomástica de la emperatriz se acercaba con rapidez y brigadas de trabajadores se afanaban en la nueva decoración de la estancia y de las habitaciones adyacentes, donde se celebraría la fiesta. En aquel mismo instante, incluso, tres hombres semidesnudos bregaban para colgar del techo, en el otro lado de la sala, una araña que hiciese juego con la instalada ya encima del punto donde se encontraba ahora la emperatriz. El resto del mobiliario estaba cubierto con fundas que lo protegían del polvo. Irene podía haber ido a trabajar a otro lugar del palacio, pero deseaba supervisar personalmente la decoración para evitarse después posibles sorpresas desagradables. La basileus observó a los hombres que se balanceaban, en equilibrio inestable, uno encima de una escalera de mano y otro sobre los hombros de un compañero, mientras el impresionante candelabro oscilaba en el centro del grupo.
- Sin embargo -volvió Irene al tema de África y a la carta para Alejandría-, en la época de Augusto, África constituyó realmente una tercera parte del imperio y, con la ayuda de Dios, volverá de nuevo a ser parte del Imperio, cuando la reconquistemos a los árabes. Dejarla fuera de la lista equivaldría a renunciar incluso a la esperanza, ¿no es cierto?
El parakoimomenos se pellizcó los labios.
- Quizás. A pesar de todo, puede que éste no sea el momento más oportuno para insistir en tales reivindicaciones.
- Bah. -Irene descartó el asunto con un movimiento de la mano-. Si insistimos en ello con la suficiente frecuencia, acabarán por creerlo.
En el umbral de la puerta, un poco más allá de donde se hallaban los trabajadores, que por fin habían logrado colgar la lámpara, apareció un paje y, detrás de él, Nicéforo.
La emperatriz se sentó.
- Vamos a ver qué es lo que quiere.
El parakoimomenos dirigió la vista hacia donde miraba la basileus y se puso en pie automáticamente.
- ¿El excelentísimo Nicéforo? ¿No le habéis convocado?
- Solicitó que le recibiera. -Sospechaba el motivo que llevaba allí a Nicéforo. No obstante, le convenía mantener viva la rivalidad entre el eunuco y el tesorero general, que su antagonismo alcanzara toda la virulencia posible, sin llegar, claro, al envenenamiento o al derramamiento de sangre-. No imagino qué le trae por aquí. Me gustaría que fuese conmigo tan abierto como tú, ángel mío.
El mayordomo se esponjó ante la caricia de la voz de Irene. La emperatriz sonrió para si; con un gesto de la mano, indicó a Nicéforo que avanzara por la desordenada estancia y se le acercase.
Nicéforo se arrodilló y su rostro tocó el suelo, a los pies de la mujer. El parakoimomenos le observaba con el ávido interés del halcón que contempla al ratón incauto y, cuando el administrador se incorporó, ni siquiera se molestó en desperdiciar una mirada dedicándosela al eunuco, actuó como si éste no existiera.
- Augusta, predilecta de Dios, ruego me permitáis presentaros una petición de los Gremios de Constantinopla.
Extrajo de debajo de la túnica un legajo de papeles, que depositó a los pies de la emperatriz. Irene puso el pie encima de ellos. Ya sabia lo que se solicitaba de ella.
- Bien, Nicéforo. Esto no es cosa de tu oficina, ¿verdad? ¿Dónde está el prefecto de la ciudad, a quien compete la responsabilidad de este asunto?
- Augusta, predilecta de Dios, el prefecto y yo debatimos el tema y llegamos a la conclusión de que los puntos que obligan a los gremios a abogar ante su muy amada basileus, en solicitud de recurso, podían elucidarse mejor desde mi perspectiva.
La emperatriz se pasó la lengua por el labio inferior; su mirada se deslizó hasta el parakoimomenos, sonrió y alargó la mano hacia él.
- ¿Serias tan amable de… ir en busca de nuestro refrigerio? Helena, puedes acompañarle, le indicas dónde está y le ayudas.
La boca del eunuco manifestó su decepción. Con una reverencia y una serie de elocuentes ademanes retrocedió desde el canapé, demorándose todo lo que le era posible; Helena le siguió al instante, el vuelo de las faldas se apartó del diván y una de las almohadas fue a parar al suelo. La emperatriz la recogió y la puso de nuevo en su sitio.
- Ahora, Nicéforo… -dijo-, te consta que eso no puede ser.
- Augusta. -Apoyado en una rodilla, recogió la solicitud y la depositó con gesto firme junto a la basileus, entre las sedas-. Os aseguro que los sufrimientos que estas palabras representan son tan reales como…
- No, no, no -repitió Irene-. Leeré la petición, no es eso lo que quiero decir. Es que creo que el prefecto no está a la altura de las circunstancias. ¿Qué le ocurre?
- Augusta.
- Ha estado eludiéndome. Algo va mal, Nicéforo. ¿Acepta sobornos, anda metido en actividades subversivas, conspira para derrocarme… qué es?
El rostro del administrador general, melancólico de por si, estaba rígido como una máscara.
- Augusta… -articuló, con voz ronca, y carraspeo.
El prefecto era su amigo. Todo el mundo era amigo del prefecto, incluso la emperatriz, a quien le encantaba su buena planta y su espléndido gusto en cuanto a joyas y prendas de vestir. Nicéforo ejecutó una leve sacudida de cabeza, apartando las preocupaciones de la amistad, y su mirada sostuvo la de la emperatriz.
- Si, augusta. También lo he notado. Algo no funciona como es debido.
- Muy bien. -Se recostó en el diván. El parakoimomenos se apresuraba ya a volver; sus largas piernas cruzaban la terraza en dirección a la puerta, con la falda de la túnica ondulando sinuosa en torno a sus rodillas. Irene encargó a Nicéforo-: Averigua de qué se trata.
- Augusta, desearía que la carga de espiar a ese hombre recayera sobre otros hombros…
- Obedece, Nicéforo.
El mayordomo llegaba en ese momento, oyó las últimas palabras y, deshaciéndose en reverencias hacia la basileus y el tesorero, se apresuró a brindar su colaboración.
- Augusta, Nicéforo está abrumado de trabajo… Concededme el honor de confiarme todas las tareas de su competencia que un servidor pueda llevar a cabo.
Nicéforo se incorporó, rojo el semblante, cortante la mirada.
- Haré lo que la basileus ordene.
Irene asintió.
- Desde luego. Y en seguida, Nicéforo. -Los ojos de la emperatriz no sonreían cuando su aguda mirada se enfocó sobre el eunuco-. ¿No te envié a un recado, ángel mio?
- Basileus, la cocinera se niega a servir el refrigerio en esta sala, a causa del polvo.
Helena entraba ya en la estancia y oyó las frases del parakaimomenos; asintió con la cabeza, cogidas las manos, cerrada la boca como si tuviese los labios abrochados uno con otro.
- Por la verdadera naturaleza de Dios. -Cogió con gesto brusco el montón de papeles que constituía la solicitud. Tardaría varias horas en leerse todo aquello, y estaba enterada del contenido; sus espias en los Gremios llevaban meses transmitiéndole informes sobre el particular. Se había volcado uno de los frascos de laca de uñas y el liquido púrpura cayó sobre un cojín de color rojo que, con irritado movimiento, Irene arrojó hacia un montón de escombros que había junto a la puerta-. ¿Quién manda aquí, la cocinera o yo? -La araña estaba ya suspendida del techo; los obreros procedían a instalar las nuevas colgaduras que cubrirían las paredes y el polvo lo iba a inundar todo. No ignoraba que la cocinera tenía razón. Cedió, de mala gana, se puso en pie y apartó a los hombres que se precipitaban a ayudarla como si fuese una anciana. Helena se atareó en torno suyo, estirando la gasa que cubría las sobremangas y la bordada falda del vestido-. Vámonos, pues, tengo apetito -dijo Irene, y salió a la terraza.
- He de ver a Nicéforo cuando concluya la recepción -manifestó la emperatriz; atravesaba el patio del Dafne, hacia el Octógono, el vestuario, donde iba a ataviarse para la entrevista con los presidentes de los gremios. La mitad de la corte le acompañaba, recibía órdenes y las cumplía-. No, no, Helena, ése no, el verde. ¿Dónde está el maldito franco?
A toda marcha, llegó a la puerta del muro de ladrillo por la que se entraba en el Octógono y un paje dio un salto y se la abrió. Irrumpió en el vestuario sin perder una zancada; lanzó una salva de nuevas órdenes y la gente irradió por todas partes del edificio para atender las ceremonias. La emperatriz se erguía en el centro de todo el pandemónium, con los brazos extendidos mientras Helena le quitaba la túnica y el vestido.
- Ahí está. -A cierta distancia de la pared, en medio de un grupo de hombres, localizó una cabeza blanca-. Traedme al franco.
Se inclinó ligeramente para que las doncellas le deslizaran por los brazos la vestidura púrpura; Helena se arrodilló frente a ella para cerrar los broches.
Un paje condujo al alto bárbaro ante Irene; el hombre se arrodilló en gesto deferente. Irene se dijo que más adelante se encargaría de conseguir que llevase la cara hasta el suelo, a sus pies, pero ahora no.
- Mi querido Hagen -preguntó-, ¿disfrutas de la hospitalidad de Roma?
- Augusta -respondió el franco-, sois muy generosa conmigo. Confio en que pronto estaréis dispuesta a entregarme los hombres que mataron a mi hermano.
- Bueno, avanzamos en esa dirección, en cualquier caso. Ya sabes que detrás de todo está Juan Cerulis.
- Eso me han dicho.
- Quiero que vayas a su palacio, vive cerca del Foro de Teodosio, en el Mesa, la calle central que va hacia el norte, le vigiles y compruebes si abandona la Ciudad, en cuyo caso vienes de inmediato a comunicármelo.
Ida, a su izquierda, y Helena, a su derecha, levantaron la toga de malla dorada e Irene retrocedió para que se la pusieran; cuando surgió del centro de la prenda, Hagen la estaba mirando con las cejas enarcadas.
- Augusta, no comprendo por qué…
- No se te pide que lo comprendas -replicó la basileus, enojada; su pueblo siempre hacia exactamente lo que le ordenaba, sin formular preguntas, y resultaba fastidioso tener que adiestrar ahora a aquel hombre en tal costumbre- Si deseas que te ayude a cumplir tu venganza, tendrás que dejar en mis manos el control de todo. Yo lo veo todo, tú sólo puedes ver una pequeña parte de ese todo. Ahora, haz lo que te he dicho. Es posible que Cerulis esté disponiendo las cosas para abandonar la Ciudad, al fin y al cabo, y es a él a quien tienes que destruir, cosa que no podrás hacer si está en algún sitio de la campiña. Vete ya.
Se adelantaron hasta ella seis nobles de la corte, cuya tarea ritual consistía en calzarle las zapatillas púrpura. Se arrodillaron en fila ante la emperatriz, y Hagen se levantó y se retiró. Alterado el corazón, Irene le vio marcharse. Aquel hombre no tenía respeto alguno por el lugar. Se preguntó cómo se las arreglarían los bárbaros para sobrevivir si su orden social era tan caótico. Con todo, el franco estaba en marcha. Ella no le había explicado la verdadera razón por la que había que mantener vigilado a Cerulis, y si Hagen perdía la paciencia y atacaba al rival de la emperatriz, eso también podía tener sus ventajas.
Le habían colocado las zapatillas en los pies y entonces, acompañados por el canto de los monjes, los dignatarios de la corte avanzaron llevando la diadema imperial. Irene clavó la vista en ella. Era el máximo emblema de su poder, lo único, aparte de Dios, ante lo que se arrodillaba, y unió las manos como si se dispusiera a rezar, al tiempo que inclinaba la cabeza y caía de rodillas sobre el cojín que Helena había colocado ante ella previamente.
La diadema estaba formada por un conjunto de joyas y perlas en forma de corona plana, cuyos adornos laterales de perlas y granates, esmeraldas y diamantes azules caían sobre la cabellera y las mejillas. Cuando levantó la cabeza, al sentir el peso, era emperatriz, y cuantos se hallaban presentes en la estancia llevaron su rostro al suelo, postrados ante ella.
Se puso en pie, sonriente. Los monjes reanudaron su cántico, esta vez en tono más alto y, rápidamente, la corte formó sus filas ante la puerta, cada uno de sus integrantes apresurándose a ocupar el lugar que le correspondía. Acompasadamente, como un solo cuerpo, salieron por la puerta, seguidos de Irene. que marchaba rodeada por sus damas y la guardia imperial.
Caminaron monte arriba, hasta el palacio de Magnaura, donde se celebraban todas las recepciones. Irene sabía que los presidentes de los Gremios de Constantinopla estarían esperándola en el lado del edificio opuesto al de la puerta por la que entraba.
Cada uno de ellos ataviado con su traje oficial y en el puesto de la fila que el protocolo le tuviera asignado. No entrarían en el palacio hasta que ella estuviese dispuesta. Detrás de su corte, Irene penetró en la vasta sala desierta.
El diseño del Magnaura era el de un granero. Tenía muros altos como los de una iglesia; el techo de bóveda parecía una réplica del Cielo; el piso, de mármol veteado de verde y blanco, despedía fría humedad. Tapices procedentes de todo el mundo revestían las paredes, a lo largo de las cuales se alineaban bustos y estatuas de grandes emperadores del pasado. El trono cubría todo el fondo occidental de la sala, dos sillones colocados uno junto al otro, con incrustaciones de oro y almohadillado de tercipelo. Irene concedería audiencia desde uno de esos sillones. En el otro permanecería abierto un Evangeliario.
Junto al símbolo de Cristo, el auténtico gobernador de Constantinopla, Irene, ocupó su lugar, con las manos en el regazo. El resto de la corte se fue colocando a su alrededor. A la izquierda de la basileus tres hileras de hombres con largas túnicas, cada uno de ellos sosteniendo en el hueco del codo la vara de su despacho; a la derecha de Irene, los miembros de su guardia, en tres filas, con los pies separados exactamente en la longitud de un brazo extendido, cerrado el puño izquierdo sobre el peto de la armadura, asida el hacha por el mango, de forma que la gran hoja curvada se apoyase en el hombro derecho. Delante de éstos, los funcionarios de menor rango, establecidos sus correspondientes puestos a lo largo de quinientos años de tradición. Todos aguardaban, desviada la vista con deferencia, vuelto el rostro hacia el suelo, en el ángulo adecuado.
Entraban en aquel momento los presidentes de los gremios, que acudían a pedir a la basileus una ayuda que, escasa, les serviría sólo para sobrevivir a corto plazo y les arruinaría a la larga.
Los presidentes de gremio franquearon la puerta de manera mucho menos ordenada que los cortesanos, puesto que tenían menos práctica en tales menesteres. La mayoría de ellos caminaba con la cabeza inclinada, hundida en el pecho. Vestían ricas túnicas, que les llegaban a las rodillas, a imitación de las vestiduras cortas, llamadas túnica huna, cuyo origen se retrotraía a la época en que los bárbaros dominaban el servicio imperial. Llevaban los pies calzados con botas de terciopelo. Aquellas prendas pasaban de un presidente al que le sucedía en el cargo y algunas eran tan antiguas como los ceremoniales de la propia Irene. Avanzaron hasta el centro de la sala y allí formaron sus filas y, con una coordinación irregular a todo serlo, se apoyaron en las manos y
en las rodillas, ante ella, y bajaron el rostro hasta el helado suelo de mármol.
Irene los contempló durante unos segundos, mientras dejaba que tuvieran consciencia del poder de la basileus. Sabia que casi todos los oficios y comercios de la Ciudad llevaban sufriendo varios años malos, y el último había sido el peor de todos. Nicéforo, para el que aquellos temas no tenían secretos, explicó el motivo de la crisis y le hizo ver que se trataba de un problema que en realidad no necesitaba la intervención de la emperatriz. Pero los gremios, que controlaban la industria del imperio, precisaban que ella les permitiese elevar los precios de sus géneros, reducir los salarios de los trabajadores y bajar los niveles de calidad de sus manufacturas. De no ser así, sus pérdidas económicas serian tan altas que les iba a ser imposible continuar desarrollando sus actividades. Irene alzó la mano y trazó la señal de la cruz sobre los presidentes de gremio, que correspondieron con las palabras que los siglos habían santificado, las palabras que saludaron a Constantino, a Justiniano y a Heraclio.
- ¡Salve, oh, basileus, predilecta de Dios, augusta, par de los Apóstoles, de quien procede todo y en cuyo nombre se hace todo, salve, salve, salve!
Ella respondió, como lo hiciera Constantino, con una voz que la oquedad de la enorme sala aumentaba de volumen en torno suyo.
- Bienvenidos, romanos, y que vuestras lenguas expresen vuestro pensamiento, asesoradme y formulad vuestras peticiones, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, amén.
El portavoz de los presidentes de gremio se adelantó un poco sobre las manos y las rodillas.
- ¡Oh, bas ileus, augusta, predilecta de Dios, te suplicamos nos concedas la gracia de escucharnos!
A continuación, iniciaron el largo sumario de sus tribulaciones. Demasiadas personas, insuficiente dinero, ningún lugar para ellos; los árabes, los judíos, los italianos practicaban una competencia desleal…
La letanía de sus quejas continuó, interminable. El orador tenía el don de la retórica y su parlamento fue un poético alarde de fantasía y elegancia, pese a lo cual, sin embargo, el asunto golpeaba a la basileus como una lluvia de piedras. ¿Por qué no podían contentarse con lo que tenían? Nunca mencionaban la salvación, el inapreciable tesoro recibido en virtud de su nacimiento, al que los árabes, con todo su oro, su mirra y su fanática entrega al trabajo, no podían aspirar.
Le recordaban al hombre santo, cuyo nombre ahora conocía: Daniel. Se dirigía a Constantinopla y predicaba ideas desagradables, como la unión perfecta del alma con Dios, lo superfluo de la Iglesia, la ciudad y la ley, cuando el espíritu pertenecía a Dios de modo absoluto.
Estaba informada de que Juan Cerulis había enviado hombres a observar a aquel extático. Si Juan Cerulis se las ingeniaba para descubrir un intérprete de la voluntad de Dios que le proclamase emperador, sus patrañas podrían nublar entonces el entendimiento de la gente y conducirla a una terrible crisis.
Ella era la auténtica emperatriz. Lo sabía. Más que por sí misma, temblaba al pensar en las consecuencias que tendría para el pueblo y para el Imperio abandonar a Dios y a Irene, y seguir a Juan Cerulis. Por eso había encargado a Hagen, el franco, que espiase a Juan Cerulis, y por eso pretendía infiltrar también a Teófano en el entorno del patricio.
Mientras tanto, los presidentes de los Gremios se agrupaban frente a ella, a la espera de su respuesta. El portavoz había concluido. El silencio llenaba el palacio Magnaura. La basileus permaneció durante un rato en perfecta inmovilidad, obligándolos a esperar.
Sabían lo que Irene iba a declarar. ¿No les había dicho antes, una y otra vez que no tenían por qué acudir allí para que les explicasen de nuevo cuál era la verdad? Y la verdad no cambiaba con el precio del oro o de la seda, de la cera o de las maderas.
El pecador no tiene que asistir a la misa para escuchar que la virtud es lo que salva del pecado.
- Mi pueblo ha venido a mi -manifestó Irene-, y le he escuchado. Mi corazón se siente movido a la misericordia al oír sus lamentos. Sin embargo, debo negarle la mejora rápida y simple que solicita.
Agachados ante ella, sus rostros se mantuvieron pegados al suelo, pero del pecho de algunos, elevándose por encima de sus dobladas espaldas, surgió un trémulo suspiro.
- Pertenecemos al Imperio -prosiguió, y de nuevo contempló, como una visión que se formase en el aire, la maravillosa imagen de salvación que era Constantinopla-. Pertenecemos a nuestro Imperio, cuyo orden lo estableció el propio Dios y se hizo manifiesto mediante las leyes de Constantino, Teodosio y Justiniano. Ellos nos legaron la Ciudad perfecta. Si Dios opta ahora por poner a prueba nuestros corazones, hemos de demostrarle que nuestros corazones son dignos y no cambiar el orden de Dios. El cambio es el fracaso. Conservar la fe es sobrevivir. Así sea. He dicho. Basileus, Irene, augusta, par de los Apóstoles.
Durante unos segundos, tras la resonancia de la fría cámara, reinó el silencio. Irene temblaba a causa de la intensidad de su visión. Era cierto y firme que ella serviría a la verdad, aunque fuese la única y la última que obrara así. Ahora, el pueblo que estaba postrado a sus pies sancionó también la verdad.
- Hemos escuchado y obedeceremos, oh, basileus.
El chambelán dio un paso hacia adelante y el extremo de su bastón golpeó el suelo con fuerza.
- ¡Bendito sea el nombre del Señor nuestro Dios!
- ¡Bendito sea el nombre de Dios y larga vida y salvación a nuestra basileus!
Uno tras otro fueron hincando la rodilla a los pies de Irene para besarle el calzado y el borde del vestido.
Los presidentes de los Gremios, ataviados con sus túnicas antiguas, abandonaron con paso formalista el salón del trono, agachada la cabeza y juntas las manos; en cuanto cruzaron el umbral de la puerta, rompieron sus tranquilas y ordenadas lineas para precipitarse, en parloteante y gemebundo grupo, sobre el prefecto de la Ciudad, que aguardaba de pie en la antecámara.
- ¡Ha rechazado nuestras peticiones!
- No podemos seguir así… debéis hacer algo…
Le rodearon como un enjambre -se encontraba en el fondo de la antesala, al otro lado de los guardias-, lo acorralaron contra la pared, y allí, vocingleros y furiosos, le estamparon en los oídos la retahila de sus problemas, sin dejarle el menor resquicio por el que pudiera escapar.
- Por favor… Por favor…
Los gritos de los otros apagaron su voz.
- ¡Necesitamos ayuda! Sin trabajo, no hay dinero…
- Hace más de seis meses que no pago a mis obreros…
- ¡Año tras año sin obtener un nomisma de beneficio!
- Por favor -protestó el prefecto, mientras se esforzaba en mirar a los ojos a cada uno de aquellos basiliscos de roja cara. Su sonrisa y su plácida expresión bondadosa solían ganarle el aprecio de las personas, pero los presidentes de gremio, viejos todos ellos, estaban acosados por la plena ferocidad de su pequeña crisis. Se inclinaban sobre él, le rodeaban, le empujaban contra la pared de mármol, y empezó a sentir punzadas.
Entonces, con infinito alivio, vio a Nicéforo que atravesaba la antecámara.
- Un momento -gritó el prefecto, y estiró el brazo en gesto tan noble como el de cualquier estatua-. Ahí viene el administrador del Imperio, dispuesto a atender vuestras cuestiones.
Los presidentes de los gremios se quedaron silenciosos durante un momento y observaron la figura angulosa del tesorero general, que pasó entre ellos para situarse en el centro del grupo. Le acompañaban tres de sus secretarios. El prefecto aprovechó aquellos instantes de calma para abandonar la pared y buscarse refugio al costado de Nicéforo, cuya mano estrechó con toda la fuerza del agradecimiento que sentía.
- Dios mío -murmuró-. Has sido mi propio redentor, Nicéforo. Espero que tengas algo que decir a esta gente.
El administrador se encogió de hombros, gesto heredado de sus ancestros sirios. Su rostro sombrío no manifestaba humor alguno, ni suave ni ligero. Bajo el apretón de la mano del prefecto, la del tesorero estaba tan fría e inerte como un pez que llevase un día fuera del agua. Sus ojos barrieron el grupo de presidentes, que le miraban con la misma hostilidad expectante con la que habían acorralado al prefecto contra la pared.
- Escuchadme ahora -dijo Nicéforo-. La basileus ha hablado y ha dejado claro cuáles son nuestros deberes para con el Imperio y con Dios.
La masa de hombres emitió un gruñido común.
- Sin embargo… -continuó Nicéforo, con voz campanuda, e hizo una pausa. A su lado, el prefecto lanzó un rápido vistazo por la antecámara. La Guardia Imperial desfilaba del salón del trono, brillantes las hachas en sus manos; un par de guardias miraron con curiosidad en dirección al grupo. Un sirviente, cargado con una lámpara de pie de hierro, anduvo silenciosamente a lo largo de la estancia, dejó la lámpara en el suelo y la encendió con rápidos ademanes. Nicéforo dijo-: La emperatriz no puede escuchar sin oídos piadosos las súplicas de su pueblo. En consecuencia, ordena que se alivien vuestras cargas mediante las normas siguientes…
El prefecto se tranquilizó, sonriente. Dedicó unos segundos a admirar la habilidad de Nicéforo. La basileus había insistido en las obligaciones para con el Estado; el corazón de la emperatriz, enternecido y afectuoso, se compadecía de ellos. Un bonito detalle; el prefecto se dijo que utilizaría aquel toque de simpatía en su propio ministerio.
Nicéforo se dio media vuelta para hacerse cargo del papel que le entregaba uno de sus subordinados. La cinta de encaje del cuello de su túnica había trazado una línea roja en la parte posterior de su cuello.
- Se concede la completa remisión de vuestras contribuciones -dijo- a quienes no las hayan satisfecho en años anteriores y a cuantos deban las del año en curso. Además, el prefecto os concederá licencias especificas para que adquiráis pan a precios especiales. Y, por último, la emperatriz os garantizará la recepción de las primeras materias que necesiten vuestros oficios, artesanías e industrias, tanto si podéis vender como si no el producto acabado.
Los presidentes murmuraron, alzado el rostro hacia el de Nicéforo; ¿era el alivio lo que ponía palidez en sus semblantes o simplemente era cosa de la luz que irradiaba la lámpara de pie?
- A cambio -continuó Nicéforo-, confiaremos en que distribuiréis equitativamente los recursos de que dispongáis, compartiéndolos con los que más sufran los efectos de la crisis, y mantendréis a vuestros obreros en los telares y bancos de trabajo, atareados.
Un corolario imprescindible: las personas ocupadas no se congregan en la calle y provocan disturbios contra el Estado.
- Si nos damos unos a otros lo que podamos dar -prosiguió Nicéforo-, y nos quedamos sólo con lo que necesitamos para vivir, superaremos esta prueba. Cuando Dios vea cómo respetamos y cumplimos Su Palabra, se nos mostrará favorable y con toda seguridad volverá a concedernos los favores con los que nos ha distinguido por encima de los otros hombres. Idos, ahora, cumplid la Palabra de Dios y los mandatos de vuestra basileus.
- Amén -pronunciaron todos, al unísono, templada la expresión por el alivio. El alivio no era mucho, la verdad; era menos del que hubiesen deseado; pero la forma en que les habían presentado el asunto les satisfizo. El prefecto admiró aquella exposición, y así lo dijo cuando el grupo se hubo dispersado y Nicéforo y él estuvieron solos junto a la lámpara de pie.
Verdaderamente -comentó Nicéforo, con una gélida mirada-, respetas demasiado las apariencias, Pedro, y quizás te preocupas un poco más de la cuenta por la estructura representativa que mantiene la superficie. Tendré que entrevistarme y hablar contigo seriamente y en profundidad, más adelante, en algún momento.
¿Ah? -exclamó el prefecto, alarmado.
- Ahora, no. Tengo compromisos urgentes. Te enviaré un paje para comunicarte el momento de nuestra entrevista. Buenos días.
- Nicéforo… -llamó el prefecto, pero el administrador ya se había ido.
Solo junto a la lámpara de pie, se cogió las manos y trató de no pensar en lo que Nicéforo quería decirle.
No era justo. Nunca quiso de veras entrar en el servicio imperial; pero su padre
se había empeñado.
Lo cual no le salvaría del enojoso mal genio de Nicéforo, caso de que el tesorero descubriese el destino que el prefecto dio a ciertas cantidades de los fondos imperiales que tenía a su disposición.
La claridad le envolvía como una concha protectora. Todo el inundo se había retirado ya y el Magnaura parecía vacio. También él tenía importantes reuniones a las que asistir y mucho trabajo pendiente…, al fin y a la postre, era uno de los más preeminentes funcionarios de la basileus y, en la propia Ciudad, nadie estaba más alto que él.
Se esforzó en hallar consuelo en esos hechos, pero la acuciante sensación de alarma persistía: un gusano que le roía los intestinos. Si Nicéforo se enterase -o lo supusiera-, entonces la basileus también lo sabría. O lo sospecharía.
No era justo. Acudían a rescatar de la miseria a unos cuantos artesanos que se morían de hambre, deshollinadores y panaderos, herreros y talladoTes de marfil, pero no tendrían piedad de él, que pertenecía a su misma clase.
Siempre le resultó fácil compadecerse de sí mismo, cosa ¡ue puede que hiciera porque nadie más iba a tomarse esa molestia. En un rapto de valor, dejó la protectora concha de luz y apresuró el paso hacia la puerta.
En cumplimiento de las órdenes de la emperatriz, Hagen se aventuró por la Ciudad en busca del palacio de Juan Cerulis. Cogió uno de sus caballos y cabalgó por el Mesé, la amplia calle que, desde la puerta Chalke del palacio, descendía por el espinazo del promontorio que sustentaba Constantinopla, hacia el norte y la península.
Al Mesé, relativamente llano y nivelado, sucedía la suave pendiente de la loma; el resto de la ciudad descendía a ambos lados de la alargada cresta; por la derecha, rumbo al bullicio, dorado por el sol, del Cuerno de Oro; por la izquierda, hasta la orilla del mar de Mármara, entre huertos y jardines, racimos de casas y una sucesión de tapias y muros. En la parte que quedaba de cara al puerto, los declives parecían suavizarse, pero aquella impresión sólo era debida a que por allí había más casas. Sus tejados planos y las paredes de piedra encalada cubrían la tierra como una costra, incluso las plantas de los jardines crecían en macetas y cestos colgantes; las calles serpenteaban por aquel laberinto, trazando curvas, vueltas y revueltas, subiendo y bajando, y los edificios se apretaban, tan cerca de la calzada, que la cubrían y, en algunos puntos, estaban tan cerca unos de otros que no permitían el paso por la calle de más de una persona al mismo tiempo.
Por otra parte, allí donde el número de casas era inferior, las calles eran más rectas y amplias. Hagen siguió adelante, entre palmeras que parecían puñados de plumas en lo alto de palos, sin dejar de observar a su alrededor, en busca de algún rastro de Juan Cerulis.
Esperaba encontrar en algún sitio un distrito en el que se concentrasen los poderosos, un conjunto de palacios, incluso una casa rodeada por una cerca que la aislase del rebaño común, pero en Constantinopla no existía esa clase de orden. En su descenso, calle tras calle veía un inmueble impresionante, que podía ser un palacio, junto a grupos de casuchas insignificantes pertenecientes a personas más humildes, y a veces hasta decrépitos edificios de varios pisos, en los que se albergaban enjambres de pobres de solemnidad y que parecían la ladera de un monte abarrotado de cuevas.
Dobló una esquina y se dio de manos a boca con una calle que se hundía prácticamente a plomo, descendiendo por una cuesta tan empinada que las casas parecían construidas sobre pilotes de piedra; al fondo, donde concluía la tierra, el mar tendía su orilla de espuma. Hagen tiró de las riendas. Por allí no encontraría jamás lo que estaba buscando.
Enganchó la pierna en el pomo de la silla y miró en torno, abandonado ya todo intento de descubrir un mínimo de orden en la disposición de aquella urbe y convencido de que lo mejor era aceptarla tal como se presentara. Era inútil tratar de verla como una versión ampliada de Aquisgrán. Podía dar un paseo de media hora por Aquisgrán y verlo todo. Hasta Roma era más pequeña y sencilla comparada con aquello.
Los edificios circundantes le brindaban pocos indicios. Las casas de vecindad medio derruidas que tenía a la derecha carecían de ventanas a la calle; lo único que los edificios de la zona ofrecían a los ojos del viandante que pasara por allí era la pared de una fachada completamente lisa. Lo mismo que una mujer que se cubriera el rostro con un velo, aquel misterio irritaba y despertaba en Hagen una curiosidad insoportable.
Aquellas gentes salían, daba la sensación de que vivían en la calle, en todas las esquinas y alrededor de todas las fuentes se encontraban grupos de personas, cuyas voces sofocaban los chillidos de las palomas. Se acercó al grupo que tenía más próximo y preguntó qué dirección debía seguir para llegar al palacio de Juan Cerulis.
Ante su sorpresa, el anciano al que abordó conocía las señas y le dio detalladas instrucciones, señalándole el camino y moviendo las manos elocuentemente. Hagen siguió tales indicaciones, descendió por la calle siguiente, torció a la derecha, luego a la izquierda… y se detuvo de nuevo, desconcertado. Había vuelto a perderse. El anciano le había dicho que continuara recto por allí, pero no existía ninguna calle por la que seguir recto. En la esquina, preguntó a otro hombre.
También aquel ciudadano conocía el punto exacto donde se hallaba el palacio de Juan Cerulis, y también le proporcionó las indicaciones pertinentes: por aquí, después por allí, sube esa cuesta, pasa por delante de la iglesia -se santiguó al pronunciar la palabra.iglesia»-, baja por la ladera, deja atrás el jardín, tuerce a la izquierda al llegar a la fuente. Las explicaciones parecían bastante claras. Hagen reanudó la marcha, recorrió unos ochocientos metros y, una vez más, se extravió.
Se sintió un tanto estúpido. A su alrededor, la Ciudad parecía reírse de él. ¿Le daban las indicaciones equivocadas? Los blancos muros de las casas le enfurecían.
¡Pasa por delante de la iglesia! En cada calle había una iglesia. Permaneció a lomos de la cabalgadura, mientras contemplaba la riada de personas que caminaban monte abajo; al pasar por delante del viejo templo coronado por su cúpula que estaba al otro lado de la calle, frente a él, todos hacían la señal de la cruz y algunos ejecutaban una genuflexión sin perder el paso. Un asno trotó por la calzada, minúsculo bajo una montaña de heno, con un papel colgado en torno al cuello como un amuleto. Hagen se encaminó a la fuente situada más allá de la iglesia y volvió a preguntar.
De esa forma, subiendo y bajando, atravesó pacientemente Constantinopla. La ciudad era toda una contradicción. La gente se mostraba amable y amistosa con él, alegre, sonriente, dispuesta a ayudarle; pero las calles tortuosas, las vacías paredes, le rechazaban como si aquello fuera un reino mágico para el que desconociera su encanto. Sin embargo, poco a poco, fue acercándose cada vez más al punto que deseaba alcanzar, hasta que finalmente, cuando preguntó a un chiquillo que pasaba por la calle, éste echó
a correr por delante de él, dobló una esquina y señaló con el dedo.
Y allí, al otro lado de un patio triangular, se elevaba un muro alargado, en el que se abría una puerta, junto a la cual crecía un arrayán. Por encima del muro vio tejados de otras casas. El chiquillo se le había quedado mirando, expectante. Hagen sacó una moneda de la bolsa, la lanzó en dirección al mozalbete, que la atrapó en el aire, ágil como un malabarista, y se alejó a la carrera.
Nada distinguía el exterior de aquel lugar de los cientos de otros edificios que había visto en el transcurso de la mañana. Hagen lo rodeó, cabalgando despacio y mirando por encima del muro cuando le era posible hacerlo. El recinto incluía cierto número de edificios, cubiertos con tejas rojas; oyó los ruidos de las personas que trabajaban y conversaban en el interior de las casas y, al acercarse al portalón delantero, que estaba abierto, vio un grupo de griegos, ataviados con elegancia, que llegaban en literas encortinadas que trasladaban a hombros porteadores medio desnudos. Echó un vistazo por el hueco de la puerta y pudo ver un patio en el que trabajaban numerosas personas.
Le hubiera gustado entrar allí, pero a ambos lados de la puerta frontal montaban guardia soldados, de modo que regresó dando la vuelta al muro del palacio hasta la entrada del arrayán.
Franqueaba aquella abertura de la pared, rodando despacio, una carreta cargada de leña. Hagen desmontó, ató su caballo a una rama del mirto y echó a andar detrás de la carreta, como si fuera uno de los trabajadores.
El vehículo traqueteó hasta el pequeño patio de la cocina, donde los hombres empezaron a descargarlo. Hagen pasó de largo junto a ellos y entró en la explanada del gran patio situado en el centro del complejo del palacio.
Se alzaban edificios por los cuatro costados, uno o dos de los cuales contaba con varias plantas, enlazados entre si por pasajes cubiertos. El propio patio estaba lleno de servidores, mujeres sentadas ante sus telares, mozas que fregaban cacharros o tendían la colada para que se secase al sol. Hagen franqucó el umbral de la puerta del mayor de los edificios y entró en una estancia adornada lujosamente, como un gran salón.
Era un lugar tan magnifico como el propio palacio de Dafne, aunque bastante más pequeño. Cubrían las paredes paneles de oro labrados en relieve con escenas religiosas, y los muebles tenían incrustaciones de perlas y joyas. Hombres vestidos fastuosamente estaban formados en línea delante de una puerta que había a la derecha y, entreteniéndose por el cuarto, Hagen vio numerosos miembros de la guardia de Juan Cerulis, que vestían la misma armadura de cuero que llevaban los individuos que mataron a Rogelio.
Era evidente que no temían la posibilidad de peligro alguno. Se regalaban con gene rosos tragos de sus recipientes de cuero, charlaban y jugaban sin prestar la menor atención a lo que ocurría a su alrededor. Hagen pasó entre ellos y nadie le dio el alto.
Entró en la cocina, se sirvió una rebanada de pan del montón apilado encima de una mesa, cogió un pedazo de queso de un estante adosado a la pared y salió de nuevo al patio, para degustarlo. Una o dos mujeres volvieron la cabeza para mirarle con cierta curiosidad, pero nadie le preguntó qué hacia allí.
Le resultó claro que Juan Cerulis no iba a salir apresuradamente hacia ninguna parte. Con toda aquella gente esperando para verle y con todo aquel ajetreo doméstico, serian precisas varias jornadas de esfuerzos para arrancarle de allí. Hagen concluyó su piscolabis, admirado del orden laborioso que reinaba en el patio, con las mujeres afanadas en sus tareas y en sus chismorreos y los hombres a la espera de tener algo que hacer. Se le acercó cojeando un arrapiezo desnudo, de pies separados, se inclinó sobre sus rodillas y le suplicó un poco de comida. Hagen puso un trozo de queso en su regazo y, con aire grave, la criatura lo cogió y se retiró. Hagen se puso en pie y abandonó el patio.
No consideró oportuno regresar al palacio, donde la emperatriz le encomendaría algún otro encargo. Condujo su montura por las angostas calles hacia la cima del monte, se desvió luego por el Mesé y cabalgó a través de la Ciudad.
Casi todo el comercio de Constantinopla se desarrollaba en aquella vía principal, bien en las tiendas con columnatas abiertas a ambos lados de la calle, bien en las grandes plazas que se sucedían en el Mesé como alhajas de un collar. Las plazas eran tres, cada una de ellas orillada por pequeñas tiendas y puestos de venta, y rebosante de mercaderes, vendedores y ciudadanos que compraban artículos. Hagen se apartó de aquella muchedumbre. No estaba acostumbrado a las aglomeraciones y prefirió observarlo todo a distancia.
De todas formas, no podía comprar nada; no tenía dinero para eso. Los precios de aquellos artículos le sorprendieron. Vio que los compradores regateaban antes de cerrar cualquier trato, inclinados sobre los mostradores o tenderetes en los que se exponían montones de prendas de ropa, piezas de barro cocido y artículos de cristalería.
A pesar de todo, pagaban más por un objeto de cera o una cerámica, bonita, eso si, de lo que él solía abonar, en carretera, por una buena cena y el alojamiento de una noche. Observó a una mujer, en una silla de manos transportada por pacientes porteadores de estúpido aspecto, iba de una tienda a otra, comprando sedas, y en cada una de las piezas de tela que adquiría gastaba más de lo que Hagen había pagado en su vida por cualquier cosa. La mujer se detuvo en otro puesto y compró una naranja para cada uno de los hombres que cargaban con ella.
Hagen continuó vagando por allí, curioso a pesar de si mismo. Tiró de las riendas para ceder el paso a una recua de camellos que se cruzó con él bajo el arco de una estrecha calleja. La Ciudad le hechizaba. En contra incluso de su voluntad, era muy distinta a las de su patria. Sin embargo, captaba su interés, como lo hacían las mujeres, a base de miradas, recelos, sugerencias… Cada una de las calles que se alejaban por la falda del monte o se perdían al otro lado de una esquina encerraba una promesa.
Las lisas fachadas de las casas le producían dolor de cabeza al inducirle a adivinar qué estaría ocurriendo en el interior.
Hizo un alto en la plaza del mercado de animales y se dedicó a contemplar la escena de un tratante que trapicheaba la venta de unos bueyes con un presunto comprador; detrás de los dos hombres, las grandes bestias de papada castaño oscura descansaban sobre un lecho de paja, entregadas a la rumia de su alimento; unas bolas de bronce cubrían las puntas de sus anchos cuernos. Los dos hombres utilizaban un lenguaje que Hagen oía por primera vez, pero sus ademanes le resultaban significativamente expresivos y, cuando uno de ellos volvió la cabeza y detectó la presencia del franco, le dirigió un donoso guiño.
En una estrecha callejuela, a dos pasos del Mesé, encontró una hilera de zapaterías y fue de una a otra, mitundo los precios y con la esperanza de que le arreglasen las botas sin que le costase mucho. Todos los zapateros tenían exactamente la misma tarifa, y cada uno de ellos, en cuanto le veía acercarse, intentaba venderle una botas nuevas, aunque las que llevaba puestas estaban lo bastante aprovechables como para que mereciese la pena remendarías. Eligió uno al azar. El zapatero examinó atentamente las botas, enarcadas las cejas mientras tocaba las largas puntadas francas y olía el cuero.
- Según mi olfato, no es piel de ciervo, ni tampoco de vacuno.
- Piel de oso -informó Hagen-. De la parte del vientre.
Las cejas del zapatero subieron y bajaron.
- Interesante. -Puso la bota derecha en el trípode y rascó la suela con una cuchilla de hoja corta-. Supongo que un hombre que camina con el pie envuelto en piel de oso se preocupa tanto de sí mismo como de la verdadera naturaleza de Cristo.
- ¡Hummm! -profirió Hagen, sobresaltado.
El zapatero se inclinó para mirar dentro de un cajón que contenía piezas de cuero. Su voz se elevó por encima de él como si fuera humo.
- Porque puedo prometerte, bárbaro, que a menos que comprendas que el Hijo participa de los mismos atributos y la misma naturaleza del Padre, jamás verás el Reino de los Cielos.
- Amén -dijo Hagen, que parecía ya de lo más seguro.
- Si, ciertamente. -El zapatero aplicó una pieza de cuero a la suela de la bota y tomó un puñado de clavos, que se puso en la boca como si fueran uvas-. Porque el Hijo existió siempre en el Padre, puesto que Dios es perfecto… -Escupía clavos sobre la palma de la mano al mismo ritmo que hablaba, una palabra, una punta, la palabra volaba hacia los oídos de Hagen, la punta hacia la suela de la bota de Hagen, y el repiqueteo del martillo no perdía un solo golpe en su cadencia uniforme-. Sin embargo, Dios no podía menguarse a si mismo y, por consiguiente, al producir al Hijo de Su propia esencia no cedió nada de Sí…
»Tap, tap, tap». Hagen observó cómo desaparecían los clavos hundidos derlitro del cuero.
- Amén -dijo, mientras se preguntaba si las botas quedarían muy firmes.
- Y como quiera que el Hijo también es perfecto, merced a la sustancia divina, de ninguna manera podía haber sido parcial, sino que tiene que participar de todos los atributos que innegablemente constituyen los atributos de Dios, eso es…
- Amén.
»Tap, tap, tap». Sin la menor interrupción en su discurso, el zapatero sacó la bota del trípode, la torció y flexionó con las manos, consideró que estaba bien, eliminó con la chaira el material que rebasaba los bordes y alisó éstos con la pata de cabra, todo ello mediante los ademanes rápidos y diestros del profesional virtuoso.
- Eternidad, verdad, justicia, bondad…, ésos son los atributos de Dios.
- Amén -repitió Hagen.
La bota izquierda fue a ocupar su sitio en el trípode de zapatero y el hombre reanudó su disertación; Hagen había perdido el hilo argumental, si es que lo tenía, por lo que se limitó a intercalar de vez en cuando un»Amén», siempre que le parecía que se esperaba de él un comentario. Cuando el arreglo de las botas estuvo concluido, se las calzó.
- ¡Ah!
- ¿Están bien? -sonrió el zapatero.
- Estupendamente.
- Si los pies de un hombre se sienten cómodos, el resto del hombre también se siente cómodo -sentenció el zapatero. Tomó el dinero, devolvió el cambio, hizo la señal de la Cruz y bendijo a Hagen en el nombre de Dios. Hagen regresó junto a su montura, que había dejado al otro lado de la calle.
Dios dominaba toda la vida de Constantinopla, no sólo la del zapatero. No había calle sin iglesia, algunas con magnífica cúpula dorada y puertas metálicas, otras simples cabañas con cruz en el tejado. Los predicadores invadían las calles, se apostaban en las esquinas, en los muros o en lo alto de las columnas y declamaban apasionadamente sobre cuestiones de fe. En las fuentes, donde las mujeres se reunían para coger agua e intercambiar cotilleos, los ancianos se sentaban en bancos de piedra, echaban migas de pan a las palomas y se enviaban unos a otros al fuego del infierno por confundir el tiempo con el espacio. Hasta los niños, que corrían tras sus aros o sus pelotas
por las calles laterales, se lanzaban pullas entre si en nombre de Dios.
Hizo un alto para que su caballo abrevara en una fuente y se mantuvo sentado en la silla mientras contemplaba entre risas el espectáculo de una partida de galopines que fanfarroneaban y se peleaban en la plaza. Un grupo de mujeres, cubiertas con el chal negro que vestían todas las casadas, pasaron entre los críos, hacia la fuente, y Hagen se retiró para dejarlas que llenasen sus cántaros. Entre ellas iba una muchacha con el pelo suelto. La joven percibió la mirada apreciativa del franco, se sonrojó y agachó la cabeza, pero no sin lanzarle una mirada de soslayo, tan dulce y alegre como la de cualquier ramera. Hagen tosió, divertido.
Cuando las mujeres se marcharon, Hagen desmontó, bebió un trago de agua y se sentó junto a la fuente, al tiempo que pensaba en la chica que acababa de ver. Mientras estaba allí sentado algo le salpicó en la mano. Bajó la vista. Tenía la mano apoyada en la musgosa base de piedra del plato, en forma de pez, de la fuente y cerca del pulgar vio la señal de un agujero en la piedra, lleno de agua negra. Por encima del plato, la fuente tenía una grieta. Hagen se la quedó mirando y observó que en la punta de esa hendidura se formaba una gota, que fue convirtiéndose poco a poco en un hilo de agua en cuyo extremo una trémula bola líquida oscura se separaba colgando de la piedra de un modo inverosímil.
Bruscamente, el hilo se rompió, la gota, la bola, fue a parar al oscuro agujero que estaba en su perpendicular y las salpicaduras dibujaron una telaraña fugaz. Hagen introdujo el índice en el agujero, pero la punta del dedo no tocó fondo.
¿Cuántos años habría estado cayendo aquella gota, horadando la piedra hasta hacer un agujero tan profundo? Por primera vez, el peso de los años de aquel lugar le impresionó. No era de extrañar que aquel pueblo tuviese la mente fija siempre en la eternidad. Mientras Constantinopla declinaba a su alrededor, los habitantes de la urbe se consolaban con la lucha por conseguir una pureza incomparable.
Sin embargo, al mirar a su alrededor, dispuesto a despreciarlos, volvió a percatarse de lo hermosa que era la Ciudad, pese a la labor del tiempo y sus cambios; lo acomodadas que eran sus vidas, a pesar de la obra de la ilusión.
No tenía verdad más óptima que la de la ilusión de aquellos ciudadanos.
Una vez más, volvió a sentirse abrumadoramente solo sin su hermano. Subió al caballo y regresó lentamente al palacio.
Entró en las cuadras de la parte inferior del hipódromo. Estaba alojando al caballo cuando vio que sus cosas habían desaparecido.
Comprendió instantáneamente quién se había encargado de ello. Empezó a soliviantarse, a perder los estribos, aunque, al haber previsto una jugada así, no había dejado nada de valor en el establo. Llevaba encima todo su dinero, así como el papel escrito en griego. No obstante, desenvainó la espada y recorrió las cuadras con ánimo acalorado, en busca de los mozos, pero todos se habían ido ya a sus casas para pasar la noche. Sólo quedaban allí unos cuantos guardas y serenos adormilados, diseminados aquí y allá por los vastos establos subterráneos.
Entró en los jardines del palacio por la puerta trasera y subió hacia el edificio en el que le habían alojado. El cielo tenía una tonalidad de espliego oscuro y del mar ascendía una neblina de color violeta; las enormes construcciones de la cima del promontorio parecían flotar sobre las nubes. Se detuvo para admirar aquella vista, complacido a su pesar.
Gradualmente, mientras permanecía allí, sus sentidos se abrieron a lo que le rodeaba. Oyó risas y voces que hablaban en tono bajo a su derecha, más allá de los setos que señalaban el limite de la rosaleda; a su espalda, alguien tocaba la flauta: no interpretaba una pieza musical, sino que producía una serie de notas, como si estuviese ensayando o explorando. Percibió el aroma de las especias con que sazonaban allí todas las comidas, y cuando olfateó el aire más a fondo, captó el efluvio del pan y entonces se le hizo la boca agua y el estómago se puso a gruñir.
En aquel momento, una puerta se abrió a su izquierda y se trasladó con paso rápido para interponer una cerca entre él y quienquiera que se aproximase.
Aparecieron dos mujeres, cargadas con fardos de tela. Por el hueco de la puerta salió una bocanada de aire caliente y húmedo. La puerta se cerró de golpe. Las dos mujeres, jadeando sobre los bultos que llevaban en los brazos, emprendieron la subida de la escalera que llevaba al nivel superior de los jardines.
Hagen sabia lo que era el edificio del que acababan de salir; lo descubrió la primera noche que estuvo allí, cuando recorrió todo el lugar. Se trataba de una pequeña casa de baños. Aquella primera noche había nadado en la pileta. Ahora volvió a dirigir sus pasos hacia allí.
La puerta no estaba cerrada con llave, como tampoco lo estuvo la otra vez. La sala estaba sumida en tinieblas. Aún flotaba en el aire el olor del humo de las velas. Avanzó a tientas, asentando un pie antes de adelantar el otro, mientras se esforzaba en llevar a su memoria la visita anterior para determinar el punto donde se encontraba el borde de la piscina. La puntera del pie lo encontró. Se desvistió, dejó la ropa amontonada encima de las baldosas y se zambulló en el agua cálida y perfumada.
Era una delicia para la piel, mucho mejor que los baños de Aquisgrán, que apestaban a azufre. Sobrenadó de espaldas en la oscuridad, moviendo los brazos a guisa de remos en el agua tibia; se hundió por debajo de la superficie, flotante la cabellera, y dejó escapar el aire de los pulmones para que formase una corriente de burbujas.
Cuando emergió de nuevo, la puerta estaba abierta y un rectángulo gris recortaba las negruras.
Se apartó nadando del cada vez más amplio haz de luz que se derramaba a través del umbral. Con una vela en la mano, Teófano entró en la casa de baños.
La claridad que difundía la vela bailoteó sobre las aguas oscuras, iluminando las ondulaciones que Hagen había dejado en su estela. La muchacha empezó a rodear la pileta, hacia los armarios que había a la izquierda, vio las prendas apiladas al borde de la piscina y retrocedió, encogida.
- ¿Quién anda ahí? ¿Quién es?
- Hagen -se identificó el franco, al ver que Teófano estaba asustada. Se acercó a la luz, para que ella pudiera verle-. Sólo soy yo, Teófano.
- ¿Qué haces aquí? ¡Vaya hombre presuntuoso! ¡Esta es la casa de baños de la basileus!
- Me gusta nadar. -Fue hacia el lado de la piscina donde estaban amontonadas sus ropas-. De todas formas, me alegro mucho de verte… Tengo algo para ti.
- ¿Para mí?
Se le acercó, impaciente; Hagen le dirigió una mirada irónica y, mediante un impulso de los brazos salió del agua; al darse cuenta de que estaba desnudo, Teófano se puso de espaldas.
- Vamos, acompáñame -dijo Hagen, una vez vestido. La cogió del brazo y tiró de ella hacia la salida.
- ¿Qué es lo que tienes para mí?
- La ropa que te dejaste en la posada de Calcedonia.
- ¡Ah!
Cayeron los hombros de Teófano y Hagen percibió su decepción a través del tacto, ya que la llevaba cogida del brazo.
Ella no trató de desasirse~. Salieron a la oscuridad de la noche, fresca después de la cálida atmósfera de la casa de baños. Teófano levantó la mano libre para apartarse de la cara un mechón de pelo. La parte superior de la cabeza de la muchacha apenas llegaba al mentón de Hagen. Deseó pasar la mano en torno a Teófano y albergar su talle en la curva del brazo. Mientras ascendían por los irregulares peldaños de la escalinata hacia la terraza siguiente, volvió a pensarlo y, una vez arriba, deslizó la mano por el brazo de Teófano y cogió la de la joven.
Ella alzó la cabeza para mirarle, pero no se apartó.
- Creí que la basileus te había encargado que fueses a vigilar a Juan Cerulis.
- Juan Cerulis no piensa ir a ninguna parte, por ahora.
Rodeó con ella el extremo del edificio donde estaba su alojamiento y la condujo al patio del lado opuesto, donde una hilera de tupidos árboles les proporcionaba cierta intimidad. Allí, en la quietud, junto a un árbol en plena floración, la besó.
La muchacha le pasó los brazos alrededor del cuello, ávidos los labios. Su cuerpo irradiaba calor, pegado al de Hagen. Una parte de la mente del franco permanecía distanciada, recelosa de la muchacha, pero ello no le impidió tantear en el vestido, tratando de hallar una vía de acceso a través de los pliegues de la seda, y la mano resbaló por la espalda femenina, cruzó por la cadera, se aferró al muslo y lo apretó con fuerza contra la entrepierna.
A partir de ese instante, no pensó más que en llevarla adentro, a la cama. Ella murmuró algo, entre risitas, una broma retadora, al tiempo que sus dedos incitantes acariciaban el mórbido bulto que hinchaba los pantalones. Hagen la levantó en peso y la llevó a través de la puerta situada detrás de la cortina, con la melena de la muchacha cayéndole sobre el brazo y los hombros, y depositó a Teófano boca arriba en el lecho.
Hagen encendió una vela. La joven alargó los brazos hacia él. Las manos tropezaron una contra otra, mientras se quitaban la ropa. De rodillas sobre la cama, junto a Teófano, Hagen la ayudó a quitarse el blanco vestido de seda, pasándoselo por encima de la cabeza. Temblando, erecto y dolorido, aguardó a que la muchacha se pusiera a tono, y contribuyó a ello tocando los puntos que era preciso tocar, besándole los pequeños pechos blancos, acariciándole sabiamente los muslos, hasta que Teófano estuvo preparada para recibirle. La mano de la joven le guió hacia el interior.
Fue maravilloso. A miles de kilómetros de la patria, Hagen estuvo de nuevo en casa, aprisionado en los brazos de Teófano, con las piernas de la chica aferradas como ganchos a sus caderas y los gemidos entrecortados resonando en sus oídos. Cuando le llegó el orgasmo, su intensidad le arrancó un rugido.
El resplandor de la llama de la vela parpadeaba sobre las mejillas y el pelo de Teófano, la línea húmeda dejada por las lágrimas relucía sobre sus sienes. No tuvo que preguntarle si había disfrutado. Sus bonitos hombros, sus preciosos senos tenían un tono rosado, ya no eran blancos como la seda del vestido. Acercó el rostro a Hagen, cerrados los párpados, levantada la cara, pidiendo en silencio que la besase y, sumisamente, medio dormido ya, de nuevo distanciado, él le dio beso por beso, hasta que sus cuerpos alcanzaron la máxima comodidad en la estrecha cama y se adormilaron.
Teófano se despertó con el resplandor de la luna brillándole en el rostro. La vela se había apagado. La chica yacía junto a Hagen, que la abrazaba dormido. A aquella claridad incierta, el sentido del tacto de la muchacha tenía una gran importancia y, sobre el bloque musculoso del torso del franco, las yemas de los dedos de Teófano recorrieron las costuras de viejas cicatrices, largas y rectas como si las hubieran trazado con un cuchillo. Apretó el rostro contra la mata de fino vello incoloro que cubría el pecho de Hagen.
El franco empezó a despertarse; sus manos se movieron adormiladamente y acariciaron los costados de Teófano. Las palmas tenían el toque calloso de las astas. Las dos; la muchacha recordó la espada de empuñadura doble que Hagen empuñó en el pórtico de la iglesia de la carretera de Calcedonia.
Tendida inmóvil allí, ociosas las manos, el cerebro de la joven fue derecho al reciente encuentro con Karros y a la perspectiva de aparecer de nuevo ante Juan Cerulis.
La sola idea le producía escalofríos. Lo que ella deseaba podía proporcionárselo aquel hombre silencioso que estaba echado junto a ella, y los dedos apremiantes de Teófano se apresuraron a pedirlo. Los brazos de Hagen se ciñeron alrededor de la muchacha.
El franco no dijo nada. No había pronunciado palabra desde que aquello empezó. La chica le besó en la boca, en el cuello, en las cicatrices del pecho. Él se la puso encima y lo hicieron así.
- ¡Oh! -comentó Teófano, cuando ambos terminaron-. Eso estuvo muy bien.
En torno a la cintura de la joven, los brazos de Hagen apretaron un poco más; tenía el rostro entre los pechos de Teófano. Ella notó que sonreía.
Deseó que le dijera algo. Resultaba fastidioso que no pronunciara palabra, como fuesen animales.
- ¿Echas de menos tu país?
- Echo de menos a mi hermano.
Se removió debajo de Teófano, con los labios contra sus senos. Sin saber cómo ni por qué, la muchacha tenía la idea de que un bárbaro no conocería del amor más ¡ que la técnica de entrar y salir; la tierna pericia de que Hagen había hecho gala fue una auténtica sorpresa.
- ¿Hiciste esto con Rogelio? -preguntó el bárbaro.
- No. -La hábil lengua aplicada a los pezones tenía un efecto interesante entre los muslos de Teófano-. Karros y sus hombres irrumpieron antes de que tuviésemos tiempo de hacer nada.
Acariciadoramente, Hagen succionó y lamió el pecho de la chica.
- ¿Por qué lo haces conmigo?
- ¿Tiene que haber una razón? Tú eres un hombre, yo soy una mujer, podemos disfrutar el uno del otro, sencillamente.
Lo hubiera hecho antes, de haber sabido lo formidable que era; jadeó, temblorosos los muslos.
- Me perdonarás, Teófano… -Hagen le dio un beso en los labios-, si no te creo.
Ofendida, se apartó de él, con las manos sobre el pecho del franco.
- Entonces, me voy.
La retuvo automáticamente, sin esfuerzo.
- No te dejaré marchar.
- ¿Por qué? ¿Porque me deseas? ¿Por simple placer carnal? ¿Un alto agradable en la dura jornada…?
- Aún no he encontrado la mujer que no quisiera algo a cambio de hacer esto conmigo.
- Pues ya tropezaste con ella -replicó Teófano, indignada-. En nombre del Cielo, Hagen, ¿qué clase de mujeres tenéis en Franconia?
- Ninguna como tú.
La atrajo hacia si, la besó y se acariciaron mutuamente; complacida, la muchacha comprendió que Hagen volvería a estar en forma en cuestión de minutos. Tenía la fortaleza de una eternidad de duro trabajo, de trabajo en el campo, como una bestia de carga. Palmeó cariñosamente las cicatrices del pecho de Hagen.
- ¿Qué te pasó aquí?
- Alguien intentó matarme poco a poco.
- ¡Ah! Bueno, falló, por lo que le estoy agradecidísima.
- Era demasiado lento. Rogelio acabó con él.
- ¿Cómo…?
- Calla -pidió Hagen-. ¿Sabes? Los griegos habláis demasiado.
Hicieron el amor con la boca. Hagen encendió la vela e hicieron el amor a la claridad de la llama, sentados. A horcajadas sobre él, con los brazos en torno al cuello del franco, Teófano pensó: «Ahora me ayudará, si le necesito», y comprendió que estaba actuando tal como él había dicho, esperando algo a cambio de permitirle usar su cuerpo y penetrarla. Se prometió no necesitarle nunca. Oprimió su rostro contra la blanca cabellera del franco, y el mundo se esfumó.
Estaba allí tendido boca arriba, desmadejado como un odre de vino vacío, con el calor de los rayos del sol cayéndole sobre el pecho y sin acabar de despertarse; excesivamente relajado para despabilarse. Sin embargo, aunque entre sueños, sabia que Teófano no estaba en la cama; la oyó moverse por la habitación, la oyó vestirse.
Se produjo un tintineo. Eso le despertó del todo.
Al volver la cabeza, vio a Teófano de pie ante el montón formado por las ropas, registraba su escarcela, la de él.
- Oh, jo -silabeó Hagen, se incorporó, pasó las piernas por el borde del lecho y saltó al suelo-. Así que lo hiciste por eso.
Teófano dio un salto hacia atrás y dejó caer la bolsa; la hebilla del cinto volvió a tintinear.
- No. No, de verdad, no estaba…
- Esta vez has perdido, muchacha. -Hagen recogió del suelo la camisa-. Me brindaste una estupenda noche de placer y no has encontrado lo que buscabas. Ahora vete.
- Hagen… -dijo Teófano-. No pretendía…, es algo que se me ocurrió después. De verdad, no quería…
- Venga, márchate.
- Hagen, por favor…
- «Hagen, por favor» -remedó el franco. Se sentó en el borde de la cama para ponerse las polainas. La chica se había vestido por completo, pero Hagen sabía ya cómo era su cuerpo, bajo la ropa, y Teófano nunca más estaría cubierta cuando él la mirase-. Vete. Ve a decirle a la basileus que has vuelto a fracasar.
Las mejillas de Teófano tenían el color de la grana, los ojos le llameaban. Giró sobre sus talones y salió del cuarto por la puerta que daba a la terraza. Hagen se llegó al centro de la estancia, para recoger el cinturón, y, desde allí, la vio alejarse a través del patio. Era alta y esbelta como un ciprés, el vestido de seda flotaba ondulante en torno a su figura. Sólo contemplarla constituía un deleite tan magnífico que Hagen se echó a reír. Se puso el cinturón, dispuesto a lo que fuera.
Ismael hizo girar con la mano la rueda del carruaje; el vehículo estaba inclinado lateralmente, de forma que la rueda giraba en el eje sin impedimento alguno, aunque bamboleándose en su órbita. Ismael se inclinó para observar su movimiento sobre las anchas tiras de cuero que teóricamente eran sus amortiguadores.
- Hay que cambiar todo el juego, el forro se ha desgastado de parte a parte.
- Si, señor.
El caballerizo se puso en cuclillas para echar un vistazo al cojinete de cuero. Asintió.
En el pasillo al que daba la sala de herramientas y material, en el espacio abierto que precedía a la hilera de establos del equipo Azul, unos cuantos mozos de cuadra jugaban a los dados. Ismael miró hacia allí; uno de los caballerizos era Esad, el encargado de la cuadra del príncipe Miguel, y aunque Ismael tenía intención de reparar totalmente su cuádriga, no deseaba que su rival se enterase de las deficiencias que pudiera tener. Esad manejaba los dados. A gatas, en el centro del círculo de jugadores, su voz se elevaba en el aire, fuerte y sonora a causa de la excitación. Ismael centró de nuevo su atención en el carruaje.
- La rueda está firme.
La hizo girar otra vez, clavados los ojos en la llanta, donde los granos de arena que tenía empotrados chispeaban a la luz de la antorcha de la pared.
- ¡Jo!
El grito le impulsó a girar en redondo, mientras se le erizaban los pelos de la nuca.
Los jugadores se dispersaban, entre chillidos de puro susto. El gigantesco bárbaro de blanca cabellera había irrumpido en mitad de la partida y sus puntapiés esparcieron dados y dinero por el piso sembrado de pajas de heno. La bota fue a parar al rostro de Esad.
- ¡No te acerques a mis arreos!
Esad se incorporó como pudo.
- ¡Mi señor te echó de aquí, peregrino!
Agitó la mano y tres de los otros mozos de cuadra se echaron sobre la espalda del bárbaro.
El peso hizo al gigante dar con sus huesos en el suelo, medio sepultado bajo los tres cuerpos. Ismael saltó hacia adelante, gritó indignado por aquel atropello y se precipitó hacia los contendientes, que se agitaban y vociferaban con frenesí. Esad se sacó del cinto un cuchillo de hoja corta y arremetió contra el bárbaro.
Ismael dio un brinco para cortarle el paso, pero antes de que pudiera llegar a Esad, el bárbaro ya se estaba levantando, doblado sobre sí mismo bajo el peso de los hombres que tenía encima. Dando tumbos, se apartó de Esad unos pasos, logró situarse detrás del caballerizo y, agarrando a uno de los individuos que llevaba colgados, volteó el cuerpo del individuo y golpeó con él a Esad, que fue a medir el suelo con las costillas.
El cuchillo de Esad cayó entre la paja. El mozo de cuadras se puso a gatas y anduvo así hacia el arma. El bárbaro también había ido a parar al suelo, donde dos hombres seguían sobre él y le asestaban puñetazos y patadas. Ismael se acercó, le quitó de encima uno de los sujetos y el hombre del cabello blanco se puso en pie con violento impulso, derribó al otro mozo de cuadra y desenvainó una espada larga y bastante maltratada.
- ¡Alto!
Ismael se arrojó sobre el brazo del bárbaro.
El hombre de la pelambrera albina giró en redondo para encararse con él, interpuesto entre ellos el espadón; Ismael vio en las pupilas de aquel gigante una gélida intención asesina que le sobresaltó. Ni siquiera Esad había tratado nunca de matar a alguien.
- No pretendo hacerte ningún daño -dijo Ismael y, para demostrarlo, soltó el brazo del bárbaro armado con la espada-. No puedes pelear aquí, con una espada, no, te verías en un apuro terrible.
A espaldas de Ismael, sonó el ruido de pasos de varios pies que se retiraban pasillo abajo. El bárbaro se enderezó. Con un rápido movimiento de muñeca volvió a guardar la espada en la vaina. Una ojeada permitió a Ismael comprobar que Esad y el resto de mozos de cuadra habían abandonado discretamente el lugar, de modo que retrocedió un paso, dejando más espacio al bárbaro.
- Gracias -dijo éste, y le ofreció la diestra-. Supongo que me dejé llevar por los nervios.
Ismael aceptó la mano.
- Mi nombre es Ismael… Mauros-Ismael, me llaman. Soy uno de los aurigas.
- Yo me llamo Hagen.
Se estrecharon la mano; a Ismael le cayó simpático instantáneamente aquel hombre, su apretón de manos era firme, su mirada recta. Miguel había dicho que era uno de los espias de la emperatriz, empleo para el que asimismo pretendía seducirle a él.
- No te preocupes de Esad y los otros -dijo Ismael-. En cuanto se hayan acostumbrado a verte, te dejarán en paz.
El bárbaro soltó una carcajada, al tiempo que echaba la cabeza atrás y sus ojos parpadeaban.
- No tendrán más remedio que hacerlo, de una manera o de otra.
- Es fácil comprenderlo. Vamos a la taberna. Te invito a un trago.
- Hecho.
Salieron del hipódromo, por la puerta de la calle donde estaba la casa de fieras imperial. Los cuidadores de los osos y los domadores de los leones daban de comer a los animales a su cargo y, cuando Hagen e Ismael pasaban por allí, bajo los arcos resonaban los gruñidos y rugidos de las grandes bestias encerradas en sus jaulas, bajo los muros. La mayoría de las prostitutas se habían congregado allí para presenciar el espectáculo de la alimentación de las fieras y daban la espalda a la calle y a los clientes.
Al pasar los dos hombres por allí, una de las rameras los vio, se dio media vuelta, les dirigió un silbido y se levantó las faldas. Una adivina cacareó para llamar su atención, desde una calleja próxima a la taberna.
- Vi tu carrera -dijo Hagen.
- Quieres decir que me viste perder -corrigió Ismael.
- Sin embargo, sigues en tu empeño. A mi me pareciste bastante bueno. Sólo un equipo puede ganar cada competición, ¿no?
Entraron en la taberna, medio desierta a mediodía, Ismael condujo a su mesa favo rita al corpulento bárbaro y pidió a la camarera unos vasos. Ismael se dejó caer en el asiento, se inclinó hacia adelante, apoyados los codos en la superficie de la mesa, y contempló al hombre que tenía frente a él.
- ¿Entiendes algo de caballos?
- Nosotros no los conducimos como lo hacéis aquí. Hasta los arreos que usamos son distintos; utilizamos collera, en vez de petral.
- ¿Crees que puedo vencer al príncipe Miguel?
El bárbaro le sonrió.
- Me encantaría que lo hicieras… Y verlo.
- ¿Conoces a Miguel?
- ¡Ah, si!
- ¿Qué opinas de él?
- Creo que es un fullero arrogante y engreído.
El bárbaro meneó la cabeza.
- Se tiró unas cuantas bravuconadas conmigo, para impresionar… a cierta persona. Cuando no existía la menor probabilidad de que nos enzarzáramos en una pelea. Eso a mi me parece un timo, un engaño.
Las cejas de Ismael subieron y bajaron; aquella evaluación era demasiado baja para que encajase con el Miguel que él conocía.
- Bueno, eso es interesante.
Llegaba la camarera, con una jarra y dos vasos, que depositó encima de la mesa, entre ambos.
- Ponlo en mi cuenta -dijo Ismael.
- Señor -repuso la moza-. El viejo dice que debe usted demasiado.
- Maldito sea. -Se encrespó Ismael, ofendido y acalorado-. Es lo mismo, cada vez que entro aquí. Dile que le pagaré en cuanto me paguen a mi.
El bárbaro puso la escarcela encima de la mesa, una bolsa de cuero tintineante de monedas.
- Pago yo.
¡ -No. -Ismael adelantó una mano para detenerle-. Aquí me conocen…, acepta rán mi palabra, malditos sean, así como el Hijo es igual que el Padre, ésa es mi costum bre y por ella me rijo en todas partes.
- Se lo diré -accedió la moza, y se retiró.
- Que el diablo los lleve -murmuró Ismael.
Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos. Se daba por supuesto que tenía que pagarle el prefecto de la ciudad, director de los juegos, pero aún le debían las dos últimas carreras en que participó. El bárbaro le estaba observando, con una leve sonrisa en los labios.
- Para mi, no es precisamente divertido -comentó Ismael
- No… No me reía a tu costa… Pensaba en otra cosa.
- ¿En qué?
- Nada. En una chica.
El bárbaro cogió su vaso y se dispuso a beber.
- Lo siento, olvidé tu nombre.
- Hagen. Hagen el Blanco.
- Vaya, comprendo el motivo de tu apodo. ¿A ti te pagan cuando se supone que tienes que cobrar?
- ¿De quién tengo que cobrar?
- De la basileus.
La mirada de los ojos azules se había tornado más aguda, la sonrisa seguía curvándole los labios.
- La basileus no me paga nada. Al menos, en dinero.
- Ah. Me habían dicho que eres uno de sus espias.
Hagen soltó una sonora carcajada.
- No, no, no. No soy más que un hombre que regresa a su patria. Tengo que solventar aquí un pequeño asunto y, en cuanto lo haya cumplido, me iré.
- ¡Oh!
Decepcionado, Ismael bebió su vino, alargó la mano hacia la jarra y sirvió otro vaso, para él y para Hagen. Al meditar en las palabras del bárbaro, comprendió que Hagen no le estaba diciendo la verdad, ya que si realmente sólo estuviera de paso no podría dejar sus caballos en las cuadras del hipódromo.
- ¿De dónde vienes?
- De Jerusalén. De los Santos Lugares. Estoy en peregrinación.
- ¿De veras? Yo nunca he salido de Constantinopla.
- El tuyo no es un nombre griego, ¿cierto? Ismael…
- Mi padre vino de Nicea. Mi abuelo, de Alepo, mi bisabuelo, de Medina. Todos los hombres son ciudadanos de Roma, según reza el dicho.
- Esto no es Roma.
- Bueno, pues aquí estoy, sea como fuere.
- Jamás entenderé a los griegos. ¿Cómo…?
Repentinamente, el coloso se puso rígido, con la vista fija en un punto a espaldas de Ismael, cristalizado en sus ojos el mismo gélido furor que había reflejado su rostro poco antes, en los establos. Ismael giró en la silla para ver qué había llamado la atención del bárbaro.
Karros, el hombre de Juan Cerulis, estaba en el umbral. Vio a Hagen al instante, se giró y emprendió la huida a todo correr.
- Gracias por el vino -dijo Hagen, que abandonó bruscamente la silla y salió disparado por la puerta.
Ismael se puso en pie de un salto, con tal precipitación que tropezo con la mesa y tiró lajarra de vino. Se dirigió presuroso hacia la puerta. La camarera trató de interponerse en su camino, pero hizo una finta y la esquivó.
Habían desaparecido. Miró a un lado y a otro de la concurrida calle, pero no vio a Hagen ni a Karros. Soltó un juramento entre dientes. Después de todo, el bárbaro tenía secretos que ocultar, y sin duda trabajaba para la emperatriz, puesto que por lo menos uno de esos secretos concernía a Karros. Se alzó de puntillas y repaso con la vista la compacta riada de viandantes, pero no divisó el menor rastro de Hagen ni de Karros. Hubiera debido esperar a ver qué ocurría. Disgustado, volvió a la taberna, para acabarse el vino.
Jadeando, Karros descendió por el lado de la calle cuyo tránsito era más fluido, atajó por una calleja que apestaba a orines de gato, y cruzó el Mesé, abriéndose paso a la fuerza entre el gentío. En la acera contraria, se detuvo entre las estriadas columnas y, mientras recuperaba el aliento, examinó la calle, pero el corpulento bárbaro no aparecía por parte alguna.
Karros soltó un resoplido. Le había dado esquinazo. Se tranquilizó, suspiró, se alisó la capa, y se subió y ajustó el cinturón, mientras los pulmones se le refrescaban. Puede que hubiese engordado, pero aún tenía las piernas ligeras. Sosegado por tal comprensión, rodeó la columna detrás de la que se ocultaba… y cayó en los brazos del bárbaro. Chilló; cuando se volvió para huir, una mano enorme se aplastó contra su boca y un cuchillo relució ante sus ojos. Le repercutió en los oídos una voz de tosco acento:
- Esto es por mi hermano, griego.
- ¡No! -aulló Karros sobre la palma de la mano del bárbaro; agarró la otra muñeca y consiguió que el cuchillo permaneciese a cierta distancia de él-. Déjame hablar…
Déjame que te explique…
El cuchillo le punteó en la nariz.
- ¡Mataste a mi hermano!
- No… No, no fui yo…
Violentamente, el bárbaro le obligó a dar media vuelta para quedar cara a cara.
- ¡Quién fue, entonces?
- ¡Teófano!
El hombre corpulento agitó la cabeza. Las manos se apartaron de Karros; retrocedió, alejándose unos palmos del griego.
- ¿Cómo?
- Fue Teófano, tan cierto como que Dios perdona a los pecadores, te lo juro, fue Teófano. -La lengua de Karros empezó a trabajar a toda velocidad-. No era lo que tú crees…, aquella cuestión en la carretera. Esa chica tiene dos caras. Sirve a la basileus, pero sirve también a Juan Cerulis, mi señor… En realidad es fiel a Cerulis, la basileus cree lo contrario, pero peor para ella.
El bárbaro volvía a moverse, se le acercaba de nuevo, y el cuchillo surgió de entre las sombras y las luces, centelleante la hoja.
Sigue hablando.
Teófano sólo fingía huir de nosotros… Lo hacía en honor de la basileus, puro teatro, para engañarla. Te lo aseguro, la muchacha mató a tu hermano…, le acuchilló por la espalda, le asestó la puñalada en la nuca.
Comprendió, por la expresión que atravesó el rostro del bárbaro, que aquella versión resultaba lógica. Karros se humedeció los labios, deseoso de alejarse cuanto antes de aquel cuchillo; sus ojos seguían todos los movimientos de la hoja, fascinados por el filo, por los fulgores que despedía.
- Escúchame. Te lo demostraré. Esta noche, Teófano estará en casa de mi señor.
Si vas allí, la verás… Te franquearé la entrada y con tus propios ojos podrás verla sentada a la mesa con él.
El bárbaro cerró la boca con fuerza. La cólera endureció todos los rasgos de su semblante, los ojos como pedernal, los labios exangües, pero al menos retiró el cuchillo.
- Está bien, pues. Llévame allí.
- Esta noche. -Karros levantó la mano-. Verás, tal vez puedas trabajar también para mi senor… Un buen luchador siempre le viene bien. ¿Eh? Piénsalo.
- ¡Bah! -La mano del gigantesco bárbaro chocó violentamente con la de Karros-. Esta noche. Iré por la puerta de atrás, la que se abre junto al arrayán.
- ¿Cómo sabes que hay allí un arrayán?
El bárbaro le golpeó otra vez, un puñetazo corto y malintencionado que se estrelló contra el pecho de Karros.
- Sé muchas cosas, más de las que supones. No intentes embaucarme. En el arrayán, a la puesta del sol.
Tras lanzar una mirada furibunda, cuadrados los hombros, el corpulento bárbaro se alejó a grandes zancadas, rumbo al Mesé. Karros le vio mezclarse con la multitud; pudo observarlo durante un buen trecho, puesto que sacaba la cabeza a todos los transeúntes.
El corazón de Karros había acelerado otra vez sus latidos. Volvía a faltarle el aliento, aunque no había corrido nada. Pensó: «Empiezo a ser demasiado viejo para aguantar estos trotes». Temblorosas las piernas, emprendió el regreso al palacio de Juan Cerulis.
Juan Cerulis asistió a misa en la capilla de su palacio; lucía su mejor manto, con elaborados adornos de oro y perlas, todo lo próximo a lo imperial que era posible serlo sin la púrpura. Se arrodilló en el suelo y pidió a Dios que le ayudase a lograr sus objetivos, aunque sabía que era el propio Dios quien los obstaculizaba, porque: ¿qué otra fuerza podía negar el trono a alguien que evidentemente lo merecía más que ninguna otra persona?
A la salida, rodeado por los miembros de su séquito y diversos parroquianos, repartió pan y monedas entre los pobres, que acudían diariamente al patio del palacio para recibir las generosas dádivas del señor. Se le acercaban, uno tras otro, le besaban la mano, se inclinaban reverentemente y rogaban a Dios por su riqueza y esplendidez, luego elevaban sus preces por la salud de Juan Cerulis.
Concluidas todas esas formalidades, pasó a la sala de recepción del palacio y allí, sentado en una silla cubierta con pieles de leopardo, sonriente, siempre sonriente, escuchó las peticiones de sus subalternos. Llegaban rebosante de lisonjas y promesas, suplicaban su ayuda para obtener un empleo, adquirir tierras o permisos, formalizar matrimonios o disolverlos, y si su oratoria era inteligente, citaban a Homero como era debido y construían su alocución empleando con propiedad una frase subordinada bien enlazada con la siguiente frase subordinada hasta alcanzar el efecto convincente de un clima redondo, el señor concedía el deseo encarecido.
Estaba allí sentado, cubierto por su magnifico manto, con los escribas garabateando a su lado, los ministros murmurando alabanzas a su espalda y los solicitantes, frente a él, rezando por que consiguiera sus propósitos. ¿Y quién que le viera así no pensaría que era el verdadero emperador…, en todo, menos en la diadema?
Mientras, aproximadamente en el centro de la Ciudad, la mujer que lucía la diadema continuaba, hora tras hora, instante tras instante, ocupando el palacio que le correspondía a él, gastando su tesoro, derrochando su poder.
En mitad de una oración, en medio de una compleja perorata tan artificiosa que Juan había perdido la pista del tema, un sirviente se llegó hasta él, se arrodilló junto a la silla y pronunció un nombre.
Juan Cerulis irguió el torso. Era una estúpida, la muy puta, al ir a ponerse de nuevo en sus manos.
El retórico que tenía delante aportaba su exposición con ademanes tan estilizados como las figuras de su túnica. A juzgar por el vigor y la variedad de aquellos aderezos, Juan Cerulis supuso que estaba a punto de alcanzar la cima de su discurso y se obligó a aguardar (sonriente, sonriente), a aguantar hasta que aquello terminara, pese a que nada le impedía interrumpir en seco la audiencia, sin que ello provocara excitación o conjeturas indebidas. Con todo, le hormigueaban las manos y se le estremecían las piernas al pensar en su inminente venganza.
Un alud de frases remató la alocución. El señor no concedió lo que se solicitaba porque, al final, el disertante perdió el control de su parlamento y mezcló las metáforas de un modo tan atroz que todos los escribas suspiraron sobre sus borradores y todos los ministros rieron disimuladamente.
A un gesto del señor, los heraldos se adelantaron y disolvieron la asamblea, en nombre de Dios y de Juan Cerulis. Un paje levantó de la silla la capa del señor, para que éste pudiera ponerse en pie sin el peso de aquella prenda sobre los hombros; otro paje se plantó ante Juan Cerulis, con el bastón y demás atributos símbolos de su rango.
Cruzaron el palacio, de regreso a los aposentos privados del señor.
Teófano se encontraba en una habitación con el suelo cubierto por alfombras de Persia y de cuyas paredes colgaban iconos con marco de plata.
Juan Cerulis se detuvo al verla, paralizado por la hermosura de la joven; amaba la belleza, aunque no tanto como despreciaba a las personas que le traicionaban.
- ¡Vaya! -exclamó, al tiempo que avanzaba hasta el centro del cuarto.
Un chasquido de sus dedos provocó la rápida aparición de los sirvientes, que se apresuraron a quitarle el bordado manto y el cinto de eslabones de oro. Debajo del manto llevaba una larga túnica blanca, que embellecía un jubón y varios collares de granates y lapislázuli. Un paje le acercó la silla y aguantó la ropa para que el señor tomara asiento sin peligro de que la prenda se arrugara. Teófano observó tranquilamente todo aquel tejemaneje. Estaba pálida como un cirio. Su pelo era tan negro que, a la luz del día, irradiaba tonalidades azules.
Una vez la había tenido en sus brazos y satisfizo aquella pasión que en él era un deleite tan sensible que lo creía condenado a la sempiterna decepción. Porque Juan Cerulis sólo lo permitía vivir efímeramente.
- Como la cazadora Artemisa asciende ágil a las cumbres del Taiyetos -saludó Juan Cerulis-, así, Teófano, te deslizas entre nosotros, eclipsando a todas mis doncellas.
La joven desvió ligeramente la cabeza, clavó los ojos en él y permaneció silenciosa unos segundos; empezaba por manifestarse desengañado de ella, pero la muchacha habló entonces, y sus palabras fueron acertadas y homéricas.
- ¡Ay! -expuso-. ¿Al seno de qué calidad de personas he venido? ¿Son crueles, salvajes e incivilizadas o son hospitalarias y humanas?
Juan Cerulis alargó el brazo, tomó entre sus manos los dedos de la muchacha y sonrió, encantado ante el conocimiento de Homero que demostraba Teófano, su voz adorable, la perfección estética de sus formas y la esbeltez de su figura.
- A cualquier nivel, Teófano -respondió-, te encuentras entre una raza de hombres y mujeres.
- Entonces no necesito quebrar rama alguna con la que cubrir mi desnudez -sonrió la joven. Trató de liberar su mano de la de Juan Cerulis, pero éste se la tenía bien cogida.
- Si -dijo el hombre-. Ni la misma Nausica te aventaja en preciosidad, risueña Teófano. Explicame ahora, porque eres tan insensata como para ponerte de nuevo bajo mi poder, después de traicionarme como lo hiciste.
- Jamás te traicioné -contradijo Teófano-. Fueron Simón y Targa quienes te fueron desleales, mientras que yo sólo anhelaba seguir junto a ti y guardarte fidelidad, mi único emperador.
Juan Cerulis alzó la cabeza, y su ánimo se elevó al oir tales palabras, aunque no creía una sola sflaba de lo que Teófano decía. La examinó de pies a cabeza, seducido por la perfección de su buen gusto. El vestido de seda blanca, adornado con cruces gamadas trenzadas con hebras de oro que surcaban los senos y descendían por las mangas, era de una elegancia tan depurada y precisa que un hombre menos refinado que él lo habría tenido por simple sencillez.
- Y ahora vuelves por propia voluntad -conjeturó-, para purgar los pecados que cometiste contra mi, ¿no es eso?
En su mano, la de Teófano estaba tan fría como el corazón de una joya.
- He vuelto para traerte lo que más deseas, Juan Cerulis -respondió la joven.
- ¿Eh?
- Te facilitaré el presente de las botas púrpura, si me atiendes y me permites vivir.
Aumentó la presión de la mano del hombre, fue casi como un espasmo de los dedos. Atrajo a Teófano hasta muy cerca de sus rodillas.
- ¿Si? ¿Qué truco es éste, amante de la risa?
- Ningún truco, señor. La basileus me odia, sospecha la verdad, que, al sopesar los corazones, he comprendido que tu causa es más valiosa que la de ella. El hilo de mi vida está ahora entre los cortes de las tijeras, y cada aliento de mi respiración puede ser el último. Y deseo exhalar ese último aliento entre quienes sirven al verdadero emperador.
Juan Cerulis se echó a reír ante aquella fingida inocencia, movido a un extraño afecto, aunque sin creer en absoluto nada de todo aquello. Teófano estaba allí, en su poder. La mantendría viva mientras le divirtiera, y si realmente conocía algún secreto oculto de Irene, la ramera usurpadora, se lo sonsacaría cuando lo creyese oportuno.
Siempre había suspirado por infiltrar unos oídos en el circulo interior de la emperatriz, sus damas, y Teófano, lo quisiera o no, iba a contarle lo que sabía.
- Háblame, pues -animó Cerulis-, de lo que consideras me resulta valioso.
- Ya conoces lo del hombre santo del desierto -dijo Teófano.
- ¡Ah! -dijo, decepcionado; el hombre santo eran nuevas viejas.
- Tienes que convencerle de la justicia de tu causa. -Las mejillas de la joven se tiñeron súbitamente de un delicioso color sutil, más perfecto que el de cualquiera de las joyas que completaban sus vestidos-. Predicará tu causa al pueblo, y el pueblo de Roma se levantará y te convertirá en emperador.
Poca esperanza vislumbro en eso, divina belleza.
- Puedo asegurarte, Juan Cerulis, que la basileus teme, más que cualquier otra cosa, que se te ocurra emprender esa acción que acabo de describirte.
Cerulis permaneció un momento silencioso, mientras la sugerencia maduraba en su cerebro. El hombre santo estaba en el desierto, en algún punto hacia el este. Era un fastidio abandonar Constantinopla; no creía que se pudiera obtener ninguna ventaja fuera de las murallas de la Ciudad; el hombre santo estaría sucio y probablemente sus modales serian repugnantes. Roma estaba llena de hombres santos, todos los meses surgía uno nuevo.
Sonrió a Teófano. Aflojó la presión de los dedos y dejó caer la mano sobre el regazo. Ante él, la muchacha quedó libre de esa mano, pero sometida al menor capricho que se le ocurriera a Cerulis. Este pretendía verla morir. Por desgracia, una vez muerta, se habría terminado el placer, de forma que prolongaría la ejecución, disfrutando de ella anticipadamente durante cierto tiempo, estimulando su deleite.
- Ya veremos, hechicera mía. Ya veremos.
Teófano se inclinó.
- No veo la hora en que la diadema corone tu cabeza, amado de Dios.
- Hubiera creído -manifestó nerviosamente el prefecto de la ciudad- que el honor de competir seria suficiente.
- Si, lo creias -repuso Ismael-. Por Dios, ¿quién te metió esa idea en la cabeza? ¿Si no me pagas hoy, ¿cuándo voy a tener el dinero?
El prefecto lanzó una mirada en derredor, torcida la boca.
- ¿No podemos tratar este asunto en otro sitio?
Movió las manos ante Ismael como si el auriga le estuviese levantando la voz y volvió la cabeza como si buscase una vía de escape, pero Ismael no iba a renunciar así como así. Conocía las triquiñuelas de los funcionarios imperiales y necesitaba el dinero desesperadamente. El casero le había amenazado con desahuciarle, con su esposa y sus hijos, y los panaderos se negaban a fiarle más pan. Miró airadamente al prefecto de la ciudad.
- Necesito algo a cuenta, por lo menos. Hoy, esta tarde, ahora mismo.
El prefecto denegó con la cabeza.
- Todo el mundo quiere dinero, todo el mundo cree que yo tengo las llaves de las arcas. ¿Por qué no hablas con Nicéforo?
Su voz tenía un matiz amargo. Movió la cabeza en dirección al otro lado de la terraza.
Ismael miró hacia el punto indicado. La corte en pleno estaba congregada allí, en la calzada, ante la puerta de Chalke que daba acceso al palacio, por la que no tardaría en pasar, para ser recibido, el emisario del califa. Un centenar de curiosos se agolpaban ya en la zona semicircular situada entre la puerta y la tribuna, cuyo tablado posterior se apoyaba en el muro de San Esteban. La basileus aparecería solemnemente en la tribuna, todavía cerrada a la vista por gruesas cortinas de color púrpura. Ismael suspiró.
- Llévame ante Nicéforo.
- ¿Esto no tiene espera? -El prefecto se retorció las finas y largas manos-. Cielos, si supieras las cantidad de gente que está en la misma situación que tú… Ismael le agarró por un brazo y ejerció cierta cantidad de fuerza.
- Me tienen sin cuidado esas gentes. Estoy harto de que me acosen los mercachifles.
Inerte y con aire de abandonada resignación, el prefecto se dejó llevar a través del gentío. El administrador general, Nicéforo, se encontraba en medio de un pequeño corrillo de cortesanos, atento el oído a un chiste que alguien contaba; Ismael y el prefecto llegaron hasta el tesorero en el instante en que éste prorrumpía en una risa maquinal y escasamente interesada. El prefecto le tocó un brazo y el alto sirio se volvió.
- Ismael. -Nicéforo le tendió la mano, sonriente, y estrechó con firme apretón la del auriga, en cálido saludo-. Es estupendo volver a verte. Habrás oído ya, estoy seguro, la maravillosa noticia,¿no?
El prefecto abrió la boca, sus ojos se deslizaron de Ismael al administrador y regresaron al auriga, pero antes de que tuviera ocasión de advertir a Nicéforo, Ismael le ganó por la mano.
- ¿Ha establecido la basileus la fecha de celebración de la próxima carrera, pues?
- El día de Santa Elena. Un auténtico buen augurio, ¿verdad? Seguro que ganarás.
Ismael sonrió, triunfante, se lo habían puesto de dulce, ahora estaba en ventaja.
- Muy bien, entonces tendrás que darme algo de dinero.
La sonrisa del administrador perdió unos centímetros de anchura. El prefecto intervino:
- Quiere cobrar, Nicéforo.
- ¿De veras? -articuló Nicéforo, con un temblor en los labios-. Qué idea más original.
- Y si no se me paga -machacó Ismael-, no correré. ¿Qué hace el dinero en vuestra bolsa?
- Aaaah. -Nicéforo disparó una mirada homicida al prefecto de la ciudad-. ¿Para qué llevas ese cinto monedero? ¿No puedes cumplir con los deberes de tu cargo?
- Me obligó a traerle hasta ti.
Nerviosamente, las manos del prefecto tamborilearon sobre el cinto símbolo de su despacho.
Nicéforo volvió a encararse con Ismael. La sonrisa había desaparecido del rostro del tesorero general, tenía los párpados entrecerrados y la gran cuña de su nariz se proyectaba en su cara hacia adelante como la proa de un barco.
- ¿Cuánto te debemos?
- Ochocientos irenes.
Apenas seria suficiente para liquidar sus deudas. El prefecto emitió un murmullo de sorpresa al oir la cifra, pero Nicéforo se limitó a mirarle fijamente durante un momento más, apretados con firmeza los labios. Ismael sostuvo aquella mirada, esforzándose en tener paciencia. Sin su cuádriga, no complacerían al público; era posible que la multitud creara problemas si Ismael no corría. Confió en que la posibilidad de esos problemas valiera ochocientos irenes.
Resonó a su espalda el trompetazo de un cuerno de carnero e Ismael dio un respingo, sobresaltado, con los nervios a flor de piel.
- Bueno, de todas formas, en este momento, no -rezongó Nicéforo, y regresó rápidamente a su lugar en las filas de funcionarios que aguardaban al embajador del califa.
Empujaron a Ismael, obligándole a retroceder y mezcíarse con la muchedumbre.
No debía encontrarse allí, no le habían asignado puesto alguno en aquel comité de recepción y vestía prendas ordinarias; se agachó ligeramente para pasar inadvertido entre la gente que le rodeaba.
Raudos, los demás fueron a situarse en los puntos de la explanada que les habían señalado. Se mantuvieron erguidos como estatuas, formando una espesa media luna de mantos relucientes, delante de la puerta Chalke. Las trompas volvieron a oírse, sus notas suaves se remontaron en el aire como filigranas sonoras, cuyos ecos devolvieron los altos muros de la puerta y rebotaron en los de la capilla situada detrás de la multitud. Redoblaron los tambores rítmicamente. Sin darse perfecta cuenta de ello, Ismael
se puso firmes, con los brazos a los costados, la cabeza alta, sin desmerecer en nada de la postura que habían adoptado cuantos le rodeaban.
Se abrió la puerta y, con un ascendente floreo de las trompas, entre el tronar de los tambores, fila tras fila de extranjeros franquearon la entrada con paso marcial.
Parecían contarse a centenares. En filas de a ocho, cruzaron la puerta, levantando aparatosamente la rodilla al desfilar, para dividirse luego en hileras de a cuatro y desplazarse a ambos lados, al objeto de abrir espacio para la siguiente fila. Sus túnicas eran de color luminosamente verde; en las empuñadoras de los alfanjes rutilaban el oro y las piedras preciosas. Se cubrían la cabeza con turbantes de suave tela, coronados por plumas de avestruz. Colmaron toda la explanada y, cuando entró el último, estaban tan apretados que sólo quedaba un estrecho pasillo en el pavimento. Detenidos en formación, volvieron la cabeza hacia la puerta y una voz estentórea gritó algo en su ruda lengua.
A hombros de seis gigantescos esclavos desnudos entró el embajador del califa, que iba sentado, con las piernas cruzadas, sobre un rimero de alfombras. Con su carga a cuestas, los esclavos avanzaron hasta el pie de la tribuna y se detuvieron delante de las cortinas que la ocultaban. El hombre del califa se puso en pie. Las sedas y joyas que le adornaban valían un pequeño reino; su turbante lucía una esmeralda tan grande como el puño de Ismael.
Los tambores hicieron una pausa. Los cuernos guardaron silencio. Todo el mundo esperó, contenida la respiración, mientras la música acababa de disolverse en el aire.
Hubo un instante de silencio absoluto y, a continuación, los tambores volvieron a redoblar y los cuernos lanzaron al aire sus notas. Agitándose como alas, las cortinas de seda se descorrieron a ambos lados de la tribuna, frente a la rebosante terraza y, boquiabiertos de admiración, los presentes se hincaron de rodillas.
En el tablado, la basileus se erguía, resplandeciente de oro bajo el sol de la tarde.
Sus damas, a ambos lados de la emperatriz, sostenían el vuelo de unas alas áureas, extendidas a tres metros de Irene. A su espalda y por encima del nivel de su cabeza, abanicos de tono rosa dorado captaban y reflejaban los rayos de sol, de modo tan deslumbrante que hacia daño a los ojos de quienes la miraban. Lo mismo que todos los demás, Ismael bajó la cara hasta tocar las piedras del pavimento.
Augusta, predilecta de Dios, par de los Apóstoles!
Les dio su bendición. Ismael la recibió agradecido, sabedor de que transformaría su vida. Se le engrandeció el corazón de gozo y gratitud mientras comprendía que ella era su basileus y estaba por encima de todos aquellos simples bárbaros. Volvió la cabeza y vio que el emisario del califa la miraba con la boca abierta e incluso se arrodillaba, aturdido de maravilla, y, como una alta torre que cae ante un conquistador, el hombre inclinó la cerviz y hundió el rostro a los pies de Irene.
Luego, de la tarima que estaba debajo, brotó un tronar de voces, que entonaron os de alabanza a Dios y a la basileus y glorificaron los Cielos en cien lenguas distintas. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Ismael. Pensó que el mismo Dios estaría sentado en sus nubes y presenciaría el espectáculo.
A través de la puerta Chalke pasaban ahora los presentes que el califa enviaba a la basileus. A la vez que retrocedían para hacer sitio, la multitud de curiosos vio alfombras extendidas sobre el suelo, adornadas con borlas de seda, de colorido tan fabuloso como el de las alhajas y las flores. Y, sobre aquellas alfombras, cofres recién volcados, de los que surgían torrentes de monedas de oro que rodaban hasta el pavimento, montones de esmeraldas y rubíes que refulgían como las pupilas de los ángeles. En aquel instante, dos enormes y rugientes felinos, sujetos y conducidos con correas doradas, cruzaron la puerta, uno con la piel decorada con racimos de puntos oscuros estampados sobre fondo dorado, y el otro cubierto de rayas negras sobre un campo de color blanco hueso. Los animales fueron a situarse uno a cada lado de la creciente y rutilante montaña que formaba el tributo. Y entonces, a través del hueco de la puerta, inmenso, haciendo temblar el piso, entró un elefante con sus colmillos de marfil envueltos en bandas de oro y, sobre el enorme lomo, grandes barquillas también entrelazadas de áureo metal, cada una de ellas repleta de flores elaboradas a base de oro, marfil y piedras preciosas, todo lo cual también lo ofrendaba el emisario del califa a la basileus, como homenaje a la predilecta de Dios.
Ismael hundió el rostro entre las manos. Temblaba de orgullo. Su Constantinopla era el centro del orbe, su basileus era la soberana del mundo: ¡Mirad, hasta los bárbaros lo sabían! Cuando los que se encontraban a su alrededor alzaron sus voces para loar a Dios, que gobernaba a través de la emperatriz, Ismael unió su canto al de todos, espesa de agradecimiento y orgullo la garganta.
Posteriormente, una vez terminada la recepción oficial y disperso el gentío por los jardines y pabellones del palacio, mientras los servidores recogían los regalos y los cargaban en cajas para trasladarlos a las arcas del tesoro, Nicéforo se acercó a Ismael y le entregó una escarcela.
- ¿Correrás?
La mano de Ismael descendió bajo el peso de las monedas de la bolsa de cuero.
- Claro que correré -respondió, irritado ante la insinuación-. Habría corrido gratis.
Hubiera corrido por una pellada de barro. Pero he de dar de comer a mis hijos. -Introdujo la bolsa debajo de la túnica, a salvo de los rateros. Lanzó un vistazo a la tribuna, ahora vacía y desnuda, despojada de la púrpura, y miró de nuevo al administrador-. No le cuentes a la basileus que dije que no correría.
Nicéforo masculló, en tono de reproche:
- Si corres sólo por dinero, Ismael, nunca ganarás.
- No lo hago por dinero, eso ya te lo dije.
Ismael cruzó la puerta Chalke; en la zona interior, entre la entrada al palacio y la puerta que daba al Mesé, un grupo de extranjeros contemplaban con expresión de papanatas los mosaicos de los muros, que describían una victoria sobre los bárbaros obtenida por algún general muerto mucho tiempo atrás. Ismael no se entretuvo. Salió al Mese, con la mano colocada protectoramente sobre el bulto de la túnica. Se apresuró, a fin de pagar cuanto antes al casero.
Sentado en cuclillas bajo el arrayán, Hagen estaba comiendo el puñado de dátiles que había comprado en el Mesé a un vendedor. Acudió temprano a aquel encuentro con Karros porque medio había tenido la intención de entrar en alguna iglesia que hallara a su paso, rezar un poco y poner cierto orden en sus ideas. Le inquietaban muchas cosas. No conseguía encontrar un terreno lo bastante firme conlO para asentar en él su confianza. La historia de Karros resultaba lógica en algunos aspectos -la herida que Rogelio tenía en el cuello se la produjeron por detrás, ciertamente-, pero otros detalles no encajaban muy bien; pero si la muchacha había matado a Rogelio, Hagen tendría que matarla a ella, y se le formaba un nudo en los intestinos con sólo pensarlo.
Jamás había matado a una mujer. Pensaba que la carne femenina cedería con facilidad al filo de un cuchillo, que las venas se abrirían en heridas tan anchas y profundas como rojas. No se trataba de eso. Era el recuerdo, que irrumpía irresistiblemente en su cerebro, de Teófano tendida entre sus brazos y provocando en su entrepierna aquella dureza de roca. Aquel sitio era el infierno. Había muerto, lo enviaron al infierno y el infierno se llamaba Constantinopla, donde nadie era lo que parecía, donde verdades y mentiras se entremezclaban, y donde personas a las que no comprendía le usaban con fines que él ni por asomo lograba penetrar.
¿Qué había dicho la mujer?… "Yo lo sé todo y tú sólo sabes tu pequeña parte.» Sin embargo, a Irene la traicionaba su propia doncella personal; Irene le parecía una vieja bastante estúpida, a pesar de sus grandes ideas y la impetuosa energía de sus miradas.
Había allí un proyecto de vastas proporciones, del que sólo alcanzaba a ver unas pequeñas piezas, piezas que habían colocado ante sus ojos como… ¿senuelo? ¿Trampas?
Teófano. La única prueba que tenía de que traicionaba a Irene en favor de Juan Cerulis era la palabra de Karros. Cuando la tuvo en sus brazos, Hagen hubiera jurado por su vida que la joven era sincera y honesta…, y que él la veía tal como era.
Si Teófano hubiese matado a Rogelio, Hagen lo habría sabido, de una forma o de otra, lo habría visto en sus ojos, lo habría percibido en sus besos.
Y si Karros era quien realmente mató a Rogelio, entonces aquello seria una celada, le habría atraído allí con un engaño, y Teófano se encontraría de nuevo en el palacio, haciendo lo que debería hacer, si fuese honesta.
Hagen no podía rezar. Dios no aprobaba la venganza en ningún caso y no le ayuda ría. Y en aquel momento llegaba Karros. Hagen se incorporó.
El otro era un optimista dechado de sonrisas; le tendió la man o, a guisa de saludo, pero Hagen hizo como que no se daba cuenta.
- Me alegro de verte. Me alegro mucho de verte. Ya he infoCmadO a mi señor de que ibas a venir.
Hagen le observó con disimulo, fingiendo que miraba a su alrededor. Karros le condujo a través de la puerta y cruzaron el pequeño patio de la cocina, que olía a menta y albahaca. Un montón de trozos de rotos cacharros de terracota cubría la superficie de una mesa situada bajo las ramas del mirto.
- Espero que, por lo menos, habrán sacado la cena antes de que se rompieran -comentó Hagen.
Si Karros le había atraído allí para matarle, el griego tendría que actuar con rapidez, mientras se encontraban solos. Podía oir ya el rumor de las voces de muchas personas, en el edificio al que se acercaban.
- ¿La cena? Si, sí, claro. Mantengo la esperanza de poder ofrecerte una plaza permanente aquí, con nosotros. Mi señor es de lo más generoso, y tiene mucho poder…, es posible que un día sea emperador, ¿quién sabe?
Karros palmeó en la espalda a su acompañante. Hagen se echó a un lado, separándose de él, sin que le hiciera ninguna gracia aquella falsa amistad y temiendo ver en cualquier momento que un cuchillo aparecía en la mano de Karros.
Entraron en una sala amplia y bien iluminada. La cruzaban en uno y otro sentido numerosos canapés; Hagen había observado que, a veces, los griegos comían echados, aunque también había reparado en que lo normal era que los personajes importantes se sentaran apropiadamente a la mesa, ocupando las oportunas sillas. Allí no era distinto. Al fondo de la estancia había una mesa alargada, dispuesta y adornada con artesas llenas de flores, fuentes y jarras de plata y candelabros de oro, encendidas ya las velas, pese a que nadie ocupaba las sillas dispuestas en el extremo opuesto de la mesa.
La mano de Karros se cerró en torno a su brazo y Hagen se puso tenso, listo para entrar en acción.
- Toma una copa -dijo el griego gordinflón, y apareció un mozo de rojo atavío, con una bandeja de plata, en la que llevaba varias copas de cristal y una gran jarra de latón en forma de gallo, con las plumas de las alas y de la cola modeladas en el metal. Karros acompañaba la invitación con una sonrisa de oreja a oreja.
- Vamos, pruébalo. Es un vino maravilloso. Mi señor tiene lo mejor de todo, aquí comemos como reyes.
Hagen escanció un chorro en una copa y la tomó de encima de la bandeja. El mozo se inclinó, retrocedió y fue a ofrecer vino a otros ocupantes de la sala. ¿Cabía la posibilidad de que estuviese envenenado? Hagen miró al fondo de la copa, inseguro.
- Vamos -insistió Karros-. Bebe. -Alargó la mano hacia la copa, y al tendérsela Hagen, se bebió la mitad del contenido. Al tiempo que se la devolvía, movió la mano para señalar los labios de Hagen-. Venga. Siéntete seguro.
Aquel vino tinto era tan oscuro que parecía negro. Tomó un trago y luego otro, sediento.
- Es muy bueno.
- Me alegro de que te guste -dijo Karros-. Mi señor es riquísimo, ya sabes. Su cuna es mucho más alta que la de esa advenediza Irene… ¿Estás enterado de que ella procede de la nobleza de provincias? ¿No es un escándalo? Mi señor prodiga sus riquezas con quienes le sirven. Tengo cofres llenos de oro que él me ha dado como recompensa por los esfuerzos que le he dedicado. Te los enseñaré, si quieres, los cofres.
Hagen apuró su vino; era un caldo estupendo y volvió la cabeza, en busca de otra copa.
- ¿Cómo te paga, Karros…, en proporción a tu peso?
Detuvo al mozo que pasaba y cogió la jarra de la bandeja.
Karros se echó a reír y en su tono se apreció una nota cascada; sin embargo, no se sintió ofendido.
- Si te unes a nosotros… -empezó.
- No voy a unirme a nadie -le cortó Hagen, enfático-. Presté juramento de lealtad al rey Carlos, y como esa lealtad ya no es mía, no puedo ofrecérsela a nadie más.
- Ja, ja, ja -se agitó la barriga de Karros-. Ah, bueno, si estás casado con ese rey bárbaro tuyo… Vamos, te enseñaré el palacio.
- Dijiste que Teófano estaría aquí.
- Está aquí. Probablemente, mi señor gozará de ella en este preciso momento.
La frase hizo que a Hagen se le revolvieran las tripas; un ígneo arrebato de rabia subió por sus vasos sanguíneos hasta el cerebro y en un tris estuvo de derribar a Karros de un puñetazo. Despacio, la razón, alicaída, fue sustituyendo a la cólera. Pensó: «¿Qué representa esa mujer para mi, si su sola mención me pone tan nervioso? Si me engaña con cualquier otro, ¿qué puede importarme?».
Le importaba. Se dio cuenta instantáneamente de dos cosas: de que iba a matar a Teófano y a Juan Cerulis y de que le estaba viniendo una erección. Estiró hacia abajo la parte delantera de la camisa y siguió a Karros a través del palacio.
- Irene es astuta como un gato viejo -dijo Teófano; había aprendido a no citar por sus títulos a la basileus, delante de aquel hombre que con tanto afán anhelaba ser emperador. Le observó por el rabillo del ojo. Sólo estar cerca de él le convertía la piel en hielo; el sexo con Juan Cerulis era como el abrazo de la muerte-. Nunca podrás confinar su persona, salvo que se produzcan circunstancias extremas, como un ataque armado, tal vez. O una rebelión del general.
- No tengo el menor deseo de confinar su persona -dijo Juan Cerulis.
Levantó la copa, examinó el color del vino y, tras girar la mano para que el mosto liberase su fragancia, olfateó el aroma. Frunció una ceja.
- ¿No es de tu agrado? -preguntó Teófano.
- Esperaba algo mejor.
En el suspiro que dejó escapar vibraba un lamento; su sonrisa permanente puso arrugas y pliegues en su rostro, una falsa máscara de buen carácter. Teófano miró para otro lado, hundida su moral. La mesa estaba de cara al salón, abarrotado por los parásitos que acudían a cenar de balde. Ninguno de ellos comería hasta que el señor hubiese terminado. Ocupaban las diversas hileras de canapés, hablaban, reían, intercambiaban besos, caricias y ceremoniosos tocamientos manuales. Teófano bajó la vista sobre la mesa.
En la fuente que tenía ante sí un pescado humeaba sobre la capa de aceitunas, caviar, huevos duros y crema coagulada; no se sentía capaz de comerlo. Se inclinó sobre el codo apoyado en el brazo del sillón y su mirada fue al otro lado de la estancia.
Comprendo que haya colgado el cartel con el programa de las carreras en las puertas del hipódromo -comentó Juan Cerulis-. Puede que este año vea por fin la derrota del soberbio Miguel.
- A Miguel le quedan aún unos cuantos años de máxima supremacía -repuso Teófano-. E Ismael ha de comprarse los caballos.
Repetía frases oídas a otros más expertos y enterados. Las pruebas hípicas no eran una de sus pasiones.
- Seguramente Ismael cuenta a su lado con personas que le apoyan. Tengo entendido que los verdes traen un equipo de Cesarea, lo cual es una muy buena idea.
- Creo…
A Teófano se le quebró la voz. Allá, al fondo de la habitación, dos hombres entraban por una puerta lateral y a la muchacha le dio un vuelco el corazón. Aquella blanca cabeza sólo podía pertenecer al franco.
- ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó.
Juan Cerulis dirigió la vista hacia el punto por el que se interesaba la joven.
- Ah, si… Karros me ha hablado de ese bárbaro. Me parece que figura entre la numerosa legión de galanes que han vivaqueado en tu tálamo.
Teófano le dirigió de soslayo una mirada semicompasiva. Se dijo que el patricio hubiese preferido que ella no tuviera base alguna para comparar las habilidades amatorias de Juan Cerulis.
- Han de catarse una gran cantidad de vinos, patricio, para educar un paladar hasta el punto de que sepa discernir las cualidades de cada uno de los caldos que pruebe.
Los ojos de Teófano volvieron a proyectarse sobre el franco. No debería estar allí; al acudir a presencia de Juan Cerulis, seguramente se extralimitaba respecto a las instrucciones recibidas de la emperatriz. La muchacha confió en que no provocase conflictos y, por segunda vez, pusiera en peligro la misión que ella tenía encomendada.
Sin embargo, mientras le veía cruzar la sala, no pudo por menos que recordar su dormida con él, la ternura de sus besos, la ardorosa energía de sus manos y de su cuerpo. Contemplarle era como despertar, como cobrar vida de nuevo. Se sorprendió a sí misma esbozando una sonrisa y contuvo la expresión, por decoro, pero siguió sin apartar los ojos del franco.
Juan Cerulis murmuró al oído de Teófano:
- Le hemos dicho que tú asesinaste a su hermano.
Se le cayó el alma a los pies. Hagen avanzaba en línea recta hacia el estrado, Karros iba un paso delante de él. Ahora, inopinadamente, el hecho de que se les acercara la llenó de verdadera alarma. En manos de Juan Cerulis, Hagen era un niño inocente…, y tenía la lista. Si Juan lograba manipularle…, hacerle cambiar de opinión…
Ya estaban ante la tarima, y Karros, con gran alarde de serviles y obsequiosas reverencias, hacía que Hagen conociese al señor del palacio. Hagen no despegó los labios.
Miró a Teófano una vez, sólo una vez, con ojos fríos como el hierro. La muchacha vio odio en aquellos ojos y desvió la mirada, con el semblante al rojo. ¿Cómo era posible que Hagen la considerase capaz de matar a alguien, y menos a Rogelio, que le había salvado la vida?
- Franconia -decía Juan, con su eterna sonrisa estampada en los labios-, ¿y dónde, si se me permite preguntarlo, queda eso? -Llevó una mano hasta la de Teófano y tomó posesión de los dedos de la de la muchacha-. Para este romano, el mundo termina en las murallas de la tierra.
- Está en alguna parte, por el norte, patricio -informó Karros-. Creo que al norte de Italia, en algún sitio.
- Estoy seguro de que este muchacho sabe hablar -dijo Juan-. A ver, bárbaro, concédenos el favor de unas palabras. ¿A qué has venido a Constantinopla?
Levantó la mano de Teófano hasta llevársela a los labios y depositó un beso en la yema de los dedos.
Las facciones de Hagen eran tan inexpresivas como una peña. No estaba dispuesto a mirar a Teófano.
- De peregrinación a Tierra Santa, ahora vuelvo a casa, patricio.
Teófano trató de retirar la mano; lo acongojaba que aquel corpulento franco viera cómo Juan Cerulis le hacia caricias. El patricio le retuvo la mano, al tiempo que preguntaba a Hagen:
- ¿Buscas empleo aquí?
- Regreso a mi patria -replicó el franco-. Nada más, patricio.
Los ojos de Hagen revoltearon entonces hacia Teófano y se encontraron durante un segundo con los de la joven. La mirada del franco fue como un golpe. Juan Cerulis le mordisqueaba los dedos. Ella no podía hacer nada, no podía decir nada, explicarle a Hagen que aquello era una escena puramente teatral. Y él se retiraba. Se marchaba, llevando consigo la imagen de Teófano en brazos de otro hombre.
Mientras le veía alejarse, la muchacha se calmó un tanto, lo suficiente como para preguntarse qué profundidad tenían sus sentimientos hacia aquel franco. Pensó, asombrada: -¿Me he enamorado de él?-. Había disfrutado de muchos hombres, pero, hasta entonces, nunca tuvo problemas para alejarse de ellos.
Juan Cerulis le soltó la mano. Teófano se echó hacia atrás en la silla, adelantó la cabeza y trató de que se le ocurriera algo. Hagen la odiaba, por culpa de Juan Cerulis.
Por culpa de la serpiente que estaba sentada a su lado. Su aborrecimiento por Juan Cerulis estalló como una llamarada de fuego griego; era la maldad, en su sentido más pérfido, y todo lo que Juan había dicho no tenía ninguna relación plausible con la verdad. Para él, no existía la verdad, sólo la conveniencia.
Alzó la cabeza, miró al otro lado de la sala, con la mente tranquila, desaparecidas una tras otra las confusiones y las dudas, para dejar sólo la fría determinación. Nunca había matado a nadie, pero mataría a Juan Cerulis. Desembarazaría de aquel ser al Imperio, de una vez por todas.
- ¿Qué es eso? -exclamó la futura víctima de Teófano, con la voz saturada de agravio.
La joven se sobresaltó. Pero no era ella lo que en aquella ocasión provocaba la rabia de Juan Cerulis.
A través de los compactos grupos de invitados a la cena se acercaba un hombre increíblemente sucio. Era repulsivo de pies a cabeza. Vestía harapos repugnantes, iba descalzo y la cara, las manos y hasta el último centímetro visible de su piel estaban manchados de barro y excrementos. A su paso, mientras cruzaba la estancia, todos los que se encontraban a menos de metro y medio de él retrocedían para mantenerse a distancia. Se acallaban las voces y la quietud fue extendiéndose como los rizos que forman las ondas en la superficie de un estanque hasta que, al llegar a la parte delantera de la sala y detenerse frente a Juan Cerulis, el silencio fue absoluto.
Juan oprimió una servilleta perfumada contra la nariz y la boca.
- ¿Quién eres?
A Teófano se le revolvió el estómago. La peste que despedía aquel hombre era algo atroz; jamás había olido nada tan asqueroso. Junto a ella, Juan Cerulis alzó la mano y de un lado de la estancia salieron presurosos varios guardias, con la nariz tapada.
- ¿De dónde vienes? -preguntó Juan Cerulis-. ¿Quién te ha dejado entrar? ¡Habla!
- ¡Quedaos donde estáis! -gritó la repelente criatura-. Si me ponéis las manos encima, ¡sabed que obstruís la misión de un mensajero de la basileus!
Teófano tuvo que morderse la lengua para cortar de raíz el estallido de una carcajada. Era una de las bromas de Irene. Apartó la cabeza todo lo que pudo de aquella fuente de fetidez. Juan Cerulis estaba tan blanco como la leche; la mano que sostenía la servilleta cayó encima de la mesa.
- ¿Vienes del palacio de la emperatriz?
- Ciertamente -confirmó el repugnante individuo-. Me envía aquella que gobierna el mundo, Juan Cerulis, para ordenarte que asistas a la primera prueba clasificatoria del hipódromo, y compartas el palco imperial con tu basileus y con el emisario del califa.
El nauseabundo sujeto escupió un salivazo contra el suelo, sonrió, dio media vuelta e inició la retirada. Todos parecían mudos. Hasta los criados se encogieron sobre sí mismos cuando pasó entre ellos. Llegó a la puerta y salió.
Juan Cerulis se había quedado de una pieza. El insulto borró por completo su sonrisa; daba la impresión de haberse tragado una aguja y que ésta no cesaba ahora de pincharle las entrañas. Lentamente, se llevó la perfumada servilleta a la nariz e inhalo a fondo.
- Es la mismísima hija del diablo.
Teófano mantuvo la boca cerrada. Un gesto de Juan impulsó al guardaespaldas Karros a llegar a su lado en dos saltos.
- ¡Venga! -ordenó Juan por lo bajo-. Acaba con… esa cosa, antes de que pueda ir por ahí jactándose de la ofensa que me ha hecho. ¡Ve ya!
Karros le saludó y se marchó rápidamente, con la mano en la adornada empuñadura de la espada. Juan Cerulis volvió despacio la cabeza y su mirada barrió la estancia.
Teófano sabia que estaba tratando de localizar a quienquiera que estuviese riéndose de él.
Nadie habló. Todos se esforzaban en mostrarse furiosos por el agravio perpetrado contra su señor. Teófano desvió la vista. Al fondo, entre la fila de guardias, Hagen se cubría la boca con una mano. La joven supuso que disimulaba una sonrisa. Miró a Juan y vio que observaba al franco con unos ojos que despedían destellos como la hoja de una daga.
- Crees yerme humillado.
- Oh, no, patricio, yo…
- Bien, pues te equivocas. Tú y tu advenediza señora…, sabed una cosa, estúpido.
- Jamás condescenderé a sentarme en su compañía! ¡Jamás me uniré a otros lacayos dispuestos a dar alas a su orgullo y acrecentarlo! ¡Yo no!
- No puedes desobedecer la orden -dijo Teófano.
- Puedo… si estoy ausente de la ciudad. -Aspiró de nuevo el perfume de la servilleta, todavía abrasando a la joven con la mirada-. Así que saldré de la ciudad. Aceptaremos tu sugerencia, reidora Teófano. Iremos en busca de ese hombre santo que me convertirá en emperador.
- Como desees, nobilísimo.
- Y en el campo -Juan Cerulis mostró sus colmillos en una sonrisa desagradable pueden ocurrir muchas cosas, ¿hummm? Que pueden ocultarse a los ojos de Dios, ¿ hummm?
- ¿Me estás amenazando? -preguntó Teófano sin alterarse.
- No tengo ninguna necesidad de amenazarte, encantadora e insensata Teófano. Como tú misma has dicho, tienes la vida entre las hojas de unas tijeras. Y las cuchillas se están cerrando. Quizás se le pueda convencer a ese salvaje patán bárbaro para que nos entretenga cumpliendo su venganza contra la asesina de su hermano. ¿Qué te parece una ejecución pública? ¿Eh?
Su sonrisa se hizo más amplia y más enojosa; alargó una mano y acarició ligeramente con las uñas las mejillas de la muchacha. Contra su voluntad, Teófano volvió la cabeza y miró a través de la sala, hacia la pared donde antes viera a Hagen de pie.
Ya no estaba. La risa de Juan Cerulis resonó estrepitosamente en sus oídos como el chasquido del cristal al romperse. Pensó de nuevo en matarlo, pero su imaginación no podía recluirse en aquellas reconfortantes ensoñaciones; su mente rebelde volvió a Hagen. Se preguntó si lo vería de nuevo alguna vez. Ansiaba volver a verlo, aunque ello significase la muerte. Se echó hacia atrás en la silla, desgarrada por la intensidad de su anhelo.
Había sido Esad quien, disfrazado especialmente para la tarea, transmitió a Juan Cerulis la invitación de Irene. En cuanto abandonó el recinto del palacio del noble supo que alguien le seguía.
Miró por encima del hombro, pero no vio a nadie en la oscuridad de la calle. Apretó el paso. La orden que le dieron le pareció extraña; pero la pesada bolsa que acompañaba a esa orden le convenció y no tuvo inconveniente en embadurnarse con estiércol de caballo, una pega relativamente inocua. Ahora comprendía que debió pensarlo mejor.
Avanzó por las estrechas y sinuosas calles que llevaban al Foro de Teodosio, la mayor de las amplias plazas que como cuentas de abalorios enlazaba el Mesé; hileras de antorchas iluminaban el Mesé, por lo que allí, pensaba Esad, con el corazón bailándole en el pecho. se encontraría más o menos a salvo. A su espalda, los pasos perseguidores repicaban sobre la piedra del pavimento. Echó a correr. Los pasos también emprendieron la carrera, cada vez estaban más cerca. jadeante de miedo, se precipitó al centro de la plaza, que la noche había dejado desierta, y se movió en circulo, para mirar a su alrededor.
En el tejado de todas y cada una de las tiendas llameaba la correspondiente tea amarilla. A su resplandor, Esad sólo pudo ver las losas de la calzada, unos cuantos carros, un esparcido montón de boñigas de burro. Luego, de la calleja sin iluminación por la que acababa de desembocar salió una alta figura.
Era el bárbaro de blanca cabellera e iba en pos de Esad, con expresión decidida en el rostro. En una atropellada ráfaga de recuerdos, Esad sintió de nuevo el látigo en torno a su garganta, la fuerza de las pesadas manos en su cuerpo. Giró sobre sus talones y salió disparado Mesé adelante.
El bárbaro le acosaba. El bárbaro ganaba terreno. Con los pulmones hechos una llama y el cerebro blanco de miedo, Esad corrió desalado entre las columnas y las antorchas amarillentas, rumbo al palacio. Sus ojos iban de un lado a otro, a la búsqueda de un cursor, de alguien que pudiera ayudarle, pero la ancha avenida estaba vacía; entre las columnas estriadas sólo se movían sombras. Tropezó y cayó de bruces, se despellejó las rodillas y las manos contra el pavimento, y el bárbaro le alcanzó.
Esad soltó un chillido. El bárbaro lo levantó en peso y lo retuvo.
- No seas imbécil -le susurró el bárbaro al oído, al tiempo que lo zarandeaba con cierta violencia-. Trato de ayudarte. ¡Sangre de Dios, cómo apestas!
Esad se desasió de la pesada mano que le sujetaba el brazo.
- ¡Ayudarme! ¿Por qué me persigues?
El bárbaro le sonrió.
- Permiteme que te acompañe de regreso a las cuadras. O, mejor, a los baños. ¡Puafff! Se tapó la nariz.
- ¡No te necesito!
- Ah no? Está bien, pues, seguiré mi camino que, casualmente, es el mismo que el tuyo, ¿no?
Esad lanzó una mirada por encima del hombro. A su espalda, la calle se derramaba en la amplia plaza del Foro; no descubrió allí nada amenazador.
Salvo, ahora que se fijaba, un hombre que no había visto antes y que caminaba con aire inocente por la parte lateral del Mesé. Mientras le observaba, el viandante desapareció detrás de las columnas. Esad miró de nuevo al frente.
- No te creo -manifestó en voz alta-. Ni siquiera Juan Cerulis se atrevería a ponerle las manos encima a un mensajero de la basileus.
El bárbaro no hizo ningún comentario, se limitó a seguir andando a su lado, a unos palmos de distancia, a salvo del hedor. Esad estaba acostumbrado; de todas formas, se pasaba buena parte del día entre el estiércol de los establos. Le parecía algo divertido, cuando le ordenaron que se embadurnara de mierda, y la bolsa estaba bastante llena, la paga de un mes, en monedas de plata. Y seguramente nadie haría daño a un emisario imperial.
Le hormigueaba la espalda. No pudo resistir la tentación de volver la cabeza y echar otro vistazo.
La calle parecía ahora desierta por completo. Pero las columnas la flanqueaban y no llegaba suficiente luz a las aceras de ambos lados, donde los joyeros tenían sus establecimientos. Allí podían ocultarse unos cuantos hombres, incluso aunque las antorchas de la calle estuviesen encendidas.
- No te necesito -le repitió Esad al bárbaro.
El hombre albino no se molestó en mirarle, todo lo que hizo fue esbozar una sonrisa mientras caminaba.
Si alguien iba tras él -Esad volvió a mirar a su espalda-, seguramente Juan Cerulis enviaría una partida. Pensó en las dos veces en que se las había tenido tiesas con el bárbaro; se llevó los dedos al cuello, el trallazo aún estaba tierno. De la enorme cadera del gigantón colgaba la larga espada, cuya empuñadura aparecía recubierta de cuero como si fuese una herramienta común.
- ¿Por que haces esto por mi?
El bárbaro guardó silencio, sin perder el ritmo de su zancada, al lado de Esad, con los brazos sueltos a los costados. Por último, ladeó la cabeza para mirar al caballerizo.
- No lo sé. No me gustas, no me gusta tu amo, pero no me gusta mucho más que vosotros el hombre que nos está siguiendo.
- No te entiendo… ¿no puedes hablar más claro?
- Tampoco yo lo entiendo. Me gustaría que saltase sobre mí y acabáramos de una vez.
- Creí haberte oído decir que me perseguía a mi.
El bárbaro no añadió nada más. Llegaban a la gran plaza que precedía al muro del palacio, el cual ascendía, blanco y vertical, en medio de la noche. El Mesé se desviaba en el Chalke y se detuvieron ante las enormes puertas de bronce. El bárbaro miró a su espalda. El Mesé se alejaba para adentrarse en la Ciudad: una cinta de mármol, flanqueada por las antorchas, a la que el resplandor de la luna confería un tono blanco azulado.
- Buenas noches -se despidió el bárbaro, y se alejó.
Esad se le quedó mirando, boaquiabierto; el muy ignorante paleto, con toda su arrogancia, cruzaba el Chalke y llamaba a la puerta de bronce para despertar al medio borracho portero. Esad meneó la cabeza, sintiéndose considerablemente encumbrado ante aquella evidencia de la inferioridad del bárbaro.
Le sobresaltó un ruido que se produjo tras él; brincó sobre una pierna y luego, como si su razón hubiera perdido el equilibrio, el miedo le dominó. Echó a correr calle abajo, a lo largo del muro, hacia la puerta del hipódromo y se precipitó al interior, a la cálida seguridad del establo.
Karros observó a los dos hombres desde detrás de una estatua del Mesé. Cuando el bárbaro del pelo blanco atravesó el Chalke y dejó al mozo de cuadras solo y vulnerable, Karros casi se lanzó hacia él, pero el caballerizo salió disparado antes de que pudiera acercarse hasta tenerlo al alcance de la mano. Karros se relajó, apoyado en el pedestal de la estatua, y miró con ojos meditativos el muro del palacio.
Había hecho bien al ir solo. Se felicitó a sí mismo por su sagacidad y previsión.
De haber llevado consigo a algunos de sus hombres, éstos habrían visto que el bárbaro le asustaba y hubiera perdido altura a sus ojos.
Así, al haber ido solo, dispuso de una cómoda libertad de opción. Naturalmente, había sido sensato no atacar al mozo de cuadra, a pesar de las órdenes recibidas; le superaban en número, dos contra uno, y le habrían vapuleado. Ni siquiera Juan Cerulis esperaría que él solo atacase a dos hombres.
De cualquier modo, podía manejar a Juan Cerulis.
Era el bárbaro quien le causaba problemas. Karros tenía que matarle… Esa treta de acompañar al caballerizo de vuelta al palacio demostraba que no era amigo de Juan Cerulis. Demostraba también que estaba en contra de Karros en todo. Pero era duro, aquel coloso. Para acabar con él, Karros tendría que pillarle ebrio, de espaldas, con las calzas bajadas hasta los tobillos, con la camisa cubriéndole la cabeza, con la espada a más de quince metros de la mano. Karros no había llegado a donde estaba por correr riesgos innecesarios.
¡ Hacerse amigo suyo. Y, entonces, matarle.
Se alejó por el Foro de Teodosio y cruzó la Ciudad, dormida y en silencio. Para estar a mediados de junio, la temperatura era fresca. Karros empezó a pensar en un vaso de vino caliente y en sus zapatillas de piel. En uno de los callejones situados detrás de las pescaderías pasó por la espada a un gato y tiñó la hoja con la sangre del felino, para demostrar a su señor que había matado al mozo de cuadra. Luego, satisfecho y feliz, volvió a casa.
Los baños públicos estaban en el barrio de Zeuxippus, debajo del hipódromo, en la ladera occidental de la urbe. En la entrada principal pululaban siempre prostitutas y adivinos, y el prefecto de la ciudad. bajo el anonimato que le procuraban una capucha y una capa, rodeó el edificio y se coló a través de la pequeña puerta trasera, por donde no se molestaba a los privilegiados. Una llamada y el portero se apresuró a franquearle el paso; dejó caer una moneda en la palma de una mano discretamente ahuecada y avanzó por el pasillo que conducía al cuarto donde los clientes se desnudaban.
La enorme construcción que albergaba los baños era una de las estructuras más antiguas de Constantinopla. Los murales que decoraban la pared del vestuario representaban a personas ataviadas con estilos de indumentaria que nadie había lucido desde los días de Justiniano, Belisario y la Reconquista. Otras personas se estaban desvistiendo allí, pero ninguna de ellas era Nicéforo. Ayudado por un asistente, el prefecto se quedó en cueros, se ciñó a la cintura un paño blanco y echó a andar por el resbaladizo pasillo sembrado de charquitos hacia la primera sala de baños, la de agua caliente.
Un terremoto, durante el reinado del emperador Focas, había destruido aquella parte de la antigua estructura y el entibiario era bastante más nuevo que el resto del baño.
Las paredes estaban alicatadas a base de azulejos blancos, con el adorno de una estrecha tira azul en las partes superior e inferior. Bancos de madera colocados a lo largo de las cuatro paredes permitían a los usuarios sentarse a charlar, a soñar despiertos e incluso a leer, mientras sus organismos se iban acostumbrando al calor. En aquel momento había tantos hombres en el entibiario que el prefecto no encontró sitio en ningún banco y, como su salud requería que la carne se fuera acomodando gradualmente a la temperatura cálida, se vio obligado a matar el rato paseando despacio de un lado a otro de la sala: su único consuelo fue que el ejercicio y la dieta rigurosa mantenían firme y esbelto su cuerpo, lo que le permitía enorgullecerse de su figura. Dejó que la toalla adoptase una disposición atractiva sobre las caderas y buscó con la mirada a los posibles homosexuales cariñosos que hubiera por allí, aunque a aquella hora del mediodía, quienquiera que experimentase interés lascivo debería disimularlo. Al menos, eso se esperaba de él, según la costumbre tácitamente establecida.
Por el rabillo del ojo captó cierto número de miradas apreciativas, que rendían honor a sus estupendas pantorrillas y a los bien formados brazos y caja torácica. Cosa que hizo que su moral se elevara. Pasó al caldario, el cuarto de los baños de vapor.
Dominaba esta sala, de mayores proporciones que el entibiario, una enorme piscina situada en el centro, cuya agua se mantenía a tan alta temperatura que la verdosa superficie lanzaba a la recalentada atmósfera un constante vaho de vapor, de forma que las gotas de agua se condensaban instantáneamente sobre la carne. Las claraboyas del techo permitían el paso de la suficiente claridad como para que en la sala reinase una lechosa luminiscencia. A través de los remolinos de vapor y de la velada luz solar, los otros ocupantes de la sala se movían como sombras; sus cabezas se agitaban en el baño y, a lo largo de las partes laterales y sobre los bancos, parecían formar parte de la pared.
El prefecto entregó la toalla a un asistente y se metió en el agua. Estaba tan caliente que le hizo jadear. Valerosamente, fue adentrándose hasta que el agua le llegó a la nuca. Se volvió tres veces, rezando las oportunas oraciones a san Juan, patrón de los baños, antes de abandonar la piscina y, con un suspiro de alivio, sentarse en el banco.
Casi inmediatamente, un cuerpo surcó la neblina que formaba la humedad y se dejó caer a su lado, al tiempo que emitía un gruñido. Era Nicéforo, con la toalla alrededor de la cintura. Vestido, siempre parecía más bien enjuto, acaso en función de su estatura y porte; sin el enmascaramiento de la ropa, su cuerpo resultaba informe y rechoncho, el abdomen era un redondo bulto femenil recubierto de vello y los brazos le caían fláccidamente. El prefecto sacudió la cabeza.
- Deberías cuidarte, Nicéforo.
El administrador general estiró las piernas.
- No tengo un momento libre.
Se agitó y retorció en el banco, para acomodarse a gusto, sin dejar de gemir y gruñir mientras lo hacia. El prefecto trató de detener las estocadas que la zozobra había estado asestándole desde el instante en que Nicéforo le pidió aquella entrevista; se recordó todos los favores que el tesorero le había hecho.
- Ah -suspiró Nicéforo, y apoyó la espalda contra la pared. Un torrente de sudor le descendía por el pecho y la parte lateral de la barriga, para extenderse por el vello negro de la llanura inferior-. Tendría que venir aquí más a menudo.
- Tendrías. Y también dejar todos esos dulces que la emperatriz…
- Pedro -dijo Nicéforo, si yo estuviese en tu lugar, no me tomaría libertades innecesarias aprovechando mi tolerancia al insulto. Quiero saber qué has hecho del dinero con el que, teóricamente, deberías haber pagado a los aurigas.
El prefecto se puso rígido; tuvo la sensación de que su espalda acababa de recibir un golpe demoledor. Lanzó una rauda mirada en torno. No había nadie lo bastante cerca como para haber oído aquellas palabras. Miró de nuevo a Nicéforo e hizo un esfuerzo para sonreír.
- Sabes que han recortado mi presupuesto, Nicéforo. No hay fondos para nada.
- No me mientas, Pedro. El dinero destinado a los aurigas estaba ahí. Lo comprobé. Tú lo tenias, pero no has pagado a esos hombres y ahora tampoco tienes el dinero. ¿Por qué?
- Lo siento, Nicéforo. No sé de qué me hablas.
- ¿De veras?
- Me ofende el que saques ventaja de nuestra amistad para traer a colación tal asunto. ¿Es que no confías en mí?
- Hummm -repuso Nicéforo, y se secó el rostro con la toalla.
Semejante respuesta animó al prefecto; continuó al ataque:
- Si me estás acusando de algo, Nicéforo, me alegraría mucho que lo expusieras de una vez o, mejor aun…
- No te estoy acusando, querido muchacho -dijo Nicéforo; se removió de nuevo en el banco y lanzó al prefecto una mirada furiosa-. La basileus me ha pedido que averigüe qué te traes entre manos, supone que es algo que te impide tratar con ella cara a cara.
El prefecto cerró la boca. Giró el rostro hacia adelante, hacia el baño, hacia el agua verdosa, hacia los ascendentes espectros que formaba el vapor.
- He de confesar, Pedro, que te debo cierta gratitud, puesto que dentro de la forma fraudulenta en que llevas tu oficina has dejado tantas pruebas que no he tenido que perder mucho tiempo para descubrir la verdad.
- Nicéforo, te juro…
- Sé que vives en una casa soberbia, Pedro, ¿no es así? Cuando el resto de la Ciudad sufre la austeridad de los malos tiempos, tú no puedes sacrificarte y reducir lo más mínimo tu nivel de vida…
El prefecto no dijo nada. Continuó con la vista amargamente clavada en el baño, mientras se decía que aquella confrontación sin duda era inevitable, pero ¿por qué tenía que ser Nicéforo, en quien confiaba? Habría preferido que le convocasen ante el parakoimomenos, o ante la basileus.
- Bueno, no, la basileus, no. Elevó los ojos al techo, taladrado por las claraboyas, desde las que descendían láminas de luz cuya claridad atravesaba los zarcillos del vapor.
La voz de Nicéforo dejó oir otra pregunta ferozmente sarcástica, más retórica que interrogativa, pero que dio paso a otra y a otra. El prefecto empezó a sentirse agredido físicamente; le temblaban las carnes y deseó poder marcharse. Comprendió, de pronto, que todo lo que decía Nicéforo era verdad: había cometido un terrible delito contra su Ciudad, su basileus, su Dios y su familia… Hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
Nicéforo interrumpió su exposición. Sentados uno al lado del otro, el prefecto luchó por recobrar el dominio de si y el tesorero le concedió la tregua del silencio para que lo consiguiera.
- Las carreras -confesó el prefecto por último, y alzó la cabeza. Le ardían los ojos.
- Te ruego me perdones, Pedro, pero…
- Lo perdí en las carreras, Nicéforo. No pretendí jugar tanto. Perdí un poco al principio, después creí ver un ganador seguro, aposté lo suficiente para recuperarme, y también lo perdí. Y así una y otra y otra vez… No podía dejarlo, Nicéforo… Tengo intención de devolverlo…
- Devuélvelo, entonces. -El administrador se inclinó sobre él, apremiante, con los oscuros ojos rezumando fuego oriental-. Restituye todo lo que has cogido del servicio y yo iré a decirle a la basileus que estás libre de culpa.
- No puedo, Nicéforo…, son miles y miles de irenes.
Las negras pupilas de Nicéforo llamearon sobre el prefecto durante unos segundos más, luego, el tesorero se balanceó, se agarró al banco por ambos lados del cuerpo e impulsó hacia arriba su voluminosa humanidad para cambiar de postura.
- ¡Dios, qué duros son estos asientos!
- ¡Nicéforo, si pudiera…!
- Puedes -replicó el administrador-. Puedes vender algo. ¿Qué me dices de tu quinta de Blachernae?
- Esa casa de campo no es mía, pertenece a mi esposa.
- Dile que la venda.
No podía decirle eso a su esposa. No podía explicarle una cosa así a su mujer.
- ¿Por qué no me prestas tú el dinero, Nicéforo? Puedes hacerlo ¿verdad? Todo el mundo sabe que tienes millones.
Nicéforo estalló en una carcajada, con la vista en otro sitio.
- No me pidas eso, Pedro. Yo no malversé fondos ni me los gasté en las apuestas.
- Te lo devolveré. Lo prometo.
El administrador dio media vuelta para encararse con él.
- Lo devolverás al tesoro de la Ciudad. En el plazo de un mes. Cuando lo hayas hecho, vienes a decírmelo y yo iré a la basileus y quedarás exonerado.
- Oh, Nicéforo, por favor…
El tesorero se levantaba ya. Con un gesto de la mano cortó la riada de palabras que el otro pretendía pronunciar.
- Hazlo, Pedro.
- Oh, vamos, Nicéforo, verdaderamente… ¿Adónde vas? ¡Por favor! ¿No podemos seguir hablando de esto un poco más?
- No volveré a hablar contigo, Pedro, hasta que vengas a comunicarme que has cumplido lo que se requiere de ti. Buenos días.
El prefecto se humedeció los labios. Nicéforo pasó junto a él, pesadamente, brillante de sudor la piel; sus manos enredaron torpemente con la toalla, que se le cayó al suelo, y, con un gruñido, se inclinó para recogerla. El cuerpo del administrador general era una ruina. ¿Cómo podía tener una mente cabal? ¿Cómo podía hacerle una cosa así a un amigo? Con la toalla de nuevo alrededor de los riñones, Nicéforo se alejó por el borde más distante de la piscina, chapoteando al pisar los charcos. La neblina del vapor veló su figura. La morena cabeza desapareció a través de la puerta del fondo, la que daba al frigidario, la sala refrigeradora. El prefecto bajó la vista y contempló el danzante verdor del agua de la pileta durante largo, largo rato.
Abdul-Hassan Ibn-Ziad, el emisario enviado por el califa a los rumis conocía bien a sus anfitriones. Esta vez no estaba dispuesto, de ninguna de las maneras, a dejarse engatusar por su hipocresía y sus artimañas, así que una hora después de haber entrado en Constantinopla, se encaminó, solo, y con una bolsa bien repleta, a los aposentos del Dafne donde residía el gran doméstico, el parakoimomenos, Juan Melissenes.
A Ibn-Ziad le divertía el tópico de que el individuo al que iba a ver era desde luego doblemente corrupto, primero por estar rapado y, segundo, por ser griego.
El mayordomo, naturalmente, le obligó a esperar… No mucho, sólo unos instantes, sólo el tiempo suficiente para imbuirle la comprensión de quién aguardaba a quién.
Ibn-Ziad mantuvo la calma, cosa que era la clave para tratar con aquella gente. Paseó con cierto desasosiego por la antesala en la que le confinaron y se complació a si mismo con el despliegue de su propia paciencia.
Nunca había estado en aquella parte del Dafne. Le recordaba un harén, uno de los harenes de su abuelo, para ser más concreto, aunque su abuelo, que en nombre del califa había gobernado el Islam desde el indo hasta Gibraltar, nunca vivió tan espléndidamente como vivían en el Dafne; era la prodigalidad con que se usaba allí la seda y el satén, el rutilar del oro y el desorden de los pequeños objetos que cubrían toda superficie plana lo que le hacia pensar en el serrallo. Anduvo despacio junto a la estantería repleta de libros que ocupaba toda una pared sin ventanas. Una colección de figuritas absorbió su atención. Juguetitos, no eran más que eso. Había visto piezas de ajedrez talladas con idéntica delicadeza. Sin embargo, no pudo mantener las
manos lejos de ellas; cogió la miniatura de un gallo de oro, que sólo tendría dos centímetros y medio de altura, captado en el acto de saludar a la aurora con su canto.
Al tocarla, la figurita se movió. Sorprendido, dejó escapar el gallo que, de entre sus dedos, fue a caer sobre la alfombra. Con la sensación de ser un poco estúpido, se agachó para recoger la figurita. Comprobó que se le había soltado la cabeza, y entonces sonó un toque: dentro había alguna clase de perfume.
Rió para sí. Se había dejado engañar de nuevo.
- Excelentísimo mensajero -articuló una voz, a su espalda, y el emisario del califa giró en redondo.
En el umbral se erguía la alta y flexible persona del eunuco, que le dedicaba una reverencia.
- Salve, parakoimomenos -saludó Ibn-Ziad, y avanzó al encuentro del funcionario de la emperatriz.
En el centro de la estancia, frente a frente, se inclinaron varias veces, al tiempo que intercambiaban cumplidos en lengua griega.
- Me siento encantado de que se me ofrezca la divina oportunidad de servir al excelentísimo nieto del gran visir Yahya. Permitidme manifestar mis más abyectas disculpas por haberos hecho esperar a este indigno personaje.
- Sin embargo, los escasos instantes que he permanecido aquí han revitalizado mi delicia ante los tesoros de Constantinopla.
- Las palabras son impotentes para expresar la alegría con que recibo vuestros amabies elogios. Existimos simplemente para familiarizaros con los usos y modos de la civilización.
A Ibn-Ziad se le petrificó la sonrisa al oír aquello; saltaron a la punta de su lengua las palabras adecuadas para informar a aquel capón hermafrodita que en Bagdad los hombres también vivían todo lo estupendamente que Dios les toleraba, pero, antes de que pudiese pronunciarlas, el eunuco le precedía a través de la antecámara, acompañándole a una pequeña estancia soleada, con una mesa de mármol repleta de libros y papeles. Su mobiliario era tan lujoso como el de la que acababan de abandonar; las paredes tenían pintado un friso de mujeres entregadas a la danza, con adornos de oro y coralina. Por la ventana abierta tras la mesa, velada con sedas diáfanas, irrumpía la brisa del jardín, que difundía su perfume de rosas e impregnaba de musicalidad alguna que otra ráfaga de risas: unos chiquillos jugaban fuera.
El parakoimomenos le ofreció una silla.
- Mi querido señor, me consume la impaciencia por saber en qué puedo satisfaceros. Cualesquiera que sean los servicios que pueda prestaros, por favor, indicadlos ya.
En aquella estancia de fábula, la confianza de Ibn-Ziad empezó a decaer. ¿Llevaba suficiente dinero para sobornar a aquel individuo cuyas mismas paredes estaban hechas de oro? Hizo acopio de ánimo, sacó la bolsa y la puso encima de la mesa.
- ¿Qué es eso? -preguntó el parakoimomenos, y apretó las manos contra su túnica, como si tratara de dominarlas para que no se lanzasen a aprehender el dinero.
- Esto -dijo Jbn-Ziad- es para asegurarme de que contaré con vuestra ayuda en el cumplimiento de mi misión aquí.
- Mi ayuda. -El mayordomo ocupó la silla del otro extremo de la mesa, se inclinó hacia adelante, juntó las manos y clavó la vista en el emisario del califa-. Por favor. Explicaos mejor.
- Estoy aquí para adelantar los propósitos de mi señor: recoger y llevar a mi patria el tributo que, según el tratado, nos corresponde e inclinar a su favor la política de la basileus.
- ¡Ah! ¿Y confiáis en que os ayude en ello?
- Estoy dispuesto a que tal colaboración os resulte muy lucrativa.
- ¡Ah!
Se separaron las largas y blancas manos del eunuco y los dedos tamborilearon sobre el desbarajuste de documentos que tenía ante si. Ibn-Ziad trasladó al fondo de su cerebro, con satisfacción, el detalle de que, según podía observar, en aquel palacio utilizaban papel bagdadi.
- Mi querido colega -dijo el parakoimomenos sosegadamente-. Me temo que estáis en un error respecto a nosotros. En primer lugar, vuestros objetivos, si se me permite tener la audacia de definirlos así, entran de lleno en el reino de la política que la basileus tiene establecida respecto a los bárbaros. Yo no soy más que un doméstico encargado del gobierno de la casa de la emperatriz, nada más, y, por consiguiente, no os puedo ser de ninguna utilidad en lo que se refiere a vuestros esfuerzos para hacer que la basileus se incline a vuestro favor. -Los largos y dúctiles dedos golpearon repentina, desdeñosamente, la bolsa-. Ni siquiera aunque me dejase encandilar hasta el punto de aceptaros el soborno.
- Hummm. -Cogido por sorpresa, Ibn-Ziad se hundió más en la silla.
- Permitidme, sin embargo, que ponga vuestra mente en reposo, mi querido amigo.
No necesitáis recurrir aquí a tales métodos. Somos personas de buena voluntad. Deseamos lo que sin duda también vos mismo deseáis: unas relaciones justas y honorables entre nuestras dos potencias.
- Hummm -articuló Ibn-Ziad.
Notó que el bochorno ponía su semblante como la grana; se preguntó de dónde habría sacado la idea de que un hombre tan rico como aquél iba a sucumbir a una oferta de dinero.
- Sin embargo, mi buen amigo, ya que estáis aquí, leeré con vos el programa confeccionado con motivo de vuestra visita.
- Muy bien -repuso Ibn-Ziad, altanero.