VII

No hace muchas semanas, comenzaba un día encamado en un estado de aguda impaciencia y un dolor bastante intenso. Mientras yacía incapaz de moverme pero preparado por la experiencia pasada, oí una voz tranquilizadora y capaz que decía: «Ahora quizá note un pinchacito». (No lo dudes: los pacientes masculinos han agotado todas las posibilidades de este mal chiste en los primeros días de oírlo.)[6] Y casi de inmediato me sentí tranquilizado de otro modo, porque esa voz y esa expresión y esa pequeña punzada significaban que el dolor se iría, mis miembros se enderezarían, y mi día comenzaría. Y así fue.

Sin embargo, ¿qué habría ocurrido, como pensé una vez semiconscientemente en una angustia similar, si hubiera habido el menor signo de burla en esa voz amable? ¿Y si hubiera dicho, de la forma más leve posible: «Esto no le dolerá mucho»? El equilibrio de poder habría sido violentamente destruido, y me habría quedado indefenso y petrificado. De inmediato, también tendría que preguntarme cuánto tiempo podría convivir con esa amenaza. El intrincado trabajo del torturador habría comenzado.

Subrayo «intrincado» porque en realidad la tortura no es solo un asunto de dolor y fuerza. Como descubrí cuando fui de verdad víctima de la tortura, es sobre todo un asunto de calibración sutil. «¿Cómo estamos hoy? ¿Alguna molestia?» Esto resulta más problemático a causa de la tendencia de la medicina moderna a recurrir a eufemismos: la educada elusión de la palabra «molestia» es uno de los más destacados. El enfoque planificado y coordinado ofrece otra vía de evasión; así, uno puede oír la pregunta: «¿Ya se ha reunido con su equipo de “gestión del dolor”?». Cuando lo has oído de la forma equivocada, puede parecer un eco de la práctica del torturador que consiste en enseñarle a la víctima los instrumentos que se aplicarán sobre él, o en describir la variedad de técnicas, y en dejar que esas amenazas hagan la principal parte del trabajo. (Al parecer, Galileo Galilei fue sometido a esa técnica cuando sufría la presión gradual que finalmente le obligó a retractarse.)

Me convertí en víctima de la tortura porque quería que los lectores de Vanity Fair se hicieran una idea de lo que entrañaba la sórdida y oscura polémica sobre el «ahogamiento simulado». Y el único camino que quedaba, o que no se había probado, era ofrecerme a someterme a ese «procedimiento». Obviamente, había límites a la autenticidad de esta imposición —y yo tenía que estar en cierto sentido «con el control» de la situación—, pero estaba decidido a descubrir, en la medida de lo posible, lo que experimenta una persona sometida al «ahogamiento simulado». Con la ayuda de algunos ex empleados muy serios de las Fuerzas Especiales, que sabían que estaban violando las leyes estadounidenses en territorio estadounidense, organicé un encuentro en las colinas de Carolina del Norte. Antes de empezar siquiera, había firmado un documento legal que los indemnizaría si me mataban al imponerme traumas físicos o psicológicos (una expresión más fuerte, ahí).

Quizá hayas oído que lo que ocurre es una «simulación» de la sensación de ahogamiento. Error. Lo que ocurre es que te ahogan lenta pero inexorablemente. Y si en algún momento logras escapar al goteo mortal de agua, tu torturador lo sabe. Él o ella hará un ajuste mínimo pero efectivo. Cuando, más tarde, entrevisté a mis torturadores, me interesó en particular este aspecto. Oh, sí, dijeron con una leve jactancia, tenemos pequeños movimientos, empujones y giros que cumplen la tarea y no dejan marcas. De nuevo, observas ese orgullo de la técnica y su tono casi humanista de expresión profesional. El lenguaje de los torturadores…

La razón por la que he decidido escribir sobre este tema en el contexto actual es la siguiente. Desde que compuse y publiqué el ensayo original, lo que ocurrió antes de que me diagnosticaran cáncer de esófago, sufría una especie de estrés postortura que probablemente todavía no se ha clasificado ni denominado. En todo caso, en mi experiencia tiene que ver con la asfixia. Y la «aspiración» de humedad puede desencadenar un raudal de pánico que se ha imbricado con los síntomas más amplios y letales de mis varias neumonías. Cada día me veo obligado a prepararme para que me alimenten de nutrientes líquidos por un tubo o para que me laven con distintos grados de inmersión, o para sentirme muy vulnerable de otras maneras. Así que realmente he sido muy afortunado por no haber tenido que oír nunca el odioso susurro del torturador, ni estremecerme ante la idea de que estoy a solo un giro de un grave miedo o «angustia» (una palabra bastante elevada en la escala del eufemismo). Pero sé cómo podría realizarse el truco.

Me han llevado por varios grandes hospitales estadounidenses en esta experiencia, y al menos uno de ellos es famoso porque lo dirige una histórica orden religiosa. En cada una de las habitaciones de este hospital, no importa cómo yazgas en la cama, la vista dominante es la que muestra un gran crucifijo negro tenazmente incrustado en la pared. No tengo una objeción especial, porque realmente no hace mucho más que redundar en el nombre del hospital. (Tiendo a no pelearme con los departamentos de las capillas hasta el momento en que tengo una observación adecuada que presentar. En Texas, por ejemplo, en una instalación nueva y construida a propósito que tenía más de una veintena de pisos, logré que concedieran en principio que era algo absurdo no presumir de una planta decimotercera y pasar del piso doce al catorce. Sin duda nadie se registra allí para quejarse de miedos cósmicos generados por ese número, ni se iría por ellos; por cierto, parece que somos bastante incapaces de discernir cómo empezó esta húmeda supersticioncilla.)

Sin embargo, casualmente también sé que durante las guerras de religión y las campañas de la Inquisición era una práctica común someter al condenado a la visión obligatoria de la cruz hasta su muerte. En algunos de los fervientes cuadros de los grandes autos de fe —no pienso excluir las capturas que hizo Goya de los quemados vivos en la plaza mayor—, vemos que las llamas y el humo se alzan cerca de la víctima, y después observamos la cruz que se muestra sombría en el aire y frente a sus ojos entreabiertos. Tengo que decir que, aunque ahora esto se haga de forma más «paliativa», despierta mi desaprobación a causa de sus anteriores vínculos sadomasoquistas. Hay prácticas hospitalarias y medicinales cotidianas, triviales, que recuerdan a la tortura impulsada por el Estado. En mi caso, también hay prácticas que no puedo separar del infierno de las anteriores. Incluso la idea de algunas aplicaciones inadecuadas del agua o el gas, como el kit de respiración humedecido o «nebulizado», se bastan y sobran para hacer que me sienta críticamente enfermo. Cuando pensaba por primera vez en un título para este libro, pensé en tomar el verso «Obscena como el cáncer», del aterrador poema de Wilfred Owen sobre la muerte en el frente occidental, «Dulce et decorum est». La acción describe la reacción de un grupo de extenuados rezagados británicos, a quienes sorprende un ataque de gas para el que no están preparados:

«¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido, todos!». Tanteando torpemente

nos pusimos las máscaras justo a tiempo.

Pero hubo uno que gritaba todavía

y se agitaba como un hombre en llamas.

A través del visor y de la niebla verde,

como hundido en el mar, vi que se ahogaba.

Aún veo en sueños, impotente,

cómo me pide auxilio presa de su agonía.

Si tú también pudieras, en tus sueños,

caminar tras el carro adonde lo arrojamos,

y ver cómo sus ojos se marchitan,

ver su rostro caído, como un demonio hastiado;

si pudieras oír con cada sacudida

cómo sale la sangre de su pulmón enfermo,

obscena como el cáncer, amarga como el vómito

de incurables heridas en lenguas inocentes,

amigo, no dirías entusiasta

a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria

esa vieja mentira: «Dulce et decorum est

pro patria mori».[7]

Cuando una sensación de asfixia o ahogo en una pesadilla me fuerza a una consciencia prematura, me doy cuenta de lo esencial que es que las fronteras de la medicina sean vigiladas de forma tan estrecha y puntillosa. Aprecio que en la propia profesión no exista la menor concesión a la relajación de ese estándar. Los directores de ese famoso hospital deberían sentir vergüenza por el papel histórico que desempeñó su orden en las espantosas legalización y aplicación de la tortura, y yo tengo el mismo derecho —si no deber— a sentirme igualmente avergonzado por la política oficial de tortura que adoptó un gobierno cuyos documentos de ciudadanía había solicitado poco antes.