II

Cuando describí el tumor en mi esófago como un «extraño ciego y carente de emociones», supongo que ni siquiera yo pude evitar concederle algunas de las cualidades de un ser vivo. Por lo menos sé que es un error: un ejemplo de la «falacia patética» (furiosa nube, montaña orgullosa, presuntuoso beaujolais), que consiste en atribuir cualidades animadas a fenómenos inanimados. Para existir, un cáncer necesita un organismo vivo, pero no puede jamás convertirse en un organismo vivo. Toda su malicia —allá voy, otra vez— radica en el hecho de que lo «mejor» que puede hacer es morir con su anfitrión. Eso, o su anfitrión encontrará las medidas para erradicarlo y sobrevivir.

Pero, como ya sabía antes de enfermar, hay algunas personas que consideran que esta explicación es poco satisfactoria. Para ellos, un carcinoma es un agente dedicado y consciente, un lento asesino suicida que realiza una misión consagrada desde el cielo. No has vivido, si puedo decirlo así, hasta que has leído textos de este tipo en las páginas web de los fieles:

¿Quién más piensa que el hecho de que Christopher Hitchens tenga un cáncer terminal de garganta [sic] es la venganza de Dios por haber usado la voz para blasfemar? A los ateos les gusta ignorar los HECHOS. Les gusta actuar como si todo fuera una «coincidencia». ¿En serio? ¿Es solo una «coincidencia» [que], de todas las partes de su cuerpo, Christopher Hitchens tenga cáncer en la parte del cuerpo que usó para la blasfemia? Sí, seguid creyendo eso, ateos. Va a retorcerse de agonía y dolor, y se marchitará hasta desaparecer y tener una muerte horrible, y DESPUÉS viene la verdadera diversión, cuando vaya al FUEGO INFERNAL y sufra eternamente la tortura y el fuego.

Existen numerosos pasajes de los textos sagrados y la tradición religiosa que durante siglos convirtieron este tipo de regodeo en una creencia generalizada. Mucho antes de que me afectara en particular había entendido las objeciones obvias. En primer lugar, ¿qué mero primate está tan condenadamente seguro de que puede conocer la mente de dios? En segundo lugar, ¿ese autor anónimo quiere que sus opiniones sean leídas por mis hijos, que no han cometido ninguna ofensa y también están pasando un momento complicado, gracias al mismo dios? En tercer lugar, ¿por qué no lanzar sobre mí un rayo, o algo así de imponente? La vengativa deidad tiene un arsenal tristemente empobrecido si todo lo que se le ocurre es exactamente el cáncer que mi edad y anterior «estilo de vida» indicarían que podría tener. En cuarto lugar, ¿por qué el cáncer? Casi todos los hombres contraen cáncer de próstata si viven lo suficiente: es algo indigno, pero está distribuido de manera uniforme entre santos y pecadores, creyentes y no creyentes. Si uno sostiene que dios asigna los cánceres adecuados, también debe contar la cantidad de niños pequeños que mueren de leucemia. Personas devotas han muerto jóvenes y con dolor. Bertrand Russell y Voltaire, por el contrario, se mantuvieron en activo hasta el final, al igual que muchos criminales y tiranos psicópatas. Esos castigos, por tanto, parecen tremendamente azarosos. Voy a aclarar algo al correspondiente cristiano que he citado antes: mi garganta, hasta ahora libre de cáncer, no es en absoluto el único órgano con el que he blasfemado… Y, aunque mi voz se vaya antes que yo, seguiré escribiendo contra los espejismos de las religiones hasta que, como en la canción de Simón and Garfunkel, sea hello darkness my old friend.Y, en ese caso, ¿por qué no cáncer de cerebro? Convertido en un imbécil aterrorizado y semiconsciente, quizá podría pedir un sacerdote cuando llegara la hora del cierre, aunque aquí declaro, todavía lúcido, que la entidad que se humille a sí misma de ese modo no seré «yo». (Ten esto en mente, por si oyes rumores o fabulaciones.)

El hecho absorbente de estar mortalmente enfermo es que dedicas mucho tiempo a prepararte para morir con un mínimo de estoicismo (y con provisiones para tus seres queridos), mientras que al mismo tiempo estás muy interesado en el asunto de la supervivencia. Es una forma especialmente extraña de «vivir» —abogados por la mañana y médicos por la tarde— y significa que uno tiene que existir —incluso más de lo habitual— en un doble marco mental. Lo mismo les pasa, al parecer, a quienes rezan por mí. Y la mayoría de ellos son tan «religiosos» como el tipo que quiere que sea torturado aquí y ahora —lo que me pasará aunque al final me recupere— y después torturado para siempre si no me recupero o, presumible y definitivamente, aunque lo haga.

De la halagadora y sorprendente cantidad de gente que me escribió cuando caí enfermo, muy pocos han dejado de decir una de estas dos cosas. Me aseguran que no me ofenderán ofreciendo oraciones o insisten tiernamente en que rezarán de todos modos. Páginas web religiosas han dedicado un espacio especial a la cuestión. (Si vas a leerlo a tiempo, recuerda que el 20 de septiembre ya ha sido designado «Día de Oración por Hitchens».) Pat Archbold, en el National Catholic Register, y el diácono Greg Kandra se encuentran entre los católicos romanos que me consideraron digno de sus oraciones. El rabino David Wolpe, autor de Why Faith Matters y líder de una congregación importante en Los Ángeles, dijo lo mismo. Ha participado conmigo en debates, al igual que varios protestantes evangélicos conservadores, como el pastor Douglas Wilson del New Saint Andrews College y Larry Taunton de la Fixed Point Foundation de Birmingham, Alabama. Ambos escribieron para decir que sus congregaciones estaban rezando por mí. Y fueron los primeros a los que se me ocurrió responder preguntando: ¿rezando para qué?

Al igual que muchos de los católicos que rezan tanto para que vea la luz como para que me recupere, fueron muy sinceros. La salvación era el asunto principal. «Estamos, sin duda, preocupados por su salud, pero es una consideración muy secundaria. Porque, «¿qué provecho sacará un hombre con ganar el mundo entero si malogra su vida?» (Mateo 16,26). Eso dijo Larry Taunton. El pastor Wilson respondió que cuando se enteró de la noticia rezó por tres cosas: por que yo venciera la enfermedad, por que hiciera las paces con la eternidad, y por que mientras tanto volviéramos a encontrarnos. No pudo evitar añadir, algo traviesamente, que la tercera oración ya había sido respondida…

Así que hay algunos católicos, judíos y protestantes bastante respetables que piensan que en algún sentido de la palabra merezco la salvación. La facción musulmana ha estado más callada. Un amigo iraní ha pedido que se rece por mí en la tumba de Ornar Jayyam, poeta supremo de los librepensadores persas. El vídeo de YouTube que anuncia el día dedicado a la intercesión en mi favor suena acompañado de la canción «I Think I See the Light», interpretada por el mismo Cat Stevens que, como Yusuf Islam, aprobó la llamada histérica de la teocracia iraní para asesinar a mi amigo Salman Rushdie. (La letra banal de su canción pseudoedificante, por cierto, parece estar dirigida a una chica.) Y este aparente ecumenismo también tiene otras contradicciones. Si anunciara una súbita conversión al catolicismo, sé que Larry Wilson y Douglas Taunton lo considerarían un grave error. Por otra parte, si me uniera a cualquiera de sus grupos evangélicos protestantes, los seguidores de Roma no pensarían que mi alma estaría mucho más segura que ahora, mientras que una tardía decisión de adherirme al judaísmo o al islam me privaría inevitablemente de muchas oraciones de ambas facciones. Simpatizo de nuevo con el poderoso Voltaire: cuando en su lecho de muerte lo importunaban y le pedían que renunciara al diablo, murmuró que no era momento de hacer enemigos.

El físico y premio Nobel danés Niels Bohr colgó una herradura encima de su puerta. Sus consternados amigos le dijeron que esperaban que no depositara ninguna confianza en esa patética superstición. «No, yo no —respondió serenamente—, pero al parecer funciona igual creas o no creas.» Esa podría ser la conclusión más segura. La investigación más completa sobre el tema que se ha realizado —el «Estudio de los efectos terapéuticos de la oración de intercesión», que data de 2006— no pudo hallar correlación alguna entre el número y la regularidad de las oraciones ofrecidas y la probabilidad de que la persona por la que se rezaba tuviera más oportunidades. Sin embargo, se encontró una pequeña pero interesante correlación negativa: algunos pacientes sufrían una ligera aflicción adicional cuando no manifestaban ninguna mejoría. Sentían que habían decepcionado a sus devotos seguidores. Y la moral es otro factor no cuantificable en la supervivencia. Ahora lo entiendo mejor que cuando lo leí por primera vez. Un gran número de amigos laicos y ateos me han dicho cosas estimulantes y halagadoras como: «Si alguien puede vencer a esto, eres tú», «El cáncer no tiene ninguna oportunidad contra ti», «Sabemos que puedes con esto». En días malos, e incluso en días mejores, estas exhortaciones pueden tener un efecto vagamente deprimente. Si muero, decepcionaré a todos esos camaradas. También se me ocurre un problema laico: ¿y si salgo adelante y la facción piadosa clama alegremente que sus plegarias han sido atendidas? Eso sería un poco irritante.

He dejado al mejor de los fieles para el final. El doctor Francis Collins es uno de los mejores estadounidenses vivos. Es el hombre que llevó el Proyecto Genoma Humano a su terminación, en menos tiempo y con un gasto menor del previsto, y ahora dirige los Institutos Nacionales de la Salud. En su trabajo sobre los orígenes genéticos del trastorno, ayudó a descifrar las «erratas» que provocan catástrofes como la fibrosis quística y la enfermedad de Huntington. Ahora está trabajando en las increíbles propiedades curativas latentes en las células madre y en los tratamientos «dirigidos» a los genes. Este gran humanista es además un apasionado de la obra de C. S. Lewis y en su libro ¿Cómo habla Dios? ha tratado de hacer la ciencia compatible con la fe. (Este pequeño volumen contiene un capítulo admirablemente conciso que informa a los fundamentalistas que el debate acerca de la evolución ha terminado, sobre todo porque no hay ningún debate.) Conozco a Francis por varias discusiones públicas y privadas sobre la religión. Ha tenido la gentileza de visitarme en su tiempo libre y de discutir todo tipo de tratamientos novedosos, que hace poco eran inimaginables, y se podrían aplicar a mi caso. Y, por decirlo así, no ha sugerido la oración, y yo no le he hecho bromas acerca de Cartas del diablo a su sobrino. Así que los que quieren que tenga una muerte horrible rezan para que los esfuerzos de nuestro médico cristiano más generoso se vean frustrados. ¿Quién es el doctor Collins para interferir en los designios divinos? Por un giro similar, los que quieren que arda en el infierno también se burlan de ese hombre religioso y querido que no me considera tan irremediablemente malvado. Dejo estas paradojas a aquellos, amigos y enemigos, que todavía veneran lo sobrenatural.

Siguiendo el hilo de la oración a través del laberinto de la web, finalmente he encontrado un extraño vídeo sobre «apuestas». Invita a potenciales apostadores a jugarse dinero sobre la posibilidad de que repudie mi ateísmo y abrace la religión en una fecha determinada y la posibilidad de que continúe afirmando mi incredulidad y asuma las infernales consecuencias. Quizá no sea tan bajo o desagradable como puede parecer. Uno de los defensores más cerebrales del cristianismo, Blaise Pascal, ya redujo los elementos esenciales a una apuesta en el siglo XVIII. Pon tu fe en el todopoderoso, propuso, y quizá lo ganes todo. Rechaza la oferta celestial y lo pierdes todo si la moneda cae en sentido contrario. (Algunos filósofos lo llaman Gambito de Pascal.)

Por ingenioso que el razonamiento completo de su ensayo pueda parecer —fue uno de los fundadores de la teoría de la probabilidad—, Pascal asume un dios cínico y un ser humano de abyecto oportunismo. Supongamos que abandono los principios que he tenido durante toda mi vida con la esperanza de ganarme un favor en el último minuto. Espero y confío en que ninguna persona seria admire esa actuación fraudulenta. Mientras tanto, el dios que premiaría la cobardía y la falta de honradez y castigaría las dudas irreconciliables está entre los muchos dioses en los que (¿en quienes?) no creo. No quiero mostrarme grosero ante las buenas intenciones, pero cuando llegue el 20 de septiembre, no te preocupes por ensordecer al cielo con tus gritos inútiles. A menos, claro, que eso te haga sentir mejor.

Muchos lectores están familiarizados con la letra y el espíritu de la definición de «oración» que da Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo. Dice así, y es extremadamente fácil de entender:

ORACIÓN: una solicitud de que las leyes de la naturaleza se suspendan en beneficio del solicitante, que confiesa no merecerlo.

Todo el mundo puede ver el chiste alojado en la entrada: el hombre que reza es el mismo que piensa que dios lo ha organizado todo mal, pero también piensa que puede instruir a dios sobre la forma de arreglarlo. Semienterrada en la contradicción se encuentra la siniestra idea de que no hay nadie responsable, o nadie con la menor autoridad moral. La llamada a la oración se anula a sí misma. Aquellos de nosotros que no participamos en ella justificaremos nuestra abstención sobre la base de que no necesitamos, ni queremos, someternos al fútil proceso de la reafirmación continua. O nuestras convicciones son en sí suficientes o no lo son: en ningún caso requieren ponerse en pie entre una multitud y pronunciar conjuros constantes y uniformes. Una religión ordena que esto suceda cinco veces al día, y otros monoteístas casi el mismo número de ocasiones, mientras que todas las confesiones reservan al menos un día al elogio exclusivo del Señor, y el judaísmo parece consistir, en su constitución original, en una enorme lista de prohibiciones, que hay que seguir por encima de cualquier otra cosa.

El tono de las oraciones replica la tontería del mandato, ya que a dios se le pide o se le agradece lo que iba a hacer de todos modos. Así, el varón judío comienza cada uno de sus días agradeciéndole a dios que no lo haya hecho mujer (o gentil), mientras que la mujer judía se contenta con dar las gracias al todopoderoso por crearla «tal como es». Presumiblemente, al todopoderoso le agrada recibir este homenaje a su poder y la aprobación de los seres que ha creado. Solo que, si es de verdad todopoderoso, el logro parece bastante pequeño.

Algo muy parecido ocurre con la idea de que la oración, en vez de hacer que el cristianismo parezca idiota, hace que parezca convincente. (Hoy nos limitaremos al cristianismo.) Ahora bien, se puede afirmar con cierta confianza, en primer lugar, que su deidad es omnisciente y omnipotente y, en segundo lugar, que sus fieles se hallan en desesperada necesidad de la sabiduría y poder infinitos de esa deidad. Por dar algunas citas elementales, así se afirma en la Epístola a los Filipenses 4,6: «No os afanéis por nada, sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean públicamente presentadas a Dios». Deuteronomio 32,4 proclama que «Él es la roca; sus obras son perfectas», e Isaías 64,7 nos dice: «Yahvé, tú eres nuestro padre. Nosotros somos la arcilla y tú el alfarero, obra de tus manos todos nosotros». Observa, entonces, que el cristianismo insiste en la absoluta dependencia del rebaño, y solo después en la ofrenda de elogios y agradecimientos. Una persona que use el tiempo de oración para pedir que se arregle el mundo, o para suplicar a dios que le conceda un favor, sería en efecto culpable de una profunda blasfemia o, como mínimo, de un malentendido patético. Y eso, es triste decirlo, expone a la religión al cargo adicional de corrupción. Los líderes de la iglesia saben perfectamente que la oración no busca gratificar a los fieles. Así que, cada vez que aceptan un donativo a cambio de alguna petición, aceptan una grosera negación de su fe: una fe que depende de la aceptación pasiva de los fieles y no de que hagan peticiones para mejorar su situación. Finalmente, y tras una disputa amarga y cismática, se abandonaron prácticas como la infame «venta de indulgencias». Pero muchas hermosas basílicas y capillas no estarían hoy en pie si esa espantosa violación no hubiera producido unos beneficios tan espectacularmente buenos.

Y hoy es bastante fácil ver, en las reuniones de reavivamiento de los fundamentalistas protestantes, cómo se cuentan los cheques y billetes antes de que el predicador haya terminado la imposición de manos. De nuevo, el espectáculo es desvergonzado, y en algunos sentidos los calvinistas han sustituido a Roma como los recaudadores de fondos sagrados más exorbitantes. Y —antes de que nos quedemos sin contradicciones— parece doblemente absurdo que un calvinista se interese por la intercesión divina. La constitución fundadora de la iglesia presbiteriana proclamó en Filadelfia unas palabras célebres: «Por decreto de Dios, para la manifestación de su gloria, algunos hombres y ángeles están predestinados a una vida eterna y otros están designados para una muerte eterna […] sin ninguna previsión de fe o buenas obras, o perseverancia en ninguna de ellas, o por cualquier otra cosa en la criatura como condiciones». Por decirlo claramente, eso significa que no importa que intentes llevar una vida santa, ni siquiera que tengas éxito al hacerlo. Un capricho arbitrario seguirá determinando que recibas o no una recompensa celestial. En esas circunstancias, la vacuidad de la oración es casi una cuestión menor. Más allá de esa futilidad de poca importancia, la religión que trata a su rebaño como un juguete crédulo ofrece uno de los espectáculos más crueles que puedan imaginarse: un ser humano consumido por el miedo y la duda, abiertamente explotado para creer en lo imposible. Por tanto, en el debate sobre la oración, por favor no te escandalices si somos los ateos los que ofrecemos la mirada de conmiseración en el momento en que una crisis moral se cierne sobre el horizonte.