III

Imagino que debería cuidar de sí misma y meterse en un congelador; seguro que en un año o dos inventan una pastilla que lo curará como si fuera un resfriado común. Ya sabes, alguna de esas cortisonas, pero el médico dice que no se sabe si los efectos secundarios pueden ser peores. Ya sabes: la C mayúscula. Mi opinión es: aprovecha la oportunidad, están a punto de acabar con el cáncer de todos modos y dentro de poco con esos trasplantes podrán reemplazar todo tu interior.

ANGSTROM, padre, en

El regreso de Conejo, de John Updike

(1971)

La novela de Updike transcurría en lo que podríamos llamar los años optimistas de la administración de Nixon: la época de la misión Apolo y el nacimiento de esa expresión sobre la capacidad de los estadounidenses para hacer cualquier cosa que empieza: «Si hemos podido llevar al hombre a la Luna…». En enero de 1971, los senadores Kennedy y Javits promovieron la Ley de la Conquista del Cáncer, y en diciembre de ese año Richard Nixon convirtió algo que se le parecía en legislación y le concedió enormes asignaciones federales. Se hablaba de una «guerra contra el cáncer».

Cuatro décadas más tarde, otras gloriosas «guerras» contra la pobreza, las drogas y el terrorismo se combinan para burlarse de esa retórica, y, cada vez que me animan a «luchar» contra mi propio tumor, no puedo evitar la sensación de que es el cáncer quien guerrea contra mí. El temor con el que se habla de la enfermedad —«la C mayúscula»— sigue siendo casi supersticioso. También lo es la esperanza siempre susurrada de un nuevo tratamiento o cura.

En su famoso ensayo sobre Hollywood, Pauline Kael lo describió como un lugar donde podías morir a causa de los ánimos que te daban. Quizá todavía sea cierto en Hollywood; a veces, en Villa Tumor sientes que puedes morir a fuerza de consejos. Muchos llegan gratis y sin que uno los solicite. Debo, sin demora, comenzar a ingerir la esencia granulada de la semilla del melocotón (¿o es el albaricoque?), un remedio soberano que las civilizaciones antiguas conocían bien, pero que ahora ocultan los codiciosos médicos modernos. Otro interlocutor recomendaba grandes dosis de testosterona, quizá como inyección de moral. Tengo que encontrar la manera de abrir ciertos chacras y alcanzar un adecuado y receptivo estado mental. Dietas macrobióticas o estrictamente vegetarianas serán todo lo que necesitaré para nutrirme durante esta experiencia. Y no te rías del pobre señor Angstrom: me han escrito de una famosa universidad para sugerirme que me congele criónica o criogénicamente a fin de evitar el día de la llegada de la bala mágica, o lo que sea. (Cuando no respondí, recibí una segunda misiva, que sugería que al menos me congelara el cerebro para que la posteridad pudiera estudiar mi córtex. Bueno, vaya, cielos, muchísimas gracias.) Y frente a todo eso, recibí una amable nota de una amiga cheyenne-arapahoe, donde decía que toda la gente que conocía y había recurrido a los remedios tribales había muerto casi de inmediato, y aseguraba que, si alguien me ofrecía un medicamento nativo americano, debía «marcharme tan rápido como fuera posible en la dirección opuesta». Algunos consejos son verdaderamente útiles.

Incluso en el mundo de la cordura y la modernidad, sin embargo, muchos no lo son. Personas extremadamente bien informadas se ponen en contacto conmigo e insisten en que en realidad solo hay un médico, o solo una clínica. Esos médicos y sus instalaciones están tan distantes entre sí como Cleveland y Tokio. Aunque tuviera mi propio avión, nunca podría estar seguro de haberlo intentado con todo el mundo, ni con todos los tratamientos. Los ciudadanos de Villa Tumor sufren el asalto constante de curaciones y rumores de curaciones. De hecho, fui a una palaciega clínica en la parte más rica de la ciudad, que no voy a nombrar, porque todo lo que obtuve fue una exposición larga y aburrida de lo que ya sabía (mientras estaba acostado en una de las legendarias camillas del establecimiento), más una hinchazón que en poco tiempo duplicó el tamaño de mi mano izquierda: algo del todo superfluo incluso para mis necesidades precancerosas, pero una verdadera molestia para alguien con un sistema inmunológico químicamente deprimido.

Con todo, este es un momento optimista y melancólico para tener un cáncer como el mío. Optimista, porque mi tranquilo y erudito oncólogo, el doctor Frederick Smith, puede diseñar un cóctel de quimioterapia que ya ha reducido algunos de mis tumores secundarios y puede «modificar» dicho cóctel para minimizar ciertos efectos secundarios desagradables. Eso no habría sido posible cuando Updike estaba escribiendo su libro, o cuando Nixon proclamaba su «guerra». Pero también es melancólico, porque la medicina alcanza nuevas cumbres y empiezan a vislumbrarse nuevos tratamientos, y probablemente han llegado demasiado tarde para mí.

Por ejemplo, me animó oír hablar de un nuevo «protocolo de inmunoterapia», desarrollado por los doctores Steven Rosenberg y Nicholas Restifo en el Instituto Nacional del Cáncer. En realidad, la palabra «animar» es un eufemismo. Me excitó enormemente. Ahora es posible extraer los linfocitos T de la sangre, someterlos a un proceso de ingeniería genética y a continuación volver a inyectarlos para atacar el tumor maligno. «Puede parecer medicina de la era espacial —escribió el doctor Restifo, como si él también hubiera estado releyendo a Updike—, pero hemos tratado a más de cien pacientes con linfocitos T modificados genéticamente y hemos tratado a más de veinte pacientes del modo que estoy sugiriendo para su caso.» Había una trampa, y entrañaba una «coincidencia». Mi tumor debía manifestar una proteína llamada NY-ESO-1, y mis inmunocitos debían tener una molécula concreta llamada HLA-A2. Si se daba esa relación, el sistema inmune podría cargarse para resistir el tumor. Las probabilidades parecían buenas, porque la mitad de las personas con genes europeos o caucásicos tienen esa molécula. ¡Y cuando analizaron mi tumor, tenía la proteína! Pero mis inmunocitos se negaron a realizar una identificación lo suficientemente «caucásica». La Agencia de Alimentos y Medicamentos está revisando estudios similares, pero tengo un poco de prisa y no puedo olvidar la sensación de abatimiento que experimenté cuando recibí la noticia.

Quizá sea mejor dejar atrás lo antes posible las falsas esperanzas: esa misma semana me dijeron que mi tumor no tenía las mutaciones necesarias para recibir cualquier otra de las terapias «dirigidas» contra el cáncer que se ofrecen en la actualidad. Aproximadamente una noche más tarde recibí unos cincuenta correos de amigos, porque 60 Minutes había emitido un reportaje sobre la «ingeniería de tejidos», por medio de células madre, administrada a un hombre con un esófago canceroso. Había sido médicamente activado para «desarrollar» uno nuevo. Entusiasmado, hablé con mi amigo el doctor Francis Collins, padre del tratamiento basado en el genoma, que, con amabilidad pero con firmeza, me dijo que mi cáncer se había extendido mucho más allá del esófago y no se podía tratar de ese modo.

Al analizar la melancolía que me invadió durante esos penosos siete días, descubrí que me sentía engañado y decepcionado. «Mientras no hayas hecho algo por la humanidad —escribió el gran educador estadounidense Horace Mann—, debería darte vergüenza morir.» Me habría ofrecido encantado como sujeto de experimentación con nuevos fármacos o nuevas cirugías, en parte, por supuesto, con la esperanza de salvarme, pero también pensando en el principio de Mann. Y ni siquiera era apto para esa aventura. Así que tengo que caminar penosamente por la rutina de la quimioterapia, aumentada, si se demuestra que merece la pena, por la radiación y tal vez el célebre CyberKnife para una intervención quirúrgica: ambos tratamientos son casi milagrosos si los comparamos con el pasado reciente.

Hay una opción aún más remota que me propongo intentar a pesar de que su posible eficacia se encuentra en los límites de la probabilidad. Voy a tratar de que «secuencien» todo mi ADN, junto con el genoma de mi tumor. Francis Collins se mostró particularmente sobrio al evaluar la utilidad del procedimiento. Si se pueden efectuar las dos secuenciaciones, me escribió, «se podrían determinar con claridad las mutaciones presentes en el cáncer que están provocando que crezca. El potencial del descubrimiento de las mutaciones en las células cancerosas que podrían conducir a una nueva idea terapéutica es incierto: ahora mismo está en la frontera de la investigación sobre el cáncer». En parte por eso, como me aconsejó, el coste de someterse al procedimiento es también muy elevado. Pero, a juzgar por mi correspondencia, prácticamente todo el mundo en este país ha tenido cáncer o tiene un amigo o familiar que ha sido víctima de la enfermedad. Así que tal vez pueda contribuir un poco a la ampliación de unos conocimientos que ayudarán a las generaciones futuras.

Digo «tal vez» entre otras cosas porque Francis ya ha tenido que dejar de lado gran parte de su trabajo pionero, con el fin de defender su profesión del bloqueo legal del campo más prometedor de sus investigaciones. Mientras teníamos esas conversaciones en parte emocionantes y en parte deprimentes, en agosto un juez federal de Washington, D.C., ordenó detener los fondos del gobierno destinados a la investigación con células madre embrionarias. El juez Royce Lamberth respondía a una demanda de los partidarios de la Enmienda Dickey-Wicker, llamada así por el dúo republicano que en 1995 logró prohibir el gasto federal en cualquier investigación que empleara un embrión humano. Como cristiano creyente, Francis muestra inquietud con respecto a la creación con fines investigativos de estos grupos de células nonsentient (y, por si quieres saberlo, yo también), pero tenía esperanzas de lograr un buen resultado a partir de la utilización de embriones ya existentes, creados originalmente para la fecundación in vitro. En las circunstancias actuales, esos embriones no van a ninguna parte. ¡Pero ahora unos maníacos religiosos se esfuerzan por prohibir hasta su uso, que ayudaría a lo que los mismos maníacos consideran el embrión sin formar de sus congéneres humanos! A los politizados patrocinadores de esta tontería pseudocientífica debería darles vergüenza vivir, y no digamos morir. Si deseas participar en la «guerra» contra el cáncer y otras enfermedades terribles, únete a la batalla contra su estupidez letal.