CAPÍTULO II

TIERRA, SIGLO XXXV

"CUALQUIERA que sea el lugar donde uno se encuentra, el Universo se extiende a partir de allí en todas las direcciones por igual, sin límites". Lucrecio

27 de diciembre del 3480 Año 1038 de la Novísima Era

1

La mancha luminosa, en el cielo salpicado de lejanas estrellas, estuvo dos fechas moviéndose paulatinamente en dirección a la superficie del planeta azul.

Era como una estrella más, pero en movimiento constante, desplazándose en el espacio, a la claridad del sol o de la luna indistintamente, cada vez más próximo ya al planeta al que regresaba después de tantas centurias perdido entre las galaxias remotas, acaso en el mayor y más largo viaje que jamás soñó el hombre.

Los ocupantes del Cobaya-6, evidentemente, no tenían prisa por llegar. Podían haber hecho el descenso mucho más rápido, pero a medida que avanzaban, sus elementos de análisis estudiaban la atmósfera, las altas capas de la exosfera, y todo cuanto rodeaba al planeta Tierra. Querían estar seguros de que todo continuaba igual en su mundo. Grier daba instrucciones a su mecánico amigo, y éste las cumplía fielmente.

Pe ese modo, pausadamente, dos días después de avistar el planeta azul, la nave de Ronald Grier se posaba mansamente sobre un punto del planeta. Un punto desértico, escogido intencionadamente por el astronauta. El lugar fue escogido al azar. Bastó con que las computadoras indicaran la ausencia de ciudades y de vida, para que Grier eligiera el punto que surgía bajo su tren de aterrizaje. Este se desplazó bajo la forma aerodinámica, de metal centelleante, de la nave que volvía de las estrellas, y tomó contacto con el suelo.

—Tal vez te preguntes por qué nos posamos precisamente aquí —dijo Grier, pensativo, tras mirar al exterior. Aunque era de día, el nublado era densísimo y gris, y ahora les cubría totalmente en aquella zona deshabitada que no había sido capaz de identificar, precisamente a causa de la propia densidad de la capa de nubes que envolvía la casi totalidad del planeta—. Pero prefiero antes hacerme a la idea de que estoy de vuelta en casa, pisar mi suelo, mi mundo, y luego tratar de saber cómo es la vida en el Siglo XXXV, para no sufrir un trauma demasiado profundo. La verdad, Omi, aunque te parezca extraño es que... tengo miedo.

El robot parecía la imagen misma del escepticismo cuando respondió:

—No sé lo que es el miedo. No puedo opinar.

—Supongo que no —suspiró Grier, meneando la cabeza—. Las máquinas no sentís. Ni miedo, ni amor, ni odio. Tal vez sea mejor así, después de todo...

Omicrón-2 daba la impresión de no preocuparse por su ausencia de sentimientos. Se limitó a interrogar ahora:

—¿Descendemos, amigo Grier? Las circunstancias exteriores son favorables. Temperatura media, veintiséis grados centígrados. Aire perfectamente respirable. Ausencia de vida humana o animal en las proximidades.

—¿Y vida vegetal? —se interesó de repente Grier, guiado por un raro instinto—. Analiza eso, Omi.

El robot, indiferente, procedió a computar la máquina en el sentido solicitado por el astronauta. La respuesta fue breve e inmediata:

—Ausencia total de vida vegetal en la zona.

—Ni vida humana, ni animal ni vegetal —comentó Grier, frunciendo el ceño—. Raro. Hasta en el desierto hay alimañas... Y por un momento, llegué a pensar que esto era algún punto de Sudamérica... Tal vez me equivoqué. Bien, salgamos. Bueno, eso si te gusta andar, Omi. No sé mucho sobre tus gustos, una vez fuera de esta nave.

—Me gustará salir a ver el mundo. Mis engranajes necesitan actividad —fue la respuesta afirmativa del robot.

—Está bien. Adelante, pues. Y que Dios esté con nosotros... —suspiró Ronald Grier, pulsando el resorte que abría las puertas de la nave. Unas puertas accionadas por vez primera en casi quince siglos...

Pese a ello, se deslizaron suave, dócilmente. En silencio, la abertura se formó ante ellos. Al otro lado, luz solar tamizada por el nublado gris. Y el paisaje desértico, rocoso, de algún lugar del planeta Tierra...

Ronald Grier echó a andar resueltamente. Omicrón-2, le siguió con docilidad de un siervo fiel. Un momento más tarde, hombre y máquina pisaban el suelo de donde partieran en el pasado.

Estaban otra vez en casa. Paz y silenció absolutos reinaban en torno.

Pero Grier seguía sintiendo miedo. Y no sabía a qué.

2

Fue una profunda decepción.

La vida seguía brillando por su ausencia. Ni humana, ni animal, ni vegetal. Alrededor de ellos, el paisaje era virtualmente lunar. El robot se movía por él como si fuese muy divertido para su inteligencia electrónica. Sus engranajes rodantes producían sobre el suelo pedregoso un leve chirrido cuando se tropezaba con desigualdades del terreno.

Grier tomó varios fragmentos rocosos, estudiándolos pensativo. Muchos de ellos eran de un tono grisáceo, como ceniciento. Otros, casi negros, como trozos de basalto. Buscó en vano la mínima presencia de un matojo, por pequeño que fuese, entre la tierra árida y los pedruscos. No lo encontró.

—Creo que estamos en un yermo sin fin —suspiró, escudriñando los horizontes en torno, tan poco esperanzadores y tan escasos en vida como el terreno que pisaba—.Omi, esto no me gusta. Si la computadora no ha sufrido ningún error y estamos, realmente, en el planeta Tierra, esto no tiene sentido. O yo he perdido totalmente el sentido de la orientación en ese largo sueño de más de mil años, o esto es el Brasil. Posiblemente las selvas del Amazonas. Pero aquí no hay río. Ni selvas. Ni nada...

Omicrón-2, se limitó a rodar un poco más sus extremidades inferiores sobre el terreno, como si aquello fuese lo único que realmente le importaba en el mundo. Grier le contempló ceñudo y meneó la cabeza.

—Es cómo un chiquillo —refunfuñó—. Tal vez no programaron un robot adulto, después de todo.

El aludido pareció ofenderse. Se paró en seco sobre los pedruscos color ceniza. Giró su esférica cabeza hacia su amigo humanoide y algo brilló en los círculos luminosos de sus ojos electrónicos. Tal vez recordaba un poco el enfado humano, llevado a escala mecánica.

—Eso no es justo —casi era una queja. Sus circuitos parecían aumentar en sensibilidad a cada día que pasaba, tras el largo sueño—. No podemos hacer mucho aquí. Lo mejor es hacer ejercicio.

—Tal vez tengas razón. Perdona, Omi. Soy un egoísta —Grier paseó unos momentos por el desolado paisaje—. Diablos, ¿qué puede haber sucedido en nuestra ausencia de siglos? ¿Tal vez un cataclismo geológico? ¿O una guerra a escala universal?

Omicrón-2 se limitó a pasear en torno suyo, emitiendo una respuesta ambigua, con su voz metálica e indiferente:

—No podemos saberlo. La computadora tampoco nos podría ayudar. No creo qué tenga datos suficientes para emitir un juicio concreto.

Grier se admiró de su amigo el robot. Estaba razonando con una serenidad y buen criterio realmente admirables. Hubiera deseado ser él también un puñado de cables, transistores, centros energéticos y circuitos impresos y programados. Al menos, el robot no sentía miedo ni preocupación. El, sí.

Extrajo de sus ropas espaciales, de tejido aluminizado, una pequeña computadora de bolsillo, que programó con celeridad, grabando en su memoria una serie de datos geográficos que recordaba mentalmente. Luego, puso en funcionamiento el pequeño aparato, y esperó los resultados.

Estos aparecieron en la diminuta pantalla electrónica, dándole una respuesta:

3.8° LATITUD SUR, 60° LONGITUD OESTE.

Era su actual situación, con datos exactos. Le bastó consultar un mapa mundial para ver el punto exacto en que coincidían tales coordenadas geográficas. Lanzó un resoplido.

—Como yo me temía —murmuró, arrugando el ceño—, Estamos entre Manaus e Icatoatiara, en pleno Brasil. Junto al curso del Amazonas. Eso significa que tendríamos que estar rodeados de vegetación, entre jungla y humedad... Esto no tiene sentido, Omi.

Pero el robot no podía ayudarle. Seguía sus paseos en derredor, y Grier regresó a la nave parada en medio del yermo, para comprobar en la computadora general si los datos obtenidos eran rigurosamente ciertos. Lo eran, por suerte, o por desgracia. No había error. La computadora confirmó que aquello era el corazón amazónico del Brasil. Una región selvática y frondosa. Sólo que le rodeaba un desierto sin fin, una llanura árida, salpicada de peñascos, sin presencia vegetal ni agua alguna.

—Es para volverse loco —refunfuñó—. Tal vez, a fin de cuentas, fueron tan estúpidos como para provocar la guerra nuclear... y esto es lo que quedó de todo ello. Malditos sean, si hicieron algo así.

Y, de pronto, notó un escalofrío. Porque si sus temores eran ciertos, acababa de oeurrírsele una espantosa idea.

En tal caso... él sería el único hombre vivo. El último.

Era una idea delirante. Estremecedora. El... y Omi. Solos los dos en la Tierra. Un humano y un robot. Una perspectiva alucinante. Terrible.

—Dios no lo quiera —jadeó, regresando a la salida de la nave, para volver a pisar el suelo que, según los datos computadores, fuera alguna vez selva inexplorada, fértil y lujuriosa.

En aquel preciso momento, Omicrón-2 se inclinaba al suelo y parecía tocar algo con sus pinzas metálicas que hacían las veces de manos. Luego, volvió hacia él su rostro de acero inescrutable y manifestó:

—He encontrado algo, Grier. Algo humano...

3

—¡Humano! ¿Es posible, Omi?

—Es lo que creo. Pero no tengo datos suficientes para asegurarlo.

Ronald Grier se detuvo junto al robot: Observó lo que su mano sostenía. A cierta distancia, hubiera podido parecer una piedra más, perdida en el paisaje lunar. Pero vista así, más de cerca, era distinto a todo lo demás. Desde luego, no era una, piedra.

Era un huevo perfecto, una forma ovoide y negra. Metálica. Tenía un brillo mate, como pavonado, entre las pinzas aceradas de Omicrón-2. Una capa de polvo grisáceo la envolvía. Pero era una capa leve, una fina película. No podía llevar mucho tiempo allí, fue lo primero que pensó Grier.

—Dámelo —pidió—. ¿Ofrece alguna radiación peligrosa?

—Negativo —respondió, el robot—. Es perfectamente Inofensivo.

Grier recibió en su mano el óvalo negro. Lo estudió, perplejo, tratando de averiguar si tenía alguna abertura u orificio. No lo encontró. Al parecer, era una superficie hermética, sin un solo resquicio.

Lo agitó, pensativo. Dentro no sonó nada. Su peso, sin embargo, parecía probar que contenía algo o que, cuando menos, era macizo. Un extraño y enigmático objeto, a fin de cuentas.

—Tal vez no signifique nada —observó—. Puede ser solamente una parte de alguna pieza mecánica, sin significado alguno. Pero hay que salir de dudas. Lo someteremos a Rayos X y al análisis de la computadora. Tal vez saquemos algo en limpio de todo esto.

Regresó otra vez a bordo. Situó el huevo metálico en un soporte, e introdujo éste en un compartimento especial, de análisis espectrográfico y radiográfico. Puso luego en funcionamiento la computadora, solicitando de ella los datos del interior del óvalo, así como el análisis del material de que estaba compuesto, su posible origen y su significado, si lo tenía.

Esperó, mientras zumbaban los complejos mecanismos cibernéticos. Oyó un leve roce metálico a su espalda, y giró la cabeza con cierto sobresalto.

No había nada que temer. Era Omicrón-2 el que asomaba su metálica humanidad por la puerta de la nave cósmica. Parecía estudiar atentamente el funcionamiento de la computadora.

—Vaya, ¿con que curioso y todo? —rió Grier—. Eso es un defecto muy humano, Omi. Empiezas a sorprenderme.

—Me gustaría saber lo que contiene ese objeto —manifestó el robot con indiferencia.

—A mí también —comentó Grier, pensativo, contemplando el funcionamiento de la máquina.

En la pantalla apareció una radiografía perfecta, silueteada en trazos luminosos electrónicos. Era el interior del óvalo de metal negro.

Perplejo, examinó el astronauta la imagen radiográfica. No le aclaró gran cosa. Se veían conexiones, cables y transistores diminutos. Eso era todo. Pulsó la tecla correspondiente al análisis interior del objeto. La computadora actuó. Sé borró de la pantalla la radiografía del interior del óvalo.

Y aparecieron letras verdes luminosas, trazando palabras de respuesta:

EL OVALO CONTIENE MECANISMO DE GRABACIÓN. ES HERMÉTICO Y SOLO PUEDE REPRODUCIRSE EL SONIDO MEDIANTE IMPULSOS ELECTROMAGNÉTICOS DE LA SERIE GAMMA.

Serie Gamma. Había sido durante mucho tiempo un procedimiento elemental de lectura de mensajes de grabados, casi quince siglos atrás, en los inicios del Siglo XXI, cuando empezó el largo viaje a las estrellas de la nave Cobaya-6. Grier, desolado, pensó que aquel mensaje podía tener una antigüedad de siglos, y no significar absolutamente nada en el presente.

De todos modos, era preciso reconocer el contenido de la singular grabación. Que él recordase, el procedimiento utilizado para guardar ese mensaje, no se parecía en nada a los que conoció en otros tiempos. Tal vez eso significara algo.

Pulsó las teclas, pidiendo que la computadora proyectase impulsos Gamma sobre el óvalo del metal, para intentar reproducir el sonido allí grabado. Funcionó la máquina, y un momento después, las letras de la pantalla anunciaban:

MENSAJE SERA REPRODUCIDO AHORA. INCOMPLETO POR EXISTENCIA CÓDIGO INDESCIFRABLE POR FALTA DE DATOS.

Grier esperó, impaciente, algo contrariado por la imperfección del trabajo electrónico en aquella lectura de información contenida por el huevo de metal.

Inesperada, súbitamente, una voz humana surgió de la computadora. Una voz serena, fría y calmosa. Pero no por ello menos angustiosa y desgarrada en su significación:

—"Hablamos los últimos humanoides del planeta. Este es un mensaje de petición de auxilio inmediato. Es también un último rayo de esperanza para nosotros. Somos solamente dos. No hay nadie más de nuestra raza. Luchamos contra lo imposible. Contra algo que no puede ser vencido. Esperamos, confiamos, en que alguien llegue a oír alguna vez nuestra voz. Si aún es tiempo de ayudarnos, que vengan en nuestra ayuda. Urgente, desesperadamente. Si ya es tarde... nada se podrá hacer. Dios no lo quiera. Es la última posibilidad. "Ellos" lo dominan todo. "Ellos" están en todas partes. Son los amos de la Tierra. No se puede hacer nada contra su poder. "Ellos" lo saben. Nos acosan. Nos persiguen. Creo que, pese a todo lo que hemos intentado, pese al éxito y la suerte que hasta ahora tuvimos huyendo de "ellos" esa buena fortuna se ha terminado. Nos han localizado. Están cerca ele nosotros. Nos acechan. Saben que estamos perdidos. Que terminaremos por caer en poder de "ellos". Si alguien oyera esta voz nuestra, si alguien pudiera evitarlo... Existe un medio de vencerles, pero no está en nuestras manos. Eso, también lo saben "ellos". Tal vez alguien, si llegase a conocer este mensaje de auxilio, podría aun venir a ayudarnos, a salvarnos... y a salvar, junto con nosotros, al último vestigio de la Humanidad. A la última posibilidad de supervivencia de nuestra especie..."

Siguió un profundo silencio. Grier creyó terminado ya el fantástico mensaje. Y, de repente, la misma voz completó con tono grave, profundo:

—"Si ese alguien existe alguna vez, aunque sea en el futuro, sepa que "ellos" serán ya amos y señores de todo este planeta. Que la amenaza será atroz para quien pise este mundo enloquecedor. Pero en la clave OMEGA-ZXQ-3.003-GALAXY-66H, puede estar la solución, si todo es acertado. Es la única posibilidad."

Y siguieron unas palabras pronunciadas en un lenguaje desconocido, por la misma voz que grabara el resto del mensaje. Fueron cosa de una veintena de palabras indescifrables, tras las cuales, la voz concluyó con tono de profunda amargura:

—"Quien pueda descifrar esto, tendrá en sus manos la esperanza postrera de la Humanidad que se extingue. Si es así, que ese personaje, esa criatura última de nuestra raza, intente desvelar sea como fuese mi mensaje. No puedo exponerlo en otra lengua. "Ellos", entonces, podrían descifrarlo y anular su eficacia. A ti, quienquiera que escuches este mensaje, gracias. Y que Dios te ayude, si quieres librarte del fin inexorable... Te hemos hablado los últimos humanoides de la Tierra, Kral y Zaura. Yo soy Zaura, hermano. Confío en ti. Aunque yo haya muerto cuando esto llegue a tu conocimiento, tal vez aún quede para ti una esperanza. Descifra mi mensaje y mi clave, y tendrás esa esperanza en tus manos. Termino el mensaje. "Ellos" están, demasiado cerca de nosotros. No podemos perder ya más tiempo grabando esa llamada de socorro, En el planeta Tierra, en el antiguo Brasil, a 11 de octubre del año 3480 de la Antigua Era, correspondiente al año 1038 de la Novísima Era."

Kral y Zaura terminaban allí su mensaje. Un mensaje grabado, al parecer sólo dos meses atrás. Podía no ser nada, o ser demasiado tiempo...

Zaura era quien había grabado el mensaje. Zaura... Grier pensó cómo sería ella. Porque el nombre y la voz, correspondían sin duda alguna a una mujer.