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Llegamos así al punto en que debemos preguntarnos: ¿cuáles son los valores específicos que Cervantes pretende instalar en el corazón de la realidad: Cervantes, el huérfano del Renacimiento y la Contrarreforma; Cervantes, el novelista que no puede proceder con la claridad racional y la contención imaginativa de una Madame de Lafayette ni con la eficacia pragmática de un Defoe?

La respuesta la encontraremos en la relación Erasmo-Cervantes. Don Quijote, extensión española de un elogio de la locura que es idéntico a un elogio de la utopía, contiene una ética del amor y de la justicia. Una realidad moral ocupa el centro de la imaginación de Cervantes, puesto que no puede ocupar el centro de la sociedad en la cual vive Cervantes.

Amor y justicia.

Don Quijote, el loco, está loco no sólo porque ha creído cuanto ha leído. También está loco porque cree, como caballero andante, que la justicia es su deber y que la justicia es posible. Una y otra vez, proclama su credo: «Yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones.» «La ejecución de mi oficio es deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.»

Sabemos qué clase de gratitud recibe Don Quijote de aquellos a quienes socorre: es burlado y golpeado por ellos. Los pobres y miserables y perseguidos a los que Don Quijote auxilia, no quieren ser salvados por él. Quizás, quieren salvarse a sí mismos. En todo caso, Cervantes no es una Hermanita de la Caridad; observa en el pueblo una capacidad de crueldad semejante a la de sus opresores. El comentario implícito es que una sociedad injusta pervierte a todos sus miembros, los poderosos y los débiles, los de arriba y los de abajo. (Digamos, de paso, que esta lucidez antisentimental ilumina una de las más extraordinarias películas de Buñuel, Los olvidados.)

Don Quijote, a pesar de sus constantes desastres como desfacedor de entuertos, nunca desfallece en su fe al ideal de justicia. Es un héroe español: el proyecto trascendente no puede ser herido por los accidentes de la banalidad cotidiana. ¿Y en qué idea se sustenta la búsqueda quijotesca de la justicia? En la de la Utopía de la Edad de Oro.

El tema de la Edad Dorada es común al Renacimiento; pero si no particular, sí es intrínsecamente erasmiano. Recordemos que El elogio de la locura fue dedicado a Tomás Moro y que la palabra latina para designar la locura es Moria. El elogio de la locura es el elogio de Moro: es el elogio de la Utopía. Y la Utopía tiene un lugar: el Nuevo Mundo. Moro renuncia a la Utopía de su imaginación para comunicar la noticia de su existencia a Europa: «Si usted hubiese estado en Utopía conmigo —dice el santo en su libro clásico— y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiese abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal mundo nuevo a los europeos.»

Pero esta Utopía existe en verdad, y es descrita en detalle por Américo Vespucio: «Los pueblos viven con arreglo a la naturaleza. No tienen propiedad alguna sino que todas son comunes. Viven sin rey y sin ninguna clase de soberanía y cada uno es su propio dueño.»

La conquista del Nuevo Mundo es vista como una épica. Las fuerzas en pugna son personificadas por Moctezuma y Cortés. El emperador azteca se rige por la fatalidad. El conquistador español, por la voluntad. Al cabo, ninguno tendrá razón y ambos, el vencido y el vencedor, serán conquistados por las instituciones de la Corona y la Iglesia, del Poder y la Fe. La tercera posibilidad de América era la Utopía, la construcción de una sociedad humana armónica, igualmente exclusiva de la fatalidad opresiva de la teocracia azteca y del culto maquiavélico del poder de los reyes católicos y sus sucesores: Utopía significa que los valores de la comunidad son puestos por encima de los valores del poder. Muchos frailes humanistas viajaron al Nuevo Mundo con las obras de Moro y Campanella. Vasco de Quiroga, en Michoacán, intentó, con éxito, reproducir la sociedad ideal de la Ciudad del Sol. La Utopía fue posible en el Nuevo Mundo; también fue de corta duración. Comparemos, de todas formas, las palabras de Tata Vasco y las de Don Quijote.

Quiroga escribió en Michoacán: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón éste de acá se llama Nuevo Mundo y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor.»

Y Don Quijote, una noche, se dirige de esta manera a un grupo de cabreros: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia… Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía… No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen.»

Nada de esto, concluye Don Quijote, es cierto en «estos nuestros detestables siglos», y por ello él se ha convertido en caballero andante «para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos». El concepto quijotesco de la justicia es un concepto del amor. Y a través del amor, la justicia abstracta de Don Quijote adquiere una plenitud concreta.

La poderosa imagen de don Quijote como un loco que sin cesar confunde la realidad con la imaginación ha hecho que muchos lectores y comentaristas olviden un pasaje, que considero esencial, del libro. En el capítulo XXV de la primera parte de la novela, Don Quijote decide hacer penitencia, vestido sólo con paños menores, entre las peñas de Sierra Morena. Le pide a Sancho que viaje a la aldea del Toboso y allí informe a la dama de sus pensamientos, Dulcinea, sobre los grandes hechos y sufrimientos con los que el caballero la honra. Puesto que Sancho no conoce a ninguna soberana y alta señora llamada Dulcinea en la miserable población del Toboso, persiste en inquirir. En este extraordinario momento, Don Quijote revela que sabe la verdad: Dulcinea, dice, no es otra sino Aldonza Lorenzo, una joven campesina del lugar. Esta es la «señora de todo el universo» a la cual Sancho debe buscar. Semejante revelación provoca la hilaridad del pícaro escudero; conoce bien a Aldonza, es «moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho», robusta y con un vozarrón que se deja oír a más de media legua; no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana; con todos se burla y de todo hace mueca y donaire.

La respuesta de Don Quijote es una de las más conmovedoras declaraciones de amor jamás escritas. Sabe quién es y qué es Dulcinea; sin embargo, la ama, y porque la ama, vale más, dice Don Quijote, que «la más alta princesa de la tierra». Admite que su imaginación ha transformado a la rastrillera Aldonza en la noble dama Dulcinea. Pero, ¿no es ésta la cualidad del amor, que es capaz de transformar a la amada en algo incomparable, único, situado por encima de toda consideración de riqueza o pobreza, distinción o vulgaridad? «Y así —dice don Quijote— bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco… Yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y pintóla en mi imaginación como la deseo… Y diga cada uno lo que quisiere.»

El contenido social, ético y político de Don Quijote es obvio en esta reunión del amor y la justicia. El mito de la Edad de Oro es su centro ideal: una utopía de la fraternidad, la igualdad y el placer. La Utopía ha de realizarse, no en la tormenta nihilista que, cada vez, nos obliga a partir de cero, sino en una fusión de los valores que nos vienen del pasado con los valores que somos capaces de crear en el presente. La justicia, insiste Don Quijote, se encuentra ausente de los tiempos actuales; sólo el amor puede darle presencia, y el amor del cual nos habla Don Quijote es un acto democrático, que sobrepasa las distinciones de clase y encarna en la más humilde muchacha campesina. Pero a este amor, en la visión quijotesca, deben otorgársele los valores constantes y antiguos de la caballerosidad, el riesgo personal en la búsqueda de la justicia, la integridad y el heroísmo. En Don Quijote, los valores de la edad caballeresca adquieren, a través del amor, una resonancia democrática; y los valores de la vida democrática adquieren la resonancia de la verdadera nobleza. Don Quijote rehúsa por igual el cruel poder de las minorías y la impotencia gregaria de las mayorías. Su visión de la humanidad no se basa en el más bajo común denominador, sino en la excelencia máxima, en el logro más alto posible de valores de amor y justicia que salven a opresores y oprimidos de una opresión que pervierte a ambos: el organicismo medieval y el individualismo renacentista son fundidos por Cervantes en una aspiración a la totalidad desenajenada que, invocando las virtudes de la perspectiva aunque excusándome de los pecados de la anacronía, no me parece demasiado distante, aunque quizás sólo paralela, al concepto de la elaboración dialéctica tal y como lo explica Karel Kosic: «La totalidad dialéctica comprende la creación del conjunto y de la unidad, la unidad de las contradicciones y su génesis. Sólo por la interacción de las partes se elabora la totalidad.» Tal es la actitud mediante la cual Cervantes intenta colmar el abismo entre el viejo y el nuevo mundo. Si su crítica de la lectura es una negación de los aspectos rígidos y opresivos de la Edad Media, también es una afirmación de antiguos valores conquistados por los hombres y que no deben perderse en la transición hacia el mundo moderno. Pero si Don Quijote es una afirmación de los valores modernos del punto de vista plural, Cervantes tampoco se rinde ante la modernidad. Es en este punto donde los valores literarios y morales de Cervantes se fusionan en un todo. Si la realidad se ha vuelto plurívoca, la literatura la reflejará sólo en la medida en que obligue a la propia realidad a someterse a lecturas divergentes y a visiones desde perspectivas variables. Pues precisamente en nombre de la polivalencia de lo real, la literatura crea lo real, añade a lo real, deja de ser correspondencia verbal de verdades inconmovibles o anteriores a ella. Nueva realidad de papel, la literatura dice las cosas del mundo pero es ella misma una nueva cosa en el mundo.

Como si previese todas las fechorías del naturalismo, Cervantes destruye la ilusión de realidad de los personajes de novela, pero le impone al suyo una realidad aún más poderosa y difícil de soportar: le impone una existencia a todos los niveles de la crítica de la lectura. La lectura moral del Quijote, en vez de ser impuesta desde arriba por el autor, circula por la criba de las múltiples lecturas de múltiples lectores que están leyendo una obra que está criticando sus propios presupuestos artísticos y éticos. Al radicar la crítica de la creación dentro de la creación, Cervantes ha fundado la imaginación moderna: la poesía, la pintura y la música reclamarán después idéntico derecho de ser en sí mismas y no dóciles imitadoras de una realidad a la que mal sirven reproduciéndola, pues el arte no reflejará más realidad si no crea otra realidad. A través de un personaje de papel, Cervantes traslada los grandes temas del universo descentrado y del individualismo triunfante, pero azorado y huérfano, al plano de la literatura como eje de una nueva realidad: ya no habrá tragedia ni epopeya, porque ya no hay un orden ancestral restaurable ni un universo único en su normatividad. Habrá niveles múltiples de la lectura que sometan a prueba los múltiples niveles de la realidad.