VI

La Celestina, en primer lugar, es una descortesía. Empleo la palabra en sentido estricto: el libro de Fernando de Rojas aparece como una decidida falta de respeto al estilo cortés de los escritos que lo preceden o que alcanzan su apogeo poco después de la primera publicación de la Tragicomedia de Calisto y Melibea. La hipérbole de la cortesía en la Cárcel de amor de Diego de San Pedro o en el Amadís de Gaula re-elaborado por Montalván es una autocelebración crepuscular: la degeneración se adivina por el exceso de la hipérbole. Nada más lejano a este estilo que el antihéroe de la Celestina, un caballero no menos ardiente y aristocrático que los héroes0e las novelas sentimentales y de caballería, pero que, a diferencia de éstos, paga a una sórdida alcahueta para poseer a la amante, corrompe a los criados, viola el hogar de Melibea y la posee en secreto, a pocos pasos de la recámara de sus honorables padres.

Una obra tan rica, variada y temeraria como La Celestina no nació de la nada. Pero se corre el riesgo de sofocarla invocando sus obvias influencias literarias: podríamos remontarnos a la Biblia, las comedias de Plauto y Terencio, la intriga sentimental de Piccolómini y la prefiguración de la trotaconventos en las obras de los dos Arciprestes, el de Hita y el de Talavera. La singularidad de La Celestina es inseparable de la singularidad de su autor, el Bachiller Fernando de Rojas, un joven estudiante de Salamanca, judío converso y dueño de una biblioteca de orientación humanista.

La Celestina, como todos saben, es una obra reticente, elaborada y reelaborada, indecisa entre el anonimato y la publicidad, apremiada de pretextos: es la obra de un hombre en conflicto, de un converso judío producto de su tiempo: la España del edicto de expulsión, y de su lugar: la Salamanca del Renacimiento español, sede de reflexiones y lecturas nuevas, incapaz por sí sola de ofrecer una alternativa al creciente centralismo de la corte, pero capaz, por el momento, de dar cabida a una cultura diversa, polémicamente humanista, abierta a las influencias renacentistas de la aprehensión directa de las cosas y a sus dos máximos exponentes: Petrarca y Bocaccio.

Esta conflictiva riqueza no es ajena a la naturaleza interna de la obra. Es más: la estructura es su novedad misma. Puede decirse que La Celestina es la primera obra moderna en la cual cobra cuerpo la reflexión interior sobre las acciones humanas, que más tarde, en formas diversas, culminará en las obras de Cervantes y Shakespeare. La novedad, moralmente azarosa y fugitiva, estéticamente firme, convencida y convincente, de La Celestina, es perceptible en su estructura. Suceden pocas cosas en La Celestina; los hechos son escasos; pero una vez acaecidos, o mientras suceden, son objeto de un intenso comentario por parte de los personajes; La Celestina, por primera vez en una narrativa que, típicamente, es ofrecida como teatro potencial, como verdadera tragicomedia del arte de narrar, va más allá de la exposición del hecho para convertir el hecho en reflexión, interpretación, exaltación, burla y resumen de sí mismo.

El pensamiento de los protagonistas en torno a los hechos constituye el centro de La Celestina. Los personajes se comentan, se estudian entre sí, se miran de reojo, se guardan las espaldas. Veo a los personajes de La Celestina como un doble coro: cada uno, coro de sí mismo y del principio de vida que encarna; y todos, al unísono, coro de un comentario sobre la debilidad humana, la pasión de la vida, y la cínica sabiduría de la tragicomedia urbana. Tragedia, porque la sentencia moral, tan abundante en la obra, no celebra un bien fijo, establecido, ortodoxo, sino que indica la fatal inminencia del fin y la constante ley del cambio. Comedia, porque el mundo de la cortesía y la nobleza aparece burlado y burlable, sí, pero también porque los propios burladores —la vieja Celestina, sus pupilas, los criados— no pueden salvarse de la burla suprema de la derrota y la muerte. El intenso vaivén de la obra, las idas y venidas, las visitas y las embajadas, las salidas y los regresos, el aspecto que podríamos llamar «itinerante» de la narración, adquieren al cabo el significado de una inmovilidad absurda: la muerte.

El movimiento tragicómico impuesto por el converso Fernando de Rojas a su obra es un movimiento vano, una dinámica del deseo inútil. Mientras más intenso se vuelve el trabajo del deseo, más reiterados sus caminos y más tenaces sus esfuerzos, más sórdidos, sutiles e ingeniosos sus fines, más risible y desmesurada aparece la presuntuosa fatiga del hombre: todos los personajes de La Celestina, nobles y plebeyos, construyen activamente el edificio de su propia ruina.

El tema del antihéroe como autor de su propia ruina es una constante de la novelística urbana y fue inventado por el converso español Fernando de Rojas siete años después de la conquista de Granada que unifica por primera vez a la civitas española, siete años después del edicto de expulsión de los judíos que priva a la sociedad hispánica de sus más avanzados fermentos de modernidad, y siete años después del descubrimiento de América.

Doble movimiento, pues, doble dispersión centrífuga a partir de la integración del primer poder centrípeto de España: fuga de los judíos hacia los centros comerciales, políticos e intelectuales que habrán de desafiar, con éxito, la pretensión española de hegemonía europea y mundial; y fuga del ímpetu individualista de España hacia el Nuevo Mundo. Los conquistadores de las Américas viajaron con los libros de caballerías, esos «libros de los valientes», como los llama Leonard, cuyas hazañas estaban, finalmente, al alcance del español común y corriente en las islas esmeralda del Caribe, en la meseta de polvo y piedra del Anáhuac, en las afiebradas selvas del Darién y en las arenosas costas del Perú. Mejor habrían hecho en llevar consigo La Celestina de Rojas.

El descubrimiento y las subsecuentes empresas de conquista y colonización del Nuevo Mundo fueron acciones típicamente renacentistas: una búsqueda de la verdad, del espacio, de la gloria y la ganancia personal. Los descubridores y conquistadores eran hombres cuyos orígenes sociales les negaban un lugar bajo los soles peninsulares. Eran ejemplares astutos, enérgicos, a menudo crueles, de la naciente voluntad burguesa de acción, riesgo, riqueza y afirmación individual. Ortega y Gasset ha indicado que la colonización española de las Américas fue acto típico de una nación en la que las grandes empresas de la historia nacen de masas indisciplinadas y portan un sello popular y colectivo. Ortega compara esta situación con la de la colonización inglesa, llevada a cabo por grupos minoritarios y consorcios económicos.

España no cabía en España. Un estudiante destripado en Salamanca e hijo de molineros empobrecidos, Cortés, conquistará el imperio azteca. Un porquerizo iletrado, Pizarro, vencerá al poderoso Inca. Los hidalgos del nuevo mundo saldrán de los campos yermos de Extremadura, las bullentes ciudades de Castilla y las pobladas prisiones de Andalucía. No obstante, esta vasta aventura que subraya tanto el carácter individual como el colectivo, se llevó a cabo en nombre de dos instituciones: la Corona y la Iglesia. Y una vez que las conquistas fueron consumadas, las instituciones impusieron su poder absoluto sobre los individuos y sobre las masas. Colón termina en cadenas, física y síquicamente derrotado. Cortés termina pidiendo limosna al emperador Carlos V a fin de poder pagar a sus criados y a su sastre.

Más les habría valido leer La Celestina que el Amadís de Gaula. Pues, ¿qué hace Rojas sino desplazar los lugares comunes de la civilización cortés (el caballero y su dama) y de las columnas de la certeza (el señorío, la autoridad, el amor) para salir al encuentro de un mundo que repudia la cortesía, pone en tela de juicio la autoridad y genera situaciones humanas inciertas y vacilantes? En La Celestina, todos los perfiles tradicionales de los personajes se transforman en el encuentro con la ciudad, catalizadora de una nueva realidad histórica. La ciudad como relación de dinero, de clase, de oficio, vence a las grandes pasiones absolutas, a las virtudes y a los vicios ejemplares.

Calisto, en apariencia el protagonista de una pasión total e idealizada, al modo sentimental y caballeresco, pronto pierde los atributos de la aventura sublime y se interna en los laberintos de la simple compra y venta del amor. Melibea, en apariencia la heroína tradicional, recatada, hermosa, inaccesible, adquiere al cabo, si consideramos la totalidad de su relación erótica, un punto intenso de emancipación del núcleo familiar estrecho y protector y encarna una desesperada y única posibilidad de realizarse como mujer, pronto truncada por la muerte. Semejante ambigüedad crítica es propia del converso, el hombre conflictivo, perseguido, que se atreve a apartar las cortinas de las alcobas de la nobleza y ver a los hidalgos en cueros, capturados dentro de un radio de acción peculiarmente humano y ya no legendario, manteniendo las apariencias en público y comportándose como criados en privado.

Detrás de la lucidez crítica y narrativa de Fernando de Rojas, detrás del movimiento del deseo, la circulación de la ciudad, la burla del antiguo orden, la desilusión y la ruina de la novedad, se levanta la figura de la propia madre Celestina, uno de los personajes definitivos de la realidad literaria, la mujer que transita entre dos mundos, el de la realidad más puntual y el de la magia más inasible.

Celestina, anunciada por Sempronio como autoridad infalible en cuestiones de amor; invocada por Calisto como consoladora de los afligidos; situada por Pármeno en el centro de un portentoso tráfico de maquinaciones morbosas. Anunciada, invocada, situada por otros, cuando aparece vence todas las descripciones: su pericia rufianesca abarca la totalidad de la vida cotidiana, pero la supera con una dimensión tenebrosa y a la vez, doméstica; madre, negociante, maestra de la elocuencia del náufrago urbano, trotera, picaza, urraca, alcahueta, dueña de las artes de la supervivencia, sierva de los deseos eróticos de sus amos, la Celestina se reserva, siempre, un papel intocable por el orden social o por el accidente histórico: nadie puede despojarla de su función sagrada de maga, sibila secreta, protectora celosa de las verdades que los hombres persiguen y prohíben porque temen lo que el espejo de la hechicera refleja: la imagen del origen, la visión mítica, fundadora, del alba de la historia.

Esoterismo significa, precisamente, eiso theiros, yo hago entrar. La Celestina, a todos los niveles, es la introductora: de la carne en la carne, del pensamiento en el pensamiento, de la fantasía en la razón, de lo ajeno en lo propio, de lo prohibido en lo consagrado, de lo olvidado en lo providencial, del sueño en la vigilia, del pasado en el presente.

Vieja trotera de la realidad urbana, la Celestina anuncia sin cesar la fatalidad del cambio: «Mundo es, pase, ande sin rueda. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece; su orden es mudanza.» Pero estas palabras, teñidas con la resignación de la raza errante de Fernando de Rojas, no logran ocultar, en su gran personaje, la nostalgia de un origen: «Bien parece que no me conociste hace veinte años. ¡Ay! ¡Quién me vio y quién me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor!»

Las palabras de la trotaconventos son casi idénticas a las de las cartas de los judíos expulsados: «Bien sé que nací para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para morir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme.» Pero más allá del comentario social o la tragedia histórica, la Celestina es la engañada diosa del alba, la mujer despojada de sus atributos divinos, el Luzbel con faldas que pacta con los poderes infernales: «Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes étnicos montes manan gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas… Yo, Celestina, tu más conocida Clientula, te conjuro:… vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad, y en ella te envuelvas… y esto hecho, pide y demanda de mí tu voluntad.»

El cambio social, de este modo, adquiere la resonancia de la metamorfosis mítica: la Celestina es la Circe de la ciudad moderna: «Vendrá el día que en el espejo no te reconocerás.»

El converso Fernando de Rojas contrasta el movimiento realista de la ciudad moderna con el movimiento mítico de la ciudad fundadora: ambas son ciudades dolientes, urbes de la fuga, expulsión de los frágiles paraísos terrenos, nostalgia de la unidad fracturada; dolor, fuga y miseria presididas por la sacerdotisa impura, la diosa humillada por el fracaso de la creación y condenada a devorar la basura del hombre para limpiar la ciudad del hombre.

Detrás del vasto palimpsesto hispano-hebreo de La tragicomedia de Calisto y Melibea se leen las palabras del Zohar judío: Dios comparte con el hombre la culpa de la creación, pues Dios se mantuvo ausente del mundo y ésta fue la causa de la caída común de Dios y de los hombres. La ley del gran texto esotérico hebreo rige el movimiento todo de La Celestina de Rojas: ley de mudanza y trasiego que insensiblemente se revela como condición misma de la vida: los hombres y las mujeres viven en el mundo para representar, una y otra vez, la creación del mundo.

La Celestina es, a un tiempo, el canto de cisne y la gran herencia judía de España. Es el monumento literario de la diáspora de 1492.