IV

Sólo hay una manera de ver un icono bizantino: la frontal. Su espacio plano se concibe idéntico a la imagen divina que, siendo única, en todas partes es la misma y existe en su totalidad. El contraste entre la iconografía medieval y, digamos, los frescos de Luca Signorelli en Orvieto, no puede ser mayor. Las figuras y los espacios de Signorelli giran, fluyen, se transforman, se dilatan: su espacio es figurativo y los lugares pintados diferentes. En el icono no hay más tiempo o más espacio que los de la revelación. En Signorelli sólo hay tiempo o, más bien, un tiempo inasible en lucha con un espacio, como el universo mismo, en dilatación. La novedad es tan espantosa que el pintor, huérfano melancólico, se ve obligado a transformar ese tiempo y ese espacio en los del fin de todo tiempo y todo espacio: el apocalipsis, el juicio final. Negándola, Signorelli se apoya en la normatividad épica de la realidad medieval.

Épica, entonces, significa normatividad, lectura única, escritura única. Lo que Signorelli sugiere en el arte de la pintura es específicamente cierto en el arte de la escritura. Si es cierto que en la literatura no se repite el milagro del génesis, sino que toda obra escrita se apoya en formas previas, más que comenzar prolonga y más que formar transforma, entonces lo interesante es considerar, en primer lugar, cómo se apoya la escritura en una forma previa. Si el nuevo texto respeta la norma de la forma anterior, la escritura sólo introduce diferencias denotadas que contribuyen a la norma de la lectura única. La Divina Commedia es el máximo ejemplo, el ejemplo de genio, de este tipo de operación; cualquier best-seller novelístico de hoy, por esos que se leen entre dos estaciones del metro, es el ejemplo más triste de la misma: se trata de meras bastardizaciones del folletón decimonónico.

Pero si el nuevo texto no respeta esa normatividad y la trasgrede, no para reforzarla, no para restaurar ejemplarmente el orden violado, sino con el avieso propósito de romper la identidad entre significante y significado, de quebrantar la lectura única e instaurar en el abismo así abierto una nueva figura literaria, la escritura introducirá una diferencia connotada. Creará un nuevo campo de relaciones, opondrá la pasión al mensaje normativo, criticará y superará la epopeya en la que se apoya, vulnerará la exigencia de conformidad de la lectura épica. Petrarca y su visión de Laura son, quizás, el primero y mejor ejemplo en apoyo de esta interpretación connotativa.

Petrarca opone una de las grandes fuerzas motivadoras del Renacimiento —el aquí y el ahora— al punto de vista abstracto, eterno y unificado de la Edad Media. Como dice O. B. Hardison en su hermoso ensayo sobre Petrarca, «La vida es importante; la experiencia fugitiva de la belleza, el amor y la vitalidad son importantes; este momento particular y esta particular mujer, enmarcados en esta particular mezcla de luz y sombra, son importantes: más importantes que todos los silogismos de los filósofos y todas las piedades de los escolastas.»

Es natural que en el primer poeta renacentista las tensiones de dos órdenes diferentes del pensamiento y la vida se presenten de manera muy aguda. Pues la lucha interna de Petrarca es entre un orden de abstracciones y un orden de concreciones, entre la tendencia anterior a explicarlo todo mediante referencias a símbolos escalonados en virtud de su lejanía o cercanía del Ser Supremo y la tendencia, que él inaugura, a sustituir la explicación por la aprehensión inmediata de las cosas y las personas, Y el objeto de esa inmediatez lírica, como todos saben, es una mujer —Laura—, un día de abril de 1327, un instante fugaz:

Bendito el día, y bendito el mes, el año,

La primavera, la hora, bendito el instante mismo,

Bendito el hermoso lugar donde por primera vez la vi…

Y bendito el pensamiento…

Que sólo a ella regresa, pues sólo de ella llegó.

(Soneto 47)

Esta inmediatez de la pasión distingue a Petrarca de los trovadores pero también le separa del pensamiento cristiano (y, específicamente, augustiniano) que percibe al mundo como ilusión y reflejo mediatizado de verdades reveladas, eternas y pre-existentes a la experiencia humana. Para Petrarca, la realidad es inmediatamente aprehensible y luego, dramáticamente, objeto de una memoria desvelada. El mundo no es ilusorio, pero sí fugitivo. Petrarca es el primer poeta moderno porque lo que escribe no ilustra, alegórica, anagógica, moral o literalmente, verdades anteriores a su experiencia, sino que regresa una y otra vez a la experiencia personal y de ella vuelve a partir, recreándola, revisándola, defendiéndola de la tentación abstracta.

No obstante, esta nueva escritura de la connotación no sólo critica y supera la épica que la nutrió, vulnerando así la conformidad del modo anterior de lectura: su libertad estará para siempre urdida con el orden del cual se liberó. Como lo explica Hardison, Laura «entra y sale asombrosamente del mundo de la abstracción». A cada instante, está a punto de convertirse en una figura alegórica: Dafne, la Dama de la Verdad, la Virgen María, el símbolo de la Poesía perseguida por Apolo. «Es todas estas cosas porque el hábito mental heredado por Petrarca consistía en explicarlo todo en función de una serie de abstracciones. Pero más allá de todos estos símbolos y mitos y abstracciones, sigue siendo Laura, la que desintegra los mitos y las abstracciones.» La visión de Petrarca es la visión de la realidad sitiada por las abstracciones y venciéndolas una y otra vez, mediante un dulce, atormentado y profano regreso a ese año, ese mes, ese día, ese lugar, esa hora, en que por primera vez vio a Laura. La mujer concreta no preexiste, alegóricamente, a la visión directa del amante. Laura es todo, pero no es nada sin ese instante privilegiado, fugitivo y actual.

Los argumentos de Hardison encajan perfectamente con la definición de la escritura connotativa como una transgresión de la norma previa que, sin embargo, requiere el apoyo de lo mismo que está violando. Las novelas escritas en España en la época de Cervantes obviaron este problema. Las narraciones pastoriles y las novelas de caballería son puramente denotativas: son prolongaciones anacrónicas del orden medieval, celebraciones del pasado. Las novelas picarescas, en cambio, son radicalmente connotativas. Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache y El diablo cojuelo le arrancan la máscara a la épica y marcan su rostro sin facciones con la usura del tiempo, las heridas de la duda y las cicatrices de la renovación.

A pesar de su refrescante realismo, las novelas picarescas no entablan verdadera contienda con los problemas mayores de la imaginación moderna y sus ambiguas relaciones con el pasado. Consagración del presente, la picaresca contiene una brutal negación de lo anterior. Su devoción hacia lo actual, sin embargo, es insuficiente y el antihéroe picaresco lo sabe. Capturado en el puro presente, el pícaro lo agota y termina en un callejón sin salida, presa del desaliento. La aventura del pícaro no termina ni con un estallido ni con un sollozo (el bang y el whimper de Eliot), sino con un pequeño encogimiento de hombros. El presente en sí no basta: para ser un presente pleno, requiere un sentido del pasado y una imaginación del futuro. Pero esto no cabe dentro del carácter picaresco.

Así, el dilema subsiste, y nadie lo protagoniza (o resuelve) mejor que Cervantes. Situado entre las brillantes armaduras de Amadís de Gaula y los harapos y tretas de Lazarillo de Tormes, Cervantes los presenta y reúne: el héroe épico es Don Quijote, el pícaro realista es Sancho Panza. Don Quijote vive en un pasado remoto, en juicio desvelado y perdido por la lectura de demasiadas novelas de caballería; Sancho Panza vive en el presente inmediato, y sus únicas preocupaciones son las del sobrevivir cotidiano: ¿qué vamos a comer, dónde vamos a dormir?

Gracias a este encuentro, Cervantes fue capaz de ir más allá de la consagración del puro pasado y de la consagración del puro presente a fin de plantearse el problema de la fusión de pasado y presente. La naturaleza ambigua, de esta fusión convierte a la novela en un provecto crítico. El pasado —la ilusión que Don Quijote tiene de sí mismo cómo un caballero andante de siglos remotos— ilumina al presente —el mundo concreto de ventas y caminos, muleros y sirvientas—; y el presente (la dura vida de los hombres y mujeres que luchan por sobrevivir en un mundo injusto, cruel y feo) ilumina el pasado (los ideales quijotescos de justicia, libertad y una Edad de Oro de abundancia e igualdad). Sancho, constantemente, intenta radicar a Don Quijote en la realidad del presente; pero Don Quijote, constantemente, eleva a Sancho a la aventura mítica en pos de la ínsula que el escudero habrá de gobernar.

El genio de Cervantes consiste en traducir estos opuestos a términos literarios, superando y fundiendo los extremos de la épica de caballería y la crónica realista dentro de un conflicto particularmente agudo de la gestación verbal. En este sentido, Cervantes carece de ilusiones: lo que está haciendo, lo está haciendo con palabras y sólo con palabras. Pero él sabe que las palabras, en su mundo, son el único sitio de encuentro de los mundos. En Don Quijote, lejos de ampararse en la anacronía o en la actualidad, aparecen por vez primera la grandeza y la servidumbre ambiguas de la novela moderna: ruptura del orden épico que reprimía las posibilidades de la ficción narrativa, la novela de Cervantes, como la pintura de Signorelli, debe apoyar su novedad en lo mismo que intenta negar y es tributaria de la forma anterior que se instala en el corazón de la novedad confusa como una exigencia de orden, de normatividad.

De esta manera, la gestación del lenguaje se convierte en realidad central de la novela: sólo mediante los recursos del lenguaje puede librarse el tenso e intenso combate entre el pasado y el presente, entre la renovación y el tributo debido a la forma precedente. Cervantes no sólo encara este problema en Don Quijote: lo resuelve y supera sus contradicciones porque es el primer novelista que radica la crítica de la creación dentro de las páginas de su propia creación, Don Quijote. Y esta crítica de la creación es una crítica del acto mismo de la lectura.

Es una maravillosa experiencia leer este libro a sabiendas de que fue escrito en la infancia de la imprenta, en la época en que un público lector nacía en Europa y la lectura única de volúmenes únicos laboriosamente caligrafiados por manos monacales y destinados a los ojos de una minoría privilegiada era derrotada por la coincidencia victoriosa del pensamiento crítico, la expansión capitalista y la reforma religiosa. Es una maravillosa experiencia leerlo hoy, cuando el acto de la lectura ha sido condenado al basurero de la historia por los melancólicos profetas del milenio electrónico, minuciosamente asistidos por los escritores de lo ilegible: el lenguaje del anunciante, el tartamudeo acronímico del burócrata y el clisé satisfecho del best-seller sensacionalista.

Cervantes, en verdad, no sufrió una situación comparable a la de nuestro tiempo; pero tampoco se benefició de los vientos de renovación que crearon la Europa moderna. Era un hombre supremamente consciente tanto de la energía, el flujo y las contradicciones del Renacimiento como de la inercia, la rigidez y la falsa seguridad de la Contrarreforma. Le tocó en suerte nacer en la España de Felipe II, el bastión mismo de la ortodoxia. Pero acaso sólo un español de su época pudo haber escrito el Quijote.

En su ensayo sobre La persecución y el arte literario, Leo Strauss sugiere que «la influencia de la persecución sobre la literatura es que obliga a todos los escritores con puntos de vista heterodoxos a desarrollar una técnica particular: la técnica de la escritura entre líneas». El Concilio de Trento había sido particularmente enérgico en su exigencia de que toda materia impresa fuese estrechamente vigilada. Incluso las soporíficas novelas pastoriles fueron denunciadas desde los púlpitos de España como una amenaza contra la castidad de las doncellas, invocando las palabras del Concilio: «Los libros que tratan de cosas lascivas u obscenas no deben leerse ni enseñarse.»

Cuando Don Quijote, famosamente, exclama, «Con la iglesia hemos topado, Sancho», no hay confusión posible ni identificación alguna de la iglesia con los gigantes, encantadores y otras criaturas de la imaginación del hidalgo. Cervantes está hablando de una realidad tangible y sabe de qué está hablando. El manuscrito original de la novela ejemplar de Cervantes, El celoso extremeño, termina con los amantes en el lecho, unidos carnalmente. Pero después de que el Arzobispo de Sevilla, el Cardenal Fernando Niño de Guevara, leyó el original, «los ángeles de la Contrarreforma», como dice Américo Castro, agitaron sus alas sobre los malhadados amantes. En la versión publicada de esta novela ejemplar, la pareja duerme unida en perfecta castidad. Cervantes atendió las indicaciones de Su Eminencia.

Es preciso regresar a uno de los puntos de partida. ¿Fue Cervantes, como opina el propio Castro en su libro sobre el pensamiento del autor del Quijote, un gran disimulador «que recubrió de ironía y habilidad opiniones e ideas contrarias a las usuales»? De haberlo sido, como en seguida admite Castro, su caso no sería muy distinto del de otros escritores sorprendidos en plena playa renacentista por la marea reaccionaria de la Contrarreforma: Campanella, Montaigne, Tasso y Descartes, para no mencionar el ejemplo más dramático de todos: Galileo.

Si nos atenemos al texto del Quijote, es imposible decir que Cervantes el ingenuo no sabía lo que hacía o que Cervantes el hipócrita sabía más de lo que decía. El texto nos habla de un escritor inmerso en un extraordinario combate cultural, en una operación crítica sin paralelo para salvar lo mejor de España de lo peor de España, los rasgos vivos del orden medieval de sus rasgos muertos, las promesas del Renacimiento de sus peligros. Es al nivel de la crítica de la creación dentro de la creación y de la estructuración de la crítica como una pluralidad de lecturas posibles, y no en la parquedad de la ingenuidad o la hipocresía, como Cervantes da respuesta al monolitismo de la España mutilada, encerrada, vertical y dogmática que sucede a la derrota de la rebelión comunera y al Concilio de Trento.