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Otra pesadilla:
Adán González se aparece en mis sueños.
Es un hombre gordo, muy moreno, con pelo crespo y labios de trompetista.
Mi pesadilla, esta vez, es muy rápida y los hechos se suceden como fogonazos en la pantalla de mi sueño.
Adán González hace una lista de enemigos. Empieza a encarcelarlos uno por uno, despacito.
Los acusa a uno de faltarle al respeto a la bandera nacional; a otro, de robar fondos de la asistencia pública; a un tercero, de abuso de poder; al cuarto, de ultraje a la figura omnipotente de Adán González.
En mi sueño —esta vez sé que es sueño, ya no me dejo engañar—, los acusados por González se defienden.
—Nos ataca para humillarnos.
—Le manda un mensaje a la ciudadanía.
—Nadie está a salvo de mis decisiones arbitrarias.
—Que a nadie se le ocurra voltearse contra mí.
—Que nadie proteste, pedir nadita nadie.
Las familias de los detenidos se quejan.
—No hemos podido ver a mi padre.
—Mi esposo está incomunicado porque es reo de peligro de fuga.
—Yo conozco las celdas; miden dos metros cuadrados, nadie puede sentarse, acostarse sin doblar las rodillas.
—Soy gobernador. Y me quitarán el cargo por el que fui electo.
—Soy estudiante. Me condenaron por participar en una manifestación.
—Soy alcalde. Llevo seis años esperando que me sentencien.
—Somos culpables de traición a la patria, de rebelión, de sedición.
—Estamos inhabilitados.
—Somos culpables.
—Lo dice Adán González.
—Si lo dice él, ha de ser cierto.
—Y que viva don Adán González.