El final de Barbro

Una de nosotras, de pequeña, descubrió la posibilidad de mirar sin ver. Fue en un pueblo de montaña, el día de verano en que, jugando con niños de nuestra edad, encontramos un gato muerto. Ninguna de las tres había visto nunca un gato muerto. Y menos aún un gato enorme como aquel, en el centro de un charco de sangre, con los ojos abiertos e inmóviles como los de un muñeco… Pero la visión no duró más que unos segundos. Enseguida alguien dio la voz de alarma, empezaron las carreras y los gritos, y del nutrido grupo de verano, junto al círculo rojo, quedaron únicamente los más atrevidos. El mayor de la pandilla y una de nosotras.

Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, todavía no tenemos claro quién de las tres dio con la fórmula de mirar sin ver. Todas creemos recordarlo a pies juntillas. Los ojos fijos en los restos del animal desangrado, y la mente perdida a leguas y leguas de distancia. Pero lo cierto es que aquella pequeña habilidad dejó pronto de ser privativa de una sola de nosotras y pasó a convertirse en arte familiar. Lo extendimos casi enseguida a situaciones cotidianas desprovistas de cualquier dramatismo. Lo practicamos en el colegio, en clases especialmente tediosas, pendientes en apariencia de mapas y pizarras, de explicaciones o reprimendas. Nadie jamás detectó la menor ausencia, ni nada en el rostro delataba el engaño. Lo hacíamos la mar de bien. Estábamos allí, pero no estábamos. Y nos sentíamos orgullosas. Igual que en estos momentos. Al recordarlo.

Porque lo acabamos de recordar. Así, de repente, hace un instante. Y todo parece indicar que vamos a tener tiempo de sobra para volver sobre el gato muerto, detenernos en cualquier otro momento del pasado, hacer un recuento de recuerdos o incluso escribir un libro. La funcionaria que nos ha atendido ha anotado nuestros nombres, los ha cotejado con su lista, nos ha mirado fijamente (tal vez también ella miraba sin ver) y ha preguntado: «¿Hermanas?». La pregunta no es tan estúpida como podría parecer. En sus papeles obran nuestros nombres de pila y los mismos apellidos, pero lo que la buena mujer estaba pensando era en realidad: «¿Trillizas?». Resulta curioso. De pequeñas no nos parecíamos demasiado. Ahora en cambio la gente puede llegar a dudar o a confundirnos. Como la misma funcionaria antes de leer las fechas de nacimiento. El caso es que hemos contestado: «Hermanas», y ella nos ha conducido a esta sala inhóspita.

—Siéntense, por favor —ha dicho. Y enseguida señalando la puerta del fondo donde se lee PROHIBIDA LA ENTRADA—: En un ratito las harán pasar.

De eso hace ya media hora. Un ratito en el que hemos tenido tiempo de charlar, de contarnos la vida desde la última vez que nos vimos, de rescatar anécdotas como la del gato, de perdernos, en fin, en mil rodeos para no afrontar el verdadero motivo por el que nos encontramos aquí. Y el motivo es Barbro. Una vez más. Barbro nos ha convocado a esta reunión de urgencia en la que, contra todo pronóstico, nada parece inaplazable ni inminente. Pero no podemos engañarnos por más tiempo. En algún momento la puerta terminará por abrirse y debemos estar preparadas para lo peor. Aunque ¿qué puede ser lo peor?

No lo sabemos.

Lo peor, pensamos ahora, empezó hace ya mucho tiempo, como un cuento de hadas. Érase una vez Ojos del Norte… Un cuento que duró un solo día. Pero un día feliz, no vamos a negarlo. Barbro, Ojos del Norte, entró en la vida de nuestro padre cuando más necesitado estaba de cariño. Por eso la recibimos con la mejor voluntad. Con los brazos abiertos. Nuestro padre era todavía un hombre atractivo, había enviudado hacía demasiados años y sus hijas, ya mayores de edad, teníamos profesión, amigos, vida propia, y no parábamos en casa más de lo imprescindible. Le queríamos mucho, claro que le queríamos. Pero no era ese el tipo de amor que nuestro padre necesitaba. «Soy un hombre», nos dijo en una ocasión. «Y no sabéis cómo me gustaría encontrar a la mujer adecuada para compartir la vida». No era dado a confesiones de este tipo, a lamentarse de su soledad o hacernos partícipes de sus planes, pero, a pesar de todo, no concedimos, entonces, la menor importancia a sus palabras. Pensamos —luego lo recordaríamos más de una vez— que decía lo que dijo para excusarse. Para que no nos sorprendiera el hecho inesperado de que, de pronto, saliera casi todas las noches, hablara continuamente por teléfono o pasara la mayoría de los fines de semana fuera, sin explicar dónde. Pero no sólo no nos inquietó, sino que, al contrario, nos alegramos. Había sido un padre excelente y ahora le tocaba vivir a él. Una tarde le escuchamos tras la puerta entornada mientras hablaba por teléfono. Nos pareció que se había hecho miembro de un club, que allí se reunía con sus nuevos amigos y que lo de «una mujer para compartir la vida» no era más que una justificación, un cuento chino. Como no encontraba a esa bendita mujer por ningún lado había decidido trasnochar, irse de juerga y pasárselo en grande.

Rejuveneció diez años en cuestión de meses. Renovó su vestuario, cambió de peluquero. Un día anunció: «Quiero presentaros a una amiga». Y una semana después nos pidió que preparáramos una cena. No debía ser ostentosa; tampoco sencilla. Algo intermedio que diera buena medida de nuestras habilidades. «Os gustará, estoy seguro», dijo sonriendo. «Y yo me sentiré orgulloso de mis tres niñas». Eso éramos nosotras, sus tres niñas. Y las tres nos pusimos manos a la obra. Preparamos pastel de hojaldre y rape alangostado; solomillo a la mostaza con patatas al horno; helado casero de chocolate y pasas. Nuestro padre se encargó de escoger los vinos y a las nueve de la noche, con la mesa dispuesta, nos felicitó por el mantel y la vajilla. Le habíamos interpretado a la perfección. Nada extraordinario; tampoco cotidiano. Aquella era una mesa que sugería «calor de hogar». Sí, eso fue lo que dijo: «Calor de hogar». Y miró el reloj. Era la quinta o sexta vez que repetía el gesto. Mirar el reloj. Como si el minutero se hubiera detenido, el tiempo se resistiera a avanzar y solo él, con la fuerza de sus ojos, lograra que las manecillas reanudaran su marcha. Estaba nervioso e ilusionado. Igual que un crío. No quisimos preguntarle cómo era su amiga, qué edad tenía o dónde la había conocido. Preferimos esperar. A las nueve y cuarto sonó el timbre, nuestro padre abrió y en el dintel apareció la espigada figura de Barbro. Entonces (todavía) a papá no le llamábamos «nuestro padre».

Barbro nos gustó. La encontramos guapa, muy guapa. Con el pelo rubio recogido en una cola de caballo, vestida de manera informal y mirándonos con sus ojos enormes, azules, casi transparentes. Hermosos ojos del Norte. También su estatura pregonaba el Norte. Todo en ella era Norte, con mayúsculas, y nuestro padre, a su lado, se convertía en el más absoluto paradigma del Sur. Moreno, de talla media, ojos negros, sienes plateadas… Un caballero maduro, aún de buen ver, acompañado de una joven y espigada belleza escandinava. Porque Barbro era bastante más joven que nuestro padre, aunque no tanto para que a alguien, con buena o mala intención, se le ocurriera preguntar si se trataba de una hija. Y hacían buena pareja, saltaba a la vista. Un dúo que sugería yates, lujo, vacaciones eternas, ambientes internacionales y, sobre todo, una segunda oportunidad aprovechada. De eso no había la menor duda. Por lo menos en cuanto a nuestro padre. Barbro, viniera de donde viniera, había caído del cielo.

—Vosotras sois… —dijo sonriendo, e intentó poner cara a los tres nombres que sólo conocía de oídas—. Bel… Luz… Mar…

Acertó, reímos e íbamos a recibirla con un beso, pero se adelantó y nos tendió la mano. A él, en cambio, sí le besó en la mejilla. Recordamos que en muchas latitudes ciertas expansiones se reservan únicamente a familiares o amigos íntimos. Nuestro padre, según las apariencias, debía ya de formar parte de esta última categoría.

—¡Qué bonito todo! —dijo con acento encantador—. ¡Qué casa tan agradable!

La cena resultó como nuestro padre deseaba. Hubo calor, ese calor de hogar que, en sus palabras, empezaba ya en el mantel y en la vajilla. Barbro alabó los vinos y saboreó los platos. Se entusiasmó con el rape alangostado y pidió la receta. Dijo envidiar a nuestro padre por lo bien que lo cuidábamos y nos felicitó. Éramos unas excelentes cocineras, unas chicas adorables. A él se le veía feliz. Orgulloso por partida doble. De sus tres hijas y de Barbro. O mejor, de la excelente impresión que Barbro estaba causando en sus tres hijas. Porque así fue. La amiga nórdica nos conquistó a la primera y comprendimos, sin necesidad de preguntar nada, que a él debía de haberle ocurrido algo parecido. Por eso la miraba arrobado. Por eso nos agradecía con los ojos el éxito de la cena. Y adivinamos también que, apenas una semana atrás, cuando nos habló soñador de lo mucho que le gustaría encontrar a una mujer para compartir su vida, tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular y contener su alegría. Esa mujer existía ya. Y se llamaba Barbro.

Nos despedimos (esta vez sí) tendiendo nosotras primero la mano y dejando en el aire la posibilidad de otro encuentro. Nuestro padre llamó al ascensor y se ofreció a acompañarla. Tras la puerta cerrada le oímos reír y preguntar, con una voz más alta de la habitual y un tanto achispada, qué le habían parecido sus tres niñas.

—Mis tres queridas niñas… —repitió.

—¡Geniales! —se apresuró a contestar Barbro.

Y, enseguida, en un tono entre cariñoso y burlón, lenta, muy lentamente, exagerando su acento o su admiración, añadió:

—Papi, papi, papi…

No quisimos oír más. El ascensor acababa de detenerse en el rellano y nosotras, rojas de vergüenza, abandonamos el puesto de espías junto a la puerta. Íbamos a decírselo en cuanto volviera. Tenía que disimular su orgullo y tenía, sobre todo, que dejar de llamarnos «niñas». En ciertas circunstancias, por lo menos. Y las circunstancias de la noche habían sido más que especiales. ¿Hacía falta que se lo recordáramos? Recogimos las tazas de café, nos servimos una copa y le esperamos sentadas en torno a aquella mesa con «calor de hogar» que tanto había alabado. Al rato, sin embargo, decidimos que lo mejor era callar y dejar las cosas como estaban. No iba a ser ni el primer ni el último padre que adorara a sus hijas y, pequeñas burlas aparte, lo mejor era que Barbro lo entendiera así desde el primer momento. Después nos pusimos a reír. ¿Por qué le estábamos esperando como si fuera un crío? ¿Y por qué, en fin, temíamos convertirnos en un obstáculo? ¿Un obstáculo de qué? Lo único cierto es que la cena había sido un éxito, el trabajo había merecido la pena y nos sentíamos a la vez contentas y agotadas. Dimos, pues, la velada por concluida y nos fuimos a dormir. Pero —colorín, colorado…— ninguna de las tres pudo pegar ojo aquella noche.

Al cabo de una semana se casaron. En la intimidad más extrema, en el más absoluto secreto. Fuimos las primeras en enterarnos, eso sí (las primeras si descontamos al juez y a los testigos). Dijeron: «Acabamos de casarnos. ¿Qué os parece?». Y no nos pareció ni bien ni mal. Ni nos alegramos ni nos entristecimos. Tampoco nos dieron tiempo, eso fue lo que ocurrió. Porque tras la noticia sonó el timbre, abrimos, entró el portero… Y con él cuatro maletas, algunos bolsos, una bici estática y unos cuantos abrigos envueltos en fundas transparentes. Tres viajes hizo el pobre hombre antes de vaciar el ascensor. Y ahí sí. Ahí empezamos a entender. Entendimos que estábamos asistiendo a una invasión premeditada, que nadie se había molestado en consultarnos o que nuestra opinión, según todas las apariencias, no iba a contar ya para nada en el futuro. Y nos quedamos de piedra, sin poder hablar. De piedra y sin palabras. Porque las piedras no hablan ni sienten ni tienen emociones. Las piedras son sustancias minerales de consistencia dura y compacta. Como nosotras aquel día. Tres rocas instaladas en el salón de la casa. Y ellos, mientras, acarreando maletas por el pasillo, riendo, murmurando palabras a media voz, arrullándose como palomas en celo. Eso fue lo que más nos molestó, lo que consiguió despertarnos del encantamiento pétreo y devolvernos a la vida. Una especie de zureo que llegaba hasta nosotras llenándonos de vergüenza ajena. Alipori. Quizá la primera vez que entendíamos en carne propia el verdadero alcance de la palabra «alipori». Por todo ello (zureo más alipori) decidimos bajar al bar de la esquina, y sin apenas hablar, sin atrevernos a mirarnos a los ojos, pusimos en orden, al calor de unas copas, escenas y pensamientos. La película dividida en secuencias. Un ritmo trepidante con dos únicos protagonistas: Barbro y nuestro padre. Y al rememorar la aparición de la primera en el umbral de la puerta hacía escasamente una semana nos pareció que de entonces a ahora habían pasado siglos. Ni ellos eran los mismos ni tampoco nosotras.

Porque aquella memorable noche (de hacía apenas una semana) todo había resultado como nuestro padre deseaba. Barbro nos gustó. La encontramos guapa, muy guapa, con la melena rubia recogida en una cola de caballo, vestida de manera informal y mirándonos con sus ojos enormes, azules, casi transparentes. Sus hermosos ojos del Norte… Pero hubo algo que nos impidió dormir y que al día siguiente atribuimos al cansancio, al orgullo del trabajo bien hecho, a las horas que habíamos pasado en la cocina, junto al horno, controlando las patatas o el pastel de hojaldre, o en el comedor, eligiendo vajilla, mantel y cubiertos. Entonces lo creímos así; ahora sabíamos que no se trataba de eso. En la noche perfecta tuvo que darse algo —un detalle, un gesto, una palabra— que no acabara de encajar en el conjunto. Una nota discordante, un leve chirrido. Cierta inconveniencia, tal vez, que, exultantes como estábamos, nos empeñamos en ignorar. Y afloró por la noche. Disfrazada de insomnio, camuflada. Pedimos una segunda copa y seguimos analizando la velada. Ese era el objetivo. Averiguar qué podía ser lo que insensatamente silenciamos y la razón por la que debería habernos puesto en guardia. Pero también alegrarnos, adquirir el valor o la indiferencia suficientes para volver a casa y asumir que a partir de aquel momento íbamos a ser cinco. Una convivencia impuesta. Una falta de respeto.

¿O sería mejor hablar de un atropello? Vencida la sorpresa inicial, la presencia de Barbro se convertía en un elemento perturbador, en un factor inesperado que nos reducía a la más vejatoria invisibilidad. Como si no existiéramos. Como figurantes sin frase en un escenario que de pleno derecho nos pertenecía. Y aquí la vergüenza ajena de hacía un rato se transformaba en vergüenza propia. Porque hay cosas que no se deben pensar, y si se piensan, lo mejor es hacer lo posible para olvidarlas. Pero éramos tres y en los tres pares de ojos apareció un brillo de rabia que no pudimos evitar. Como tampoco nos privamos de recordar en voz alta que la casa era nuestra, de las hijas, y que, aunque la ley permitiera al usufructuario hacer y deshacer mientras viviera, no hubiera estado de más discutir este asunto entre los cuatro. Como siempre. Como habíamos hecho toda la vida en cuestiones de importancia. Pero aquel día no era como siempre. Y las hijas, contagiadas de tanto desvarío, por primera vez en toda la vida, acabábamos de desenfundar un título de propiedad y esgrimirlo como último argumento.

—¡Qué vergüenza! —dijo una de nosotras.

Sí, sentíamos vergüenza, pero la rabia y el estupor eran todavía más fuertes. Bebimos la última y nos pusimos a fantasear con pequeñas venganzas cotidianas. ¿Y si invitáramos también a algún amigo a compartir vivienda? ¿Y si el piso, de pronto, se convirtiera en una casa de vecindad, un albergue de mala muerte en el que vivieran hacinadas cuatro parejas? ¿Y si nos diera por ensayar una coreografía en el salón? ¿Por montar una orquesta de percusión en la cocina? Pero ni siquiera estas pueriles fantasías nos calmaban. Al contrario. A medida que poblábamos la casa de amigos y ocupábamos las zonas comunes con bombos y maracas, mayor era la indignación, más duro el despecho. Rebobinamos una vez más las secuencias de la cena buscando el dato, la inconveniencia, la explicación a la inesperada actitud de nuestro padre, el indicio de lo que estaba por llegar. Convenimos en que aquella noche lo debían de tener ya todo decidido. O casi todo. Porque de pronto revivimos la entrada de la bella Barbro, su cola de caballo, los ojos enormes, transparentes y más grandes aún cuando recorrió el salón y dijo con su encantador acento:

—¡Qué bonito todo! ¡Qué casa más agradable!

Y tal vez fue allí, en ese punto, cuando la invitada añadió un detalle a lo ya decidido. Se casarían y vivirían juntos, como parecía natural, pero lo harían —¡oh repentina y brillante idea!— en nuestro piso. Ningún otro lugar podría resultar más adecuado. Por eso, al revivir el instante, ya no se nos ocurriría describir sus ojos como azules, enormes, bonitos ojos del Norte (acompañados de todos los etcéteras del mundo), sino, simplemente, como ojos golosos. Barbro —ahora estábamos convencidas— había recorrido el salón con ojos golosos.

Aunque, ¿era eso lo que habíamos captado sin darnos cuenta? Nos encogimos de hombros. Tal vez sí. Tal vez no. Pero si así fuera (el alcohol dotaba de verosimilitud a cuanto se nos ocurría), el resto era fácil de imaginar. Barbro, con las carantoñas que le acabábamos de descubrir en el pasillo, no había tardado en convencer a nuestro padre. Presa fácil, nuestro pobre padre. Presa demasiado fácil. Y la pregunta: «¿Puede un hombre volverse idiota de la noche a la mañana?» no dejaría ya de flotar en el ambiente, aunque nadie se molestara en contestarla. Porque la respuesta era: «Sí. Puede». Un hombre puede volverse idiota de la noche a la mañana. Y perder los papeles. Como se nos acababa de demostrar allá arriba, en el piso al que íbamos a regresar en unos minutos. Nuestro piso. Y ya no sentíamos vergüenza. Ni propia ni ajena. Estábamos como una cuba y ahora sí éramos piedras. «¡Una cuba de piedra!». Y, sin poder contener la risa, dejamos el bar, entramos en el portal, llamamos al ascensor y llegamos a casa. Nos costó Dios y ayuda introducir la llave en la cerradura, pero, cuando al fin lo logramos, entramos en silencio, avanzando en cámara lenta, gesticulando como en una película muda. Al llegar a la puerta del salón nos detuvimos. Por prudencia, por comodidad, porque no teníamos la menor intención de conversar y mostrarnos corteses. Hicimos bien. En cuestión de segundos se desveló la incógnita. La razón del rechazo, la inconveniencia, las palabras que, en lugar de ponernos en guardia, interpretamos erróneamente como una broma, una burla amorosa, el remate obligado a la actitud de nuestro padre. Allí estaban los dos, sin reparar en nosotras, creyéndose a solas. Él sentado en su sillón favorito, con los ojos entornados y sonrisa de felicidad. Y ella detrás, de pie, masajeándole la nuca, acariciándole los hombros y murmurando: «Papi, papi, papi…».

Ella le llamaba «Papi» y él la llamaba «Amor». Imposible convivir con Papi-Amor. Al principio evitamos las zonas comunes: la cocina, el salón, el comedor… Pero no nos sirvió de mucho. Amor y Papi atravesaban muros, sus risas se colaban por cualquier rendija, y poco a poco, recluidas en los dormitorios, vimos cómo nuestros dominios se comprimían en tanto que las avanzadillas expansionistas de Papi-Amor no conocían límites ni fronteras. Optamos por convertir el bar de la esquina en nuestro nuevo hogar. Y, en cierta forma, les dejamos el campo libre. Sólo en cierta forma. Desayunábamos allí cada mañana para encontrarnos de nuevo al caer la tarde, sentadas siempre a la misma mesa, la de la ventana, la que daba a la calle, un envidiable observatorio que nos permitía controlar el portal y estar al tanto de salidas y entradas. Algo importante. Se trataba de evitar coincidir con ella en casa a solas. Porque entre semana, con nuestro padre en el despacho hasta altas horas, tal posibilidad era más que factible. Y eso resultaba aún peor que cuando estaban los dos. Entonces Barbro, sin ronroneos ni mimos, sin nadie a quien seducir ni encandilar, se convertía en otra. Fría, misteriosa, distante. Barbro, a solas, daba miedo.

De ahí que una tarde cualquiera, huyendo de incómodas presencias, nos presentáramos de improviso en el despacho. Tenía que entrar en razón, comprender que nada bueno podía traer una convivencia forzada, fijar una fecha límite y empezar a buscar un piso para ellos solos. Pero nos desarmó nada más verle. Sonriente, feliz, encantado con la sorpresa. Por unos instantes volvió a ser «papá». Un padre contento de encontrarse con sus «tres niñas».

—¡Qué alegría! —dijo—. ¡Qué sorpresa!

Era sincero. Y nosotras lo fuimos también. Con la mayor dulzura. Haciendo un esfuerzo sobrehumano para que, al nombrar a Barbro, nada en la voz delatara la menor aversión ni el más mínimo fastidio. Hasta que nos dimos cuenta de que era inútil.

—Sois injustas —dijo—. Y egoístas. Ella no ha tenido hasta ahora una verdadera familia…

Y en un giro inesperado, como un médium, como quien recita una lección aprendida o transmite un mensaje ajeno:

—A vosotras, en cambio, no os ha faltado nunca de nada. Os he consentido demasiado… Y me avergüenzo.

Había sido una ilusión. Un engaño de los sentidos. Papá volvía a perderse en el pasado mientras aquel hombre a quien llamábamos «nuestro padre» recuperaba de golpe su último gran papel en el escenario. El de víctima, poseído, embrujado. El de títere de su mujer. Ojos de Hielo.

Pero no todo pudo haber sucedido tan rápido, pensamos ahora. Tuvo que darse, a la fuerza, algún buen momento en nuestra convivencia. Instantes de complicidad, de entendimiento, de armonía… Sin embargo, por más que hurgamos en los recuerdos, nada encontramos que abone tal presunción. Barbro, una vez casada, se había quitado la máscara seductora con que la habíamos conocido. De un día para otro. Sin el menor disimulo, concentrando toda su energía en tejer una tela de araña en torno a aquel hombre a quien tanto habíamos querido y admirado. Ella era su mediadora, la intérprete, la única interlocutora válida. Y hablaba en su nombre, disponía, se permitía disentir de cuanto hiciéramos o dijéramos. Después de todo, éramos del Sur. Y Barbro, a ratos, pese a haberse casado con nuestro padre, parecía despreciar olímpicamente todo lo que oliera a Sur. Hasta que la situación, además de absurda, empezó a transformarse en grotesca. Norte y Sur dejaron de ser referencias geográficas para convertirse en dos equipos antagónicos. El Norte representaba la idea suprema: el Bien. El Sur en cambio, remitía a la ignorancia, a la ausencia del Norte. Dos bandos en constante pugna por cualquier insignificancia con el invariable final a favor del equipo visitante. Así lo resolvía el árbitro, nuestro padre, de buena o de mala gana, eso no importa. Y Barbro nos miraba enseguida con un destello de gloria en sus ojos de hielo.

Ahora nos resulta sorprendente. Nos preguntamos asombradas cómo pudimos soportar tanta insensatez y no se nos ocurrió, como primera medida, acudir a viejas habilidades para neutralizarla. Convertirla, por ejemplo, en el gato muerto de ojos inmóviles y, mirando sin ver, trasladarnos a leguas y leguas de distancia. Pero no tardamos en encontrar respuesta: habría sido muy parecido a huir, tirar la toalla y dejar la casa entera a disposición de Papi-Amor. Una derrota. Porque la situación, además de inadmisible y grotesca, estaba acabando con cualquier resto de aguante o disimulo. Por eso, el día en que se cumplían las tres largas semanas de nuestra convivencia, no esperamos más y de nuevo pasamos a la acción. Ya no en el despacho, sino en casa; los cinco juntos. Nuestro padre debía decidir. O ella o sus hijas. Y lo decidió: sus hijas.

No fue, sin embargo, nada parecido a un triunfo. También esta vez lo tenían planeado. Habían resuelto instalarse en el campo, en una bonita casa cuya venta iba a cerrarse uno de esos días. La vivienda, además, disponía de un terreno en el que pronto construirían un bungalow para invitados. «Podréis venir cuando queráis», dirían luego. Nos enseñaron fotos y más fotos. Un lugar ideal para retirarse. Y aunque la noticia era alentadora y terminaba con aquel disparate de relación, algo nefasto había flotado desde el primer momento en el ambiente. Una nube negra. Un presagio. La evidencia de una actitud astutamente premeditada. Una celada con firma: Barbro. Porque el absoluto secreto que había rodeado la compra de la casa hasta aquel día tuvo como primer efecto que las hijas nos anticipáramos ignorantes a la feliz revelación. Nada habría sucedido así de haberlo sabido. Pero, tal como alguien había previsto, sucedió. Y pusimos con la mayor energía las cartas sobre la mesa. Antes de hora. Antes de darnos cuenta de que estábamos cayendo en una trampa. Ahí quedó el catálogo de agravios, el descontento; la exigencia de una solución urgente. Ahí quedó también la fingida extrañeza de una inocente Barbro, sus ojos llorosos y una impostada expresión de niña.

—No sabía que nuestra presencia os trajera tantos problemas…

Su acento no nos parecía ya encantador. Lo encontrábamos falso, irritante, artificioso. Y ahora, exagerando su expresión desvalida, nos comunicaba la inesperada noticia del traslado. Una sorpresa. Únicamente, insistía, querían darnos una sorpresa… Pero ya no componía una expresión de niña, sino de oveja. Una oveja indefensa acosada por tres lobas sanguinarias. De tal forma nos vería nuestro padre a partir de aquel día. Como tres lobas. Demasiado tarde para volvernos atrás. Si nosotras habíamos mostrado nuestras cartas, Barbro acababa de desplegar toda una baraja. Sólo que sus naipes obedecían a códigos que no nos sentíamos capaces de traducir. Todavía. Con Barbro, caja de sorpresas, siempre quedaría pendiente un «todavía».

Y enseguida viene la puntilla. Le plus fort encore! Ahora, en esta sala inhóspita en la que nos encontramos, frente a la puerta que no hace mucho nos ha transportado a otra puerta, sólo nos queda sonreír. La sonrisa del que nada entiende ni nada se explica, pero que de pronto, a unos cuantos años de distancia, empieza a encontrarle cierto insano interés a un acto mezquino. Porque de eso se trató. De un acto mezquino. Se fueron de casa, recogieron sus cosas, empacaron las mejores alfombras y algunos de los cuadros junto a los que había transcurrido nuestra vida… Y ya, junto al ascensor, la voz de Barbro, de nuevo infantilizada e inocente: «Ayer desalojé el despacho. Está limpio. Sólo quedan los retratos de vuestra madre…». ¿Dijo «vuestra madre»? ¿O se atrevió a decir «mamá»? En todo caso era normal. De recibo. ¿Qué otra cosa podía hacer sino dejar los retratos en su sitio? Pasaríamos en cualquier momento a recogerlos. Pero ni siquiera eso —recoger los retratos— resultó tan sencillo. Porque en las estanterías del antiguo despacho nos aguardaban las fotografías de mamá, cierto. Pero desnudas, sin marcos, amontonadas unas sobre otras, revueltas…

Ojos de Hielo acababa de lanzar un nuevo envite. Vil, rastrero, miserable. Y, junto a la indignación, volvimos a sentir vergüenza ajena. Esa odiosa palabra: alipori. Pero ahora, tantos años después, sonreíamos. Barbro, ocasional ladrona, se había llevado los marcos. ¿Por su posible valor? ¿Como recuerdo? ¿Para espetarnos: «Os odio. Todavía no sé por qué, pero os odio…»? Se los había llevado y la sombra de las antiguas fotografías se había ido con ellos. Porque la cadena de acontecimientos que nos ha traído hasta aquí, frente a esta puerta cerrada que tiene la virtud de abrir tantos recuerdos, nos hace pensar en algo que en aquellos momentos pasamos por alto. La probabilidad de que los objetos tengan memoria. Entonces no hablábamos de esas cosas. Ahora sí. Ahora no nos queda más remedio. Barbro se llevó los marcos a su nueva casa y la sombra de mamá viajó dentro de ellos. Justicia poética. O histórica. A veces, es casi lo mismo.

De mamá sabíamos mucho y al tiempo poco. Sabíamos lo que nos había contado nuestro padre cuando todavía le llamábamos papá, y los lugares y las circunstancias exactas en que habían sido tomadas las fotografías. Sabíamos también —porque una de nosotras se había encargado de recordárnoslo— que le gustaba contarnos cuentos antes de dormir, lo cariñosa y alegre que era, y lo mucho que la quería todo el mundo. Cuando murió teníamos cinco, cuatro y apenas dos años. Pero la mayor de las tres se vanagloriaba de recordar al detalle la infancia de las otras dos, la casa en la que habíamos nacido y sobre todo un montón de anécdotas de mamá que, cosa curiosa, no dejaba de agrandarse con el tiempo. Su prodigiosa y creciente memoria o el deseo y la imaginación de las pequeñas hicieron el resto. «Mamá» fue en la mente de las tres lo más bonito que nos había pasado en la vida. Y ahí quedó. Anclada. Sin dramatismos ni tragedias. Como un contrapeso que nos daba seguridad. Un áncora que garantizaba nuestro equilibrio incluso en momentos como aquel. El instante en que descubrimos las fotografías abandonadas sobre las estanterías. Sin el menor respeto. Por eso el desafío de Barbro no iba a tener respuesta. Sólo desprecio. Y a la primera imagen de los retratos como material de desecho sucedió otra muy parecida aunque de diferente sentido. Ahí estaban, sólo por un rato, los descartes de una película que no teníamos el menor interés en visionar. Una serie protagonizada por una mujer llegada de los hielos y un hombre al que le habían robado la voluntad. No nos importaba la trama; con el episodio piloto teníamos más que suficiente. Así que recogimos las fotos, las llevamos a casa y les devolvimos su dignidad dentro de los mejores marcos que pudimos encontrar. Lo demás, lo que le pudiera sobrevenir a la pareja protagonista en futuras entregas, no iba a quitarnos el sueño. Fue una decisión, una estrategia defensiva, un firme conjuro. Chocamos las manos y sellamos un pacto. Siempre unidas. Como Porthos, Athos y Aramis, los Reyes Magos, las brujas de Eastwick… Y aquella noche, para empezar, las tres dormimos a pierna suelta.

El piso, sin la presencia de Papi-Amor, recobró parte de su anterior esencia. Una mezcla de hogar y cuartel general en el que, desaparecido el enemigo común, no tardamos en recuperar nombres y vidas. Abandonamos el férreo «nosotras» de los últimos tiempos y volvimos a ser Bel, Luz y Mar. Y también a discutir, a discrepar sobre cualquier cosa, a contradecirnos. Como antes de que entrara en escena la Reina de las Nieves. Como antes de que nuestro padre se convirtiera en el triste secundario de todos esos cuentos que nos contaba mamá y podíamos todavía, gracias al portentoso empeño de la mayor de las tres, repetir palabra por palabra. Cenicienta, Hansel y Gretel, Blancanieves… Sólo que ahora no nos parecían cuentos, sino astutos compendios de comportamientos humanos. Y con el tiempo terminamos por acostumbrarnos. Esas cosas tiene el tiempo; la conversión de lo absurdo en costumbre. Nuestro padre llamaba por teléfono de vez en cuando e indefectiblemente nos hablaba de la posibilidad de que pasáramos unos días con ellos. Pero o bien nunca construyeron el bungalow prometido o bien no lo deseaban realmente. Sólo conocimos la casa por fotografías. Las que nos enseñaron en su día cuando todavía no la habían comprado y las que recibimos en cuanto terminaron obras y reformas. Y lo encontramos normal, razonable, conveniente. También, aunque al principio nos sorprendiera, acabamos por acostumbrarnos a que, para hablar con nuestro padre, tuviéramos que pasar por la inevitable aduana de Barbro. O que los que habían sido sus grandes amigos se lamentaran ahora de no tener con él el menor contacto. ¿Secuestrado? ¿Abducido? Eso decían.

Pero abreviemos de una vez. El tiempo corre, y la etapa que ahora recordamos no tiene demasiado interés. Fueron años tranquilos. Años salpicados por las habituales discusiones entre hermanas en los que la distancia eliminó otros problemas de fuste. Y lo aceptamos. Por comodidad o porque no teníamos más opción. El mundo estaba plagado de situaciones como la nuestra; incluso peores. No podíamos quejarnos. Seguramente Barbro, a su manera, quería a nuestro padre. Una manera que suprimía, de entrada, cualquier otra relación. Ni con los que fueron en su día sus amigos, ni con las que seguíamos siendo sus hijas. Un amor posesivo y excluyente. No sabíamos demasiado de ella, de lo que había sido su vida antes de que pasara a formar parte de la nuestra, pero ciertas palabras, pronunciadas un día ya lejano en un despacho que ya no existía, nos ponían sobre aviso. «Ella no ha tenido hasta ahora una verdadera familia…». Ahí estaba una posible explicación. Ni había tenido familia ni la deseaba. Es más, odiaba lo que nunca tuvo con todas sus fuerzas. Y al conquistar a nuestro padre decidió eliminarnos. Poco a poco. Hasta conseguir que el trato se redujera a esporádicas llamadas de teléfono. Cada vez más infrecuentes. Cada vez más desganadas. Ni siquiera, desde que se instalaron en el campo, celebramos juntos una sola Navidad. Decían que viajaban al Norte. Todos los años, por las mismas fechas. Pero era tan sólo una verdad a medias. No hacía falta tomar un avión o conducir miles y miles de kilómetros por carreteras heladas. Hacía demasiado tiempo que el Norte se había erigido en nuestro enemigo y el Norte vivía allí. Dentro de Barbro; junto a Barbro. Imaginamos las fechas señaladas en una casa repleta de velas encendidas, manteles ilustrados con renos y trineos, montones de invitados saboreando arenque, salmón, jamón asado a la mostaza, vino especiado, bollos de azafrán… Y nuestro padre sonriendo en un rincón, ahíto de snaps, cuidando, como buen anfitrión, de que todo saliera a pedir de boca, sin entender palabra de la barahúnda de idiomas, pensando también, aunque sólo fuera por un instante, en otras navidades cada vez más lejanas. Y en sus hijas.

No. A él, a pesar de todo, no podemos guardarle rencor. Imposible. Nunca dejamos de quererle, y cuando un triste día de hace ya siete años ingresó en una clínica enfermo de muerte, apenas nos separamos de su lado. Parecía que quería decirnos algo; luchaba por aprisionar palabras que se empeñaban en escapar; nos miraba con los ojos muy abiertos, como si intentara prevenirnos, desvelar un secreto, comunicarnos un dato de suma importancia… Pero no nos engañamos. A todos los agonizantes les sucede lo mismo. O somos nosotros, los seres queridos, quienes nos empeñamos en conceder a incomprensibles balbuceos una trascendencia que en realidad no existe. Se sentía morir; eso era lo único que ocurría. Y necesitaba manifestarnos su cariño. «Bel… Luz… Mar…». Repetía constantemente nuestros nombres; sonreía y nos tomaba de la mano. A Barbro, en cambio, la miraba con sorpresa. Y en una de esas ocasiones, cuando ella acababa de abandonar la habitación y él todavía podía hablar, preguntó con los ojos muy abiertos y expresión de niño: «¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué me llama papi todo el rato?».

La funcionaria acaba de entrar con su lista en la mano.

—Lo siento. Las hemos citado antes de hora por error. Pero ya enseguida las harán pasar. Disculpen. Estas fechas…

Y se va tan sonriente como ha venido.

—No importa —murmura una de nosotras cuando la mujer se ha perdido en el pasillo.

Y es verdad. No nos importa. Ahora no tenemos la menor prisa. Al revés. Necesitamos ordenar recuerdos, aclarar ideas. Pero… ¿dónde nos habíamos quedado? No nos cuesta demasiado recuperar el hilo. Estábamos en la clínica, en la cabecera de la cama, reviviendo aquellos días en los que, a la vez, perdimos y recuperamos a un padre. Extraños días llenos de emociones contradictorias. Días, también, en que decidimos hacer tabla rasa del pasado y apoyar a Barbro en lo que necesitara. Él la había elegido; nadie le había obligado. Y ella, a su manera, le había cuidado y querido. Existía sin embargo un reproche soterrado. ¿Por qué nos avisó tan tarde, cuando ya no había nada que hacer? Ninguna de las tres lo preguntó. Ya no había remedio.

Barbro regresó al campo con las cenizas de nuestro padre en una urna. Las esparciría en el jardín, nos dijo. En el bancal destinado a los rosales que él mismo había cultivado con tanta dedicación. Habló de injertos, de podas, de encarnizadas luchas contra pulgones y escarabajos, de una entrega sin fisuras de la que jamás le hubiéramos creído capaz… Pero no nos invitó a la ceremonia. O tal vez consideró que esparcir cenizas en un terraplén no era una verdadera ceremonia. El caso es que lloraba. No dejaba de llorar. Lágrimas que en el recuerdo se convierten en carámbanos de hielo, aunque es posible que en su día, llevadas por la emoción, nos pudieran parecer sinceras. Ignoramos si nos confundimos entonces o nos estamos equivocando ahora. Y nos encogemos de hombros. Somos humanas. Nos cuesta mantenernos objetivas, rescatar escenas del pasado sin caer en la tentación de interpretarlas a la luz de secuencias posteriores. Pero hacemos un esfuerzo. Lo intentamos. Volvemos, pues, a la imagen de Barbro con la urna en las manos y los ojos inundados de lágrimas. Y unas semanas después a una Barbro serena con el pelo recogido en un austero moño. Y al día que acudimos al despacho del notario. Y a los trámites diversos que ocuparon casi por entero los meses siguientes… Nunca nos habíamos visto con tanta frecuencia y la memoria de nuestro padre obró el milagro de limar asperezas. Nos tratamos con suma cordialidad, casi con cariño.

—Dadme unos meses —pidió al despedirse—. En cuanto ordene los papeles de vuestro padre, os aviso.

Nos gustó que, en esta ocasión al menos, dejara de llamarle «papi», como también que se mostrara tan dispuesta, sin necesidad de pedírselo, a revisar documentos y entregarnos los que nos correspondieran. Y pensamos que —pura ironía— nuestro padre, con su muerte, había traído la paz que no pudo conocer en vida… Aunque de nuevo nos habíamos equivocado. Barbro se esfumó. En el más puro estilo de una novela de misterio. Se volatilizó, desapareció sin dejar huellas, se hizo invisible. No llamó jamás ni se molestó en atender al teléfono o contestar correos. Pero ahora ya no era indignación lo que sentíamos sino hastío. ¿Hasta cuándo tendríamos que bailar a su capricho?

Lo echamos a suertes; hicimos trampas; terminamos descubriéndonos. Ninguna de nosotras estaba dispuesta a acercarse al pueblo, buscar la casa a la que nunca habíamos sido invitadas, llamar a la puerta y bregar a solas con Ojos de Hielo. Por eso decidimos una vez más aparecer las tres. Por sorpresa. De nuevo Porthos, Athos y Aramis, los Reyes Magos, las brujas de Eastwick… Tríos a los que no dejamos de sumar otros durante el camino. Los Panchos, los Tristes Tigres, los Tres Tenores… Pero también en el trayecto fantaseamos sobre las posibles razones de su mutismo y ninguna, salvo la muerte, justificaba a nuestro parecer una actitud tan inexplicable. Ignorábamos a cuánta distancia estaba la casa del pueblo, si Barbro mantenía buenas relaciones con los vecinos o si vivía aislada, en medio del campo. La dirección postal indicaba sólo el nombre de un camino. Y eso no parecía precisamente alentador. Contamos en voz alta. Seis meses desde nuestra primera llamada sin respuesta. Cinco desde que le escribimos por primera vez… Mejor no adelantar acontecimientos. Todavía.

No tuvimos que buscar la casa. Apareció de repente, antes del pueblo, con la misma cara que le conocíamos de las fotografías. Dejamos el coche a un lado de la carretera y echamos a andar por el camino sin demasiado convencimiento. A unos cincuenta metros se hallaba nuestro objetivo, pero ahora, a medida que nos acercábamos, algo muy semejante al miedo nos incitaba a retroceder, a buscar excusas, a volver al coche y poner kilómetros de por medio. ¿No hubiera sido más sensato acudir a la policía? ¿O acercarnos al pueblo y preguntar? Pero ya casi habíamos alcanzado la verja del jardín. Por mirar no pasaba nada, nos dijimos. En aquel momento, casi enseguida, oímos el sonido tranquilizador de un rastrillo seguido del choque de unas piedras al caer. Corrimos a la verja y miramos entre los barrotes. Nos restregamos los ojos con incredulidad. Aquello era imposible. Pero ¿cómo podía ser que las tres viéramos lo mismo?

Estaba allí. Al fondo del jardín. Trajinando con un rastrillo y apilando pedruscos en una carretilla. Llevaba el viejo sombrero de fieltro que le habíamos regalado hacía un montón de años; la cazadora de cuero que él mismo adquirió en los días en que empezó a cuidar de su aspecto y rejuvenecer a ojos vista. Estaba allí, inclinado sobre la tierra pedregosa, entregado en cuerpo y alma a su trabajo. En un momento sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por el rostro. Fue un momento sombrío en que el pañuelo arrastró de pasada todo lo que habíamos creído hasta entonces. Nuestra vida y su vida. Pero fue sobre todo un momento eterno en que cualquier desatino podía parecernos verosímil. ¿Acabábamos de entrar en un bucle del tiempo? ¿Lo que creíamos ver estaba ocurriendo realmente? ¿O era sólo memoria o inercia de una antigua rutina? A no ser que se tratara de un juego, de una broma, de una trampa. De un engaño, en suma. ¿Quién había ideado aquella comedia de aparecidos? ¿Con qué propósito? Él, de pronto, como si se sintiera observado, guardó el pañuelo en el bolsillo, se volvió hacia la verja y nos miró asombrado. Sólo entonces nos dimos cuenta de que era un perfecto desconocido.

Avanzó hacia nosotras con paso decidido y una sombra de desconfianza en la mirada. Tenía una complexión parecida a la de nuestro padre e iba vestido con sus ropas. Pero ahí acababa cualquier similitud. Era un hombre de campo, con la piel curtida y las huellas del sol y del viento en su rostro. Un hombre que no dejaba de estudiarnos con recelo. Tal vez todo se debiera al cuadro que componíamos en la verja. Tres mujeres jóvenes, agarradas a unas rejas, escrutándole en silencio. Antes de que pronunciara palabra le preguntamos por Barbro.

—¿La señora extranjera…? Ya no vive aquí.

Nos presentamos. Él se encogió de hombros. No tenía noticia de la existencia de nuestro padre ni, por lo tanto, tampoco de su muerte. En cuanto a la señora, únicamente la había visto una vez. El día que dejó la casa y él le ayudó a cargar un montón de maletas en el coche. Insistimos. Él volvió a encogerse de hombros. De los nuevos propietarios sabía todavía menos. Sólo que también eran extranjeros y le habían encargado, a través de una inmobiliaria, que adecentara en lo posible aquel desastre de jardín. La misma inmobiliaria a la que había acudido la señora a vender y los nuevos propietarios a comprar. Y eso era lo que estaba haciendo. Limpiar ese pedregal y dejarlo presentable. Y ya, si no se nos ofrecía nada más…

Ni siquiera necesitamos mirarnos.

—¿De dónde ha sacado la cazadora? —soltó una de nosotras señalándole con el dedo.

Fue una ocurrencia decisiva. Un tiro certero. Una pregunta que resonó como un bombazo. Nos observó a las tres, una por una. Ya no era recelo lo que había en sus ojos. Sólo una mezcla de desconcierto y vergüenza.

—Me la regaló la señora —dijo al fin.

Pero no parecía muy seguro.

—Bueno, me pidió que echara a la basura todo lo que encontrara en el cobertizo…

Seguimos en silencio.

—Papeles, cajas, ropa usada, cosas inútiles…

Nos abrió la verja y señaló una pequeña construcción de madera. ¿El famoso bungalow…?

—Todavía no he tirado nada…

Al cabo de una hora abandonábamos el jardín al que nunca regresaríamos. Un jardín lleno de piedras y mala hierba, con la tierra agrietada por la sequedad. Un jardín sembrado de mentiras donde era del todo improbable que alguna vez hubiera crecido un rosal.

De nuevo nos estamos perdiendo en detalles. No hay manera. Mejor hubiera sido empezar por el final, dejarnos de rodeos y dirigirnos directamente al cobertizo. Pero hace tiempo que no nos vemos y tal vez venga de ahí la necesidad de recordar, fijar secuencias, dar a las circunstancias el papel que les correspondió en su día. Al azar, por ejemplo. Un azar que estuvo a nuestro lado desde el comienzo impulsándonos a aparecer en la casa en el momento preciso. El mismo azar que vistió al jardinero con la cazadora de nuestro padre y le encasquetó el viejo sombrero. El azar, en fin, que nos hizo aparecer justamente aquel día, cuando un hombre vestido como nuestro padre limpiaba el jardín y las «cosas inútiles» del cobertizo aún no habían acabado en la basura.

Y es curioso, las tres recordamos a aquel desconocido con un sentimiento muy semejante a la simpatía. Nos parece un personaje prestado. Una figura procedente de otra historia. Un enviado del Destino para disipar dudas, ahorrarnos trámites y poner punto final a una pesadilla que estaba durando demasiado: «Eso es lo que hay… Ustedes mismas». Porque eso fue exactamente lo que hubo. Papeles, cajas, ropa usada… Cosas posiblemente inútiles para cualquiera que no fuéramos nosotras. Álbumes de fotos olvidadas, carpetas con correspondencia, documentos que algún día podríamos necesitar y, entre los papeles, inesperadamente, el título de propiedad de una sepultura… La de mamá y los abuelos. La sepultura familiar. Un último desaire que nos remitía al día lejano en que ciertos retratos fueron despojados de sus marcos y amontonados de cualquier manera en las estanterías de un despacho. Pero ninguna de nosotras podía ya preguntarse: ¿cómo no nos avisó? ¿Qué le hubiera costado? Ni tampoco traeríamos a colación prolijas explicaciones sobre un supuesto bancal de rosas o sorprendentes cuidados que, según la misma y única versión, nuestro padre les prodigaba de continuo. «¡Maldita embustera!», fue el sentido cumplido que le dedicamos. Y el único. Ahí nos detuvimos. Que a nadie se le ocurriera llamarla «enferma» ni menos aún «loca». A los enfermos se les compadece; a los locos se les termina perdonando. Pero nada más lejos de nuestro ánimo que compadecerla y nada más disparatado que pensar, siquiera por unos segundos, en perdonarla. Olvidarla sí. Cuanto antes. Se encontrara donde se encontrara. Viajando sin parar, regresando a su lugar de origen o instalándose en cualquier otro país donde sembrar cizaña… La condenábamos a la oscuridad. Al más absoluto silencio. Como si estuviera muerta y enterrada. Y lo conseguimos. Durante seis años y medio lo conseguimos. Años en los que ha habido un poco de todo. Enamoramientos, bodas, separaciones, divorcios y más bodas. Años en los que una de nosotras cambió de ciudad; otra de país. Años, en fin, en que ni siquiera nos hemos molestado en recordar maquinaciones o desplantes, ni en intentar, con la distancia, desvelar las claves de oscuros comportamientos. Hasta que esta misma mañana, en las primeras navidades que, después de mucho tiempo, nos hemos propuesto pasar juntas, ha vuelto a sonar su nombre. A retumbar. Barbro, en el momento más inesperado, se ha empeñado en dar señales de vida. O, para ser más precisas, de muerte.

No sabemos muy bien cómo funcionan estas cosas. Si al abrirse la puerta aparecerá una camilla con un cuerpo cubierto por una sábana, o si seremos nosotras las que pasaremos al interior de una estancia repleta de compartimentos señalados con letras o números. Lo hemos visto en las películas. Cajones gigantescos que los empleados extienden ante familiares o conocidos y estos asienten o niegan. También, a veces, gritan o se desmayan. Preferiríamos, en caso de que nos permitan elegir, que trajeran el cuerpo hasta aquí, aunque «preferir» sea una palabra totalmente inadecuada. No preferimos nada. Pero de las dos opciones la segunda nos parece la peor. Un archivo de muertos, perfectamente clasificados y numerados, y un frío pelón. Un frío que hasta en el cine traspasa la pantalla y congela a los espectadores.

Tampoco sabemos con exactitud qué es lo que ha pasado. Quizá nos lo expliquen; quizá no. La única información de la que disponemos es que existe un cadáver que podría tratarse de Barbro y que nosotras estamos aquí para dos cosas: o bien identificarlo, o bien declarar que no lo reconocemos. Si necesitan de nosotras es que no están seguros, pensamos. Ni de una posibilidad ni de la otra. Lo cierto es que esta mañana, al teléfono, no han sido demasiado explícitos. Un accidente múltiple, confusión de documentos, y la absoluta necesidad de que nos personáramos por la tarde en este lugar donde nos encontramos. No han dicho «morgue» sino «Instituto de Medicina Legal». Y nos han pillado tan de sorpresa que no hemos sido capaces de preguntar por ciertos extremos que ahora nos intrigan. El primero, cómo nos han localizado con tanta rapidez, y el segundo, de qué manera se procede a una identificación rutinaria. ¿Nos dejarán permanecer juntas todo el rato? ¿O se nos obligará a superar el trámite por separado? Detalles que probablemente no tengan la menor importancia. Estamos aquí. Eso es lo único que cuenta. Y si estamos aquí es por ella. Por Barbro. Por la mujer que ingenuamente habíamos enterrado en la memoria.

Pero la memoria, lo estamos viendo, no es una tumba de alta seguridad. A la sola mención de su nombre las imágenes desterradas han salido de su escondrijo más vivas que nunca. Y hemos vuelto a sentir rabia, indignación, impotencia… Emociones que creíamos olvidadas y para las que sólo ahora encontramos la explicación que en su momento se nos resistía. Barbro no cometió contra nosotras ningún crimen legalmente punible. Pero ridiculizó a quien más queríamos, invadió nuestro terreno, nos robó los mejores recuerdos, se burló de todo lo que respetábamos y nos resarció con el más absoluto desprecio. Y ahora —genio y figura— reaparecía en el momento más impensado dispuesta a no perdonarnos una. Ni siquiera la última. Su cadáver.

La palabra «cadáver» ha sonado extraña entre estas cuatro paredes. Extraña porque ha sonado familiar. Aquí no hay más que restos, despojos, cuerpos sin vida ni historia a la espera de que un empleado tire de los cajones-litera, los muestre a los visitantes y tal vez entonces, si la suerte acompaña, puedan recobrar la singularidad perdida. Todavía no ha llegado el terrible momento. El regalo póstumo de la mujer a quien nuestro padre llamaba Amor. Su última voluntad. El placer de fastidiar más allá de la muerte… Pero de pronto nuestras miradas se cruzan, una chispa se ha encendido en las pupilas, nos quedamos en silencio y no podemos menos que sonreír. Conocemos el momento. Esa chispa es ya una vieja amiga. Apareció la primera vez, hace ya mucho, en el lejano bar de la esquina en el que nos refugiábamos todos los días para ahogar penas y aclarar ideas. Y ahora, como entonces, como el día en que terminamos por enarbolar el título de propiedad de una vivienda tomada por asalto, el centelleo no deja de indicarnos: «¡Peligro! ¡Apartad este pensamiento de vuestras cabezas! ¡Olvidadlo!». Pero somos demasiado rápidas. Nos entendemos casi sin hablar. No necesitamos de las palabras para saber que esta vez Barbro (le pertenezca o no el cuerpo que nos aguarda) no va a salirse con la suya. Ni tampoco nosotras tendremos que pasar por un mal trago. ¡Qué sencillo resulta ahora todo! ¡Qué tranquilizador! Seguramente lo sabíamos ya desde que entramos en esta sala en la que debemos de llevar sentadas cerca de una hora. Lo sabíamos sin saber que lo sabíamos. Ocurre a menudo. Por eso invocamos nada más llegar escenas del pasado, o, mejor, ciertos momentos ocuparon de pronto nuestra mente para indicarnos el camino a seguir. Y aquí está, claro y nítido. El camino. Lo demás no nos importa. ¿Qué pasa con los cadáveres que nadie ha identificado? ¿Van a la fosa común? ¿O esa práctica es ya pura historia y, al igual que en muchos países, se les concede un entierro de caridad? ¿Una tumba sin leyenda? ¿Un nicho modesto, con una lápida muda, en cualquier soleado cementerio… del Sur?

No sabemos cómo funcionan estas cosas, ya lo hemos dicho. Y tampoco nos importa demasiado. Lo cierto es que no pensamos ahora en mamá, en su dulce memoria, en antiguos deseos de desagravio y justicia; ni siquiera pensamos en nuestro padre. Sólo en nosotras. Y en ella. Por primera vez ella y nosotras nos parecemos bastante. ¡Quién lo iba a decir! Ella, a quien legalmente no se la puede acusar de ningún delito. Y nosotras, de quienes ni siquiera se podrá pretender que hemos mentido. Porque no lo haremos. No será necesario falsear ningún extremo. Nos preguntarán si reconocemos el cuerpo yacente en la camilla y diremos: «NO». La verdad pura. Poco importa quién de las tres descubrió cierto día de verano la habilidad que muy pronto convertimos en arte. Volveremos a estar sin estar. A mirar sin ver. Y ahora, cuando por fin la puerta en la que se lee PROHIBIDO EL PASO empieza a abrirse, nos ponemos en pie y nada decimos. Pero estamos mirando ya con ojos ciegos y nuestra mente no deja de repetir: «Gato muerto, gato muerto, gato muerto…».