Días entre los Wasi-Wano

Tristán y Valeria, mis tíos, siempre me habían parecido alegres, divertidos y, por encima de todo, jóvenes, muy jóvenes, aunque tal vez hubieran alcanzado ya los cincuenta o estuvieran a punto. No tenían nada que ver con nuestros padres, ni con los amigos de nuestros padres. En realidad no tenían que ver con nadie. Por eso me sorprendió enormemente que aquel verano nos enviaran a mi hermano y a mí a pasar el mes de agosto con ellos, en la montaña, donde podríamos —y lo repitieron una y otra vez— respirar aire puro, comer huevos frescos y beber leche de cabra recién ordeñada. Pero la sorpresa no venía por el aire, la leche o los huevos, sino por ellos. Precisamente ellos. Los insensatos, los estrambóticos, los irresponsables. Los Viva la Virgen. De todos los epítetos con que la familia despachaba con regularidad su alegre existencia, Viva la Virgen era el que más me intrigaba y gustaba al mismo tiempo. Los imaginaba en la intimidad de su hogar, en el comedor, en la cocina, en el dormitorio, cogiendo hatos de ropa, sábanas, manteles, alzándolos al aire y dejándolos caer al grito de ¡Viva la Virgen! Con las cacerolas y sartenes se lo pasaban aún mejor. ¡Viva la Virgen! Y no digamos en el comedor, bailando al son de un gramófono de bocina, esperando a que el vinilo de turno diera las últimas notas para lanzarlo al techo, celebrar su caída y pisotearlo con fruición entre los vivas de rigor especialidad de la casa. Aquel ¡Viva la Virgen! me sonaba también un poco a Vive como quieras, la película de Frank Capra de la que siempre hablaba mi madre y que yo, aunque por aquel entonces no hubiera tenido ocasión de verla, conocía casi al dedillo. Y ahora pienso que era curioso. Mi madre, amante del orden y del deber, fascinada ante aquel hogar de celuloide en blanco y negro sin imposiciones ni preceptos. Un hogar Viva la Virgen como el del tío Tristán, su hermano, y tía Valeria, la mujer de su hermano. Porque en esto no me había equivocado. En casa de los tíos se vivía en libertad. A su lado cualquier otro hogar parecía una prisión, un zoo. Por eso estuvimos encantados con la decisión desde el primer momento. Sorprendidos, pero encantados. Y eso que entonces, todavía, no sabíamos nada de los Wasi-Wano.

Los tíos no tenían hijos porque no habían querido. De eso se hablaba a menudo en la familia. Unos decían que por egoísmo. Otros (mi madre entre ellos) que mejor así, que unas criaturas indefensas no encajaban en su forma de vida. Sobre cuál era esa forma de vida nunca logré sacar nada en claro. Viajaban mucho, estudiaban, leían, escribían, pintaban… Pero ¿era eso malo? Nadie me lo aseguró abiertamente. Aunque los interrogados de turno solían encogerse de hombros, menear la cabeza con una sonrisa o, en el mejor de los casos, murmurar con cierta superioridad palabras como artistas, bohemios, vagos, irresponsables y —¡faltaría más!— Viva la Virgen. El miembro de la familia más proclive a criticarlos era tía Berta, la hermana de mi padre. Pero tía Berta se creía perfecta, le gustaba mangonear, no admitía otra forma de vida que la suya y declaraba la guerra a todo aquel que se atreviera a contradecirla. Yo la odiaba y ella lo sabía. La odiaba con razón. Había destrozado mi álbum de Razas humanas, mis dibujos y mis explicaciones. «Esto es insano», sentenció aquel día ante mi más absoluto desconcierto. «Te tendría que visitar un médico». Así era tía Berta. Si de ella dependiera nos enviaría a todos al psiquiatra con cualquier excusa. Pero todo eso había sucedido hacía por lo menos tres años, cuando yo contaba diez, a punto de cumplir once, en una desgraciada estancia en su casa de la playa. También era verano. Como ahora. Pero hoy íbamos contentos, montados en el coche de línea, notando extrañados cómo se nos taponaban los oídos a medida que avanzábamos y descubríamos, pegados a la ventanilla, ríos de aguas transparentes, bosques de pinos y casas de piedra con techos de pizarra como sólo habíamos visto en postales o revistas. Al llegar al último pueblo del trayecto distinguimos a los tíos sentados en el bar de la plaza. Se acercaron corriendo, nos ayudaron a bajar y se ocuparon de las maletas. Creo que ya entonces nos recibieron diciendo: «Wasí, Wasí». Pero estábamos tan contentos que ni mi hermano ni yo nos dimos cuenta.

El aire olía a estiércol, gallinas y cabras, tal como nos habían asegurado. Pero no así la casa de los tíos. Nada más entrar sorprendí a mi hermano avanzando la cabeza y poniéndose a olisquearlo todo como un sabueso. No le reñí porque yo también, aunque de forma más discreta, estaba haciendo lo mismo. Era un olor intenso, no podría decir si bueno o si todo lo contrario. Una mezcla de pintura, bizcochos, chocolate, vino, perfume y quizás incienso, como en las iglesias. Luego sabría que uno de los pasatiempos de Valeria era elaborar aromas y que algunos le salían bien y otros no tanto. Pero ya aquel día, sin estar al corriente aún de casi nada, lo que más me llamó la atención fue la cocina. Grande y repleta de tubos y probetas, como los laboratorios de mago que aparecían en algunas películas. Y nos gustó. A los dos. Todo era distinto a lo que habíamos conocido hasta entonces. Empezando por ellos, nuestros tíos. Era la primera vez que estábamos a solas, frente a frente, sin los ojos vigilantes del resto de la familia, y el largo verano que iniciábamos precisamente en aquel momento se nos presentaba lleno de promesas y descubrimientos. Nos alojaron en el mismo cuarto, un dormitorio inmenso, y mientras Valeria distribuía sábanas y toallas Tristán me preguntó discretamente:

—¿Cómo va tu padre? ¿Se encuentra mejor?

Negué con la cabeza. Estaba mal. Muy mal. Necesitaba tranquilidad y descanso. Por eso lo habían instalado en el comedor de casa y por eso también habían decidido que lo mejor para todos era que Pedrito y yo pasáramos el mes de agosto con ellos.

—¿Y por qué no en casa de Berta?

El tío no se andaba con rodeos. Y también eso me gustó. Era franco, directo. Y estaba sorprendido. Como mi hermano y yo. Me encogí de hombros.

—Mamá dijo que aire puro, huevos frescos, leche de cabra…

Tristán se puso a reír a carcajadas y todavía me pareció más joven. Tal vez por eso me atreví a contarle mis diferencias con tía Berta. O mejor, mi odio. Porque yo nunca olvidaría aquel día en una casa frente al mar, la mañana en que preferí no ir a la playa y quedarme en el jardín inventando razas. Pero no se me había ocurrido que eso pudiera ser malo. Y estaba segura todavía de que no lo era. Así que miré a Tristán y empecé por el principio.

Una amiga del colegio, le conté, tenía un álbum en el que cada semana pegaba cromos nuevos. Eran de colores y representaban hombres y mujeres de lugares lejanos, con pendientes enormes en las orejas, por ejemplo, o en la nariz o en los labios. Había negros, colorados, amarillos y también blancos. Unos peinaban trenzas, otros largas y enmarañadas melenas y unos pocos, en fin, se habían afeitado la cabeza. A trozos o completamente. Debajo de los cromos y a veces al lado se explicaban sus costumbres, muy distintas a las nuestras, muy extrañas. Yo quería tener una colección igual, pero en el estanco del pueblo no sabían nada de álbumes ni de cromos, por lo menos de aquellos, de modo que decidí hacerlos yo misma. Compré papel, cartulinas, lápices de colores y empecé mi colección particular. Razas humanas. Estuve toda la mañana trabajando. Me inventé pueblos, tribus, nombres y sobre todo costumbres, todas muy raras, como las del álbum de mi amiga. Y en eso estaba cuando apareció tía Berta.

Tristán me escuchaba interesado y yo seguí contándole cómo tía Berta, al principio, se limitó a mirar por encima de mi hombro lo que yo estaba haciendo. Sólo al principio. Y sentía cada vez más rabia a medida que lo iba recordando. Pero ahora, años después, al revivir aquel momento, la rabia de entonces se convierte en agradecimiento. Porque si tía Berta no hubiera arrugado y estropeado mi álbum, si no me hubiera reñido como lo hizo hablando de médicos y de juegos insanos, yo no le habría contado nada a Tristán de mi colección de razas. Y él, probablemente, nunca se hubiera decidido a adentrarnos en su mundo secreto.

—Madera de antropóloga —dijo simplemente entonces.

Yo noté un deje de orgullo en su voz e intenté recordar qué era lo que quería decir exactamente «antropóloga». Lo sabía, pero no estaba segura.

—Y eso —añadió al rato con cierto aire de misterio— no debió de gustarle nada a tu tía Berta.

Aquella noche después de cenar Valeria le preguntó a Pedrito si le apetecía un vaso de leche y él, ante mi sorpresa, asintió con entusiasmo. Pero ella no fue en busca de una cabra para ordeñarla allí mismo, como seguramente esperaba mi hermano, sino que abrió la nevera y le ofreció un brik normal y corriente, muy parecido a los que teníamos en casa. Enseguida, sin reparar en su cara de chasco, recogió su largo cabello negro en una trenza, se ajustó un mandil, se olvidó de nosotros y empezó a diluir polvos en una ensaladera y a majar hierbas en un mortero. Casi al mismo tiempo Tristán despejó la mesa, desplegó un mapa inmenso y sujetó los bordes con lo primero que encontró en la alacena. Una plancha antigua, una tinaja rota, una piedra y una tetera de barro. Mi hermano y yo nos miramos confundidos. ¿Teníamos que darles las buenas noches y retirarnos a dormir? ¿Podíamos quedarnos un rato más con ellos en la cocina? Ahora entiendo que la situación, nueva para nosotros, tampoco estaba demasiado clara para ellos. No tenían costumbre de tratar con críos, ni siquiera con adolescentes. O a lo mejor, a sus ojos, éramos exactamente lo mismo. Pedrito, a los nueve años, y yo, a punto de cumplir catorce. Pero en la duda, si es que llegaron a tenerla en algún momento, resolvieron por lo alto. Y con la excepción del vaso de leche de cada noche para mi hermano (seguramente mi madre había insistido en este punto) nos trataron de tú a tú, de igual a igual, como adultos o amigos, algo que a ninguno de los dos nos había ocurrido hasta entonces.

—Bien… —dijo Tristán en cuanto tuvo el mapa bien sujeto—. ¿Habéis oído hablar alguna vez de los Wasi-Wano?

Negamos con la cabeza. Pero entendimos que se nos invitaba a participar de la velada.

—No me extraña. Es más, si me hubieseis dicho que sí, no os habría creído. Pero empezaré por el principio. Por situaros y situarme. Soy, como sabéis, vuestro tío, el único hermano de vuestra querida madre, marido de la simpar Valeria —ella, sin apartar los ojos del almirez, saludó con una inclinación de cabeza— y antropólogo, entre otras muchas dedicaciones que no vienen ahora al caso pero que quizás os suenen de algo. Artista, vago, bohemio, irresponsable, botarate…

—¡Viva la Virgen! —gritó enardecido Pedrito, y yo deseé con todas mis fuerzas que se me tragara la tierra.

—Eso también. ¿Cómo podría haberme olvidado? Gracias por recordármelo, Pedro. Y ahora se me ocurre que deberíamos llamar así a esta casa ¿Qué te parece, Valeria? «¡Viva la Virgen!», es un buen nombre para una casa…

Valeria asintió sonriendo. Seguía dándole al almirez con auténtica devoción. Como si no hubiera nada más importante en el mundo. Había conseguido un ritmo regular, musical incluso. Una especie de acompañamiento que acolchaba las palabras de Tristán pero que ahora, en estos instantes de silencio, cobraba un protagonismo inesperado. Era agradable escucharlo. Abandonarse a su cadencia mientras en la cocina empezaba a respirarse un olor a tierra, a verde, a follaje, a campo después de la lluvia y a algo más que no supe reconocer pero que, me pareció, luchaba por destacar, por abrirse paso entre los demás aromas. Por vencerlos.

—A lo nuestro. —Tristán volvió a tomar la palabra y la música de Valeria pasó a segundo plano—. Como estamos entre amigos y no en un congreso ni tampoco ante un tribunal, os ahorraré los prolegómenos. Pero tenéis que saber que, aunque no sea estrictamente obligatorio, sí se ha convertido en práctica común el hecho de que, antes de exponer una tesis, se empleen unos minutos en destrozar las otras, las de cualquier colega que con anterioridad se haya atrevido a rozar siquiera el tema que se pretende abordar a continuación.

Me miraba como si estuviéramos al mismo nivel. Como si viera en mí a una futura antropóloga. Por eso asentí con cara de entendida. No podía defraudarle.

—Sólo diré que ningún hipotético estudio sobre los Wasi-Wano debe, en principio, merecernos el menor crédito. Tampoco las supuestas fotografías tomadas con potentes teleobjetivos o las noticias de avistamientos a distancias impensables de sus poblados. Todos lo sabemos. Es fácil confundir deseos y realidad.

Se detuvo y de nuevo el ritmo al que se entregaba Valeria y el olor a tierra mojada se adueñaron de la cocina. El índice de Tristán recorría ahora el inmenso verde del mapa. «Amazonia», murmuró melancólico. «Amazonia». Lo seguí con la mirada, sin importarme ya que mi cara delatara ignorancia ni molestarme en impostar un entendimiento del que carecía. Todo mi interés se centró en la vasta zona desplegada sobre la mesa que, de pronto, como si la estuviera observando a través de una potente lupa, exhibió todos los matices posibles de verde. Oliva, esmeralda, turquesa, menta, lima… Y, como si entrara en un sueño o en una deliciosa duermevela, la voz de Tristán se adueñó de mi cerebro. Era lo único que existía en la cocina. Su voz. Potente y modulada.

—Deseos, realidad… —repetía ahora—. Nada tan fácil como confundirlos. Y más aún en las selvas del trópico, atenazados por la modorra, el sopor febril o esos agitados sueños, muy propios de aquellas latitudes, en los que pasado, presente y futuro se dan la mano y tan reales nos parecen y nos confunden hasta tal punto que, al despertar, lo habitual es que tardemos horas o incluso días en reconocernos y aceptarnos.

Porque mientras durase el sueño, prosiguió mirándome fijamente, las personas podían convertirse en sus propios padres o en sus propios hijos, en nativos shibo-catataibos, yanomanís o awá, por citar unos ejemplos. También les era posible hablar, cantar y silbar en la lengua de los pirahas o, algo aún más notable, escuchar y retener las palabras de despedida del último pacahuara del mundo. Aquí Tristán se detuvo y yo también me tomé un respiro. Nunca, que yo recordara, había escuchado a alguien con tanta atención.

—Ese es uno de los sueños más preciados. Un privilegio. El máximo honor para cualquiera de nosotros. El pacahuara, recostado en su estera, nos mira conmovido. Sabe que va a morir, que ningún remedio puede ya prolongar su existencia, y sabe también que con su muerte desaparecerá su idioma, lo poco que recuerda de lo que fue su idioma, contaminado primero por otros más poderosos, olvidado después por ser el último de su pueblo y no tener con quién hablar. Pero en esa hora trágica, el pacahuara (si se trata de un hombre) evoca en la agonía a sus padres y abuelos, las leyendas que le contaban de niño, su primer arco y su primera flecha, los reflejos plateados de los peces que atravesaba en aquellos lejanos días con una caña afilada. O bien (si el pacahuara soñado es mujer) la ropa lavada en el río, las canciones de las que se acompañaba mientras trituraba ñame en un cuenco, el dolor de los partos, el nombre de los desaparecidos, los tiempos en los que no estaba sola y podía todavía pronunciar y escuchar palabras que ahora, de pronto, volvían vigorosas a su mente después de haberla abandonado durante años. Porque eso es lo que le ocurre en el sueño al último pacahuara, así se trate de hombre o mujer. Recobra la memoria antigua y borra la reciente. Señala con el dedo al que le está soñando, le coge de la mano y, haciendo un esfuerzo supremo, le dedica sus últimas palabras que serán también, como él y su destinatario no ignoran, las últimas del mundo pronunciadas en su lengua.

A medida que hablaba yo iba poblando aquel territorio de verdes infinitos con las presencias que él invocaba. Y sentía lo que ellos sentían. La emoción del antropólogo, explorador o viajero que, en aquellos, instantes, se sabe único. No ha entendido nada de lo que le ha dicho el agonizante, ignora si ha expuesto su voluntad, si le ha lanzado una sentencia o si, simplemente, le ha soltado una solemne estupidez o una frase sin el menor sentido. Pero se ha convertido en el receptor de un mensaje que nadie jamás podrá ya descifrar. Protagonista singular de un momento histórico. Y el sonido de las palabras del moribundo le acompañará días y días —y él no dejará de repetirlas para retenerlas— hasta que otro antropólogo, explorador o viajero le cuente, él también, un encuentro parecido. Las últimas palabras del último pacahuara, hombre o mujer. El precioso legado de una lengua extinguida. La cadencia inolvidable de aquellas misteriosas frases que él ha sabido retener y fijar en su mente para transmitir a la posteridad. Y aquí, en este punto, se desvelará el enredo. Lo que recuerda al dedillo el segundo antropólogo, explorador o viajero (y se apresta a comunicar rojo de emoción) no tiene nada que ver con las palabras, sonido y cadencia que el primero ha fijado a cincel en su cerebro.

—Y al cabo de un aciago instante —concluía ahora Tristán— sin necesidad ya de decir nada, los dos entenderán. El sopor del clima. Realización de deseos. Juegos de la selva. Sueños…

Pedrito dio una cabezada sobre la mesa y, casi al mismo tiempo, el mortero de cristal con el que trajinaba Valeria explotó y cayó al suelo. O tal vez, cayó al suelo primero y luego explotó en mil pedazos. Lo cierto es que un vaho poderoso se adueñó de la cocina. Reconocí el olor a verde, a lluvia, a tierra mojada, a follaje… Pero también el efluvio que luchaba por ganar posiciones y que finalmente había triunfado. Ahora sí sabía lo que me recordaba. Agua estancada, fruta podrida, alimentos descompuestos… Pensé que algo grave iba a pasar en aquellos momentos. Que Tristán se enfadaría con su mujer o que Valeria se desharía en excusas por el desastre. Lo pensé tontamente, recordando el jaleo que se armaba en casa cuando a Pedrito se le caía un vaso de agua en la mesa o manchaba el mantel con restos de salsa o sopa. Pero la vida de los tíos poco tenía que ver con la nuestra. Tristán se puso muy contento, emocionado incluso, y Valeria, en cuclillas, sin dejar de sonreír, apartaba ahora los trozos de cristal con todo cuidado para rescatar limpiamente aquel barro de olor poderoso e introducirlo en una probeta.

—¡Hoy lo has logrado! —dijo Tristán—. Si cierro los ojos me creo todavía allí…

Valeria se untó las sienes con un poco de engrudo y también las muñecas. Se la veía radiante. Yo me agaché a mi vez y envolví unos grumos en una servilleta de papel.

—¡Qué maravilla! —exclamó aún Tristán.

Al llegar al cuarto apunté en un cuaderno algunos nombres para no olvidarlos. Yanomaní, Awá, Pacahuara, Wasi-Wano… Subrayé Pacahuara (ya que habían sido los protagonistas de la noche) y añadí un interrogante a Wasi-Wano (porque sólo sabía de ellos que nadie sabía nada de ellos). Pedrito dormía como un tronco y del cuarto de los tíos llegaban risas y palabras sueltas que al rato se convirtieron en murmullos y gemidos. Pero había visto ya muchas películas y era lo suficientemente mayor para entender de qué se trataba. Me tapé los oídos con un pañuelo y me unté la frente con el poco de barro que me había traído en la servilleta. Olía fatal. Pero deseaba parecerme a los tíos. Acostumbrarme. Si a ellos les gustaba aquel olor, yo no iba a ser menos.

Los tíos andaban siempre descalzos por la casa y cada mañana hacían gimnasia desnudos. Luego se vestían para desayunar, pero a mí me pareció que si lo hacían era por nosotros, para que a Pedrito no se le ocurriera contárselo a mamá y mamá se arrepintiera de habernos enviado con su hermano. Mamá llamaba cada noche antes de cenar, Tristán le informaba de que todo iba bien y le preguntaba a su vez: «¿Alguna novedad en Palacio?». Era su forma de interesarse por la salud de papá sin alarmarnos. Luego le mandaba un beso muy grande y nos pasaba el auricular. Yo le repetía: «Todo bien» y Pedrito le explicaba un montón de cosas. Que no olvidaba su vaso de leche, que se bañaba en un río muy frío o que de mayor quería ser salvaje. Entonces mamá se ponía a reír y todos nos quedábamos tranquilos.

El teléfono era el único medio de comunicación con el mundo que habíamos dejado atrás. Un aparato antiguo, instalado en la mitad exacta del pasillo, en que la voz de quien llamaba llegaba hasta el último rincón de la casa como si tuviéramos la radio encendida. Pero no teníamos radio. A los tíos les gustaba escuchar el viento, la lluvia, las cigarras, las gallinas de los vecinos o los balidos de las cabras que cada tarde bajaban del monte. A veces Valeria cantaba. Y eso sí lo hacía bien. Entonaba unas melodías sin letra o, por lo menos, sin palabras que yo pudiera entender. Gritaba, reía, a ratos parecía que lloraba. Tristán nos contó muy bajito que había sido actriz y que en ocasiones le gustaba recordarlo. Había muchas cosas que hubiera querido preguntar (de su vida de actriz, por ejemplo, de sus viajes o de cuándo y dónde se habían conocido), pero, por no parecerles demasiado curiosa, preferí callar. No sé si obré bien. Todavía, tantos años después, me lo pregunto. Aunque lo cierto es que muchos de aquellos puntos que entonces me desconcertaban terminaron aclarándose por sí solos. El supermercado, por ejemplo. Al principio me había parecido raro que los tíos, tan amantes del aire puro, de los ríos, de las cabras o de las gallinas, de la naturaleza en suma, no compraran huevos, quesos o leche recién ordeñada a sus vecinos del pueblo y, en cambio, una vez a la semana, sacaran una furgoneta del garaje y condujeran por lo menos veinte kilómetros hasta una localidad más grande que disponía de supermercado. Quizá los productos eran casi igual de buenos, pensé primero. Productos de la misma región, después de todo. Hasta que entendí que lo que en realidad los tíos pretendían no era otra cosa que mantener una medida distancia con la gente del pueblo. Saludaban atentamente, eso sí, y de vez en cuando íbamos al único bar de la plaza a tomar algo y a esperar el último autocar del día. Nos gustaba, como a todos los vecinos, contar el número de pasajeros que llegaban y el número de pasajeros que partían, avanzar resultados, hacer apuestas y discutir con las otras mesas las posibles reglas de la competición. ¿Valía lo mismo un bebé que un adulto? ¿Y una jaula de gallinas? ¿Contaba tanto como un perro o contaba menos? ¿Y por qué nunca hasta ahora se había dado un empate? Hasta hubo una tarde en que Tristán sustituyó encantado a un jugador de dominó y se marcó unas cuantas partidas. Pero nadie del pueblo, mientras estuvimos allí, se acercó jamás a la casa ni nos visitó con cualquier pretexto. Algo había seguramente en la actitud de nuestros tíos que obligaba a los otros a respetar su intimidad. Se mostraban amables, correctos, buenas personas… Pero ahí acababa el trato. Pedrito y yo lo sabíamos, y nos sentíamos unos privilegiados. Como el último pacahuara de la primera noche. O, mejor, como el antropólogo, explorador o viajero que tenía el honor o la fortuna de soñar, allá en la selva, con sus últimas palabras.

Por eso en nuestra segunda noche, después de la cena, me atreví a recordar:

—Estábamos con el último pacahuara. Con los sueños…

Había pronunciado «pacahuara» con toda familiaridad, sin titubeos, segura de admirarles con mi memoria y mi dicción. Pero no noté en Tristán el menor signo de asombro. Tampoco en su mujer. A los pocos minutos, sin embargo, el tío desplegó de nuevo el mapa inundado de verdes y Valeria se puso a machacar ajos y semillas en un mortero de piedra. «Hoy la música va a ser muy distinta», anunció.

Y tenía razón. Pero no sólo el ritmo resultó diferente. También las palabras, la entonación de Tristán y, sobre todo, su prisa. Una extraña ansiedad por terminar cuanto antes con un tema y pasar a otro. Despachó a los Pacahuara con cuatro frases proferidas a toda velocidad e hizo lo mismo con los sueños. No había sido más que una introducción, nos dijo. Un intento de hacernos comprender lo artificiosa que puede llegar a ser la selva y los peligros que acechan a todo aquel que se interna en sus profundidades. Y como si con eso cerrara un capítulo, al que ya no deseaba añadir ni una palabra más, rellenó una pipa, balanceó la cabeza al compás marcado por Valeria y, al igual que la noche anterior, su índice recorrió durante un rato los verdes de la Amazonia. Adiviné que se estaba preparando para abordar lo que de verdad le interesaba y esperé en silencio.

—¿Queréis saber cómo conocí a los Wasi-Wano? —preguntó de pronto.

Pedrito abrió su cuaderno de dibujo y probó unos lápices. Mejor así. Si se entretenía no caería dormido. Yo asentí con la cabeza. «Los Wasi-Wano», repetí bajito.

—Pues bien —siguió Tristán, y en sus ojos me pareció descubrir un brillo desconocido—. Fue hace ya algunos años. Veinte tal vez. Yo me había extraviado en medio de la selva. Había perdido, además de la noción del tiempo, cualquier posibilidad de contacto con el resto de la expedición. Me hallaba solo, extenuado, herido…

Lo imaginé enseguida con el torso desnudo, los pantalones hechos jirones, un cinturón con cartuchera, un rifle colgado al hombro y me pregunté si en el Amazonas se usaba salacot como en el África de las películas. Pero la pregunta no llegó a salir de mi pensamiento. Seguro que no, me respondí enseguida. Los árboles debían de ser tan altos que no dejaban penetrar el sol y, aunque lo llevara puesto al principio, lo más probable es que con todas las fatigas y los peligros se le hubiera caído hacía tiempo. En su lugar le até un pañuelo de color rojo. En eso consistió mi única deserción. El único momento en que me permití desviarme unos segundos de su relato. Porque en el acto, al darme cuenta, intenté retomar el hilo y volví a escucharle con toda la atención del mundo. Y de nuevo, como el día anterior, su voz poderosa obró el milagro. Fue como si el mapa desplegado sobre la mesa absorbiera toda la luz de la cocina y nada existiera más allá del festival de verdes que, poco a poco, iban abriéndose como las cortinas de un teatro. Tristán hablaba y yo, penetrando en la espesura, lograba verle allí, con la ropa hecha jirones, el pañuelo rojo en la cabeza cubriéndole una herida, pequeño, insignificante ante la inmensidad, a punto de ser devorado por la vegetación. Hasta que de repente su imagen desapareció de mi vista y me sentí dentro de un círculo, un embudo que giraba a toda velocidad. Ya nada era oliva, esmeralda, turquesa, menta, lima… Sólo verde. Un verde sin matices que amenazaba con engullirme de un momento a otro. Entendí entonces que, lejos de haber perdido a mi tío, estaba viendo por sus ojos y que de un momento a otro Tristán —el Tristán de la selva, el hombre herido, magullado, exhausto— iba a desvanecerse y darse de bruces contra el suelo. Cerré los ojos para liberarme del torbellino verde y de paso salvarle a él. Pero los abrí enseguida. Mi tío, ahora, reía a carcajadas.

—Perdí el conocimiento, chicos. Me desmayé o tal vez morí. Nunca podré saberlo. Pero al despertar y volver a la vida creí que estaba siendo víctima de uno de esos sueños tan propios de la selva en los que, como os explicaba ayer, pasado, presente y futuro se confunden…

Lo primero que vio Tristán al abrir los ojos fue a una mujer de una etnia que desconocía mirándole fijamente. Era muy baja de estatura, iba prácticamente desnuda, y lucía en el rostro unos extraños dibujos que por unos momentos se le antojaron figuras geométricas de las que nunca antes hubiera tenido noticia. Cargaba a dos criaturas de escasa edad en una especie de alforja rudimentaria que llevaba colgada al cuello. Una sobre el pecho; la otra sobre la espalda. La mujer se inclinó sobre su cabeza y no movió los labios. Pero él entendió su pensamiento. Entendió que le daba la bienvenida y se dijo: «Estoy soñando. He caído en una de las trampas de la selva». Porque lo cierto es que la visión de la madre y sus dos hijos le produjo una paz tan reparadora que ni siquiera ahora se sentía capaz de explicar. Era como si la conociera desde tiempos remotos o la hubiera estado esperando durante años y años sin saberlo. Tal vez por todo ello, por la emoción y también por el estado lastimoso en que se encontraba su cuerpo, se rindió otra vez. Aspiró una bocanada de aire y volvió a perder el sentido. «O a morir, quién sabe», apuntó encendiendo la pipa. Y de nuevo, para mi sorpresa, rompió a reír a carcajadas.

—La vida, a veces, es asombrosamente generosa —dijo al fin con el brillo más acentuado aún en sus pupilas—. Uno va en busca de una simple joya y, cuando menos se lo espera…, ¡tropieza con un tesoro!

Se detuvo unos instantes en los que sólo se oyó la percusión a la que se entregaba Valeria, nos miró aún sonriente y prosiguió:

—La expedición de la que formaba parte perseguía otros objetivos, no importa ahora cuáles. Pero yo, perdido en las espesuras de la selva, fui rescatado por una Wasi-Wano y ella me introdujo en los arcanos de su tribu.

Porque de los Wasi-Wano, en aquel entonces, se sabía todavía menos de lo poco que se conocía ahora. Tan sólo su nombre y escasas e inconexas noticias procedentes, la mayoría de las veces, de exploradores fantasiosos o de sueños recurrentes a los que las víctimas se aferraban al despertar. De modo que Tristán, al principio, no le puso nombre a su salvadora ni a la tribu al completo que acogió su vuelta en sí mismo tras su segundo desmayo. Simplemente recuperó el sentido y distinguió esta vez una docena de hombres y mujeres inclinados sobre su cuerpo mirándole con una mezcla de fijeza y estupor. No le parecieron fieros. Y no lo eran. Pero, como muy pronto le sería revelado, sabían defenderse, vengar afrentas y, sobre todo, fundirse con el entorno y hacerse prácticamente invisibles. Su mimetismo y don natural para el camuflaje era su principal arma defensiva. De ahí que muy raras veces hubieran sido avistados, y aun en esos casos —si así ocurría y ellos, a pesar de la distancia, se sabían sorprendidos— lograban escurrirse como anguilas, trepaban a los árboles hasta alturas impensables o se dispersaban en todas direcciones. Para muchos eran sólo leyenda. Carecían de existencia más allá de la superstición, del miedo irracional de otras tribus o de los confusos relatos de los madereros, esos despiadados devastadores de la selva, hombres rudos y crueles, odiados por todas las etnias, implacables en los avances de la deforestación, pero, al tiempo, presas del pánico ante los ataques de los wasiwanos (que también con este nombre eran conocidos) e incapaces de combatir a un enemigo que nunca se dejaba ver. Las flechas surgían de entre la espesura como disparadas por los propios árboles que los invasores pretendían talar. El ipê o lapacho, uno de los más preciados, o cualquier ejemplar de otras especies. Se diría —y más de un maderero, según cuentan, terminaría por perder la razón— que el mundo vegetal al completo se había unido en defensa de su integridad. Pero se diría también que, detrás de esta venganza organizada, se encontraba la voluntad y el poder de un pueblo. Por eso las flechas rompían el aire silbando wasiii-wanooo… O eso, al menos, se comentaba en las serrerías y en las partidas de los madereros.

—Y no diré que no. —Ahora Tristán enrollaba con todo cuidado el mapa, como si la sesión estuviera a punto de acabar—. Es posible que mis amigos firmen con su nombre el vuelo de sus flechas… Pero yo no puedo hablar de sus ataques más que de oídas. Nunca sentí miedo. Y mucho antes de que movieran los labios me supe seguro.

Así, al igual que antes la mujer le dijera sin hablar «Bienvenido seas», ahora la tribu al completo le hacía llegar las mejores intenciones, enterándole de retazos de su historia, acogiéndolo en el poblado como a uno más y conminándole a que guardara el secreto de su existencia como el don más preciado de su vida. Y sentía dentro de sí las palabras que nadie pronunciaba, como si fuera él quien las estuviera pensando o se hallara todavía bajo los efectos del desvanecimiento. Pero nada más lejos de la realidad. Porque en un momento, siempre con la mente, les agradeció la buena disposición y los cuidados y, al hacerlo, notó cómo una corriente eléctrica fluía de sus pensamientos e iluminaba las frentes de sus benefactores. Y lo mismo al revés. Cuando ellos le adentraban en su ancestral historia, repetían que no tenía nada que temer o explicaban las virtudes de ciertas plantas con las que habían empezado a tratar sus heridas, notaba una fuerza invisible, una energía emitida por los wasiwanos que penetraba en su cabeza y le invitaba al diálogo. Aquella era, como sabría enseguida, una de sus numerosas formas de comunicarse. Y la utilizaban a menudo. Cuando el peligro acechaba, cuando los miembros de la tribu se hallaban dispersos o también —aunque sólo muy excepcionalmente— cuando querían relacionarse con gentes que, como Tristán, no tenían el menor conocimiento de su lengua. Porque ellos poseían una hermosa, musical y compleja lengua, en la que valía tanto lo que se decía como lo que se callaba. Nunca hasta entonces Tristán había conocido un pueblo que apreciara tanto el silencio y valorara en su justa medida la palabra.

—Y la primera que escuché de sus labios —continuó— fue Wasíiiii, arrastrando la í, cargando toda la fuerza en la última letra. Empezó un hombre, le siguió una mujer, después, el pueblo entero…

Tristán (como contaría enseguida) no tardó en percatarse de que aquella gente se nombraba a sí misma o, por lo menos, pronunciaba la primera parte del nombre con el que eran conocidos. Pero sólo después, cuando llevaba ya algunos días en el poblado y las heridas habían sanado casi por completo, comprendió lo que verdaderamente significaba. Wasi equivalía a una aceptación, a una bienvenida a un SÍ con mayúsculas; Wano a todo lo contrario. Únicamente en una ocasión presenció el terrible Wanóooo espetado a un miembro de otra tribu que se había acercado en solitario al asentamiento y pretendía, según le pareció, parlamentar en paz, solicitar una información, proponer un trueque o avisar tal vez de un peligro inminente. Pero los wasiwanos no lo sintieron así y a él, nuestro tío, no le quedó otro remedio que reconocer su error. Wanóoooo quedó, pues, impreso en el aire. Como una advertencia, un dedo acusador, la espada llameante del arcángel expulsando a nuestros primeros padres del Paraíso. Una palabra sin correspondencia exacta en ningún idioma y de la que «¡Vete!», «¡Lárgate!», «¡No te queremos!», «¡Fuera!», «¡Basta!» —y tantas otras— no serían más que un débil e incompleto remedo sin fuerza alguna. Wanóooo expresaba el rechazo total. Un disparo que entraba por los oídos y perforaba el alma.

Tristán calló pensativo y ninguno de nosotros se atrevió a romper su silencio. Por unos segundos sólo se oyó el ritmo que imprimía Valeria a la majada de la noche y me pareció como si el olor a ajo se hiciera todavía más patente y amenazara con dominar la cocina y asfixiarnos.

—Ahora a dormir —dijo un Tristán súbitamente fatigado—. Y déjalo ya, Valeria. Hoy no los has conseguido.

Valeria se encogió de hombros. Nos dio un beso a los dos, acarició la cabeza de mi hermano y vació el mortero en la basura.

A partir de entonces ya no tendríamos que esperar a la noche para regresar a la selva. A la mañana siguiente, junto al río, Valeria se puso a trenzar ramas y hojas a la manera de los wasiwanos y nos mostró cómo entrar en las aguas de puntillas, deslizándose plácidamente desde lo alto de los árboles. Entrar, repitió, jamás irrumpir o precipitarse. Se trataba de hacer como hacían ellos y dar tiempo a que el río nos abriera sus puertas sin violentarlo, sorprenderlo o despertarlo bruscamente de su sueño. A ratos me parecía que nada de lo que estaba viviendo podía ser verdad, como verla trepar a un árbol, agarrarse a las ramas y, flexible como un junco, darse impulso, volar en el aire y entrar majestuosamente en el río. No llevaba traje de baño; tan sólo una pañoleta de algodón enrollada al cuerpo. Por eso, quizá, nos bañábamos en un remanso bastante alejado del pueblo donde nadie nos podía sorprender ni descubrir unos juegos que tal vez no habrían entendido. Porque Valeria, además de no parecerse a nadie de nuestra familia, tampoco se parecía a nadie del pueblo. Y cuando se lanzaba al agua describiendo un semicírculo en el aire, más recordaba a un animal salvaje que a un humano. Aquella mañana mi hermano la dibujó con un cuerpo de jaguar y la melena al viento. Ella se echó a reír. Yo, en cambio, me quedé muda. Era exactamente así como la había imaginado mientras saltaba.

Durante el almuerzo seguimos pendientes de los wasiwanos y quisimos saber qué es lo que comían y bebían o con qué plantas se curaban cuando se ponían enfermos. Nos enteramos enseguida de que casi todo lo que se da en nuestras tierras tiene su equivalente en las suyas, y que Valeria, la noche anterior, cuando majaba frenéticamente unas cuantas cabezas de ajo, no pretendía otra cosa que imitar el bo’o-ho o ajo sacha, un arbusto cuyas hojas recordaban a nuestro ajo común, una planta maestra que, además de otras propiedades, iluminaba la mente y a veces los nativos empleaban como condimento. Tristán nos explicó también que para entender la magnitud e importancia de la selva no debíamos contemplarla desde fuera sino desde dentro, como si hubiéramos nacido allí y dependiéramos por completo de ella. Porque la selva era al mismo tiempo un gran taller, una farmacia, la despensa inagotable en la que siempre encontraríamos alimento y el almacén mejor provisto del mundo. La selva nos protegía, sanaba nuestras dolencias, nos procuraba vestido, alimento, material para construir viviendas o armas con que defender la vida.

—La selva —concluyó— es nuestra Gran Madre.

Yo escuchaba fascinada, como siempre desde que había llegado a la casa de los tíos Pero había algo que no acababa de quedarme claro y que esta vez sí estaba dispuesta a preguntar. Intenté primero ordenar los hechos mentalmente. Tristán y Valeria se pasaban el día recordando a los Wasi-Wano. La primera noche ella logró un engrudo que reproducía el olor de la selva; la segunda, machacando ajo tras ajo, intentó calcar, sin conseguirlo, el aroma del bo’o-ho también llamado ajo sacha porque se parecía a nuestro ajo común. No se me escapó ya entonces el contrasentido de ese curioso viaje de ida y vuelta. Los exploradores, antropólogos o misioneros bautizaron cierto arbusto selvático que les recordaba a nuestro ajo con el nombre de ajo sacha. Y ahora los tíos intentaban que nuestro ajo, el de siempre, les recordara las hojas del arbusto que habían conocido en la selva. Como tampoco olvidé en ningún momento que eran libres, no tenían hijos, se pasaban la vida viajando, hacían lo que les venía en gana y por eso les llamaban ¡Viva la Virgen! Y esta vez sí me atreví a preguntarlo. ¿Por qué encerrarse en aquel pueblo perdido en la montaña si no deseaban otra cosa que regresar a la Amazonia? ¿Qué les impedía irse a vivir con los Wasi-Wano? Tristán se puso a reír y, como siempre que estallaba en carcajadas, me pareció todavía más joven. Y más guapo.

—Vivimos allí —susurró a mi oído—. Ellos están con nosotros…

Luego, casi enseguida, me cogió por los hombros, me miró a los ojos y, en el tono más natural del mundo, añadió:

—Y también contigo. ¿O es que todavía no te has dado cuenta?

Aquella noche, en el bar de la plaza, a punto estuvo de ocurrir lo que parecía imposible y las apuestas se dispararon. ¡Un empate! Llegó el último autocar, bajaron tres personas y un perro, y cuando un matrimonio, su hija y un gato se disponían a subir, el animal escapó a toda velocidad y la niña se negó a viajar sin su mascota. Bajaron, pues, tres pasajeros y un perro, pero no subió nadie. «Cosa de brujas», dijo el dueño riendo mientras los parroquianos chasqueaban la lengua o apuraban el último aguardiente. Valeria y Pedrito, los únicos que habían apostado por los que bajaban, recogieron sus ganancias. Un par de billetes y muchas monedas que mi hermano hizo tintinear en el bolsillo durante todo el camino de regreso a casa. Yo no había jugado. Tampoco Tristán. Los dos andábamos perdidos en nuestros pensamientos. Durante unos instantes me gustó figurarme que, por una de esas misteriosas coincidencias que la gente atribuye a la vida, estábamos los dos pensando lo mismo. Porque aquella tarde mi tío me había incluido claramente en su mundo, yo seguía emocionada y ahora deseaba con todas mis fuerzas que él, a su vez, se sintiera conmovido. Pero me fijé en su cara y no tuve más remedio que desechar la idea. Parecía preocupado. Es más, si volvía con la mente sobre mis pasos y entraba de nuevo en el bar, recuperaba de pronto la imagen de Tristán en el mostrador recogiendo una carta que le entregaba el dueño. La cosa en sí no tenía la menor importancia; los tíos, como todos los vecinos, recibían allí su correspondencia. Pero ahora, en el recuerdo, sí me parecía detectar cierta expresión de disgusto, de incomodidad, de fastidio. Tal vez —aunque pudiera parecer exagerado— de miedo. Porque mi tío había rasgado el sobre y empezado a leer. Apenas unos segundos. Enseguida, como si temiera que le descubriéramos, miró furtivamente hacia donde estábamos Valeria, Pedrito y yo, y, dándose la vuelta, rompió la carta en mil pedazos. Entonces no pensé nada. Pero mi mente retuvo la escena y, sobre todo, la expresión de Tristán. La misma con la que ahora abría la puerta de la casa. Preocupado. O inquieto. Adiviné que aquella noche no desplegaría mapa alguno ni charlaríamos hasta las tantas acompañados por la percusión de Valeria y los penetrantes aromas a ajo, barro, frutos maduros o aguas estancadas. «Estoy cansado», comentó simplemente al acabar la cena. Pedrito bostezó casi a la vez.

—Hoy no quiero leche —dijo tapándose la boca—. Pero sí preguntar una cosa que no entiendo bien. Si los wasiwanos son tan distintos de nosotros…, ¿cómo es que hablan igual?

Tristán le interrogó con la mirada. Yo, en cambio, le entendí enseguida. Mi hermano se preguntaba por qué en un lugar tan lejano los nativos para afirmar decían «sí» y para negar «no». Como nosotros. A veces Pedrito se adelantaba a mis pensamientos.

—Otro día —contestó Tristán al cabo de unos segundos—. Ahora necesitamos descansar.

Mi hermano me dio una patada bajo la mesa.

—Me parece que no lo sabe —murmuró entre dientes.

Y bostezó otra vez. Yo también me sentía cansada. Pero, aquella noche, por más que lo intenté y mientras Pedrito dormía ya plácidamente en su cama, tardé un buen rato en conciliar el sueño. Tristán y Valeria no pararon de gritar y de gemir, de entregarse a sus juegos amorosos con mayor entusiasmo que nunca. Como si hiciera siglos que no se vieran o temieran no verse ya más en lo que les quedaba de vida. O como si Tristán, se me ocurrió de pronto, quisiera demostrarle a Valeria que ella, para él, era la única mujer del mundo.

Wa en la lengua de los wasiwanos quiere decir hombre. O, más exactamente, el hombre. Hay muchos ejemplos en la historia de la humanidad (y Tristán nos contó unos cuantos) en que la casualidad, el error o el equívoco se han confabulado para bautizar tierras o gentes con denominaciones que hasta aquel momento no les correspondían. La historia de la Conquista estaba llena de ellos y la de los wasiwanos (aunque jamás hubieran sido conquistados ni sometidos) no suponía en este sentido una excepción. Ellos eran los hombres y eso les bastaba. No tenían demasiadas relaciones con otros pueblos ni con otras tribus, pero su voluntario aislamiento tampoco excluía la eventualidad de que hubieran sido, en algún momento, avistados por grupos de blancos y llegaran, incluso, a mantener contactos esporádicos. Porque debió de ser así, probablemente, como el colonizador, investigador, tratante en maderas o marchante de caucho les enseñó, junto a evangelizadores o misioneros, la afirmación y la negación ya en sus primeros tratos. O ellos, quizás, inteligentes, rápidos y precavidos, lo dedujeron enseguida. El caso es que adoptaron «Sí» y «No», ampliaron incluso su carácter de aceptación o rechazo y, siempre precedidos por la palabra wa, los utilizaron en sus relaciones con extraños. Wasíiii (es decir, el hombre acepta) o Wanóooo (el hombre rechaza). O dicho de otra forma, ellos, los hombres, se permitían calibrar a primera vista la catadura del forastero y obrar en consecuencia. Y mucho no les debieron de gustar los entrometidos visitantes porque pronto desarrollaron grandes dotes de camuflaje alcanzando esa ya legendaria habilidad para pasar desapercibidos. Y a medida que su entorno era deforestado, las aguas de los ríos contaminadas, los peces infestados y las plantas envenenadas, ellos buscaban, infatigables, otras zonas donde asentarse y reconstruir sus poblados. Por ello —y en este punto Tristán recorrió el mapa verde en toda su extensión con ambas manos— no era posible establecer con exactitud en qué lugar se encontraban actualmente. La supervivencia les había convertido en nómadas. Unos errabundos prácticamente invisibles que se llamaban Wasi-Wano. O, mejor, esa era la forma con la que los representantes de la supuesta civilización nombraban a cierto pueblo del que apenas si se sabía nada. Wasí-Wano para los hispanohablantes. Y Wasim-Wanão para los portugueses o brasileños. Exactamente lo mismo.

—Bueno —dijo Pedrito.

Y se encogió de hombros.

Mi hermano, poco a poco, fue desinteresándose de las apasionadas explicaciones de Tristán al tiempo que se entusiasmaba cada vez más con las enseñanzas prácticas que nos impartía Valeria: los saltos al río, el arte de trenzar ramas o la habilidad para reproducir la voz de gatos, perros, cabras, gallinas y pájaros de nuestro entorno. Nunca le había visto tan feliz ni tan entregado. Como si se encontrara en un campamento o en una colonia de verano. Pero a medida que las actividades en el río se multiplicaban —y también los paseos por la montaña en busca de huellas, rastros o excrementos— yo prefería quedarme en casa charlando con Tristán y anotando en mi libreta todo lo que hiciera referencia a los wasiwanos. A la libreta casi no le quedaban hojas y a mí me divertía constatar lo mucho que había avanzado desde la primera noche en que los verdaderos protagonistas eran los Pacahuara y los Wasi-Wano, en cambio, sólo merecían un interrogante.

Pero ahora yo sí sabía de ellos. Y no sólo sabía. Sentía una emoción muy especial, como si esas gentes prodigiosas hubieran estado aguardándome desde que nací y sólo aquellas tierras fueran mi lugar de origen o mi destino. Algo parecido a lo que tuvo que percibir Tristán cuando la mujer de la selva, con la cara repleta de figuras geométricas y dos criaturas colgadas de una alforja, le acogió sin hablar y le dio la más sincera bienvenida. Porque nunca, hasta donde la memoria me alcanzaba, la sola mención de dos palabras me había podido producir tanta paz y tanto contento. Y se lo conté a Tristán. Eso era lo que me estaba sucediendo aquellos días. Antes de dormir murmuraba «Wasi-Wano» e inmediatamente creía encontrarme allí, en un lugar al tiempo sorprendente y familiar, rodeada de rostros amigables, hablando con la mente o escuchando sabios consejos y revelaciones inauditas. Y, sobre todo, viendo. Los recuerdos desfilaban sin interrupción más vivos que nunca. Recuerdos antiguos, recuerdos de recuerdos; a veces, más que a menudo, recuerdos imposibles. Porque de pronto podía revivir imágenes de las que nunca hasta entonces había tenido noticia. Los ritos y celebraciones de la tribu, por ejemplo, o el origen de aquellos dibujos que cubrían las mejillas y la frente de algunos nativos y que, aunque parecieran pinturas o tatuajes, no eran otra cosa que la afloración de ciertos sentimientos. Amor, odio, miedo, irritación, compasión, hospitalidad… Signos que duraban tanto como la emoción que los provocaba. Y de la misma forma que aparecían, se esfumaban.

—Otro de sus muchos lenguajes —dijo mi tío una de aquellas tardes en el bar—. Otro más. Y casi tan expresivo como las palabras.

Pero no mostró la menor sorpresa ante lo que acababa de revelarle. Ese espacio suspendido en el tiempo al que podía acceder con sólo cerrar los ojos y concentrarme. Al contrario. Como si se tratara de algo sabido o hubiéramos hablado de todo ello con anterioridad, se limitó a encender la pipa y a murmurar entre dientes:

—Su sabiduría te ayudará a resolver muchos problemas, aunque siempre serás tú quien encuentre la solución. —Aspiró una primera bocanada de humo y la expulsó lanzando aros hacia el techo—. Un estado de ánimo. Eso es… A menudo los Wasi-Wano son un estado de ánimo.

Seguíamos yendo a la plaza cada día a la misma hora. A veces nos apuntábamos al juego local y apostábamos sobre los pasajeros que llegaban y los que se iban. Otras ni siquiera esperábamos la aparición del último coche de línea. Tomábamos algún refresco, Tristán recogía la correspondencia y nos encaminábamos tranquilamente hacia la casa. Nunca más le vi destrozar carta alguna ni mostrarse preocupado ni inquieto. Y una de esas tardes, de regreso a casa, en la que, seguidos de cerca por Valeria y Pedrito, hablábamos de cualquier cosa, le comenté:

—Hoy he soñado con tía Berta. De joven. En el sueño era increíblemente guapa. Y simpática.

Mi tío se puso a reír.

—No ha sido un sueño. Tu tía Berta era increíblemente guapa… Pero cobarde. Ella misma labró su destino.

Después, ya casi en la puerta, mientras yo intentaba encontrar el sentido de sus palabras, me palmeó la espalda.

—La cobardía o el exceso de prudencia, que viene a ser lo mismo, se vuelve contra el que la práctica. No lo olvides nunca.

Y, de pronto, el rostro se le contrajo como la noche en que, creyendo que nadie le veía, rompió la carta en mil pedazos. Pero no pensaba ya en tía Berta. De eso estaba segura. Como también de que, por una inesperada asociación de ideas, un temor antiguo acababa de instalarse en su pensamiento. Miró hacia atrás, a pocos metros, al recodo donde Valeria y mi hermano recogían piedras del camino y, asegurándose de que no nos oían, murmuró:

—Y los celos. Tampoco lo olvides nunca.

Mamá no dejaba de llamar todas las noches. Siempre a la misma hora. Primero hablaba con Tristán, después con nosotros, aunque, al resonar su voz hasta en los últimos rincones de la casa, los tres participáramos de las mismas noticias al mismo tiempo. Papá estaba mejorando a ojos vistas. Esa era la maravillosa novedad. Una nueva que empezó a hacerse vieja porque cada día mamá la comunicaba con entusiasmo y por partida triple. Primero a Tristán, después a mí, al final a Pedrito. Antes de despedirse no olvidaba jamás de enviar un saludo a Valeria y su inmenso agradecimiento por tenernos en casa. Y ella, Valeria, desde la cocina o el dormitorio, desde cualquier habitación en la que se encontrara, arqueaba las cejas y negaba con la cabeza sonriendo. «Pero si me encanta tenerlos aquí…», decía.

Uno de aquellos días el teléfono sonó de forma diferente. No era la hora acostumbrada y nadie, fuera de nuestra madre, había llamado todavía a los tíos desde que llegamos al pueblo y nos instalamos en su casa. Un tanto inquieta corrí al pasillo. Valeria con el auricular en la mano repetía en voz muy alta «¿Si?», «¿Diga?», «¿Quién es?». Al verme sonrió, se encogió de hombros y a punto estaba ya de colgar cuando las dos oímos con toda nitidez que alguien, al otro lado, acababa de hacerlo por ella. La llamada se repitió otros días, a otras horas. Más de una vez yo misma me apresuré a contestar y todo lo que obtuve fue el consabido silencio rematado por el irritante y descorazonador corte final. No era un error. Tampoco una avería y mucho menos una broma. Pero aquellos timbrazos sin respuesta no presagiaban nada bueno. O peor aún: algo nada bueno, algo marcadamente insano o enfermizo, algo estúpido, tal vez, se estaba incubando a pasos agigantados en nuestro plácido verano. Y era fácil detectarlo. En el progresivo malhumor de Valeria o en la actitud displicente de Tristán. Porque a Tristán no parecía perturbarle en absoluto que el teléfono sonara a su capricho y, a la hora de descolgar, nadie respondiera. Y tan desapegado se mostraba, tan indiferente, tan deseoso de que quedara claro que él, Tristán, no daba la menor importancia a lo que estaba ocurriendo, que sospeché de inmediato que lo que de verdad sucedía era precisamente todo lo contrario. Y até cabos. O, mejor, no tuve necesidad de hacerlo porque las escasas piezas de que disponía se encargaron de ensamblarse por sí mismas. La carta destrozada, la expresión entre inquieta y recelosa de Tristán o su alusión a los celos, días atrás, en el camino de regreso a casa. Como si reviviera algún hecho tormentoso del pasado y temiera, sobre todo, que volviera a producirse.

Por la noche, en la cama, poco antes de dormirme, mientras pronunciaba «Wasi-Wano» y las experiencias del día se agolpaban a las puertas del sueño, era cuando más claro lo veía todo. Mezclaba imágenes, retazos de la velada en la cocina, frases de la familia referentes a Tristán, que algún día debí de haber oído pero sólo ahora cobraban un sentido inesperado. Y me sentía capaz de nombrar la extraña situación que estábamos viviendo. Una estupidez, una nimiedad que, sin embargo, podía desembocar fatalmente en tragedia. Porque, con un buen juicio impropio de la edad que tenía entonces, comprendí algo que la vida, después, se ha encargado de ilustrar con numerosos ejemplos. A menudo una disputa, un arrebato, una ruptura, en fin, viene provocada por un hecho que en sí mismo no significaría nada si no remitiera a otros que en su momento sí significaron. Y eso fue lo que ocurrió con esas llamadas. O con la carta. O con el recelo de Tristán. El tiempo giraba sobre sí mismo y se repetía. Y si mi tío destrozó aquella carta y no dijo nada a Valeria fue porque temía su reacción. Los celos. Una pasión enfermiza que tal vez empujó a Tristán a retirarse a un pueblo perdido entre montañas. Estaba dispuesta a poner la mano en el fuego por mi tío. Esta vez, por lo menos, era inocente, y de la confusión sólo tenía la culpa su pasado —el alegre pasado del que, en alguna ocasión, se había hablado en la familia— empeñado en visitarle en el momento más inoportuno. Tristán había roto muchos corazones, decía mi madre. Pero eso era antes, no podía estar más que segura. Antes de conocer a Valeria, a la que amaba y respetaba profundamente. A la que también —y sólo ahora caía en la cuenta— protegía y, a su manera, cuidaba. De ahí que intentara mantenerla alejada de todo lo que pudiera contrariarla. Como si, pese a su aparente fortaleza, no fuera más que una niña. O estuviera enferma.

No tuve que esperar demasiado para confirmar mis temores. Una noche, poco después de la habitual llamada materna, volvió a sonar el timbre del teléfono. Esta vez lo cogió Tristán. Recuerdo que dijo «Sí, dime» con toda naturalidad, creyendo probablemente que se trataba de nuevo de su hermana y que a esta se le había olvidado comentarle algo. Pero también en esta ocasión le respondió el silencio. Un silencio denso y amenazador que contrajo el rostro de mi tío y que yo escuché sin casi respirar en un extremo del pasillo. Deseé que colgara. Que lo hiciera de una vez o que la misteriosa presencia al otro lado del hilo se le adelantara y cortara bruscamente como nos tenía acostumbrados. Pero él se demoró. Tal vez adrede. Como si, harto de la situación, prefiriera que lo que tenía que ocurrir ocurriera cuanto antes. Y la nimiedad, la tontería, el hecho que en sí mismo carecía de toda importancia, se produjo en unos instantes. El viejo aparato volvió a resonar como una radio poderosa y una voz de mujer, melosa y susurrante, se expandió por todos los rincones de la casa. No entendí absolutamente nada de lo que decía; tampoco a Tristán cuando la interrumpió en un inopinado tono de furia que llegó a asustarme. Ni siquiera ahora, tantos años después, logro recuperar con la memoria una sola palabra que me permita aventurar la naturaleza del idioma en que discutían. Pero, por su inflexión, no quedaba duda. Ella pedía, él negaba; ella proponía y él rechazaba. La insistencia de la mujer no hacía más que redoblar su ira. Y al final, aunque sólo fuera para que nos quedara claro a todos que él, Tristán, no quería el menor trato con la propietaria de aquella voz melosa y susurrante, gritó como sólo había oído yo gritar en el teatro. Y en nuestro idioma. Para que todos le entendiéramos.

—¡No llames más! ¡Olvídanos!

Pero el veneno ya había sido inoculado.

Hay muchas cosas que no sabré nunca. Quién era esa mujer, por ejemplo, o qué es lo que debió de pasar hacía tiempo para que la situación, ahora, se hiciera irrespirable. Tampoco si se trató siempre de la misma mujer o si fueron varias. Lo único cierto es que los acontecimientos se precipitaron. Valeria se puso a beber. A una velocidad asombrosa. La dejé en la cocina, con una botella de vino recién descorchada, y cuando regresé, apenas diez minutos después, la botella estaba prácticamente vacía. Parecía cantado que aquella noche no íbamos a cenar. Por lo menos con la tranquilidad acostumbrada. Tristán había dispuesto queso, embutidos y pan sobre la mesa. A mí se me había ido el hambre.

—¡Qué bonito todo! ¿Verdad? —dijo Valeria de pronto mirándonos con ojos turbios—. ¡No creáis ni una palabra de lo que os cuente vuestro tío!

Hablaba con voz quebrada, a trompicones. Como una borracha de película. Evité mirar a Tristán.

—Yo os contaré la triste realidad, chicos.

Repitió «chicos», se puso a reír a carcajadas y desplegó el mapa verde junto al que habíamos pasado tantas veladas. Le hice un gesto a Pedrito. Teníamos que retirarnos. Cuanto antes.

—Eso sí que no. —Ahora Valeria nos amenazaba con el índice—. Aquí, en silencio, quietos y a escucharme.

Nunca había deseado algo con tanta fuerza. Fundirme, desaparecer, dejar a la pareja en la cocina y al día siguiente fingir que no había ocurrido nada. Pero no hubo forma de evitar lo que se nos vino encima. Mi tía apuró de un trago los restos de la botella, se puso en pie y arañó el mapa. Por un momento sus dedos me parecieron garras. Y su risa me recordó a la de una hiena. Pensé que Valeria estaba enferma. Muy enferma.

—¡Los Wasi-Wano no existen!

Lo había soltado despacio, recreándose en la música de las palabras, vocalizando con estudiada exageración y dirigiéndose a un único destinatario: Tristán. Esta vez no pude evitar mirarle. Tenía la cara roja y una vena hinchada en la frente.

—Todo está dentro de esa cabecita —prosiguió—. El cerebro de un antropólogo de quinta fila. Cuentos de viejas que sólo pueden engañar a niños.

Cogí a mi hermano por el brazo y les dejamos solos. Pedrito me siguió sin rechistar. Entramos en el cuarto y cerré el pestillo. Aquello iba en serio. Muy en serio. Tal vez por eso, para tranquilizar a mi hermano o engañarme a mí misma, murmuré:

—Peleas de enamorados.

Oímos ruido de cristales rotos, de vajilla proyectada contra la pared o contra las baldosas del suelo, de cacerolas que sonaban como campanas fúnebres. E insultos. Un montón de insultos y acusaciones mutuas. Unos chillidos que atravesaban como flechas el aire. Cada vez más hirientes, más poderosos. Pensé que algo irremediable iba a suceder de un momento a otro. Y entonces lo hice. No sé todavía cómo lo conseguí. Grité con todas mis fuerzas. Un grito más propio de un animal salvaje que de un ser humano. Un alarido que nacía en lo más profundo de mis entrañas. El disparo que entraba por los oídos y perforaba el alma. Grité:

—¡WANÓOOOOOOOO!

Y al instante las voces cesaron.

Me descubrí jadeando; casi sin fuelle. Sorprendida y a la vez liberada. Respirando el profundo silencio que había caído de golpe sobre la casa. Sentía sólo mi propio resuello y el aliento y los latidos de Pedrito, cada vez más cerca. Al cabo de unos segundos me rodeó con sus brazos y así permanecimos largo rato. Hasta que se quedó dormido.

Empecé a hacer la maleta. Mi hermano dormía como un bendito y del resto de la casa no llegaba el menor rumor. Tal vez por eso, un ligero sonido metálico me sobresaltó exageradamente. Apagué la luz y miré por la ventana. Valeria estaba en la puerta del garaje forcejeando con la cerradura. Llevaba el pelo suelto, una gabardina sobre los hombros y, como único atuendo, el trozo de tela con el que se bañaba en el río enrollado en la cintura. A la luz de la luna creí distinguir marcas en su piel; dibujos. Me incliné sobre el alféizar. Tenía el rostro y parte del cuerpo cubierto de figuras geométricas. Pero no se parecían en nada a las que mi imaginación había adjudicado a la indígena salvadora de Tristán. Eran agresivas, sanguinolentas, como si acabaran de ser talladas a martillazos, y si hablaban de algo, si se trataba de un lenguaje, como se me había dado a entender durante todos esos días, no me comunicaban otra cosa que ira, indignación, desequilibrio. Entró finalmente en el garaje y yo aguardé. A los pocos minutos, los faros de la vieja furgoneta iluminaron el campo para perderse enseguida en el camino.

Encendí la luz y seguí recogiendo mis cosas. Aquellos días llenos de descubrimientos formaban ya parte del pasado. Pero no quería pensar en eso ni ponerme triste. Al poco oí pasos en el pasillo, esperé y no tardé en reconocer la voz de mi madre.

—¿Qué pasa, Tristán? ¿Ha ocurrido algo?

Desde el cuarto se oía mejor el eco del auricular que las palabras de Tristán. Entreabrí la puerta. Ahora mi tío se excusaba por llamar tan tarde.

—Ha surgido un inconveniente. O mejor, una oportunidad. Nos vamos de viaje… Mañana mismo…

Escuché un silencio. Un largo silencio. Y digo bien: escuché. En aquel teléfono los silencios se escuchaban tanto o más que las palabras.

—Te has vuelto a enfadar con Valeria, ¿verdad?

Cerré la puerta. Tristán mentía mal. Rematadamente mal. Y mamá debía de estar al corriente de los arrebatos de la mujer de su hermano. El resto de la conversación ya no me interesaba. Volveríamos a casa al día siguiente en el primer autobús. Eso fue lo último que le oí decir a Tristán. Y eso era, ni más ni menos, lo que yo había decidido hacía rato.

—Espero que los chicos no te hayan dado guerra.

El mejor verano de mi vida acababa allí. De una forma inesperada y abrupta. Cerré la maleta, seguí con la bolsa de Pedrito y me senté en la cama.

Al cabo de unas horas Tristán golpeó la puerta del cuarto. Iba vestido igual que la noche anterior, estaba despeinado y olía a vino. Por primera vez me pareció viejo. Un hombre de cincuenta para una niña de trece es un viejo. Sentí pena. Toda la pena del mundo. Él me miró intentando aparentar normalidad. Pero ni siquiera se sorprendió de que tuviera el equipaje listo.

A Valeria no le gustaban las despedidas y menos aún que la despertaran en medio de un sueño. Además, la noche anterior había sufrido un corte de digestión y necesitaba descanso. Pero nos prometía solemnemente que en cuanto cruzaran el charco nos irían enviando postales. ¿Entendido?

—De Brasil, Perú, Ecuador, Colombia o Venezuela… —dijo aún. Y yo evité mirarle.

Andábamos por el camino como tres sombras, como si no tuviéramos nada en común entre nosotros. Mi hermano, medio dormido aún y enfurruñado por no haberse despedido de Valeria. Tristán respirando como un asmático y encerrándose en un férreo mutismo tras el torrente de excusas y mentiras. Yo escuchando de nuevo el silencio y preguntándome un montón de cosas que seguramente nunca tendrían respuesta. Al llegar a la plaza respiré hondo. El bar abría en aquel preciso instante y el dueño, con la escoba en la mano, nos miraba sin disimular su sorpresa. «¿Y eso?», preguntó reparando en los bultos. Ninguno de los tres se molestó en contestar, pero a mí me gustó que el bar estuviera abierto y que el dueño se encontrara allí. Como una mañana cualquiera en la que no sucediera nada más que lo habitual. Tristán recordó que no habíamos desayunado, dispuso él mismo una mesa y dos sillas, y pidió un par de pastas para nosotros. Luego se acodó en la barra y apuró un coñac de un solo trago.

—¿Qué es un corte de digestión? —preguntó Pedrito.

—Lo que tuvo ayer Valeria —contesté sin mirarle, pendiente de la barra—. Una enfermedad que se pasa enseguida.

Mi hermano estaba furioso.

—La culpa es de él. —Y señaló a Tristán—. Todo lo que contaba era mentira. Nos ha tratado como a niños pequeños.

Sacó de la bolsa su cuaderno de dibujos y arrancó una hoja que enseguida reconocí. Valeria, mitad mujer, mitad jaguar, lanzándose al río.

—Las demás no las quiero —dijo.

Iba a romper el cuaderno pero se lo impedí. Peleamos. Terminó por rendirse y, encogiéndose de hombros, guardó la única lámina que le interesaba en un bolsillo. Al instante me vino a la cabeza tía Berta, mi álbum de razas y nuestro forcejeo. La situación se parecía en algo. Unos dibujos, alguien que quiere destrozarlos, el otro que intenta impedirlo. Pero ahora, como en esas duermevelas de las que le había hablado a mi tío, yo lo comprendía todo. Y volví a ver a Berta, de joven, increíblemente hermosa, enamorada de un fascinante y aventurero Tristán, arrebatada, enloquecida, pero demasiado apegada a su seguridad para aceptar cualquier otro modo de vida. Y de ahí la amargura, el odio. La incapacidad de contenerse cuando, tantos años después, reconocía las mismas aficiones en su propia sobrina. Ella había destrozado su futuro por cobarde. Por «exceso de prudencia», recordé. Algo que no olvidaría nunca. Como tampoco a Valeria y su tremendo mal. Los celos.

Con el cuaderno bajo el brazo me acerqué a Tristán. Acababa de servirse otra copa, pero hice como si no me hubiera dado cuenta. Necesitaba que me sacara de dudas. Que me aclarara si había algo de cierto en las palabras de su mujer o si se trataba únicamente de un arrebato, de una venganza, de una explosión de ira en la que se pueden soltar maldades terribles aunque nunca antes se hayan pensado. Saber también adónde había podido ir, furiosa como estaba, y el porqué, a la luz de la luna, había visto su cuerpo lleno de extraños dibujos y figuras geométricas. Pero, sobre todo, lo más importante. ¿Existían o no existían los Wasi-Wano?

No llegué a preguntar nada. Tristán, al verme, chasqueó la lengua varias veces al tiempo que negaba con la cabeza. Entendí que me pedía silencio. Y entendí también que, aunque no hubiera movido los labios, sabía perfectamente lo que yo estaba pensando.

—No —dijo—. Tú no.

Respiró fuerte, me cogió por los hombros y me miró a los ojos. Yo, durante un buen rato, me vi reflejada en los suyos.

—Tu hermano es aún pequeño y olvidará, pero no tú… Tú has estado con ellos… Y ellos te han aceptado. Desde el primer momento.

Creo que sonrió. No estoy segura. En aquel mismo instante el dueño del bar anunció la llegada del coche de línea y yo sentí a la vez alegría y tristeza, ganas de reír y de llorar, y, sobre todo, el poderoso deseo de que el tío siguiera hablando, que no parara de hablar, que nos acompañara hasta el autocar y no se detuviera hasta que el conductor pusiera el motor en marcha. Pero no sucedió exactamente así.

—Tienes la llave de un mundo secreto —concluyó en voz muy baja—. Disfrútalo. Y si algún día quieres compartirlo…, hazlo. Pero elige bien.

Pronunció las últimas palabras con un deje que me pareció de tristeza. Luego, alzando repentinamente la voz, proclamó que tampoco a él le gustaban las despedidas, palmeó la espalda de Pedrito y volvió a acodarse en la barra. Mi hermano y yo recogimos el equipaje, subimos al autocar, nos sentamos en la primera fila, esperamos… No sabía si aquel día era el mejor o el más triste de toda mi vida. Mi hermano ahogó un bostezo y yo mecánicamente me puse a hojear el cuaderno de dibujos. Allí estaba Tristán, perdido en la selva, con el torso desnudo y el pañuelo rojo en la frente. Allí estaban también la mujer salvadora con los niños colgados al cuello, el poblado adonde fue conducido, los rostros de sus habitantes observando al herido, flechas voladoras que surgían de la espesura o miembros de la tribu en el momento de fundirse con los árboles, mudar de color, cambiar de aspecto, desaparecer en lagos y tierras pantanosas o integrarse en la frondosidad del inmenso mundo verde. El gran embudo. Y era más que curioso. Aquellas láminas que ahora despreciaba Pedrito, aquellos rostros, aquella vegetación o aquellos poblados que cobraban forma sobre el papel, no podían resultar más parecidos a como yo me los había figurado. Iba a decírselo. A preguntarle cómo se le había ocurrido vendar la cabeza de nuestro tío con un pañuelo rojo o dibujar un tremendo embudo con todos los matices del verde. El mismo pañuelo que yo le adjudiqué y los mismos círculos concéntricos en los que temí ser engullida mientras veía por los ojos de Tristán. Pero tampoco esta vez llegué a articular palabra. Pedrito acababa de caer dormido sobre mi hombro. Intenté acomodarlo en los dos asientos lo mejor que pude, puse un suéter bajo su cabeza y me instalé en la fila de atrás, junto a la ventanilla. Entonces lo descubrí. El conductor acababa de cerrar el maletero y entregaba varias cestas y un fardo a una pareja de edad que esperaba en la acera. Ahora recordaba la escena de hacía apenas unos minutos. Dos pasajeros que bajaban. ¡Y dos pasajeros que subían! Un matrimonio de ancianos y mi hermano y yo. Dos a dos. ¡Empate! Pedrito dormía a pierna suelta, el dueño del local tampoco se había enterado y Tristán, que abandonaba el bar en aquellos momentos, se dirigía, sin mirarnos siquiera, al camino que llevaba a su casa. Corrí hasta la última fila y golpeé el cristal trasero con los nudillos. Aunque sabía que no podía oírme, grité: «¡Empate! ¡Ha habido un empate!». El coche se puso en marcha. Y Tristán, siempre de espaldas, como si adivinara que le estaba llamando, alzó la mano derecha en señal de saludo. Luego siguió tambaleante hasta perderse en un recodo del camino.

No volvería a verles nunca más. Ni a él ni a Valeria. Lo supe ya entonces, pegada al cristal trasero del coche de línea. Lo supe o lo vi, como en aquellos plácidos entresueños cuando paseaba por otros tiempos y reconocía lugares en los que no había estado nunca. Y pude leer, también con el pensamiento, algunas cartas que aún no habían sido escritas. Cartas escuetas, dirigidas a la familia, que hablaban en plural desde lugares remotos. Cartas que un buen día dejarían de llegar sin que nadie se inquietara lo más mínimo. Volví a escuchar ¡Viva la Virgen! mientras mis padres cabeceaban sonrientes y tía Berta encogía los labios con un pronunciado rictus de amargura. Reconocí sin sorpresa a un Pedrito adulto, muy formal y serio, levantando planos sobre una mesa de arquitecto, y el dibujo de Valeria-Jaguar, algo amarilleado por el tiempo, enmarcado en una de las paredes de su estudio. Pero, sobre todo, me sentí a mí misma. Pegada al cristal, apurando los últimos momentos de aquel verano, viviendo una extraña emoción que no acertaba a explicarme. Una alegría triste o una tristeza alegre. De nuevo ganas de reír y también de llorar. Una mezcla de euforia y de abatimiento que ahora, cuando he superado la edad que los tíos debían de tener entonces, recuerdo aún como un sentimiento hondo e intenso. Me había enamorado de Tristán con la rotundidad y entrega de mis trece años. Y aunque no ignorase que aquel primer amor era un amor imposible, sabía que también, por encima de todo, era correspondido. Porque con la cara todavía pegada al cristal, sin distinguir otra cosa que el polvo que levantaba el coche en el camino, recordando su mano alzada a modo de despedida, no me quedaba ya la menor duda. Yo le había entregado mi admiración, todo mi afecto, los intensos sueños de una adolescente. Y él, a cambio, me dejaba en herencia su bien más querido. El fabuloso y secreto mundo de los Wasi-Wano.