XLIII

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espertó bruscamente, calculando que sería ya maitines, y al abrir los ojos, tras unos segundos de confusión, notó que la ventana, que descubriera por una apenas perceptible claridad que se adivinaba del exterior, en lugar de estar a su izquierda, como siempre, se encontraba ahora enfrente; a su través penetraba el fragor de lo que fuera debía ser un verdadero diluvio, a juzgar por la violencia con que la lluvia golpeaba sobre los tejados, los campos, la tierra toda. Se levantó, inquieto, en la más absoluta oscuridad, tratando de descubrir dónde se hallaba; tropezó con algo, pero consiguió ganar una pared, por la que fue tanteando hacia el hueco. Pero fuera la oscuridad era tan impenetrable como dentro, por lo que volvió a retroceder hasta ganar el canapé donde había estado durmiendo, bien envuelto en una manta para protegerse del frío que le invadió, al tiempo que trataba de reconstruir los acontecimientos de la víspera, cuando Amina se ofreció a acompañarle en la sobremesa de lo que recordó, pese al desconcierto que le embargaba, como excelente comida, dispuesto a escucharla degustando un té; y que al rato, un placentero sopor había ido ganándole, sin que sus esfuerzos por conservar la lucidez consiguieran mantenerlo atento a la conversación. Hasta que llegó un momento, quizá cuando en medio de tanta modorra percibió el pulsar de las cuerdas de un laúd, que se le fueron entornando los ojos, y como si flotara en el aire, la voz de la muchacha canturreando sus versos en apenas un susurro acabó con sus esfuerzos, haciéndole hundirse en distendido abandono.

Había estado durmiendo hasta aquel momento en que acababa de despertar, y ahora se sentía preocupado por lo que entendía un modo inconsciente de abandonarse, dejando transcurrir tanto tiempo bajo un techo extraño; le parecía como si hubiese cometido una falta. Al hacer memoria recordó a la joven, medio recostada sobre unos almohadones, contándole trozos de su vida, sin que en ningún momento nada interrumpiera su relato: «Mi padre, de familia de sirios venidos a al—Ándalus hace ya muchos años, heredó del suyo estas tierras... Mi madre no era andalusí, que vino de una gran isla, bastante lejos de aquí, que llaman la Sicilia, ¿sabes de qué te hablo?... Supongo que conoces la costumbre: en las familias de cierto acomodo a las niñas nos enseñan música, a tocar un instrumento, a cantar... Yo lo hice con gusto, al lado de dos esclavas de mi edad que aprendían bien rápido, lo que me estimulaba... Mi padre, aunque dueño de esta finca, no era agricultor; él se dedicaba al comercio y viajaba con frecuencia a Egipto, a Siria... Tuvo amistad con un primo del walíAbu Sa'id, al que Alláh guarde, y esto hizo que me invitaran algunas veces a recitar mis versos en la alcazaba... Luego también me llamó el mismo rey, a quien Alláh conceda larga vida, que han sido varias las veces que actué para la corte en Granada... Toda esta ventura se me cortó tristemente por voluntad de Alláh, su nombre sea reverenciado, que hace ya dos años, con mi hermano mayor en África, quisieron mis padres y tres de mis hermanos ir a encontrarle y conocer a su mujer, y a sus hijos, en tierras de Marruecos; fue entonces la fatalidad que destrozó la dicha de todos, que una tempestad hundió la nave en ese cementerio del océano que hay frente al Djebel Tarik... Desde entonces dejé de aparecer en público; no he vuelto apenas a la casa que tenemos en la ciudad, a donde se irá a vivir mi hermano cuando regrese, y paso todo el tiempo encerrada aquí, haciendo mis versos en esta soledad mía, componiendo a veces una canción... Lo hago para mí, para quienes vivimos aquí, para mis criados, mis campesinos, que me aplauden, y eso me agrada»...

Y repetía contando de aquella especie de enclaustramiento que la había hecho perder interés por acercarse a la ciudad, ni visitar ni aceptar visitas, salvo contadas excepciones; tampoco acudía ya al mercado para curiosear entre la abigarrada colección de novedades llegadas de ultramar que se ofrecían en las tiendas de la Alcaicería, ni frecuentaba espectáculos, y menos tenía tratos con admiradores y galanes... Pero aquel año, como la enteraran, por puro azar, acerca de un rumíque contaba de sus creencias de un modo especial, con lenguaje sencillo y como si recitase historias parecidas a las que hacían las delicias de la gente en cualquier rincón de la ciudad, se interesó, sin saber por qué; y éstas fueron las veces en que vio y oyó a Martín, aunque el discurso que pretendía escuchar, de fábulas y milagros, similar a los que traían los narradores de Oriente, donde a veces hallaba inspiración para sus canciones, lo vio trocado por otro de más hondura: tan a tono, pensó, con su estado de ánimo, que había despertado todo su interés, y con él, la necesidad tener cerca al hombre que de modo tan especial predicaba su fe; porque sería como el sanador de su melancolía. Y agregaba que «como Alláh dirige los destinos de todo cuanto existe bajo los cielos, siempre buscando el bien», ahora y gracias a Él disfrutaba la dicha de hospedar en su casa al admirado rumí...

—¿En qué terrible situación me has hundido, Dios mío? —se dirigía el predicador a las alturas celestiales, lleno de compunción, como esperando una respuesta que ya sabía que no habría de llegarle.

Bajó del canapé, se arrodilló y empezó a rezar; pero no acertaba a hacerlo en debida forma, porque tenía puesta la mente en la serie de penosas vicisitudes que unas tras otras venían golpeándole en el tiempo más reciente: la lamentable visita de los padres comisionados por el maestro general, la triste despedida de Antonio, su incierta permanencia actual en la misión, conminado a abandonarla para ir a pudrirse, probablemente, en cualquier pavoroso extrañamiento; y ahora, aquella insólita y embarazosa situación en que las circunstancias habían llegado a colocarle debido a su propio error, a su incertidumbre, a un estúpido dejarse llevar de los acontecimientos sin recapacitar, casi a sabiendas de que caminaba hacia un extraño espacio lleno de peligros... ¿O acaso la había desafiado él mismo y no era capaz de confesárselo? Sí estaba cierto de hallarse viviendo al filo de un universo extraño, algo que jamás hubiese sospechado, invadido de una inexplicable mezcla de curiosidad y un cierto insondable, aunque adivinado temor, que ya tenía decidido cortar apenas amaneciera el día, cierto de cuán improcedente, por infinidad de motivos, suponía continuarlo. Entretenido en maquinales rezos y cavilar transcurrieron algunas horas, repasando una y otra vez la confusión de su presente, al que buscaba soluciones de inmediato rechazadas, proyectos quiméricos...

Como quiera que la mañana no acababa de romper, los cielos cerrados en la más amenazadora oscuridad volcando incesantes sus cataratas de agua, optó por abandonar aquella especie de escondite, que ya había identificado como la misma pieza en que una tan larga y placentera digestión le obligara a abandonar la realidad circundante para hundirse en el sopor de la inconsciencia... ¿O acaso fue aquel té? Caminó con titubeos hasta la puerta, y al abrirla se llenó de momentáneo sobresalto al descubrir, tendido en el umbral, a un joven esclavo que pareció despabilarse y, con toda clase de excusas, plegó su estera y se apresuró a conducirle al baño, donde dos criados se hicieron cargo de su persona. Al minucioso ghasl 50 siguió un vigoroso masaje, y luego de dejarse afeitar y perfumar, hubo de admitir que se sentía como si le hubiesen renovado cuerpo y mente. Terminado el proceso del aseo, uno de los esclavos procedió a cambiarle la vestimenta de la víspera por una nueva camisa de lino, unos calzones y una nueva túnica de lana que al parecer estaban ya apartadas, prendas todas lujosas y de escogido buen gusto; a continuación le calzaron sus sandalias de cuero y corcho.

—¿Necesitas algo más, mi señor?

—Nada, nada. —Se estiraba mangas y perniles, sorprendido de que todo le viniese tan a su talla, satisfecho al encontrarse limpio, despierto y relajado.

—Mi ama te espera. ¿Quieres acompañarme? —le dijo el muchacho.

Fueron hasta una habitación más recogida y alejada de aquel súbito cambio del tiempo, en el centro de la cual un brasero de cobre caldeaba el ambiente, expeliendo a la vez un fuerte olor de hierbas aromáticas. Allí estaba ya Amina, junto con las mismas dos muchachas que conocía desde que llegó a la munya, enmarcada entre bordados cojines, cuidadosamente maquillada pese a lo temprano de la hora —calculó que no sería ni tercia—, cejas y pestañas hábilmente retocadas por el negro del kohol; y hubo de reconocer que su rostro le pareció aún más bello que la víspera. Y también se sintió avergonzado, esta vez en la certeza de que la joven estaría recordando el bochornoso espectáculo dado ante sus ojos, cuando tras la sobremesa de la víspera se dejó hundir en aquel letargo, incapaz de resistir el sopor que le invadiera cuando con tanta dificultad trataba de atender su discurso, hasta caer en la insensibilidad más absoluta. No obstante, al irrumpir en la habitación hubo de advertir las miradas y sonrisas aprobatorias de las tres jóvenes, por lo que no pudo evitar, como siempre, sonrojarse, consciente al tiempo de cómo tales manifestaciones satisfacían su vanidad al provocar el entusiasmo femenino.

—Que sea el de hoy un venturoso día para ti —le saludó Amina.

Tras la cortesía de saludos, inclinaciones y sonrisas, inmediatamente se empezó a servir de la abundante provisión de alimentos que sucesivamente fueron aportando otros criados: leche, tortas de almendra y piñones, hojaldres rellenos, frutas, de todo lo cual fue tomando cada uno, incluso las esclavas. También lo hizo Martín, con su habitual buen apetito y el pensamiento puesto en madurar el modo en que habría de plantear a su anfitriona, sin ofender su hospitalidad, su deseo de regresar a la ciudad.

Entre tanto Amina le hablaba, haciéndolo con tan amistosa desenvoltura que bien se podría interpretar como si su tan reciente conocimiento fuese ya una amistad íntima y familiar, comentando, lo mismo dirigiéndose a él como a las otras jóvenes, el modo tan imprevisto y sorprendente con que parecía que de repente hiciera irrupción el invierno después de un período veraniego tan dilatado, y cómo en una sola noche pudo refrescar tanto la temperatura, aparte de referirse, con exageradas exclamaciones de alarma, a las consecuencias del temporal, pues según las noticias que ya tenía recibidas por el musaqat —colono encargado de los regadíos—, toda la vega era aquella mañana un inmenso lago, que ríos y torrentes, e incluso mansos arroyos, se habían convertido en impetuosas avenidas que arrastraron a su paso cuanto obstáculo se interpuso en su camino.

Noticias que para el dominico suponían un nuevo motivo de preocupación, un inquietante añadido, un insalvable obstáculo ante lo que ya era, para él, una más que incómoda situación. Y pese a este convencimiento, todavía se aventuró, tercamente, insistente, a preguntar:

—¿Significa esto que mi regreso a Malaqa no será hoy posible?

—Estando todo anegado, que no tienes sino asomarte para no ver más que agua, el ponerte en camino sería una temeridad. Y es más: te diré que esta situación puede durar hasta una semana, que ya sucedió a veces. —Y a Martín le pareció que en el tono de su voz había como una especie de alegre satisfacción apenas disimulada.

Terminado el almuerzo, Amina se disculpó: debía abandonar la tertulia para oír cuanto habrían de informarle los dos munasif —medianeros— encargados de la explotación de la finca, quienes sin duda estarían bastante preocupados por la inundación. Ella —contó— tenía proyectado para aquella mañana dar un paseo por entre los cultivos con su invitado, propósito que había quedado desbaratado.

—Pero a cambio tenemos todo el tiempo para conversar, ocupación bien grata —sonrió.

Idea que a Martín no seducía demasiado, temiendo los ignorados derroteros por los que la joven podría dirigirle, cada vez más preso de la desazón que le producía una situación tan extraña, tan fuera de cualquier convencionalismo. Porque era insólito que una mujer de cierta posición, en cualquier país, musulmán o cristiano, invitase a un hombre —un desconocido— a su casa, especialmente en tales circunstancias, dada su condición de extranjero, predicador de una religión tan por completo antagónica con la que sostenía el reino, sin que por lo visto mediara allí la autoridad de un hombre que se apareciera como el representante masculino de una familia honorable... Sabía que éste o parecido comportamiento podía encontrarse en determinados respetables ambientes —fuera del envilecido mundo de tabernas y prostíbulos—, donde viudas ricas, dignas matronas, cortesanas dadas a frecuentarse y visitarse dentro de la aristocracia, eran miradas con todo respeto por el pueblo; entre las que quizá también cabría incluir a las que voluntariosa, tenazmente opuestas a las costumbres impuestas por la religión en la sociedad, vivían a la medida de su entender, muchas entregadas a la práctica de algún arte, todas obstinadas en la defensa de su independencia en contra de las normas dictadas y aceptadas por la colectividad, un caso en el que bien podría situarse a la inquietante y bella Sinbul Châmî...

Regresó la muchacha de su entrevista con los aparceros, contó las impresiones que éstos le habían transmitido respecto al tiempo, que según sus previsiones no habría de amainar, y luego de referirse a varias cuestiones intrascendentes pareció como que se le ocurriera de pronto:

—¿Tal vez seas aficionado al achchitredj? Porque de serlo, bien que me gustaría jugar contigo. No soy una gran jugadora, aunque mi padre era casi un alujât 51 y de él aprendí. Pero ni te pido ni te daré ventajas.

A Martín le pareció que sus palabras contenían un doble sentido, del que no supo interpretar la intención. Sonrió bobamente, y a poco un esclavo trajo una mesa sobre cuyo lacado tablero aparecía el damero; una de las muchachas aportó las piezas, en ébano las negras, en hueso las otras. Dispusieron los dos ejércitos, y apenas el blanco iniciaba la acometida de rigor, pareció que aumentara el estrepitoso ruido del aguacero, al que se unía el continuo estruendo de los truenos con su eco ensordecedor.

Parece que ese juego antiquísimo y de incierto origen que es el ajedrez, no por ser considerado el más noble de los entretenimientos deja de provocar una cierta adicción en quienes lo practican; que fue lo que sintieron los dos jóvenes cuando a lo largo de la mañana se fueron sucediendo las partidas, las jugadas, los mates. Hasta convenir en darse un respiro, cuando los esclavos trajeron pasteles, frutas y unos zumos, ligero tentempié en espera de la comida. Y Martín se sorprendió al descubrirse ahora distendido, cómodo, sin obligarse a estar rehuyendo continuamente la mirada cuando los ojos de ella se fijaban en los suyos; incluso se atrevió a reparar en su atuendo, que por haber amanecido un día tan húmedo y fresco había cambiado por una camisa de algodón y unos holgados calzones que dejaban al descubierto los tobillos, adornados con un cordón de oro, y los pies, calzados con unos borceguíes puntiagudos, a la moda castellana; detalles que no dejaban de atolondrar al cauteloso fraile, en la idea de que la vestimenta de su anfitriona, en su conjunto, le parecía de una audacia bastante más que provocativa, aunque no dejase de atraer sus miradas; sobre todo cuando ella, una vez caldeada la habitación, se despojó del amplio chaquetón de ante con el que hasta entonces estuvo protegiéndose del fresco ambiente. A pesar de estas consideraciones, dedicaron un buen rato a discutir las jugadas, y rieron al comentar los errores y la estrategia de cada uno; mientras, seguía la lluvia.

—No podrás ya salir de aquí jamás, y aquí habrás de permanecer como mi prisionero —bromeaba ella—; y esto sí es jaque. Jaque mate.

—Todo cuanto puso Dios sobre la tierra tiene su jaque. Su jaque mate.

Amina torció el gesto:

—Eso suena muy triste, y no me gustan las cosas tristes. Cuando aún tan recién me ha golpeado la adversidad, hago esfuerzos para sobreponerme, aunque me cueste. Porque es más bonito apartar penas y melancolías y buscar todo lo que hay de bello. Lo bello de la vida... Aunque sea joven, ya tiempo atrás comprendí que es corta la vida, en la que tanto abundan los pesares, y por ello ahí está el mundo, tan lleno de alicientes para gozar... ¿No opinas igual? ¿O acaso no eres capaz de comprenderlo porque tu condición no te lo permite? —Sin esperar respuesta, con un gesto que ambas esclavas entendieron de inmediato, una de ellas puso en sus manos un laúd.

Templó la joven el instrumento, inició un cadencioso pulsar de las cuerdas, y a poco dejaba oír la armonía de su voz, recitando trozos, cantando otros, en una bella kassida que evocaba la nostalgia de unos felices amantes a quienes castigaba la crueldad de un destino injusto, para terminar con la promesa de un mañana dichoso que habría de estar en el goce de un tiempo donde prevalecería el amor sobre todas las cosas; sin duda, un argumento bien simple, ingenuo, pero el acompañamiento de la música y la armonía de aquella voz suplían todo para obtener el efecto de que Martín se sintiera hondamente conmovido y no escatimara elogios en sus felicitaciones a la artista.

Y mientras lo hacía, de repente se sintió como en suspenso, interiormente abstraído al acudirle inopinadamente unos pensamientos que le conducían a analizar su propia existencia. Amina había concluido su oda cantando las mismas aspiraciones que son los deseos de toda la humanidad en el permanente afán por disfrutar el placer de la belleza, la armonía, la galanura que pueda ofrecer la vida. A lo largo de todo su pasado, ¿en qué consistió para él la felicidad? ¿Y cuáles serían sus características en el cercano futuro? Para responderse tendría que barajar su carácter y la sucesión de cuantos hechos jalonaron su existencia en las coyunturas que le asaltaron a lo largo de los años, unas amables, otras que nunca sospechó tan problemáticas. Durante este tiempo su idiosincrasia estuvo forzada a adaptarse a las circunstancias conforme éstas se le aparecían; siempre, por supuesto, dentro de la obligada obediencia a la Iglesia, taller que desde su infancia se encargó de moldear su condición y que él jamás se atrevió a desacatar, que incluso su apasionado amor por Alejandra quiso legitimarlo confiando en la bondad de un Dios comprensivo y amante de sus hijos. Durante este tiempo, dentro, por supuesto, de los cánones que marcaba la religión, apreció lo bello y lo que estimó grato y amable, lo que entendió que era bueno y lo que despreció por reprobable; también se formó sus propias opiniones en cuanto a la virtud, la modestia, lo respetable, y cómo había que medirlos en el individuo, y en función de qué... También creyó haber encontrado el modo más idóneo por el que encauzar la propia trayectoria, encaminada por vías en las que no hubiera riesgos, sin temor a que en cualquier momento surgieran las tentaciones, un querer abandonar por ceder a los crueles desafíos provocados por el hastío, la incomprensión/ la desgana, o la falta de alicientes, o el desengaño, o todas las impresiones que el alma pueda recibir del trato con sus semejantes... ¿Fue feliz obrando como lo hizo, en el ambiente en que estuvo y seguía desenvolviéndose? ¿Podía pensar que la felicidad sería más gratificante buscándola en el sensualismo con que la deseaba la kassida de Sinbul Châmî? «Sé sincero contigo mismo y estarás en paz», le había dicho Antonio del Sasso en alguna ocasión.

Desechando con cierta irritación la incomodidad que le producían las enojosas y tan complicadas cuestiones que le planteaba su conciencia, y como le pareciera leer en la expresión de Amina que ésta esperaba una respuesta, le habló:

—Verdad es que no sabría opinar en cuanto dice tu canción, si cada cual tenemos un modo de sentir y querer explicar la felicidad. Para unos puede estar, como dicen tus versos, en quienes la buscan aferrados a los placeres que ofrece el mundo, y otros siempre vivirán en la esperanza de tropezaría un día del modo más inesperado. Que puede ser incluso después de la muerte.

Sinbul dejó el laúd en manos de una de las muchachas; luego las despidió con un gesto, y una vez a solas con el fraile:

—He de confesarte que desde niña no hice sino confiar, como todo el mundo, y pedir la gracia de Alláh, sea su nombre reverenciado, repitiendo mi rezo: «Me refugio en el Señor de la luz, de la ignorancia de sus criaturas, de la oscuridad de la ignorancia cuando se extiende, del mal de la superstición y la locura, del mal del envidioso cuando envidia», y así quise disfrutar de la vida que nos regala el Misericordioso. Yo siempre he creído en las promesas de mi fe, en lo que nos tiene prometido el Mensajero, la paz y la gracia de Alláh sean siempre con él. Pero, ya mujer, empezaron a soliviantarme pensamientos y dudas de los que inútilmente trataba de huir; uno era, el que más, que cada vez que un ser amado desaparecía la pena invadía nuestros corazones, y en lugar de sentir la alegre proximidad de esa felicidad que tenemos prometida para más allá de la muerte, tan intensa que no se puede describir y que durará toda la eternidad, no era sino dolor lo que nos mortificaba a todos. Y me llené de mis primeras sospechas, y luego, al perder a casi toda mi familia, sentí temor a lo que tal vez no era más que una dulce ilusión. Busqué sin conseguirlo el modo de borrar esos tristes pensamientos, pasó el tiempo, y un día creí que tú, al que oyera hablar en nombre de tus dioses, podrías sacarme de mis incertidumbres y poner mi mente en paz. Y cuanto te digo, de cierto que no me atrevería a confiarlo a nadie, que no sé de dónde me ha nacido esta confianza que me inspiraste desde la primera vez que te vi. Y también, que toda esta confusión creo que ya me nació cuando apenas si empezaba a razonar, lo que me ha llevado a lo que ahora es una rebeldía, pues no puedo remediar mi disconformidad con lo que nos predican sobre que en el Paraíso, si existe y no es algo que tramaran los alfaquíes, como me lo aseguró, hace ya años, un judío converso al que conocí en la corte de Granada, si es promesa formal, digo, más parece fabricado para premiar las acciones de los hombres, donde la mujer, tan relegada como lo está en la Tierra, hace en los Cielos un injusto papel de ramera.

Escuchándola con toda su atención, Martín se sorprendió al oírla exponer cuestiones que no le eran nuevas; que había leído en ocasiones, confuso y desconcertado, sobre todo en aquellos escritos guardados en el palacio abacial de Santa Domitila, escritos redactados por tanto adversario de los dogmas de la religión; que oyó tantas veces a Antonio del Sasso; y que a todos, en sobrehumano esfuerzo, siempre quiso hacer oídos sordos. Ahora no acertó con la respuesta que habría de dar a la muchacha, porque le mortificaría acudir a cualquiera de los triviales recursos aprendidos del oficio para zanjar una situación embarazosa. Por decir algo, se le ocurrió una banalidad:

—Amina, has hablado de mis dioses, y los cristianos sólo tenemos un dios, que es el Señor creador de todo lo que existe...

Ella le interrumpió, empecinada en repetir aquellas interpretaciones que los muslimes acostumbraban a esgrimir como argumento irrefutable contra el pensamiento cristiano, tildado de politeísta cuando difundía una doctrina que obligaba a creer en la existencia de un Dios Padre, un Dios Hijo y otra esencia de la divinidad que era el Espíritu Santo; trilogía, ciertamente, difícil de entender, y menos de esclarecer con una cierta coherencia, y a la que él siempre había puesto coronamiento con aquella respuesta radical, la más cómoda de que se valía la Iglesia para explicar lo inexplicable: Misterio.

Martín se levantó, anduvo unos pasos, contemplándose la punta de los pies. Luego:

—No voy a responderte ahora a cuanto me dices. Perdóname. —Con el esbozo de una sonrisa más abierta, a medias irónico—: Ya que, tal que me tienes advertido, he de considerarme tu prisionero, y como que debe de ser ya la hora sexta y de estar ahora en Malaqa estaría sentado a la mesa, pregunto: ¿condenas acaso a tus prisioneros a morir de hambre? Tal vez piensas que soy un glotón, pero si es cierto que confieso y desprecio esta culpa a la que abomina mi religión, también es cierto que con gusto me sentaría ya a comer, aunque cayese en pecado mortal.

Dijo esto sin ánimo de hacer de ingenioso, pero le divirtió escuchar la risa de la joven y su burlón comentario:

—Aunque comes bastante bien, y lo creo síntoma de tu buena salud, tienes un aspecto casi de hambriento, pues no engordas.

Se alegró, y se sorprendió, de aparecer ocurrente a sus ojos, aunque al momento le ganara una especie de asombro al descubrirse ironizando con lo que de siempre, junto con similares proposiciones eclesiásticas, aceptó sin ni siquiera atreverse a juzgarlo.

Obligado a aquel forzoso encierro sin poder abandonar la casa, después de la comida vino un esclavo para indicarle la que, debido a las circunstancias, habría de ser su habitación: una pieza, como casi todas, abierta a la galería que contorneaba el patio, lleno ahora del incesante concierto que ponía la lluvia. A un lado había un gran baúl forrado en becerro, armoniosamente claveteado, como los que podían verse normalmente en cualquier hogar para guardar ropa y utensilios; el criado levantó la tapa para que pudiese ver su interior, donde se descubrían una serie de prendas de vestir, y al volverse a él en un gesto de interrogación, le explicó que todo aquello lo había preparado su señora para uso del huésped. Interiormente se encogió de hombros, aunque le asaltara una tonta ocurrencia: ¿es que en verdad Amina le estaba considerando su prisionero?

Una vez a solas, abandonó la habitación y se acercó a contemplar por una ventana el sombrío panorama de la tarde bajo aquel monótono, constante aguacero, los cielos inmersos en triste negrura, el incesante tamborileo de la lluvia como un zumbido continuo que parecía que no iba a tener fin. Hasta donde alcanzaba la vista, los cultivos habían perdido su color: todo aparecía envuelto en el tamiz de aquel diluvio, agitado por frecuentes ráfagas de viento. Espectáculo que le hizo confirmar las palabras de la joven al predecir que le sería imposible abandonar la finca mientras durase el temporal. Y entonces se formuló una pregunta: ¿le estaba agradando aquella especie de trampa que la naturaleza le tendía? ¿La naturaleza al servicio de un destino obediente a la divinidad? Y, aunque escéptico, se quedó pensativo, como si en realidad se hubiese convertido en objeto de unas fuerzas que siempre creyó que estaban más allá de la percepción de los humanos... Pero sí le pareció que aquella circunstancia le favorecía de un modo inesperado en su deseo de permanecer lejos del Castil, lejos de aquella pareja, los hermanos llegados para sustituirle, con quienes mantenía una casi total incomunicación, sin haber decidido todavía en qué momento abandonaría la misión, y Malaqa, y el reino de los moros, para ir al lugar donde la Orden le tenía señalado, sumido en una continua y temerosa indecisión sobre si obedecería o no las inquietantes instrucciones...

De paso, también se atrevió a recriminarse por tanta cobarde pasividad, tanto esfuerzo por querer ignorar la impresión que desde el primer momento le había causado aquella inconcebible aventura, aquel acercamiento a la bella y rebelde joven, ante la que no sabía si no guardar una permanente alerta; de todos modos había acabado confesándose que esta situación, un encontrarse de repente envuelto en aquel desacostumbrado, y asiduo, trato con mujeres, empezaba a no parecerle tan expuesto ni tan censurable como había sostenido durante toda su vida.

Rehuyó, durante el resto de la tarde, aceptar una conversación que le obligaría a polemizar con Amina sobre multitud de asuntos que ya adivinaba que le propondría. En su lugar, como quiera que con ella vinieran a reunírsele, como de costumbre, las dos esclavas, sus asiduas acompañantes —Martín pensó si las mantenía a su lado como una especie de custodios de su honorabilidad —Hinta Ârmînî, Trigo de Armenia— y la espléndida sudanesa, Asal —'Asal Kahhlâ, Miel Negra—, hábilmente obligó a que la tertulia tomase un carácter distendido, en la que él contó retazos de su vida de la infancia en el Mas d'Alvers; y anécdotas y recuerdos de París y Roma, de Nápoles y Palencia, escondiendo cuantas situaciones escabrosas podrían sembrar en el ánimo de sus interlocutoras un concepto negativo, lo mismo de su persona como de su religión, e incluso del mundo cristiano; y se dio cuenta de que jamás había hecho nada parecido; y se sintió a gusto recordando y contando aquellos pasajes de su vida, complacido del interés con que le escuchaban, y de sus preguntas, su curiosidad. A su vez las tres muchachas, entre risas y medias palabras, con una libertad que Martín pensó que posiblemente no habrían manifestado jamás ante ningún hombre, quizás haciendo excepción de él por su estado eclesiástico, se entregaron a un inacabable contar de historias, de murmuraciones y habladurías, divertidos chismes y anécdotas de las muchas que se daban tanto en la sociedad malaqí como en la corte granadina, complaciéndose, entre incontenibles carcajadas, en recordar multitud de embrollos e intrigas, lo que les hizo pasar el tiempo bien divertidos. Cierto que en más de uno de aquellos relatos hubo el fraile de disimular su confusión cuando el argumento acusaba algún matiz de tono subido.

Aquella noche, Martín, cuando fue capaz, aislado en la oscura soledad del lecho como si temiera que sus ideas pudieran avergonzarle a plena luz, recordó con más intensidad a Alejandra; los sentimientos que aquella desventurada y maravillosa mujer fue capaz de despertarle, la felicidad con que vivió unos años en los que ambos estuvieron unidos por un fuerte amor, sin sentirse culpables de nada censurable. Y luego, tanta pesadumbre tras su desaparición; cómo su falta le amargó el carácter, subvirtió sus más caros y enraizados pensamientos, le hizo perder ilusiones y afanes e incluso, como en un enajenamiento de la razón, blasfemó y desafió a los Cielos; luego se dejó llevar por las circunstancias, arrastrado, más bien, en aquella sucesión de percances acaecidos para desgracia de la Iglesia, viviendo ilusionado un tiempo en el que confiaba encontrar la respuesta a sus inquietudes, persuadido de que estaba a punto de concluir aquella continua búsqueda tratando de encontrar algo, no sabía qué, capaz de absorberle, dominarle; porque no lograba dejar de sentirse insatisfecho. Y ahora, para mayor complicación, se veía arrastrado en una amalgama de placenteras sensaciones como le parecía que jamás experimentara, sin atreverse a hacer juicios, ni proyectos, sino más bien con una extraña curiosidad. Todo deslizándose en un tan breve espacio de tiempo: el transcurrido desde que aceptó, aun sospechando el engaño, para aceptar la llamada de Sinbul y trasladarse a su casa. Por más que se repitiera a cada instante su decisión de partir, en el fondo seguía interesado en saber cómo iba a desarrollarse una historia en la que él podía considerarse el personaje principal.

XLIV

XLIV

A

maneció el siguiente día con un cariz similar al anterior; que ya, según contara Amina, algún viejo campesino le había dado su pronóstico de que el temporal habría de durar tres días más, si bien hubo otro que aseguraba que serían en total cinco. De todos modos, aunque bajara su impetuosidad de un principio, no se advertía la menor traza de cambio.

Sinbul obró como la víspera, es decir, que cambió impresiones con criados y colonos, y luego de dedicar el tiempo necesario para su embellecimiento personal, aguardó con sus esclavas la presencia de Martín. Guiado por el muchachito que parecía haber sido puesto a su servicio personal, acudió el predicador a la pieza, ya caldeada por el brasero; intercambiados los saludos de costumbre, inmediatamente se dedicaron a dar cuenta del copioso desayuno que era costumbre servir, al parecer, en aquella casa. Luego la joven, en su deseo por hacer la estancia de su forzado huésped lo más grata posible, no encontró mejor auxilio que dedicarle un amplio repertorio de sus canciones y poesías; todo lleno de una gracia, de una exquisitez que absorbían el espíritu de su único espectador. El recitado de aquellas inspiradas maqamat en la voz espléndida de la muchacha, acompañándose de su laúd, iba parejo con la qussaba —flauta— de Hinta y el ritmo con que batía su duff —tambor— la sonriente 'Asal; o las muwassahat acabadas en los graciosos y con frecuencia picantes versos de la popular jarcha, revivificada en casi todo el reino por Amina; e incluso las serranillas y otros cantares de aire castellano que a Martín recordaban aquellas composiciones oídas durante sus días en Palencia, que le dijeran ser las inspiradas hijas de un hombre tan complicado —a su entender— como lo fuera el Rey Sabio.

De modo que todo estaba desarrollándose dentro de un escenario y con un argumento tan diametralmente opuestos a los que fueron, y debían seguir siendo, sus hábitos de cada día y de siempre, que en medio de tanta novedad, donde sin la menor duda se sentía bien complacido, no dejaba de preguntarse si podría resistir mucho más tiempo el disfrute de lo que era ya puro hedonismo. También, sin dejar de gozar aquel insólito encadenamiento de verdadera molicie, le asaltaba el temor de no poder permanecer espiritualmente incólume, es decir: si dentro de esa, sin duda, placentera situación, iba a ser capaz de mantener la estanqueidad de un margen que separase sus convicciones religiosas y morales de todo cuanto de pura emoción estética le producían la música, la poesía, el canto, aunque mediaran otras más prosaicas y pecaminosas tentaciones, como eran las exquisiteces de una buena mesa, un confortable ambiente que, si no de lujo, sí cubría cualquiera de las necesidades que se puedan desear para una vida cómoda; y luego, la presencia continua de las tres bellas jóvenes, entregadas, como era bien patente, a agradarle y hacer de su forzada estancia una especie de refugio temporal lleno de bienestar... ¿Con qué propósito, si apenas en ningún momento se habló del supuesto motivo por el que estaba allí, que era la religión? Situación, y ni un instante dejó de ser consciente de ello, que se podía barruntar como algo peligrosamente dañino para la integridad de su alma; una especie de trampa mortal que en un instante podía destruir todos sus esfuerzos —los de toda una vida— por mantenerse lejos de cuanto pudieran significar tentaciones y asechanzas causadas por la maldad de las potencias infernales. De todos modos, cerraba los ojos y se confesaba cuán agradable era aquel modo de dejar pasar los días... Incluso con una manifiesta pasividad, fue consciente de que había dejado de rezar las Horas.

Las previsiones de aquellos experimentados campesinos se vieron cumplidas al confirmarse sus atinados pronósticos, ya que no fue sino al cabo de cinco largos días que los cielos, de repente, cambiaron el agobiante temporal de agua y viento por una mañana en la que el sol se dejó ver, luciendo victorioso por sobre un radiante cielo pintado de radiante azul, que era el normal de cada día en la privilegiada Malaqa, bendecida por la gracia y protección de Alláh, según sus fieles.

Durante ese tiempo Martín estuvo dedicado a nada. Es decir, que dejó transcurrir las apacibles jornadas como si la casa entera, sus moradores e incluso el apenas visible panorama exterior, yaciendo envueltos en aquella especie de veladura que hacía la lluvia, se hubiesen desconectado de la faz de la tierra y hasta de la misma realidad. Cada día los estuvo viviendo en la amable vecindad de las tres mujeres, entretenido unas veces con la maña de su arte, otras oyéndolas contar, bien distraído, o en ocasiones con interés, ingenuas historias que daban por reales, unas, o largas y encandilantes leyendas aprendidas de los viajeros que llegaban de Oriente.

Cuando el contorno empezó a dejarse ver, resaltando brillos en la vegetación bajo la deslumbrante luminosidad del día, Amina invitó a su huésped a contemplar desde una azotea el paisaje circundante, donde la naturaleza, recién salida de tan prolongado baño, se manifestaba pletórica de exuberancia y colores. La serranía, como un telón cerrando el horizonte, destacaba sus perfiles contra el fondo de una atmósfera cristalina, jugando con una gama de grises, verdes, sepias... A sus pies, deslumbrantes con el espejeo de su brillo hasta alcanzar el confín de la vega, las grandes extensiones de las aguas retenidas tras la inundación. Era aquél un tan bello espectáculo, y a Martín le afectó de tal modo su embelesada contemplación, que llevado de la misma emoción que embargaba sus sentidos, con inocente espontaneidad posó su mano sobre la que la joven, a su lado, apoyaba en el antepecho; y al instante, consciente de la gravedad de tan deplorable acto, precipitadamente, la retiró, alejándose unos pasos, lleno de turbación, simulando estar absorto en la contemplación del panorama.

Amina no hizo por aparecer afectada ante tan inesperado gesto, sino que permaneció inmóvil; luego, a hurtadillas, volvió la cabeza y se quedó contemplando la figura del joven, que le daba la espalda. Así, unos minutos, en silencio, cada cual fingiéndose entretenido en la contemplación de la neblina que empezaba a levantarse por encima de huertos y sembrados y que se extendía rápida, efecto de la intensa evaporación que conforme avanzaba la mañana sumergía todo en una húmeda envoltura de penumbras.

—¿Cuánto tiempo calculas para que los caminos se hagan practicables y pueda regresar a la ciudad? —preguntó el predicador aquella tarde a la joven.

Amina hizo un gesto de duda, queriendo enmascarar su contrariedad:

—A tenor de como está todo, al menos hasta pasados un par de días no será posible, ni aunque lo hicieras a lomos de una bestia. Ya he preguntado a mi gente, y ésta es la información que me dieron. Eso: dos o tres días.

Desde el incidente de aquella mañana —si de tal modo podía calificarse—, sin dejar de guardar en todo momento las formas, pareció que entre ambos hubiera nacido algo que los apartaba del amistoso y desenfadado trato que, sin dejar de ser ceremonioso, habían estado manteniendo durante aquellos días. Visiblemente podía constatarse que aunque exteriormente todo continuara sin cambio, ahora parecía que corriera entre ambos como una especie de cortedad que daba a sus encuentros cierta tensión, y cuyo ánimo sólo podrían penetrar sus protagonistas.

Conociendo ya el camino, a la mañana siguiente lo primero que hizo Martín fue subir a la azotea y dedicarse durante un rato a estudiar el escenario en torno a la munya, queriendo descubrir un hueco, entre lodazales y predios anegados, que le permitiera —ahora lo deseaba vivamente— abandonar aquellos parajes y buscar refugio no sabía dónde; porque, ciertamente, su deber para con la misión estaba formalmente acabado, sin otra obligación ahora que obedecer las instrucciones recibidas y abandonar al—Ándalus; idea que cada vez que le acudía al pensamiento, más lo llenaba de aprensión, de toda la inquietud que le provocaba el desconocer qué iba a ser de su persona.

Notando, posiblemente, este solivianto, aquella misma mañana la joven le recordó, habiéndole de un modo que el predicador quiso interpretar serio y como forzado:

—Prometiste hablarnos de tu religión, y como te adivino con deseos de partir, antes quisiera escucharlos, si lo tienes a bien. —Se le notaba un tono de resentimiento que con dificultad quería disimular—. Pero si está antes tu deseo de marchar, sea como quieras.

Se sintió desconcertado; pero lo que ella le pedía no era sino el más importante, el primero de los compromisos a los que estaba obligado: lo que siempre hizo y era consustancial a su propio existir. Ahora estaba pesándole cómo pudo dejar pasar tantos días entregado a una ociosidad que en realidad le había estado inquietando muy dentro, muy en su interior, que la sabía pecaminosa pero que no quiso escuchar; y se recriminaba al sentirse como uno de aquellos musulmanes indolentes a los que alguna vez conociera, de quienes no sacó otra conclusión que considerarlos despreciables gandules malcriados entre mujeres.

—Lo haré, Amina. Y empezaremos esta misma tarde, si lo crees acertado.

Había querido excusar el tono con el que le hablara la joven, que interpretó como lleno de algo que no supo si sería resentimiento, disimulado enojo, disgusto... pero sí rehusó tímidamente encontrar su mirada, temeroso de leer en ella signos que le apesadumbraran o le entristecieran; había llegado a sentir por aquella muchacha algo que podría ser apego, amistad, y hasta un cierto agradecimiento por brindarle de un modo tan inesperado aquellas gratas jornadas, alejándole de aprensiones, de temor a lo desconocido. Luego se recriminó porque todo en él no era más que pura cobardía...

Quiso refugiarse, huyendo a toda compañía, y así pidió el favor de que le sirviesen de comer en su alcoba, so pretexto de que habría de dedicar cierto tiempo de meditación y estudio para preparar su disertación catequística, aunque la verdad estaba en su temor de enfrentar a la bella Sinbul. Más tarde, cuando llegó a donde le esperaba su auditorio, esforzándose por aparecer distendido y hasta exageradamente afable, temió que se le notase toda la inseguridad que entonces le poseía; e inmediatamente, acudiendo a lo que era el hábito del oficio, inició su lección.

Sin apartarse un ápice de lo que dictaba la ortodoxia de la predicación, observando con el rutinario verbo de siempre cuanto a lo largo de los años repitiera en tantas charlas de similar cariz, comenzó remontándose a explicar el porqué del misterioso sentimiento que en el ser humano conducía, sin proponérselo, hacia la sensación de la existencia de un Ser superior, que sería su hacedor, y por tanto, su dueño, a quien por regalarle con el portentoso disfrute de la creación debería guardar todo su agradecimiento, junto con un amor que estaría por encima de todas las cosas terrenas; después, observar una suma obediencia a sus mandatos, comunicados por los encargados de servirle, los sacerdotes, únicos interlocutores de que se valía la divinidad para hacer que todas sus criaturas caminaran por la senda de perfección que habría de conducirlas a la vida eterna de los bienaventurados, donde gozarían de la presencia de aquel Ente extraordinario, que no sería sino Dios.

Tras hacer una lírica referencia al Paraíso, contando la desobediencia de los Primeros Padres, el enojo del Señor y su maldición sobre éstos y sobre toda su descendencia, más la promesa de que un día habría de enviar a alguien muy querido con la misión de sacrificarse para arrancar a sus criaturas del poder del Demonio, anuncio de la venida de Jesucristo, se alargó en las narraciones sobre los patriarcas de que habla el Génesis, los legendarios caudillos y sus fantásticas historias cargadas de milagros, de proezas y de portentosos hechos, sabedor por experiencia de que despertaría el más vivo interés en su auditorio; naturalmente, evitando cualquier alusión que diese más protagonismo del necesario al pueblo hebreo, al que en todo momento llamó, como dicen las Escrituras, Pueblo elegido de Dios.

De tal modo que la disertación fue alargándose, el mismo Martín embebido en su discurso, sin que en momento alguno apareciera el menor signo de aburrimiento, de tedio, en su auditorio, hasta ya bien avanzada la tarde, próxima la hora de la cena, cuando se acordó continuar al día siguiente. El fraile estaba del todo satisfecho, saboreando un gozo no por lo que en sí, en materia de formación religiosa, estimara haber obtenido, sino porque durante su discurso no dejó de apreciar la interesada expresión de Amina, sus gestos, algún comentario que evidenciaba cómo la cautivaron algunos pasajes de su lección, pareciéndole que volvía a su estar con el que la conocía, lejos de lo que intuyera frialdad y distanciamiento, motivo de su inquietud.

Cuando se retiró a descansar estuvo durante horas martirizándose con extrañas ocurrencias, imaginando situaciones absurdas, aventuras que le hacían estremecerse, no sabía si de placer o de miedo. Hasta que pudo conciliar el sueño; un sueño cargado de pesadillas.

Siguieron otras tres jornadas, durante las cuales el dominico se sintió ganado del fervor de su dedicación, que en los últimos días tuvo tan alejada de sus preocupaciones. Sus relatos se hicieron más incisivos, y en ocasiones, llevado de algún rapto de erudición, incluso doctrinarios, lo que matizaba de inmediato, tratando de encontrar en todo momento un lenguaje sencillo y plenamente inteligible, como ya le enseñaran en la Escuela de misiones dedicada a los idólatras de lengua arábica.

Después, cuando determinó ocuparse exclusivamente de lo que estimaba primordial, la historia del cristianismo a partir de la aparición de Jesús, exponiendo episodios de su vida, de su doctrina y de cuantos hechos sobrenaturales sembraron la Tierra de tantas innumerables pruebas de ser, sin duda, el enviado del Dios Padre, el redentor de la humanidad, el que predicaba un modo nuevo de honrar, no sólo a la divinidad, sino también al prójimo, empezó a padecer algunas lagunas, a echar de menos sus apuntes de sermonarios, sus notas que le ayudaban a recordar y a desmenuzar los múltiples detalles que enriquecen un relato; porque ésa fue su costumbre de siempre, servirse de unos apuntes que le ponían sobre cada tema. Y ahora echaba de menos lo que parecería una minucia, pero que él consideraba necesario, casi imprescindible, lo cual casi podría interpretarse como una especie de manía caprichosa.

—He visto que los caminos parecen ya transitables, Amina. Necesito ir a la ciudad para recoger algo que preciso para continuar nuestras lecciones.

Venía planeándolo desde la víspera, y aquella mañana, antes de que el sol asomara por el levante que daba al mar, había estudiado cuidadosamente las perspectivas en cuanto al tiempo, que le parecieron buenas. Madrugador de siempre, ya había puesto su anatomía al cuidado de los bañeros, esperando sólo ver aparecer a su huésped para comunicarle sus intenciones, lo que hizo a primeras horas de la mañana, como era ya habitual.

Vio en sus ojos una profunda mirada, y en su bello rostro apareció como una mueca que él tradujo que era de tristeza y desilusión, lo que le hizo sentirse confuso, y en cierta manera culpable por si a su pesar le causaba un involuntario daño, por lo que se apresuró a agregar:

—Volveré pronto, porque es mi obligación seguir hablándote de mi religión, y sé que a ti también te interesa oírme. Déjame un criado y un animal, y si parto ya, temprano en la tarde habré estado de vuelta. Además —en tono que quiso hacer jocoso—: no he olvidado que soy tu prisionero.

Esto alegró el semblante de Amina con una débil sonrisa, al tiempo que al despedirle, a media voz, le dedicaba una jarcha que él le había elogiado en una de aquellas veladas de música y recitados:

¿Qué haré, qué será de mí, amigo?

No te vayas de mí.

En compañía del mismo criado con quien llegara a la finca días atrás y a lomos de una mula aparejada para la montura, ya bien avanzada la mañana, emprendió viaje. Su guía, conocedor del terreno, sabía por dónde conducir a los animales sin temor a resbalones y caídas, salvando lagunas, transitando por los espacios ya endurecidos, vadeando regatos y los todavía crecidos arroyos, y así hasta llegar a Malaqa, dirigiéndose al Castillo de los Genoveses.

Acordó con el mulero de dedicar su tiempo a lo que mejor le apeteciera, emplazándole allí mismo para después de la comida del mediodía, y lo primero que hizo fue ir a la iglesia, donde oró unos minutos; saludó luego a cuantos vecinos, notando su presencia, vinieron a su encuentro, y seguidamente se dirigió a su alojamiento. Su sorpresa fue encontrar allí a los dos padres misioneros, sus sustitutos, en conversación con dos desconocidos que, aun sin vestir ropa talar, identificó al momento como pertenecientes a la Orden. Saludó protocolariamente, respondieron los otros, algo cortados por lo que podía calificarse de verdadero allanamiento, y se quedó esperando que le explicasen.

—Padre Martín, estos que vienen son fray Anatolio y fray Adriano, recién llegados de Granada hoy mismo. No teniendo donde descansar de su viaje nos hemos permitido, dada tu ausencia, hacerlo aquí hasta la tarde, en que tendrán ya su acomodo.

Martín guardó silencio, porque esperaba oír la razón de aquella visita, pues sospechaba que no traería mensaje halagüeño alguno. Fue el padre Anatolio quien se adelantó a darla:

—Padre Martín, he sido designado cursor para encontrar al padre Antonio del Sasso, del que tenemos noticia que vive ahora en Granada. Mas, como quiera que no le encontrásemos allí, estimamos posible hallarlo en Malaqa, donde tampoco he conseguido mi objetivo.

Seguidamente y haciendo uso de un léxico muy profesional, contó de cómo Antonio, habiendo sido juzgado en ausencia por los tribunales competentes de la Iglesia y hallado culpable de fehaciente aversión a la mayoría de cuantos dogmas eran base de la fe del pueblo de Cristo, venía comisionado para hacerle entrega de la carta apostólica decretando su excomunión, que en vista de su ausencia ofrecería a algún vecino, clérigo o seglar, con miras a que llegara a su destinatario.

Martín, sin salir todavía del asombro que le producía aquella situación, hizo un gesto casi maquinal tendiendo el brazo, y el otro puso en sus manos la bula pontificia; a continuación, obrando como si fuese el destinatario, ante las miradas sorprendidas de los otros, rompió el cordel de cáñamo que pasaba por el sello de plomo, desplegó el pergamino y leyó, saltando líneas, que «el padre Antonio del Sasso, de la Orden de Predicadores, súbdito de la Santa Iglesia Católica Romana y sometido, por tanto, a la autoridad de ésta, hallado reo de un número de delitos entre los que sus proposiciones con censura, reiteradas, ciertamente graves y con contumacia, con nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos, y mandamos que todos los hijos de nuestra Santa Iglesia las tengan por reprobadas, proscritas y condenadas, y a su autor, el llamado Antonio del Sasso, le excluimos de la comunión de los fieles y de participar en los sacramentos, así como de los bienes espirituales por los que se comunican los fieles entre sí, como que sean miembros de un mismo cuerpo místico, y también de otros bienes temporales anexos a espirituales...». El documento, redactado en la Cancelaría Apostólica, le trajo de inmediato recuerdos ya muy lejanos; pero lo que más atrajo su atención, de un modo casi hipnótico, fue el encabezamiento, en que con los adornos y resaltes de costumbre campeaba el nombre del pontífice, tan vilipendiado por quien acababa de convertirse en un proscrito más: el del arrogante papa Gaetani.

—Yo no he vuelto a verme con el padre Antonio del Sasso luego que marchó, y de él sé tan sólo que ocupa un puesto en la biblioteca del rey Muhammad, en Granada... Dudo que pueda entregarle esto... —Y suavemente lo restituyó al enviado.

El padre Anatolio se volvió a los otros predicadores, indeciso, como pidiendo su opinión; luego cedió el protagonismo a su compañero, fray Adriano, quien ahora tomó la palabra. Al oírle, Martín le miró con curiosidad, como si acabara de descubrir su presencia. Era un hombre ya maduro, con el rostro curtido de muchas intemperies, muchas experiencias, las que seguramente habían hecho de él un personaje hermético, frío:

—Yo tengo para ti, padre, que hace ya tiempo se te comunicó que deberías abandonar esta misión, y por ello vinieron a sustituirte —y señaló a fray Lucio y su compañero—, sabiéndote informado de que tendrías que viajar hasta nuestra casa de Játiva. Estimo que será por causa grave, y no desobediencia, este retraso. Es mi deber informarte de cómo por el Santo Tribunal de la Inquisición se te ha abierto proceso por acusación formal, probada y con testigos, que debe de estar muy documentada para ir tan lejos, y tú sabrás, sin duda, de dónde procede este asunto. Se me comisionó, pues, para acompañar al padre Anatolio y al tiempo hacerte entrega de la citación del Santo Oficio.

Todavía se extendió, con acento sin inflexión alguna, enumerando los distintos pasos para responder en debida forma al juez inquisidor; lo más acertado, según su parecer, sería ponerse en camino, aceptar la conventualidad en Játiva y aguardar para comparecer ante el Tribunal, gestionando de paso los testigos que podrían declarar en su defensa de los cargos que le imputasen, los cuales actuarían como compulsadores; todo con vistas a evitar una posible sentencia, como mínimo —aventuraba— tan terrible como la degradación. Y cada uno, con la excepción del destinatario, se santiguó.

Martín, que no había dejado de sentir que todo cuanto sucedía era como si ocurriera fuera de su presencia real —aunque no lo estimara cuestión muy alejada de lo que venía esperando desde algún tiempo— permaneció mudo, como si meditara una respuesta; contempló, sin moverse, a través de la ventana, el cielo y el espectáculo del mar; y le llegaron las voces de la gente del muelle, atareada en sus faenas: todo formaba parte de una naturaleza ajena por completo al drama que en aquellos momentos estaba viviendo él. Después empezó a reaccionar, y lo hizo como pocas veces en su vida, aunque con el tono mesurado que tenía adquirido de su educación eclesiástica, matizado en ocasiones por la entonación y el acento:

—Padre Anatolio, creo poder hablarte en nombre del padre Antonio del Sasso, y así, cuenta a los que te envían cómo él ya previó esta denuncia, que manifestó que no habría de afectarle en nada. Pienso que ha de seguir igual, en esa pugna que busca luz para su espíritu al margen de lo que estima explicaciones poco convincentes... Y en este orden, sin que esté en mi ánimo excusa alguna, digo que jamás acepté cuantas proposiciones le oyera, aunque confieso que siempre me llenaron de inquietud, pues a más de atrevidas eran irritantes, por tener su fondo cargado de una lógica que me llenaba de dudas y vacilaciones... Así, mantuve mi fe y oré implorando que se hiciera luz en su mente, que creí ofuscada. Y quizás el ofuscado era yo. —Dejó asomar una sonrisa que quiso hacer irónica y apareció fatigada—. Ahora, a cambio, esa Iglesia a la que siempre amé, porque siempre la consideré Santa, recompensa mi fidelidad prestando oído a falsas acusaciones... Pero sí que tomo como hecho providencial el que tanta insidia me agrede cuando por fortuna estoy lejos del brazo del Santo Tribunal, lo que privará al juez inquisidor de tenerme entre sus manos.

A seguido, con expresión imperturbable que no reflejaba sus sentimientos más que en el acento de su voz, entre enojado y desdeñoso, se complugo relacionando los supuestos cargos que imaginaba que formarían el acta de su acusación, tales que su amistad de años con un palmario hereje llamado Antonio del Sasso, su trato continuo y amistoso con infieles mahometanos sin una aparente finalidad teológica, y como delito máximo, aquel infundio monstruoso acusándolo de traición al reino de Castilla, y de paso a la Iglesia, en virtud de cuanto imaginara el espíritu belicoso del maestro general de los Predicadores...

Aunque le pareció que la entrevista se alargaba demasiado, con todo cuanto encerraba de irritante y enojoso, todavía se permitió contar, sin levantar la voz pero con intención desafiante, su proyecto de transformar sus miras espirituales, que no serían ya sino, en primer lugar, rechazar todo cuanto no implicara, como decía Antonio, «respuestas para ser bien comprendidas por la razón». Había empezado a considerar inaceptable obligarse a conformar sus inquietudes con un conjunto de aparentes verdades, hueras de toda explicación inteligible; porque al analizarlas las descubría basadas en oscuras hipótesis presentadas, de costumbre, con un lenguaje enrevesado sobre el fondo de confusos relatos, útil para emitir aquellas opiniones subjetivas, carentes de fundamentos reales. Acababa de descubrir que tanta dogmática conclusión expuesta por, sin duda, respetables pensadores, por dicho motivo sus incomprensibles glosas se aceptaran sin que en la mayoría de las ocasiones se atreviese nadie a contestarlas, llevando incluso a muchos de tan complicados intérpretes hasta los altares...

—Nosotros hemos cumplido nuestra misión. Ahora te ruego, padre Martín...

—Y yo te ruego que me dejes acabar. —Se volvió ahora al otro predicador—: Como ves, en lo que mira a mi persona arriesgo cuanto soy, o cuanto he sido, por lo que no daré satisfacción a los deseos de nuestra Orden, ni acepto la citación de nuestro Santo Tribunal. Así decepcionaré a ese dios de la más penosa vanidad que se llama Benedicto Gaetani...

—¡Padre! ¡Tanta impiedad rebasa ya los límites de lo tolerable! ¡Te prohíbo que ofendas la santidad de quien ha sido puesto a la cabeza de la Madre Iglesia Romana por designio del Espíritu Santo!

Y todos se persignaron con viveza, en sus rostros la expresión de la creciente alarma que iba poseyéndoles a medida que oían aquellas palabras del que ya, sin temor a equívoco, se declaraba rebelde. Martín prosiguió:

—¿Podemos aceptar que interviniera el Santo Espíritu de Dios en la elección como su representante de un ser ambicioso y cruel, causante de la muerte del santo Celestino? Yo, no. Siento ahora que me ha sucedido algo que nunca acudió a mi pensamiento, que me llena de tristeza y a la par me hace sentir libre como jamás se me ocurrió que sucediera en mis días... Me duele haber malgastado mi vida, venciendo desfallecimientos y desechando recelos y vacilaciones, entregado a servir a la que siempre consideré mi Santa Madre la Iglesia, pero que ya de tiempo atrás vengo sospechando que no tiene nada de santa, y menos aún de madre, sino que está bien atada a cuestiones terrenas, y abunda en la confusión, en la incertidumbre y la trapacería... A eso entregué mi vida entera, rendidamente, con total confianza... He sido una pieza más en la gran maquinaria que se maneja desde el palacio de Letrán.

—Padre, te lo ruego: vuelve en ti y no quieras ser piedra de escándalo para nuestra Orden y para toda la cristiandad...

Martín derramó una mirada vacía, indiferente, sobre sus contertulios. Luego sonrió:

—Supongo que comprenderéis por qué en tierras de infieles hay tanto refugiado cristiano. Hoy Domingo de Guzmán pierde, creo, a uno de sus más firmes seguidores. Casi por vez primera soy Martín d'Alvers.

XLV

XLV

class="TeX"legó a la munya ya entrada la noche, porque los días se habían acortado y el sol, escondiéndose tras la serranía, pronto abandonaba la extensa vega envuelta en sombras. Apenas descabalgar pudo leer en el rostro de su anfitriona una cierta ansiedad ante la tardanza, junto al casi imperceptible movimiento de labios que adivinó sería su maquinal dar gracias a Alláh por el alivio de su regreso. No quiso dar explicación alguna: saludó con la cortesía habitual y fue directamente a su alcoba. Y ya hasta la mañana siguiente, cuando apenas alboreaba salió fuera para inmovilizarse ante la fachada exterior de la casa, mirando por sobre los cultivos sin verlos, insensible a la cruda frialdad del amanecer que poco a poco iba penetrándole, juntándose con la que le producía aquella sensación de absoluto vacío que estaba torturándole desde los incidentes de la víspera.

Había pasado no horas, sino todo el lento discurrir del tiempo en la morosidad inacabable de la noche, con la mente enfrascada en la incertidumbre que se le abría a raíz del modo en que había radicalizado su postura frente a lo que hasta entonces fuera el norte de su existencia. Cara al futuro, a la estricta inmediatez, no sabía adónde mirar, porque hasta entonces nunca le preocupó el día a día, si siempre lo tuvo solucionado, unas veces más agradablemente, otras, menos, pero sin la incógnita del mañana que le asaltaba ahora. Enfrascado en encontrar una solución, fueron dos las que le parecieron más viables: una, esperar a tener noticias de Antonio y tratar de que éste le encontrase ocupación en la corte granadina; otra, utilizar las influencias de los Banú Simak, si bien esta segunda opción le producía una cierta timidez al imaginarla. Desde luego sabía, y tenía suficientes pruebas, que un erudito, una persona poseedora de una variedad de conocimientos, dominando varias lenguas, no estaría mucho tiempo inactiva, que a no tardar le buscarían para concederle un empleo destacado en aquella sociedad, aunque toda la actividad intelectual, como cualquiera otra en aquel mundo fanatizado por la religión, giraba en torno al Corán. Por otra parte, y al pensarlo no sabía si reír o llenarse de ira, le habían llegado rumores acerca de que desde algún círculo, no sólo en Malaqa, sino en la misma Granada, el nombre del rumíMartín se había unido a la operación sarracena que culminara con la conquista de Quesada, como asociando su irrelevante persona al éxito de la acción; esto había acabado por colocarle en una situación de lo más desagradable frente a los habitantes del Castil y a toda la minoría cristiana de la ciudad, intuyendo los naturales, aunque injustificados, recelos de aquella gente.

Con nostalgia recordaba a su familia, sus padres, sus hermanos, considerándolos ahora situados en un espacio punto menos que inalcanzable; antes de embarcar en Nápoles para ir al reino nasrí había aprovechado la partida de una galera catalana para enviar sus noticias a sus hermanos los mercaderes; a partir de entonces tuvo la alegría, en un par de ocasiones, de saber de ellos, de sus ancianos padres y de cuanto seguía alentando en torno al Mas d'Alvers. Todo, ahora, tan lejos de su persona, lo que le producía una dolorosa sensación de impotencia, de angustioso desvalimiento.

Cuando los primeros rayos del sol se elevaron por sobre la barrera de estratos que cerraban el horizonte, un rumor le hizo volverse. Allí estaba Amina, la expresión de su rostro de intranquila expectación, sin atreverse a perturbar su aislamiento.

—La paz sea contigo, Amina.

—La paz sea contigo, padre Martín. —Y le miraba fijo, como queriendo adivinar la causa de un comportamiento tan anormal.

Vaciló el joven, indeciso sobre si se atrevería a contarle cuál era su nueva situación, cómo había roto con su pasado —con su vida entera—, y toda la incertidumbre que ahora le acuciaba. En el acto desechó la idea; porque con aquella mujer, de quien podía afirmar que no la conocía sino hasta donde ella había querido contarle, no le unía ningún lazo, ni sombra de intimidad alguna, si sus relaciones eran meramente circunstanciales, fruto de un conocimiento accidental originado, precisamente, por una serie de casualidades a las que el azar condujo hacia el nacimiento de una situación confusa y anómala desde su inicio, pero cuya evolución, sin que mediaran otras motivaciones, parecía que encaminara a ambos por derroteros que, al menos para Martín, quedaban bien lejos de cualquier cálculo ni premeditación. Cierto que no había dejado de descubrir en ella unas cualidades que casi desde un principio despertaron su admiración, pues a sus apenas treinta años demostraba ser dueña de un carácter reidor y alegre, y a la vez juicioso y razonador, unido a una rica disposición para el arte; ello unido a unas inquietudes que no eran muy frecuentes incluso en muchos hombres, y desde luego, en casi ninguna mujer. Además, y no iba a aceptar ya más la cobardía de querer engañarse, era dueña de una singular belleza, de lo que, pese a sus remilgos de conciencia, se confesaba ser consciente desde el momento en que la conoció.

Decidido a ocultar sus preocupaciones le dedicó una sonrisa, que ella agradeció, según le pareció a Martín, con un suspiro.

Mediada la mañana anunció su intención de pasear la finca, ahora que casi toda era ya practicable; rechazó con amabilidad la compañía de la joven ni de nadie, y se lanzó a caminar, unas veces por senderos que se perdían más allá de las plantaciones de caña de azúcar, otras hundiéndose en resbaladizos lodazales; tan pronto se detenía para saludar a un labrador, o se inmovilizaba unos instantes, entretenido con el rebullir de los pájaros, aspirando el perfume de los huertos, contemplando el majestuoso baile de una pareja de alimoches posada, como por milagro, en medio del aire, y casi todo el tiempo sin detenerse apenas, salvo en los momentos en que algo en la naturaleza le motivaba sentarse a contemplar, a admirar el objeto de su interés: el paisaje, los reflejos en una poza, un insecto, una flor... Era insensible a necesidad alguna, y buscaba un cansancio físico que le impidiera pensar, que anulara el aguijoneo de sus preocupaciones. En ciertos momentos conseguía dejar vagar la mente, pero enseguida le asaltaban las mismas incertidumbres, lleno de perplejidad, de vacilaciones... ¿Volver mansamente arrepentido implorando la caridad del perdón? Eso sería una falsedad que iría contra la honestidad de su pensamiento, aparte de sentirse obligado a seguir las recomendaciones de san Justino cuando afirmaba que «comer el cuerpo de Jesucristo en la eucaristía no debe permitirse a quien no tiene fe». Definitivamente, ¿había perdido la fe?

Así durante horas, durante todo el día. Cuando se decidió a regresar, avanzado ya el crepúsculo de la tarde, a mitad del camino que llevaba a la casa descubrió a su anfitriona, sola, envuelta en un manto con capucha para protegerse de la humedad y el frescor del viento que acababa de levantarse. Sabía que estaba allí por él, la adivinó sumida en una intranquilidad cuya causa era él, inquieta y entristecida porque no llegaba a interpretar la extravagancia de su actitud; esto le hacía sentirse lleno de una culpa que no sería capaz de perdonarse si, aun inconscientemente, se supiera causante de alguna pesadumbre a tan dulce amiga.

Llegado hasta ella, le sorprendió la expresión de su cara, a medias entre un cierto alivio y todavía la sombra de una inquietud —Por fin —la oyó que murmuraba a media voz—. ¡Gracias a tu grandeza, Alláh, que has escuchado mis súplicas! —A continuación, en un tono quejoso—: Me tuviste todo el día llena de preocupación. —Y era como un lastimoso reproche.

No respondió. Se quedó mirándola. Mirando sus ojos, el contorno entero de su rostro; quiso leer en su semblante, que a medida que transcurrían, tan despacio, los instantes de tenso silencio, le pareció que reflejaba como una inquieta intuición, temerosa y a la vez placentera; le llegó el perfume del almizcle que venía de su cuerpo, y con los últimos resplandores vespertinos hechos ya de sombras, sorprendió la intensidad de aquella mirada brillante velada por una lágrima que no llegaba a asomar.

—Amina... Sinbul Châmî... Sinbul at-tîb...52

Se sintió tan conmovido, tan lleno de afecto, de agradecimiento, y a la vez tan seducido, que no tuvo otro modo de demostrarlo que atrayéndola a sí para estrecharla contra su pecho.

Regresaron despacio, ella casi colgada de su brazo, en ocasiones alzando la mirada para sonreírle sin cuidar las lágrimas que ahora sí fluían de su rostro, incontenibles, mansas.

Nuevas incertidumbres venían a sumarse ahora a las ya acumuladas, envolviéndole en una nebulosa que le impedía poner orden a sus ideas, sumido en una perplejidad que le hacía incapaz de coordinar para hacer frente al desbordado tropel de acontecimientos que, como si los hados se hubiesen puesto de acuerdo, le asaltaban en aluvión, todos en coincidencia, pues a una situación escabrosa vino a agregarse otra, a una incógnita, un nuevo problema. Se daba cuenta de lo difícil que podía ser enfrentarse al mundo en solitario, resolver guiado de la propia reflexión, lejos de aquella relajada comodidad de saberse bajo las directrices, y la protección, de «algo» que siempre se preocupó de su persona, que dirigió su vida y le mantuvo aplicado en la consecución de unos fines en cuyas metas se afanó siempre. Su confusión estaba ahora en Amina.

Quería explicarse sin posibilidad de error qué clase de sentimientos le habían nacido de pronto en cuanto a la muchacha. Porque no era ya la reconfortante compañía de la única persona de su vecindad que en aquellos días le demostraba amistad y afecto, sino que acababa de constatar la realidad de cuantas sensaciones le despertara su presencia hasta entonces, deseándola por varios motivos, entre los que estaban lo grato de su conversación, la espontaneidad de su trato y la admiración que experimentaba al observar sus gestos, que le parecía como si actuase; todo ello mezclado con otra serie de perturbadores detalles que iban más allá de la simple admiración al contemplar la perfección del rostro, con el delicioso regalo que le suponía cuando fijaba los ojos en los suyos, haciendo aquel voltear de pestañas sobre la negrura de las pupilas, conjunto de sensaciones que no supo cómo ni en qué momento se le despertaron, pero que cada vez más sentía latiendo en todo su ser, que ya apenas le abandonaban a lo largo del día y que a veces, al acudirle al pensamiento, sobre todo al despertar de cada mañana, sentía como una emocionada opresión que le comprimiera el pecho. Todo lo cual, tratando, sin conseguirlo, de no dejarse llevar de nada ilusorio, venía interpretando como un amable y a la vez inquietante redescubrimiento del amor. Del amor entre humanos, entre hombre y mujer, que ahora pensaba que había de ser el único auténtico, real y gratificante...

Pero ¿no estaba avanzando demasiado rápidamente en aquel confuso bosquejo que le trazaba su imaginación? Porque frecuentemente cree el hombre que sus sueños habrán de materializarse a medida de sus deseos; luego, la realidad se encarga de deshacer proyectos e ilusiones, cambiándolos o modificándolos. Ahora meditaba sobre todo el atropellado cúmulo de vaguedades y suposiciones que apenas acertaba a definir en la penumbra de su horizonte; porque ¿acaso el admitir una simple demostración de afecto significaría que Amina compartía sus sentimientos, los que él ya, ahora con casi la más absoluta certidumbre, conocía y aceptaba? ¿En qué podría beneficiarse una muchacha, libre e independiente como ella, admitiendo una invitación a compartir el futuro con un fracasado de casi cuarenta años, lleno de escepticismo, carente de experiencias fuera del mundo hipnótico donde transcurriera su existencia desde que apenas tuvo uso de razón? Ahora osaba dar rienda a su desazón, considerando que había dejado marchitar su vida vegetando en la fantasía, constante en su renuncia al siglo, ciego ante la evidencia de una teatralidad hipócrita, dejando transcurrir sus días entre las frustraciones y las dudas, entre el recogimiento y las silenciadas rebeldías; y sometimiento, sumisión absoluta, castración del ego.

Al hilo de esta sucesión de ideas en cuyo desarrollo se complacía con un mortificante recreo, le gustaría poder conocer con toda certeza sus sentimientos hacia la bella Sinbul. Dentro del tropel de acontecimientos que venían desbordando la tranquilidad de su vivir, lo que más le había afectado fue descubrir, de repente, la amenazadora presencia de la soledad; recordaba a Aristóteles: «Un hombre solo, una bestia, o un dios...». Había desertado del mundo que conociera siempre, un refugio tras las paredes de un convento, difícil de soportar a veces, pero seguro; lejos quedaban ya la Corte de Roma, el cardenal Oliver y una vida metódica dedicada al estudio, a la búsqueda del conocimiento —como el estagirita, también—, aunque fuese mediatizado por las exigencias de la religión; lejos y por diferentes derrotas quedaba ahora Antonio, su compañero; lejos en el tiempo y en la distancia, su propia familia, cada cual viviendo sus particulares mundos, con sus inquietudes y sus afanes... De modo que acaba de descubrirse, de repente, hundido en total abandono, por completo desamparado, aislado dentro de aquella sociedad compleja y del todo extraña, con sus particulares intereses, sus egoísmos, sus proyectos, a la que acababa de incorporarse bajo otra personalidad que todavía le costaba aceptar.

Y ahora, la inquietud que le producía Amina. Sería incapaz de dejarse arrastrar por una falsa apariencia de amor sin estar firmemente convencido de que unos sentimientos nacidos dentro de sí, tan subrepticiamente, eran tan reales como para dar una nueva proyección a su vida. Esto supondría abrirse —y enfrentarse— a un abanico de distintas, desconocidas perspectivas, para buscar, como cualquier otra criatura, la satisfacción de una serie de intuidos o ignorados sueños, pensamientos y promesas, compartiéndolos con aquella mujer que en ocasiones le parecía que surgió ante él por magia. Y ya, nada, nadie podría ocupar jamás ese ideal, donde la felicidad le vendría, en gran parte, de compartirla con la bella Nardo de Olor... Pero en medio de estas ilusiones al momento le acudía, con toda su enigmática incertidumbre, la inquietante pregunta: ¿vivir, cómo, dónde?, que todavía no acertaba a resolver.

—¡Sinbul! —Había descubierto que le gustaba que la llamara así, como si oyendo el nombre con que la había aplaudido su popularidad, la mente se le llenara del penetrante aroma de la flor.

Estaban acomodados frente a frente sobre unos almohadones, en un rincón del patio, bajo la caricia del sol, en aquella mañana de otoño que convertía el recuerdo de los temporales precedentes en casi un sueño; entre ambos, un ataifor en el que las esclavas habían depositado zumos, pasteles y frutos secos. Hasta entonces apenas si cambiaron alguna frase, invadidos del sopor que como una droga invadía el ambiente y a ellos mismos, aunque el pensamiento bullera sin descanso.

Al oír que Martín la llamaba, la joven se incorporó con ligereza, un interrogante asomado a la bella sonrisa que iluminó su rostro, lo que él tradujo como un gesto de deferencia, casi de sumisión, tan propio de las mujeres de su raza, por más que Amina, por su educación y su carácter independiente, estuviese bien lejos del comportamiento de la mayoría de sus iguales. Con el mismo placer de siempre volvió a admirar la perfección de sus facciones, notó de nuevo el cuidado maquillaje y no pudo menos que expresar su satisfacción devolviéndole la sonrisa, en tanto la cabeza barajaba si poner o no en práctica lo que durante la noche había estado meditando, para llegar a la conclusión de que lo obligado, si siempre tuvo a gala el ser sincero en todo momento, sería obrar de acuerdo con su carácter:

—Sinbul, no puedo dejar pasar más tiempo sin confiarte la situación en que me hallo, que de no hacerlo estaría tratándote con engaños, cosa bien lejos de mi intención, y...

Y lentamente, morosamente, como si le complaciera, un tanto morboso, incluso, y ciertamente dolido por el desengaño que acababa de sufrir, pero firme en su rebeldía, en la radical decisión adoptada, empezó a contarle. Haciendo memoria de cuantos sucesos habían venido a afectarle en el tiempo más reciente, alguno vivido en su propia persona, otros que le repercutieron directamente, aunque no fuese testigo de ellos, lo más desconcertante era el equívoco nacido de su presencia en Quesada, causa de unas injustas y hasta peligrosas acusaciones, motivo, confesaba, sin invocar modestia alguna, para que su orgullo, elevándose por encima de cualquier pragmatismo —no quiso referirse a sus ya acuciantes dudas en materia de fe— le obligase a romper del modo más absoluto con la institución a la que entregara su vida entera. Casi en un soliloquio, como sincerándose consigo mismo, no tenía reparos en manifestar, primero su amargura, y luego todo el rencor que le ocasionaba verse objeto de una terca cerrilidad, una despreciable persecución nacida en la retorcida mente de un hombre al que calificaba de loco furioso: un ser que no parecía feliz sino entregado a la violencia y a derramar sangre, inclinación contraria a su ministerio, aunque no fuese la excepción.

Puso fin al relato de sus vicisitudes desechándolas con un expresivo gesto al que acompañó de una sonrisa, quizá forzada, al tiempo que hacía ver a la muchacha cuánta era la tranquila confianza que experimentaba a su lado, contándole de sus desventuras; y también por la necesidad de volcarlas en alguien, careciendo de otra presencia amiga que la suya.

Amina, que le estuvo escuchando sin decir palabra, la expresión de su rostro llena de seriedad y hasta de alarma, se atrevió a preguntar:

—¿Quieres decir que ya no eres un sacerdote cristiano?

No meditó su respuesta; respondió lo que de inmediato le vino al pensamiento:

—Podrías pensar de mí todo: que tal vez me haya convertido en un hereje, casi un ateo... Pues sucede que en lo más inesperado se hace la luz, despeja tu cerebro las tinieblas y empiezas a ver, como un ciego que por milagro recuperase la visión... Quizás ahora no sea más que un zendic que se atreve orgullosamente a negar la existencia de los dioses —terminó; y no pudo menos que sorprenderse por la desafiante arrogancia de sus palabras.

—Pero ¿de verdad sientes eso dentro de ti? —y su voz tenía de nuevo el mismo acento de inquietud.

Ahora le invadió como una cierta desgana para continuar la conversación. Si la había iniciado, contando honestamente a la joven sus preocupaciones, no fue más que por obrar con sinceridad y no ocultarle la verdad de su estado; porque, ciertamente, lo que en verdad más le urgía era resolver cuanto antes su situación: saber dónde iba a encontrar un refugio y dónde iba a comer cada día, necesidades materiales, ambas, pero tan importantes —o más, miradas desde la pura necesidad— como dedicarse a discurrir sobre cuestiones del espíritu; porque el espíritu no camina si no se apoya en la materia...

Vaciló un momento, como si le fastidiara ya continuar hablando sobre algo que le era embarazoso, que activaba todo el disgusto y la preocupación que le roían por dentro. Alzó la cabeza, contempló un momento el desfile de las nubes, un revuelo de pájaros por los tejados, el dulce vaivén de las melenudas palmeras que se alzaban ante la casa... Estiró el brazo para beber un trago de limonada: había perdido frescura, le supo mal y la volvió a la mesa.

Pero Sinbul estaba esperando una respuesta, y él no iba a negarse; lo haría sin valerse de subterfugios, sin enmascarar su pensamiento.

—Amina, bien sabes que mi vida estuvo siempre dedicada a conocer, amar e interpretar rectamente, para luego comunicarlo a mis semejantes, la existencia de un Ser Superior, creador y dueño de cuanto sea el universo entero, según lo que mi religión me tenía enseñado como verdad absoluta. Yo me entregué a adorar y reverenciar a mi Señor de acuerdo con esta doctrina, sin pararme a discutirla jamás. Sin embargo...

Contó someramente sobre sus polémicas con Antonio y, más tarde, el descubrimiento de aquellas lecturas en Santa Domitila, todo lo cual, a su pesar, había ido conduciéndole a plantearse el discurso metafísico, que le llevó, sin por ello perder la fe, a arduas reflexiones, causa de sus primeras incertidumbres. Pese a que a lo largo de su dilatada vida eclesiástica fueron infinitas las veces en que tropezó con las debilidades humanas de los servidores de la religión, hizo por obviarlas, considerándolas hechos aislados que no afectarían a sus creencias; pero no pudo evitar, a medida que pasaba el tiempo, el convencerse de que con independencia de las intenciones espirituales de la Iglesia latían otras que casi podrían concretarse en dos bien manifiestas voluntades, que serían un desmedido afán de riqueza y una clara ambición de poder, cuyo fin estaba en el dominio absoluto, urbi et orbi; evidencia que pudo vivir y de la que fue testigo privilegiado en el tiempo más reciente. Le pareció que tanta tramoya tan escrupulosamente montada con doctrinas, dogmas, postulados, definiciones, revelaciones y misterios, no servían sino para entumecer, por una angustia nacida ante la incógnita del Más Allá, las mentes de una humanidad —toda la humanidad, incluido él mismo—, que aceptaba sumisa cuanto provenía de tan poderosa maquinaria. Un poder que ahora, del modo más riguroso, sirviéndose de la compleja trama de aquellas supuestas verdades reveladas que eran sus dogmas, iba directamente, injustamente, en contra de su persona: ¿qué podía hacer?

—A pesar de que la Iglesia Católica está abarrotada de milagros, apariciones, prodigios asombrosos y la protección de ángeles, santos y la misma divinidad, repartiendo sus dones a unos y otros, yo, entregado durante toda mi vida a adorarlos y reverenciarlos, jamás pude alcanzar la gracia de sentir el reconocimiento del Cielo... Mi recompensa acaba de serme anunciada con el objetivo de llevarme ante un tribunal por hechos a los que soy ajeno —sonreía, amargo.

Su propio verbo le había animado, y ahora continuaba hablando de todo cuanto se le ocurría, como si razonara en voz alta, mezclando el árabe con palabras y aun frases en castellano. Volviendo sobre la base argumental de su conversación, recordaba aquel momento, ya lejano, en que descubrió la existencia de muchos hombres que dedicaron sus vidas a hacer y poner por escrito sus conclusiones en cuanto a la investigación escatológica, apartados de todo cuanto estimaron supuestos principios sin fundamento, axiomas sin base, tratando de esclarecer cuestiones que inquietan a pocos, por las cuales la masa humana pasa indiferente, como cualquier animal vegetativo, si es más cómodo aceptar la confusa esperanza de una eternidad feliz a cambio de acatar los preceptos de un poder que así lo promete.

—Y la esperanza, ya lo dijo Aristóteles, «no es más que el sueño de un hombre despierto»... Pero fue por esa misma época que hice el descubrimiento de algo que me dejó profunda huella, y aunque traté siempre de borrar su recuerdo, éste, a mi pesar, no se me ha ido jamás. Hallé casualmente una colección de manuscritos, desgraciadamente incompleta: un tratado en versos, obra de un filósofo de la antigüedad que se llamó Lucrecio, De Rerum Natura... Mi Iglesia tiene prohibidas sus teorías, por ser contrarias no sólo a cualquier religión, sino a la misma existencia de un Dios.

La mirada como perdida en un punto del infinito, el ceño fruncido al concentrarse en sus recuerdos, fue desgranando algunas de aquellas teorías del filósofo-poeta, de las cuales quizá la más importante fuera la de afirmar que la religión no era fruto de la existencia de ningún Ser de manifiesta superioridad que estuviese por encima de los mortales, sino consecuencia natural del miedo a lo desconocido inherente al hombre; asimismo, su negación de que algo pueda «hacerse de la nada», acorde con otros pensadores que ya apuntaron que «de nada no se hace nada»; de la inmensidad del universo, que no tendría límites; de la eternidad del mundo, contra las teorías de la Iglesia acerca de su fin; de la inexistencia del alma; de la ilusoria creencia en una nueva vida después del morir, cuando toda clase de vida está constituida por indestructibles átomos en movimiento, puestos en infinitas combinaciones para crear nuevas vidas bajo distintas formas...

—También, en opinión del poeta, si existe un Dios Supremo, no parece que sienta mucho interés por los hombres; el padre Antonio del Sasso me confesaba en estos últimos tiempos algo parecido: ¿para qué rendir adoración a un Ser desconocido, caso de que su existencia fuera cierta? ¿Alguien indiferente al que no preocupa más que mantener aterrorizada a la humanidad, espantando su ánimo por la mediación de sus servidores cuando éstos consideran que no obedece a sus supuestos mandatos? Como en alguna ocasión hice yo mismo.

Más de una vez se había detenido a evaluar el peso de sus propias amenazas, nunca tan apocalípticas como las que era frecuente que dijeran otros ministros de la religión, amedrentando al pueblo en nombre de Dios, como era usual en sermones y otros actos de la Iglesia; y en más de una ocasión se había descubierto que obraba con escasa piedad, incluso sintiendo una especie de burlona complacencia cuando percibía el pavor de los fieles escuchando sus intimidaciones en el nombre de...

—En la religión manda el miedo: esa incertidumbre tenebrosa frente a lo desconocido: un terror que te inculcan desde la infancia y que ya difícilmente va a dejarte, por temor a los castigos, a la eterna amenaza de siempre.

Y, cosa extraña, coincidió este descubrimiento de Lucrecio, el poeta-ateo que tanto improntara su espíritu, con otro inesperado encuentro: otro manuscrito, de muy distinta índole, que aún recordaba como procedente de la biblioteca de alguien al que fuera dedicado, fechado en Verona... Consistía en una colección de inspirados versos, también de un vate de la antigüedad romana, llamado Catulo, quizá contemporáneo del mismo Lucrecio; en éste lo que más le soliviantó fue la sorpresa de encontrarse con una colección de apasionados poemas eróticos, impetuosos y obscenos, dedicados a una mujer a la que llamaba Lesbia. Si en aquella época, tan lejana, le conmovió la elegancia del lenguaje, su contenido obró de perturbador efecto que podría traducirse en violento despertar al descubrir aquellos párrafos en los que el autor cantaba a un amor que tenía de la adoración más rendida y la más impetuosa concupiscencia, de la ternura y la voluptuosa entrega a la lujuria más desenfrenada por una mujer a la que finalmente se veía obligado a renunciar porque acabaría volviéndole loco.

—Confieso que me enamoré de aquella Lesbia, a pesar mío. Fue un sentimiento extraño, del que me sentí culpable mucho tiempo... Porque Lesbia no dejaba de perseguir mis sueños, noche tras noche.

Calló, y durante unos minutos nada interrumpió el silencio. Fue Amina, con algo que parecía preocupado acento, quien lo rompió:

—¿Quieres decir por lo que me cuentas que has llegado a no creer en nada? ¿Ni en tu dios, ni en tu religión? ¿En nada?

Él mismo estaba sorprendido de su decisión, ante la que había estado oscilando en aquel tiempo último sin determinarse a adoptar, voluntaria y conscientemente, una resolución; otra vez como si dejara, infantilmente, que las cosas se resolvieran solas. No podía menos que sentirse lleno de algo que sería verdadero pasmo, más que asombro, descubriéndose tan fulminantemente apartado de lo que siempre constituyó el fanal de sus días; negando lo que nunca dejó de estimar como el súmmum de la universalidad más absoluta, de donde acababa de arrancarse con la misma facilidad con que ciertos animales mudan de piel. Ahora sí creía ser el «hombre nuevo» del que hablara el converso Saulo, con otra orientación, ciertamente, y sin saber cuál iba a ser su norte. Pero lo que ahora más le pesaba, llenándole de desasosiego, era la sensación de un profundo vacío, de sentirse como un cuerpo inerte que flotara sin objetivo.

—He empezado a rendirme y a creer en lo que observo de más natural en el mundo que nos rodea, y que es todo cuanto percibimos por los sentidos y por ello nos conmueve: la belleza en cualquiera de sus manifestaciones, que da placer al espíritu y a la materia, que es también naturaleza. No aceptaré ya más fantasías ni promesas que mi cerebro no comprenda. Pero seguiré buscando, porque esto hice siempre.

Mentalmente se dijo que no le parecía demasiado tarde para comenzar una nueva vida. Y de pronto se sintió optimista, tal vez influenciado por la mañana de sol, por tanto incansable y distraído revolotear de los gorriones, y el vuelo de las alondras, y el vivo colorido de las flores emergiendo entre el verdor de los macizos de adelfas y arrayanes, contemplando un cielo que ya no le parecía morada de ninguna incógnita sobrenatural, casi embotados los sentidos por aquella acumulación de placenteras sensaciones. Y el bello rostro de Amina, pintado como de confusión; aquella dulzura de su mirar, el casi continuo esbozo de su sonrisa, los movimientos de su cuerpo grácil... Todo tan turbador.

—Tú también eres para mí parte de esa naturaleza de que hablo. De la naturaleza que amo. —A continuación se incorporó, intimidado por haberse dejado llevar, de un modo que consideró imprudente, por sus sentimientos. Miró a la joven, resuelto—: Amina, he disfrutado de tu hospitalidad, y sobre todo, de tu compañía, para mí tan valiosa como tu amistad. Jamás se me ocurrió que nada de lo que ha acontecido en estos días pudiera suceder. Estoy contento y agradecido a ti, pero ahora debo partir, pues prolongar aquí mi estancia podría complicarnos a los dos... Quizá más a ti. Sé que puedo atreverme a ir a pie hasta la ciudad, porque tengo costumbre de andar...

Ella hizo una mueca de sorpresa, y ahora, por primera vez, oyó su voz casi indignada:

—Pero ¿me hablas en serio? ¿Y adónde irías? Has estado confiando en mí desde el primer momento, sé de tu vida y sé también que en Malaqa no encontrarás más que a gente poco amiga. Ahora sí te lo digo muy seria: no te dejaré marchar. Eres mi prisionero, del mismo modo que Alláh... o quien sea, ha hecho que yo te pertenezca desde el día en que te conocí.

Palabras que, a pesar de estar abriendo un inesperado capítulo en las vidas de ambos, pareció como que Martín estuviese aguardando quién de los dos habría de pronunciarlas primero.

XLVI

XLVI

Y

a nada fue igual; todo cambió a partir de la súbita irrupción en sus vidas de aquel alumbrar de sentimientos en el que los dos jóvenes se encontraron tan inesperadamente envueltos. Situación que ambos habían estado desde un principio, no ya intuyendo, sino en espera de que se manifestara en cualquier momento y por cualquier cauce, lo que originó una radical transformación en los hábitos de cada uno.

Martín pareció que se sumergiera en el letargo de una atmósfera donde incluso perdió la noción de realidad, entregado a una especie de amodorrado pasar en el que, arrojando de sí aquella reciente y complicada época de desventuras y contrariedades, los sueños y fantasías que su imaginación le había estado pintando, materializados ahora, acabaron arrinconando cualquier inquietud. Era como si se hubiese reencarnado en otro ser, entregado a una suerte de epicureísmo cuyo primer aliciente era el regalo de amar y ser amado por aquella mujer en cuya belleza, continuamente, descubría nuevos motivos de admiración; y en su voz, en sus gestos, sus mohines y actitudes, su risa. Luego estaba el agasajo constante con que ella le obsequiaba, con sus amorosos halagos y, sobre todo, aquella plena confianza con que se refugiaba en sus brazos, apasionada y a la vez rendida en toda su persona, obligándole a mantenerse en una continua adoración expectante hacia quien le dedicaba una veneración que no dejaba de confundirle, por más que le supieran a indescriptibles delicias cada vez que Amina le regalaba con nuevas, sorprendentes y escondidas emociones. Alguna vez llegó a pensar si aquellas vivencia no estarían sucediendo junto a un ser irreal que se materializaba para él, o si él mismo estaba hechizado, rendido en todas sus facultades a lo que a veces se le ocurrió que fuera inventiva nacida de su propia imaginación, aturdido unas veces, fascinado otras, complacido de sentirse objeto de aquellos mimos con que lo agasajaba su hermosa amiga, en quien no se cansaba de admirar todas sus asombrosas cualidades, los mil secretos resortes que le hacían abandonarse, cada vez más rendido.

Después, un día, de repente, se detuvo a mirar en derredor; y fue como si despertara. Reconocía que aquella entrega a lo seducción de las nuevas circunstancias, sin la más ligera resistencia, fue voluntaria —y deseada—, rompiendo con todo el acervo de su vivir metódico de muchos años que estuvieron, sin duda, llenos de monotonía; pero esto no le impedía sentirse en cierto modo rebajado en su amor propio, en la idea de si aquella rendición no conllevaba algo que era un desprecio a su personalidad. Aunque ahora todo le supiera a satisfecha felicidad, en aquel momento, muy lejos, sin duda, de renunciar a aquella especie de ebriedad que era vivir junto a Amina, razonando fríamente, se culpó de haber claudicado ante la muchacha dejándose manejar y dirigir sin apenas manifestar una opinión, lo que ahora le hacía sentirse humillado. Pues si sus muchos años en la religión habían puesto bien a prueba su condición, moldeando, al menos exteriormente, su carácter, no significaba que su temperamento hubiese muerto; y ahora, a raíz de la mutación que acababa de experimentar, notó que los adormecidos rasgos de su idiosincrasia se acrecentaban, despojados de aquella obligada actitud de eterno acatar la voluntad de un superior. Pero con Sinbul todo sucedió tan de improviso, que si estuvo presintiendo sin dudarlo un instante el colofón obligado a su amistad, se vio tomado tan por sorpresa, que como un autómata se prestó dócilmente a admitir una situación que escapaba de un modo absoluto a nada de cuanto conociera anteriormente. Como su voluntad no intentó resistir, aceptó los hechos, y con ellos todo el trastorno, amable, sin lugar a dudas, bajo cualquier aspecto: en el pensamiento, en la disciplina del vivir, en la apariencia, en el simple estar. Fue acomodarse a lo que le era nuevo y diferente: un mundo extraño, distinto al de los primeros entretenidos días en que permaneció como forzado huésped en la munya; pues si aquéllos le parecieron placenteros y gratos, siempre manteniéndose en guardia y sabiendo que todo descansaba sobre un fondo de provisionalidad, ahora, viviendo lo que ya presentía habría que de ser lo consuetudinario, tal vez hasta el fin de sus días, casi llegaba a renegar del destino que le había convertido en un ser desvalido y torpe, forzado a acogerse a la hospitalidad de aquella muchacha a la que sin duda amaba, pero ante la que se sentía totalmente subordinado bajo cualquier aspecto; situación que le creaba un cierto desasosiego y no poco desagrado. Todo le parecía que se moviera dentro de una atmósfera irreal, confusa, pensando para su fuero interno que no iba a durar eternamente, lo que le hacía desear la presencia de algo que viniera a romper la inercia a que le habían condenado las circunstancias, incapaz de soportar aquella manera de vivir que tanto había censurado en quienes aceptaban el dejarse estar en la holganza, como un animal de engorde... Tal estado de ánimo se le había materializado tan de repente que quedó como en suspenso, incómodo, como si el mismo hecho de mantener los pies sobre la tierra fuese un milagro; tenía de algún modo que despertar de aquella acomodaticia situación.

Resuelto a no permanecer como un avergonzado furtivo huyendo a la deshonra, sabiéndose obligado, al menos para salvar su honorabilidad ante la colonia cristiana, y todavía pesaroso al tener que arrancarse a la compañía de Amina, una mañana de aquel comienzo invernal, a pesar de una insistente llovizna tan desagradable como inoportuna, se encaminó a la ciudad, de donde había partido hacía ya más de un mes.

—Todo el tiempo estaré añorando tu compañía, amado mío —se despidió Amina.

Su primera visita fue a los dos predicadores; breve, y más que fría, de evidente malquerencia por ambas partes. Con pocas palabras volvió sobre el recuerdo del violento encuentro mantenido con los enviados de la Orden, incidiendo en la injusticia que en su opinión suponía la persecución de que era objeto por parte de la Iglesia; luego, su irrevocable decisión de ignorar las instrucciones recibidas y, por tanto, su disposición para abandonar los hábitos. Ninguno de sus interlocutores se esforzó mucho intentando disuadirle; más bien escucharon, sin apenas hacer comentario. Entre tanto Martín había ido recogiendo sus pertenencias, y sin demorar ni un instante más, saludó como era costumbre en la Iglesia y salió. Fue seguidamente a despedirse de algún que otro vecino, de los que siempre le habían manifestado un trato amistoso; advirtió la consternación en los rostros de todos, y también una suerte de rara curiosidad al mirarle, como si trataran de adivinar la causa de tan imprevista decisión. A continuación se encaminó a la alcazaba, buscando de entrevistarse con Andrés Agreda.

El amil le recibió de inmediato, dedicándole las deferencias acostumbradas, ahora tal vez más marcadas; sin pronunciar palabra oyó el relato que el exclaustrado le hizo acerca de su nueva situación, en el que aclaró el principal motivo de su visita: su deseo por continuar residiendo en la ciudad, ahora ya apartado de su misión como predicador cristiano.

Cuando terminó su exposición, Andreyya al-Lionés le manifestó su disposición para sin más requisitos facilitarle su estancia en Malaqa, y al final, además de permitirse, en un tono entre amistoso y confianzudo, decirle que ya estaba previamente informado de lo que le había sucedido, quiso hacerle una advertencia, también de amigo:

—No olvidéis que seguís siendo un rumí, y que el trato... ¿cómo diría?, íntimo, de un cristiano con una musulmana, está seriamente perseguido. Aunque la mujer pertenezca a una clase alta... aunque forme entre las que se obstinan en poner claro que no sólo son hembras, sino seres humanos, dispuestas a desobedecer las interpretaciones dadas por los hombres a las leyes que el Profeta dictó sobre la sociedad islámica... Aunque en la administración nasrí se os venga considerando un amigo de nuestro reino, después de todo aquello de Quesada... —Y esbozó una especie de sonrisa cómplice—. A pesar de todo esto, seguís siendo un nazareno... Os prevengo, amigo mío: el walí, que os tiene en su estima y más de una vez me declaró su intención de disponer de todo el tiempo para departir con vos como os merecéis, conoce vuestras intenciones, y tanto él como yo no dejaremos de considerarnos vuestros valedores en cualquier momento. Tened esto presente. —Luego, como viniéndole a la memoria, volvió a sonreír con un aire que Martín no comprendió—: Tampoco creo que nadie se atreva a molestar a quien, además, goza la amistad, nada menos, que de Aben Al-haqim, nuestro primer secretario del sultán... Sin embargo, no os confiéis demasiado.

Por todo lo cual Martín entendió que su convivencia con Sinbul era ya asunto bien conocido. No era nueva para él esta prohibición islámica, que la doctrina malekí, tan rigurosa, mantenía junto con otras de sus severas reglas. Absurdas, en opinión de Amina; de estúpidas las calificaba Martín. Pero ella lo había sacado a relucir apenas comenzara la intimidad de sus relaciones: «Martín, no has dejado de ser religioso cristiano por venir al islam y así hacerme tu esposa. Algo te ha sacudido como un rayo para que dentro de ti se rompiera con tal violencia todo lo que ha de mirar a Dios, y bien sabes que para mí esto no tiene más importancia: te amé como eras y te sigo amando como eres. Pero habremos de guardarlo en secreto. Porque un musulmán podrá despreciar a un cristiano al considerarlo como un infiel; a un zendic, como tú te has vuelto, podrá tenerle lástima, por su impiedad, o incluso odiarlo, por su ignorancia acerca de la divinidad... Si además se descubre que entre una musulmana y cualquiera de éstos existe una relación amorosa, los dos están en peligro». Cuestión que Martín no necesitaba que le aclarasen, por tenerla más que sabida.

La mejor salvaguarda era el aislamiento en que vivían, lejos de cualquier núcleo de población, rodeados de gente fiel al ama. Habían dispuesto, dentro de la casa, dos habitaciones contiguas, ocupadas por cada uno de los enamorados, aunque la mayor parte del día y de la noche la pasaban juntos, aislados, ya sin la compañía de las esclavas, que sólo se les reunían en las penumbrosas tardes del invierno, reanudadas aquellas animadas tertulias de música y poesía, al tiempo que gustaban de escuchar las historias que Martín traía de sus recuerdos, siempre sobre temas de la vida común, jamás en cuanto a cualquier argumento religioso.

Pero el aliciente para ambos estaba en las prolongadas horas de cada noche, reunidos en cualquiera de las dos alcobas, entregados a vivir su relación de amor y amistad, de ternura y pasión, en que la concupiscencia de sus jóvenes naturalezas los mantenía en vilo hasta el agotamiento. Entonces eran las charlas a media voz, en la semioscuridad apenas desvelada por un candelabro, y las confesiones, las risas: un diálogo sin fin hablando de todo y de nada. Martín todavía estaba asombrado del ritmo vertiginoso con que se habían sucedido los acontecimientos, con los cambios más trascendentales que nunca hubiera sido capaz de imaginar.

—Pero dime, Sinbul, ¿cómo hemos podido llegar a esto?

—¿Te disgusta?

La besaba, con la destreza que la práctica diaria había dado a su emparejamiento, manteniéndola apretada contra su cuerpo, mientras que apoyado sobre los cojines que le hacían de respaldo, procuraba no perder detalle de sus facciones, de sus gestos, de sus expresiones cuando le hablaba, del modo como descubría en su rostro cuando el deseo la impulsaba a buscar su complicidad.

—¡Cómo te has apoderado de mí!... ¿De qué poderes te serviste para convertirme en lo que soy, alguien nada parecido al que conociste? Ahora no soy sino un pobre siervo tuyo.

Amina lo descubrió por primera vez en los jardines en torno a la madrasa. Él estaba en conversación con el muftíAbdullah, y por azar sus miradas se cruzaron. Para Martín no quedó ni sombra de tal circunstancia, y ni siquiera reparó en su presencia.

—Pero a mí me hirió algo muy dentro, tan doloroso, que me urgió a indagar sobre tu persona —dijo Amina.

Hasta aquel día, en que hiciera una de sus raras visitas a la ciudad, nada le hubiese arrancado a su voluntario exilio en la finca; pero encontrar al predicador le produjo tal conmoción, que algo la hizo llenarse de toda su devoción hacia el desconocido rumí; tanto, como para mentalmente y con su corazón entregarse a él, sabiendo que si un día llegaba a su vecindad y era rechazada, se sentiría hundida en profunda tristeza. Martín, en suspenso, lleno de asombro, no sabía si interpretar seriamente aquella extraña respuesta, o si sería fruto del temperamento poético de Sinbul, preguntándose cómo podía ser posible que surgiera el amor de un simple cruce de miradas... «Es que en otra ocasión sorprendí tu sonrisa, y me prometí de hacer cuanto me fuese posible porque un día no sonrieras sino a mí... Incluso temí que fueses un djin,53 un sheyatin54 que me buscaba para mi mal, por ser tan doloroso el modo como habías entrado en mi vida, que no te salías de mi pensamiento... Y luego, cuando escuché tu voz, hablando mi lengua de un modo gracioso que me hacía saltar de gozo... Estaba totalmente enamorada, y no sabía explicarme por qué.»

—Te confieso lo mal que suena en mis oídos decirte en árabe todo lo que me despierta tu amor. Sería mucho más dulce hacerlo en latín... —Se apresuró a rectificar—: No. Creo que sonaría más bonito en romance italiano.

Era el venturoso disfrutar de cada día, continuamente una junto al otro, enternecidos frente a los melancólicos atardeceres, haciendo largos paseos enlazados, curiosos ante cualquier minucia, lejos de miradas indiscretas; y cada anochecer, antes, durante y después de la última refección, las veladas de música y poesía. Para ambos, un distendido y nuevo modo de descubrir las cosas, los sonidos, los colores, la naturaleza.

Sin embargo, a pesar de que no podría aspirar a vivir con más felicidad, Martín seguía empeñado en considerarse un paria inútil, improductivo; casi un poltrón, un parásito sin ocupación viviendo a costa de Amina. No había conseguido, como en un principio pensó, alcanzar esa total independencia con la que venía soñando, incentivada con el ejemplo de Antonio: porque la libertad que tanto confiaba tener a su alcance se había convertido en una prolongada inactividad que, afortunadamente, gozosamente, venía a suplir la permanente compañía de su amada. Y de hacer, ¿qué hacer? No volvería a sus escritos e interpretaciones religiosas, que sólo de pensarlo, y le sorprendía descubrirlo, era como si una caterva de fastidiosas ideas vinieran a abrumarle con su recuerdo de aquellas críticas a las ideas de Plotino, o sus comentarios a los comentarios de algún entusiasmado mediocre comentador de Agustín de Hipona... Todo esto, casi día tras día, parecía ir quedándosele en la más remota lejanía, como si el inmediato pasado no hubiera existido; su pensamiento, y por tanto, toda su persona, estaban ahora en aquel ser seductor que era Sinbul Châmî: una obsesión de la que no se cansaba.

Con frecuencia, como no dejara de sucederle, le acudía el recuerdo de Alejandra, su venturoso amor tan trágicamente amputado. Y con verdadero asombro comparaba las circunstancias que concurrieron en sus relaciones con aquellas dos únicas mujeres a las que casuales contingencias pusieron en su camino, arrancando del fondo de su mediatizado, de su irresoluto espíritu —tal vez larvado— el caudal de toda la pasión que era capaz de poner en la persona amada; relaciones forzosamente condenadas a vivir ocultas, en la clandestinidad, cuando él estaría orgulloso de mostrarlas al mundo, como un desafío a los convencionalismos de una sociedad, en ambas culturas, sojuzgadas por la imposición de los intereses religiosos. Después, más sorprendido aún, su asombro al descubrirse objeto del interés de sus dos enamoradas, preguntándose qué especie de magnetismo podía irradiar su persona, como un revulsivo capaz de despertar interés, y amor, y pasión, en seres que él consideraba tan deslumbrantes, lejos de la vulgaridad, del adocenamiento; y se llenaba de un varonil orgullo al saberse amado por dos mujeres de tan admirable condición. En cierta ocasión Antonio, más prosaico, le había hecho un comentario que aún recordaba: «La mujer es un raro ser que vive de quimeras, frustrada las más de las veces, quizá por su sexualidad, distinta a la del hombre; además, no creo que su mente esté bien asentada con realidad sobre la tierra. Uno de sus desvaríos será seducir a un hombre que por sus votos tiene vedado el trato carnal con hembra; y si además lo ve apuesto y lo encuentra hermoso, esto puede suponer el máximo de todas las fantasías que su liviandad le haya hecho soñar».

De nuevo, venciendo una resistencia que le ponía reparos para lo que entendía como un rebajarse ante nadie, supeditado cada vez más a aquella revelación de su orgullo, fue a visitar a Andrés Agreda. Sin entrar directamente en el objeto de su visita, dio a entender al siempre cortés amil cómo le gustaría poder desempeñar un empleo, un cargo en la administración malaqí, que sabía que con frecuencia estaba necesitada de hombres expertos, o al menos, inteligentes, para ocuparse en la gestión de algún servicio público; y repetía su misma razón alegada otras veces: quisiera servir de algún modo al reino que le había acogido. Por aquellas fechas sabía que andaba vacante un puesto para alguien que habría de ocuparse del control de la moneda circulante, así como detectar la entrada de dirhems falsos; porque era frecuente que algún que otro reino cristiano, escaso de dinero nasrí para ayudar a sus transacciones comerciales, recurriera a la acuñación de moneda granadina. Pero siempre surgía el mismo obstáculo, es decir, que para cualquiera de aquellos destinos, o la mayoría, era requisito indispensable la obligación de profesar la fe de Mahoma. Y esto Martín no lo haría jamás: «No me aparto de algo que siempre creí verdadero sin discusión para acogerme a lo que siempre estimé erróneo y falaz». De modo que sus escrúpulos por considerarse un vividor no iban a solucionársele, al menos de momento.

Entre tanto, las noticias que se tenían en cuanto al mal tiempo reinante en la mayor parte de la Europa cristiana estaban traduciéndose en prolongados y serios perjuicios para los comerciantes de al—Ándalus en sus relaciones con aquellos países. Hacía ya varios años que los fríos, las violentas inundaciones, las pérdidas de cosechas y, por tanto, el hambre y las calamidades, guerras y bandidaje, eran lo que desde entonces venía enseñoreándose por aquellas tierras. Mientras, en el mediodía de la España musulmana, apenas entrado el mes de safar, el febrero de la Europa cristiana, pareció que el buen tiempo se adelantara en una explosión primaveral que se corría a lo largo del litoral malaqí, sembrando valles y montañas de un prematuro renuevo de la naturaleza.

A tal punto, Martín descubrió con asombro que en breve contaría casi medio año desde su drástico abandono de los hábitos y el cambio imprimido a su vida; seis meses sin sentir pesar alguno, feliz en su venturosa entrega al amor sin un solo instante de hastío, de aburrimiento o desgana. Las relaciones de Martín y Amina residían en un inagotable afán por amarse y amar la placentera vida que podían disfrutar juntos, «gracias a que Alláh nos mira con benevolencia», en opinión de la muchacha; él, sin atribuir a ningún poder sobrenatural la dicha de este vivir amable en todos los sentidos, recibía con gusto el discurrir placentero de los días, sin que por ello le abandonara el deseo de encontrar una ocupación afín con sus conocimientos, empeñado de este modo en querer revalidar su persona ante sus propios ojos.

Vacilando entre dejarse conducir por los acontecimientos o viajar hasta Granada para buscar, con la ayuda de Antonio y contando con las relaciones que tenía con algunos notables de la corte nasrí, solución a su demanda, barajando incluso el poner sus conocimientos al servicio de cualquiera de aquellos bien acomodados renegados que le demostraban su voluntad en cuantas ocasiones se encontraba con alguno de ellos, una de aquellas mañanas apareció por la munya un grupo de jinetes que una vez descabalgados recabaron su presencia.

Eran cuatro. Excepto uno de ellos, un agente de la surta —la policía local— que sin duda venía guiándoles, los demás vestían prendas de cristianos. Cuando Martín asomó a recibirlos, de inmediato reconoció en el parecido y el aire de familia al que sin duda habría de ser uno de los suyos; así, antes de que nadie hablara una palabra, emocionado y casi a punto de que le asomaran las lágrimas, le señaló con el índice:

—¡Tú! ¡Tú debes de ser...!

—Sí, tío: soy vuestro sobrino Jaume, hijo de vuestro hermano Bartomeu. —Y se inclinaba para besarle la mano.

Pero Martín se adelantó, estrechándolo entre sus brazos, conmovido, emocionado por algo tan imprevisto, lo más alejado que pudiera tener en mente. A seguido, en muda interrogación, por ignorar quién sería su acompañante —un hombre que frisaría ya el medio siglo—, dirigió a éste un ademán amistoso, que el otro correspondió inclinándose ceremoniosamente.

—Es Bernat Miralles, tío: uno de nuestros socios... Socio de mi padre y de mi tío Joan.

No era cosa de seguir conversando fuera de la casa. Martín los invitó a entrar; el agente del orden se despidió, y del cuarto personaje, un criado de los visitantes, se hizo cargo un esclavo, al que siguió para alojar a las caballerías.

Acomodados ahora en el patio, de inmediato dio Martín comienzo a un asaeteamiento de atropelladas preguntas, que sin apenas tener respuesta a la que formulara, ya estaba planteando otra; así supo que su anciano padre continuaba siendo el mismo hombre vigoroso de siempre, pese a sus muchos años, y que su madre seguía dedicada a vivir sus profundas creencias en el trasmundo celestial; sus hermanos estaban entregados a sus quehaceres, incluidos los dos templarios; y el Señor había recogido a dos de sus hermanas, una de las casadas y una de las monjas. Tan sólo ignoraban qué fuese del monje enclaustrado en Germania; pero esto no era novedad. Luego, repartidos por el Rosellón, por Occitania, por tierras donde señoreaba la bandera catalano-aragonesa, y por Italia y por algún país norteafricano, había una nutrida colección de sobrinos de la que el mismo Jaume carecía, no sólo de noticias, sino incluso de su conocimiento.

Pasada esta natural fiebre de información, el muchacho cambió ahora el rumbo de la conversación:

—Me toca contaros de nosotros, tío, y del porqué de venir a veros, fuera de mi natural deseo por presentaros mis respetos y mi devoción.

—Sí, sí, naturalmente, naturalmente, hijo mío.

Y contemplaba admirativo, satisfecho, la figura del arrogante joven, orgulloso de que tal hombretón fuera de su sangre, con aquel aspecto sano, que le pareció incluso como que aún conservaba toda su dentadura. Jaume sería como unos doce años menor que él, y ya en toda su figura, sus gestos, su dicción, su aplomo, se le adivinaba un profundo conocimiento de saber andar dondequiera, un saber expresar sus ideas y comunicarse con la gente. Y estas apreciaciones, pensó con extrañeza, le pareció que estuvieran introduciéndole en otro mundo: el mundo que estuvo siempre fuera de su vida monástica, del siglo, por donde siempre pasó tangencialmente.

Jaume, habiéndole en lemosín —tan lejos ya para Martín que le pareció haber dado un salto atrás en el tiempo— contó sobre la situación económica en el Mediterráneo. Hacía ya años que los comerciantes genoveses venían incrementando su presencia en los mercados, lo mismo de la Europa cristiana como en los reinos islámicos, lo que se traducía en su dominio cada vez más acentuado y su notable influencia; su hegemonía a cualquier nivel era bien patente. En cuanto miraba a los reinos de Hispania, cuando estos mañosos negociantes conquistaron el mercado sevillano —donde habían barrido de modo fulminante a todo competidor—, se encontraron dominando una rica y amplísima región de lo que se había convertido en una prolongación de Castilla, lo que suponía como la mitad de la península. Estaba además la vigencia del tratado que el embajador de Génova en Granada consiguiera de la administración andalusí, lo que favorecía de particular modo a sus despabilados compatriotas y ahora, cercana su expiración, ya se sabía de su pronta renovación. Esta serie de circunstancias había hecho reaccionar a los catalanes, aunque a destiempo, comprendiendo la necesidad de empezar a negociar con los granadinos lo antes posible, concediéndoles las mismas o mejores condiciones que sus competidores para, al precio que fuese, reconquistar mercados. Porque —era un ejemplo—, como prueba de la astucia de aquellos sagaces ligures, andaban ahora adquiriendo toda la producción sedera que podían obtener en al-Mariya 55 o en Malaqa, que una vez en su país hilaban y tejían para a seguido exportarla como producción genovesa.

—Ignoro si sabréis, tío, que va para un año que se firmó un tratado de paz entre el rey de Granada y nuestro señor don Jaime, y así viajamos buscando de aprovechar para nuestra sociedad el amparo que nos beneficie, como ya hacen otros que conocemos.

Por cómo había llegado a evolucionar el comercio en la zona, luchando con una ruda competencia, desde hacía mucho tiempo los Alvers habían comprendido que su empresa necesitaba cambiar el sistema que mantuvieran hasta entonces y modernizarse con arreglo a los tiempos. Lo importante era llegar antes y del modo menos costoso a los mercados, y la vía más idónea no era otra que la mar. Esto significaba riesgos, sin duda, que habría que arrostrar, pero no cabía otra salida; de modo que cinco años atrás iniciaron conversaciones con los Miralles, familia de taulers de reconocida trayectoria en todos los puertos del Levante peninsular, dueños de tres naves, de las cuales resultó la creación de una sociedad dirigida a incrementar las actividades de ambas partes, que ya no se circunscribirían sólo al comercio de paños, como fue siempre la dedicación de los hermanos Alvers, o a la compraventa y el transporte de minerales, maderas y otros artículos que fueron la especialidad de los Miralles. Ahora, una nueva flota de cuatro modernas embarcaciones estaba dedicada, no a la navegación de cabotaje, sino a ir de un puerto a otro, de uno a otro reino, desde la punta de Sagres hasta las tierras del próximo Oriente, comprando materias que vendían a los que las transformaban en manufacturas, las que a su vez adquirían para ser vendidas en otros puntos. Lo que no significaba un abandono de los mercados del interior —donde nunca dejaron de estar presentes—, sirviéndose ahora de los fletes para un abaratamiento de costos y mayor rapidez en la entrega de mercancías; porque las naves, desafiando tanto a corsarios y piratas como a los elementos, salían incluso a la Mar Océana cargadas con toda clase de productos. Estaba, por otra parte, la especial atención consagrada al pasaje, atendiendo la gran demanda que provocaba la numerosa clientela musulmana, siempre necesitada de medios para hacer la preceptiva visita a los lugares santos de la lejana Arabia, que lo mismo eran gente de la España nasrí como del Magreb, lo que suponía una de sus más rentables actividades.

—Todo esto, tío, os lo informo para que os hagáis una idea y sepáis de qué tratamos.

Y Martín le escuchaba con toda atención, preguntándose el porqué de todo aquello, en tanto el muchacho, seguro, al parecer, de sus conocimientos, le contaba ahora sobre que el comercio marítimo con al—Ándalus, ejercido hasta hacía poco y casi en exclusiva por el puerto de al-Mariya, debido al incremento que había venido tomando el de Malaqa —convertido en uno de los más frecuentados del Mediterráneo— obligaba a organizar desde la kura malaqí un buen porcentaje de cuantas operaciones comerciales se hacían con los mahometanos. A continuación hizo referencia a las recientes conversaciones mantenidas con la cancillería granadina, del buen entendimiento en cuanto a las futuras relaciones mercantiles, y finamente, de la licencia que recién acababan de obtener para instalar una factoría en una villa del litoral andalusí, Marballah, que a pesar de no disponer de un embarcadero muy seguro, su situación casaba con los intereses de la empresa.

Ahora, sin abandonar aquel tono casi doctoral ni perder la seria expresión que su carácter de adulto prematuro imprimía en su rostro, contó del motivo de su presencia. En primer lugar, dijo, era del todo lógico que al viajar hasta al—Ándalus, sabiendo que su pariente residía en el país, hiciera alguna gestión para conocer su paradero; y quiso el azar que al efectuar la protocolaria visita al walítuviera ocasión de conocer al amil Andrés Agreda, por quien supo que era precisamente en Malaqa donde se encontraba su tío, de la nueva situación —sin entrar en detalles— adoptada por éste, así como su decisión de quedarse a vivir en el reino de Granada. Como quiera que Jaume había manifestado su natural deseo de encontrarle, el mismo gobernador puso a su disposición y a la de sus acompañantes un guía que les condujo hasta la munya.

—He de confesaros, tío, que con independencia de mi deseo por veros ha surgido algo que os concierne, dado vuestro nuevo estado, caso que os convenga.

Terminada su entrevista en la alcazaba, habían comentado, él y su socio Bernat, sobre la imprevisible variedad de hechos y circunstancias capaces de influenciar y hacer cambiar la vida a los humanos, en referencia a Martín; y que en definitiva, el hombre debe ser dueño de su persona para saber dónde y en qué momento ha de estar, sin menoscabo de sus valores espirituales, defendiéndose de todo tipo de atadura que pueda cohibir su naturaleza. Y entonces se le había ocurrido a Miralles: «Os digo: ¿por qué no proponer a vuestro tío el ocuparse de la factoría de Marballah? Sería necio marchar ahora sin contar con alguien responsable en quien confiar, obligándonos a buscar entre nuestra gente, que el indicado llegaría aquí como total extranjero, y esto nos supondría repetidos viajes, pérdida de tiempo, gastos...».

—Y esto es lo que os repito. ¿Os sería de mucha contrariedad quedaros como nuestro representante en Marballah? Apuesto a que en poco tiempo seríais capaz de dominar el negocio sin apenas esfuerzo, y esto supondría una tranquilidad para nuestros intereses, que no reposarían en la incertidumbre de un extraño. Además, vos habláis árabe y...

Desde Marballah se pensaba llevar una política tendente a competir duramente con los genoveses, contando ya con proveedores que otorgarían unas concesiones similares a las de los audaces ligures. Luego, amparados en la mediación del influyente bayle general del reino de Valencia, cuyas atribuciones parecían ilimitadas desde los tiempos del rey dom Jaime, un grupo de mercaderes tunecinos aceptaron iniciar relaciones con la sociedad Alvers-Miralles, de cuyos beneficios se reservaría, naturalmente, la parte convenida para satisfacer la feliz mediación del bayle, más lo que se estimara por el apoyo de sus subordinados más próximos; esto, amén del corretaje para los artífices del convenio, comerciantes mudéjares de lejana ascendencia egipcia, amigos del bayle, que nunca abandonaron su tierra valenciana.

XLVII

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a propuesta no necesitaba de mucha reflexión para que Martín la aceptara. Hasta le pareció que en toda aquella sucesión de incidencias confluyendo en su persona mediara la mano de ese mismo destino fatalista al que aludían con supersticioso respeto los mahometanos: un hábito con el que remataban cualquier conversación, aceptando resignados lo bueno y lo malo que les deparaba el destino, por más que fuese algo que no dejaban de censurar los intolerantes alfaquíes. Incluso Amina, dejándose llevar de la costumbre, dejó oír, una vez supo de los proyectos de su amigo, primero sus maquinales gracias a Alláh, y luego el habitual colofón: «Estaba escrito».

Sin demora, tanto que fue al día siguiente, embarcó Martín en la misma nave que trajera a su sobrino y a Bernat Miralles, y en su compañía fue a conocer el lugar al que habría de trasladarse. Hechos a la mar a hora bien temprana, mediada la mañana ya echaban anclas en la ensenada marballíh.

Las instalaciones de lo que iba a ser la factoría se hallaban no lejos de una serie de barracones levantados frente al embarcadero, en uno de los cuales un funcionario de la aduana velaba para hacer cumplir el estricto mandamiento de las leyes, por lo que, en verdad, el hombre trabajaba poco, dado el escaso movimiento del puerto. La sede de la sociedad iba a instalarse en una nave de regulares proporciones, hasta entonces dedicada a la preparación de la anchoa, por lo que el olor a pescado perduraba como incrustado en las paredes; alzada sobre un desnivel del terreno sobre la playa, dominaba un buen trozo de costa, con la mole apenas difuminada del Djebel Tarik al poniente, y enfrente la insegura dársena donde fondeaban las embarcaciones que arribaban a aquel puerto; sobre la línea del horizonte, al otro lado del relumbrante mar, si no las ocultaba la bruma podían distinguirse las cumbres de las montañas africanas.

Una vez visitado el lugar, puesto en conocimiento de las labores de adecentamiento y encalado que acometía una cuadrilla de trabajadores, Martín continuó dedicando toda su atención a memorizar cuantas explicaciones le dieron, queriendo hacerse una idea, de momento muy superficial, sobre el mecanismo de su nueva responsabilidad. Porque apenas quedase la nave en condiciones de empezar a ser utilizada, para lo que se habían calculado un par de meses, comenzaría a recibirse mercancía; previamente acudirían dos empleados desde Barcelona, quienes puestos a las órdenes de Martín, asesorarían a éste, al menos en los inicios de las actividades. Tanto su sobrino como Miralles aprovecharon para hacerle algunas indicaciones respecto a cómo entendían que se debían hacer los acabados de las obras, al tiempo que iban imponiéndole sobre la diversidad de manufacturas que habría de ir recibiendo, la mayoría procedentes de puertos mediterráneos, aunque no iban a faltar géneros enviados desde la lejana Inglaterra, del país de los francos y de Flandes, de cuya distribución ya recibiría en su momento instrucciones sobre el oportuno destino.

Pero su cometido iba a ser de mucha más responsabilidad, porque el verdadero fin de aquel establecimiento no estaba sólo en la mera distribución de mercaderías, sino en las remesas del oro que periódicamente se irían recibiendo procedentes de los aluviones auríferos tunecinos, que según supo luego se encontraban cerca de la legendaria Cartago y no muy lejos del lugar en que murió aquel piadoso rey francés, Luis Nono. A estos envíos los consignatarios tunecinos irían agregando, a medida que las recibieran de sus proveedores del África negra, las partidas que otros se ocupaban de recolectar haciendo trabajar a buen número de esclavos. Con todo, las expediciones de más consideración habrían de llegar del Egipto, que allí los representantes de la compañía, un influyente consorcio judío, contaban con la amistosa benevolencia del sultán, el mameluco bahrita Almansur Laghin, a cuya sombra tenían organizada la venta del oro que se extraía de los lejanos yacimientos nubios, ya explotados en tiempos de los faraones. Martín iba tomando notas, mentales y escritas, como un colegial, de cuantas historias, información, recomendaciones y consejos le dieron, dispuesto a que los resultados de su colaboración fuesen a medida de la importancia de su responsabilidad.

A punto de romper el verano, una serie de hechos obligaron al aspirante a mercader a adelantar sus proyectos. Primero fue el regreso de aquel hermano de Sinbul, el piadoso peregrino viajero a los santos lugares islámicos, de cuya llegada supo por un mensaje de su amada, cuando se ocupaba, ahora en solitario, guiado de su intuición y del sentido común, en ultimar detalles para un perfecto funcionamiento de la factoría. La instalación no había dejado de despertar el natural interés y la curiosidad del pueblo; porque el establecimiento de una concesión mercantil a comerciantes cristianos, en zona tan estratégica, —que se decía que habría de ser de una cierta consideración—, andaba en las conversaciones de la gente, empezando por las autoridades, con quienes desde un primer momento se entablaron las protocolarias relaciones de cortesía.

El al-cahdíde la villa, un monstruoso individuo de aspecto grotesco, cuyo voluminoso corpachón sostenía una cabezota al mismo grotesco juego de su adiposa figura, donde la nariz parecía descolgársele a modo de incipiente trompa, recibió a los catalanes —iba también Martín— cuando éstos acudieron a saludarle en su protocolaria visita, haciendo gala, ridículamente, de la más necia fanfarronería; a ninguno pasó desapercibido su aire arrogante ni el tono enfático de su habla, conociendo ya, por los trabajadores a su servicio, algunos pormenores sobre el personaje, al que apodaban —y así se le conocía en toda la comarca— Chahhm al-baqar, Grasa de Buey. Siendo descendiente de mozárabes castellanos convertidos al islam, guardaba escrupulosamente, como cualquier familia de conversos, las prescripciones del Corán, lo que no le impedía ejercer sobre el pueblo y todo el término una especie de despótico dominio, dedicado a monopolizar la mayoría de las actividades económicas de la zona, que no eran sino la producción agrícola y la ganadería; porque la pesca, principalmente la sardina, estaba del todo acaparada, aparte de la que se aprovechaba para el consumo, por unos industriales yemeníes. Como quiera que la sombra de Grasa de Buey no habría de afectar para nada a la marcha de la factoría, por contar con la bendición de instancias muy superiores a la que representaba aquella masa de carne mal fabricada, la visita se circunscribió a meras fórmulas, y al pedante no se le concedió la menor importancia.

Otro urgente problema para Martín consistió en buscar acomodo, ya que no entraría en sus cálculos, y muy especialmente cuando se le reuniese Amina, seguir hospedado en el miserable fondak donde provisionalmente se alojaba, regentado por una tornadiza pelirroja de violento genio, apresada en la costa portuguesa todavía niña y casada con su raptor, al que acostumbraba a propinar soberanas palizas cuando la impulsaba su habitual mal carácter; es decir, casi diariamente.

Ya desde que apenas empezara a considerar la situación había descubierto, al borde de un extenso pinar que llegaba hasta la playa, unas tierras que por ser salitrosas no se cultivaban; edificada sobre una suave elevación del terreno se alzaba una casa, no muy grande, algo abandonada, pero que después de una hábil reparación consideró que podría quedar habitable y cómoda. Le gustó, además, descubrirla rodeada de una antigua —pero suficiente— protectora muralla; que ninguna precaución sería poca con vistas a las incursiones que en cualquier trozo de cualquier costa acostumbraban a hacer piratas y corsarios, tanto cristianos como moros. Indagó Martín acerca de su propietario, que resultó ser el recaudador local de impuestos, individuo, naturalmente, odiado por la mayoría de la población; una vez localizado, en lugar de ir directamente a tratar con él decidió pedir su mediación al voluminoso Chahhm al-baqar, convencido de que el mejor modo para conquistar a un individuo vano y crecido sería requerirle un favor. De modo que volvió a visitarlo, charlaron cumplida y ceremoniosamente, con arreglo a las formalidades y la mejor urbanidad, y en la conversación dejó entrever Martín, claramente, sus relaciones con algunos dignatarios de la kora y del reino, así como la disposición por parte de la sociedad que representaba para, apenas se iniciaran sus actividades, abonar sus impuestos, no en especie, como se empeñaban en hacer muchos contribuyentes, sino en dinero efectivo, con lo que consiguió que el voluminoso hombrón le dispensara su mejor atención. Tanto, que una vez conocidos los deseos de su interlocutor respecto a las tierras de junto al pinar, no tardó una semana en enviarle recado informándole sobre la buena disposición del qabid —el exactor de la zona—, quien ponía amablemente a su disposición la finca, ya que no hacía uso de ella, y además, a un costo y con unas facilidades, sin duda, casi de regalo.

Satisfecho porque iba consiguiendo sus fines, felicitándose a sí mismo por el modo en que empezaba a manejarse sin tropezar con muchas dificultades en su contacto con el mundo seglar, inmediatamente se dedicó a acondicionar la casa para convertirla en un lugar acogedor; y a contratar criados que se encargarían de cuidar su conservación; y a procurarse un ajuar, al menos lo más imprescindible, para hacer del conjunto un todo habitable; siempre y en cualquier momento pensando en Amina, en la satisfacción de tenerla pronto a su lado y ofrecerle, con merecido orgullo, lo que ahora consideraba fruto de su propio esfuerzo. Para la materialización de sus objetivos, contando con sólo unos pocos dirhems como capital propio, se sirvió de las cantidades que generosamente le adelantara su sobrino, y luego, hizo uso de su propio crédito personal, que no dudaron en otorgarle amistosamente cuantos artesanos aceptaron de cumplimentar sus necesidades.

Como quiera que pasaba las jornadas en un permanente estar ocupado, no era sino a la hora de dormir cuando le acudían, encadenados unos tras otros, reflexiones, recuerdos, momentos; especialmente le sorprendía la manera sosegada, hasta insensible, con que había encarado la tan absoluta transformación de su vida, abandonando todo su pasado en una lejanía que le parecía cada vez más remota, entregado a su nueva situación como si todo le viniese naturalmente: la vida seglar, el amor de una bellísima, sugestiva «infiel», y por último prestarse, sin reparos, incluso ilusionado, a formar parte del turbio mundo de los mercaderes: un mundo al que siempre consideró poblado de gente sin escrúpulos, ávido sólo de enriquecerse del modo que fuera, y naturalmente, donde eran monedas de cambio el engaño, la truhanería, la estafa; allí nacían gran parte de las desventuras de la humanidad, y siempre consideró que precisamente allí estaba el germen del pecado, por lo que cada vez que tuvo ocasión no dejó de prevenir y zaherir a quienes hacían oídos sordos a su reiteración de parábolas evangélicas dedicadas a advertir sobre lo mismo, desde la desconsoladora tragedia de El rico insensato a la del Rico epulón y Lázaro, sin olvidar, por supuesto, las escasas posibilidades de un rico intentando pasar a través del ojo de una aguja, en comparación con las de un camello.

De todos modos y una vez decidido, casi febril ante la avalancha de acontecimientos, todos propicios, todos benignos, terco en su decisión, ya sabía que el pasado no iba a resucitar. Y se repitió la expresión cesarina, Alea jacta est, con su doble sentido de desafiar al futuro, y también de, ya, no volverse atrás.

Lo inmediato estaba en aquella noticia de Sinbul contándole del regreso de su hermano; tenía que ir a Malaqa y afrontar una situación cuyas características ignoraba tanto como su resultado, desconociendo qué consecuencias traería la que consideraba obligada entrevista. Seguidamente estaba plantear a su amada de un modo manifiesto, sin lugar a equívocos, su proyecto de vida en común. En más de una ocasión sentía como un desfallecer ante la idea de que las cosas hubieran cambiado, por lo que fuese, y ver muertas sus ilusiones; porque en realidad todos sus proyectos no giraban sino con el pensamiento puesto en la joven. Si este anhelo se esfumaba, ¿qué sería de él? Nunca programaron nada definido, porque los hechos se habían sucedido con tal rapidez que todo quedó un poco en el aire; Martín sobreentendía que a la primera indicación, Amina iría a reunírsele donde fuese, incluso más allá del Ultima Tule, que decía Séneca...

Tenía que resolver todo esto con la máxima urgencia, sin demora. Así que una de aquellas mañanas, al alba, con la sola compañía de un criado y un arriero, emprendió el camino que a lo largo del litoral conducía hasta la ciudad.

Llegó a la munya lleno de resolución, dispuesto a enfrentar lo malo y lo bueno; muy en el fondo, temeroso de que los hados hubiesen decidido romper lo que venía creyendo una benéfica conjunción de los astros sobre su persona... si es que aquellas radiaciones planetarias de las que hablaban los astrólogos podían ejercer, en efecto, una influencia sobre los humanos, cosa que dudaba. Pero...

Saludó a Alí Muhammad, ambos dedicándose las fórmulas ceremoniosas que eran norma en la tradicional cortesía, los dos examinándose curiosamente; Martín guardando un exterior impasible, como seguro de sí mismo, pero en realidad inquieto al encarar la incógnita de la situación. El hermano de Amina era un joven corpulento, y quizá por el mimetismo del medio ambiente se aparecía como un verdadero producto del terreno que reflejara en su persona soles y lluvias, inclemencias y bonanzas del tiempo, lo que se manifestaba en lo atezado de la piel, en las prematuras arrugas del rostro, en las manos, grandes y deformes. Posiblemente ganado por su tan reciente experiencia mística, que sin duda debió de vivir momentos de devota entrega durante su visita a los lugares santificados por el islam, iba vestido con una simple saya listada, cubriéndose con un turbante, al modo de los teólogos, cuando ya en al—Ándalus casi ningún varón usaba prenda alguna sobre la cabeza, a no ser el casquete de lana en invierno, o el simple taylasan blanco, que era como un velo que se ponía sobre los hombros y algunos subían por encima de las orejas; posiblemente, luego de aquellos meses de ausencia dedicados a vivir para la piedad religiosa, honrado ahora con la dignidad de 56 su fervor debía estar bien acrisolado. Pronto captó Martín que pese a la tosquedad de su apariencia física, tan lejos de la fascinante personalidad que ya con su sola presencia bastaba para retratar a su hermana, era un hombre de profundos sentimientos y condición tímida, posiblemente acostumbrado a la soledad y a estar mucho tiempo sin más amigos que sus propios pensamientos.

Sorprendió al ex fraile que en contra de toda norma le recibiera acompañado por la muchacha, lo que le llevó a pensar que debía de estar bien acostumbrado al manifiesto modo en que la joven imponía su carácter cuando lo creía justificado o necesario; esto también le dio confianza, haciéndole sentir más relajado. Una vez acomodados, rota aquella especie de timidez en los dos hombres por la hábil intervención de Amina y entretenidos con un refrigerio, empezó Alí, sin aparentar reserva alguna y apenas entrados en conversación, a dar muestras de una curiosidad al parecer insaciable, dedicando a su visitante cuantas preguntas fueron ocurriéndosele, numerosas y atinadas, que prolongó incluso durante la cena, interesado en los orígenes del exclaustrado, sus conocimientos de otras tierras y sus saberes de toda índole; cuando llegó, porque era obligado, a la cuestión religiosa, luego de manifestarse fervoroso y sumiso creyente en cuantos mandamientos estableció el Profeta, se atrevió a indagar acerca de los motivos por los que su invitado abandonó el estado clerical, avanzando, muy discreto, si esto significaría un posible acercamiento al islam. A todo lo cual dio debida respuesta su interlocutor del modo en que sabía hacer amena una conversación, especialmente si con los años fueron tantas las vicisitudes que modelaron su perfil. Usando luego de un lenguaje medio desdibujado y ambiguo, como si le costara traducir su pensamiento al árabe, no quiso extenderse en cuanto a su ruptura con la religión; tan sólo dejó insinuar su actual dedicación profunda al estudio de otras filosofías, cuando sus nuevas ocupaciones se lo permitían.

Ahora Alí Muhammad pareció interesarse por la actividad de Martín, entregado a su cometido de ultimar las instalaciones de la factoría, manifestando incluso como una cierta admiración al descubrirlo capaz de responsabilizarse por algo tan distinto a lo que hizo siempre. De igual modo, le hizo alguna pregunta respecto a las futuras actividades comerciales de la empresa y de cómo iba él a desempeñar su intervención en la misma.

Muy al final fue que se refirió al hecho clave de aquella visita:

—Mi hermana ya me manifestó su inclinación hacia ti, y como afirma con certeza que esto es voluntad de Alláh, porque no hay poder ni fuerza sino de Él, el Misericordioso, Señor de todos los mundos, yo no podría oponerme, aunque para mí sería una bendición si te hicieras circuncidar. —Y al advertir una ligera mueca que entendió negativa en el otro—: Amina me habla de irse a vivir contigo a Marballah. Ni ella es cristiana ni tú eres musulmán: dime, pues, si crees que os sea posible vivir así, ni en tierras del Profeta ni en donde están las iglesias de los trinitarios.

Sin esperar respuesta siguió manifestando la tristeza que le producía saber que aquélla a la que siempre tuvo dentro de su corazón, ahora iba a quedar expuesta a la influencia, no ya de un infiel, sino tal vez bajo lo que no se atrevía a calificar, adivinando en la persona del rumía alguien que no dudaba fuese dueño de buenos sentimientos, pero que desgraciadamente había perdido la piedad. Cualquiera, en su caso, se opondría a tan vergonzosa situación, pero sabía de las ideas de su hermana, de su cabezonería, siempre rebelde e insumisa, y como él la amaba tan intensamente, jamás movería un dedo si esto le causara el más ligero daño.

Todo expuesto sin manifestar acritud, ni incluso censura, tan sólo por su deseo de dar libremente su opinión; a su juicio, como creyente seguidor de la fe islámica, auguraba la cantidad de inconvenientes que habría de tropezar la pareja, fruto de una unión tan en contra de todas las normas, dejando traslucir, sin apenas ocultarlo, la conmiseración que le producía imaginar, tanto al ex fraile como a su hermana, condenados a no conocer la bienaventuranza de estar eternamente con la divinidad.

Y Martín pensó que sus palabras no eran sino un calco de lo que él pregonó tantas veces, y lo que pregonaron otros muchos miles de predicadores como él. Dispuesto a no contradecir y ni siquiera a argumentar en respuesta al piadoso discurso del joven, tuvo la discreción de escuchar sin dar opiniones, en tanto por la cabeza le rondaban cuantas doctrinas había conocido, todas empeñadas en adjudicarse la exclusiva de la divinidad, cada una más o menos calco de la otra, con sus particulares teorías, sus argumentos escasamente diferentes entre sí, fruto de la fantasía, la imaginación, el ingenio humanos; en ocasiones, nacidas en la mente de algún carismático profeta, cuyo verbo podía arrastrar a las masas, siempre buscando el bien y la felicidad de acuerdo con la subjetiva interpretación que cada iluminado diese al culmen de tan excelso deseo.

Durante todas esas horas Amina apenas si intervino en las conversaciones, y si lo hizo fue sólo por alguna cuestión doméstica. Pero Martín ya sabía que aquella intrépida muchacha que un día lo abordó en plena calle, que tantas veces le confesó y demostró su amor por él, seguía siendo su sorprendente, su fabulosa, su hechicera, su Sinbul at-Tîb, su Nardo de Olor.

—Sin duda, Alí Muhammad, estás pensando que te las ves con un loco... —Miró a Amina—. O dos. Y será cierto que ni Sinbul ni yo respetamos las reglas impuestas por hombres que se dicen enviados de la divinidad, y nos desentendemos de esas costumbres que se han hecho ya leyes por la tradición... Son cuestiones que hemos tenido en cuenta, pero como quiera que no casan con nuestro libre pensar, que antes está nuestro amor, rompemos con esas formalidades. Sé que es una postura atrevida la de desafiar a todo el mundo, pero no vamos a permitir compromisos ni imposiciones con nada ni con nadie, ni vamos a aceptar servidumbres, ni dejaremos que nada extraño se interponga entre nosotros, y salvo el respeto a lo que es justo, vamos a renunciar a todo lo demás... A lo social, y lo religioso, y... Y a todo.

Llegaron a Marballah con los cielos alumbrados por las últimas luces de una cálida tarde estival. Cruzado el límite de la finca, al acercarse la reducida comitiva a la casa fue recibida por los criados a la luz de las antorchas; a continuación, guiados por las dos esclavas compañeras de Amina, Hinta y 'Asal, fueron a instalarse bajo unos toldos, dando comienzo a la fiesta de bienvenida. En tanto se daba punto a la cena, apetitosa, sin duda, a juzgar por la variedad de aromas que impregnaban el aire, las mujeres iban ofreciendo refrescante horchata, y uvas, melón, sandía; todo entre risas, parloteo, cantos y tañer de instrumentos, lejos de las prohibiciones de los guardianes de la fe en contra de tan jubilosas manifestaciones.

Y Martín advirtió que aquella alegre recepción encantó y emocionó a su amada, y al notarlo también le emocionó a él.

Con la caída de la noche había refrescado el ambiente, haciendo grato prolongar el disfrute de la velada bajo aquel cielo cuajado de estrellas, brillantes en la profunda negritud de la luna nueva. Y ahora se le ocurrió pensar si tal vez se encontraba en el umbral propicio para alcanzar ese estado tan perseguido por el ser humano que es la felicidad.

Málaga, jueves, 11 de noviembre de 1999.

Festividad de San Martín, a las 21:00 horas.

Málaga, martes, 7 de agosto de 2001.

Festividad de San Cayetano, a las 23:00 horas.

Bibliografía

Bibliografía

Siendo numerosa la relación de documentos consultados para la elaboración de esta obra, considera el autor dedicar una breve reseña a los textos más estudiados.

Memorias para la vida del santo rey don Fernando III, Andrés Marcos Burriel, S.I. (1719-1762). Publicada por Miguel de Manuel Rodríguez. Madrid, MDCCC, ed. El Albir. 1974.

Alfonso X el Sabio, Antonio Ballesteros Beretta, 1963. Ed. El Albir, 1984.

Setenario, Alfonso X el Sabio. Facsímil del publicado por Kenneth H. Vanderford. Instituto de Filología, Buenos Aires, 1945, ed. Crítica, Barcelona, 1984.

Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Diógenes Laercio. Ed. Teorema, Barcelona, 1985.

De natura deorum. (Sobre la naturaleza de los dioses.) Marco Tulio Cicerón. Ed. Sarpe. Madrid, 1984.

De brevitae vitae. (De la brevedad de la vida.) Lucio Anneo Séneca. Ed. Sarpe. Madrid, 1984.

Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento. Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569). Revisión de Cipriano de Valera (1602). Ed. Sociedad Bíblica, Gran Bretaña, 1951.

Elseviers Encyclopedie Van de Bijberl. (Enciclopedia de la Biblia.) Ed. Elseviers, Ámsterdam. Trad. de Marie Paule Bol. Ed. Afrodisio Aguado. Madrid, 1968.

Confesiones, san Agustín. Ed. Sarpe. Madrid, 1983.

Historia de las civilizaciones. The Crucible of Christianity. (El crisol del cristianismo.) Director: Arnold Toynbee. Thames and Hudson. Londres, ed. Labor, 1993.

De principis naturae. (De los principios de la naturaleza.) De aeternitate mundi. (Sobre la eternidad del mundo.) De ente et esencia. (El ente y la esencia.) Selección de Suma contra gentiles y Suma teológica, Tomás de Aquino, O.P. Ed. Sarpe. Madrid, 1983.

Interioridad y conversión a través de la experiencia de San Agustín, Ángel Alcalá Galve. La Ciudad de Dios, vols. CLXX, 1957 y CLXXI, 1958. Real Monasterio de El Escorial.

«Relación histórica del auto general de fe que se celebró en Madrid en el año de 1860», José del Olmo, alcaide y familiar del Santo Oficio. Impreso por Roque Rico de Miranda, 1680. Edición facsímil de 1820, imprenta de Cano, Madrid.

Tratado de la iglesia de Jesu-Christo, Félix Amat, Pbro. Editado en la imprenta de don Benito Cano, Madrid, 1793.

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Crónica de Aragón, Lucio Marineo Sículo, ed. Juan Cofre, Valencia, 1524. Ed. El Albir. Edición facsímile, Barcelona, 1976.

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Los tambores de la Luna Nueva
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